Un caballo con dos cabezas No hace mucho de la última vez que el cine argentino trató tópicos como el hermafrodismo y la vida rural. En este sentido, las comparaciones entre El último verano de la boyita con XXY y La rabia, además de ser odiosas, son casi inevitables. Lo que no siempre se lleva a la pantalla grande es esa demostración de seriedad y respeto de la que hace gala esta película. Más que tratar de un tema, trata sobre una mirada, por eso ninguno de esos dos tópicos es el tema central de la película, que más bien parece acompañar el tránsito de la infancia de Jorgelina hacia algún otro lugar incierto y complejo (de ahí que el título haga referencia a una casa rodante que quedó atrás -la Boyita- como imagen de un mundo conocido). Es la mirada de esta niña de 9 años la que guía un relato que se adentra en los rituales de iniciación adolescentes y en el mundo de los adultos y la normalidad. Su corta edad y su desconocimiento científico le devuelven al mundo la naturalidad que olvidaron los adultos. A sabiendas de que la seriedad no consiste en fruncir el ceño y decir algo importante a las generaciones venideras, El último verano… carece de prejuicios y juicios de valor sobre los saberes disociados que pone en juego, que logra hablar de la normalidad desde lo normal y cotidiano sin caer en lugares comunes, sin estereotipar personajes, situaciones o paisajes. Habla del otro y de la diferencia con el respeto del que entiende que el peso del asunto no requiere de ningún tipo de subrayado burdo. El haber respetado las edades y el haber pensado que los chicos no son necesariamente minusválidos mentales ni están en el mundo para darle pie a la reflexión del adulto, le confiere naturalidad a los diálogos y voz propia a cada uno de los personajes. Cuidando hasta el más pequeño detalle, Solomonoff narra una historia simple en tono intimista que busca -y logra con mucho éxito- alejarse de tanta sanata grandilocuente.
Honestidad brutal Este segundo largometraje de Julia Solomonoff (Hermanas) no consiguió durante su presentación en la competencia oficial del BAFICI en abril último la repercusión local ni internacional que merecía. Muchos la consideraron, injustamente, como demasiado convencional para los cánones de la selección porteña (¡Y hasta cuestionaron para esa inclusión el hecho de que haya sido coproducida por los hermanos Almodóvar!). Luego, la película tuvo un breve, poco difundido y fallido recorrido comercial por las salas de Rosario y el circuito de festivales también tardó en reconocer sus valores, ya que -luego de varios meses- recién pudo llegar a muestras como las de San Sebastián o Tesalónica. El último verano de la Boyita tiene un segundo problema: remite en distintos aspectos a otros films de grandes directoras locales: La rabia, de Albertina Carri; La ciénaga, de Lucrecia Martel; y XXY, de Lucía Puenzo. Quizás Solomonoff no sea tan sutil y virtuosa como Martel ni tan extrema en su abordaje temático como Carri o Puenzo, pero nadie puede dudar de que su segunda película está muy bien narrada y actuada, tiene sensibilidad para acercarse al universo infantil/preadolescente, y hace gala de un acabado técnico irreprochable con la colaboración de un verdadero dream-team (el DF Lucio Bonelli, el compositor Sebastia´n Escofet, los editores Rosario Suárez y Andrés Tambornino, el arte de Mariela Ripodas y la sonidista Lena Esquenazi). Las contradicciones entre la gente de ciudad y la del campo, los prejuicios que existen incluso en tiempos de corrección política, las pequeñas miserias y hostilidades, la descontención de los chicos, y -sobre todo- el tema del despertar sexual son expuestos por Solomonoff con pudor, sin forzar ni subrayar las situaciones, sin caer en la demagogia, apoyada en la expresividad de la pequeña Guadalupe Alonso y construyendo un universo (el campo en pleno verano) que es funcional a la historia. Espero que, más allá del apuntado traspié rosarino y de los múltiples aplazamientos de su lanzamiento porteño, El último verano de la Boyita pueda conectar con cierto segmento del público en medio del aluvión de estrenos nacionales que hace naufragar a la mayoría. Es una película digna, honesta y cuidada. Atributos suficientes como para ser tenida muy en cuenta.
Inconfortablemente Mujer Casi como una nueva XXY (Lucía Puenzo, 2007), El último verano de la Boyita, retrata la intersexualidad trabajada de una manera intimista y cuidada en función de los personajes. La quietud marca su impronta. El verde da color. Allí, en el jardín de una casa de pueblo, una niña llamada Jorgelina intenta refugiarse, fisgoneo mediante, del “paso a la vida adulta”. Su hermana mayor, Luciana, será la barrera vincular hacia lo desconocido y el joven Mario, hijo de gente de campo, su compañero de lances. El mundo es complejo y obtuso según la panóptica de la protagonista. Duda, curiosea con libros y siente rechazo por su hermana mayor cuando se percibe excluida bajo la premisa desconocida de “querer privacidad”. La película en sí es un mundo privado, retratado desde la visión de Jorgelina, la niña, quien intenta penetrar en el sub-mundo de los “secretos” sexuales. Tal curiosidad sobre lo propio-ajeno la lleva a apegarse a Mario, quien bajo desconocimiento ignora realmente cuál es su identidad. Transitar el fin de la infancia no es justamente un trámite y de eso dan fe los chicos del film. El tema de la película plantea un debate sobre género, sin embargo, no se lanza de lleno subrayando algo amenazante, sino que lo trabaja desde una visión progresiva que avanza sutilmente con el correr de la historia llegando al límite cumbre sobre la hora del film (momento donde se conoce realmente cuál es el “problema”). Un dato no menor es el hecho de que los co-productores de El último verano de la Boyita son los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar (y su productora El Deseo), cuestión que habla positivamente del cine nacional validando y apoyando este tipo de proyectos; apostando por un cine diferente y humano. La directora Julia Solomonoff , cuya opera prima ha sido la internacionalmente reconocida Hermanas (2005), trata la filosa temática desdramatizada (lejos) de cualquier tragedia absoluta. Gracias a todo esto, El último verano de la Boyita es una opción a considerar en esta indecisión generada por una liosa catarata de estrenos.
El melancólico final de la infancia El filme de Julia Solomonoff se centra en dos chicos. Más allá de que su relato avance en torno del misterio y la ambigüedad sexual de un personaje, El último verano de la Boyita, opus dos de Julia Solomonoff, transmite -a través de todos los sentidos- una cálida transición entre la infancia y la adolescencia. Esta mirada -parcial, por momentos graciosa, melancólica- de un mundo en transformación es la de Jorgelina (Guadalupe Alonso), que durante unas vacaciones en el campo de su padre, médico, entabla una relación con Mario (Nicolás Treise), hijo de trabajadores rurales: un chico parco, de sexualidad ambigua. El primer acierto de esta película es la dirección de estos jóvenes e inexpertos actores. El modo en que Solomonoff logra que se manejen con naturalidad frente a cámara, que se contrapongan en sus personalidades y que a la vez generen un vínculo estrecho, con una delicada carga sexual y códigos ajenos al mundo adulto. El trabajo sobre el principio de autoridad que ejercen los padres es también logrado: el de ella, lo hace sin violencia (no la necesita, es profesional y propietario); el de él se muestra autoritario y machista. Pero Solomonoff no juzga a sus personajes. Ni le otorga al campo un carácter especialmente primitivo o brutal: lo muestra. Jorgelina, observadora y perspicaz, proviene de un ambiente "progre", pero que también revela prejuicios a la hora de dividir y explicar los (supuestos) roles masculinos y femeninos. La niña, a punto de entrar en la pubertad, mantiene una relación de cariño/rispidez con su hermana mayor: durante el verano que narra la película, Jorgelina elude las vacaciones en Villa Gesell y prefiere irse al campo sólo con su padre. Ahí, en un bucólico paisaje, irá comprendiendo la complejidad del mundo que la espera. La narración de Solomonoff incluye la intriga, pero no es forzada ni cerrada: funciona, fluidamente, en base a detalles, más que a acciones. El trabajo sobre el ámbito rural, que Solomonoff conoce bien, es impecable: el espectador puede sentir al campo de un modo físico. Este logro se basa en lo visual (con imágenes bellas, aunque no estilizadas), sonoro (los ruidos típicos de esa zona de Entre Ríos) y los tempos cinematográficos, que jamás parecen más lentos ni veloces que lo necesario. La directora no se demora en la mera contemplación, ni tampoco condesciende a las manipulaciones ni el vértigo narrativo. Alguna vez Solomonoff declaró que le gustaba el melodrama sin estridencias. No se trata de una contradicción. En El último verano... queda demostrado: todo lo que sería dramático está tamizado por el punto de vista infantil. Algunos detalles sitúan la historia a mediados de los '80. Pero son apenas eso: detalles; nada que distraiga de la historia ni que anteponga un "clima de época". Hay que destacar la breve pero notable interpretación de la uruguaya Mirella Pascual (Whisky), como madre de Mario. El último verano... transmite con delicadeza el mundo eufórico, angustiante, feliz, melancólico e impreciso de final de infancia.
El descubrimiento del otro Aquel atisbo de buena directora de actores y de gran conocedora del universo femenino que despuntaba en su ópera prima Hermanas, protagonizada por Ingrid Rubio y Valeria Bertuccelli, se acrecienta y confirma en este segundo opus (estrenado en el último BAFICI) de Julia Solomonoff. También esos rasgos estilísticos, que mezclan la sutileza narrativa -acompañada de un preciso despojo de la verborragia- en línea directa con el recurso visual del cine para evitar subrayados inútiles, son los principales elementos que se destacan en El último verano de la boyita. La directora, en este caso, vuelve a contar una historia de dos hermanas, pero esta vez concentrando la atención en la etapa de la pubertad, donde el desarrollo del cuerpo y las primeras inquietudes sexuales generan tanto deseo como miedo. Esa es básicamente la historia de Jorgelina (Guadalupe Alonso, revelación absoluta) y Luciana (Mirella Pascual), dos niñas que se separan durante el periodo de vacaciones –una se va a la playa con la madre y la protagonista al campo con su padre –como parte de una eventual solución a los conflictos entre hermanas: Luciana comienza a preocuparse por los muchachos desplazando a su hermana menor Jorgelina, quien se lleva el gran protagonismo en el film, dado que prevalece su punto de vista como eje narrativo. Acompañar a su padre (Gabo Correa) a la casa de campo familiar significa no sólo para ella volver a un lugar de infancia sino también retomar contacto con Mario (Nicolás Treise), un niño-peón, quien encierra un misterio que pronto ella descubrirá. Además de soportar el maltrato constante de su progenitor, el cuerpo de Mario desarrolla hormonas femeninas, anomalía que para el seno de la familia resulta más que vergonzante. Si bien el antecedente inmediato de este film no sería otro que XXY de Lucía Puenzo, Solomonoff, quien además escribió el guión, encuentra un enfoque diferente al plantearlo en un contexto sumamente distinto y en una realidad atravesada por un manto de ignorancia, prejuicios, y pautas culturales contradictorias. Un relato de iniciación y de búsqueda, donde se plasman de manera inteligente los contrastes entre el mundo adulto y el infantil al mostrar cómo entre los chicos se puede aceptar la diferencia con la misma naturalidad conque se comparten los juegos, aunque a veces los roles que toquen no sean los mejores en suerte.
El difícil final de la infancia Julia Solomonoff y una película sobre el largo proceso del crecimiento. La curiosidad, la confusión, cierta imprecisa búsqueda y unos cuantos descubrimientos marcan el verano que Jorgelina pasa en el campo con su padre, lejos de la playa adonde han ido de vacaciones su madre y su hermana mayor, demasiado distante ahora que ha ingresado en el mundo de las mujeres. En esa temporada -el tiempo dibujando su lento transcurrir en el horizonte, los largos silencios de la siesta, el calor mitigado por algún chapuzón en un arroyo o en el tanque australiano, la apacible rutina apenas aligerada por una que otra cabalgata o por la lectura furtiva sobre los misterios del sexo-, será frecuente y entrañable la compañía de Mario, el peoncito que fue su compañero de juegos y ahora enfrenta las inquietudes de un cuerpo cuyas inesperadas transformaciones no comprende, pero percibe como una anomalía que debe mantenerse en secreto. Esa proximidad entre ellos -hecha de mucha confianza y pocas palabras- es necesaria para que Julia Solomonoff describa por un lado el proceso de crecimiento que vive Jorgelina sin advertir que se está despidiendo de la infancia como de esa boyita quieta que le aseguraba protección y refugio en un rincón del jardín, y por otro, para que pueda observar, a través de su mirada límpida, la compleja circunstancia del amigo. No para hacer del caso (como curiosidad científica) la cuestión central del film sino para registrar la distancia que hay entre la naturalidad con que ella acepta la diferencia y el malestar que manifiestan los otros y que puede ir desde la vergüenza y la negación hasta la condena y la violencia. Y de paso, para avivar algún interrogante sobre lo que significa de verdad ser un hombre o una mujer. Aunque el film deje ver cuánto pesan la ignorancia y el prejuicio en todos los temas referentes a la sexualidad, Julia Solomonoff no emite juicios ni cede a lo sentimental: expone la historia con la delicadeza, la discreción y el vigor de una narradora segura de su oficio y con la sensibilidad alerta para percibir la elocuencia de los pequeños detalles. Es en esas sutilezas más que en las palabras, en la persuasión de las imágenes de Lucio Bonelli y en el tempo impuesto a la acción donde el film sustenta sus mejores aciertos. En ellos y, claro, en la emoción genuina que transmiten Guadalupe Alonso y Nicolás Treise con su fenomenal naturalidad.
Un mundo hecho de miradas La de Solomonoff es una película de una gran capacidad de observación, hecha de actitudes, de gestos, de silencios, que resultan tanto o más reveladores que muchas palabras. Su concisión narrativa tampoco la empuja a apurar sus tiempos. Hay una sutileza, una discreción, una inteligencia para tratar su tema que hacen de El último verano de la Boyita una película muy singular, capaz de adherir a un modo de relato clásico y, al mismo tiempo, de una innegable contemporaneidad en el uso de sus recursos expresivos. El segundo largometraje de Julia Solomonoff no sólo representa para la directora un gran salto desde su debut con Hermanas (2005); también habla de una auténtica mirada de género que se afirma de manera rotunda sin necesidad de declamarlo. Corren los primeros años ’80, a los que el film apenas alude con algunos pocos datos, como si no quisiera fechar un relato que trasciende su época. Una nena rosarina, Jorgelina –en la que se intuye la que quizá fue Solomonoff–, disfruta de la inocencia de la infancia, pero empieza a tener sus primeros choques con la adolescencia, sobre todo a partir de la rivalidad con su hermana mayor, que muy orgullosa empieza a reclamar “privacidad” y a cerrarle la puerta en la cara cuando entra al baño. En el mundo de Jorgelina (Guadalupe Alonso, de una naturalidad asombrosa frente a cámara), se empieza a hablar de “el asunto”, de eso que “viene una vez por mes”. Y unas láminas de libros de medicina de su padre también contribuyen a forjar sus primeras impresiones de la sexualidad. El film de Solomonoff tiene la virtud de ser breve, conciso, pero no por ello necesita apurar sus tiempos. En el comienzo, un plano de un chico un poco mayor que Jorgelina montando feliz a caballo sugiere que esos dos niños habrán de encontrarse pronto, pero la película nunca se precipita, prefiriendo siempre valorizar antes los detalles, buscando asegurar primero el punto de vista de su pequeña protagonista. Para cuando Jorgelina esté pasando sus vacaciones con su padre en el campo (lejos de la competencia desigual que hubiera significado la playa con su hermana mayor), su personaje ya está firmemente instalado y su mirada se posará sobre ese chico, Mario, que ha sido criado y educado en una chacra de Entre Ríos como un varón, pero cuya verdadera naturaleza se irá manifestando callada pero inexorablemente. A diferencia de XXY, el film de Lucía Puenzo que abordaba el problema del hermafroditismo enunciándolo en voz alta, El último verano de la Boyita elige, por el contrario, un tono mucho más tenue y contenido, pero no por ello menos dramático. El encuentro de Jorgelina y Mario será determinante para ambos, en muchos sentidos, pero nadie en la película se ocupa de explicar los sentimientos de los personajes, y mucho menos los niños mismos. Tampoco el acento está puesto en la eventual sordidez del caso sino, en cambio, en la nobleza de las emociones que despierta. El de Solomonoff es un film de una gran capacidad de observación, hecho de miradas, de gestos, de silencios, que resultan tanto o más reveladores que muchas palabras. La preocupación de la madre de Mario, por ejemplo, que sabe y niega la condición de su hijo, no necesita de una escena especial para manifestarlo; le basta con su muda, creciente presencia en el cuadro, o con la fugaz revelación de unos escarpines celestes guardados con amor en la misma valija en la que esconde unos comprometedores estudios médicos. Lo mismo los susurros sibilinos de los muchachones en la cancha de bochas, que sólo advierte Jorgelina, como únicamente los niños perciben esas humillaciones de los mayores. Solomonoff dosifica pacientemente la información, equilibra las secuencias y maneja con cautela los tiempos, de modo tal que cuando se acerca el final la tensión acumulada –sexual, familiar, social– es mucha pero no por ello hay que esperar una explosión dramática. El film prefiere, en cambio, atenerse al modo pudoroso de la gente de campo, que incluso Jorgelina (una niña eminentemente urbana) respeta y adopta. En la banda de sonido, los sobrios, esporádicos punteos de una guitarra solitaria expresan también esa actitud, que elige siempre un tono menor pero auténtico, verdadero.
Sensibilidad, belleza y precisión técnica Situar a esta película cerca de otros films, por su tema, forma y género de la realizadora, no sólo es un ejercicio de pereza, sino también una manera de invalidar una obra que, incluso si no es brillante, tiene un sabor y una forma que contrastan con honestidad dentro del actual cine argentino. El primer film de Julia Solomonoff parecía demasiado “a reglamento”, demasiado correcto como para transmitir emoción verdadera. Aquí la corrección fílmica se transmuta en seguridad técnica y la realizadora se dedica a sus personajes, a entenderlos y seguirlos más allá de las determinaciones del guión. Solomonoff maneja muy bien el hecho de generar una sorpresa anticlimática, pudorosa respecto de sus criaturas: descubrimos qué tiene el chico de extraordinario y qué consecuencias acarrea eso para la relación con una nena a punto de ser preadolescente. La realizadora ha cuidado con absoluta precisión, nuevamente, los elementos técnicos. Pero no por eso deja de pensar en sus criaturas. Hay un crecimiento sostenido de los personajes y una transparencia que invitan al espectador a compartir el viaje. Es cierto, hay también algún elemento metafórico quizás fuera de lugar y, también, en algunas secuencias, se impone la vieja tiranía del guión. Pero, en conjunto, transmite una sensibilidad –y una belleza enorme en sus protagonistas– que no está impostada, sino que surge de una investigación personal que pretende, sobre todo, comunicar un mundo.
Dos niños en ritos de pasaje Julia Solomonoff lo deja claro cuando se refiere a lo que necesitaba para abordar la historia que cuenta El último verano de la boyita: más herramientas que las que tenía en su primer opus Hermanas; un pulso más firme para la dirección (esto es síntesis, condensación); la certeza sobre aquello que debe entrar o no en el relato. Y todo eso, claro, vino después de su film debut, con la experiencia y participación en producciones ajenas que finalmente terminan conformando el propio bagaje. En El último verano de la boyita, esta seguridad se nota rápidamente, apenas transcurridos los primeros planos de un relato que se configura de iniciación, de rito de pasaje, y a cuya gravedad se le aplica un tono sutil y hasta reparador. El film está planteado como una historia de opuestos donde la incomprensión y la curiosidad van justificando la trama, a la que Solomonoff ubica en un naturalismo pleno para narrar los sucesos que le dan forma. Jorgelina es una niña inquieta que va queriendo encontrar su lugar en un mundo adulto que aparece complejo. Los apenas mayores que ella, su hermana incluida, le dejan claro -ironías y desmanes domésticos mediante- que no pertenece a ese universo. Sus padres, aunque estén y no estén, protegen desde sus argumentos su inocencia. De algun modo, la realizadora apuesta a dejar delineado perfectamente en la primera media hora del film la perspectiva que la mirada de la niña tiene sobre su universo, todavía un universo urbano y sin dudas caprichoso, donde los referentes parecen no ser modificables. Luego vendrá la partida al campo, ese otro espacio donde el asombro y la apariencia traen también la amenaza y la experimentación de lo distinto, de lo independiente a la imaginería de la niña, acontecimiento que se sincroniza en el encuentro sensible con Mario, el niño curtido y diferente, consustanciado con el ámbito en que se mueve. A partir de allí, comienza a jugarse una dialéctica vital, un movimiento de creencia y de duda que funda y mantiene la relación de los niños, y de éstos con el espectador. Solomonoff sostiene la tensión y no larga “prenda”, escamotea lo fácil, lo previsible, lo que asegura el devenir de un relato unívoco. La coreografía se construye con el paisaje que intensifica las presencias, con la desmesura del cielo abierto, la brutalidad de los hábitos campestres, la desconfianza y banalidad de los paisanos, los prejuicios y egoísmo de los padres del niño a los que la ignorancia les impide pagar el precio del amor. En ese trance entonces surge la emancipación de Jorgelina y Mario, la compleja sexualidad del niño será el talismán para que la niña expanda su subjetividad hacia la comprensión y la ternura y oponga sus propios códigos a los del mundo adulto, que trata de “normalizar” a su manera. Los niños, que no eran actores antes de este film, intensifican la presencia de sus cuerpos con gracia y suficiencia y Solomonoff resiste la estrecha lógica del “dar por sentado”, esquiva la vanidad y la sensiblería y, lo más importante, la redundancia de formas narrativas garantizadas. Con estos elementos abre las puertas de una percepción propia para cifrar un juego fílmico por lo menos inusual, en la escena del cine argentino reciente.
Después de la inocencia No tiene estrellas televisivas, no cuenta con efectos especiales, no se pavonea con un plano secuencia pomposo sobre un estadio de fútbol, y no está destinada, lamentablemente, a las grandes cifras (de público y dinero), de lo que siempre se predica un argumento sospechoso que transforma el número en valor estético. La noble y secretamente grandiosa película de Julia Solomonoff ni siquiera lucra con un tema transversal de su relato, uno que ya ha dado buenos dividendos y premios: el hermafroditismo. No. Es un filme sobre la ternura, sobre el valor del conocimiento y los inconvenientes de la ignorancia, y, esencialmente, una película sobre la experiencia volátil del fin de la infancia y sus consecuencias. ¿Quién es el público de El último verano de La Boyita? Todos y nadie. La segunda película de Solomonoff transcurre en la década del ’80. El mundial de México está cerca y el austral es la moneda en curso. Jorgelina (Guadalupe Alonso, extraordinaria) vive en Rosario y sus padres están separados. Llega el verano y su madre y su hermana adolescente están a punto de ir a veranear a Gesell. Ella elegirá ir con su padre al campo, no muy lejos de Paraná. Ahí vive una familia de campesinos inmigrantes europeos con su único hijo, Mario, a quien Jorgelina aprecia mucho. Ambos están en el comienzo de la pubertad, y esa experiencia es más poderosa que la ostensible diferencia de clase y los universos simbólicos a los que pertenecen. El vínculo entre Jorgelina y Mario se intensifica. Andar a caballo, ir al tanque australiano, caminar y conversar, y bañarse en el río son placeres que ambos disfrutan, aunque la reticencia por parte de Mario a nadar anuncia un malestar que excede al pudor y codifica un trauma. Es que este hombrecito que trabaja al lado de su padre mientras se prepara para “hacerse hombre” en una carrera de caballos está sangrando periódicamente. La lectura de Jorgelina y la intervención posterior de su padre, que es médico, cambiarán la vida de Mario y su familia. Narrativamente fluida y formalmente precisa, El último verano de La Boyita presenta un mundo y un tiempo a través de una puesta en escena minuciosa. Los detalles gobiernan el plano: desde la ropa y las sábanas colgadas, pasando por los teléfonos, los utensillos de cocina y el mobiliario, hasta llegar a un ludomatic y los disfraces para ir a un carnaval, todos los objetos reconstituyen la memoria de un tiempo histórico. A este desvelo por la inscripción de lo histórico en las entidades materiales de la cotidianidad Solomonoff le agrega un atributo de clase: su mirada, la de la niña, es una perspectiva de clase (media). A través de ella se puede ver el trabajo de Mario, la idiosincrasia de sus padres, las diferencias entre la cultura de los campesinos y de quienes viven en la ciudad. No se trata ni de una mirada paternalista, ni de un lugar de observación condescendiente que detenta superioridad. Es simplemente un punto de partida observacional. De ahí que Solomonoff privilegie los planos subjetivos que suelen reproducir la mirada de Jorgelina, uno de los pocos momentos en los que la realizadora obliga invisiblemente a quien mira a sentir la cámara. Pero en El último verano de La Boyita no solamente se trata de mirar sino también de escuchar. El verano se escucha y el campo suena. No son muchas las películas argentinas que hacen de su banda de sonido (no su música, que en el filme no siempre parece pertinente) un dispositivo semántico y una experiencia sensorial. El retrato visual de la cotidianidad rural viene acompañado de un empirismo sonoro. Y, como sucede con el cine de Martel, que la película parece invocar al comienzo, los diálogos poseen una musicalidad convincente. Podrá sonar estúpido, pero nunca está de más repetir una vieja fórmula: el cine es imagen y sonido; después, quizás, y no necesariamente, un sistema audiovisual narrativo. Si bien se podría decir que tanto Hermanas como El último verano de La Boyita son dos películas sobre la identidad, una preocupación evidente en los dos casos, en la segunda tal inquietud se vincula con el conocimiento y cómo éste puede modificar los modos de estar en el mundo. Es notable el rol que juega un manual sobre sexualidad en la vida de Jorgelina. El libro proporciona soluciones a las inferencias que ella hace de sus observaciones. En efecto, El último verano de La Boyita recobra una experiencia fugaz aunque definitoria, característica de la preadolescencia, en donde se aprende a medir el mundo más allá de la cultura familiar y a reconocer su (in)deseable complejidad. Conocer y conocerse no es gratuito. De allí, ese misterioso plano final en el que el viejo cuarto de juegos (La Boyita, la pequeña casa rodante) ha sido destruido por un árbol. Se pierde algo y se conquista otra cosa; se abandona la inocencia y se empieza a transitar y a modelar la autonomía, como en el pasaje en el que Mario y Jorgelina, finalmente, se sumergen juntos en el río, después de una cabalgata que no es otra cosa que una fuga de lo conocido.
El segundo largometraje de Julia Solomonoff es un relato que se estructura a partir de una temática demasiado abordada por el cine nacional en los últimos tiempos: el despertar sexual. Sumado a esto, el film se ahoga en constantes clichés, una innegable estética pintoresca for export y una manera de desarrollar lo narrado que no escapa jamás al cálculo y a lugares comunes que son fácilmente reconocibles. Nada sorprende y todo ya ha sido visto con mejor elaboración en films como La ciénaga, La rabia y, en particular, XXY. De esta manera, El último verano de la boyita es un ejercicio cinematográfico destinado a cumplir sus objetivos con excesiva corrección. Es que esos lugares comunes dentro de la historia protagonizada por la pequeña Guadalupe Alonso se valen de imágenes que hacen del campo una recurrente postal turística en donde se insiste en insertar planos descriptivos para ilustrar los espacios y aquellos rituales como son las fiestas, las prácticas culturales y un modo de vida que claramente traza esa división tajante entre lo urbano y lo rural, como también a los individuos que pertenecen a cada uno de esos grupos. Si el film trata una temática importante (lo sexual como una clara alusión a la identidad y a un conjunto de pertenencia), por momentos se descuida esa focalización sobre tamaño conflicto, haciendo de la relación entre ambos menores una mera excusa para implantar todo tipo de referencias a la vida y, como se dijo más arriba, a las prácticas culturales del campo.
Nuevamente, los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar se fijan en una cineasta argentina. Esta vez no se trata de la sobrevalorada Lucrecia Martel, sino de una realizadora menos pretenciosa, más sutil, con la cabeza puesta más en la narración que en cómo contar, porque mientras que la primera justamente flaquea en sus guiones, en Julia Solomonoff el relato básico es todo, y por eso sus películas son narrativamente mucho más sólidas. Tras un interesante, aunque un poco irregular debut en el largometraje Hermanas, Solomonoff bajo las pretensiones, y propone un viaje más austero y menos pretencioso. Jorgelina tiene 10 años y está empezando a sentir curiosidad por el cambio de hormonas de su hermana de 14. Durante el verano, ambas se refugian en La Boyita, una casa rodante que tienen en el jardín de la casa, pero este verano particular, su hermana se va con los amigos a Villa Gesell. Jorgelina vive celosa, porque ella no puede experimentar los cambios de su hermana, pero a la vez le asquea y no llega a entender todo lo relacionado con el sexo. En vez de ir con su hermana y los amigos, acompaña a su padre a un campo que tiene en Santa Fe. Allá conoce a Mario, el hijo de los peones de la chacra. Mario tiene 12 años y es un habilidoso, aunque bastante callado muchacho, que prefiere ayudar a su padre en las tareas agropecuarias antes que ir a la escuela. En su tiempo libre, empieza una amistosa relación con Jorgelina: le enseña a cabalgar, a relacionarse con la naturaleza, etc. El problema surge cuando Jorgelina descubre que Mario tiene hemorragias, por lo que recurre a su padre, el médico del pueblo para tratarlo. Ambos descubren que lo que tiene Mario va más allá de las apariencias. Si bien se pueden encontrar similitudes temáticas con XXY de Lucía Puenzo, el lenguaje que Solomonoff trata de incorporar, es cuasi infantil, didáctico, por así decirlo, pero sin pretensiones ni solemnidad. Deja de lado el melodrama, y remite en cambio al cine argentino de fines de los 80s y principios de los 90s. Películas más naif e “inocentes”, con mensaje claro y directo, remite un poco a El Verano del Potro o Un Lugar en el Mundo. Al mismo tiempo también crítica las costumbres misóginas del campo, cierta ideología tradicionalista, donde los hombres mandan y hacen las tareas ganaderas, y las mujeres se dedican a respetar la decisión del hombre, y cumplen con los mandados hogareños. No juzga a sus personajes, pero si impera en toda la obra una violencia latente, subyacente, no gráfica como La Rabia de Carri. Para darle aún un toque más autobiográfico (el padre de Solomonoff era médico rural en Rosario) y nostálgico, decide ubicar la historia a mediados de los 80s, con la nueva era democrática y los australes circulando por doquier. Visualmente naturalista, estéticamente convencional, pero clásica, el fuerte de la película son sus protagonistas, especialmente el elenco infantil, que le dan verosimilitud a los personajes. Es acertado la elección de haber elegido no actores, sino verdaderos peones y estancieros para representar la gente del pueblo. Nicolás Triese (Mario) supo lo que era por primera vez una película, cuando fue a la primera función de El Ultimo Verano de la Boyita en el BAFICI. Con algunos lugares comunes, previsibles, pero con lenguaje sencillo y coloquial, el segundo largometraje de Solomonoff, supera ampliamente a Hermanas y esperemos que las próximas películas, confirmen su enorme talento como realizadora.
El último verano de la boyita es el último porque en él Jorgelina descubre, comprende y puede vivir algo relativo al amor, a las diferencias y la madurez. La boyita, la casa rodante, que en el imaginario de tantos argentinos significa el viaje, las vacaciones; tiene para ella el sabor de la infancia, del verano lejos de la escuela, del campo junto a su padre, de las búsquedas, de la libertad para curiosear por ahi... Y en esa búsqueda encuentra a Mario, un niño de su edad que vive y trabaja en el campo. Se hacen amigos y comparten mucho tiempo, tanto que Jorgelina llega a descubrir el secreto de su anatomía. La intersexualidad pone en juego distintos discursos: el de los padres que no pueden concebir algo distinto a un machito, el de la medicina que habla de confusión al nacer y el de los niños, más libre y que es el más fuerte en el filme. Mario, después de haberse escapado de la violencia, regresa al pueblo solo para ganar su carrera (una escena clave que condensa y resuelve la linea argumental), y Jorgelina lo invita a aceptarse, a quitarse la faja y entrar al río, que baña a todos por igual. El núcleo narrativo remite a XXY, de Lucía Puenzo, pero en ésta película el estilo de Solomonoff, las escenas como pinceladas de un retrato realista de lo rural, marcan la diferencia.
La guionista y cineasta rosarina Julia Solomonoff da un paso adelante en carrera como realizadora con El último verano de la Boyita, luego de su interesante debut con Hermanas. También supo tener un breve pero delicioso momento actoral en Historias mínimas, pero ahora hay que hablar de esta pieza en la que pone en juego lo mejor de su sensibilidad y capacidad de observación, en este caso del mundo tan particular como el de la preadolescencia. Y lo hace desde un bello marco campestre a través del cual, entre cabalgatas y baños en el río, el conflicto de un par de niños que transitan cambios hormonales se verá acentuado por estar rodeados por adultos dominados por la ignorancia, el prejuicio y hasta la brutalidad. Luego de una primera porción muy descriptiva, visual y narrativamente, que se ocupa de las vivencias de una niña que prefiere irse al campo con su padre en lugar de vacacionar con una madre y una hermana con las que no siente empatía, el film entra en una franja más intensa dramáticamente, en la que la pérdida de la inocencia y el despertar sexual desembocan en descubrimientos inéditos para ella y la comunidad. Con ciertos toques a lo XXY, la película aporta muy buenos desempeños de un elenco inegrado por niños y mayores y redondea un pequeño pero muy estimulante film nacional.
Tratamiento mesurado, riguroso y sensible para una historia sencilla y cotidiana El estreno de este film va a provocar en los espectadores una clara, y nunca mejor dicho, odiosa comparación con aquella otra, a mi entender exageradamente sobrevalorada “XXY”. En principio y a simple vista, parecería ser que son muchos los puntos en común que tenderían paralelismo entre ambos filmes, pero a medida que se va pensando, cuestionando, las diferencias empiezan a ser notorias. Pues “El ultimo verano de la Boyita” se sustenta desde lo científico, cultural verificable para la instalación del verosímil, a contraposición la de Lucia Puenzo falla en la verosimilitud por el lugar geográfico en que se instala el relato y por la clase social de sus personajes. Otro punto a tener en cuenta es la delicadeza con la que Solomonoff narra una historia difícil, utilizando, sin nunca perder el punto de vista de una niña, el ansia de saber de éste personaje lo que nos atrapa y quien nos impregna como espectadores para saber. Julia Solomonoff no se pronuncia en juicios de valor, ni confiere a lo afectivo un lugar categórico, presenta el conflicto con sumo escrúpulo. La mesura y el rigor de una cineasta que convencida de su saber, y poseedora de una sensibilidad muy particular, construye un relato a partir de saber como presentar esos pequeños detalles que terminan por constituir un todo. Así como Artaud hablaba en algunos casos de lo inútil de las palabras, pero si creía en la fascinación que producen las imágenes, los gestos hasta los ruidos y los silencios, sumado a los tiempos de cada acción es donde el film se sustenta y logra su más alto nivel. También cuenta con la excelente actuación de dos niños, Guadalupe Alonso y Nicolás Treise, muy bien dirigidos lo que termina de cerrar con absoluta naturalidad el texto fílmico. Por otro lado, hablando del guión, no es casual la jerarquía de la recurrencia bibliográfica que le da la realizadora y guionista al personaje de Jorgelina, en contraposición del medio en que se mueve el personaje de Mario, y esto que aparece en el film como una segunda línea narrativa es, en realidad, la que cobra mayor importancia en lo que a choques culturales se refiere. Dos mundos enfrentados, la ciudad y el campo atravesados por otros dos también en apariencia antagónicos, la ciudad y el campo. Jorgelina esta atravesando ese momento casi mítico, a veces imperceptible del paso de la niñez a la adolescencia, criada en un medio donde el conocimiento es valorado como uno de los baluartes del crecimiento. Mario se constituye en una sociedad de acción, en el campo el saber esta dado por los actos, pero también por una tradición que superpone y supone un saber, que en realidad oculta una falta del mismo En este punto es que los temas referentes a la sexualidad, son vistos como casi demoníacos, vergonzosos, y por ende ocultados.
La hora de la siesta Tarde de verano. La hora de la siesta. Mientras los adultos duermen, los niños se divierten en una de las habitaciones más alejadas de la casona del campo. Libros con aroma aventurero, gigantescos castillos de cartas, excéntricos zigzags de piezas de dominó. Juegos de niños en un ambiente ideal para las fantasías: donde reina el silencio y un ruido apenas perceptible es el culpable de que el mundo mágico se rompa y vuelvan a aparecer los más grandes: los padres. En este espacio de transición transcurre gran parte de la trama de El último verano de la Boyita, la nueva película de Julia Solomonoff que llega a nuestros cines esta semana. Jorgelina se va de vacaciones al campo. Allí conoce a uno de los hijos de los peones, un niño salvaje y solitario con quien entablará una bella amistad cinematográfica, donde las palabras sobran y todo es dicho con un pequeño gesto en primer plano. Lo que Jorgelina no sabe es que su nuevo amigo guarda un secreto que lo avergüenza. Un secreto que de revelarse romperá con toda la magia de su niñez. Es que en estos cuentos de iniciación, entre la inocencia y el ser adulto, ya no hay lugar para príncipes y princesas. Con El último verano de la Boyita, Julia Solomonoff nos regala un relato de sutilezas, donde la sexualidad es expuesta solo como excusa ante los ojos del espectador, sin necesidad de caer en golpes bajos ni en cursilerías. Exactamente a la inversa de lo que ocurría en XXY, donde el hermafroditismo ensombrecía la narración hasta volverla completamente oscura. En Solomonoff lo que reina es la melancolía por lo que, a diferencia del film de Lucía Puenzo, su paleta de colores se aleja de la oscuridad para definirse dentro de una gama de tonos sepia. XXY es noche e invierno, El último verano de la Boyita, estío y siesta. Con un logrado reparto, donde sobresalen las actuaciones de los niños protagonistas, Guadalupe Alonso y Nicolás Treise, una fotografía que nos ofrece la perfección del cine digital made in Argentina y una banda sonora, sutil e inteligente, El último verano de la Boyita se convirtió en una de las propuestas más interesantes del Bafici que ya pasó y que, tras la gripe, puede estrenarse finalmente. La hora de la siesta terminó.