Fontán presenta una puesta precisa y pensada que a la vez se “presenta” como natural y fluida. Con una impresionante fotografía y un excelente trabajo con los silencios y lo entrevisto. Gustavo Fontán finaliza su trilogía (El árbol, Elegía de abril) con esta película y lo hace tanto simbólica como literalmente. Y esa clausura nunca pudo ser tan conclusiva ni concluyente. Ante nuestros ojos vemos desarmar puertas y ventanas, apilar muebles y trastos, ahora viejos, que conformaron la cotidianeidad de la casa paterna hasta que la topadora comienza a arrasar con todo. Mientras acaece el desarme, de improviso aparecen momentos que recuerdan otros tiempos. Aquellos en que la casa de hoy era el hogar de ayer. Tras el voile de alguna cortina se suceden aquellas antiguas acciones cotidianas apenas entrevistas. Esa atmósfera de ensoñación y evocación que alcanzan las escenas no es el único logro, en su plasticidad destilan tiempo, el tiempo deleuziano. Tiempo como capas superpuestas que se despliegan ofreciendo pura emoción y pura poesía que se escande rítmicamente de la edición y el montaje. Y a la que los murmullos ayudan a completar. Algo fantasmático se plasma para hablar de los recuerdos, la memoria y el pasado. Una puesta en escena precisa y pensada pero que a la vez se “presenta” como natural y fluida, una impresionante fotografía y un trabajo con los silencios y lo entrevisto (visillos, vidrios, espejos, telas, velos) son los procedimientos que Fontán elige para narrar una historia que se cuenta en imágenes demostrando que la palabra y la actuación no son imprescindibles para ello.
El cine de Gustavo Fontán se relaciona directamente con el arte que más le apasiona al director, además del cinematográfico, la poesía. Tras haber llevado a la pantalla biografía de notables poetas, Fontán construyó una filmografía rica en sensaciones, climas, recuerdos y nostalgias. “Filmar lo que uno conoce” es su frase de cabecera. Con La Casa, cierra la trilogía acerca de su familia y la casa donde se crío, que comenzó con El Árbol, siguió con Elegía de Abril y cierra con esta entrega...
El último adiós La nueva película de Gustavo Fontán no sólo es la última parte de una trilogía compuesta por El árbol y Elegía de abril, sino también una virtual contracara de Abrir puertas y ventanas. Como en la ópera prima de Milagros Mumenthäler, el eje del film está justamente en los espacios habitacionales de una casa -en este caso se trata de la paterna del cineasta, ubicada en la localidad bonaerense de Banfield-, en las evocaciones emocionales, casi fantasmagóricas, que despiertan los vericuetos de su geografía y en la consecuente nostalgia ante la latencia de un presente que impone la clausura de un pasado. La diferencia entre ambas está en el punto de vista desde donde se evoca: si en Abrir puertas y ventanas la casa operaba como herramienta para una rememoración ejecutada por terceros (las tres hermanas); aquí parece ser la misma casa la que evoca su pasado resplandeciente. La sensación se acrecienta a medida que trascurre un metraje construido casi en su totalidad en planos subjetivos, como si la lente encarnara los ojos de la construcción mientras observa impotente cómo la mutilan llevándose sus puertas, apuntalándole sus paredes y derruyendo sus cimientos con las poderosas palas mecánicas. Así, los planos adquieren la habilidad de transmitir el dolor de ya no ser, convirtiéndose en los quejidos mudos de una bestia de ladrillo devenida en escombros y basura. Y el último de ellos, bello, sutil, justísimo, es el retrato fiel del único legado físico de una presencia ahora impalpable, la última estación de un viaje propuesto por Fontán que cada lector/espectador decidirá si está dispuesto a hacer. (Esta reseña se publicó durante el BAFICI 2012, donde el film compitió en la sección Cine del Futuro)
Dulce hogar Con La casa (2012) culmina la trilogía de Gustavo Fontán iniciada con El árbol (2006) y Elegía de abril (2007), películas que responden a “un cine más poético, más centrado en la metáfora,” según el propio realizador. La película, de apenas más de una hora, retrata el resquicio y demolición de la casa natal del realizador en Banfield, que ya había sido visitada en su obra anterior. Sin actores ni diálogo, se sostiene sobre un contundente diseño sonoro y los movimientos de cámara que captan creativamente la atmósfera con juegos de luces, sombras y reflejos. La película se enuncia fantasmagórica, entre transparencias y susurros; la acción siempre sugerida fuera de campo. Durante su exhibición en la 14° edición del BAFICI, el realizador hizo hincapié en la ausencia de efectos especiales a favor del buen uso de iluminación y cámara, lo cual resume perfectamente la cualidad artesanal de su película. El tema de la película es la nostalgia, ya que el presente y el pasado se oponen como dos fuerzas irreconciliables. El realizador ha dejado en claro que la película trata sobre “el hablar del paso del tiempo, un ejercicio de mirar lo ya mirado, del momento de la fuga y la dispersión (…) y trabajar con la idea de lo fantasmal”. La secuencia de la destrucción, suerte de epílogo, se yergue en contraste con este ritual. La casa construye maestralmente un tono y una atmósfera, y no se trata mucho más que de eso. Su corta duración da fe de ello, y es posible que la simplicidad con la que su realizador ha resumido su propia obra juegue contra su apreciación e interpretación. Sin duda que se trata del cine “poético” que Fontán describió al presentar su película, y prueba de ello es que las imágenes que se presentan como meramente enunciativas adquieren, a la larga, una carga narrativa. El hecho es que el poema visual en cuestión no da mucho lugar al análisis o la imaginación.
El tiempo recobrado La película cierra una lírica trilogía que el realizador había comenzado con “El árbol” y había continuado con “Elegía de abril”. Uno de los enigmas centrales de la vida es el paso del tiempo. El devenir entre el ser y el dejar de ser, entre nuestros precarios destinos y la ausencia definitiva. En una trilogía que ahora se completa con La casa (precedida por El árbol y Elegía de abril ), Gustavo Fontán logra acercarnos -sin retórica, solemnidad ni sentimentalismo- a este doloroso misterio natural, dotarlo de fantasmal lirismo y establecer -apenas con un delicado plano final- el módico consuelo de la sucesión biológica y de la creación artística: nadie ni nada se muere del todo mientras haya alguien o algo que lo recuerde. La función, precisamente, que cumple el cine de Fontán, capaz de poner en imágenes -y de impulsar en el espectador- los mecanismos de la memoria. Su nueva película se desarrolla en el mismo lugar que las anteriores: su casona natal de Banfield. Aunque decir se desarrolla es injusto. Porque en este caso, aun más que en los anteriores, la casa es el personaje principal o incluso “es” la película. La cámara -que se mueve en travellings y nos otorga planos subjetivos- funciona como sus ojos; el sonido, como sus oídos. Las percepciones, cargadas de reflejos borrosos, ruidos cotidianos y espectros queridos, nos permiten recobrar, transitoriamente, lo perdido. Pero entre estas evocaciones poéticas se cuela, bruscamente, la realidad. La casa está a punto de ser demolida: su nostalgia tenía motivo. El trabajo de vaciamiento, hecho por humanos, y el de destrucción, a través de topadoras, es experimentado por el espectador de un modo casi físico. La atmósfera onírica, de interiores, le deja paso a un presente duramente concreto, arrasador. La película, que prescinde de diálogos y narración, no exige un espectador intelectual, ni siquiera analítico, sino uno abierto a experimentar con los sentidos, a completar con su subjetividad una propuesta abierta, a no ser pasivo, a “sentir” el filme. Fontán y su equipo trabajan en base a ideas generales claras y a una pericia técnica sustentada en la investigación minuciosa de los espacios y de las posibilidades fotográficas y de sonido. Sin embargo, este conciencia de qué se quiere lograr no hace que La casa funcione como un mecanismo: la película abunda en imágenes que parecen captadas casi por casualidad, como si fuera posible capturar fantasmas. Si la trilogía comenzaba con una acacia muerta, sostenida por otra frente a esa misma casa, este último filme de la serie cierra con dos árboles fwrondosos, meciéndose con la brisa. Un gran alivio, luego de la tarea de demolición: una forma sutil de demostrar que los procesos de la existencia se clausuran para habilitar a otros.
La conciencia del paso del tiempo Parte de una trilogía que completan dos películas ya estrenadas, El árbol y Elegía de abril , esta película de Gustavo Fontán consigue en apenas una hora atrapar y conmover con su enorme carga sugestiva. En La casa , este director argentino riguroso y original habla una vez más de las ausencias, de la fugacidad de los recuerdos y de los mecanismos de reconstrucción del pasado, una tarea a veces grata, a veces dolorosa que siempre tiene repercusiones sobre el presente. El enorme poder evocativo de La casa está directamente relacionado con la capacidad de Fontán de construir planos que reúnen belleza y eficacia (es excelente el trabajo fotográfico de Diego Poleri). Su cine tiene algo que no es fácil conseguir, una poética. Esa poética, sólida e identificable, está construida sobre la base de una sorprendente capacidad para observar cada detalle de una manera novedosa: la silueta de unas acacias, la oscuridad de cuartos abandonados, el deambular de algunos personajes que alguna vez le dieron vida a ese lugar que indefectiblemente desaparecerá y sólo quedará fijado en la memoria de los que pasaron por allí. La casa es una película onírica, plagada de sombras y fantasmas. Una película sobre la conciencia del paso del tiempo. Fontán es de los pocos cineastas argentinos que tienen un programa y lo cumplen a rajatabla. Su cine refleja la relación del hombre con la naturaleza y con la muerte. Dicho de este modo puede sonar solemne, pero lo cierto es que sus películas están incendiariamente vivas.
Como una bitácora de la demolición Fontán cierra su Ciclo de la Casa con un film que se presenta como documental, pero no es eso ni ficción: cabe hablar de ensayo, prosa y poesía cinematográfica, sólidamente apoyados en una impecable labor de fotografía, sonido y montaje. Si algo es felizmente inasible en el cine de Gustavo Fontán, ese algo es la realidad: de ahí para abajo todo puede ser puesto en cuestión. De hecho La casa, su última película –que cierra el Ciclo de la Casa, trilogía compuesta por la inicial El árbol, más Elegía de Abril– desafía al espectador ya desde los títulos iniciales, en donde se afirma que se trata de un documental. Alcanzan las primeras escenas para preguntarse de qué manera amplia definirá el director al género. Una lechera derramando su contenido sobre la hornalla encendida; los pies de una niña esquivando a la vez el rastro oblicuo del sol sobre las baldosas y la mirada intrusa de la cámara; juegos de luz a través de una ventana sucia entre ramas a medio secar o de las hendijas de una persiana fuera de foco. Nada de ello parece ser el registro directo de la realidad, sino una representación coreográfica de ella. Las películas de Fontán afirman ser menos de lo que son. Ni El árbol es pura ficción, ni Elegía de Abril es un... ¿Qué es? ¿Se trata de un documental que deviene ficción? ¿O es una ficción que engaña, haciéndose pasar por un documental fallido? Cierre de trilogía y suerte de balance de todo lo filmado hasta aquí por Fontán, todo eso convive en este film que, claro, tampoco es un mero diario de la demolición de una casa. Buscando un punto de apoyo, puede decirse que el director se permite intervenir literariamente los géneros cinematográficos y que quizás lo mejor fuera no hablar ni de ficción ni de documental, sino de ensayo, prosa y poesía cinematográfica. Las películas que componen el Ciclo de la Casa tienen elementos que las ligan. Por un lado el hecho de haber sido rodadas en la casa paterna, con la complicidad de su familia. Por otro, una fantasmagoría sumamente personal: en todas su casa es habitada, en diferentes formas y medidas, por espíritus siempre difíciles de aprehender. Pero los fantasmas de Fontán son más que un simple residuo de la muerte. También son la persistencia de la memoria; los senderos abiertos en el tiempo por rutinas familiares acumuladas durante años; obsesiones de una vida que se apaga iluminando. A partir de la combinación de esos elementos podría sostenerse que el cine de Fontán es siempre un trabajo en torno de aquel ensayo de Sigmund Freud acerca de Lo siniestro. Allí el padre del psicoanálisis definía a su objeto como lo cotidiano que repentinamente se vuelve extraño, lo inesperado surgiendo del seno mismo de lo familiar. Ese es uno de los caminos por los que se puede recorrer la trilogía ahora completa. Si en El árbol esos fantasmas habitan un espacio hipotético ubicado entre la pérdida (los tiempos idos) y la incertidumbre (el propio futuro) de sus protagonistas (interpretados por los padres de Fontán), en Elegía de Abril los espíritus se vuelven tangibles y truncan el proceso del rodaje, obligando al director no sólo a repensar la película, sino a filmar sus antojadizos recorridos por los cuartos y pasillos de la casa. La misma casa que es protagonista absoluta de esta tercera parte; una casa que, como en la novela homónima de Mujica Lainez, se encarga ella misma de contar su historia y su final. Pero si el escritor narraba desde su herramienta literaria –la palabra–, Fontán elige darle a su casa la voz cinematográfica de la imagen. Así, del mismo modo en que los susurros de las voces que habitaron ese hogar se van sumando hasta convertir al proceso de desmantelamiento en una polifonía del caos, Fontán también acumula imágenes a las que va superponiendo para tejer una maraña hecha de susurros que se ven. Para ello filma a través del reflejo en un piso mojado; de cortinas en movimiento; de las multiplicaciones que producen los biseles de un espejo, consiguiendo texturas naturales que materializan lo invisible. Como todas las películas del director, La casa tiene una impecable labor de fotografía, sonido y montaje, herramientas vitales para dar con la multiplicidad de tonos que requiere una obra que maneja un gran abanico de recursos poéticos, capaz de ir de un impresionismo desde donde se trabajan los juegos con la luz, los focos y las capas de imágenes, al modo más bien expresionista con que consigue articular sombras y contraluces. Aunque no es absurdo decir que el film es una suerte de bitácora de demolición, eso equivale a quedarse en el zaguán para luego afirmar que se conoce toda la casa. La casa es también una composición acerca de la memoria; de la muerte y de sus múltiples “más allá”; y sobre todo, de esa particular y potente forma de supervivencia que para Fontán representa el arte de hacer cine.
Una trilogía para descubrir y volver a ver Cierre de la trilogía de Gustavo Fontán sobre su hogar natal, luego de El árbol y Elegía de abril, La casa extiende las marcas de estilo de su director llevándolo a un grado importante de abstracción. Pero “abstracto” en la lente de Fontán y de su excelso equipo técnico no implica regodearse en el hermetismo ni en la postura arrogante. Todo lo contrario a ello, ya que en La casa ese paisaje que se derrumba a propósito de topadoras y paredes y ventanas que pasan a conformar el recuerdo de otros tiempos, transmite una gran cantidad de emociones, cercanía y sensibilidad. Por eso el protagonista es ese lugar del pasado y la cámara subjetiva del director profundiza en esos vidrios, espejos, paredes, ventanas, rincones y hasta secretos que escondía esa casa que no puede oponerse al paso demoledor de las topadoras. Los habitantes de ese lugar a punto de constituirse en escombros observan la desaparición física del protagonista mirando desde afuera, reflejando ese pasado que no vuelve. En los dos films anteriores miraban desde adentro hacia el exterior, como señales fantasmagóricas ocupando el espacio que les pertenecía. Pero ahora es la casa el sujeto fantasmal y el que se apropia de los recuerdos observando su propia agonía. La casa es poética en imágenes y describe el desenlace de una trilogía para descubrir y ver completa más de una vez.
Principio de incertidumbre Si uno quiere entender todo lo que ve, se sienta frente al televisor. Si lo que pretende (acaso sin siquiera saberlo de forma cabal) es una experiencia de un peso y una consistencia diferentes, no meramente audiovisual sino cinematográfica de pleno derecho, puede ver una película de Gustavo Fontán. El director argentino está dedicado desde hace años a construir, armado con toda la paciencia del mundo, eso que displicentemente se llama “un universo propio”, esa condición a la que no se accede con facilidad pero que tan claramente se nos presenta cuando estamos delante de sus películas. Y que en su caso, además, alcanza un verdadero cenit que aparenta resultar prácticamente inabordable por parte sus pares. Oscilando entre lo abstracto y lo concreto, la cámara de Fontán es capaz de arrancar destellos de lo que nos rodea para volverlo, en un gesto de melancólica nobleza, la materia insobornable del cine. El tono de anécdota fantasmal de la película inmediatamente anterior de Fontán (Elegía de Abril), en la que unos restos poéticos perdidos volvían desde un recodo del tiempo para ser recobrados en el presente, atraviesa La casa como un temblor y de paso nos recuerda a los espectadores el régimen de esencial gracia e inefabilidad que constituye su obra. La casa es otro acercamiento del director a una tensión vital que se rehúsa a decirse con palabras y que más bien parece dejarse cartografiar en cada película, como en una lucha cuerpo a cuerpo, entre el arrebato biográfico y una memoria construida pieza por pieza, como un espejo roto o un rompecabezas. El director descree de los principios de relato, de espectáculo, de entretenimiento, de función. Sus películas no “funcionan”, están en el cine pero fuera de sus protocolos actuales, su etiqueta y sus reglamentos. Una vez más, en Fontán, lo que se hace presente es una poética (y una política) de la sugerencia, un principio constante de incertidumbre, la captación siempre deslumbrada del detalle que revela porciones del mundo mediante un juego de continuidad y sustitución: cada plano en La casa, de una belleza única y de una pertinencia implacable a la vez, ofrece el testimonio de un compromiso genuino con la imagen y su relación con lo que nos rodea. Del obstinado fervor de esa alianza nace el cine.
“La casa”: serie de evocativas y poéticas viñetas experimentales Primero fue «El árbol». Lo había plantado el padre en la vereda, el mismo día que nació su primer hijo. Ahora está seco y puede caerse encima de alguien. Lo que le cae al padre, sin que nadie necesite explicarlo, es la conciencia de los años. Después, «Elegía de abril», melancólico encuentro con una obra del abuelo ya muerto, inútilmente guardada y olvidada en una pieza durante medio siglo. Ahora es «La casa». Con ella cierra Gustavo Fontán una trilogía sobre su hogar paterno, allá en Banfield. El hogar perdido. Como el árbol, la casa tampoco existe más. Lo que acá vemos es, precisamente, una serie de viñetas del adiós. No a las personas que vivieron en ella, sino al piso gastado, la luz sobre la pared a cierta hora de la tarde, las manchas, el eco de los sonidos que la habitaron: la campanada de un reloj, la cajita de música. También, los ecos de algunas imágenes perdidas: la gallina que se metió desde el patio, alguien tocando el acordeón visto desde abajo, como si fuera el recuerdo de un niño (y le surge el músico, pero no la música). Otro recuerdo, el niño que alguien alza para que pueda tocar los caireles de la araña, que en ese momento reflejaban el sol con distintos colores. Ahora la araña no está más. Lo primero que vemos son los cables como yuyos colgando sin sentido. Debajo estaría la mesa familiar. Pero arriba ya están golpeando el techo con la maza, ya cae el techo, sigue la maza por las paredes, viene la topadora. Esas y otras imágenes, y otros sonidos en relación a jirones de recuerdos y fragmentos del presente que empieza a irse, componen la obra, un mediometraje que es casi un bonus de las anteriores, un epílogo. Pocas cosas más podemos ver. Varias de ellas provocan nuestros propios recuerdos. Esa es la intención. Y cuando todo es ya un polvoriento montón de bloques de ladrillos descompuestos por el suelo, la cámara se eleva y se queda mirando los árboles jóvenes plantados en el corazón de la manzana. Mecidas por el viento, las hojas susurran y parecen estar comentando los sucesos del día. ¿Hablan los árboles entre ellos?, se preguntaba Juan L. Ortiz, el viejo poeta lírico. Gustavo Fontán cree que si. Y lo mismo ha de creer Diego Poleri, su director de fotografía, que en este caso viene a ser como el tipógrafo más indicado de una imprenta artística, adonde un poeta entrega sus escritos para una cuidadosa edición de autor, de pocos ejemplares, y de íntima repercusión.
El polvo de los recuerdos Los planos se superponen entre el murmullo que recorre los espacios vacíos de una casa grande y deshabitada. Se sacan las ventanas como parte de un reflejo que calla aunque unos ancianos aparecen y festejan otro año de un niño pero las siluetas son tan difusas que desaparecen entre los sonidos y los últimos estertores de maderas que rechinan y cañerías agredidas por la presión de tanta vida que se escurre en el devenir de las cosas que no tienen nombre ni lugar. Una casa es un lugar a pesar de que nadie esté allí porque el tiempo la cohabita como aquel intruso que está presente y no molesta. Todo empezaba en una casa de familia, de afectos, e historias pequeñas o poemas y todo debe terminar en el mismo lugar con el cine más puro, ese que no necesita explicaciones ni relatos lineales que lo ayuden y que Gustavo Fontán moldea con cada vez mayor precisión. Con lo difícil que resulta cerrar historias, hacerlo con una trilogía que recorre la intimidad de las vivencias del realizador Gustavo Fontán resulta mucho más complejo y desafiante. Toda clausura implica una pérdida y un desandar misterioso sobre lo ya construido o recorrido desde la poética y desde el cine como vehículo de expresión de ideas y sensaciones. Las que deja La casa, final de la trilogía que comenzara con El árbol y siguiera con Elegía de Abril, son de profunda tristeza y dolor, donde el polvo de los escombros se alimenta del polvo de los recuerdos pero se desvanece como aquellos fantasmas que habitaban el espacio de ese recóndito rincón de Banfield, en el que había un árbol; unas acacias; el olvido de un poeta que nadie escuchaba y que se hacía presente desde la ausencia para volverse testigo del paso del tiempo y de la fugacidad de los ciclos vitales. Esos, que al igual que las estaciones, renacen en la brisa del viento que acaricia el follaje de la historia para arrastrar el pasado y pulverizarlo en un irreversible presente y en un golpe que es el llanto de una casa que subyuga el silencio en medio de una pila de escombros anónimos y sin tiempo.
Cerrando la trilogía que iniciara con El árbol, Fontán da cuenta una vez más que se puede hacer cine con otros materiales para exponer un particular modo de percibir el mundo.La restitución de las miradas En este film, que cierra la trilogía que iniciara con El árbol, Fontán da cuenta una vez más de que su filmografía es una prueba contundente de que se puede hacer cine con otros materiales. Y de que estos logran comunicar, felizmente, un particular modo de percibir el mundo. No es casual que en La orilla que se abisma se lea un texto de Juan L Ortiz donde él mismo releva la contemplación de las ?florcitas salvajes?, como tampoco lo es en La casa la cita de Olga Orozco. Es claro que en la obra de Fontán si hay una marca que define su estética, es el abordaje de la sutilidad de la cotidianeidad desde una mirada absolutamente poética. Una puerta semi abierta en un plano medio, leche que hierve en un jarro que se rebalsa, una anciana se peina y detrás de una ventana, mientras vemos una casa en estado de abandono, escuchamos el ruido de una escoba que se mueve entre trasparencias en la vereda, cercana a ?aquel antiguo árbol? que ahora sólo divisamos desde una ventana. Después una mujer comenzará a baldear los pisos mientras las imágenes se multiplican con su reflejo en el agua, una mujer con la pierna tatuada, seguramente con el nombre de alguien querido. El trabajo con las transparencias es una estrategia repetida, que nos permiten ver la escena como un todo, como si siempre estuviésemos frente a un espejo, como la Alicia a través del espejo de Lewis Carrol, pero con elementos de la realidad tratados desde otra perspectiva estilística. A estos se suman las voces, los susurros, los recuerdos, la memoria y el fantástico juego entre la luz y la sombra. Fontán construye un poema en base a un documento de la realidad, en este caso la demolición de su casa paterna en Banfield. Y lo hace sin personajes, sin música, con los ruidos incidentales y el sonido casi infantil de una caja de música, sumado al accionar de las máquinas. Mientras la casa va siendo desmontada, y sus restos se van apilando como en una pira, aparecen las imágenes de los momentos felices compartidos en familia, entre ellos un cumpleaños. Porque finalmente son esos los momentos que permanecen grabados en nuestra memoria. Luego vendrá la demolición y con ella los escombros y entre ellos irá un crucifijo atrapado entre estos. Las máquinas lo demolerán todo, hasta el último pedazo de viga. Pero quedarán intactos los recuerdos, quizá el olor a la leche derramada, las voces que poblaron la casa, los pequeños e inmensos actosque conforman la memoria de la cotidianeidad, que es la base del poema. Quedará sólo el follaje de los árboles donde por pequeños espacios podemos divisar un cielo gris plomizo, que anuncia la llegada de la lluvia, y con ella el cambio, la metáfora elegida para?restituir cada mirada a su propio destino? Unite al grupo Leedor de Facebook y compartí noticias, convocatorias y actividades: http://www.facebook.com/groups/25383535162/ Seguinos en twitter: @sitioLeedor
En La casa, última película de la trilogía de Gustavo Fontán sobre su casa paterna en Banfield, el director no sólo consigue plasmar el crepúsculo de ese espacio familiar, plagado de recuerdos y todavía habitado por tenues fantasmas que parecen despedir la casa, sino que se dispone a filmar sin vacilación alguna la destrucción total de ese refugio y perímetro de auxilio. Es difícil describir el poder material y persuasivo de los planos cinematográficos de La casa. ¿Es un documental sobre espectros? ¿Se trata de una poesía fílmica, tan melancólica como fetichista, acerca de los ladrillos como últimos vestigios de una historia familiar pretérita? No hay duda de que La casa es un filme-trance: el movimiento perpetuo de sus imágenes y el hipnotismo sonoro de su banda de sonido funcionan como una experiencia sensorial incesante. La luz sobre los pisos y las paredes, los vidrios y sus reflejos, los objetos que conservan historias se yuxtaponen en una imagen total de un espacio viviente, de tal modo que Fontán parece estar filmando al unísono todas las memorias de quienes han transitado ese recinto. Allí pasaron niños, viejas y nuevas familias, jóvenes y ancianos. Y llegará el final: las grúas derrumban la vieja casa de barrio, demuelen el rastro de la memoria. Un árbol será el único sobreviviente, junto con su contraplano secreto: la cámara que filma.
La poesía es de todos los géneros literarios el que demanda del lector una predisposición distinta para poder apreciarla. Más sensibilidad, mayor apertura mental y espiritual. Uno debe entrar en un estado de disponibilidad absoluta para poder conectarse con esas palabras que, detrás de una mayor profundidad del uso de las palabras, también esconden sentimientos, y acaso una historia. “La casa”, la realización de Gustavo Fontán, tiene todo para convertirse en poesía cinematográfica. Por su extraordinaria fotografía, por un diseño de sonido superlativo, que hasta en los silencios cuenta cosas, y en especial por la meticulosa búsqueda de imágenes en cuya sutileza reside una asombrosa contundencia. Después de “El Arbol” (2005) y “Elegía de Abril” (2008), las dos obras anteriores de Fontán que conforman la trilogía de “esta casa” de Banfield, llegamos a una instancia donde la casa está siendo preparada para ser demolida. A través de imágenes bellísimas el espectador podrá (si está dispuesto) a descubrir parte de la historia de ese lugar en sí mismo. Sombras, reflejos, ecos de risas y emociones de quienes alguna vez la habitaron. Por otro lado, “La casa” puede verse sin haber sin conocer las anteriores; pero queda como un tercio de rompecabezas armado: se puede ver una parte, el resto hay que imaginarlo. En este punto es donde el espectador debe comprender que será él quien deba construir todo el contexto, la historia o una posible narración. Aquí es donde podemos preguntarnos si cinematográficamente está acorde con una estructura que se pueda analizar. La respuesta es NO. Si usted va buscando una historia clásica, lo espera un enorme concierto de bostezos. Como expresaba al comienzo de esta crítica, la poesía requiere de un esfuerzo mayor para apreciarla y decodificarla con la propia subjetividad de cada uno. Si está en onda la recompensa puede ser reveladora y tremendamente movilizadora. Lo mismo sucede con esta obra