Los hijos de la patria Mientras que en toda Europa predomina una vertiente del cine bélico orientada a reformular los estereotipos del género y a descubrir nuevos tópicos, en su última película François Ozon nada a contracorriente y propone una epopeya del corazón de tono clasicista, un opus tan correcto como caprichoso que juega con la fotografía de manera continua… Ya se ha dicho en innumerables ocasiones que la carrera de François Ozon comenzó a fines de los 90 con toda la furia (gracias a un combo muy interesante de thrillers de raigambre hitchcockiana y comedias irónicas), una buena racha que se mantuvo hasta mediados de la década pasada, aquel período en el que el señor se decidió a ampliar el abanico de su producción con suerte cada vez más dispar (esta “decadencia relativa” tiene que ver con lo prolífico e impredecible que resulta el parisino, circunstancia que en otros realizadores puede ser sinónimo de inconformismo de barricada pero aquí -en cambio- se vincula con un inconformismo a secas, quizás cercano al capricho por el capricho en sí). Ahora bien, en ningún momento, incluso en las propuestas más fallidas y esquizofrénicas, se puede negar el talento del director en lo que respecta a la construcción estética y discursiva de sus obras. Su último antojo es en esencia tan particular como casi todo lo realizado a la fecha: si bien a primera vista la premisa de Frantz (2016) parece ser una versión bastante light de esa tradición de sadomasoquismo bélico -entre bandos otrora enemigos- que inició la extraordinaria Portero de Noche (Il Portiere di Notte, 1974) de Liliana Cavani, a decir verdad la película que hoy nos ocupa se remonta mucho más atrás en el tiempo y pretende funcionar como una remake a la francesa de Broken Lullaby (1932), uno de los trabajos menos conocidos de Ernst Lubitsch. La primera parte del film de Ozon sigue al pie de la letra los pasos del original, con un misterioso ex soldado galo llegando a Alemania en 1919, dejando flores en la tumba de Frantz, un homólogo germano, y entablando amistad con la familia del joven fallecido, la cual de a poco comienza a cobijarlo como un hijo más. El componente morboso viene por el lado del corazón y los secretos ocultos del muchacho, ya que paulatinamente nace una chispa de amor entre la viuda de turno, Anna (Paula Beer), y este tal Adrien Rivoire (Pierre Niney), un presunto amigo del difunto que -por supuesto- tuvo algo que ver en su deceso. El rencor entre alemanes y franceses luego de la Primera Guerra Mundial y la utilización de la mentira como mecanismo para echar un manto de piedad sobre lo sucedido constituyen los dos ejes principales del correcto guión de Ozon y Philippe Piazzo, punta de lanza para un análisis muy simple aunque certero en torno a la posibilidad de entendimiento, perdón y reconciliación a pesar de todo el odio producto de las carnicerías y el terrible rugir de la artillería de las facciones en batalla. El cineasta una vez más pone el acento en el temple azaroso de la vida vía el devenir de personajes osados. Más allá de una segunda mitad en la que se nota un poco más la mano del director, ya que profundiza el marco melodramático de la historia y reemplaza el desenlace facilista/ “feliz” del opus de Lubitsch por un remate más acorde con estos tiempos, en realidad donde se percibe en serio el espíritu inquieto de Ozon es en el campo formal: aquí hace uso de una fotografía tranquila en blanco y negro durante gran parte del metraje y reserva al color para un puñado de instantes que subrayan las ensoñaciones, los momentos de dicha y algún que otro punto cúlmine del relato. Frantz no le cambiará la vida a ningún espectador pero es una obra loable que baja a tierra -léase a la mundanidad de las tragedias familiares- esas contiendas a las que los dirigentes condenan a los pueblos en nombre de causas hipócritas símil “patria”, esquivando por la tangente el trasfondo imperialista y genocida del asunto…
Esta nueva versión del clásico Broken Lullaby (1932), de Ernst Lubitsch, es un poco satisfactorio ensayo sobre la muerte, el dolor, la impostura, la mentira, la reconciliación y el amor. La heterogeneidad, la posibilidad de acercarse a distintos temas, formas y géneros sin perder el tono es una de las cualidades más destacables del director francés François Ozon. Casi siempre hay algo interesante en su films, incluso en sus pequeños divertimentos, en sus obras menos ambiciosas. Bajo la arena, 8 mujeres, El refugio, Potiche, Ricky y Joven y bella pueden dar una idea de la amplitud de registro de este realizador que hace dos años presentó en el Festival de Toronto su -para mí- obra menos lograda hasta el momento: Une nouvelle amie. Frantz profundiza la caída, ya que, además, suma cierto aire pretencioso, de pretendida importancia (temática y formal) que molesta aún más en este director no demasiado afecto a la sutileza. Melodrama de posguerra (la primera Gran Guerra), la narración va de Alemania a Francia, estirando los límites del verosímil y alternando el color y el blanco y negro para marcar (subrayar) la carga emotiva de determinados momentos. En esta oportunidad los descansos para el humor no parecen tener que ver con la distancia o la ironía sino con un involuntario resultado de este pastiche.
Es el año 1919 y, tras finalizar la Primera Guerra Mundial, Anna (Paula Beer) sigue viviendo con los padres de Frantz, su prometido muerto en los campos de batalla de Francia, en la ciudad alemana de Quedlinburg. Su vida es un sinsabor constante. El apático pasar del tiempo los sume irrefrenablemente en un limbo de angustia y dolor, pero un día las cosas cambian cuando se presenta ante ellos Adrien Rivoire (Pierre Niney), un francés, que dice haber conocido a Frantz. La película de Ozon (“En la casa”, “Joven y bella”, “8 mujeres”), un drama con giros románticos, posee un discurso antibelicista. Puede notarse explícitamente cuando el doctor Hans Hoffmeister (Ernst Stötzner), el padre de Frantz, vuelve a reunirse con un grupo de amigos pro fascistas y les increpa, al reprocharle su amistad con Adrien, que no pueden culpar a los franceses por las muertes de sus hijos, porque son ellos los responsables de incentivarlos e infundirles un sentimiento patriótico (nefasto) para que participen en la Gran Guerra. Otra manera de plantear esta visión antibélica es al transmutar la imagen del blanco y negro al color. Este recurso estético está signado por las evocaciones emocionales de Anna al recordar a su amado. Es que, mientras el blanco y negro es señal de tristeza, el paso al color denota menos la añoranza por el pasado junto a Frantz que el deseo de una vida feliz con él. Más aún, y saliendo de la órbita afectiva, los contrastes también se rellanan sobre el estupor provocado por la guerra. La transmutación aquí funciona como un espectro dual latente que remite al horror -el blanco y negro- y a un idílico tiempo que, inalterable, quiebra el pesimismo instaurado por la guerra -color-. No es para menos -un detalle significativo- que la protagonista solo sea llamada, y conocida, por su nombre de pila: “Anna”. Si por un lado tenemos a los Rivoire, por otro a los Hoffmeister, apellidos que representan dos familias (pueden ser tomadas equivocadamente por facciones), dos caras de una misma moneda. Anna está situada en el canto de ésta y, sin importar su nacionalidad, señala su “orfandad emocional”. El desamparo de la protagonista marca el aspecto del drama romántico en “Frantz”. La muerte de su pretendiente la deja convaleciente ante un mundo ya de por sí desgarrado. Puntaje: 3,5/5
No menciones la guerra Frantz (2016), ambientada en la inmediata posguerra de 1918; versa sobre el trauma de la guerra, siempre retratado con un halo de misterio e imprecisión. La historia sigue a Anna (Paula Beer), una joven alemana que acaba de perder a su prometido, Frantz, en la Gran Guerra. Vive con los padres de su difunto novio, que la tratan de hija. Un día llega a la casa un francés, Adrien (Pierre Niney), quien dice haber sido amigo de Frantz. Al principio hay reticencia en la familia en recibir a un francés – sobre todo el padre, el doctor del pueblo – pero Adrien comienza a alegrar el hogar con las historias de él y Frantz y lo aceptan en el seno familiar. Aquí se pone en juego un recurso interesante que remite al de una de las películas anteriores del director François Ozon, En la casa (Dans la maison, 2012) – las ficciones engañosas como válvulas de escape, la forma en que se perpetúan complacientemente, y la validación del bien fundado en la mentira. De entrada se sabe que Adrien no está siendo totalmente sincero y que hay varias capas de mentiras y verdades por depurar. Ciertos giros de la trama llevan a Anna a construir su propio relato y presentarlo a sus padres adoptivos – los cuales, a su vez, les toca lidiar con la presión social del pueblo. Mientras la historia se sostiene sobre este eje funciona perfectamente. Pero el último trecho de la película se alarga innecesariamente; hasta el último minuto se siguen introduciendo personajes, conflictos y puntos de giro de manera que la intención de la historia va perdiendo fuerza y claridad. Hacia el final la película apuesta todo a una historia de amor por la que es difícil interesarse, en parte porque surge a tan corto plazo, en parte porque se siente más pragmática que pasional. Tampoco queda muy bien la decisión de teñir el blanco y negro de la película a color en ciertas escenas. Por qué algunas escenas son coloreadas es un misterio. A veces parece que se trata sencillamente de colorear flashbacks, o puntos de giro, o algo tan nimio como momentos de felicidad, pero por cada teoría hay al menos una excepción problemática. El final de la película también vira a color en lo que debe ser un intento de clausura genial. Signifique lo que signifique, el recurso es vulgar. La película de François Ozon funciona mientras se apega a las reglas de juego. Ni bien se despista decae notablemente.
Una historia romántica, que se inscribe en el final de la Primera Guerra Mundial, que Francoise Ozon dirigió y también escribió junto a Phillipe Piazzo, inspirándose en el film de Ernst Lubitsch “Broken Lullaby” que se conoció como “Remordimiento” y en donde se baso esa película de l932, la obra de Maurice Rostand. Rodada en blanco y negro con momentos de color, con dos grandes actores Pierre Niney y Paula Beer. En un pequeño pueblo alemán todos lloran a sus muertos, luego de la guerra. En especial una joven solitaria que vive con quienes iban a ser sus futuros suegros. Ella concurre a diario a ver el cenotafio de quien fuera su novio. Un día descubre a un francés que dejo flores en esa tumba y cuando se conocen él se presenta como un amigo del muerto. Es mas en sus relatos hay hasta una cierta tensión sexual que sugiere otro tipo de relación. Esta situación le permite a Ozon reflexionar sobre el amor, las pérdidas y la culpa, las heridas abiertas por el odio que dejo el conflicto bélico, el deseo de muerte. El desequilibrio que no permite encontrarle el sentido a la vida. Una confesión sobre lo que realmente ocurrió desbrozando tanta mentira quiebra la relación pero con el tiempo el perdón es posible y algunas otras ilusiones melancólicas de ilusiones partidas. Con una gran reconstrucción de época, actores sensibles, llena de detalles reveladores y apuntes de reacciones humanas, la seducción del film avanza con una visión seres perdidos en la sinrazón de la guerra.
La maestría del director francés Francois Ozon en pantalla: una visión adulta que nos lleva al final de la Primera Guerra Mundial y un soldado que muere en el campo de batalla, su viuda y alguien que lo conoció, del bando contrario, plantearán al espectador un debate profundo sobre lo terrible de la guerra ycómo desde el perdón se pueden entablar puentes en medio de la destrucción y el odio residuales. El personaje del título será a la vez quien une y quien separa a todos los que lo conocieron en vida. Anne es su joven viuda y va a visitar diariamente la tumba de Frantz. Sus suegros la adoptaron como si fuera ese hijo que un día partió a la trinchera para nunca más volver y para consolarla en su desdicha. Una tarde, un joven francés, Adrien, con la misma angustia de Anne, se convierte en un inesperado visitante del Frantz muerto. Toda una provocación, un francés en territorio alemán, en la tumba de su adversario y llevándole flores. Adrien no puede más debe decirles a los padres y a la viuda de Frantz su secreto para que lo perdonen. El interrogante y el hilo de esta atragante historia será descubrir qué esconde Adrien y cuándo conoció a Frantz. En ese camino, el director jugará como siempre con la imagen y el tiempo, volviendo al pasado en colores o a un futuro en blanco y negro, o a una escena donde se combinan todos, cual las emociones de los personajes el sepia, los colores y los grises. Un poco como la vida, donde no todo es blanco y negro pero hay quienes con su mirada parcial, luego de una guerra, no pueden con su genio y siguen fomentando rencores y diferencias, que las habrá de todo tipo en este filme. Excelentes actuaciones de Pierre Niney, como Adrien; Paula Beer, como Anne (ganadora del premio como Mejor Actriz Revelación en el Festival de Venecia) y Anton Von Lucke, como Frantz, el triángulo de misterios que Ozon va entretejiendo y en el que nos dejará un mensaje muy apropiado para estos tiempos tan convulsionados de una humanidad que no termina de aprender que la guerra no es una solución porque nadie gana y menos sabiendo que muere la juventud. Frantz es una invitación a ver el cine como el séptimo arte que es y notar que lo más sabio es disfrutarlo en una sala.
Melodrama clásico pero en manos de François Ozon. Y melodrama de posguerra, que enfrenta a Anna, la doliente viuda del soldado alemán Frantz, a la llegada de un misterioso francés, que también estuvo en la guerra, y se presenta como amigo de su difunto novio. Así se va fundando una relación de dualidades, misterios y atracción, con el duelo como fondo común, compartido por los padres de Frantz, con los que Anna convive como una hija. Pasando del blanco y negro al color de una manera arbitraria -la primera escena en color es el pasado, al revés de la convención-, con una música que apoya la idea de clacisismo formal, Frantz tiene dos partes delimitadas geográficamente, una primera en Alemania y una segunda en Francia. Y a través de ellas dos estupendos actores que parecen entender la propuesta, si se quiere algo snob, de usar forma y gesto del melodrama (esta es una versión de Broken Lullaby, de Ernst Lubitsch, 1932) para ir al hueso del dolor de la pérdida y la presencia de la ausencia impuesta por una guerra salvaje. A través de Anna y Adrien, Ozon insiste, quizá demasiado, en un espejo de la contemporaneidad: los odios y rencores entre alemanes y franceses, gente que se odia por su acento, aunque la guerra haya terminado.
Un melodrama no tan clásico como parece. El director francés de Bajo la arena y El regreso vuelve a hacer un film sobre la ausencia, a partir de la reescritura de una película olvidada de Ernst Lubitsch, pero con una estética que remite a los melodramas de otro gran cineasta alemán, Rainer Werner Fassbinder. A un ritmo de una película por año, como mínimo, François Ozon es un cineasta tan prolífico como inasible y desigual. Puede ir de una adaptación de una obra de teatro de Fassbinder (Gotas que caen sobre rocas calientes) a un thriller psicológico (La piscina), pasando por una comedia frívola deliberadamente kitsch (8 mujeres) o una fábula social con ribetes fantásticos (Ricky). El tono y la calidad de Frantz, sin embargo, son muy diferentes. Como ya sucedía en Bajo la arena, uno de los mejores films del director francés, y también en El refugio, otro de sus más valiosos y también, injustamente, menos recordados, en Frantz el realizador construye la estructura dramática a partir de una ausencia que deja un vacío difícil de llenar. No por nada el más reciente film de Ozon (que ya se apresta a estrenar otro el mes que viene en Cannes) se titula como el personaje que falta y alrededor del cual girarán todos los demás agonistas de este fino, delicado melodrama de un aparente clasicismo y concebido a partir de la noción de luto, de duelo. Es curioso, justamente, que Frantz haya nacido como una versión libre de Broken Lullaby (1932), la única película que el gran Ernst Lubitsch realizó en Hollywood en las antípodas de la comedia, que fue el género en el que impuso su famoso “toque”. Una película estupenda, por cierto, y con la que la de Ozon tiene tantas similitudes como diferencias. El nudo argumental es el mismo. Corre el año 1919, los ecos de la Primera Guerra Mundial están lejos de extinguirse todavía y a un pequeño pueblo de Bavaria llega un forastero francés, que misteriosamente deposita flores en la tumba de un joven alemán, Frantz Hoffmeister, muerto en el frente de batalla. La primera en advertirlo es Anna (Paula Beer, extraordinaria, premio a la mejor actriz en la última Mostra de Venecia), la prometida de Frantz. Visiblemente atormentado, ese joven francés, arquetipo del sufriente romántico, quiere acercarse con alguna excusa a la familia de Frantz, pero el padre del muchacho muerto, que es médico, inicialmente lo rechaza: “No puedo atenderlo, todo francés es para mí el asesino de mi hijo”, le dice cortante. Sin embargo, Adrien (Pierre Niney) parece haber llegado allí con un cometido –casi una penitencia– que no piensa resignar y la familia finalmente le abre las puertas de su casa, a pesar del resentimiento de todo el pueblo, encarnado en la figura de un nuevo pretendiente de Anna, a quien ella ni siquiera tiene en cuenta. Será Anna quien consiga averiguar el secreto que tortura a Adrien, al mismo tiempo que cae bajo su influjo. Filmada en un exquisito blanco y negro, que le valió a Pascal Marti el César a la mejor fotografía del cine francés del 2016, Frantz tiene sin embargo unos breves interludios en color, que inicialmente parecen molestar pero a los que habrá que prestarles atención, porque tienen un sentido dramático que va más allá del remanido flashback. A diferencia del film de Lubitsch, que era más conciso y –a las puertas de la Segunda Guerra Mundial– tenía un claro sesgo antibélico, la película de Ozon no resigna esa arista pero complejiza el relato y las relaciones entre los personajes. Su modelo parece entonces no tanto Lubitsch como los melodramas de Fassbinder en general y Effie Briest (1974) en particular, en tanto Anna se convierte en protagonista de la película y catalizador del conflicto. Esto no impide la corriente homoerótica que surca subterráneamente la relación de Adrien con Frantz (sugerida sutilmente por ese libro de poemas de Paul Verlaine que, en manos de Anna, parece completar un extraño, mórbido ménage à trois) pero será ella, sin embargo, quien tome las riendas de su vida y del relato.
Ozon es un provocador. Cuanto más uno se acerca a su obra comprende ciertos mecanismos a los que apela y ciertos motivos que utiliza para, en realidad, hablar de otra cosa, como en “Frantz” su último opus, en los que la guerra es solo la excusa para hablar de la resiliencia y el amor. En el devenir de Ana (Paula Beer) hay un profundo interés no sólo en retratar el espíritu de época (pos primera guerra), sino en dejar bien en claro, el rol de la mujer en la sociedad. Y en el dolor de esta joven al perder a su prometido en combate, y en el entregarse a las mentiras de un amigo de éste (Pierre Niney) con el que conecta en otro plano, uno inimaginado para ella, el de volver a cierta luz. De hecho este punto de conexión es subrayado con la aparición del color en la narración, que otorgan cierta estilización a la propuesta, una historia de dolor que recibe al espectador y lo envuelve, mientras acompaña a Ana en su derrotero y búsqueda de vida ante la muerte.
Frantz: talento y vuelo poético Prolífico como pocos cineastas de su generación, el francés François Ozon, a los 49 años, lleva filmados dieciséis largometrajes, desde su comentado debut con Sitcom (1998), programado en la prestigiosa Semana de la Crítica de Cannes. Y con Frantz reafirma su vocación por la variedad (ha dirigido desde una comedia farsesca hasta un thriller erótico), apoyándose esta vez en la obra de un artista mayor (Remordimiento, film de Ernst Lubitsch basado en una obra de teatro de Maurice Rostand y estrenado en 1932), pero sin privarse de introducir algunas modificaciones sustanciales en la trama, sobre todo para dotar de espesor y profundidad al rol femenino, interpretado con asombrosa solidez por la alemana Paula Beer, que tenía apenas 21 años cuando se rodó el film. Es Anna, su riquísimo personaje, el renovado corazón de una película que refleja bien los sinsabores de la Primera Guerra Mundial sin resignar la calidez y un vuelo poético realzado por el notable trabajo de fotografía, que cruza la melancolía del blanco y negro dominante con breves y vivaces apuntes en color. Su perfecto contrapunto es el ex soldado francés que compone con delicadeza Pierre Ninney. Culto, refinado y elegante, el joven carga con un peso en la conciencia que se hará más evidente gracias a la persistencia de Anna, primero agobiada por el luto y después, en la atrapante segunda mitad de la historia, decidida a levantar vuelo e incluso a moverse como lo haría un eficaz detective.
Flores robadas en una tumba de Alemania François Ozon, el director de 8 mujeres, una alemana, un francés y un novio muerto: un combo para hiperrománticos. François Ozon (Bajo la arena, 8 mujeres, La piscina) es un director al que le cabe esa muletilla tan de moda en estos días: ecléctico. Conocedor como pocos del universo femenino, en Frantz se vuelve un hiperromántico. Yen el llamado circuito art-house, Frantz tiene asegurado su espacio. El título refiere a un joven que, desde su muerte en el frente de batalla, sigue siendo una ausencia inquietante. La película se inspira Remordimiento (1932), del germano Ernst Lubitsch, ya en su etapa estadounidense. Casi todo transcurre en un pequeño pueblito alemán en 1919, tras la Primera Guerra Mundial. Anna (Paula Beer) está de luto por la muerte de su prometido Frantz. Hasta que un día, en el cementerio, un hombre joven deposita flores en su tumba. Es un francés, Adrien (Pierre Niney). Intrigada, Anna pregunta, y Adrien le dice que él y Frantz eran amigos. Cuando no apuesta a pleno al romanticismo desde los diálogos y los gestos, Ozon juega con la incertidumbre que genera la trama. Nada está dicho. El “¿Qué había entre ustedes?” en un filme de Ozon puede disparar la idea hacia cierto prejuicioso ángulo. “Solo amistad”, recibe por respuesta. Entonces se habla de un cuadro de Manet, con un joven pálido con la cabeza hacia atrás, en el Louvre. “A veces siento que no está muerto”, se ilusiona Anna, hablando de Fratz, pero tal vez también de su sensación y capacidad de amar. “Pensé que no tenías corazón para bailar”, le espeta Kreutz a Anna, un caballero alemán, acerca del duelo que Anna estaba realizando tras la desaparición de su novio. Kreutz le quería pedir la mano. “¿Ella lo ama?”, le preguntan. “Lo hará”, mal confía el alemán. Sea por curiosidad, morbo, pasión incontenida o necesidades narrativas del guión, Anna ve en Adrien un lazo, un vínculo con su amor perdido. Tanto es así que se lo presenta a los padres de Frantz -el padre se muestra reticente siquiera a dialogar con un ciudadano del país cuyos hombre mataron a su hijo-. Yen Alemania no todos ven a Adrien con la misma candidez. Rodada en un luminoso blanco y negro, que sabe virar al color, lo primero que surge es la comparación con La cinta blanca, la admirable película de Michael Haneke sobre el germen del nazismo. Pero el filme de Ozon apunta hacia otro lado. Y hay hasta cierto sabor alemán en las escenas que transcurren en la casa de los Hoffmeister. Pero la mayor apuesta y donde Ozon sale ganador es en la elección de los protagonistas. Pierre Niney no da nunca con el perfil romántico convencional. Sus modos son delicados, y hasta podría afirmarse que femeninos. Y como Anna la alemana Beer va evolucionando -no creciendo, porque no aumenta en sus creencias sino que las va desnudando- a medida que la trama le va despejando dudas y certezas. Qué es lo que se esconde en su corazón es tarea del espectador. Hay quienes van al cine a sentirse identificados, y Frantz cumple su tarea de manera lúcida y sobre todo sutil.
Muy pocas veces uno se topa con una película que fusiona el blanco y negro con el color. Tampoco uno se espera que un film sobre las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y dos personajes que penan por un muerto resulte algo cautivante, romántico y para nada tedioso. François Ozon llega a la cima de su extensa carrera con Frantz, en donde demuestra que puede experimentar con todas las herramientas que le brinda el cine y exprimir temáticas complejas de forma nítida y sencilla.
Frantz, de François Ozon La Primera Guerra Mundial (1914-1918) obligó a importantes directores de la época a indagar sobre ese monumental evento histórico. Aquello dejó entre algunas otras realizaciones obras como la de Jean Renoir (La gran ilusión, 1937), G.W. Pabs (Carbón, 1931) o Ernst Lubitsch (Remordimiento, 1932). Es en el film de Lubitsch en donde se inspira François Ozon para realizar una remake, Frantz. En los años de posguerra un ex soldado francés, llega hasta un pequeño pueblo de Alemania, para rendir un íntimo y casi secreto homenaje a Frantz, un soldado alemán muerto en la guerra. El momento de ese homenaje, es observado Anna, la joven novia de Frantz quien prácticamente ha tomado el rol de una verdadera viuda, que no solo visita a diario la tumba, sino que se ha convertido en una verdadera hija para sus suegros, que apenas puede sobrellevar el dolor de su hijo muerto. Adrien, el soldado francés, no solo pretende homenajear a su “enemigo” muerto, sino conocer a sus padres, a quienes tiene algo importante que contar. En los días de Adrien en el pueblo, conoce a los padres de Frantz, con quienes establece una relación profunda a quien relata su amistad con Frantz en Paris, sus visitas a museos y la buena vida de la pre-guerra. En el tránsito de las frecuentes visitas de Adrien a los padres Frantz, se comienza a generar una relación con Anna, que además lo ayuda a sortear el odio hacia los franceses que había dejado la guerra. El vínculo entre el francés y Anna, se afianza alentado por sus padres adoptivos, quienes pretenden que la muchacha rehaga su vida. La historia tomará un giró a partir del regreso a Adrien a su país, que al poco tiempo seguirá Anna, quien descubrirá la verdadera vida de su enamorado. Con su última película, Ozon vuelve a sorprender y a romper cualquier tipo de encasillamiento, en tanto con la construcción de Frantz salta otra vez los supuestos, lo previsible, entra en el campo de melodrama y sale tan bien parado como lo había hecho con Gotas de agua sobre piedras calientes, Ocho mujeres o Bajo la arena, todas originales y en registros absolutamente diferentes. Con apariencia clásica, en Frantz juega con elementos muy contemporáneos, no solo en la estructura narrativa, sino también desde lo técnico utilizando el blanco y negro o el color para acompañar el relato, enfatizar o relajar las situaciones por momentos muy angustiantes. Y también con Frantz, una vez más François Ozon vuelve a exponerse, como lo hace siempre, a la crítica que a veces puede ser demoledora con sus trabajos, aunque se encuentre frente a maravillas como este film. FRANTZ Frantz. Francia/Alemania, 2016. Dirección: François Ozon. Elenco: Pierre Niney, Paula Beer y Ernst Stötzner. Fotografía: Pascal Marti. Música: Philippe Rombi. Edición: Laure Gardette. Duración: 113 minutos.
Pecado y redención François Ozon, un cineasta camaleónico, multiforme, de mediana edad (tiene actualmente 50 años), ha logrado abrirse paso entre sus pares a fuerza de un cine que no deja de sorprender y magnetizar a los espectadores. Su filmografía bebe de otros realizadores, estilos y películas, siempre moldeándose para lograr un modelo “Ozon”, propio del realizador. En este caso, Frantz (2016) toma la historia dramática del maestro alemán Ernst Lubitsch, Broken Lullaby (1932), para construir una historia partiendo de una base muy interesante y atractiva, que cuenta la historia de una mujer alemana que habiendo perdido a su novio en el curso de la Primera Guerra Mundial, alienada y apesadumbrada a poco tiempo de su muerte, visita su tumba casi a diario, cuando descubre que hay un hombre de una edad parecida a la de su amor perdido que también pasa por el cementerio para dejar flores sobre su lápida. Con esta premisa comienza a desarrollarse una historia con la muerte como eje temático, en un filme que podríamos dividir claramente en dos partes bien diferenciadas, aunque similares en un punto: el segmento alemán y el francés, unidos extrañamente en un juego especular, encontrándose y mirándose entre sí en varios momentos. Es particular el uso por parte de Ozon del blanco y negro y del color. La primera toma del filme es en colores, para pasar luego al blanco y negro, en imágenes que rezuman artificialidad y por momentos recuerdan a La Cinta Blanca (Das weiße Band – Eine deutsche Kindergeschichte, 2009) de Michael Haneke, para después volver al color, balanceándose entre ambos espectros, según un patrón emocional, subjetivado por el sentir de los personajes. Esto recuerda el uso del ancho de pantalla en Mommy (2014), de Xavier Dolan, cuando su protagonista “abre” el cuadro para demostrar su sensación de libertad. Ozon agrega la parte francesa a la original, adicionando suspenso y ambigüedad, aderezos habituales en su cine, omitiendo información, despistando al espectador, cebándolo para que siga adelante y se acerque a sus personajes, comprendiéndolos, aunque muchas veces sin adherir con empatìa a sus decisiones. Frantz es una historia que nos habla de pecado, perdón, amor y redención. Por momentos el realizador controla y lleva adelante con firmeza a su historia, aunque en algunos pasajes se lentifica y pierde consistencia, y algunos diálogos se tornan convencionales y de poco espesor. De gran importancia y peso dramático son sus dos protagonistas, Paula Beer como la melancólica Anna y Pierre Niney en el rol del misterioso Adrien Rivoire. Plagada de vueltas de tuerca, la película en cierto modo nos recuerda a Rebecca (1946), la obra maestra de Alfred Hitchcock, donde una muerta, a diferencia de este filme, nunca veremos, pero que como motor imparable mueve los deseos y expectativas de personajes que la conocieron y adoraron, añorando su presencia. Frantz sin dudas se ve con interés, pero peca de ser por momentos muy formalista, a veces sin sentido, y de quedar a medio camino en su propuesta, acercándose en varios momentos a un culebròn televisivo, eso sí, de buena categoría.
Cuenta con muy buenas interpretaciones como las de: Paula Beer, Pierre Niney, entre otros, seguidas de un muy buen guión, estética, ambientación y música. Momentos poeticos, donde está presente el amor, el sufrimiento, las perdidas y una segunda oportunidad para ser feliz. La película de François Ozon tiene un buen desarrollo, entre el flashback, algunos giros, con situaciones en blanco y negro hasta llevarlas al color apelando a los sentimientos de los espectadores.
Frantz Hoffmeister fue asesinado por los franceses en un enfrentamiento armado. Su novia, Anna (Paula Beer), todas las mañanas visita su tumba en Alemania hasta que un día algo ocurre que llama su atención: otra persona le ha estado dejando flores a su amado. Días más tarde, un hombre misterioso de sobretodo negro, bigotes y sombrero, toca a la puerta del doctor Hoffmeister (Ernst Stötzner) dispuesto a contarle algo sobre Frantz, pero él se niega a atenderlo alegando que todos los franceses son responsables de la muerte de su hijo. Impulsada por el deseo de saber qué información puede aportar este hombre y luego de convencer a sus suegros para que acepten escucharlo, Anna va a buscarlo al hotel en que se hospeda y concreta una cita en la casa familiar.
Es 1919 y la Gran Guerra ha terminado, pero no para Anna, que duela todas las mañanas en la tumba de su novio. Los padres de Frantz, el doctor Hans y Martha Hoffmeister, la adoptaron como hija; mutuamente se ayudan a soportar la pérdida, en una pequeña ciudad alemana. Pero un día Anna descubre a un extraño merodeando la tumba de Frantz, dejándole flores; el extraño toca el timbre en la casa de los Hoffmeister, visita al doctor pero al enterarse de que es francés, Hans lo echa de la casa. Martha y Anna murmuran; ¿y si el francés era amigo de Frantz? Finalmente Adrien es aceptado en el seno de la familia; según su relato, él y Frantz fueron muy amigos durante los años del primero en París, antes de ir a la guerra. Y aquí aparece el peculiar registro de François Ozon (La piscina, 8 mujeres), que filma en blanco y negro pero cambia a color para las escenas exultantes, como los recuerdos de Adrien junto a Frantz visitando el Louvre, el paseo de Adrien y Anna por la campiña o el momento en que el francés toca el violín para los Hoffmeister. La aceptación de Adrien no es gratuita para la familia; Hans es de a poco ignorado por su grupo de amigos, por haberle abierto las puertas de su casa a un francés. Por su parte, Anna intuye que la relación entre los amigos fue algo distinta de como la presenta Adrien, quien no puede contener las lágrimas cada instante en que recuerda a Frantz, y hasta parece lamentar su muerte aún más que los propios padres. Anna (un gran rol de la alemana Paula Beer) reconoce todo eso, pero no puede dejar de sentir un bálsamo en la presencia de Adrien, como si en él recobrara a su novio muerto. Los Hoffmeister sienten otra clase de afecto por el extraño, una enorme gratitud, la fuente de recuerdos que no llegaron a conocer sobre el hijo muerto. Pero una mañana, con la excusa de que su madre ha enfermado, Adrien abandona la aldea y regresa a París, dejando un enorme vacío en los Hoffmeister. Ozon narra con técnicas modernas lo que parece una novela del siglo XIX, que se torna aún más romántica cuando Anna parte a París, para terminar de desenredar la madeja en torno de Adrien, o quizá para terminar de sellar sus propios sentimientos. La química entre Beer y Pierre Niney, que interpreta a Adrien, con su infinita melancolía sostenida en la fuerza de Anna, son la carta más fuerte de Ozon para que su película triunfe. Frantz es un drama bien armado, una clásica película triste con cabos sueltos para el espectador.
Otra melodrama sobre un amor que no fue. Lujoso, pero con poca vida. Correcto, pero impersonal. Buena reconstrucción de época. Historia ambientada tras el final de la Primera Guerra. A un pueblito alemán llega un forastero francés que deposita flores en la tumba de Frantz, un joven alemán, muerto en el frente de batalla. Esta visitante sorprende a Anna. ¿Quién es ese misterioso visitante que quiere acercarse a la familia de Franz? El cuenta que es un amigo entrañable de Frantz. Y Anna empezará acercarse cada vez más a ese visitante que le trae recuerdos de su amado y acaso promesa de un nuevo amor. Pero hay un terrible secreto que no vamos a revelar y que dará un violento giro a la historia. Todo es ambiguo. Y al amor le cuesta abrirse camino en un escenario de posguerra que deja asomar los rencores y desconfianza del vecindario –en Francia y en Alemania- que se encargarán de hacerle sentir al otro todo el peso de sus malos recuerdos. Anna y Andrei se necesitan: ella para ilusionarse y él, para lavar culpas. Pero hay demasiados obstáculos. Y el tren del final los dejará solos y sin destino.
Sobre las pérdidas irreparables En la nueva película de François Ozon, después de la Primera Guerra Mundial, hombres y naciones lamen sus heridas e intentan salir adelante. François Ozon no simplifica los conflictos que elige para filmar. En Frantz ofrece una obra de tiempo detenido, para narrar un drama ambientado en la primera posguerra europea. En 1919, en un pueblo alemán, las heridas están todavía abiertas, por eso la sola alusión a los franceses provoca dolor y rabia. Anna esperó en vano a su prometido Frantz, que quedó en una fosa común en territorio francés. La joven (Paula Beer) cumple diariamente el ritual de colocar flores y limpiar la tumba destinada a su amor. Los padres del muchacho (Marie Gruber y Ernst Stötzner) la han adoptado como una viuda antes de cumplir el sueño de casarse. Entonces llega Adrien (Pierre Niney), el francés que dice haber conocido a Frantz. La película de Ozon gira en torno a la conciencia individual de un soldado que cumplió una misión colectiva. El registro de la película en blanco y negro invoca un tiempo lejano pero también acerca el drama íntimo de cada personaje que llora su pérdida. Los padres y Anna abren la puerta de su corazón a Adrien y reconstruyen todo lo que Frantz amó. A su vez, el viajero cuenta cómo vivió el muchacho el arte y la alegría de París antes de la guerra. La historia, de repente, deja de ser una cadena de causas y efectos, sueños truncos y recuerdos. Después de una confesión del francés, Anna será la encargada de reescribir la memoria. Ozon es tan hábil que seduce al espectador contemporáneo llevándolo por motivos fallidos. Siempre la historia está en otra parte. Es soberbia la actuación de Paula Beer como la chica alemana que no puede sonreír. El director la rodea de una puesta que fotografía la naturaleza indiferente a todo, en contraposición con unas pocas imágenes en el campo de batalla. La austeridad del pueblo remite a tiempos difíciles, mientras Beer expresa el conflicto interior de una mujer protectora de la memoria necesaria. Ozon toma cada personaje con piedad en un tiempo despiadado. Además, ofrece una mirada humanista en medio de la muerte, al señalar la responsabilidad de los padres que alientan a sus jóvenes a luchar en la guerra. La pérdida sostiene el relato. Y sólo en algunos momentos aparece el color, como la irrupción de otro nivel de conciencia.
Los amores perdidos Poco tiempo después de la Primera Guerra Mundial, en una pequeña ciudad alemana, Anna va todos los días a visitar la tumba de su novio, Frantz, que murió en la guerra en Francia. Un día la chica se encuentra con que un misterioso joven también deja flores en la misma tumba. Este joven francés es Adrien, que después se presenta ante Anna y la familia de Frantz como un amigo del soldado muerto. Entre los alemanes del pueblo hay resistencia ante este francés de apariencia frágil y romántica, pero Anna se acerca a él para saber más sobre el pasado de su novio. Este es el punto de partida de "Frantz", la última película de François Ozon ("La piscina", "8 mujeres"), que para su nueva creación se basó muy libremente en "Broken Lullaby" (1932), de Ernst Lubitsch. Al igual que en el original, "Frantz" tiene un sesgo antibélico, pero Ozon se enfoca particularmente en la extraña relación que se establece entre Anna y Adrien. Uno puede intuir hacia dónde van los personajes, pero el director se reserva siempre un manto de sospecha y se evade del terreno de las certezas. Salvo el dolor y la ausencia, nada está explícito. Y esa sutileza en los movimientos de los personajes, ese sugerir en el cruce de miradas y en pequeños diálogos, es lo mejor de la película. Para sumar están las actuaciones de Paula Beer y Pierre Niney, y una delicada fotografía en blanco y negro que en algunos momentos luminosos vira al color.
Una joven llora en la tumba de su novio, muerto en la guerra. Un joven también llega a dejarle flores: ha sido su amigo mucho tiempo antes. Ambos se conocen y la relación toma raros caminos. Ozon, especialista en torcer las expectativas de quien mira sus films, aquí desarrolla una historia –en bello blanco y negro– que rompe con prejuicios y habla, lateralmente, de la intolerancia contemporánea sin dejar de lado, nunca, el amable romanticismo.
UN HOMBRE, UNA DUDA La ambigüedad, tema recurrente en la filmografía de François Ozon, vuelve a estar presente en Frantz, suerte de reescritura de Broken lullaby de Ernst Lubitsch con la que el director francés demuestra otra vez tanto su eclecticismo como su virtuosismo formal. Una familia alemana en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial se conmociona cuando en la tumba del hijo muerto en combate aparecen flores que deja un francés. Esta presencia, que turbará tanto a los padres como a la novia del soldado alemán, generará muchísimas dudas: quién es ese hombre, qué vínculo mantenía con el muerto, por qué parece sentir un afecto llamativo. La información -que será develada progresivamente en una sucesión de revelaciones manejadas con maestría por el director- y su dosificación es la clave del relato: para Ozon es material ideal para construir otro de sus territorios resbaladizos y de personajes que no parecen decir todo lo que tienen para decir. Frantz transcurrirá, entonces, con la superficie de un drama con ecos trágicos, mientras en su corazón albergará un notable film de misterio. Adrien Rivoire (un intrigante Pierre Niney) se hará presente con el poder de una bomba en la familia de Frantz, aquel soldado muerto en combate. Su figura no sólo evocará el fantasma del hijo ausente, sino que también alentará los odios y las diferencias de franceses y alemanes con la guerra terminada pero aún caliente. Podríamos decir que Frantz -la película- es una reflexión sobre el perdón, pero también es cierto que ese tema implica la primera parte de un relato que se irá quebrando con cada giro, y que irá descubriendo nuevas posibilidades: la culpa también tiene una presencia fuerte, el deseo ante lo indebido, la mentira como forma de sostener una historia oficial, el atisbo de roles femeninos fuertes aunque víctimas de su tiempo, las divisiones culturales, el arte como escape ante el horror. Frantz es un film de múltiples resonancias, trabajado con una introspección que se refuerza a partir de un blanco y negro bellísimo, pero con la invasión de segmentos de color en tonos pastel que rememoran cierto aspecto pictórico relacionado con instancias de felicidad o, incluso, ensoñación. Una de las virtudes de Frantz es que, a la inversa de lo que suele ocurrir, Ozon logra que la película resulte más atractiva cuanto más vamos conociendo a los personajes y el misterio se va resolviendo: sabe cómo sostener una premisa y profundizarla. Sin embargo, hay algo que no termina de hacer balance y tiene que ver con los dos niveles sobre los que el film transita. Por un lado tenemos el formal, que Ozon borda con maestría, tanto en el encuadre como en los tiempos narrativos, incluso en el uso de la luz. Por el otro lado tenemos el nivel de lo discursivo y de lo simbólico, incluso lo metafórico, y es ahí donde la película chirría un poco. Por ejemplo, el uso del color en determinados pasajes es primero un recurso inteligente que por repetición se hace obvio y subrayado. También la utilización de un cuadro de Manet remarca excesivamente los estados emocionales de los personajes. Es en estos momentos donde un director como Ozon, quien ha sabido trabajar lo introspectivo con soltura, parece no confiar del todo en el espectador y entregarle algunas cosas digeridas. En todo caso, y más allá de los elementos sumamente disfrutables que posee, Frantz no deja de ser una película menor dentro de la filmografía del director. Lo notable en el francés es que estamos ante un producto bellísimo visualmente, que incluso sirve para intuir cuál es el peso de las imágenes cinematográficas. Hay autores que tienen la vara alta, Ozon es uno de ellos.
Luego de la Primera Guerra Mundial, en un pequeño pueblo de Alemania, un extranjero deja flores en la tumba de un soldado caído en combate: Frantz. La escena es contemplada con estupor por la prometida del alemán, que vio truncado su futuro matrimonio. Ella vive con los padres de su novio que la tratan como a una hija. La llegada del francés, envuelta en un manto de misterio, inquieta cada vez más, no sólo a los integrantes de la familia, sino también a los habitantes del lugar que lo ven como a un enemigo. ¿Cuál es la relación que unía a Frantz con Adrien, el recién llegado de Francia? François Ozon lleva a cabo una remake de uno de los menos conocidos films de Ernst Lubitsch: Remordimiento (Broken Lullaby, 1932), con un profundo sentimiento antibelicista. Rodada en blanco y negro con algunos pocos momentos en los que vira al color, el realizador de 8 mujeres, juega con las identidades y las apariencias como en uno de sus últimos films, En la casa, para urdir un melodrama de tintes clásicos. Y como en la más reciente en el tiempo, Phoenix de Christian Petzold, o la más lejana, Vértigo, de Alfred Hitchock, la sombra de un muerto campea toda la película. Sobre todo ésta última, explicitada en la escena final de Frantz, en la que un museo, -EL LUGAR del arte por excelencia en Francia-, el Louvre, se hace catarsis y se encuentra, tal vez, consuelo. Frente a un cuadro de los menos conocidos de Manet “El suicida”, una pintura con un clima totalmente opuesto al cuadro más famoso de este pintor impresionista “Almuerzo sobre la hierba”. La pintura sobre el muerto y la fascinación que ejerce sobre algunos de los personajes de Frantz, pinta el clima de Europa luego de la guerra. Y es en esta reflexión en la que algunos ciudadanos se preguntan el sentido bélico, que es a la vez un sinsentido patriótico que sólo provoca muerte y tristeza. En un escenario en el que los gobiernos planean las guerras y envían a ciudadanos comunes, en eso que se llama “enrolarse en las filas”, a personas alejadas de la noción de asesinar a un semejante. No en vano uno de los soldados es violinista profesional, enviado al frente de batalla, como en otro drama antibélico reciente: Mandarinas, de Zaza Urushadze, uno de los soldados es actor de teatro. Paula Beer como Anna, la novia del soldado muerto es un notable descubrimiento, acompañada por Pierre Niney, uno de los mejores actores franceses de su generación. De cómo la guerra deja truncas vidas de personas vitales y de cómo la mentira, la culpa y la cobardía afloran para dejar atrás el horror de la guerra, está hecha Frantz. Con una caligrafía que parece pasada de moda, pero que desgraciadamente, a la luz de los nacionalismos actuales, no pierde vigencia.
El cuarto hombre Este nuevo opus de François Ozon, director de “La Piscina” (2003), “Bajo la Arena” (2000) o “Joven y bella” (2013), entre otras, termina de confirmarlo y posicionarlo como uno de los directores más eclécticos, a simple vista, del cine actual. El eclecticismo está dado por las historias y modo estético que le imprime a cada una, y no en relación a su cortesía constante al mundo femenino, que siempre afluye y fluye en sus filmes. Al mismo tiempo que productivo, con casi una realización por año. El puntapié inicial de “Frantz” se podría buscar en una pelicula realizada por Ernst Lubitsch en 1932, “Broken Lullaby”, un drama establecido entre las dos guerras, conocido en español como “Remordimiento”, siendo una rareza en la filmografía del director alemán .conocido por sus comedias. El original, filmado antes del estallido de la segunda guerra en 1939, era una clara alusión a esa posibilidad de otra gran guerra, que luego se concretaría. Pero el título se podría traducir “Cuna rota”, en referencia a la muerte del hijo, y todo se establecía en el dolor de ese padre que perdió a su único descendiente en la guerra, y en segunda opción la novia que perdió a un novio. Luego recién se establecía la acción en busca de expiación de culpas y solicitud de perdón en el cuerpo del soldado francés. Si bien el filme del director francés hasta podría ser tomado como homenaje al de Ernst Lubitsch, por el uso del una estética mayormente acromática desde el punto de la ausencia de color. También dispara otras posibilidades de lecturas, pues no se podría denominar en blanco y negro. Tiene saltos al color que no constituyen una vida anterior en formato de flashback. En “Frantz” todo transcurre en 1919. Adrien Rivoire (Pierre Niney) viaja al pueblo de quien fuera en vida Frantz, hijo de alguien, novio de otra, su intención es ir a pedir perdón por haber matado al joven alemán, en una trinchera. Lo mueve la culpa, la relación especular con su víctima toma forma de cartas que éste poseía al momento de su muerte. Mientras establece a base de mentiras piadosas por no poder afrontar la razón del viaje va construyendo una incipiente relación afectiva con la novia Anna (Paula Beer) y los doloridos padres. Todo lo vivido tiene un trabajo de color virando al gris, no se ajusta al blanco y negro de manera exacta, la vida es gris. Lo que se establece como relatado por los personajes, cada uno a su tiempo, va a tener tintes cromáticos pasteles. La vida es gris, los relatos pueden tener algo de color, nunca brillantes, sería una posible interpretación. Si en la de Lubisch el sentido lo da el recorrido de un padre dolido con odio hacia cualquier cosa de origen francés, hacia el perdón y elaboración de la perdida, si fuese posible, de ahí “la cuna rota,, en la de Ozon el nombre de la persona desparecida, “Frantz”, jugaría como nexo entre todos los personajes, el padre, el soldado francés, el nuevo pretendiente de Anna, una presencia en ausencia de un peso que agobia. Filmada con mucha delicadeza formal, narrativa, aplicada en su diseño sonoro, las posiciones de cámara, los planos y el montaje. El trabajo de sonido y la banda sonora también están constituyendo discurso, no es casual poder adivinar, a partir de una reformulación en piano primero y orquesta de cuerdas después, algunos fragmentos de la novena sinfonía de Beethoven, en donde se podría reconocer el “Himno a la alegría”, con el coro cantando “todos los hombres son hermanos”. Para más datos la escena transcurre en una estación de tren. Si desea presten atención. No es casual. Todo en esta producción es de un altísimo nivel, pero sobresale en su noción todo el arte, apoyándose en la luz y en el anteriormente mencionado trabajo a/cromático. Siendo su mayor sostén además de lo expuesto, las actuaciones. (*) Realizada en 1983, por Paul Verhoeven.
Los ecos de un fantasma que respira El guión de este film se espeja en la película de Ernst Lubitsch y retoma un blanco y negro bello, de angustia. No puede soslayarse la raigambre fílmica del más reciente título de François Ozon, ya que entre Broken Lullaby (1932), de Ernst Lubtisch, y Frantz se establece un díptico, una relación que juega a la manera de una balanza, en donde las miradas partícipes ofrecen un parecer estético que dialoga: sobre un siglo viejo, pasado; sobre un siglo joven, naciente. Situada en el período de entreguerras, con Broken Lullaby el cineasta alemán imprimía a su relato el temor palpable de una contienda mayor, a partir de un soldado francés sumido en la angustia de haber ‑dice él‑ asesinado a un soldado alemán. No es así ‑"tranquiliza" en vano el sacerdote‑, no has asesinado; y subraya: es mejor olvidar. Es contra ese olvido, contra esa muerte, que Lubitsch filma desde Hollywood esta película excepcional. Ozon retoma aquel guión, lo recrea y busca una deriva propia. La anécdota principal está allí: la redención personal y social, sin fronteras. Lo de Ozon es magnífico, por varias cuestiones. Al postular su admiración por el autor alemán, con ese solo gesto, adscribe a una moral compartida, a un cine "desnacionalizado". En este diálogo de coincidencia humanista, el francés encuentra el acento distintivo en su personaje femenino. A diferencia de Lubitsch, aquí la historia se sostiene y detiene en Anna (Paula Beer), la prometida ahora huérfana de Frantz, su amor. Es él, por otra parte, quien oscila durante el film entero como una presencia evanescente, en tanto joven brioso, vuelto soldado a la fuerza, obligado por la sociedad y su padre a ser, finalmente, muerto. Detallar las características del joven Frantz, de su amor por la música y sus deseos de vida, equivale al retrato del mismo Adrien (Pierre Niney), el soldado francés; al menos, del Adrien de un tiempo pretérito, previo a los tiempos de guerra. Ahora, el francés, sobreviviente de las trincheras, ha elegido cargar con el recuerdo del horror. Y para esa pena no hay descanso. Es por eso que debe reencontrar a Frantz: hablar de él, es hacerlo consigo mismo; a la vez, escuchar a Adrien, provoca en los padres de Frantz el encantamiento de la presencia perdida. El ligamen entre los jóvenes se revela profundo, y aun cuando Ozon puede dar lugar a cierto almibaramientohomoerótico ‑de hecho lo hace‑, lo cierto es que allí cuando sus cuerpos se toquen, lo hacen desde una mímesis existencial, en tanto coincidencia metafísica: es una escena magistral, que hay que ver. Es esta sintonía de vida, desde ya, la que encrespa a los adultos, en tanto fuerza capaz de provocar un cambio que será ‑allí la Segunda Guerra como corolario‑ debidamente aplastado. Anna, en tanto, es quien bascula entre uno y otro, entre el recuerdo y el porvenir. Es ella quien decidirá su hacer, miméticamente, tras los pasos de Adrien: si él hubo de cruzar la frontera para tocar suelo alemán, ella lo hacede modo inverso. En tanto quiebre simétrico, Frantz, el film, conoce un devenir que resuena similar, en tanto reitera situaciones que no son excluyentes del lado del espejo que se elija. Algo que Lubitschya planteaba, en una escena que Ozon retoma: si los alemanes celebran con cerveza, los franceses lo hacen con vino; en síntesis, los hijos muertos de unos y otros son el saldo de la victoria. De esta manera, allí cuando los ánimos alemanes troquen en miradas de un brillo peligroso, que Adrien sufre en su piel; Anna sentirá otro tanto cuando en suelo francés escuche cantar La Marsellesa y la "sangre impura" de sus versos surja como una letanía de horror que está lejos de desaparecer o conocer geografía exclusiva. Ese momento, extraordinario, dialoga y contrasta con otro, de cariz diferente, ya clásico y contenido en la película Casablanca. En otro sentido, también puede pensarse Frantz como un lento discurrir a partir de la pintura El suicidio, de Édouard Manet. La presencia de esa obra está escrita en las palabras de Adrien, cuando recuerda o fabula, en las paredes del Louvre y en el descubrimiento que de ella hace Anna. Es sobre el momento final cuando la película encuentra su momento esencial, durante la observación que de la pintura hace Anna, cuando su mirada reposa en el cuadro, que ahora completa la pantalla. Quizás ese momento de tiempo inasible sea el lugar mayor, en tanto descubrimiento revelador de su protagonista, que elige dejar de ser tironeada por una sociedad patriarcal. El film de Ozon, como se ha dicho, mira al siglo nuevo.
Acerca de la ausencia Se pueden decir muchas cosas del cine francés: que es aburrido, que solo le gusta a ciertas personas o que es solo para cinéfilos bien exquisitos. Pero hay algo que no se puede negar, y es su calidad. Frantz de Francois Ozon, es un film francés del 2016 que cuenta la historia de Anna, una viuda de la Primera Guerra Mundial que todos los días deja flores en la tumba de su marido Frantz, y Adrien, un misterioso hombre francés que un día es descubierto por Anna dejando un ramo en la tumba de Frantz. A partir de ahí se desarrolla una historia de misterio y amor con ciertos tintes eróticos y una fotografía de gran eficacia, donde en los momentos de tristeza del presente la ausencia de color es evidente, pero cuando el pasado es recordado el color vuelve al mundo, algo que por lo menos yo, no he visto en el cine. Algo que me gustó de Frantz, más allá de las performances de Paula Beer y Pierre Niney, es el contraste idiomático que logran al compartir un guion hablándolo en un francés sumamente dulce cuando los protagonistas hablan entre ellos, y en alemán cuando la interacción pasa por otros personajes. Eso sí, queres ir a verla, ármate de paciencia porque puede ser un poco lenta, pero absolutamente disfrutable.
Angustia germana No debe de existir, en el panorama europeo, cineasta más prolífico y al mismo tiempo desparejo que el francés François Ozon, quien viene estrenando ininterrumpidamente un largometraje por año desde 1999, y que pareciera intentar tocar todas las teclas del espectro genérico y emocional, con resultados desiguales. Capaz de lograr dramas terribles y recargados como Bajo la arena, policiales-musicales luminosos y deliberadamente kitsch como Ocho mujeres, o thrillers más bien livianos como En la piscina, sus películas oscilan desde propuestas completamente intrascendentes, vacuas y hasta amaneradas, a obras profundas e imperdibles, como esta última: Frantz. En el año 1919 los traumas de la Primera Guerra Mundial se sienten a flor de piel en la población europea. En un pequeño pueblo de la Baviera alemana aparece un forastero francés, quien misteriosamente deja flores en la tumba del joven soldado Frantz Hoffmeister, muerto en el frente de batalla. La primera en advertir su presencia es Anna, prometida de Frantz, que se encuentra en luto constante. Odiado por todos los pueblerinos que lo ven pasar, el joven francés prácticamente no puede salir de su hotel sin ser insultado, pero a pesar de ello intenta acercarse a la familia del fallecido; insiste, lo conoció en territorio francés. Tras un rechazo primario, la familia Hoffmeister acaba abriéndole las puertas de su casa, recibiéndolo primero con curiosidad y luego con creciente calidez, a pesar de la reprobación del resto del pueblo. Lo fundamental a resaltar es la dirección de actores y el formidable reparto con el que trabajó Ozon. Los cuatro personajes principales están interpretados con una profundidad emocional y de matices soberbia, donde el cuidado de las buenas formas y la impostada rigidez se ven a menudo quebrantados por el surgimiento intempestivo e incontrolable de las emociones. Ese dolor indisimulable generado principalmente por ese vacío al que refiere, desde su título, la película. El director francés utiliza reiteradas veces un recurso que se ha visto muchas veces en el cine reciente, pero de manera algo diferente. Son alternadas escenas en color con otras en blanco y negro, pero lo interesante y novedoso es que Ozon radicaliza el cambio, incorporándolo en el transcurrir de una misma escena. La transición al color se presenta así, en un par de ocasiones, como un milagroso rayo de luz que aplaca la amargura imperante, de la misma manera en que el director canadiense Xavier Dolan jugaba cambiando las dimensiones de la pantalla en Mommy, subrayando un alivio, una apertura mental, el fugaz amor por la vida surgido de los personajes en ese determinado momento. Además de lograr una vistosa puesta en escena y una impecable adaptación histórica, Ozon utiliza y dosifica notablemente el suspenso generado por la amenaza constante de un pueblo germano que, sabemos bien, se encuentra profundamente resentido por su reciente derrota y humillación. A esto se suma el enigma del visitante, un personaje que evidentemente esconde cosas, y la película se permite incluso dejar un par de pistas falsas, que llevan al espectador a suponer otras variantes en la relación entre ambos soldados. Pero es también notable cómo el abordaje explora, además del duelo y los amores perdidos, el compromiso con la verdad y la honestidad en determinadas situaciones, que puede convertirse en una trampa y en una fuente de dolor y daño profundo para los demás. Esta clase de dudas morales que suelen aquejar repetidamente a las personas es central en Frantz, y otra de las razones de su profundidad y su trascendencia. Publicado en Brecha el 16/6/2016