LA ILUSTRACIÓN DE LOS RETAZOS El perro que no calla es una película hecha en diferentes momentos, en un período algo más largo que los rodajes convencionales. Los hiatos entre las partes se notan y sin conocer este dato es posible advertir esas costuras que las unen. Los retazos están delimitados por los tonos, por la fotografía y, también, por las interpretaciones. El comienzo plantea un problema casi costumbrista; unos vecinos le reclaman a Sebastián (Daniel Katz, hermano de la directora Ana) por los ladridos de su perra, Rita. Lo que parece ser una situación tensa se transforma en incomodidad para Sebastián, porque la queja inicial se transforma en angustia ya que los vecinos sienten pena por el animalito que está solo todo el día mientras su dueño trabaja. El complemento de esta primera parte se da en el espacio laboral del protagonista, cuando él es abordado por sus empleadoras para que desista de continuar llevando a su perra al trabajo, lo cual resultó ser apenas una solución primaria al problema planteado en la escena de apertura. En estos minutos de apertura la historia toma el camino de la comedia, ese género que Katz desarrolló con astucia y aguda percepción en Sueño Florianópolis. Por supuesto que las expectativas puestas en la película siguiente de un director no siempre deben cumplirse en el orden de una repetición de su obra inmediatamente anterior; así y todo resulta extraño el giro que El perro que no calla elige tomar con el golpe bajo que marca el quiebre de la historia. El recurso de completar el final de la “comedia” a partir de dibujos hechos a mano es ocurrente, al mismo tiempo resulta redundante y de un contrasentido absoluto, como si fuera un eco. La segunda mitad de la historia tiene una marca indeleble a partir de lo sucedido en esos dibujos. Lo introspectivo y lo melancólico se dan un abrazo para determinar el destino de Sebastián, un personaje motorizado por la abulia y la necesidad. En las transiciones se evidencia una serie de problemas, como si la narración flotara sin anclarse antes de seguir una progresión. Más confuso se torna el devenir del personaje cuando lo vemos con dos looks completamente distintos en dos escenas seguidas, para que en una tercera aparezca con el mismo corte de pelo que tenía en la primera. Otra ilustración de un retazo. Hay, además, una pretensión de sintetizar una vida en un puñado de escenas: la atracción física, el vínculo sexual y afectivo, la relación de pareja, la maternidad / paternidad y el desgaste de todo lo anterior. Es tentador atribuir cierto azar en los encastres de montaje que tienen algunos momentos, por ejemplo la catarsis de una mujer que le deja a Sebastián el cuidado de un ser querido con una enfermedad progresiva e irrecuperable, en uno de los diferentes trabajos a los que debe recurrir el protagonista para sobrevivir. El blanco y negro lavado parece impregnarle, todavía más, una capa de angustia a la vida de un hombre que nunca demuestra los sentimientos pretendidos para las situaciones que padece. La composición monocorde de Daniel Katz es el mayor mérito de la película, en lo que se presenta como una vía a contramano de todo lo que lo rodea. El fragmento de ciencia ficción es otra presentación de una premisa posible, la cual Katz desecha a los pocos minutos con una simple línea de diálogo, en contraposición a la manera de resolver los finales de las partes anteriores de la historia. Casi como una película inédita del Nuevo Cine Argentino del 2000, El perro que no calla es errática, indecisa y ambiciosa en ser todo, pero a la vez, ser partes. Una búsqueda arriesgada para una directora poseedora de una filmografía firme, un intento que no deja de ser un valor y un mérito por buscar nuevas posibilidades, modos e intereses particulares.
Sexto largometraje de la realizadora y actriz argentina Ana Katz La nueva película de la directora Ana Katz, protagonizada por Daniel Katz, relata la historia de Sebastián, quien a decir de quien lo corporiza: “Tiene muchas cosas en común conmigo respecto de cómo me siento con el mundo y lo que se espera de un hombre y su comportamiento”. El inicio refleja una situación que puede parecer tan risueña como real; el inconveniente de la perra con quien Sebastián vive dispara situaciones que van in crescendo y ubican al personaje entre la espada y la pared a la hora de decidir de proteger al animal frente a su propia necesidad de subsistencia. Los ladridos que inquietan a los vecinos y generan las desventuras de Sebastián son en realidad un simbolismo de las simples cosas que pueden hacer tambalear nuestra íntima realidad, tal como a él le sucede. De allí a pasar por diferentes espacios y realidades, incluida una amenaza similar a un apocalipsis provocado por un asteroide (que posteriormente genera la obligación a todas las personas de utilizar una máscara para respirar e incluso de caminar a cierta distancia menor a un metro desde el piso), las situaciones colocan al protagonista en un continuo transcurso de realidades dispares, pero unidas por un hilo que las pone en común. Los pasajes de la historia del personaje en cuestión son por momentos tan inquietantes y movilizantes que se sienten casi agobiantes, más no así lo son para él. Durante un tiempo la necesidad de ver a Sebastián despertar de lo que puede entenderse como un adormecimiento emocional puede inquietar al espectador, pero después cae en la cuenta que su modo de ser y su acompañamiento evolutivo a través de la historia es solamente parte de la esencia misma de su persona. La película juega con el ridículo, que en tren de continuar con las vivencias de Sebastián, estas se tornan tan raras como cercanas a la realidad que nos toca vivir hoy, o tal vez seguir viviendo en el futuro próximo. El B&N funciona como apoyo estético y es un recurso válido para logar la impresión visual deseada. El elenco se completa con Julieta Zylberberg, Valeria Lois y Carlos Portaluppi, entre otros.
EL PERRO QUE NO CALLA. Ese animal llamado humano según Ana Katz. Sebastián tiene varios trabajos temporales y abraza el amor cada vez que encuentra una oportunidad. Su transformación se retrata en un mundo cambiante y en el que puede producirse un apocalipsis. Sensible es este nuevo film de esta excelente directora argentina. Una fotografía que se siente trabajada con atención y delicadeza para retratar los sucesos que atraviesa este protagonista interpretado por su propio hermano, Daniel Katz, acentuando este carácter artesanal y propio que propone la cinta. Y es que, si bien completan el elenco nombres de la talla de Carlos Portaluppi y Julieta Zylberberg, todo estará centrado en Sebastián. Este personaje que todo lo acepta, que a todo se adapta o, como diría Alexander Pope “acepta todas las plegarias y renuncia a todos los deseos”. Todo bajo un blanco y negro que por momentos hace más desolador y sentido el relato. Un humor de situación y la mezcla de animación en un momento particular son algunos de los recursos que le calzan de maravilla a la cinta dándole aire y un sello propio. Pero el giro premonitorio que contiene la película es uno de los grandes llamativos que capta la atención de los transeúntes y es que realmente impacta. No voy a detallar demasiado para quienes no hayan visto nada aún pero considerar que esta historia fue filmada antes de la pandemia pareciera a primera impresión digno de una vidente. Una película contemplativa, reflexiva, que retrata la capacidad humana de adaptarse y nos invita por lo tanto a detenernos y pensar. Eso que a veces nos falta: detenernos. Pensar. Por Matías Asenjo
La vida es una herida absurda. Desde un comienzo, algo parece desviar las acciones hacia el absurdo, hacia zonas de desconcierto asumidas sin dramatismo. Las viñetas de la vida cotidiana de Sebastián (joven de mirada triste, cierta indolencia y paciente voluntad para ir encauzando su vida momento a momento) se enrarecen, pero no porque se las cubra de música ominosa: la espontánea reunión de un grupo de vecinos entrechocándose con sus paraguas, la charla en la que se cuestiona amablemente que el protagonista asista a su lugar de trabajo acompañado por su perra, o el hecho de que se lo vea de pronto predisponiéndose a vivir en el campo –recibiendo indicaciones de un amigo vestido con un insulso poncho– alteran el realismo. Por algunos elementos no resulta aventurado hablar de ciencia ficción, aunque no haya efectos especiales y apenas unos breves fragmentos animados expresen abiertamente la posibilidad de lo fantástico. Todo el film de Ana Katz –que compite en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata– es en blanco y negro, lo que favorece la sensación de melancolía de su personaje principal, así como también la idea de transitar un mundo que es el que conocemos pero diferente, alterado por cierto caos o desvarío. A pesar de que entre los personajes se cruzan saludables gestos de cariño, confianza y solidaridad, la enfermedad va ocupando el terreno (enfermedad que bien puede ser contaminación por agrotóxicos o abatimiento provocado por la falta de trabajo). En algún momento se habla de burbujas, de protocolo, de antigua normalidad: si bien El perro que no calla fue pensada y realizada casi en su totalidad antes de la pandemia del Covid-19, resultan sugestivas esas alusiones, como si se hubiera anticipado a las derivaciones que pueden tener las anomalías que van integrándose a la vida diaria (nos liberamos, en todo caso, de la obligación de caminar agachados, como ocurre aquí). Como guionista y directora, Ana Katz sabe ser crítica o sarcástica sin ser cruel, como lo demuestra, por ejemplo, Mi amiga del parque (2015). En esta ocasión, la muerte de un animal es eludida y las personas que rodean a Sebastián en distintas circunstancias son, en general, amables. La secuencia en la que se topa con gente empujando un camión con verduras y otra en la que su madre aparece dialogando con compañeras docentes, son ejemplares en cuanto a la sinceridad y vitalidad que transmiten; en ambas, además, se habla de cooperativas y lucha sindical, algo en sí valioso si se lo agrega a la ocasional intervención de un vendedor de bolígrafos en el subte, el deseo de comer un sándwich abandonado en uno de los asientos (de la misma manera que en Pizza, birra, faso alguien comía con gusto restos de pizza dejados en un mostrador) y a las dificultades para conservar el trabajo. A su manera –con timidez pero seguridad– El perro que no calla habla de carencias, de luchas, de necesidades insatisfechas y del mundo del trabajo. Los cambios de ocupación y cortes de pelo de Sebastián (encarnado por Daniel Katz, hermano de la directora) van indicando saltos en el tiempo. Esto permite jugar con la posibilidad de que las referencias levemente disparatadas o extrañas del film pertenezcan a un futuro que ya es presente o quizás pasado, a temores o incluso a la imaginación de Sebastián, quien, después de todo, parece ser o haber sido escritor y diseñador gráfico. Deseando un espectador activo y con espíritu lúdico, dispuesto a transitar una historia que avanza o retrocede como si se saltaran casilleros de un juego de mesa, El perro que no calla le huye a la solemnidad y suma frescura con las episódicas intervenciones de Valeria Lois, Carlos Portaluppi, Lide Uranga, Mirella Pascual y Julieta Zylberberg.
La directora de El juego de la silla, Una novia errante, Los Marziano, Mi amiga del parque y Sueño Florianópolis se arriesga con un film lírico y existencialista a la vez que parece haber anticipado como pocos estos tiempos de pandemia global. Rodada de forma intermitente, durante un período de casi tres años, en blanco y negro, con el aporte de cinco diferentes directores de fotografía (Gustavo Biazzi, Guillermo “Bill” Nieto, Marcelo Lavintman, Fernando Blanc y Joaquín Neira), El perro que no calla surge como la película más arriesgada, experimental, artesanal y existencialista de los seis largometrajes concebidos hasta la fecha por Ana Katz. La directora abandona el protagonismo femenino (la masculinidad aparecía de manera un poco más tangencial en la apuesta coral de Los Marziano) para narrar las desventuras de Sebastián (Daniel Katz, hermano y habitual colaborador de la realizadora en la vida real), un diseñador gráfico treintañero que parece ir a los tumbos, un poco a la deriva, sin ofrecer demasiadas resistencias. Un conflicto con los vecinos por los constantes ladridos de su perra Rita, otro con su jefa (Valeria Lois) que termina con un despido que tampoco parece ser demasiado ríspido, una experiencia traumática en un campo de La Pampa, un trabajo cuidando a un paciente terminal, participando en un programa de radio o en una cooperativa que comercializa verduras... Así, a partir de viñetas de las que vamos saltando mediante constantes elipsis, seguimos la vida entre triste y absurda de nuestro particular antihéroe en una tragicomedia con algo de ese deadpan de Aki Kaurismäki, Jim Jarmusch o la ya legendaria dupla de los uruguayos Rebella y Stoll. Llegará luego el tiempo de una relación con Adela (Julieta Zylberberg), del ingreso definitivo a la adultez y a la paternidad, y un momento cumbre del film que tiene algo de visionario y anticipatorio ¿Por qué? Porque mucho antes de que el Coronavirus fuese una realidad, Katz imaginó una pandemia a escala global, con la población sometida a todo tipo de sacrificios (e inversiones en el caso de los más pudientes) para poder sobrevivir. El resultado es una película bella y triste, lírica y angustiante a la vez, que se permite romper con algunas convenciones narrativas y adosarle tres pasajes de ilustraciones y algunas animaciones muy artesanales (cortesía de la también directora de arte Mariela Rípodas). Una mirada con cierto desencanto sobre un hombre común (y podríamos decir que hasta bastante sumiso, vulnerable y un poco frustrado) en un mundo hostil, deshumanizado. Una historia que, sin caer en la bajada de línea ni en la denuncia forzada, sintoniza como pocos con estos tiempos en los que lo apocalíptico, lamentablemente, se ha transformado en algo demasiado realista.
La fascinación con un ensayo del escritor chileno Pedro Lemebel sobre un perro que no para de ladrar fue el punto de partida de esta nueva película de Ana Katz, sexto largo de su carrera y sin dudas el más radical en términos formales y narrativos. Filmado en blanco y negro y recargado de saltos en el tiempo, tiene una trama argumental dividida en lo que podrían pensarse perfectamente como pequeñas viñetas cuyo centro de gravedad es siempre Sebastián, un joven taciturno que parece un poco contrariado por la velocidad y la cadena de absurdos que dominan al mundo contemporáneo: los sinsabores del mundo del trabajo, la hipocresía corriente de los vecinos que sobreactúan una empatía que en realidad es más bien escasa, los vaivenes de las relaciones familiares y afectivas… Está claro que el texto de Lemebel funcionó apenas como disparador para esta narrativa porosa por la que se van filtrando gradualmente otros asuntos relacionados con el contexto social de la Argentina: el despliegue de la economía informal en un país en crisis permanente, los emprendimientos cooperativos (en este caso, uno relacionado con los cultivos orgánicos) que se van forjando justamente para paliar de algún modo esa zozobra incesante, las luchas del gremio docente por los siempre insuficientes ajustes salariales e incluso el recuerdo sutil, sin ningún subrayado que hubiera lucido extemporáneo para el caso, de los resultados trágicos de la desigualdad, reflejados en los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Pero lo que usualmente suele aparecer en un tono solemne y declamativo se va desarrollando aquí con otro temperamento: la especialidad de Katz es el humor oblicuo, ese que nace de la abulia o de algunas derivas ridículas de la vida cotidiana, el que provoca la risa incómoda porque puede interpelar e identificar de innmediato a cualquier sobreviviente de la castigada clase media nacional. A ese sello de fábrica, el que define un estilo propio y reconocible de la actriz y directora, se suman esta vez una serie de ligeras aventuras formales que alcanzan para que El perro que no calla se desmarque claramente del cine más convencional. Más que acontecimientos -que los hay y muchos a lo largo de los 70 minutos del film-, lo que Katz captura son sensaciones, los estados emocionales que producen hechos importantes o presuntamente irrelevantes en la vida de Sebastián, interpretado con mucho aplomo por su hermano Daniel, habitual guionista que ya había asumido un pequeño papel en Mi amiga del parque, el anterior largo de Ana. El compromiso esta vez fue mucho más importante y lo resolvió con eficacia, transmitiendo muy bien la perplejidad que abruma al personaje y también sus curiosas estrategias de supervivencia, que no siempre son fallidas. Muchas de las características personales de Sebastián son penalizadas socialmente: ¿Quién se toma en serio hoy a alguien que es capaz de resignar un empleo por cuidar a una perra? El cinismo y la crueldad fría que son moneda corriente en la exigente carrera por funcionar dentro del sistema entran en colisión con los valores de un personaje que en ese entorno tiene algo de marciano, como lo empiezan a tener la mayoría de los que lo rodean cuando imprevistamente aparece en escena una especie de virus innominado que obliga al uso de escafandras. La alegoría es obvia, automática, independientemente de que esta historia estaba escrita antes del sacudón planetario de la pandemia del coronavirus. Y los métodos para hacerle frente a ese enemigo silencioso son ridículos (las personas deben usar ese casco de astronauta o caminar agachadas), tanto como algunos de los que hoy se siguen sosteniendo a rajatabla por temor, especulación política o ignorancia. Además de nobleza, hay una inteligencia aguda que esta película revela para abordar el continuo malestar de un presente cada vez más alejado de los sueños y las utopías sin cargar las tintas ni entregarse a la lógica del noticiero. En la modesta epopeya de Sebastián, una épica gris que no tiene puntos de contacto con las que suelen agitar los héroes más habituales de la ficción, hay contenido político. Ana Katz se conecta con la realidad con sus propias herramientas, un abordaje que contradice mandatos y lugares comunes, que establece un estatuto diferente para la radiografía social.
Texto publicado en edición impresa.
La directora de «Sueño Florianópolis» y «Una Novia Errante» nos trae su más reciente trabajo, el cual se distancia un poco de su obra previa, pero en el cual podemos ver algunas dosis de su ingenio característico. La actriz y directora Ana Katz decidió, con su presente película, salir de la zona de confort con un drama que aglutina elementos de ciencia ficción y algunas cuestiones del absurdo para hacer su propia crítica a la sociedad moderna, y al mismo tiempo otorgar una profunda mirada existencialista sobre el ser humano y su continua capacidad de adaptación a distintos escenarios, así como también a la imprevisibilidad de la vida. El largometraje inicia con Sebastián (Daniel Katz), un treintañero que es abordado por sus vecinos, los cuales lo presionan para que haga algo con su perro, el cual no para de llorar cuando se va a trabajar. El joven decide llevarse su mascota al trabajo, pero es despedido prontamente. Ahí es cuando inicia un camino sinuoso que estará atravesado por varios trabajos temporales disímiles que sacan a Sebastián de su estado de comodidad para arrancar una vida nueva. Una vida que lo llevará a nuevos caminos vinculados con el amor, pero también a transformaciones más drásticas como por ejemplo una pandemia global producto del impacto de un meteorito. En tan solo 73 minutos, Ana Katz nos hace atravesar un montón de estadios y emociones, análogas a lo que atraviesa el protagonista, arrancando varias películas dentro de la misma. Esto a veces puede jugar un poco en contra, haciendo que el tono del film no sea del todo armónico por momentos. No obstante, a la directora se la nota más cómoda cuando el relato entra en contacto con el humor y el absurdo, más que con el drama, gracias al compromiso de Daniel Katz, y las pequeñas pero inspiradas participaciones de Valeria Lois, Carlos Portaluppi y Julieta Zylberberg. Es ahí también cuando el film comienza a cobrar vuelo. El relato fue filmado durante un período de casi tres años, y no se siente arbitraria la decisión de mezclar géneros e incluso dar giros drásticos en el camino del protagonista, así como tampoco resulta caprichosa la elección del blanco y negro (el cual se nota muy cuidado incluso cuando participaron cinco directores de fotografía durante la realización del largometraje) sino más bien como una oportunidad para experimentar y arriesgarse, mezclando diversas narrativas e ideas que inviten a reflexionar al espectador. «El Perro que no Calla» es una película interesante e hipnótica de la realizadora de «Mi Amiga del Parque». Un film que pese algunos desajustes narrativos logra sobreponerse por su protagonista, la habilidad de comedia que rodea ciertos pasajes del relato en los que el film deja de lado esa solemnidad reflexiva y existencialista y saca a relucir el costado de Katz donde más puede brillar y demostrar su pericia como narradora. Por otro lado, su lado más absurdo logra resonar debido a su parecido con la realidad actual en ciertos aspectos y eso también le juega a favor. Una experiencia extraña y seductora a la vez.
Original retrato de época de Ana Katz El drama más atípico de la argentina Ana Katz, "El perro que no calla" (2021), presenta, sutilmente, una narrativa sobre la incertidumbre y la imprevisibilidad de la vida. El perro que no calla utiliza a una perra que llora sin cesar como catalizador de la trama, que está compuesta por distintos fragmentos de la vida de Sebastián, un hombre de treinta años, cuya realidad sufre importantes cambios desde la muerte del animal. La trama narra diferentes momentos de las vivencias del protagonista a través de elipsis temporales, desde su disposición para dejar su trabajo y cuidar de su perra, pasando por una mudanza a la pampa, sus inicios como agricultor en un campo, el nacimiento de su hijo, su separación, y lo más sorprendente de todo, la colisión de un asteroide con el planeta. El tema central es el cambio, esa transformación constante que es la vida, y que no solo pasa por una alteración física propia de la edad, sino por las experiencias de diferentes etapas de la existencia. Es realmente llamativa la capacidad que tiene la cineasta de comenzar la historia con unos inofensivos ladridos de una perra que se siente triste, y acabar con una visión prácticamente apocalíptica del mundo, sin romper con el tono, ni con el universo que presenta. El uso de ilustraciones en ciertos momentos, la hacen realmente original. Esos dibujos, en forma de bocetos animados explican aquello que no se muestra delante de la cámara, como si fuese un cuento. Más allá de su belleza estética, es cierto que es una forma muy inteligente de no mostrar momentos que hubiesen sido complejos de representar a través de grabaciones, como el atropello de un perro y su entierro, o, el choque de un meteorito contra la Tierra. Presentar las escenas a través de fragmentos de la vida de alguien, con elipsis espaciadas en el tiempo, es una buena decisión, ya que aportan un gran ritmo y dinamismo en una realidad en la que el espectador medio es incapaz de prestar demasiada atención a la pantalla por un período largo y continuado. Ofrecer al público algo nuevo constantemente, y en forma de píldoras, funciona extremadamente bien. Lo que más sorprende del film, es que Katz lo rodó antes de la pandemia del COVID-19, "prediciendo" de alguna forma la enfermedad colectiva y la obligatoriedad del uso de mascarillas, que se asemejan a los cascos de oxígeno que presentan en la trama. Las similitudes entre estos dos elementos, como la imposibilidad de respirar correctamente o la dificultad a la hora de entendernos, hacen realmente curioso este producto audiovisual. El perro que no calla es originalidad en bandeja, con un tono que une la comedia al drama, y viceversa. Es un gran relato de vivencias, como si nuestro cerebro antes de morir ordenase nuestros recuerdos, pero en una bella cinematografía en blanco y negro.
Encontrar la belleza en las extrañeces ordinarias La nueva película de Ana Katz tiene una belleza extrañamente cautivadora, motivo de sobra para disfrutarla presencial u online en el marco del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Rita, la perrita titular de El perro que no calla, no emite un solo ladrido en todo su tiempo en pantalla. Si bien los vecinos se quejan ante el protagonista, el espectador jamás escucha el llamado del animal. Esta es solo una de las formas que tiene la guionista y directora Ana Katz de engañar con astucia a los cinéfilos en su sexto largometraje, que aparenta ser de consumo ligero pero transmite una sabiduría fantástica. Filmada en blanco y negro, minimalista y absolutamente profética (se anticipó a la pandemia) ofrece una historia cautivadora sobre las rarezas ordinarias que nos depara la vida. La trama pone foco en Sebastián (Daniel Katz), un joven de treinta y tantos años, con varios trabajos temporales que van y vienen y lo presionan, y la necesidad de abrazar el amor cada vez que se encuentra una oportunidad. A través de pequeños hechos puntuales, su transformación se retrata en el contexto de un mundo que también se transforma y coquetea con un posible apocalipsis Katz se centra radicalmente en el drama y se aleja de lo que sucede en el mundo que cambia de forma apresurada, sin aviso. Este inteligente camino logra que los macro eventos que suceden en la historia –algunos parecen sacados de una película de ciencia ficción- y aquellos detalles microscópicos confluyan en una experiencia significativamente deliciosa. A su manera, Ana Katz construye una película de calidad artesana, no convencional, donde reina el absurdo de la imprevisibilidad y la tristeza no acciona como golpe bajo. Si bien a veces le falta claridad a la historia, El perro que no calla es dramática de manera discreta. Posee una calidez encantadora que, aún en los momentos más angustiosos, puede ser reconfortante.
La nueva película de Ana Katz, esa joyita en envase chico que suele pasar desapercibida por el gran público -lo de chico va por la producción de sus películas, por lo general alejada del mainstream del cine argentino, salvo Los Marziano- es tal vez la más experimental de la directora de El juego de la silla y Una novia errante. Ya desde el blanco y negro con el que eligió narrar, la directora se jugó por una mirada estética. Y con la historia también apostó fuerte. El protagonista es Sebastián, un tipo que deambula de trabajo en trabajo. Primero, porque ante las quejas de sus vecinos (Carlos Portaluppi, entre ellos) de los incesantes ladridos de su perra Rita, la lleva a trabajar con él. Y su superiora (Valeria Lois) termina aclarándole el camino de salida. A partir de allí Sebastián -interpretado por Daniel Katz, hermano de la realizadora- deambulará de un lado para el otro, irá al campo, trabajará en una cooperativa de verduras, en un programa de radio. Pandemia prepandemia Si nada le resulta sencillo -aunque habrá que convenir en que Sebastián tampoco pone demasiadas resistencias a nada-, el estallido de una pandemia complejizará más su existencia, ya con una pareja (Julieta Zylberberg). Katz escribió y rodó su sexto largometraje mucho antes de que alguien tomara sopa de murciélago en Wuhan. Así que las escenas con escafandras y el cuidado de los chicos son premonitorios. Como el filme se rodó en distintas etapas, contó con cinco directores de fotografía distintos. ¿Se nota, hay un desbalanceo? Para nada. Obviamente la pandemia causa extrañeza, pero más llama la atención otras cosas. Por ejemplo, que el lamento de aquel vecino del comienzo no sea tanto por la molestia de los ladridos del perro que en verdad es perra, porque se llama Rita, sino porque le causa dolor escucharla y advertir que está sola. Como solo está y se siente Sebastián luego, aunque esté con su pareja, o ya no. Katz construye a su personaje y su entorno para hablar de la soledad, desde el costumbrismo, con ese humor tan de ella, y con un espíritu lírico. En El perro que no calla hay muchas elipsis, espacios y contenidos que deben ser llenados por el espectador. Es un filme distinto a lo que había hecho, pero a la vez, similar. Trata sobre personas, no sobre hechos, actos o circunstancias.
Ana Katz llega a su sexta película habiendo desarrollado no solo una estética personal capaz de encontrar espacios de riesgo para una narrativa que conecta al mismo tiempo con la cinefilia de los festivales de cine y el público en general. El humor, los personajes que son, o al menos parecen, cercanos a nuestra vida cotidiana, los espacios reconocibles, las tristezas y las alegrías comunes. En El perro que no calla la directora retoma algunas cuestiones que aparecen de alguna u otra manera en el resto de sus películas. El humor absurdo, personajes levemente desencajados de sus contextos y la construcción de espacios asfixiantes. También se mantienen las relaciones sostenidas con pocas palabras, como si entre los personajes hubiera acuerdos tácitos que el espectador desconoce –y que produce diálogos desconcertantes- y las palabras parecen cortarse antes de completarse. La primera escena de esta película remite a su ópera prima, El juego de la silla. Aquí los personajes se enciman en un espacio pequeñísimo mientras cada uno sostiene un paraguas. En esa conversación hablan y despliegan sentimientos inexplicables a la luz de lo que se trata, generando una conversación cotidiana pero que suena realmente disparatada. Unas repentinas caídas, que abren el espacio a un momento post apocalíptico tercermundista de la película, que coincide con un cambio radical en la vida de Sebastián, recuerdan a su vez a Los Marziano. Katz vuelve con la historia de este joven solitario a personajes que no se ajustan totalmente a las lógicas de las relaciones sociales, moviéndose con una libertad rayana en lo arbitrario. Eso inevitablemente lleva las historias hacia lugares siempre interesantes. El humor permite desplegar una mirada crítica sobre nuestras relaciones cotidianas, en tanto interpela a lo que es “esperable” que se haga, a aquello que es socialmente deseable para la vida de las personas. En particular en El perro que no calla el humor que tiene también un dejo de melancolía: expresa que aquello que está desajustado no es siempre la respuesta de los personajes, sino la exigencia social a la que todos estamos siempre sometidos. Aparece como ridículo que un empleado vaya con su perro al trabajo, pero nadie puede responder porque eso no está bien. El problema es la sobre adaptación. Lo que hace Katz es enfrentarnos a nuestros propios ajustes al deber ser desde el humor. Así, la historia de Sebastián se desarrolla por los espacios que le deja un mundo que no se como él lo ve. Y la felicidad, parece sugerirnos Katz, es posible caminando por esos espacios limítrofes sin caerse nunca al abismo. Como si Sebastián les hablara a quienes lo miran raro y les dijera: “Yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos”. EL PERRO QUE NO CALLA El perro que no calla. Argentina, 2021. Dirección: Ana Katz. Intérpretes: Daniel Katz, Valeria Lois, Julieta Zylberberg, Raquel Bank, Carlos Portaluppi, Mirella Pascual y Jimena Anganuzzi. Guión: Ana Katz y Gonzalo Delgado. Fotografía: Gustavo Biazzi, Guillermo “Bill” Nieto, Marcelo Lavintman, Fernando Blanc y Joaquín Neira. Música: Nicolás Villamil. Edición: Andrés Tambornino. Dirección de arte y dibujos: Mariela Rípodas. Sonido: Jesica Suarez. Duración: 73 minutos.
El perro que no calla, el personalísimo proyecto de la realizadora Ana Katz, rodado a lo largo de varios años, posee una estructura elíptica que termina por consolidar aciertos en su narración. Sebastián (Daniel Katz), es un hombre que deambula sus días sin importarle mucho aquello que acontece a su alrededor. Hombre gris pero con un corazón activo que lo impulsa a alcanzar metas y sueños, ni siquiera los más absurdos planteos que le hacen doblegan su capacidad de entendimiento y amor hacia los demás. Hay un perro, una secuencia inicial de una verdad que trasciende la pantalla, pero también hay lucidez para que, de alguna manera, aquellos eventos que se van acumulando tras las elipsis utilizadas para narrar el progreso de su vida, sean los fundantes de la historia. Ana Katz, ubica al personaje protagónico sin envestirlo de estereotipos e ideas preconcebidas sobre la masculinidad, al contrario, en la hermandad con la que se mueve con el resto, hay un desarrollo de una sensibilidad notable, la que, puesta en común con la historia, se permite atravesar uno de los relatos más inteligentes que el último cine local haya ofrecido.
Una comedia dramática extraña y melancólica La nueva película de la directora de "Una novia errante" hace de lo impredecible una manera de ver, pensar y ubicarse en el mundo. Un mundo tan absurdo y pandémico como el nuestro. Sobre el final de El perro que no calla, una enfermedad respiratoria invade este particular universo creado por la realizadora Ana Katz, obligando a sus protagonistas a moverse en cuclillas –el virus circula a una altura superior a 1,2 metros del piso– o de pie y cubiertos con cascos transparentes conectados a una mascarilla de oxígeno. Cascos caros, solo accesibles para quienes dispongan del dinero para comprarlo y con los que resulta difícil hablar y escucharse. Es tentador, casi inevitable, pensar ese giro argumental del guion coescrito por Katz y Gonzalo Delgado como consecuencia de una época que nos ha acostumbrado a escenas a priori inimaginables en el mundo moderno, con los barbijos, alcoholes y demás enseres como estrellas del último año y medio. Pero El perro que no calla fue escrita antes de marzo de 2020, por lo que esa hipótesis queda desterrada. Tampoco es que Katz tenga una bola mágica para anticipar el futuro ni que haya leído papers científicos sobre la posibilidad de una pandemia. La película, desde ya, no tiene como centro una crisis sanitaria ni nada por el estilo, sino una mucho más mundana, vinculada con los vericuetos insondables de la vida y las complejidades de abrazar certezas frente a ese escenario descocido llamado futuro. La enfermedad funciona –al igual que en Tóxico, otra película que en 2019 podía catalogarse como ciencia ficción y hoy ya no– como un catalizador de miedos e inquietudes que transcienden una coyuntura particular. Lo hace a través de su personaje central, Sebastián (Daniel Katz, hermano de la directora), a quien en la primera escena se lo ve recibiendo los reproches de un vecino por los llantos de su perra. A ese vecino se suma otro, luego otro, y más tarde uno más, conformando una improvisada reunión de consorcio signada por la incomodidad. Una incomodad que ha permeado toda la filmografía de Katz y que aquí aparece de manera subrepticia, entre los pliegues de un relato engañosamente simple en su estructura de viñetas que describen distintas etapas de la vida de Sebastián. Queda claro que el muchacho ama a esa perra a la que nunca se la escucha emitir sonido alguno. Tanto como para, ante la imposibilidad de solucionar su conflicto vecinal, llevarla con él a la oficina donde trabaja como diseñador gráfico. La jefa (Valeria Lois) lo cita en su despacho para hacerle entender que todo bien con los animales, pero no da para que la mascota ande paseándose por entre los escritorios. Sebastián tiene que elegir: el trabajo o la perra. Es de suponer con quién se queda. Filmada en blanco y negro, y con un par escenas descriptas a través de ilustraciones, El perro que no calla es una comedia dramática extraña y extrañada, permeada por la melancolía propia de quien, como Sebastián, no sabe muy bien hacia dónde encauzar su vida y siente que lo mejor está en otro lado. Si Katz hasta ahora había filmado crisis de diversa índole (por la maternidad en Mi amiga del parque, por la familia sanguínea en Los Marziano, por la pareja en Una novia errante) en hombres y mujeres que recubrían inseguridades con locuacidad extrema, aquí hay un treintañero silencioso arrancado de su zona de confort que, junto a su perrita, atravesará distintas desventuras, algunas bizarras y surrealistas, otras volcadas la ternura. Como cuidar una casa de campo, por ejemplo, e integrarse a una cooperativa horticultora luego de conocer a sus integrantes empujando su camioneta rota. O pegar onda en el casamiento de su madre con una chica que baila como un muñeco inflable de lavadero. O enfrentar ese extraño virus que hace desmayar a quien lo inhale. Con algunas secuencias del pasado intercaladas en un relato estructurado de manera mayormente cronológica, El perro que no calla hace de lo impredecible una manera de ver, pensar y ubicarse en el mundo. Un mundo tan absurdo y pandémico como el nuestro.
Ana Katz es dueña de un estilo y de una sensibilidad muy particular, con sus personajes cotidianos pero también extrañados, que hacen lo que pueden con sus vidas, arrastrados por un destino donde a veces deciden muy poco, pero siguen empecinados. La película está estructurada como viñetas, secuencias vivenciales de un personaje que en momentos especiales de su vida. Ya desde la primera secuencia la Katz nos sumerge en ese universo, donde el perro no ladre pero parece el destinatario de todas las quejas, de los vecinos, de los jefes del protagonista, de gente que proyecta sus problemas y no es capaz de entender nada. Después veremos al protagonista con distinto peso, corte de pelo diferente y momentos cruciales: al borde de la indigencia, con una familia en el momento revelador y anticipatorio del arte de la realizadora, con distintas profesiones, con familia construida y la de origen. Todo se observa en detalles reveladores, con una gran humanidad, para poner en relieve amores, egoísmo, mezquindades, y muy poca empatía con el sufrimiento ajeno. Toda una secuencia rodada antes de el COVID demuestra ese maravilloso poder anticipativo del arte, cuando humanidad de una creadora lo sabe captar. No faltan los dibujos y la animación para momentos que de tan crueles piden la piedad de ese lenguaje. Dniel Katz, hermano de la directora es el protagonista confundido apropiado, acompañado por un elenco donde encontramos a Carlos Portaluppi, Julieta Zyilberberg y Valeria Lois.
Lo que viene después se despliega con la gracia y la sutileza que ostentan los grandes cineastas. En efecto, Sebastián no podrá seguir en el trabajo y pasará por varios otros, se mudará varias veces, conocerá el amor y sus frutos, la pérdida de un ser querido y las circunstancias se apilarán orgánicamente en un relato que condensa el paso del tiempo con el increíble recurso elocuente y eficaz de señalarlo con los cambios de corte de pelo en el protagonista (y dos secuencias de animación). La fluidez narrativa y la sorpresa dominan la escena desde el primer plano al último. A Katz, por su parte, después de esta película habría que condecorarla como la reina de las elipsis.
La sexta película de Ana Katz, vista en la Competencia Latinoamericana del Festival de Cine de Mar del Plata, es quizá su film más sensible y personal. En blanco y negro, con su hermano Daniel Katz como protagonista, un film que nace del enamoramiento con ciertas imágenes y ciertas ideas. Algunas bien profundas, como la que le transmitió un poema del chileno Pedro Lemebel, del que surge el título y que a la directora le hizo pensar en todo aquello que guardamos y que nos acompaña a lo largo de la vida: los asuntos que no callan. Se trata de un texto estremecedor, memorable, Los cinco minutos te hacen florecer, en el que Lemebel refiere a una escena terrible de su infancia. Una imagen que “vuelve a repetirse a través del tiempo, me acompaña desde entonces como ‘perro que no me deja ni se calla’”. Ana Katz habla el lenguaje del cine. Películas como La novia errante o Mi amiga del parque lo confirman, en un trabajo que a veces ha contado con la colaboración de su hermano en los guiones. En esta película, escrita junto al uruguayo Gonzalo Delgado (hay otras presencias del vecino país, como la siempre bienvenida de Mirella Pascual, la actriz de Whisky), Daniel Katz es Sebastián. Un chico que madura entre trabajos temporales y hasta atravesando una extraña pandemia, con una sensibilidad especial que lo conecta con las pequeñas cosas y lo une a las personas. Dicho así, citando la sinopsis, parece algo vago, capaz de espantar a los que sospechen ausencia de una historia. Pero lo cierto es que El perro que no calla contiene una buena historia o en realidad, varias, como las que hilvanamos a lo largo de la vida. Aunque le escape al formateo de la narrativa audiovisual premasticada, a la que nos han acostumbrado los logaritmos, con su intro y su remate previsibles. Sebastián tiene un perro, en realidad una perra, que no calla. Y los vecinos se quejan. A partir de ahí, pierde el trabajo, se va al campo, cuida a un enfermo, se encuentra con un grupo de granjeros solidarios y se une a ellos, se enamora, cocina para las amigas de su mamá. Hasta sufre, como los demás, las consecuencias de una pandemia que obliga a llevar una especie de escafandra en la cabeza o a caminar agachados porque no contagia a menos de 1.20 de altura. Sí, la película se filmó antes del coronavirus. Katz juega con los cambios de tono. El humor absurdo, asordinado, tan presente en su cine, pasa de pronto a una situación terrible y conmovedora que desmiente cualquier comedia. La liviandad de lo cotidiano puede desembocar en la mirada más triste del universo, producto de una pérdida. Como Sebastián, El perro que no calla propone preguntas, y deja en evidencia, con sensibilidad e inteligencia, los sinsentidos de lo que damos por sentado y obedecemos en las vidas que nos toca vivir. En esa deriva hay acaso una excentricidad (fuera del centro) que amenaza con rebalsar. Y que el espectador pase de la bienvenida sorpresa (y ahora qué) a cierto hastío (y qué más), en particular con la inclusión de la distopía, de lo fantástico. Pero aunque su aporte a la “trama” pueda sentirse algo caprichoso, conforma uno de los diversos “episodios” en la vida de Sebastián. Un fresco melancólico que consigue atrapar un signo de época: la incertidumbre y la ausencia de verdades que aseguren cosas. Que avanza con un manejo precioso de las elipsis. Y que insinúa que la certeza puede encontrarse en amor de una perra, en la risa con el otro, en una tarde de sol.
UN MUNDO ES UNA HERIDA ABSURDA La primera media hora de la sexta película de Ana Katz muestra lo mejor de su cine: un diálogo con gente afectada bajo la lluvia por el llanto de una perra, un joven que debe resignar su trabajo porque no puede dejar al animalito solo y una labor en medio de La Pampa como salida libre a tanto agobio de la ciudad. En todo este segmento, el humor en sordina, el extrañamiento y el absurdo gobiernan la escena de una película brillantemente fotografiada en blanco y negro. Hasta un plano se atreve a ponernos en la perspectiva de la perra. Esta secuencia de viñetas fluye a un ritmo perfectamente manejado y se encuentra entre lo más rico de su filmografía. No obstante, una desgracia habilita otra dimensión en la historia, ya focalizada en el protagonista, Sebastián, un joven treintañero bastante similar a tantos que deambulan por la geografía de cierta tendencia vernácula en pantalla y sobre todo porteña. A partir de este momento, el relato se volverá deshilachado, con algunos pasajes interesantes, pero un tanto fuera de foco, como si hubiera una acumulación de fragmentos tendientes a resumir parte de una vida en pocos minutos. Acaso, el advenimiento de un mundo que se hace cada vez más problemático le impregne una cuota de tristeza a la película, un mundo sin trabajo, sin estabilidad emocional, donde todo parece transcurrir a la velocidad de un rayo. En este sentido, el montaje mismo trabaja a favor de suprimir los largos tiempos muertos que constituyen el destino de Sebastián para enterarnos de que la vida vuela mientras la transitamos como podemos. De todos modos, existe siempre una veta en Katz que (por fortuna) no abandona: el humor. En medio de la crisis descripta, todavía hay secuencias notables como la posibilidad de utilizar unos cascos para respirar, lo que hace que lo cotidiano ingrese en el terreno de lo fantástico, uno de los mejores recursos que ha utilizado la directora. Y es esta dualidad el eje que vertebra la propuesta, puesto que uno (de raigambre absurda, lúdica) da lugar al otro (de naturaleza reflexiva frente a la incertidumbre ante un futuro que se manifiesta opaco). De allí que El perro que no calla sea una expresión irónica que funde en una misma identidad a dos silencios prolongados, el del animal y el del joven treintañero, protagonista melancólico y extrañado ante un mundo donde es difícil encajar.
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“El perro que no calla” Crítica. Los caminos de la vida En su sexta película, la directora Ana Katz se enfoca en la imprevisibilidad de los momentos vividos Maria Paula Iranzo 19 noviembre, 2021 0 37 La existencia de una persona está compuesta por momentos que la interpelan, la cambian, la llevan de un lado a otro y, a pesar de cualquier catástrofe, sigue existiendo. A partir de esta premisa, Ana Katz escribe y dirige El perro que no calla, film que participa en el 36° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en la sección Competencia Latinoamericana. El disparador de la película son los constantes llantos de una perra que hacen que sus vecinos le digan a Sebastián (Daniel Katz, hermano de la realizadora) que, por favor haga algo, por ende la lleva a la oficina donde recibe una reprimenda por tener su mascota ahí, lo que lleva a su despido (en realidad, le piden que mande su renuncia). De ahí se desatan los diferentes momentos en la vida de Sebastián, siempre intentando buscar su camino a la felicidad, por llamarlo de alguna forma. A lo largo de los distintos sucesos que se observan en el film, el protagonista nunca parece bajar los brazos, acepta la que venga como venga, ya que lo importante no está tanto en lo material sino en lo humano. Es cuando logra esa conexión con las personas que se cruzan en su camino -que no son pocas- que Sebastián tiene una sonrisa genuina en la cara. Lo que parece algo simple se vuelve profundo en sólo un segundo de cinta. Katz decide que el film sea en blanco y negro y se nota la necesidad de simpleza también al combinar dibujos en esos grandes cambios de la vida, que pueden incluir un meteorito cayendo a la Tierra y dejando algo raro en el aire a más de un metro del piso Hay una frase que resume muy bien a esta película, que es atribuída a Theodore Roosevelt, pero podría ser de cualquier persona que dice: “Haz lo que puedas, con lo que tengas, donde quiera que estés”. A lo que habría que agregarle: “Y nunca dejes de buscar aquello que te hace feliz”.
La sexta película de la directora de «El juego de la silla» es una curiosa y melancólica comedia dramática acerca de un joven cuya vida empieza a alterarse de formas impensadas a partir de las dificultades que provocan los ladridos de su perra. Cualquier espectador desprevenido que se tope con EL PERRO QUE NO CALLA y vea algunos hechos que suceden promediando la película podrá pensar que Ana Katz filmó (o agregó) esas escenas luego de comenzada la pandemia. En uno de los momentos de la episódica narración de su encantador film, una suerte de extraño síndrome invade la Tierra y obliga a la gente a usar cascos para poder respirar normalmente. La imagen se parece bastante a eso que hoy llamamos realidad. Pero no, no fueron escenas convenientemente adosadas. La realizadora argentina, de modo absolutamente casual, imaginó un mundo en el que la gente tendría que moverse con algo puesto en sus cabezas para poder sobrevivir. Y dio justo en el clavo. Ya saben a quien preguntarle a qué número apostar si es que van al casino a jugar a la ruleta. Un oráculo, Katz. EL PERRO… (perra, en realidad, Rita se llama) no es una película sobre ningún tipo de crisis sanitaria pero, a su manera, es un film sobre la incertidumbre y la imprevisibilidad de la existencia, sensaciones que se conectan muchísimo con lo que sucede actualmente. En una bella, simpática pero también triste y melancólica colección de viñetas que van dando cuenta lo que parecen ser varios años en la vida de Sebastián (Daniel Katz, hermano de la directora), la realizadora de SUEÑO FLORIANOPOLIS arranca todo como una suerte de sencilla comedia de enredos sin dar jamás a entender que eso irá tomando dimensiones, si se quiere, épicas. Sebastián tiene un perro que ladra. Mucho. Los vecinos (Carlos Portaluppi, Susana Varela, Renzo Cozza) lo van a abordar a su casa para pedirle que haga algo con el bicho ya que no toleran (más bien sufren) escucharlo llorar y ladrar todo el tiempo y a todas horas. «La soledad de ese animal es muy angustiante», le lloriquea uno de ellos. Sin muchas opciones ya que vive solo y no puede pagar un cuidador, Sebastián –que trabaja como diseñador gráfico en una empresa– no tiene más remedio que llevárselo a su oficina algunos días. Pero, previsiblemente, allí su «comprensiva» jefa (Valeria Lois) pronto verá que es imposible convivir con el can y que no le queda otra que pedirle al chico la renuncia. El perro dispara lo que, de ahí en adelante, será una serie de desventuras cada vez más bizarras de parte de Sebastián. La película, filmada en blanco y negro y con el aporte de algunas escenas contadas a través de dibujos, empezará a seguir a Seba a través de su paso por otros trabajos –cuidará una casa de campo donde el perro será feliz hasta que no, pasará hambre, intentará recuperar su trabajo previo pero será imposible, cuidará a un adulto con problemas de salud mental, tendrá un programa de radio y será parte de una cooperativa que cultiva, reparte y vende verduras orgánicas– y en sus intercambios con personas con las que se irá involucrando, incluyendo su madre (Lide Uranga) –una combativa docente con la que volverá a vivir un tiempo–, amigas de ella y una chica que baila raro (Julieta Zylberberg), entre otros personajes, muchos de ellos bastantes curiosos. Y en algún punto de su camino se topará con ese extraño fenómeno de falta de oxígeno que obligará a usar cascos o, en su defecto, a andar agachados por el mundo para poder respirar, algo que solo se puede hacer cerca de la superficie. Pero esa no será la meta del relato, sino uno de los tantos episodios de esta vida que parece irse dejando llevar por las circunstancias. Dani es un chico un tanto tímido y poco expresivo que tiende a ser fácilmente empujado de un lado a otro, como si su voluntad dependiera de las circunstancias que se le presentan. Y, en ese sentido, EL PERRO QUE NO CALLA puede ser vista como la historia de alguien a quien la vida lleva por donde quiere. Lo que empieza con ese tono ligeramente cómico que muy bien maneja la realizadora de MI AMIGA DEL PARQUE de a poco va dando paso a un clima un tanto más melancólico, un poco en función de las idas y vueltas de la vida de Sebastián pero también como reacción a la sensación de incertidumbre de la vida, de cómo pequeñas situaciones (un perro que ladra, digamos) pueden alterar nuestros caminos hasta tornarlos irreconocibles o inimaginables poco tiempo atrás. Sebastián acepta de buen modo, en general, ser empujado por las circunstancias, pero hoy la película ofrece una lectura que la torna indistinguible de la imposibilidad de hacer planes a futuro que nos presenta esto que llamamos realidad. Con una bella banda sonora de Nicolás Villamil (joven músico fallecido en 2017 a quien está dedicada la película) y el talento de cinco diferentes directores de fotografía (evidencia de un rodaje que se fue haciendo a lo largo de mucho tiempo), EL PERRO QUE NO CALLA es una absurda, tierna y melancólica oda a la imprevisibilidad, una que incluye a la propia producción del film. La madre de Seba cuenta, al volverse a casar, que conoció a su actual marido cuando el subte en el que ambos viajaban se detuvo por largo tiempo y tuvieron que irse caminando juntos. Un perro se pierde y tiempo después otro se encuentra. Y un día, por algún extraño fenómeno, el aire se torna irrespirable y la vida deja de ser la que era. «Es normal –le dice a Sebastián su jefa–. Después te acostumbrás.»
Película lúdica, intimista, reflexiva y entrañable, “El Perro que No Calla” es el más reciente film de la destacada realizadora Ana Katz, una estandarte del cine de autor autóctono, cuya concepción audiovisual, desde la independencia y la autogestión, la convierte en una cineasta a siempre tener en cuenta. Responsable de logrados títulos como “El Juego de la Silla” (2002), “La Novia Errante” (2006) y “Los Marziano” (2011). El presente film nos trae la historia de un particular y querible personaje, cuyo mundo exterior se transforma y espeja en la fragmentación del propio orden interior. El trauma que precede a la sanación será abordado de forma más poética que explícita, sin desatender una mirada social presente y comprometida, aunque en absoluto solemne. En apenas setenta minutos de metraje, Katz elige la sátira que no teme ensayar una mirada absurda, condensando una indagación microscópica atenta al más mínimo detalle, al servicio de una composición escenográfica casi pictórica. De modo llamativo, recurre a herramientas expresivas de animación y a un omnipresente uso del blanco y negro. Visualizando “El Perro que No Calla”, participante de la sección oficial de los últimos festivales de Mar del Plata, Rotterdam y Sundance, nos encontramos ante una obra que emerge como un peculiar drama identitario. Destaca la banda sonora compuesta por Nicolás Villamil, mientras nos invade un panorama de total extrañamiento. Abstracta y todo lo menos convencional que se pueda, examina bajo su control los bordes de un mundo en mutación. Protagonizada por Daniel Katz (hermano de la directora), el retrato conseguido refleja la vulnerabilidad de un ser que palpita la celebración de su propio cambio, fuera de toda convención. Se descubren los velos de zonas humanas con las cuales empatizamos. El trayecto es existencial y las emociones latentes. Paradójicamente, podemos trazar más de una línea paralela con el presente que habitamos.