Elena es una mujer que ha engendrado un hijo vago, sin trabajo por decisión propia, que pasa todas las tardes de su vida mirando tv, ordenando con un tinte machista a su mujer por cada pequeña cosa que deba movilizarse en su hogar. Tienen un hijo, nieto de Elena. Mientras esta era enfermera, conoció a Vladimir, un viejo adinerado con quien contrajo matrimonio y convive. Vladimir sufre un paro cardíaco y de ahí en más esto lo conduce a tomar una decisión sobre su legado...
Cámara quieta, un departamento solitario, una rama que se interpone en la vista del espectador, el sol que poco a poco va iluminando la escena, el graznido de un ave que corta la tranquilidad del ambiente, y una mujer que se despierta segundos antes de que suene el despertador. Así comienza esta interesante, delicada y visualmente perfecta propuesta dramática, que expone una mirada profunda y que no dejará indiferente al público, sobre la familia, el trabajo y el destino.
La delicadeza Un largo plano fijo abre el film: una rama de un árbol en foco, el sol aclarando de a poco, un balcón enorme y lujoso de fondo. Cerca de allí se escucha el graznido de un ave. No la vemos, solo la oímos, y suena a ave carroñera. Pareciera que el director nos estuviera advirtiendo que los buitres andan cerca. Andrey Zvyagintsev es el director de la notable El Regreso (2003), aquel intenso filme que a fuerza de silencios elocuentes nos mostraba los pormenores de dos pequeños hermanos y un padre ausente que los llevaba repentinamente de paseo. Elena, su tercer filme, con el que ganó el premio especial del jurado en la sección Una cierta mirada en Cannes en el año 2011, está nuevamente a la altura de lo que director nos supo brindar...
Yiya Murano + Vodka Si, ante la bizarra denominación de la asesina argenta y la bebida típica de Rusia, se da cuenta, con algunas licencias y libertades, de lo que trata esta historia. Socialmente acertada, en tiempos y espacios aggiornados y con una realidad cuasi universal, Elena se prosterna ante el cine como un relato más: sin innovaciones y con predecibles giros dramáticos, con personajes poco delineados y una pretensión de líneas que versen sobre un drama familiar cuando realmente se deja ver la pobre historia de una asesina...
Traición, familia y propiedad Elena es el nombre de este drama intimista con algún elemento de thriller que bucea sobre las relaciones parasitarias entre padres e hijos y lo hace a fuerza de una narración sutil y bien trabajada, con un despojo aleccionador o moralista bajo un código de una leve amoralidad. El director ruso Andrei Zvyagintsev, quien hace varios años ya había sorprendido con otra película sobre la familia y la relación padre e hijo, llamada El regreso, vuelve a desarrollar una trama atravesada de tensión donde se pone en juego la condición humana desde su faceta menos complaciente. Nada se hace por amor en esta película rusa contemporánea que tiene como marco referencial la fría atmósfera de un lujoso condominio habitado por un anciano con dinero, quien convive hace 10 años con la persona que fuera su enfermera, Elena (Nadezhda Markina), que más allá de su rol de ama de casa mantiene con la plata de su marido a un hijo completamente holgazán que ha formado una familia con un hijo adolescente, destinado a seguir los pasos de su padre, una mujer sumisa y un tercero que está por venir. Por otra parte, la relación del anciano con su única hija es prácticamente nula hasta que se produce un incidente que provocará un encuentro fortuito entre ambos y a partir de ese hecho toda una serie de situaciones en relación a la herencia y al legado donde la protagonista del relato cobrará un papel decisivo. Sin necesidad de revelar más información sobre la trama, lo único que resta por decir es que más allá de su previsibilidad y alguna que otra licencia del guión, Elena es un cruel y despiadado retrato del individuo en función a su comportamiento grupal cuando pesa la progenie y la sangre en algo que se parece mucho a una familia; es un breve tratado sociológico de la conducta humana en situaciones límites cuando los dilemas morales y la culpa religiosa queda fuera de discusión o por lo menos desplazada a un segundo plano. La virtud de este film ruso consiste por un lado en la línea que logra trazar su director al tomar distancia de sus personajes con una cámara no intrusiva en rol observador, eso permite a la historia y a sus personajes un mejor crecimiento dramático en el que el uso de los tiempos muertos o los planos secuencia permiten que el relato fluya sin interrupción pero a un ritmo lento que abre el espacio a la contemplación y a la reflexión si es que el público está dispuesto a hacerlo.
Jugar a ser Tarkovsky Los primeros minutos de Elena (Елена, 2011) van a dejarnos bien claro que estamos ante una obra engañosa: tras un plano fijo e hipnótico de larga duración y de naturaleza documental, la cámara se sumerge dentro de una casa para seguir filmando imágenes estáticas que se sitúan entre lo contemplativo y lo narrativo. Sin embargo, y a continuación, un travelling se acerca al personaje principal que se está acicalando y la pregunta surge: ¿Por qué una decisión narrativa en un ejercicio de dispositivo descriptivo? No parece tener demasiado sentido pretender representar o captar determinados ambientes si luego lo realmente importante en la película resulta ser un trillado dramón sobre los problemas de una familia pequeño-burguesa (sin duda, uno de los grandes males del cine actual que intenta hacer cuentas con el presente a través de sus historias comunes lastradas por una evidente falta de originalidad). Andrey Zvyagintsev (El regreso, 2003) parece no enterarse de que la mejor forma de llegar a la contemporaneidad es deformarla de algún modo. Puede ser hasta extremos irreconocibles, como Ulrich Seidl (Paradise: Faith, 2012), o a través de la ligereza, el humor y la falta de dramatismo, como Hong Sang-soo (Turning Gate, 2002) por poner dos ejemplos. Lo que desde luego no funciona es la mímesis de nuestro día a día, y mucho menos pasado por el filtro del dramatismo (el uso de la música no diegética en esta cinta es lamentable). Pero más grave aún es tratar de generar una sensación de sobriedad, densidad y complejidad a través de una realización y una puesta en escena ‘tarkovskiana’. Y es que el responsable de Sacrificio (Offret, 1986) ha dejado un enorme poso en la creación contemporánea aunque, a su vez, un montón de malos imitadores. Zvyagintsev es uno de ellos porque es incapaz de comprender el sentido del mecanismo del más grande autor ruso de los últimos 50 años. Cuando Tarkovsky filma un plano estático que se perpetúa en el metraje busca ‘esculpir su escena’ usando el tiempo como cincel. Y cuando decide mover la cámara, va hacia el misterio, no la desplaza para contarnos como un niño juega a la videoconsola o una señora se levanta de la cama. No se puede hacer un travelling para rodar semejantes banalidades. El resultado sólo puede ser una película previsible y aburrida, que presenta lo cotidiano entre lo anodino y lo excesivamente dramático, que no encuentra el timing en una narración que tampoco sabe situarse entre lo contado y lo contemplado. Una cinta cuyo director juega a ser Tarkovsky sin entender su poética.
Una mujer bajo influencia Considerado -con justicia- como uno de los directores más importantes del nuevo cine ruso, el creador de El regreso (2003) y The Banishment (2007) filmó un riguroso e impecable drama que le valió un nuevo galardón en el Festival de Cannes: el Premio Especial del Jurado de la sección Un Certain Régard en la edición 2011. La película está construida desde el punto de vista de una mujer ya bastante veterana (notable trabajo de Nadezhda Markina como la Elena del título), que lleva dos años casada con un moscovita de un origen social más pudiente que el suyo, y a quien supo cuidar durante más de una década hasta que salió de la enfermedad. La protagonista no se siente demasiado cómoda en su nuevo hogar e intenta ayudar a su patético hijo (de un matrimonio anterior), mientras su marido se niega a darle más plata y parece más interesado, en cambio, en reconstruir la relación con su cínica hija (también de una pareja previa).
Matrimonio en pugna Un filme sutil que, a caballo de un conflicto de pareja, toca las relaciones familiares, el capitalismo y el comunismo. Elena, de Andréi Zvyagintsev, es una agria, aguda, rigurosa película sobre roles y vínculos asimétricos, que tal vez sea lo mismo que decir vínculos a secas: de pareja, de familia, de integrantes de distintos estratos en la Rusia postcomunista. El director de El regreso (que se estrenó en la Argentina en 2004) amalgama el drama íntimo con el fresco social, y los hace discurrir con ritmo y tensión de thriller, y un motor claro: el dinero; algo así como la dialéctica amo-esclavo llevada al campo de batalla económico. Elena (extraordinaria Nadezhda Markina) es una mujer madura, casada con Vladimir (Andrei Smirnov), un hombre bastante mayor, ya jubilado, de clase alta. En las primeras secuencias los vemos interactuar en su amplio y elegante departamento. Duermen en camas separadas. Ella lo cuida con un esmero algo servil, él la trata con firmeza de jefe autoritario. Más adelante sabremos que se conocieron, no muchos años antes, en un hospital: Vladimir estaba internado, Elena era una de sus enfermeras. Ambos tienen hijos -parasitarios- de matrimonios anteriores. La hija de Vladimir es una joven burguesa, descarriada y vividora. “Una hedonista”, le dice Vladimir a Elena, y ella le aclara que no sabe qué significa. El hijo de Elena, que a la vez está casado y tiene dos hijos, vive en un gris departamento de monoblock suburbano: también es un vividor, pero en versión desclasada; un lumpen. Exige dinero para que su hijo mayor vaya a la universidad -lo que no parece muy probable- y evite enrolarse en el ejército. Elena le pide esa suma a Vladimir: él le contesta que está casado con ella, no con su familia. A partir de este conflicto, universal y primigenio, Zvyagintsev va desplegando un delta de disputas, mudas o verbalizadas, que avanzan hacia la tragedia. Sin énfasis ni maniqueísmo (todos los personajes tienen sus razones y sus vilezas), sutilmente alusivo, el realizador despliega y tensa al máximo una confrontación que abarca desde los vínculos domésticos hasta diversos aspectos cuestionables del capitalismo y del comunismo. Un cine notable, que llega en ínfimas dosis a la Argentina.
En la superficie, un cuento negro sobre un crimen de clase, de acento chabroliano, pero inequívocamente ruso. Por detrás, claramente visible o filtrándose en los detalles, el retrato frío, implacable, riguroso y ácido de la nueva Rusia del libre mercado y el consumo, del hedonismo y la violencia, del dinero como valor supremo cuando no único y de los nuevos ricos cada vez más ricos y los nuevos pobres cada vez más desahuciados. Elena, la mujer en el centro de este relato, está entre los dos mundos. De origen proletario, fue enfermera durante largo tiempo, y en esa función, cuando ya había enviudado, conoció al hombre rico, bastante mayor que ella y también viudo con el que ahora está casada. La admirable secuencia inicial expone con elocuencia no sólo la holgada posición económica de que disfruta el matrimonio, sino también, y muy especialmente, el papel que cada uno juega en la relación: paciente y enfermera son ahora marido y mujer y el trato es cordial, pero ella sigue estando a su servicio: la diferencia subsiste. La escena del desayuno compartido alcanza para destapar el origen del conflicto. Los dos han tenido hijos en su primer matrimonio. Vladimir, una mujer, la snob y rebelde Katia que poca atención le presta a un padre que mira, cuando lo hace, con insolente ojo crítico. Elena, un varón, el desempleado, holgazán y tosco Serguei, ya casado y padre de dos hijos, uno de ellos adolescente. Viven en un barrio obrero cerca de una central nuclear en las afueras de Moscú, a la que va a visitarlos Elena apenas cobra su jubilación: sin su apoyo financiero ni siquiera sobrevivirían. Pero esa modesta ayuda ya no es suficiente cuando llega para el nieto la hora de decidir entre la facultad y el ejército. El problema es que optar por la universidad, como pretende el muchacho no precisamente por su inclinación hacia el estudio sino por su rechazo a cualquier disciplina -es un tipo rústico y violento-, implica una inversión cuantiosa que Vladimir no parece dispuesto a aportar para socorrer a una familia que no es la suya. Está visto que las oportunidades no son las mismas para todos. La sumisa Elena, bajo cuyo manso y sufrido rostro sólo por momentos se percibe la fortaleza que la emparienta con algunas clásicas heroínas rusas, se encargará de corregir esa desigualdad. FATALIDAD El riguroso lenguaje de Andrei Zvyagintsev, justamente considerado uno de los grandes creadores del cine ruso desde su excepcional debut con El regreso , describe en elegantes planos secuencia el extenso y frío lujo del piso de Vladimir y lo opone a la promiscua estrechez del departamento del hijo, expuesta en una sucesión de planos fijos. Son dos mundos diferentes, dos caras de una sociedad dividida, irreconciliable. La perspectiva no es el encuentro sino el choque, quizás el crimen. El ritmo que marca la propia estructura narrativa y subraya la música repetitiva de Philip Glass contribuye desde el principio a generar la sensación de que fatalmente algo va a transformar la vida de estos personajes, que pueden ser brutales, pero cuya humanidad es incontestable. El suspenso no necesita de efectos ni subrayados; crece con el fluir de las situaciones. Zvyagintsev extrema la economía de su lenguaje. Elena es un film denso y compacto, que trabaja en diversos niveles y se abre a múltiples lecturas. Formalmente admirable, carece de moralizaciones, porque se limita a observar los comportamientos sin promover empatías ni impulsar juicios, y resulta así más provocativo y cuestionador. Y tiene además intérpretes enormes en su cuarteto central, encabezado por Nadezhda Markina, formidable protagonista.
Los afectos en la balanza es una historia simple. Sin demasiadas vueltas ni recovecos. Y sin embargo retrata un momento crítico en la plácida vida de una mujer sencilla y afectuosa, que se ve arrinconada por una situación, y empujada a tomar una decisión que parece ir contra su propia naturaleza. Elena (Nadezhda Markina) está casada con Vladimir (Andrey Smirnov), un hombre jubilado pero de fortuna. La relación entre ambos es algo peculiar: duermen separados y por momentos Elena parece una sirvienta y no una esposa. Sin embargo se percibe el afecto, el acuerdo parece funcionar, y el único punto en el que no coinciden es en la crianza de sus hijos de matrimonios anteriores. El hijo de Elena está desempleado, y tiene una familia a su cargo. La hija de Vladimir tampoco persigue un objetivo claro en la vida y casi no ve a su padre. Pero no reniega del dinero que él le pasa. Así, el filme se atreverá a poner en la balanza de cada uno de sus personajes sus prioridades afectivas, y las decisiones que toman en función de ellas. Es un filme intimista, con pocos escenarios, y mucho uso de los primeros planos y secuencias largas en las que, incluso alguna torpeza del actor (como que se le caiga una cajita de fósforos) se deja, no se edita, porque, aunque involuntaria, forma parte de la composición del estado de ánimo del personaje en ese momento. Con ritmo lento, el director Andrey Zvyagintsev, deja que las miradas, los gestos, incluso los ambientes hablen por los personajes. Hay tanta información en lo que se ve como en lo que se dice. El punto de vista del director es entonces simplemente narrativo y no toma partido ni juzga a su personaje central, se limita a mostrarla, y deja que el espectador se identifique, o no, con lo que a esta mujer le sucede. Quedará en cada uno valorar la decisión de Elena.
“Elena” es festivalera. Sin dudas, hace un tiempo venció en la competitiva sección de Cannes, “A certain regard” y en cuanto se instala el encuadre inicial, ya sabemos lo que Andrei Zvyagnitsev se trae entre manos: una visión cruda, gélida y descarnada de cómo el dinero mueve al mundo y define el destino de las personas. Propone un relato pausado, metódico, inexorable sobre cómo las diferencias sociales marcan mucho de la suerte de los sujetos en los tiempos que corren. Vladimir y Elena llevan un tiempo corto de casados. Viven en una Moscú bien posmoderna. Pero…pertenecen a clases distintas: el tiene mucho dinero, ella no. El es mayor (bastante parece) que ella y no está bien de salud. En realidad, sabemos que esta pareja no tiene mucho que ver asi que adjudicamos su unión a razones no sentimentales, precisamente... Pero algunos matrimonios son así. El primero sufre un ataque cardíaco y comienza a pensar que su final se aproxima. En esa vuelta, la hija que tuvo en una pareja anterior, regresa para hacerle compañía en el hospital y reestablecer algo del vínculo que no tienen. Vladimir no es un tipo que a uno le guste ver, pero… El hombre se conmueve con la aparición de su hija, siente remordimiento luego de la visita y termina decidiendo que la mayor parte de su herencia, no irá a Elena. De más está decir que quien estuvo todo este último tiempo a su lado fue su sacrificada mujer (bueno, tampoco tanto, un par de años creo)… Asi que de tomarlo bien, ni hablar. Para agravar las cosas, ella tiene un hijo que presiona por dinero. Claro, el único que tiene comodidad económica ahí es Vladimir, y él es la llave que abre todas las puertas. Si quiere. Pero es un toque despótico y no simpatiza con la familia de su mujer. Y parece que esta vez, no está interesado en ayudar. Asi que una vez que todas las piezas estén en el tablero, el conflicto se corporizará y la historia lentamente irá oscureciendose, hasta volverse gris y monolítica. Dentro del elenco, Elena (Nadezhda Markina) es fantástica… transmite sensaciones e ideas con gestos imperceptibles. Excelente. Dentro del aspecto técnico, la fotografía subraya el clima opresivo y el frío moscovita como pocas veces. Donde el film flaquea es en la construcción de algunos secundarios y la progresión narrativa, que a veces se ralentiza y se detiene en elementos y acciones simples que le quitan ritmo. Demasiada contemplación en muchos casos (de ahí mi definición "festivalera") que podría haberse reformulado. Más allá de eso, “Elena” es interesante. Sólida y decidida. No titubea en ir y mostrar sin tapujos las convicciones y sentimientos que mueven a los sujetos, en necesidad y ante situaciones extremas. Tiene fuerza y es un gran fresco de cómo es la vida en la Rusia de hoy. Si les gusta el cine europeo, no duden en ir a verla.
Inquieta denso drama con gran actriz Lo universal de este relato se impone a sus circunstancias geográficas. Pasa en Rusia, más específicamente en Moscú, pero podría pasar en cualquier parte. Eso es lo más grave de este drama criminal sin muertos a la vista, sin acusados para castigar, pero tal vez con un evidente castigo natural en el futuro más o menos inmediato. Acá vemos el inquietante relato, solo aparentemente lento, de unos pocos días en la vida de una señora, madre y abuela de una familia de vagos, casada en segundas nupcias con el padre de una chica también vaga pero de categoría. Sabremos que ella ha sido enfermera, suponemos que él ha sido jerarca o empresario de algo. Tiene buena jubilación, departamento espacioso, tanto que duermen separados, y carácter agrio. Su hijastro es un parásito y punto, no merece ayuda. Tiene razón,+ y si la historia transcurriera acá, el tipo profetizaría que ese vago terminará levantando el parquet para hacer asado. Pero transcurre allá, donde el nietastro necesita plata para entrar a la universidad y salvarse del ejército. Si el pibe merece o no ayuda, es algo que nosotros mismos veremos, y confirmaremos hacia el final de la historia. ¿Será que la hija de él, una egoísta, merece que la mantengan? Un infarto, la decisión de hacer testamento, la falta de perspicacia para contar esa decisión a quien no conviene, y el drama se impone, denso, despacioso, definitivo. Todo en colores fríos, planos algo distantes, cuervos que enmarcan simbólicamente la acción, acciones rutinarias que marcan un destino bajo el frio moscovita, y la música perturbadora de Phillip Glass, tan perturbadora como la doble moral y los sentimientos contrastados del personaje protagónico. Muy buena actuación de Nadezhda Markina, con el respaldo del veterano Andrei Smirnov y la joven Elena Lyadova, en rico personaje. Autor, Andréi Petróvich Zviáguintsev, aquel que hace diez años hizo un drama de dos nenes en viaje con un padre al que recién conocen, que viene de estar en la cárcel y no parece trigo limpio, El regreso. Un señor director, y una historia con muchos aspectos para masticar detrás de su aparente simpleza.
El nuevo cine ruso, uno de los mejores directores de la actualidad, premiado en Cannes en el 2011, Andrew Zviaguintsev. La película transcurre desde la visión de la mujer del título, Nadezha Markina, que transita su segundo matrimonio con un hombre que le reserva un segundo lugar y a su vez trata de ayudar a su hijo desocupado e inútil. Una inteligente mirada sobre el poder del dinero, las diferencias generacionales, las de clase y el dinero como único valor de una sociedad en crisis.
Elena comienza y termina con el mismo plano sostenido delante de una ventana y detrás de unas ramas: entre uno y otro han pasado unas cuantas cosas, nada espectacular, pero sí hemos atravesado la vida de una madre que, guiada por el instinto de supervivencia, se ve abocada a tomar una serie de decisiones. Abundante en profundas reflexiones morales, así como pesimista sobre las inquietudes y el futuro de sus personajes, la película enfrenta, sin parar, conceptos antagónicos como riqueza y pobreza, calidez y frialdad, acción y pasividad. Elena es un retrato crudo de personajes que tienen mucho que esconder, un viaje entre clases desde la Rusia pudiente a la marginal, el mismo trayecto que realiza la protagonista en tren para visitar a sus familiares. Es difícil adivinar si la intención del director Andrey Zvyagintsev realmente fue la de crear una historia de vida plenamente rusa o una metáfora cultural más profunda y abarcativa. Él expone la inflexibilidad de quienes tienen dinero y el contraste que se genera para con los más desfavorecidos, a la vez que nos describe de una forma despiadada un escalafón social sin recursos, al borde del olvido, el desahucio y la falta de cultura, o lo que es lo mismo, sin asideros morales ni materiales, sin perspectivas de futuro ni verdaderas posibilidades de ascender a nivel social. Desde el vamos, la primera persona que se ve en pantalla no encaja en ese escenario. El dormitorio, el aspecto y la actitud de Elena (una poderosa Nadezhda Markina) son más propios de una empleada del hogar que de una esposa. Cuando acude a despertar a Vladimir y le prepara el desayuno, las piezas empiezan a caer en su lugar. No se explica nada, el espectador debe obtener la información sobre los protagonistas y los conflictos mientras transcurre la acción. Y durante el proceso, cada uno interpretará los hechos desde su punto de vista. Puede que la puesta en escena asuste al público acostumbrado a la velocidad y la sobredosis de información del cine más comercial, pero es absolutamente coherente con la narración y fundamental para crear la ilusión, para dar vida a los personajes y mantener al espectador pendiente de cada plano, de cada gesto y cada frase. Aunque Elena tiene lugar en Rusia, lo esencial es el descarnado y certero retrato de las relaciones humanas y familiares y de cómo el dinero lo cambia todo. De igual modo, el cineasta plantea interesantes cuestiones sobre la educación, el entorno, la crisis económica, la moralidad, la culpa e incluso el futuro del ser humano. Un drama humano polémico que se presta a la reflexión una vez terminado.
Una leona de dos mundos Durante casi la mitad de su metraje, ELENA describe dos casas y dos viajes. La primera casa es el moderno, frío y elegante departamento de un barrio caro de Moscú en el que viven Vladimir y Elena. El es un hombre de mucho dinero –suponemos que es un empresario, pero nunca se aclara- y tiene unos 70 años. La Elena del título es su mujer, que ronda los 50 y con la que se tratan más como dueño y empleada, o paciente y enfermera que como pareja. Luego sabremos que el origen de esta relación fue ése: Elena fue la enfermera que lo cuidó y con la que este hombre, viudo, luego se casó. El viaje (en tren y caminando) es el de Elena y la segunda casa es la de su hijo Sergei, de un matrimonio anterior. El vive en las afueras de Moscú dentro de un inmenso y decadente monoblock que está frente a lo que parece ser la planta nuclear de la apertura de Los Simpson. Casado, con un hijo adolescente (Sasha) y un bebé, Sergei no trabaja, bebe desde temprano y prefiere jugar a la PlayStation con su hijo que hablar con él sobre su futuro. Y el futuro de Sasha será clave en la narrativa: Sergei necesita plata para coimear el ingreso de su hijo a la Universidad (y así evitar que vaya al Ejército), ya que sus calificaciones no alcanzan. Y ese dinero sólo puede venir de Vladimir, el marido de su madre. Pero Vladimir, como queda claro en sus charlas con Elena, no está convencido de darle ese dinero a los que, considera, son una “manga de vagos que deberían ponerse a trabajar”. En ese segundo viaje quedará claro que su estilo de vida es muy distinto: autos de lujo, música clásica y gimnasio elegante en el que se cruza miradas seductoras con mujeres mucho más jóvenes que él. Tiene una hija, además, que tampoco trabaja y prefiere gastarse la plata de su padre en vivir de fiesta. Pero es su hija, piensa Vladimir, y de todos modos la sostiene económicamente, aunque ella lo odia y nunca lo visita. Toda esta larga introducción que ocupa media película debido a la forma pausada y precisa en la que Andrei Zvyagintsev (EL REGRESO) la filma, pinta a las claras estos dos universos al mejor estilo “los de arriba y los de abajo”, la vida de los más pudientes y los más postergados, separados por pocos kilómetros en la Rusia post-comunista. Elena está entre ambos mundos y ese lugar probará ser más complejo de lo que parece en la segunda parte del filme, cuando el asunto tome ribetes de film noir y, en cierto sentido, de película de suspenso. No conviene adelantar mucho más porque, si bien ELENA es más un drama moral que un policial hecho y derecho, hay algunos detalles de la narración que son bastante sorprendentes y reveladores. La puesta en escena rigurosa de Zvyagintsev se tornará particularmente angustiante cuando la presión sobre los personajes crezca y la situación se vuelva, si se quiere, “hitchcockiana” en su vertiente más Chabrol. Es esa puesta en escena seca y la forma en la que se combina con el relato policial lo más interesante de ELENA, cuya trama tiene similitudes evidentes con la literatura de Dostoyevksy y, por ende, con la reciente EL ESTUDIANTE, de Darezan Ormibayev. Hay un trabajo sugerente que funciona con el espectador a la perfección, llevándolo por etapas a zonas más y más oscuras no sólo de la trama sino de la sociedad rusa actual. El problema, para mí, que tiene el filme, es que esa sociedad está pintada con trazos particularmente gruesos, especialmente en lo que se refiere a las diferencias de clase. El empresario frío, seductor y mal padre que sólo piensa en el dinero simbólicamente enfrentado al hijo de su mujer, un hombre poco afecto al trabajo y a su hijo adolescente al que no parecen sobrarle demasiadas neuronas. Uno escucha música clásica y no tiene contacto con el afuera mientras que los otros ven reality shows por la tele y beben desde la mañana. Esos opuestos exagerados puestos en confrontación tal como para que el espectador se sienta cómodo, en el medio entre esos extremos. Por suerte –para el espectador y la película- en el medio está Elena, la protagonista. Ella pertenece a ambos mundos, y en su confusión, sus miedos y sus decisiones ante las circunstancias está el nervio del filme y su zona de mayor ambigüedad moral. Si bien son los personajes en los extremos los que evidencian su egoísmo, su crueldad o su irresponsabilidad, los que creen estar alejados de todo eso, finalmente, tampoco parecen tener las cosas mucho más claras.
Una familia como reflejo de la sociedad En un pueblo con una tradición de profunda espiritualidad y en una sociedad que vivió durante 80 años bajo el marxismo, Elena muestra que hoy en Rusia el único dios es el dinero y que las clases sociales están más distanciadas que nunca. El tercer largometraje del ruso Andrei Zvyaguintsev, después de El regreso (León de Oro en la Mostra de Venecia 2003) y El destierro (premio de interpretación en el Festival de Cannes 2007), comienza con un plano fijo y sostenido, el balcón de un lujoso departamento apenas cubierto por las ramas yermas e invernales de un árbol, una imagen casi abstracta que parece hablar de un mundo inmutable. En principio, ese mundo es el de Elena, la mujer que le da su título al film y que vive allí para servir a su marido. No parece que nada pudiera cambiar en esa casa y, sin embargo, algo cambiará, quizá para que todo siga igual. Esa paradoja es el núcleo del film de Zvyaguintsev, que va narrando todo ese proceso de una manera tan morosa como detallista, como si cada gesto cotidiano revelara la materia de la que está hecho su cine. Por la mañana temprano, antes de que sus habitantes despierten, la cámara del director va recorriendo –casi como un intruso– ese departamento lujoso en su funcionalidad, donde el dinero parece expresarse a través de las despojadas líneas de diseño de los muebles y enseres domésticos. En ese marco, Elena (estupenda Nadezhda Markina) casi parece desentonar: es una señora ya entrada en años y en carnes, que no bien se levanta de la cama se alinea como si intentara mimetizarse con el ambiente. Nunca lo logra del todo, sin embargo, porque aunque es la mujer del dueño de casa se comporta como la mucama de su marido. O la enfermera. Es que así conoció diez años atrás a Vladimir, un hombre de negocios al que alguna vez atendió cuando ella trabajaba en una clínica donde él estuvo internado. Esa información el film la va desplegando con cuentagotas y sólo a partir de referencias. No hay flashbacks ni relatos: la de Zvyaguintsev es una película en puro tiempo presente. Pero la relación actual de ambos implica que nada cambió con aquella boda. El es quien tiene el dinero en la casa y ella está allí para atenderlo. Ni siquiera duermen juntos. Un nuevo episodio de salud de Vladimir, sin embargo, decidirá a Elena a tomar una determinación drástica, que no conviene adelantar, pero que expresa el nihilismo esencial del film. Premiada en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes 2011, Elena es una película que trabaja simultáneamente en varios niveles, que funcionan como círculos concéntricos de poder. La explotación que practica Vladimir con Elena no es muy distinta a la que a su vez ejerce el hijo de Elena (de un matrimonio anterior) con su propia esposa. La diferencia, en todo caso, es de clase. Unos tienen plata, otros no; unos viven en un gran departamento de la ciudad y otros en un triste monoblock de las afueras, pero todo siempre gira alrededor del dinero. En un pueblo como el ruso, con una tradición de una profunda espiritualidad, y en una sociedad que vivió durante 80 años bajo el marxismo, Elena muestra que hoy, sin embargo, el único dios es el dinero y que las clases sociales están más distanciadas que nunca. Esa potencialidad polisémica que tiene la película, capaz de sugerir relaciones de poder y de clase de toda una sociedad a partir de una sola familia, se ve resentida, sin embargo, por el tratamiento que impone el director Andrei Zvyaguintsev. En su ópera prima El regreso, estrenada una década atrás en la Argentina, ya era evidente la atención que el realizador prestaba a las formas, que parecían imponerse a su tema antes que trabajar a partir de él. Aquí, en Elena, esa característica se exacerba, al punto de que no sería difícil calificar al film de formalista, como si detrás de cada travelling –y no son pocos, a cual más calculado– se pudiera ver al director y a todo su equipo moviendo la cámara. La música henchida de importancia de Philip Glass no hace sino aumentar este efecto.
Afuera, un cuervo posado en una rama deja ver de fondo una ventana. Adentro comienza la rutina de un matrimonio maduro que, a juzgar por los planos de la casa, pertenece a la clase acomodada. Sin embargo, la dinámica corporal de Elena y su atención inmediata a las demandas de su cónyuge acusan de entrada que ella proviene de otro lado, de la casta de las empleadas. La cotidianidad marital es retratada bajo los patrones de un realismo que hace del silencio una pauta estética. La cámara se detiene en múltiples acciones domésticas y la película avanza lenta y sobria hasta el cierre de la historia. El director se cuida permanentemente de no caer en la dramaticidad y el filme acaba siendo un culto exquisito a la sutilidad emocional. De allí que las actuaciones se afilien a un naturalismo minimalista, preocupado por la perfección del pequeño gesto facial y la reproducción exacta, y nunca sobreactuada, de numerosas acciones mecánicas. Un infarto quiebra la pausada seguidilla de actividades cotidianas. Luego de que su corazón le jugara una mala pasada, Volodya quiere hacer su testamento. Katya, hija del geronte y su anterior esposa, resulta privilegiada en la repartija, pero Elena no dejará en babia a su propia cría. Algunos diálogos funcionan como indicios de que la mesurada historia está pronta a salirse de su quicio. "Los últimos serán los primeros", sentencia la mujer decidida a sostener la vida viciada e inmadura de su hijo a costa de su actual marido. La lograda fotografía da, desde el inicio, una pista: la gama es lo suficientemente fría como para identificar el filme con una conmovedora historia de adultos en segundas nupcias. El viraje del carácter de la hasta entonces sumisa Elena acaba por arrastrar al drama hacia la frontera del suspenso gélido y el policial no comercial. Entre las muchas imágenes aparentemente innecesarias dentro de los 109 minutos de cinta, aparecen algunas portadoras de una eficaz potencia simbólica: el bebé ocupando la cama del hombre de la casa condensa en un solo plano picado la patológica relación madre-hijo, resorte psicológico de una serie de acciones donde tiene cabida el crimen perfecto. Hacia el cierre, otra vez el cuervo posado en las ramas y, tras una vuelta de foco, la imagen a través de la ventana de una casa que, ahora, es casa tomada.
El retrato de una madre desesperada Elena y Vladimir forman una pareja madura. El es un hombre rico y frío. Elena es modesta y dócil. Se conocieron de grandes y cada uno tiene un hijo de un matrimonio anterior. El hijo de Elena, un holgazán irresponsable, no consigue mantener a su familia Y Elena tiene que ayudarlo. La hija de Vladimir es una chica indomable que tiene una relación distante con su padre. Elena era enfermera. Conoció a Vladimir en el hospital y hace dos años que se casaron. Pero son los hijos los que van agigantando el drama y los que van poniendo en escena la diferencia de clases de esta pareja. Ella, más que compañía le brinda atención; sigue siendo su enfermera, incluso para hacer el amor espera la voz del mando de Vladimir. Elena vive tironeada entre dos mundos muy enfrentados. Se lamenta que su hijo no tenga las oportunidades que a la hija de Vladimir le sobran. Y no encuentra como achicar la distancia. Pero al final se encargará trágicamente de juntar esas dos formas de vida. “Elena” es un drama familiar que adquiere los trazos de un desolador thriller hogareño. El tema es demasiado simple y está filmado con excesiva desnudez: minimalismo, pocas palabras, cámara en mano, sencillez descriptiva. Habla de las diferencias sociales, de los hijos difíciles, de las contradicciones de los nuevos modelos de familia, pero sobre todo deja ver el costado materialista de una sociedad que vive, ama y hasta mata alrededor del dinero.
Una interesante forma de narrar Andréi Zviáguintsev nos coloca, en los primeros minutos, en un estado de incomodidad por la lentitud con la que avanza el film, situando la cámara en diferentes lugares y dejándola estática. De esta manera, el director nos invita a codificar con imágenes y objetos el tema de la película y las personalidades de los protagonistas. Esta primera impresión, que luego se continúa pero mucho más debilitada, genera cierta curiosidad sobre que lo se va abordar. Pero en el correr de lo minutos esta expectativa empieza a caer, por la esa morosidad que en un principio provocó entusiasmo. Nos encontramos frente a un film que se basa, sobre todo en la primera mitad, en las imágenes. Desde un principio, cada espacio que se enfoca forma una parte esencial del discurso. No hay casi diálogo entre los actores y, sin embargo, sus objetos y formas nos van mostrando su personalidad. El recorrido interno en las dos casas en donde confluye casi toda la película da cuenta de dos vidas completamente distintas. Por un lado, nos encontramos con una casa enorme, que delata gran poder adquisitivo. Vemos, también, la frialdad con que está decorada y el gran orden que mantiene, que condicen con la personalidad del dueño de la casa. El director elije mostrarnos a cada uno de los personajes con sus propias acciones, vemos a la esposa, Elena, hacer en repetidas oportunidades la misma tarea o tener las mismas reacciones. En la rutina de ella, observamos la sumisión que mantiene, no sólo con su marido sino en general con su vida, con su hijo responde con el mismo acatamiento. Por momentos, parece un objeto Elena, a nadie le interesa en verdad qué es lo que quiere ni cómo se siente, sólo la utilizan para obtener de ella sus beneficios. Por el otro lado, nos encontramos con el departamento del hijo de Elena, que es sumamente reducido, más ruidoso e inclusive más desordenado mostrando a una familia de posición económica más humilde y conflictiva. La familia está constituida por el padre, la madre y sus dos hijos. Toda ella depende de la economía del esposo de la madre porque ellos no tienen un trabajo estable. Es muy interesante cómo los primeros minutos nos cuentan qué va a pasar en el resto del film. Aunque la película se torna muy lenta a medida que va avanzando y no logra ser del todo atractiva. El juego con la imagen encuentra sus limitaciones al verse saturado y sin el acompañamiento de momentos de acción. Hay en la película una sola escena en donde vemos un quiebre. Cuando el hijo de la pareja muestra de alguna manera que su intención no es en lo más mínimo estudiar y sale a la calle con sus amigos. El volumen del sonido se vuelve mucho más alto y ruidoso, es acompañado por imágenes más oscuras. Antes bien, y durante todo la película, tenemos un ambiente sereno con imágenes color pastel. Un ambiente entre sombrío y decadente. Aunque no termine siendo del todo atractiva, considero que la forma de narrar que adopta el director es arriesgada y genera mucho más respeto que otro tipo de film. A su vez, rompe con la rutina a la que estamos acostumbrados para mostrarnos nuevas formas de contar una historia.
Cría cuervos La primera imagen de “Elena”, tercer largometraje de Andrei Zvyagintsev, esta trabajada como un plano fijo, que en realidad no lo es, que ejerce diferentes funciones según la variable con que el espectador se adentra en el filme. La primera sensación es de que nada sucede, pero la pequeña, lenta, casi imperceptible variabilidad de los haces lumínicos terminan por dejar ver sobre esas ramas a un cuervo, mientras que de fondo se sigue distinguiendo el balcón de la habitación de un departamento, hasta que en el mismo árbol se posa otro cuervo. Corte, y la cámara se sitúa dentro de la habitación. Toda esta escena dura aproximadamente 45 segundos. Aunque la impresión sea la de mucho más tiempo, eso se debe a lo gradual de los cambios de luz que influyen en cambios del color sobre el plano, y al trabajo relativo al sonido. Entonces se podría decir, desde un cierto esquema analítico, que tal apertura funcionaria como talismán con tintes metafóricos, utilizando objetos reales, cuando el filme cierra, dará cuenta que ese primer plano que repite al cierre, pero con pequeñas y sutiles diferencias, además sirvió para instar la idea sobre la que va a trabajar el guionista- realizador en relación a su qué decir, el por qué y el cómo. Esto es, la forma y el contenido. Para contar esta trágica historia, galardonada con el Premio Especial del Jurado en la sección “Una cierta Mirada” del festival de Cannes, el director ruso eligió una estética sobria, al mismo tiempo que alegórica, instalada de manera meticulosa, utilizando la música sólo de anticipatoria del drama, pero que de igual forma actúa como fermento de emociones en el público. Varios son los temas que aborda desde el texto, siempre duales, desde los espacios en el que se desarrollan, léase los dos hogares, haciendo hincapié en el deterioro de la educación, la diferencia entre los hijos de los conyugues, la cultura, y el cuasi abandono de las responsabilidades primarias paternales, tema recurrente pues ya lo había afrontado en su primera producción, “El Regreso” (2003). La película confronta de manera constante significaciones incompatibles cuando no antagónicas, como amor y odio, amor e indiferencia, riqueza y pobreza, calidez y frialdad, ocio y trabajo, amo y esclavo. La historia se centra en Elena (Nadezhda Markina), una mujer de algo más de 50 años, que casada en segundas nupcias con Vladimir (Andrey Smirnov), un hombre viudo y rico, ante el primer obstáculo define la razón de su casamiento. Se la podría nominar como una parábola despiadada, que trabaja estupendamente los tiempos supuestamente muertos, ya sea por imágenes cotidianas que parecen inocuas y que parecerían no aportar al desarrollo del filme, o a la progresión de la trama, o bien en la variante de diálogos coloquiales que parece agregar nada, pero que en realidad, de la manera en que están puestos, sirven para crear tensión que con cierta elegancia estética asfixia la empatía que el concurrente pueda sentir con el “amor” absoluto que profesa por su descendencia una madre obnubilada. En contraposición, casi como un juego de estrategia de guerra, el director nos muestra, con una única escena de interacción entre un padre y una hija, separados por una situación que se revelara recién al final de la narración, del amor y el cariño que se profesan en realidad. Donde la reina de la relación es la ironía. Respecto de los rubros técnicos, todos son de impecable factura, pero el diseño de sonido es la gran vedette en este sentido, claro que todo se apoya en las soberbias actuaciones. No mucho más para decir, sólo que es una de esas películas que después de conocerla se dará cuenta, por su necesidad de volver a verla, que es de las imperdibles.
El desprecio La película comienza con un largo plano fijo sobre las ramas de un árbol raquítico desde donde se distinguen los cristales de un departamento lujoso mientras se escuchan gritos de cuervos como telón de fondo. Las señales mortíferas asociadas a la representación de la riqueza van a extenderse progresivamente a todos los estratos sociales de la película. Zviaguintsev calibra los encuadres, las luces y los desplazamientos de cámara con destreza, pero su innegable talento formal está puesto al servicio de un relato esquemático cargado de un pesado simbolismo. El director ilustra con cinismo, misantropía y brocha gorda un mundo sin esperanzas poblado por personajes al borde de la caricatura. Elena se despierta en el inmenso departamento silencioso y comienza los preparativos de la mañana con una dedicación mecánica. Ella y su marido duermen en habitaciones separadas y por las noches cada uno se apoltrona delante su televisor. Zviaguintsev nos muestra un mundo de gente deshumanizada. El marido es un empresario desalmado y mal padre que representa a los nuevos ricos de la era post comunismo; entre ellos y los pobres no hay nada, sólo Elena se mueve entre los dos polos exageradamente opuestos. La película multiplica los signos de miseria durante los desplazamientos diarios de la protagonista: trabajadores inmigrantes cruzando la calle, mendigos en el tren o jóvenes sin nada que hacer al pie de sórdidos edificios conglomerados. En uno de estos refugios sobrevive el hijo de su primer matrimonio. Zviaguintsev retrata al grupo de desamparados de un modo aún más grosero: el nieto pasa sus días delante de una consola de videojuegos cuando no sale con su barra de amigos a pegarle a los vagabundos, el padre escupe a la gente desde el balcón y no hace otra cosa que tomar cerveza a la espera de que la plata le caiga del cielo, y completa el cuadro una madre con crisis de autoridad que sólo es buena para hacerse embarazar. El director se coloca en su lugar de demiurgo y desde ahí observa con desprecio a todos los personajes, describiendo a los ricos y a los pobres con la misma crueldad y trazo grueso, recargando las diferencias de clase y su enfrentamiento simbólico tosco. La increíble redundancia del relato está subrayada por la música grave y sentenciosa de Philip Glass que aparece con una regularidad establecida. La puesta en escena virtuosa, con sus planos secuencia elegantes, calculados y ostentosos, no hace más que acentuar la uniformidad y el didactismo que caracteriza a toda la película.
El desamparo moral engendra monstruos En “Elena” hay drama, tragedia, pintura social, thriller psicológico, crisis espiritual, testimonio histórico, conflictos emocionales, sentimientos, pasiones, ambiciones... un sinfín de elementos en juego, pero tratados con un estilo tan despojado que exige al espectador una atención alerta a cada mínimo detalle, porque nada se le dará premasticado. La protagonista y que da nombre a la película es una mujer de mediana edad de origen proletario. Convive con un hombre mayor, Vladimir, en un departamento austero pero que evidencia alto poder adquisitivo. La acción transcurre en Moscú. Esa extraña convivencia se explica luego, a través de los diálogos. Son marido y mujer en segundas nupcias. Ambos eran viudos y se conocieron en un hospital, donde el hombre debió someterse a una riesgosa operación y ella era una de las enfermeras que lo cuidó. Ahora, si bien están casados, mantienen una relación un tanto despareja, ya que ella se comporta más como una ama de llaves que como una esposa y él más como un patrón que como un marido. Uno adivina que, si bien hay afecto, se trata más bien de una relación de conveniencia por ambas partes. Elena tiene un hijo del matrimonio anterior, que está casado y tiene familia. El joven vive en un barrio periférico donde las condiciones son muy desfavorables. Se lo ve ocioso y con modales rústicos. No trabaja y depende de la ayuda económica de su madre para mantener a su familia. Por su parte, Vladimir, el marido de Elena, tiene una hija, quien también depende económicamente de él, pero están distanciados. La cámara del director ruso Andrey Zyvagintsev se mueve muy pausadamente en una combinación de planos fijos, planos secuencias y primeros planos, en los que la protagonista (contundente Nadezhda Markina) soporta la mayor responsabilidad para transmitir y expresar el nudo dramático del relato. Solamente en una oportunidad Zyvagintsev apelará a la cámara en mano y marcará el contraste entre un mundo y otro, el mundo ordenado y planificado de Vladimir y el mundo violento, caótico y desordenado de la familia del hijo de Elena. Inevitablemente esas diferencias serán la clave que llevará al conflicto. La desigualdad social, no solucionada mediante el matrimonio sino más bien perpetuada, hace que la mujer, al verse en aprietos entre una lealtad y otra, la que tiene con respecto a su marido y la que manifiesta con relación a su hijo, tome una decisión extrema y desesperada. Eso le permitirá provocar un cambio en la situación, abriendo un horizonte supuestamente de mayores oportunidades para sus nietos. Sin embargo... la tensión dramática que expresa su rostro y el refuerzo expresivo a través de la música que transmite angustia, hace prever consecuencias no tan agradables. Pero Zvyagintsev deja muchas cosas fuera de plano y sugiere de manera implícita, más que explícita, lo que se advierte como un clima propicio para que germinen nuevos y quizás más complejos conflictos en un futuro al cual Elena ya se arrojó de lleno sin medir las consecuencias. Es una película muy interesante que recuerda un poco al cine de Bergman, con un contenido entre intimista y social, grave y profundo.
Las formas del cine El lenguaje propio El formalismo tiene límites insospechados, y Elena es un ejemplo de ello. Es que el film de Andrey Zvyagintsev, el realizador ruso de la conocida El regreso (2003), es un claro exponente no solo de una llamativa capacidad narrativa, sino también de un marcado interés por la forma misma, por la utilización de los recursos puramente cinematográficos como principal sustento de un relato. Elena es un film amargo, desalmado y cerebral, frío como los escenarios rusos en los que se plantea la acción y, a su vez, es tal su factura, su límpida ejecución, la versatilidad de recursos que pone en escena, que se construye como un muy buen ejemplo de ejercicio cinematográfico, de presteza de lo métodico- algo así como una eficacia de la forma. Las escenas se suceden quirúrgicamente y los personajes realizan acciones que, a pesar de encontrarse evidentemente encorsetadas dentro de una rigurosa puesta en escena, fluyen y se suceden como por desprendimiento- un excelente ejercicio de causalidad narrativa. En Elena no hay bondad ni esperanza, sólo necesidad y caídas- o quizá sólo una, una lenta caída en un infierno en el que el fuego es el dinero, un fuego alimentado por estos cuerpos que aparentan vida pero que han dejado de vivir hace mucho tiempo, hundidos en una desesperación que pareciera ser el rasgo principal de la diégesis planteada: un denominador común que atraviesa como un rayo los cuerpos frágiles de todos estos personajes. Es así que si en Vladimir, el marido de Elena, hay una clara caída del cuerpo, de lo físico, en Elena hay una caída de la moral, y en su hijo, Sergey, la moral misma se encuentra tergiversada, ligada a la dependencia económica de un tercero y la visión de la ayuda como un rasgo absolutamente imprescindible. Lo interesante, justamente, de un relato como Elena, es que no hay extremos, sólo una gran gama de grises, personajes que pueden redimirse pero que no lo desean- no es esa su intención. Todo comienza, como si se tratara de una obra de Chéjov, con una premonición casi alegórica, un mal augurio: el graznido de un cuervo. El tratamiento que utiliza Zvyagintsev para delinear esta escena inicial es sumamente preciso: un cambio de foco casi imperceptible desde el más acá- el comienzo de un árbol- hasta el más allá, un cuervo posando sobre una rama junto a una ventana. Este plano marca lo que será a lo largo de todo el film una puntillosa puesta en escena, y a su vez connota la tragedia intimista (la tragedia que comienza con la modernidad, si se quiere- lo épico limitado al espacio de una cama o de una habitación) que estamos a punto de presenciar. De hecho, lo siguiente que vemos es una serie de planos de las distintas habitaciones de una casa. Planos con leves movimientos, travellings que, a pesar de otorgar un ritmo a lo estático del escenario, parecieran remarcar una ausencia- como si el movimiento propio de la cámara acrecentara la condición de inmovilidad de estos objetos. Estos primeros planos serán los únicos en los que se retrate espacios vacíos; luego Zvyagintsev se dedicará a retratar a los cuerpos que los ocupan y a sus interacciones con estos espacios. El interior de la casa de Sergey, absolutamente opuesto al hogar de Vladimir. Una habitación, una mujer que duerme; se despierta, le lleva unos instantes decidirse a levantarse. Y cuando lo hace, el reencuadre de la cámara. Es esa una condición que se repetirá a lo largo de todo el film: la cámara, con sus movimientos y sus constantes reencuadres, es el desprendimiento directo de las emociones y acciones que vemos en la pantalla. Aquí está el claro ejemplo: mientras Elena duerme, la cámara permanece en la habitación contigua, como agazapada. Es recién en el momento en que ella se pone de pie cuando Zvyagintsev decide movilizar, mediante un travelling frontal, la perspectiva hacia adentro de la habitación. En un plano siguiente entendemos que aquella mujer no vive sola: entra a una habitación y despierta a un hombre (¿su marido?, ¿por qué duermen en habitaciones separadas?). Esta secuencia de presentación de personajes es entonces uno de los mayores logros de Elena- en ella se dan dos factores notables: una destreza en el manejo de la cámara (el plano secuencia en el que Vladimir se despierta y Elena prepara el desayuno es un gran ejemplo de la condición coreográfica del cine, y más aún de la relación de movimiento existente entre los personajes- el orden de lo representado- y la cámara- el orden de la representación), y una habilidad para dosificar la información (y esto es lo que genera esa pregnancia narrativa tan llamativa). Existe en Elena una constante dualidad. Hay una muy clara a nivel formal: la del sonido (ya sea ruido o música) y el no sonido (el silencio). En la casa, puertas adentro, no existe el afuera, son habitáculos herméticos- espacios cerrados con llaves y trabas (el plano de Elena cerrando esta puerta se encuentra varias veces en el film). Así, dentro del hogar no hay nada más que silencio y diálogos, un sonido ambiente que sólo es movilizado por un reconocible ruido doméstico: el de la televisión encendida. Tanto en casa de Vladimir como en lo de Sergey será recurrente aquel sonido- murmullo o estruendo- en diversas ocasiones. El afuera es visto desde una pantalla y escuchado por parlantes. Cuando Elena se moviliza, lo hace en tren o en taxi. La música incidental entonces comienza a sonar: la subyugante banda sonora de Philip Glass se hace presente cada vez que Elena viaja. Como si dependiera del ruido del exterior, como si quisiera anularlo. A su vez, cuando Vladimir se traslada, lo hace en auto, y el recurso es similar: la música de la radio (esta vez, entonces, diegética) sonoriza sus viajes y demarcan la otra dualidad muy presente en Elena: la social. La distancia entre los ricos y los pobres es, en ciertos pasajes, casi una denuncia del film. Basta sólo con ver el claro contraste que traza Zvyagintsev, de manera casi exagerada, entre el hogar de Vladimir y el hogar de Sergey. Son espacios radicalmente opuestos. Es un enfrentamiento entre dos condiciones de vida. Estas dos dualidades se podrían resumir en una sola, mucho más abarcativa: el adentro y el afuera. Casi como en un juego de cajas chinas, todo se reduce a una acción de cerraduras: la caja fuerte dentro del departamento de Vladimir, la puerta cerrada de su habitación (su cadáver, aquello que no podemos ver), la cartera de Elena, la sala del hospital en la que se encuentra internado Vladimir (en la que desde afuera se lo puede ver pero no escuchar). Hay un momento (solo uno), en el que, sin embargo, ambos espacios se funden en uno solo: cuando, hacia el final del film, se corta la luz en el edificio de Sergey. Las puertas entonces son abiertas, el anochecer externo invade al mundo interno. La gente sale de sus casas. Ya no hay adentro y afuera, ya no hay delimitación- ahora todo es lo mismo. El exterior urbano es retratado únicamente en los desplazamientos de los personajes de un interior a otro interior. De hecho, esta será la única ocasión en la que Zvyagintsev no utilice travellings o planos fijos y opte por una cámara en mano, marcadamente movediza, salvaje, sin reglas: Aleksandr, el nieto de Elena, se dirige junto con sus amigos a pelearse con otros jóvenes luego de que se corta la luz en su hogar. Se trata de un bello anochecer, o más bien ese momento en que ya no hay luz solar pero algo queda por ahí (las reminiscencias- puro rebote del cielo). La cámara sigue extensamente a Aleksandr mientras él camina, junto a los otros, directo a la violencia- un descenso a los infiernos completamente justificado. Y él recibe los golpes, su cuerpo es el que es lastimado. Ni Elena, ni Sergey, sino Alexander- su cuerpo es el que ahora tiene marcas. Y Zvyagintsev no da explicaciones, no importan los motivos de la golpiza de aquel joven, no importa la causa de su pelea. Tampoco importa el después. Lo único que hay es un joven golpeando a otro salvajemente en un paisaje desolado. Lo acertado en esta decisión narrativa es que lo que parece ser casual muy probablemente lo sea, no hay conexión ni paralelismo entre el crimen realizado por Elena y la golpiza que recibe su nieto, de eso no hay dudas. Pero Zvyagintsev se detiene y subraya este momento al punto de que se trata del clímax del film. Dice aquí y ahora en esta escena. De hecho, son solo dos los momentos en que la casualidad irrumpe en el relato absolutamente causal de Elena. El primero es el accidente que sufre Vladimir en la pileta de natación, y el segundo es esta escena en la que Aleksandr casi es desfigurado. Zvyagintsev pareciera querer decirnos que no existe tal cosa como la justicia: hay personas que accionan y reaccionan y no mucho más que eso. Así, Elena intenta, a su manera, hacer un bien, pero la única forma de hacerlo es realizando el peor de los males. Y detrás de esta idea, detrás de este concepto de que todo es azaroso y de que no hay nada sino interacciones entre seres para los que no existe el otro (cabizbajos, ellos miran sus propias desgracias), detrás de esta ausencia ya no de un Dios sino de la mismísima ética, la inexistencia de cualquier tipo de moral, se esconde una sola imagen: la de una absoluta e irreversible desolación. Nuestra absoluta e irreversible desolación. Y, sobre el final, nace otro niño.
Recelos de clase Como en El regreso (2003), donde sometimiento y rencor recorrían sinuosamente la existencia de dos adolescentes para quienes un padre era alguien querido pero también misterioso, Andrey Zvyagintsev (1964, Novosibirsk, Rusia) cruza en Elena sentimientos contradictorios, logrando un estudio taciturno y ligeramente malicioso sobre recelos sociales. El film adopta desde el principio el punto de vista de Elena (encarnada por Nadezhda Markina, admirablemente comunicativa y contenida), no del todo cómoda en la opulenta casa que comparte con Vladimir, su esposo millonario, quien por momentos parece más amo que marido. De a poco el espectador irá conociendo detalles de esa relación y de las familias de ambos, incluyendo hijos ociosos (de matrimonios anteriores), debilidades, fortalezas y actitudes diferentes en torno al dinero que a unos les sobra y a otros les falta. Es cierto que hay detalles que parecen algo obvios o subrayados, pero los sarcasmos de la hija del millonario (la bella Elena Lyadova), el silencio y la estéril agresividad del nieto adolescente de Elena, y –desde ya– la ambigua generosidad de la protagonista, hacen al film impredecible. En verdad, no es fácil encontrar en el cine actual una película que, como ésta, discurra con seriedad sobre tantas y tan sustanciales problemáticas: la (im)posibilidad de entendimiento entre personas de diferente extracción social, el peso del dinero en la vida de las personas, el amor padre-hija/madre-hijo, los rasgos de personalidad heredados, la fragilidad con la que el egoísmo o la desesperación pueden llevar al delito y éste a la culpa. En el planteo de Elena pueden apreciarse, del mismo modo, alusiones a una Rusia todavía (o de vuelta) signada por diferencias sociales, aunque mucho de lo que ocurre aquí podría trasladarse tranquilamente a países como el nuestro (los comentarios del indolente hijo de Elena sobre la obligación que -supone- el rico tiene para con él, y los de éste sobre la pereza de los más humildes y su falta de previsión al traer hijos al mundo, resultan inevitablemente familiares). Elena no es una película cruel ni compleja. A veces crea expectativas que terminan diluyéndose –como cuando Vladimir ve cruzar a un grupo de obreros por la calle o el nieto de Elena sale de noche a pelear con una pandilla–, pero siempre observa y cuenta con delicadeza. Elipsis y planos secuencia llevan y traen al espectador por los distintos ámbitos con una elegancia formal enrarecida por la música de Philip Glass y los gestos desasosegados de los personajes, signos que parecieran imprimirle solemnidad pero que, en realidad, conducen a una cautivante atmósfera de sospecha e inquietud. Por Fernando Varea
La madre (y abuela, en la Rusia del siglo XXI). Elena, del director Andrei Zvyaguintsev (quien, con 49 años, es uno de los más destacados representantes del llamado “nuevo cine ruso”), cuenta el drama de su protagonista, (justamente) llamada Elena: una mujer de unos 50 años, que vive con su esposo Vladimir, un hombre rico, septuagenario (al parecer, es un empresario jubilado). El núcleo de la historia gira alrededor de ellos (y especialmente de Elena), y con los hijos de ambos, provenientes de parejas previas: Elena tiene un hijo desocupado, que a la vez es padre de dos hijos, “con un tercero en camino”; y él, Vladimir, tiene una hija soltera quien, según dice él mismo, es “una hedonista”, una individualista. La crisis de esta historia se desencadena cuando Vladimir decide, tras una situación de riesgo mortal, apurar su testamento, y Elena decidirá actuar para evitarlo… Película impecablemente filmada, contiene buenos planos aunque, a diferencia de los (más) impresionantes e impactantes que hay en las dos películas anteriores de Zvyaguintsev, El retorno y El destierro, donde abundan los “paisajes naturales” y rurales –fiel a la escuela de Andrei Tarkovski–, acá el ojo de la cámara se posa sobre (y también sigue) la “vida cotidiana” de los personajes: el despertarse a diario del matrimonio (que duerme en camas separadas), el desayuno, el trabajo, el gimnasio, el manejar un auto (último modelo), el hacer visitas familiares, etc. Y al mismo tiempo, este seguimiento a los personajes permite que, aunque algunas veces no hablen, sus acciones y gestos “los pinten de cuerpo entero”. Si pudiera hacerse una comparación desde lo fílmico a lo literario, Elena, y más en general, las tres películas de Zvyagintsev, tienen la calidad de cualquier buen cuento de Tolstoi, con su crudo contenido “realista” de tragedias inevitables. Lo que –desde ya– no es poco decir. Por otra parte, y teniendo en cuenta otro ángulo (posible) de la película, caída la URSS en 1989 se ve a las claras cómo el capitalismo impuso en Rusia los últimos 30 años su “moderna” “cultura” de individualismo competitivo y consumismo… Los orígenes humildes de Helena (y su “rol fundamental” como empleada doméstica y enfermera), y el monoblock obrero-plebeyo donde vive su hijo con su familia –dura “historia” de hijo adolescente “ni-ni” incluida– contrastan con el lujo y confort de su esposo y la vida ociosa de su hija. Además de los retratos familiares e individuales, hay entonces una suerte de “retrato social” (o al menos su esbozo, o alguna alegoría con “unos cuantos” personajes) de la Rusia actual. Porque atención: en esta historia cruenta, contada firme pero al mismo tiempo apaciblemente, no aparecen los aires de cierto “romanticismo nihilista” à la Dostoievsky, sino un crudo “darwinismo”: una (“micro”)lucha (social) por la “supervivencia del más apto”… Tragedia dostoievskyana en un solo sentido: el los oscuros caminos que llevan a un personaje a cometer alguna de las más abyectas acciones humanas (en este caso ¿qué prima en Helena: su rol de madre, de abuela, de esposa “acomodada”, de plebeya “sobreviviente”, de solidaria con su familia “sanguínea”?…). Acompañada por la sinfonía N.° 3 de Philip Glass, esta película rompe la “monotonía” y repetición de temas (“aventuras y acción”, “terror”, comedias hollywoodenses) que cada jueves ofrece el cine comercial; va a contramano de eso (como también lo hace el otro gran drama que todavía está en algún cine: Amor, de Michael Haneke), y es un gran logro creativo: Elena combina el drama (familiar y social) con el thriller e incluso el film noir (o “cine negro”), de manera justa y precisa. Hay tempos (narrativos: de tensión y distensión, de sorpresa e incógnitas) y coloridas “composiciones de lugar”.
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Una sociedad con acentuadas diferencias Andrei Zvyagintsev es uno de los nuevos directores de Rusia y uno de los más aclamados por la crítica. Este es su tercer largometraje. Los previos fueron El regreso (2003) y El destierro (2007). Los tres son dramas familiares. Pero el director utiliza las historias para hablar de la realidad actual en Rusia, la del libre mercado, el consumismo y las mafias, también enquistadas en el poder. Una sociedad que vivió ochenta años bajo la ideología marxista, pero tras la caída del comunismo convirtió el dinero como su "nuevo ídolo", y donde las diferencias sociales no sólo se mantienen sino que parecen haberse acentuado. La protagonista es Elena. Está casada con Vladimir, un hombre de negocios ya mayor, jubilado y amante de la música clásica, que acumuló una fortuna. Es atendido por Elena, que se comparta más como mucama que como esposa. Ambos proceden de mundos sociales diferentes y se conocieron en un hospital, donde ella trabajaba de enfermera y él fue internado por una peritonitis. Vladimir tiene una hija de un matrimonio anterior, veinteañera, incrédula y desfachatada, llamada Katya, quien le dice al padre que ella "nunca fue la principal preocupación de su vida". Vladimir la califica de hedonista y Elena dice que es una irresponsable y descarriada. Elena, a su vez, tiene un hijo, también de un matrimonio anterior. Se llama Serguei, es un holgazán casado con Tanya y tiene dos hijos: uno es un bebé y el otro un adolescente, de nombre Sasha, a quien no le agrada estudiar. Para poder ingresar a la universidad y eludir el servicio militar, Sasha necesita dinero. Y esta cuestión deriva primero en drama y luego en tragedia. El origen del guión habría sido una experiencia familiar del coguionista Oleg Negin. El otro quiebre en la historia es un infarto de Vladimir mientras practica natación en un gimnasio cinco estrellas. Ambas situaciones son presagiadas, en la intención del director, por dos cuervos que aparecen en el inicio del relato. A través de esas variables narrativas y de un sinnúmero de gestos cotidianos, mostrados con vocación detallista, el director explora, más allá de las simples apariencias, las contradicciones de esa sociedad que se debate entre la occidentalización y la fidelidad a sus tradiciones. Algunos críticos europeos han querido ver este filme como una versión moderna del clásico de Eisenstein, Lo viejo y lo nuevo (1929), también conocido como La línea general. La película fue premiada en la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes de 2001. También debe destacarse la excelente actuación de Nadezhda Markina en el complejo personaje de Elena.
Chabrol a la rusa Los cuervos dan la nota disonante en el último film de Andrei Zvyagintsev, director de la aclamada El regreso (2003); los cuervos y, eventualmente, las erupciones camarísticas de Philip Glass (gran soporte para el director ruso) sugieren que algo no anda bien en esta tranquila, casi antiséptica ciudad del oriente europeo. Elena y Vladimir viven en una lujosa mansión, pero su vínculo es precario. Él es un viudo adinerado, varios años mayor que ella. Ella era enfermera. Conoció a Vladimir cuando lo hospitalizaron, diez años atrás. Quizás entonces se enamoró. Ahora, lo único que le importa del viejo es la plata, que necesita para ayudar a Sergei, su hijo (un Homero Simpson desocupado), con una familia en vías de desarrollo. Vladimir ayuda a regañadientes; no es su obligación mantener al hijo de su esposa, que para él es un vago. Y la situación empeora cuando le cuenta a Elena que el grueso de su fortuna la heredará Katerina, su única hija, quien ni siquiera lo visita. Zvyagintsev es soberbio al mostrar el abismo de los estratos sociales, sobre todo durante el reencuentro de Vladimir con Katerina; pese a reclamos de larga data, Katerina comparte con su padre un humor refinado, casi cínico, y ese matiz, por mínimo que sea, volverá a unirlos. Entonces, ¿Vladimir es justo o egoísta? Y por extensión, ¿la solidaridad debería ser compulsiva? En esencia, Elena es un Chabrol a la rusa, y muy bien logrado. Pero toda la estilización que el director pone al servicio del suspenso en la segunda mitad del film (la música de Glass, la fotografía despojada) de algún modo ahoga interrogantes magistralmente esbozados, de alcance universal.