Ramificaciones de la culpa. Si bien a simple vista indudablemente se puede afirmar que La Chica sin Nombre (La Fille Inconnue, 2016), el último trabajo de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, es inferior con respecto al opus inmediatamente previo, la muy interesante Dos Días, una Noche (Deux Jours, une Nuit, 2014), a decir verdad el film en cuestión continúa sacando provecho con esmero del minimalismo habitual de los realizadores en pos de mantener la tensión en todo momento y -por supuesto- transmitir ese mensaje socialista/ humanista de siempre a la Ken Loach. Hoy deciden regresar al suspenso que enmarcó algunas de sus obras de antaño, aunque con una entonación más sutil: dicho de otro modo, aquí tenemos una investigación que se condice más con las exploraciones de Olivier, el protagonista de El Hijo (Le Fils, 2002), que con el esquema de intrigas de El Silencio de Lorna (Le Silence de Lorna, 2008). Como es costumbre en el cine de los belgas, la historia es relativamente sencilla: Jenny Davin (Adèle Haenel) es una joven y talentosa médica que está reemplazando en una zona humilde al Doctor Habran (Yves Larec) y que además tiene a su cargo a un interno, Julien (Olivier Bonnaud). Una noche suena el timbre del consultorio luego del horario de atención y ella resuelve no abrir la puerta. A la mañana siguiente la contacta la policía para pedirle el video de la cámara de vigilancia con el objetivo de averiguar qué le ocurrió a una mujer negra desconocida que encontraron muerta en las inmediaciones con una fractura en el cráneo. Posteriormente Davin se entera que el individuo que tocó el timbre y la víctima son la misma persona, lo que dispara un sentimiento de culpa que la llevará a emprender una pesquisa con vistas a descubrir la identidad de la occisa y los pormenores de su defunción. La propuesta no llega a ser todo lo cautivadora que a priori auguraba la premisa debido a la decisión de los Dardenne de centrar el derrotero de la protagonista en torno a la familia de Bryan (Louka Minnella), uno de sus pacientes, circunstancia que por momentos genera cierta claustrofobia redundante que neutraliza lo que hubiese sido la alternativa opuesta, la opción de ampliar el abanico de secundarios para complejizar el relato y hacerlo quizás más dinámico (considerando este escollo, los 106 minutos de metraje se perciben excesivos). Afortunadamente los directores compensan con creces esta deficiencia mediante su inefable astucia en lo que atañe al desarrollo de personajes y en especial a la transformación/ apertura emocional escalonada de Davin, una suerte de reinterpretación de Roger, aquel antihéroe -también movilizado por el remordimiento- de La Promesa (La Promesse, 1996). Queda claro que en La Chica sin Nombre los realizadores reemplazan -como núcleo de la trama- a sus paladines marginales clásicos (esos que nosotros desde el sur podríamos clasificar dentro de la clase media baja) por una representante de la burguesía profesional con conciencia social (Davin hasta renuncia a un trabajo más redituable para continuar atendiendo a los pacientes de Habran), una jugada inteligente que se condice tanto con un discurso igualitario a favor de la transversalización comunal como con un planteo más abstracto sobre la redención en general y las ramificaciones de la angustia, ratificando así un conjunto de postulados de izquierda cada día más necesarios en un mundo que tiende a profundizar las desigualdades sociales y la concentración de la riqueza. En las puertas del desenlace, cuando no sólo Davin sino también otros personajes manifiestan su pesar ante la muerte de la chica por su rol en el asunto vía acción u omisión, en ese instante la película alcanza su cumbre narrativa/ ideológica en función de una dialéctica de corte bressoniano…
Otra búsqueda de los Dardenne, en este caso la del compromiso social por aquellos que buscan desesperadamente la verdad en la profesión que tienen. Una joven doctora ve como su carrera es puesta en duda cuando rechaza la asistencia de una posible “paciente”. Tras enterarse de su asesinato comenzará a buscar los desencadenantes de la trágica noche y se topará con las miserias de todos aquellos que circunstancialmente tuvieron algo que ver con la muerte. En la pesquisa se comienza a cuestionar su rol y el de los demás, y la habilidad de los Dardenne consiste, una vez más, en mostrar sin juzgar, dejando al espectador en un lugar activo y empoderado para que pueda sacar sus propias conclusiones sobre una historia actual, urgente y sin medias tintas.
Un film menor dentro de la filmografía de los hermanos belgas, que sigue siendo cine mayor en el contexto del cine contemporáneo. Ganadores de la Palma de Oro en dos oportunidades por Rosetta (1999) y El niño (2005), los hermanos belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne regresaron a la Competencia Oficial del Festival de Cannes el año último con una película menor dentro de su filmografía, pero -claro- sólida y valiosa en el contexto general del cine contemporáneo. La ascendente Adèle Haenel interpreta a Jenny, una médica que trabaja en un centro de salud y, justo cuando está por pasarse a un equipo profesional en un ámbito mucho más prestigioso, se entera de que una joven africana a la que no llegó a atender porque había pasado su horario, fue asesinada. La protagonista se obsesiona con el caso cual si fuera una detective, al punto de poner en riesgo su propia seguridad, ya que en el mismo están implicados unos cuantos “pesados” (de hecho, en un momento la policía le recomienda no seguir avanzando y dejarles el tema a ellos). Impecable en su factura (con esos notables planos-secuencia que son desde siempre su sello y han influido en tantos otros realizadores), esta exploración del compromiso, la culpa y las diferencias de clase entrega, sin embargo, muchas menos facetas y matices que en sus trabajos anteriores. Lúcida y rigurosa, cuestionadora y atrapante, pero también más esquemática y subrayada que los mejores films de esta dupla que ya tiene asegurado un lugar de privilegio en la historia del cine. No les queda nada más que demostrar y, esperemos, todavía tengan mucho más para dar.
De Jean Pierre y Luc Dardenne como guionistas y directores nos sumergen en el mundo de una médica de los suburbios en Bélgica que se siente poseída por un deber moral. Ese mundo que siempre les interesa a estos creadores, el de la gente sin muchos recursos, que corre peligro de quedar fuera del sistema, que se relaciona con egoísmos y solidaridades. En este caso la profesional se hace cargo de un consultorio y se muestra muy exigente con su asistente. Ya terminado su horario tocan el timbre y ella decide no atender. Ese timbrazo fue el ultimo acto de una mujer que minutos después es asesinada y que no tiene documentos. A partir de ahí la vida de la doctora se transforma, decide mudarse a ese consultorio, renuncia a una carrera de mayor prestigio, trata de rescatar a su asistente en crisis, se dedica a sus pacientes con esmero pero también se obsesiona con encontrar la identidad de la chica muerta. Y en ese periplo conoce gente de bajos fondos, secretos no revelados y hasta se pone el peligro. Una trama policial que atrapa al espectador y que cuenta muy poco de la protagonista, muy bien interpretada por Adele Haenel. Un deber moral que asume una joven mujer en un mundo donde ese tipo de compromisos tiene muy poco valor, una tarea solitaria que la lleva a encontrar la verdad. Climas bien logrados, pequeñas subtramas, conceptos de la profesión. Un film interesante, que no es de los mejores de estos directores, pero que vale.
Cadena de culpas El cine de los hermanos Dardenne sigue ciertos tópicos que al reconocerlos facilitan una lectura más profunda de sus obras. En La chica sin nombre (La fille inconnue, 2016) tales características se reiteran en un film que, sin estar a la altura de la genial Dos días, una noche (Deuxjours une nuit, 2014), continúa en el nivel de su vasta filmografía. Jenny Davin (Adele Haenel) es médica y trabaja en un centro de atención primaria en Bélgica. Como toda trabajadora que lidia con personas vulnerables se encuentra al borde de una crisis, sin embargo sobre lleva su labor y hasta consigue un ascenso. Pero una noche, después de su jornada laboral suena el timbre en su consultorio. Ella no atiende y la potencial paciente aparece muerta en las inmediaciones del lugar. La culpa invade a la doctora que intentará por todos los medios dar con la identidad de la difunta para tranquilizar su conciencia. Una vez más, los hermanos Dardenne hacen un cine que busca visibilizar a los marginados del sistema. Muchas veces son los más vulnerables los protagonistas de sus relatos, mientras que esta vez, es una doctora cargada de conflictos asociados a su profesión quién recae alrededor de una mujer anónima, invisible para el resto, cuyo nombre será de suma importancia para la protagonista tras no haberle brindado asistencia. La búsqueda de su nombre desata un vendaval de culpas, miserias e injusticias en el entorno. Adele Haenel compone con precisión a una joven fuerte y frágil a la vez, víctima de injusticias sociales que busca con su sola voluntad (de ahí el habitual color rojo que identifica su vestimenta) luchar por un mundo mejor de la forma más ordinaria posible. La película no juzga a sus personajes, trata de comprenderlos mientras los sigue de cerca. La forma cinematográfica utilizada por los realizadores belgas se nutre de la inquieta cámara en mano junto a otros recursos del documental que cargan de tensión e inestabilidad la escena, dándole un realismo tan crudo como humano a los hechos. La búsqueda de la identidad de la joven fallecida también obliga al film a incorporar herramientas del policial, apilando datos e ingresando en un entramado sórdido alrededor del vecindario. Mientras Jenny se acerca a develar el misterio alrededor de la chica, la puesta en escena se vuelve más claustrofóbica, como si el espacio acorralara a la protagonista en cada movimiento. Otro de los elementos a destacar es la concepción del sentimiento de responsabilidad. Jenny oficia muchas veces de psicólogo, otras de sacerdote con sus pacientes al prestarles el oído. Esta actitud despoja a la culpa de toda acepción cristiana y le da un rol comunitario. La chica sin nombre no es de las mejores películas de Luc y Jean-Pierre Dardenne, pero logra trascender la historia mínima que relata. Temas como la inmigración africana, la salud pública, la hipocresía social, el sentimiento de culpa, están presentes en el film aunque no de manera explícita: son retratados con la suficiente sutilidad para construir un abanico tenso y de constante conflicto en el que se desenvuelve su joven e idealista protagonista en la cimentación de un cine de sensibilidad social.
Con el sello de los Dardenne La chica del título es una prostituta joven de origen africano que es hallada muerta en una zona pobre de Serang, en Bélgica. Es, también, la joven médica que asume un profundo compromiso con la realidad que la rodea, no demasiado diferente de la de otros rincones de buena parte de Europa. Por el compromiso con que entiende su tarea Jeny, no puede ignorar la dolorosa realidad que se manifiesta a su alrededor. Vive atenta a sus pacientes, a sus problemas médicos tanto como a sus necesidades humanas. Como otras protagonistas de los films de los Dardenne, es tan noble como heroica y responsable. Por eso sorprende cuando una noche en que el trabajo se ha prolongado más allá de lo normal decide no responder al llamado de la puerta a pesar de advertir que quien llama está pasando por una urgencia. Ese caso, que desdichadamente termina en tragedia, le transformará la vida y se convertirá en su obsesión, en su principal objetivo: identificar a la desconocida. Jenny no puede perdonarse esa flaqueza ni cargar con esa culpa. Su reflexión sobre la responsabilidad deriva en una historia tan conmovedora y tocante como suelen serlo las de los realizadores de La promesa, Rossetta o El niño, siempre atentos a descubrir con implacable veracidad el estado en que vive hoy una buena parte del mundo. Aquí, como en otras oportunidades, en distintas circunstancias asoma el problema de los emigrantes que deambulan por el mundo en busca de refugio. Y Adéle Aenel es toda una revelación.
Por mi culpa, por mi gran culpa El tormento de una joven médica ante algo que pudo evitar, en otro gran filme de los hermanos Dardenne. Las películas de los hermanos Dardenne se caracterizan por tomar a individuos -difícilmente el protagonismo sea compartido-, gente común y corriente, por lo general trabajadores, ante circunstancias difíciles. Salvo excepciones como El niño, donde el padre vende a su bebé, deben actuar -esto es, reaccionar- ante hechos que los ponen a prueba. Sea desde la ética o su compromiso con lo que creen y sienten que son sus deberes, sus ideales. Resumiendo: su conciencia. La chica sin nombre se inscribe en esa línea. Una mezcla de culpa y conciencia social hace que Jenny, la joven doctora y protagonista, abandone sus planes de ingresar en una prestigiosa clínica privada. Prefiere quedarse en el consultorio de un médico “de familia”, ubicada en una zona casi marginal en plena ciudad industrial -cuándo no viniendo de los directores belgas-. Y hay algo como búsqueda casi detectivesca por parte de Jenny cuando, después de no atender un llamado a la puerta de su consultorio, se entera de que esa mujer apareció muerta. Era una joven inmigrante indocumentada. Y no se puede saber su identidad. Pero la base sobre la que se asienta la película no es la investigación, el dilucidar cómo murió la chica sin nombre, si fue o no accidental, sino la culpa. Los directores presentaron a Jenny más que segura en su profesión, alguien en quien uno confiaría a ciegas su salud. El hecho que golpeó a su puerta la shockea y le hace temblar, pero Jenny -como casi todos los personajes de los Dardenne- tiene los pies sobre la Tierra. Ahora, si la Tierra se mueve... La conciencia, la responsabilidad y el infierno al que Jenny siente que está a punto de descender es el combo que la atormenta. Estilísticamente La chica sin nombre sigue el manual de estilo dardenneano: cámara en mano, escenarios naturales, muchos no actores en roles importantes. Pero La chica… es la tercera película en fila en la que Jean-Pierre y Luc confían un rol a una actriz de renombre. Antes de Adèle Haenel (que venía de ganar el César a la mejor actriz por Les combattants, no estrenada en la Argentina), confiaron en Marion Cotillard (Dos días, una noche) y Cécile De France (El chico de la bicicleta). Esto, lejos de ir en detrimento del filme, parece potenciar a todos: a la intérprete y a los no actores en esa suerte de colaboración entre iguales. Es probable que no se encuentre entre los mejores filmes de la dupla, o parezca un filme menor dentro de la filmografía de los dos veces galardonados con la Palma de Oro. Pero un filme menor de los Dardenne sigue siendo una obra con mayúscula al lado de otras películas para público adulto.
Culpa y redención. La chica sin nombre (título original: La fille inconnue) es una co-producción entre Bélgica y Francia un tanto extraña. Aunque tiene un indudable tinte policial (hay un muerto, un misterio, varios sospechosos) se desenvuelve como un pequeño drama donde el énfasis está puesto en la moral, el sentimiento de culpa y la redención espiritual. Como muchas cintas europeas, ésta tiene un desarrollo tranquilo que pueda llegar a aburrir a los que buscan un thriller comparable con el cine hollywoodense. En su lugar, esta historia es muy realista y se acerca más a un drama melancólico. Adèle Haenel realiza una labor fantástica como la protagonista, una médica muy humana que, en un momento de miedo y egoísmo, opta por no atender a una mujer afroamericana que le pide ayuda en su consultorio a altas horas de la noche. Al día siguiente descubre que la mujer falleció y comienza un peligroso viaje para encontrar al culpable. Forma y contenido: Desde el apartado técnico, aunque La chica sin nombre no rompe ningún molde, en general cumple satisfactoriamente. La cámara es mayoritariamente en mano y con primeros planos que le brindan intimidad a la historia. Es interesante la ambientación elegida por los directores Jean-Pierre y Luc Dardenne, (los hermanos Dardenne), la sombría ciudad industrial de Seraing, cerca de Liège (donde los directores se criaron). La protagonista se encarga de atender a los pobres, desahuciados y solitarios. Ella misma es una solitaria. El pueblo, habitado en gran parte por gente de la clase trabajadora, no hace más que intensificar el estilo híper realista y de consciencia social de la historia, haciendo que la forma se adapte adecuadamente al contenido. Conclusión: La chica sin nombre tiene aspectos de thriller criminal pero se trata más de un drama social. Cuesta engancharse con su ritmo (hay grandes tramos donde parece que no pasa nada, le sobran unos minutos) pero presenta algunos momentos de verdadera emoción. Por sobre todo, involucra algunos dilemas morales que nos hacen preguntarnos a nosotros mismos qué haríamos en situaciones similares.
Una noche, después del cierre de su consultorio, Jenny, una joven médica, escucha el timbre, pero no va a abrir. Al día siguiente, se entera por la policía de que han encontrado, no lejos de allí, a una joven muerta, sin identidad. Así es que una mezcla entre culpa y conciencia social, hacen que ella abandone sus planes de ingresar en una prestigiosa clínica privada y prefiera investigar qué sucedió con esa joven que encontraron. Jean-Pierre y Luc Dardenne, conocidos por contar historias acerca de temas universales, vuelven a hacer culto a la mujer y nos traen a Jenny, magistralmente interpretada por Adèle Haenel, quien hace un fantástico trabajo, convincente y cargado de naturalidad y realismo. En los suburbios de Liège, ciudad natal de los realizadores y elegida por ellos para filmar con frecuencia, se cuenta una historia donde se entremezclan elementos relativos a temas sociales, como la marginalidad y la inmigración junto a la culpa y la redención. Estos ingredientes puestos a favor de una intrigante novela policial, lo cual reside en la novedad para los Dardene. En La chica sin nombre seguimos a Jenny Davin, obsesionada en la búsqueda por encontrar respuestas, y quien toma la iniciativa de descubrir la identidad de la joven muerta luego de negarle el acceso a su consultorio. Esa culpa y conciencia social hacen que abandone sus planes de crecimiento profesional. Y si bien la temática acerca del actual clima político de la región sobre el miedo a la deportación de los inmigrantes ilegales es tratada, no se ahonda demasiado en ello, y muy por lo contrario, se toca de forma superficial, dando lugar mayor a la cuestión policíaca. El uso de cámara al hombro y acercándose a los personajes como persiguiéndolos, apenas música de fondo y planos naturales, son sello característico de los Dardenne, y por fortuna estos detalles técnicos logran compensar lo minimizado que resulta el guion en comparación a otros films de los directores. La chica sin nombre es un thriller pero no se olvida que también es un drama, y muy bien dirigido. El film no es esa investigación que emprende la protagonista, sino la culpa. Y a pesar de ser una película menor, merece la pena ser vista porque no deja de ser un film gigante entre tantos otros.
El imperativo categórico. La estupenda película de los Dardenne plantea el conflicto de una médica que necesita saber la identidad de una inmigrante africana que muere frente a su consultorio. “No puedo aceptar la idea de que a esa chica la entierren sin un nombre, nadie sabrá que está allí”, dice. Adèle Haenel es la extraordinaria protagonista. Adèle Haenel es la extraordinaria protagonista. No pasaron quince minutos de película y los hermanos Dardenne, con una capacidad de síntesis inusual en el cine contemporáneo (y que por eso mismo recuerda, de manera tangencial, a la que practicaban los estudios Warner Bros. en los años ‘30 y ‘40) ya plantearon casi todo lo esencial de su nueva, estupenda película, La chica sin nombre. En ese comienzo sabemos cómo es el carácter de la joven doctora Jenny Davin: la seguridad y el sereno profesionalismo con el que atiende a sus pacientes; el rigor con el que trata al estudiante avanzado de medicina que tiene a su lado como residente; la enorme exigencia que implica llevar adelante un consultorio de clínica general de obra social. Todo está allí, en ese apretado comienzo, incluso el punto de quiebre que desatará el conflicto dramático del film: ese timbre que suena y que ella decide no atender, porque ya ha pasado más de una hora del horario de cierre de consulta, “y un médico cansado no es capaz de hacer un buen diagnóstico”, según le enseña a su residente. Esa puerta que ella no abre, sin embargo, será la que hará tambalear todas sus certezas. Recibida con frialdad –incluso por este cronista– durante el último Festival de Cannes, en el que se les reprochó injustamente a los autores de Rosetta hacer siempre un poco el mismo film, La chica sin nombre prueba en una visión más reposada y sin la necesidad del juicio sumario al que obliga la muestra francesa que se trata de una película de una gran solidez, donde no hay reiteración alguna sino coherencia, ética y cinematográfica. El conflicto por el que atraviesa la doctora Davin es a la vez nuevo y el mismo de los protagonistas de La promesa o El hijo, por citar apenas dos títulos de su rica filmografía. Nuevo porque la situación no se parece a ninguna de las de los films anteriores. Y el mismo porque Jenny debe enfrentar no sólo una circunstancia exterior hostil sino también una difícil decisión interior con la determinación habitual de los personajes de los Dardenne. Ese timbre que no atendió, esa puerta que la doctora Davin no abrió, tuvo consecuencias. La grabación del portero-visor que ella en aquel momento ni siquiera se molestó en mirar y que luego revisa la policía muestra a una muchacha negra, muy probablemente inmigrante africana, que en su muda desesperación parece pedir ayuda. Unos minutos después de haber quedado registrada su imagen, apareció muerta cerca de allí, con signos de violencia. Nadie sabe quién es, de dónde venía ni de quién escapaba. La culpa se apodera de Jenny. Ella, tan segura de sí misma, no puede dejar de cuestionarse. Sin duda, esa chica estaría viva, tan viva como ella, si hubiera atendido su llamada, si hubiera abierto la puerta. De lo que sigue, conviene contar lo menos posible, no porque los Dardenne trabajen sobre la noción clásica de suspenso (aunque lo que se le ha reprochado al film, además de un final catártico, tiene que ver con la investigación paralela que lleva adelante Jenny) sino porque hace a su desarrollo dramático. Baste con saber que Jenny –la extraordinaria Adèle Haenel, muy conocida en Francia por films que no tuvieron estreno en Argentina– no puede tolerar algo que tiene mucho que ver no sólo con lo que sucede actualmente en Europa sino también con lo que pasó en nuestro país durante la dictadura militar. “No puedo aceptar la idea de que a esa chica la entierren sin un nombre, nadie sabrá que está allí”, dice Jenny, no tanto para los demás como para sí misma. Se diría que el suyo es un imperativo categórico tal como lo planteó Kant: no responde a un mandamiento religioso ni ideológico sino a una necesidad esencialmente humana. Como médica clínica que es, Jenny trabaja con los cuerpos: los atiende, los escucha, los toca, los cura. Y son los cuerpos los que van guiando, casi sin que ella se dé cuenta, su investigación. Ante el silencio que la rodea, son los cuerpos los que hablan, los que somatizan las culpas, los que expresan lo que las conciencias no se atreven a enunciar, a poner en voz alta. Los síntomas son varios pero esos dolores individuales parecen expresar a su vez un dolor más extendido en un cuerpo mayor, en el tejido social. En Lieja, al menos, donde transcurre la película, hay todo tipo de inmigrantes: los integrados, como el oficial de policía que conduce la investigación, de origen magrebí; los proletarios, como la madre de ese chico que llega con convulsiones; los desclasados, como ese muchacho herido que no habla francés y se aparece en el consultorio de la doctora Davin porque en el hospital teme ser denunciado y deportado; y aquellos como la chica a quien Jenny se empeña en devolverle su nombre, su identidad. A esos a quienes ni siquiera se les abre una puerta –de un consultorio, o por caso de Europa– está dedicada esta nueva interpelación que los Dardenne, con un estilo más seco y descarnado que nunca, le hacen a sus espectadores.
Los primeros minutos vemos una doctora que es atenta y amable con sus pacientes, hasta ahí una a historia simple, pero toda la tensión se desencadena cuando la policía le pide a esta joven doctora los vídeos de seguridad ya que han encontrado a una joven inmigrante muerta en las inmediaciones del consultorio donde atiende. Jenny se conmueve y toma cartas en el asunto comenzando a buscar como murió esa joven y cuál es el nombre de la misma para que tenga un entierro digno. Comienza a pensar todo el tiempo en esa chica muerta, se siente culpable por no haber abierto la puerta minutos antes de su muerte. De esta manera comienzan a mostrar los hermanos Dardenne otra realidad de la sociedad belga, los inmigrantes, gente de clase media-baja y los marginados. Con la cámara en mano sigue en todo momento a cada uno de sus personajes en su rutina, logrando mantener la tensión, el suspenso, la intriga y hasta logra captar situaciones absolutamente intimistas. Cuenta con la buena interpretación de la actriz Adèle Haenel que a medida que transcurre la historia nos muestra como se va transformando su vida, su rostro y un abrazo contenido cerca del final muy emotivo. Una vez más vemos a Olivier Gourmet y Jerémie Renier los actores fetiche de los Dardenne, en destacados papeles secundarios.
De los que apuestan al ascetismo como espejo de la condición humana, el cine de los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne es el más exitoso del circuito independiente internacional, y La chica desconocida no sólo no es la excepción, sino que parece un redoble de la apuesta. Por momentos, incluso, uno está tentado a decir que, en comparación, todo lo que hicieron anteriormente es un melodrama. La protagonista es Jenny (Adèle Haenel), una joven médica aplicante para dirigir una salita de emergencias en los suburbios de Lieja. El caso de un chico con convulsiones espanta a su asistente, también joven y pasante, y posteriormente, fuera de hora, mientras Jenny alecciona al chico sobre lo que debe tener para trabajar en la profesión hace oídos sordos a un llamado de la calle, una ignominia de la que después se arrepentirá. La mañana siguiente, junto a la defección del asistente, Jenny se entera por la policía de que el timbrazo ignorado fue un desesperado pedido de ayuda de una chica sin nombre que minutos después apareció flotando en el río. Sintiéndose culpable –cualquiera diría, por demás–, Jenny se hace cargo de la investigación y sigue una pesquisa sólida pero atolondrada, con ecos a policiales de Georges Simenon como Entre flamencos. La chica no es la única que necesita conocer la identidad de la occisa para dormir de noche, y este carácter de no excepción le quita al filme el poco dramatismo que podía tener, al tiempo que, lamentablemente, también algo de sal. La protagonista arribará a sus propias conclusiones siempre a bordo de su autito, por mañanas y tardes nubladas, por noches tristes y ventosas. No hay en 113 minutos un solo rayo de sol. La única luz es la final, cuando la cámara muestra a Jenny recibiendo a una paciente octogenaria. La toma de la mano y la ayuda a subir una estrecha escalera y ambas, cadera con cadera, parecen copias de la misma persona, como un aviso de lo que será Jenny en pocos años, porque las hojas del almanaque vuelan con el viento de Lieja.
La chica sin nombre, nuevo film de los belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne, nos presenta a Jenny (Adèle Haenel) una joven médica que trabaja en un centro de atención primaria, pero está en crisis con su profesión, por lo que planea un cambio laboral. Un día, ya pasado el horario de atención habitual, una joven toca el timbre de su consultorio; rápidamente ella decide no atender, debido a la hora. Luego se entera que esa misma joven africana a la que negó su atención, fue hallada muerta cerca del río. A partir de ese momento, Jenny, movida por la culpa que siente, y por preguntarse que podría haber pasado con esta chica sin nombre si ella la hubiera recibido, se obsesiona por conocer la verdad y la identidad de la joven. Cual detective privada, la médica comienza su propia investigación paralela, que la lleva a poner en peligro su propia vida y a ganarse varios enemigos en el camino -quienes llevan el caso le aclaran en varias oportunidades que éste no es su caso, que ella no es responsable, y que evite seguir avanzando con la búsqueda-. El camino a la verdad, y su trabajo médico volcado a lo comunitario, sirven para que Jenny lave sus culpas, mientras el film de los Dardenne invita a reflexionar sobre la salud pública, la inmigración, y aquellos marginados del sistema, que casi siempre olvidamos, o que elegimos invisibilizar al ni siquiera nombrarlos. La chica sin nombre no es el más brillante trabajo de los Dardenne, y su guión tampoco se destaca, pero la excelente labor actoral de Adèle Haenel, y el uso de cámara en mano y planos cercanos, dotan al film de mayor intensidad y naturalidad, generando una sensación de cercanía a la protagnista, pudiendo sentir su agobio y su angustia.
Adèle Haenel encarna a una doctora que descubre que una paciente a la que no quiso atender en un consultorio –porque llegó después del horario de cierre– apareció muerta esa misma noche. A partir de la culpa, decide investigar quién era esa mujer y qué le sucedió metiéndose en terrenos turbios y peligrosos. Una correcta película de los belgas que, sin embargo, no logra entusiasmar del todo. La pregunta es la siguiente: ¿los Dardenne dejaron de sorprender porque el resto de los cineastas contemporáneos ya igualaron su manera de acercarse a sus personajes o porque sus películas ya no son tan buenas como antes? ¿Si LA CHICA SIN NOMBRE la hubieran estrenado hace diez años creeríamos que es tan menor como nos parece ahora o lo que entonces sorprendía hoy ya no lo hace? No tengo del todo claras las respuestas a esas preguntas, pero tiendo a apostar a que por un lado los Dardenne ya no trabajan con la potencia y fiereza de antaño, pero a la vez es cierto que su novedosa manera –cercana, íntima, social y realista– ya es hoy moneda corriente de la poética del cine de autor internacional. LA CHICA SIN NOMBRE es, durante su primera hora, una sólida aunque nada novedosa película de los Dardenne, una que podría conectarse con muchas otras, hasta con la iniciática LA PROMESA, solo con la diferencia que ahora trabajan con actores famosos (en este caso la promisoria Adèle Haenel, de LES COMBATTANTS) en lugar de desconocidos. Haenel encarna a la doctora Jenny Davin, que reemplazó en un consultorio a un veterano doctor y se ocupa de atender a gente de bajos recursos, mientras está por entrar a trabajar a una clínica privada. Una noche, cuando está por cerrar el local y ya fuera del horario de atención, suena el timbre y decide no atender. Al otro día se entera que la mujer que tocó ese timbre apareció muerta junto al río. Obviamente, a Davin la carcome la culpa. Una doctora amable y solidaria, de esas que hace visitas domiciliarias y a todos parece caerle bien, se siente responsable de esa muerte más allá de que todos la tranquilizan diciéndole que no es responsabilidad suya. Luego se entera que nadie reconoce a la chica muerta (de origen africano) y, como a la policía no parece preocuparle mucho el asunto, asume una suerte de rol detectivesco, tratando de averiguar qué sucedió y quién era esa chica. De a poco LA CHICA SIN NOMBRE se convierte en un policial negro, solo que con una doctora haciendo las preguntas y metiéndose en lugares peligrosos en lugar de un detective. El problema del sistema empieza a aparecer promediando el filme por dos motivos obvios. Por un lado, la intriga policial no se sostiene del todo bien. Y, por el otro, cuesta creer –por más culpa y obsesión que la doctora sienta por lo que pasó– los peligros en los que se va metiendo solo para saber el nombre de la chica ya que, dice, su intención no es encarcelar a nadie ni resolver el caso, sino poder darle un entierro digno a esta mujer. Solo las observaciones y recorridas laterales –los pacientes que la doctora sigue atendiendo y sus historias– mantienen a la película en el terreno más reconocible de los hermanos belgas. Y el mejor. La película está filmada, como las últimas de los Dardenne, sin la tensión de las primeras, pero todavía con esa claridad y ritmo narrativo como para saber llevar de las narices al espectador sin que se sienta excesivamente manipulado, como suele pasar en el cine relativamente similar de Ken Loach. Los recursos –técnicos, actorales, narrativos– siguen estando ahí, pero falta la urgencia, la potencia y la necesidad de ser contadas que tenían esas historias, mundos, personajes. Es como si los hermanos se hubieran acomodado a un sistema narrativo que manejan con eficacia y no quisieran o pudieran escaparse de esa zona de confort. De todos modos, LA CHICA SIN NOMBRE marca una cierta recuperación respecto a la monótona DOS DIAS, UNA NOCHE, ya que es menos maniqueísta y se integra mejor al mundo que ellos supieron crear. El personaje de Davin –y la gran actriz que la interpreta– son lo mejor que tiene el filme: una mujer que, sin alardes ni exageraciones y con una tenacidad a prueba de todo, dedica buena parte de su tiempo y su vida a ocuparse de sus semejantes, por más problemas que eso termine causándole.
Culpas y verdades en el hospital Aún sin estar a la altura de Rosetta o El Hijo, el último filme de los hermanos Dardenne es un ejemplo de cine austero e introspectivo. Los hermanos Dardenne serán por siempre garantía de un cine sobrio y contundente, por encima de la media. La forma de reposar la cámara sobre sus heroínas (Rosetta, Lorna, Sandra) destila una bondad desafiante, una empatía que arrastra el planteo moral hacia territorios coherentes y tangibles. Partiendo de un individuo aislado y roto, perplejo ante una injusticia, los Dardenne reivindican un cine político, pero sin ningún rudimento discursivo o ligereza panfletaria. La crudeza social está en pos de redimir al personaje dentro de un contexto hostil. En este sentido, los Dardenne son profundamente humanistas. El reverso de tener semejante impronta estética es la temible zona de confort. Hay una serie de recursos naturalizados que funcionan al tiempo que sofocan la imaginación, como los encuadres que colocan al protagonista en un centro excluyente de la escena y nos hacen ver a través de sus ojos el fuera de campo, o el austero diseño sonoro, o la exacta paleta cromática, o el oxígeno de las tomas, nunca abruptas ni aletargadas, e inclusive la tipografía de los títulos y créditos. Bastan cinco minutos para saber que estamos ante una película de los hermanos Dardenne. La chica sin nombre regresa a los entresijos de la clase media francesa, aunque esta vez no gravitacionalmente, como en Rosetta (1999) o Dos días y una noche (2014), sino desde un lugar periférico, desde la óptica de una joven médica de guardia que renuncia a los privilegios de trabajar en un sanatorio para seguir viendo a sus pacientes marginales. El guion le dará a la doctora Jenny Davin una razón: el asesinato de una mujer desconocida que irrumpe en su consultorio y ella se rehúsa a atender. Atormentada por la culpa, la doctora Davin querrá saber el nombre de la fallecida, extrayendo datos de sus otros pacientes. El principal problema del filme es el predominio de la metáfora por encima de la historia: el policial existe para mostrar los síntomas de un cuerpo social enfermo. “Si te desconcentran, no podrás hacer un buen diagnóstico”, le dice la doctora Davin a un pasante en una de las primeras escenas, y todo lo que sigue será un desarrollo de esta hipótesis: descubrir qué tipo de patología agredió al tejido social para poder sanarlo y restablecer la armonía. Si bien la impronta de los Dardenne no habilita el subrayado, esta idea palpitará con la presión demasiado alta viniendo de cineastas tan hábiles para la sutileza.
Una joven médica, mientras atiende un consultorio humilde, no abre la puerta después de hora a una chica que toca el timbre. Esa chica muere. A partir de allí corren dos historias: una, policial, para averiguar el nombre de esa chica. Otra, espoleada por la culpa y la responsabilidad, la de la transformación de una exigente profesional en una médica empática. Parece trivial, pero es en los detalles y en el realismo sin concesiones de los Dardenne donde se crea la emoción. Una lección de cine.
HUMANOS, DEMASIADO HUMANOS La película comienza con la respiración de un hombre mayor. Se trata de uno de esos planos cerrados inconfundibles de los hermanos belgas. Está siendo examinado por la joven doctora Jenny Davin, rigurosa, exigente, sobre todo con su ayudante Julien, cuyos movimientos parecen no coincidir con las expectativas que requiere una guardia médica (hecho que queda en evidencia en un incidente posterior). No es una escena introductoria. Como suele ocurrir con los directores, el inicio siempre es un incómodo baño de realidad despojado de mecanismos empáticos o reparadores. En todo caso podrá ser el primer síntoma de un malestar creciente que se refuerza desde la dimensión sonora: un timbre, un teléfono, un ruido urbano, estarán potenciados para interferir en la tensa calma que impregna la vida de los personajes. Al mismo tiempo, la cámara en mano y los planos secuencia, dos marcas expresivas reconocibles, hablan de una nerviosa continuidad manejada con la suficiente maestría para que nunca se cruce la frontera hacia la neurosis. En apenas quince minutos, las fichas se muestran sobre la mesa. Jenny está en su mejor momento profesional, sin bombos ni platillos. Si los protagonistas de los Dardenne son creíbles es porque también tienen su lado oscuro. Ha conseguido un buen trabajo que le permite independizarse de las prácticas domiciliarias y se lo hacen saber unos tipos muy caretas de traje que brindan con champagne y responden a esas empresas privadas devoradoras de talentos. Sin embargo, esa superficie de placer no se condice con la soledad de Jenny y su introspección (la soledad es uno de los temas que atraviesan las películas de los hermanos). Una ruptura en el orden de lo argumental pone en jaque todo lo anterior: una mujer africana, que no fue atendida después de hora, es hallada sin vida en las cercanías de la sala. Y no fue atendida por el afán controlador y el carácter estructurado de la joven doctora que no cede para atender el llamado. El hecho abre diversas aristas y no necesariamente narrativas. Por un lado, la crisis de identidad profesional y moral de Jenny; por otro lado, la manera en que comienza a vincularse con los otros. Y por último, una búsqueda que se vuelve obsesiva, no para averiguar quién fue el asesino sino para develar la identidad de la víctima, para otorgarle materialidad a un cuerpo ausente y degradado (era prostituta ilegal) para ser enterrado con dignidad. Por supuesto, esto no está contado por las vías edulcoradas de un relato industrial. Contrariamente, es el camino que lleva a examinar una vez más las desgracias de una parte devastada de Europa. De este modo, mientras Jenny investiga, su consultorio parece una especie de confesionario por donde acuden inmigrantes ilegales que no van al hospital porque temen ser deportados y tienen accidentes trabajando en condiciones riesgosas, hombres mayores diabéticos que no pueden trasladarse para pagar el gas, familias disfuncionales, una galería de personajes que no se acumulan y que son mostrados en su justa dosis en el momento adecuado. Es hora de decirlo: los Dardenne son maestros en el arte de la concisión y en el manejo de las elipsis. Tal precisión ahuyenta los fantasmas del melodrama barato en todas sus formas. Sólo el color azulado de las imágenes servirá para canalizar el dolor que nunca será explosión. La posibilidad de indagar, un arduo ejercicio con varias complicaciones, cambiará el viaje de la protagonista. La sacará de un lujoso consultorio que nunca llegó a atender para iniciar una especie de Vía Crucis por monoblocks, lugares abandonados o en construcción permanente, síntomas de un malestar y un estancamiento propio de las economías neoliberales en el que el verdadero drama es el que viven quienes no tienen identidad. En un mundo hipertecnológico, de redes y juguetes virtuales, nadie puede reconocer a la víctima y eso constituye un modo de desesperación kafkiana que se transmite al espectador. A medida que avance morosamente la historia, algunos datos serán reveladores, aunque la única certeza que queda es que la gente está muy sola en un mundo tremendamente egoísta y subyugado por lo material. La ausencia de estallidos emocionales puede hacer perder de vista a algún distraído la precisión del montaje de los Dardenne. Se trata de una solidez que no parece cotizar en bolsa hoy para ciertos sectores más esperanzados en hallar cotillón en pantalla. La chica sin nombre es otra muestra más (y esto no implica repetición, esa fórmula argumentativa simplista que ataca poéticas autorales como si hubiera que barrerlas de la faz de la tierra para ceder el lugar a tanto embustero que pasa por festivales) de un cine con dilemas humanos, fuertes descripciones de ambientes que no se resignan al espectáculo narrativo y que hacia el final nos transfiere esa incómoda sensación de sus personajes. Sólo a través del silencio y sin música incidental, volveremos lentamente a recuperar el pulso normal de la respiración. Algunos lo llaman estremecimiento.
En su décimo trabajo como directores de largometrajes de ficción, los hermanos Dardenne siguen rubricando su mirada humanista sobre la sociedad actual, fría distante, en este caso en la piel de una doctora que por avatares de la vida cotidiana se ve involucrada en un hecho trágico. Jenny Davin (Adele Haenel) es una doctora de medicina general que tiene su consultorio en un barrio de clase media francesa, allí atiende a todo tipo de pacientes. Una noche, una hora después de haber finalizado su labor, suena el timbre, en contraposición al interno que trabaja con ella, decide hacer caso omiso al llamado. A la mañana siguiente llega la policía buscando evidencia por la muerte de una joven que apareció muerta en las inmediaciones. No se sabe nada de ella, no hay documentos, nada que la pueda identificar, el registro de la cámara exterior da cuenta que la persona fallecida es la misma que había tocado el timbre. A partir de esta situación, la facultativa se propone en un verdadero “tour de force”, culpa mediante, como motor impulsor, averiguar quién era esa joven. Para ello debe renunciar a parte de su vida ya establecida, resignación a un puesto que acababa de obtener, mejor pago y en mejor lugar, para seguir cerca de donde ocurrieron los hechos. Esto, como simple excusa que le sirve a los realizadores para establecer el egoísmo y la desidia de cada uno de los personajes, tal cual si fueran representantes de esa fauna humana, involucrados a partir de la investigación llevada a cabo, por momentos muy torpe, siempre importuna. Todos anteponen sus propios intereses, algunos mezquinos, otros por temor e inseguridad, otros sólo por el que dirán, negando conocer a la que en vida fuera una inmigrante ilegal, que ejercía la prostitución como medio de vida. Hasta la policía que investiga el hecho le resta importancia por el único hecho del origen de la difunta. Trabajada como siempre por Jean Pierre y Luc con la sequedad que los caracteriza, sin música de ninguna naturaleza, fotografía fría, sin climas, nada de empatía, apenas una especie de suspenso, o tensión sobre el desarrollo de los acontecimientos, con cortes espaciales aleatorios. Dentro de cada escena la cámara va siguiendo al personaje proporcionando a la joven actriz francesa, que ya tiene en su haber 28 películas, lucirse y cargarse sobre sus espaldas todo el relato, muy bien acompañada por los actores fetiches de los responsables del filme, en papeles más o menos relevantes Olivier Gourmet y Jérémy Renieré. Un poco por debajo de sus antecedentes, incluyendo el trabajo de presentación, construcción, delineación y progresión de los personajes, que en este caso están casi obviados por la naturaleza del texto, los sexagenarios directores belgas nos muestran que no se resignan a que todo está perdido y eso no deja de dar esperanza.
Se estrena La chica sin nombre, la última obra de los hermanos Dardenne, que formó parte de la Competencia oficial de la última edición del Festival de Cine de Cannes. Los hermanos Dardenne tienen un lugar asegurado dentro de la cartelera porteña. Así como Woody Allen, o en su momento, Claude Chabrol, Jean-Pierre y Luc forman parte del reducido circuito de directores que se ganaron a un sector del público porteño que busca un cine más “europeo” e intelectual que las típicas propuestas mainstream -que sin desmerecerlas- apuntan a un público más adolescente, o que simplemente buscan una distracción. El lenguaje de los Dardenne es directo, crudo y “real”. Su pasado como documentalistas los ha convertido en observadores de los problemas sociales europeos y, más allá del alegato que le aportan a cada uno de sus relatos, casi nunca juzgan el accionar de sus personajes. Los siguen, pero rara vez los condenan. A diferencia de Ken Loach, que apuesta por una narración un poco más obvia y efectista, el talento de los Dardenne es que parten de la anécdota para narrar algo más grave. La chica sin nombre no es un film de denuncia como podría ser Dos días y una noche (su anterior obra), sino un punto de vista distinto acerca de la situación de refugiados e inmigrantes africanos en Bélgica y Francia. Los Dardenne nunca trabajan en las grandes ciudades sino en las periferias, donde vive la clase trabajadora y los sectores marginalizados socialmente. Evitan el pintorequismo pictórico, pero no por eso descuidan la estética. Siguen siendo fieles a la cámara en mano y los planos cerrados. No tan cercanos ni con el nervio de Rosetta o El hijo pero en un tono similar. Los planos secuencia se mantienen pero con mayor transparencia que en otras obras. Esta vez la protagonista absoluta es Jenny Davin -austera pero emotiva interpretación de Adèle Haenel- la doctora de una clínica particular para emergencias. A poco tiempo de haber aceptado un importante puesto dentro de una empresa privada debe enfrentar un hecho extraordinario: a pocas cuadras de la clínica es encontrada muerta una mujer a la que ella no dejó entrar por haber tocado el timbre fuera del horario de atención. La culpa de Jenny, combinada con la falta de pistas por parte de la policía, la llevan a obsesionarse con el caso. Pero lo que más le quita el sueño no es el crimen per se o descubrir al asesino. Lo que le quita el sueño es no conocer la identidad de la víctima. A partir de ahí comienza su propia investigación que la llevará a terrenos no habituales y circunstancias semiviolentas. Los Dardenne no pretenden aportar información nueva al “tema” refugiados. Por el contrario, intentan humanizar el hecho y tratar a cada víctima como un caso particular. No un número más si no personas de carne y hueso, con familia, nombre y apellido. La protagonista, desde su perspectiva de clase media trabajadora, representa el ojo del europeo que no es ajeno a la situación que vive el continente pero desconoce los componentes sociales involucrados en cada caso. Los directores se manejan con sutileza e intentan no apelar al trazo grueso pero no pueden evitar que en el final aflore el sentimentalismo. Aún así la sobriedad y la complejidad de la protagonista, de una honestidad irreprochable, permiten crear una natural empatía con el espectador. La chica sin nombre amaga en convertirse en un policial clásico -un whodunit- pero cumple con los objetivos ideológicos y la sequedad estética que caracteriza a los directores de El hijo. Las subtramas se van acoplando fluida y coherentemente al conflicto central y las sólidas interpretaciones secundarias -en las que brillan dos actores fetiches como Olivier Gourmet y Jérémie Renier- nunca le hacen sombra a la notable Adèle Haenel.
La chica sin nombre: Solo una búsqueda. Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne depositan su confianza nuevamente en las críticas sociales que los dejan, por momentos, mal parados. El realismo social del cine de los hermanos Dardenne se está agotando, o por lo menos, está perdiendo la magia de sus cimientos. La vida de una enferma tiene una rutina muy estricta, desde los pacientes que debe atender en estado crítico hasta la usual visita de chico enfermo al que tiene semienamorado porque la protagonista (Adèle Haenel) no es cualquier chica, es una pequeña mujer solitaria quien deslumbra por su particular belleza pero que encubre una soledad sinuosa (los únicos momentos que interactúa con otros son con sus pacientes, y su forma de compartir momentos también). Todo cambia cuando está por cerrar el consultorio y entre empujes con su joven ayudante, suena el timbre. Ella vehemente decide no hacer caso al llamado ya que si es urgente debería tocar dos veces, además de enseñarle al estudiante una lección de paciencia. Las malas noticias llegan al siguiente día cuando se descubre quien acudía a la puerta era una joven mujer que fue asesinada cerca del establecimiento, debajo de un puente. El horror y la culpa de la doctora será quien inició este periplo de silencios. Todo el mundo sabe lo que realmente pasó, pero deciden callar. La médica es la única confundida en este mundo corrupto. Una foto de la víctima será su única pista y también su cruz en toda esto relato detectivesco de preguntas (casi) sin fin. Los directores búlgaros no se alejan de su cine usual y tendencioso que tanto enamoró a Cannes (todos sus películas pasaron por este festival) pero la fórmula parece acabarse. A diferencia de “Dos días, una noche” (2014), su última obra carece de una personificación femenina como la de Marion Cotillard quien recree enigma y veracidad, la actuación de Haenel no es del todo idóneo en la obra pese a cargar con ella en todo el relato, promiscua a veces para un rol de tanta envergadura. La trama contesta varias interrogantes a lo largo del filme, pero no llega a dejar ninguno al espectador. No va más allá. O por lo menos, no trae nada nuevo de lo que nos viene acostumbrando el cine social. Los ingredientes están frescos, el talento sigue vigente, las actuaciones brillan, la fotografía encubre todo de manera minuciosa. Sin embargo, la combinación no da el sabor deseado. “La chica sin nombre” es la más floja de toda la filmografía de Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne, llega sin ánimos y será posiblemente muy olvidada.
Una cuestión ética Las películas de los hermanos Dardenne, como las de otros cineastas autores, se asemejan en ciertos aspectos. La pereza de algunos críticos hace que se confunda la coherencia apabullante de su obra con una mera repetición. De ahí a decir que su nueva película es menos de lo mismo, hay solo un paso. Pero lejos de ser una película menor, La chica sin nombre tal vez sea la más audaz de su extraordinaria filmografía. Manteniendo el rigor formal y el compromiso ético de su mirada, los cineastas evolucionan hacia una puesta en escena progresivamente depurada, para expresarse de un modo más sereno y sensible. La joven doctora Jenny Davin, esmerada e íntegra, una noche se niega a abrir la puerta del consultorio a una persona que golpea fuera de horario. Al día siguiente, se entera de que aquella persona fue encontrada muerta en el río: se trata de una joven negra sin documentos. Jenny se siente responsable e intenta averiguar las causas de la muerte o al menos encontrar su identidad para que sea enterrada con su nombre. Los Dardenne hacen cine político a partir de situaciones específicas. A diferencia del cine de Ken Loach, ellos nunca formulan explícitamente un gran tema ni reducen a sus personajes a una dimensión unívoca. Los dilemas no pasan por largos diálogos, sino por la acción pura, la urgencia, el movimiento. Las fronteras, los inmigrantes, la preocupación por el otro o la indiferencia, son temas que surgen entre las imágenes. El cuerpo habla Jenny avanza en su investigación como doctora: escuchando a los cuerpos y descifrando sus movimientos internos. Todos los que están implicados o relacionados con la muerte de la chica sin nombre somatizan. Jenny detecta sus mentiras a través de un pulso que se acelera, una crisis de vómitos o un dolor de espalda. Los Dardenne han sido desde siempre cineastas físicos, extremadamente precisos para filmar el cuerpo de los actores, sus movimientos, sus gestos, su materialidad y su posición en el espacio del plano. Los directores logran captar la exterioridad del actor, una intensidad que es asociada a su mirada humanista cuando filman personas, pero que se sostiene con lugares y objetos. La joven doctora no es culpable frente a la policía ni se siente en falta con las buenas costumbres del pueblo. Ella es culpable ante sus propios ojos. Jenny no tiene padres, amigos ni amantes. No es lo que en el cine convencional se conoce como “personaje”. Ella es la figura central de una cuestión ética. La tensión emocional que atraviesa la película proviene de la extraña mezcla entre esa abstracción ligada a la responsabilidad, y la encarnación del personaje por Adèle Haenel. De su cuerpo grácil, vivo y sensual, de su forma de hablar y de sus gestos, afloran simultáneamente caracteres contradictorios: la competencia profesional y la inquietud, la determinación y la incertidumbre. Esta combinación produce un efecto muy humano, una presencia física excepcional. La reflexión sobre la responsabilidad se transforma en un drama inquietante que pone en cuestión de un modo profundo y concreto las dificultades de vivir en sociedad.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
La hipótesis es la siguiente. Los Dardenne hicieron dos películas extraordinarias: Rosetta y El hijo, una detrás de otra. En ambas habían arriesgado y trabajado sin certezas; todavía el sistema estaba abierto y servía para explorar el cine e interrogar la experiencia social en su expresión más primitiva: la supervivencia, sobre todo en el caso de Rosetta. En El hijo el tema era enteramente otro: la piedad en clave materialista. Fueron películas viscerales porque la puesta en escena en ambas respondía a requerimientos propios del cine que hacían. Si había que filmar el desempleo adolescente, la forma elegida, devastadora y precisa, establecía un equilibrio exacto entre forma y materia. En Rosetta había un trabajo sobre el espacio extraordinario, una división de territorios y un sentido de urgencia: se filmaba la guerra, la contienda infinita por obtener un empleo. En El hijo la perfección llegaba en el final, en una de las escenas más conmovedoras de los últimos 15 años: el enfrentamiento entre el padre del hijo muerto y su asesino, no menos joven que su hijo.
Una noche, después que termine la guardia de Jenny (Adèle Haenel), alguien toca el timbre del consultorio. Su ayudante pretende abrir, pero ella se lo impide. Explica que ya no están de turno hace una hora y el joven, ante la impotencia que le genera la situación, toma su bicicleta y se va ofendido. Al día siguiente, llegan hasta ella dos detectives pidiéndole las grabaciones de la cámara de seguridad que tiene en la puerta del domicilio. Una mujer fue asesinada a pocos metros de allí y nadie sabe el motivo ni su identidad.
En la última película de los hermanos Dardenne, Adèle Haenel es una joven doctora que un día no atiende un timbrazo a causa de ser en un horario en el que se supondría ya terminaría de trabajar. Cuando se entera que quien le tocó el timbre había sido una joven que luego aparece muerta, no puede quitarse la idea de la cabeza. Si hubiese atendido… la importancia de una decisión a simple vista tan trivial. Si bien hay un detective que trabajará en el caso, ella se obsesiona con saber al menos cómo se llama, para no ser enterrada sin nombre, sin la posibilidad de que en algún momento la familia la encuentre. Y es así que ella, a su manera, comienza a hacer el trabajo del detective, al mismo tiempo que no deja su ajetreada labor como doctora, campo donde es reconocida por cada paciente que es atendido por ella. Con un guión a simple vista simple pero efectivo, los Dardennes siguen poniendo en foco el tema de las clases sociales. Más allá de estar narrada y actuada siempre de un modo muy natural, el film no puede evitar caer en algunas situaciones un poco forzadas que contrarrestan con el tono realista con el que los Dardennes imprimen su filmografía. Además de la línea argumental principal, la búsqueda de identidad de esta persona, se van desarrollando los diferentes tipos de relacionarse que la protagonista tiene con el resto de las personas. Cálida y eficiente con sus pacientes, fría y dura con el estudiante hasta que se da cuenta de la importancia que ese trato puede generar en el futuro de este joven. Pero por otro lado, es una persona muy sola. Vive sola, no sabemos ni la vemos con amigos ni familia, aun así se la percibe siempre muy humana. Más allá de su trama de thriller, el film navega más por el lado del drama. No hay mucha tensión ni suspenso, sino más bien un retrato social enmarcado por la investigación que la protagonista realiza. Con un desarrollo interesante, La chica desconocida termina quedando deslucida en su tramo final, en una resolución forzada y apática. Funciona como drama social, pero en un relato donde su eje narrativo es una investigación se siente la falta de tensión y al mismo tiempo una resolución más cercana a la naturalidad que destacan a las historias de los Dardennes.
Una pequeña ciudad de Bélgica. Una joven médica terminó su jornada. Suena el timbre del consultorio. Está cansada y decide no atender. Después se reprochará no haberlo hecho. Porque que esa chica, que venía a pedir más ayuda que atención médica, aparecerá muerta. Era una refugiada explotada por una red de tratantes. Esa culpa no dejará en paz a la doctora. Alumbrará su conciencia y el tremendo escenario de humillación y abusos que la rodea. Los hermanos Dardenne, como siempre, parten de un hecho aparentemente menor para ir después ampliando su enfoque. Hacia el costado y hacia adentro. En su búsqueda, la médica irá encontrando seres que luchan siempre en desventaja. Sus filmes tienen una inconfundible marca: son sinceros, realistas, austeros, rigurosos, casi documentales, un cine que ha contado con mucho equilibrio los grandes problemas de una clase sacrificada, siempre en riesgo, sometida a la degradación de un sistema que las obliga a enfrentar situaciones penosas y humillantes. Este no está la altura de sus grandes trabajos, pero siempre impresiona como un cine doloroso, decente y sentido.
La chica sin nombre es un drama de Bélgica. Un drama social, que nos habla de la violencia machista intrínseca en la sociedad. La película comienza en el consultorio de la doctora Jenny. Un niño sufre convulsiones y su residente se paraliza, lo que hace que reciba unos retos de parte de la doctora. Al final del día, con el consultorio cerrado, vuelve a recibir los retos de Jenny, suena el timbre pero ella le dice que no lo atienda, lo sigue retando, se enoja y se va. A partir de acá la historia se nos bifurca en dos historias. El residente que se va y la doctora que lo busca por todos los medios para que vuelva, historia que para mí está de más y lo único que suma es tiempo en la película y hasta le resta ritmo. La historia principal comienza al otro día, cuando la policía le dice que la chica que le tocó el timbre la noche anterior está muerta. Ahí comienza la cruzada por parte de la doctora, que al parecer es a la única que le interesa (más allá de la culpa) él porque está chica está muerta. La lucha de la doctora por darle identidad a ese cuerpo enterrado sin nombre nos lleva por muchos lugares, y por lugares de violencia que nos parecen normales, entonces la ignoramos. Es una película de lucha social, con un mensaje tan fuerte como necesario, porque no importa lo que era la chica antes de morir o lo que hacía, importa que es un ser humano y se merece todos los derechos de un ser humano. Me pareció una película lenta, pero es una película que vale la pena ver. Pensaba ponerle una nota cinco, pero luego de leer una crítica, me hizo ver algunas cosas que no había tenido en cuenta. Mi recomendación: Es una película que tanto hombres (sobre todo hombres) y mujeres tienen que ver. No hace falta verla en el cine, bájenla, alquílenla, pero VEANLA.