Enrique Liporace debuta como director con un film que cuenta la historia de Félix Cayetano Gómez -Awada-, un gestor completamente movilizado por el deseo de visitar a su hija en Paris -algo que la película revelará como una mentira de su hija- sin antes cumplir el sueño de muchos: formar un gremio y presentarlo en la CGT. Mientras tanto, vive un romance con la hermana del dueño de la pensión -en la que debe varios meses de alquiler-, se reúne con sus colegas y sueña con una cola muy particular. El film recorre en clave de grotesco esa etapa bisagra en la vida de Félix, que fue dado a luz en la fila de San Cayetano -una de las colas más místicas y especiales para la gente, ya sea para agradecer o para pedir, todos unidos por la fe-...
El largo camino de la vida Partiendo de una cuestión que siempre fue tan importante para la realización del ser humano como es el trabajo, Enrique Liporace y Ezequiel C. Inzaghi lograron filmar una película con muy buenas actuaciones que estimule al espectador a experimentar sentimientos y sensaciones variadas: desde la incomodidad por un par de escenas fuertes de sexo o el vocabulario soez presente adrede en gran parte de ella, hasta una emoción muy grande por la propia decadencia y la fe del personaje principal. Félix Cayetano Gómez (Alejandro Awada) nació en plena peregrinación al santuario de San Cayetano; de ahí sus nombres y apellido: Félix por el momento de extrema felicidad que vivió su madre al nacer él, Cayetano por el santo del trabajo y Gómez en homenaje al sacerdote que ayudó a que naciera. Debido a este hecho, Félix es un hombre de fe que visita al santo cada año y le agradece por todo lo que no tiene: un trabajo estable, deudas interminables, una hija lejos y ninguna esposa a su lado. Pero la gente de fe es así, dicen. Y Félix se caracteriza justamente por luchar contra viento y marea para cambiar su situación. De ahí que los directores hayan establecido ya desde el principio un paralelismo con las hormigas, el ser más trabajador de la Tierra. Quizá el vocabulario al que recurren los realizadores resulte un poco exagerado para contar los hechos y algunas escenas fuertes seguramente le chocarán al espectador, pero está claro que Liporace e Inzaghi quisieron llevar la situación al extremo provocando también una toma de postura y que lo que se ve no pase por alto. Alejandro Awada se pone a la altura de las circunstancias. Un hombre aparentemente confiado y conforme con que va a llegar a ser alguien en la vida haciendo filas por los demás, su actual medio de subsistencia, y sosteniendo siempre su visión existencialista hasta las últimas consecuencias: el problema no es ser el último en la cola, sino qué nos espera cuando dejemos de esperar. Se destaca además la participación de Antonio Gasalla como sacerdote y amigo de Félix. Un personaje muy particular que aparece para dar algunas lecciones de vida y le aporta al relato, aunque muy al final, un respiro gracioso. Una película que refleja una realidad que se vive, no sólo la difícil búsqueda de trabajo sino también una Argentina letárgica en donde hacer fila para todo es moneda corriente. Un film crítico con la sociedad pero con el foco también puesto en que la fe mueve montañas y la convicción debe ser más grande que cualquier cosa. Emotivo hacia el final y por momentos cómico, con buenas actuaciones, original argumento y un mensaje contundente.
Una espera interminable Este film argentino codirigido por Enrique Liporace, uno de los más destacados actores argentinos con una extensa trayectoria en cine, televisión, teatro y publicidad, y Ezequiel C. Inzaghi, realizador cinematográfico egresado de la Escuela Profesional de Cine de Eliseo Subiela, pretende abordar, partiendo de una premisa original, una fila de temas que de tan larga se bifurca y diluye en el camino. La cola narra la historia de Félix Cayetano Gómez, un hombre que nace en la peregrinación al Santuario de San Cayetano, el Santo Patrono del Trabajo, y de grande subsistirá de aquello que argentina supo adoptar como parte de su cultura: hacer cola para todo. Así es como Félix sobrevivirá a base de fe, y haciendo la fila por los demás claro está. Con un comienzo casi en tono de parodia de aquellos Noticieros Argentinos, donde vemos nacer al futuro colero, el relato ira proponiendo temas y personajes estereotipados a lo que se suman reiterativos sueños que (salvo al principio) mas que un aporte enriquecedor terminan siendo una interrupción del relato. Con temas del presente pero con una estética y fotografía lavada que nos recuerda años pasados, el film va perdiendo interés y deambula entre los sueños y anécdotas de este argentino tipo, creyente, vago y optimista que habla mucho y hace poco. La buena actuación de Awada y la exelente participación de A. Gasalla no alcanzan para sostener un relato signado por diálogos vulgares y redundantes (sobre todo el personaje de Mottola, casi una burla de pibe chorro que pareciera de otro relato), con un personaje femenino desaprovechado y una banda sonora que no deja silencio alguno y sobrecarga todos los espacios. La cola parece emular aquel sentimiento del ultimo en la fila: comenzar con esperanza y fe de que la misma es corta y avanza rápido, descubriendo luego lo tedioso y aburrido de la espera.
A la espera del milagro argentino La Cola, debut detrás de las cámaras del actor Enrique Liporace (también guionista y actor secundario) es una buena idea por su noble intento de reflejar una realidad de lo que se denomina trabajo informal, pero que lamentablemente pierde consistencia en primera medida por el tono de comedia grotesca mezclada con melodrama, que quita cohesión narrativa a un relato donde se ensayan ciertas alegorías pero muy poco desarrolladas desde el punto de vista conceptual. La Cola como fenómeno o radiografía social remite a las claras por un lado a la eterna espera de que suceda un milagro en este país y por otro hace alusión a un enorme porcentaje de la población postergada, que guarda el último lugar de una larga fila que avanza hacia un supuesto bienestar y futuro próspero. Sin embargo, también colarse o sacar ventaja de manera poco transparente o abusiva refleja algo de la idiosincrasia vernácula, se trate de la clase social que se trate. El protagonista de esta historia es Félix Cayetano Gómez (Alejandro Awada), padre de una hija que partió hacia París con un mejor proyecto de vida, para quien hay dos cosas que son sagradas: el trabajo como colero, es decir, que ocupa los lugares en las colas a cambio de un porcentaje y realiza tareas de gestor y por otro su devoción a San Cayetano, algo que lo conecta directamente con su más tierna infancia dado que nació en la cola cuando su madre formaba parte de la fila, que año a año pide o agradece al patrono del trabajo. El sueño de Félix es ahorrar lo suficiente para visitar a su hija en Francia sin saber que en realidad ella nunca ha viajado y actualmente vive en una pensión en Buenos Aires buscando con su amiga todo tipo de trabajo para poder pagar la pensión y no sufrir un nuevo desalojo. Pero ella mantiene la mentira del exterior enviando fotos trucadas o llamando por teléfono al padre al que da cuenta de su exitoso presente. Así las cosas, en la gimnasia de la supervivencia diaria con el anhelo de crear el sindicato de gestores para que la CGT le dé personería gremial, Félix y sus colegas del gremio procuran acaparar todo tipo de actividad que implique el negocio de la espera, aunque se les va acotando el campo por las mafias, los revendedores y las ventas telefónicas. Además de las constantes muestras de falta de solidaridad y la cultura del sálvese quien pueda, que llega hasta los confines de la economía informal también y de la que no puede ser más que cómplice si es que pretende alcanzar su meta del viaje. Enrique Liporace apela a la alegoría para dar un estado de situación en el que las diferentes simbolizaciones de lo que implica una cola a veces encuentran un buen cauce y otras se quedan en la intención, como por ejemplo cuando busca insertar un segmento fragmentado y onírico o explota las virtudes artísticas de Alejandro Awada, quien dota a su personaje de emoción y credibilidad. No obstante, resulta despareja la actuación frente a los otros personajes como el de la hija (Lucrecia Oviedo), la amante (Ana María Picchio) o las buenas intervenciones de Aldo Barbero y Daniel Valenzuela al que se suma una simpática actuación de Antonio Gasalla, que se lleva una de las escenas más logradas.
Un trámite desgastante Pocas actividades más desgastantes que hacer una cola. Ahí mismo nació Félix Cayetano Gómez un 7 de agosto en Liniers, mientras su madre esperaba para ingresar al santuario. Tal vez por eso sea que el propósito en la vida de Félix (Alejandro Awada) sea dedicarse a hacer colas como gestor, mientras busca -sin hacer demasiado- que los coleros tengan personería gremial en la CGT y la plata suficiente para un viaje de visita a su hija, que dijo haberse ido a vivir a Francia pero sobrevive en Buenos Aires promocionando suscripciones a contenidos sexuales por SMS en videos donde muestra la cola. Menos la que refiere a la de pegar, La cola hace uso y abuso de toda acepción posible de la palabra del título. Y así corren los minutos en esta comedia que sigue las tribulaciones del colero Félix y apuesta fuerte por un costumbrismo ordinario donde hay lugar para jerga urbana impostada, todo tipo de insultos (algunos, con cierto timing, mejor logrados), un acercamiento a la picaresca sexual y un inesperado costado existencialista centrado en la espera. Los debutantes Enrique Liporace y Ezequiel César Inzaghi (también actores de La cola ) resuelven con tres poco cinematográficos monólogos a cámara de Awada la presentación del conflicto, la crisis y el desenlace de los problemas de Félix en La cola y recurren cada tanto a las imágenes oníricas donde se compara el comportamiento de las hormigas con hombres enfilados que marchan hacia un trasero de proporciones titánicas. El paralelo puede resultar odioso, pero hacer cine es un trabajo difícil, analítico y mucho más complejo que poner el cuerpo para hacer una cola. Por más que a veces parezca hecho como un mero trámite.
Esperar sin esperanzas Abonar cierta suma de dinero para que alguien ocupe un lugar en alguna de esas interminables filas en las que muchos hombres y mujeres esperan turno para realizar trámites es algo que ya se volvió cotidiano. Y tan cotidiano que muchos desocupados deciden hacer de esa tarea un negocio que, en definitiva, les da una ganancia que apenas les permite vivir con cierta comodidad. Uno de estos "servidores públicos" es Félix Cayetano Gómez, un hombre que nació exactamente un 7 de agosto, Día de San Cayetano, patrono del trabajo, y que frente a una situación extrema, y al no poder conseguir una situación laboral más rendidora, se presta diariamente a acomodarse en esas colas para sustituir, en las largas horas, a aquellos que aguardan turno para resolver problemas burocráticos o lograr un buen lugar en funciones teatrales o cinematográficas. Félix vive con una mujer que se somete a sus caprichos (un buen trabajo de Ana María Picchio) y, junto con sus colegas, sueña con formar un sindicato que proteja los derechos de esos "trabajadores", y con sus casi nulos ahorros fantasea con viajar a París para reencontrarse con su hija Yanina. Los directores y guionistas Enrique Liporace y Ezequiel C. Inzaghi posaron sus atentas miradas en esos seres angustiados que se esfuerzan por salir adelante en medio de un micromundo en el que día a día les devora sus más íntimas ilusiones. De esta manera, La cola se transforma en una gran metáfora que refiere a una Argentina letárgica. Si por momentos el film cae en algunas reiteraciones, no son ellas las que impiden descubrir en esta historia un soplo de calidez, una ráfaga de amor, un sólido afán por mostrar, quizás, el otro lado de las cosas cotidianas que, muchas veces, pasan inadvertidas por la mayor parte de la gente. Los realizadores tuvieron en Alejandro Awada a un actor de enorme capacidad para ponerse en la piel de ese Félix que, finalmente, descubrirá que el problema y la solución no es ser "el último en la cola", sino saber qué se puede esperar cuando se deja de esperar. Por el elenco transitan también, en breves y sustanciosas apariciones, Antonio Gasalla, Alberto Anchart y el propio Liporace, a los que se une una meritoria participación de Lucrecia Oviedo, como esa hija que trata de vencer a la adversidad a través de la mentira
Estampitas grotescas Las imágenes de archivo del inicio, entremezcladas con alguna simpática reconstrucción en blanco y negro, funcionan como un pequeño sketch que parece construido por Capusotto y Saborido. Ocurre que en una de las interminables colas a la espera de entrar a la Iglesia de San Cayetano, en pleno auge del peronismo década del '50, nace Félix Cayetano (Awada), personaje que a futuro pretenderá conformar un sindicato de “coleros” Pero La cola, ópera prima del actor Enrique Liporace junto a Ezequiel Inzaghi, acumula en su desarrollo los clisés y momentos más estentóreos del cine argentino de los '80. Entre su objetivo sindical y las reuniones con amigos (entre ellos, el pibe bardero y chorrito que interpreta Nazareno Mottola en diez registros más altos de lo permitido), Félix debe plata por el alquiler de su pieza, espera los llamados telefónicos de su hija que supuestamente-vive en París, y hasta tiene tiempo de seducir a la casera hablándole al oído con algunas palabras expresadas en francés (¿!). Pero la hija anda cerca, sin un mango, haciendo castings de acá para allá, y exponiendo su cuerpo a algún baboso y chanta representante (ese buen actor de Liporace, ayudado por un peluquín). En medio de semejante catarsis teñida de humor grotesco y de una exacerbación de puteadas sin sentido, también habrá lugar para algunos momentos oníricos donde el ético Félix aparece haciendo fila en un paisaje extraño y planteándose dilemas con otros personajes secundarios (entre ellos, su hija) sobre el estado de las cosas. En la última parte surgirá un cura interpretado por Gasalla y cuatro o cinco líneas de guión que provocan una mínima sonrisa. Rara película La cola. Los personajes parecen haber metido los dedos en el enchufe y las cuatro o cinco subtramas no están bien narradas, sino contadas a golpes y a los gritos. Todo se transmite con un grado de euforia cinematográfica que recuerda a los peores exponentes del cine argentino costumbrista. Tal como si se tratara de un viaje a través del tiempo, cubierto de desechos y telarañas, sobre algo incomprensible que hace bastante se divorció del lenguaje del cine.
La vida que no avanza El destino de Félix (Alejandro Awada) quedó marcado el día que nació: un 7 de agosto, en la fila que los fieles hacen frente a la iglesia de San Cayetano para saludar al santo en su día, cuando Perón aún era presidente. Fiel a su designio, en la actualidad trabaja como “colero”, aunque se define “gestor”, y pretende dignificar la actividad con la creación de un gremio que agrupe a todos sus compañeros de rubro. Está lleno de ilusiones: quiere ir a Francia a ver a su hija (Lucrecia Oviedo), que supuestamente vive allí, aunque eso también es una ilusión. Ella nunca viajó, pero sostiene la mentira porque no quiere ser una carga para su padre. Ni que él lo sea para ella. La película, entonces, nos cuenta las historias de este padre, su hija, y todos los que los rodean. Historias de personas sencillas, cuyo principal problema es evitar los abusos y estafas, y rebuscárselas para sobrevivir casi sin dinero manteniendo por sobre todas las cosas la dignidad. En el resto de elenco se encuentran también Ana María Picchio, Aldo Barbero, y una breve participación de Antonio Gasalla como el sacerdote que conoce a Félix de toda la vida. En general las actuaciones están bien, aunque por momentos a Awada parece pesarle un poco la responsabilidad de una película entera sobre sus hombros. Un recurso desafortunado es la representación de un sueño recurrente en Félix, en el que aparece gente haciendo una larga fila hacia nadie sabe dónde, y unos hombres-hormiga que la supervisan. Estas escenas no representan nada de gran sentido, y le dan un tono pseudo-onírico al film (aparecen repetidas veces) que no tiene que ver con lo que parecía ser la propuesta original. A partir de este sueño, se elabora una teoría para nada sólida sobre los roles en la sociedad, en un intento de filosofía simplista que tampoco aporta. Hay otro detalle que puede irritar un poco, y es la posición casi paternalista que tiene el guión con respecto a sus personajes, como si fueran niños, o seres algo inferiores, de cuyas ingenuidades es posible reírse. El resto del guión es la sucesión de suertes (las menos), y desgracias (más frecuentes) que sufren los personajes, y no mucho más que eso. Está bien que las películas dejen, o intenten al menos, dejar un mensaje, pero no queda tan bien cuando hay que explicarlo, y plasmarlo en una frase para el afiche. Cuando el guión es lo suficientemente sólido, la “moraleja” se interpreta por sí sola, y eso es en parte lo interesante de la actividad del espectador.
Dirigida por Enrique Liporace, la película parte de una buena idea argumental, con un expresivo Alejandro Awada, pero luego la realización se desliza con un lenguaje costumbrista que no remonta vuelo.
Enfoque a la viveza criolla La película de Enrique Liporace y Ezequiel C. Inzaghi muestra la picardía argentina, típica de los barrios periféricos y lo hace mediante un estilo grotesco, con elementos fantásticos, que le permiten despertar interés en el espectador. La "opera prima" de Enrique Liporace y Ezequiel C. Inzaghi, se propone ser una radiografía de los argentinos de clase media baja y de aquellos que viven de las changas. Su protagonista Félix Cayetano Gómez (Alejandro Awada) es un personaje curioso, por la "profesión" que eligió. Como su madre lo tuvo un 7 de agosto, durante una de las esperas en San Cayetano, el hombre encontró una forma fácil de ganarse la vida: se dedica a guardarles un lugar en la fila para ingresar a la iglesia, a todos los que le pagan por hacerlo. El dice que su trabajo es el de "gestor". Félix tiene otros amigos, que también se dedican a hacer "colas" para comprar entradas para los Rolling Stones, o para otros recitales de rock, para luego revenderlas. Félix tiene una hija de poco más de veinte años y se presume que su mujer murió, aunque eso no queda claro. Hace dos meses que debe el alquiler del cuarto en la pensión en que vive, pero como es el amante de Mirta (Ana María Picchio), la dueña del lugar, va sorteando las dificultades. LOS "COLEROS" El protagonista sueña con fundar un sindicato de "coleros", como se autodenominan él y sus amigos, una serie de personajes algo temibles, que además de hacer la fila en San Cayetano, también roban billeteras a los más distraídos. El padre Antonio, que conoce a Félix desde que nació, le dice que la religión ya no es la antes y hasta le propone tirarle las cartas para ayudarlo a encontrar un camino. La película de Enrique Liporace y Ezequiel C. Inzaghi muestra la picardía argentina, típica de los barrios periféricos y lo hace mediante un estilo grotesco, con elementos fantásticos, que le permiten despertar interés en el espectador. Entre losactores que saben incursionar con comodidad por el grotesco, se destacan Alejandro Awada (Félix), Ana María Picchio (Mirta) y Antonio Gasalla (Antonio).
Fallida realización de idea atractiva Entre las tantas ediciones de «Sucesos Argentinos» que todavía se conservan, figura por ahí el retrato oficial de una familia tipo durante la época peronista, feliz, satisfecha, esperanzada. En un cortometraje de 1989-90, alguien tomó esos minutos e imaginó el destino de esa familia. Era un corto melancólico, de ancianos derrotados e hijos descreídos. Los tiempos han cambiado un poco, pero el esquema vuelve a tener fuerza. Quien ahora lo aplica es el doctor Ezequiel Inzaghi, en dupla con el actor Enrique Liporace, ambos debutando en la dirección. Así, vemos primero el Día de San Cayetano de 1954, donde la gente sólo va a agradecer, y un niño nace con la bendición del santo, según registra un supuesto «Sucesos...» de ese momento. Y luego, décadas después, el hombre grande e infeliz en que se ha convertido ese niño. Un pobre tipo que vive en una pensión y se las rebusca cobrando para hacer la cola en recitales y oficinas públicas. Es cierto que la obra hubiera tenido más fuerza en 2001-2, pero igual tiene su razón de ser. Lo que no tiene es un buen nivel de realización. La realidad de las colas y el sentido alegórico del relato apenas se vislumbran, los conflictos dramáticos (el endeudamiento, la turbiedad del negocio, los riesgos que amenazan a una hija sin preparación práctica para la vida, el engaño en que hace vivir al padre, etc.) daban para más. Falta desarrollo, sobran situaciones remanidas, lugares comunes, chistes viejos. Alejandro Awada, el propio Liporace, Antonio Gasalla en breve rol de cura, Alberto Anchart en su última película, cumplen como corresponde. Otros, no tanto. Y Lucrecia Oviedo, como la hija que mantiene torpemente la ilusión paterna, está desaprovechada.
Vicios repetidos y reconcentrados Un detalle objetivo sirve para posicionar al potencial espectador en la subjetividad propuesta por La cola: uno de sus protagonistas es el aquí también codirector debutante en el largo Enrique Liporace (el otro es Ezequiel Inza-ghi), actor cuya carrera cinematográfica comenzó en los ’60, languideció en los ’70 y volvió con fuerza en los ’80 y ’90. Sin menospreciar la calidad artística de sus trabajos (el CV incluye films muy buenos, como Tiempo de revancha y Ultimos días de la víctima), se sabe que la década iniciada en la primavera democrática no fue precisamente la más fructífera para el cine vernáculo: el apego al estereotipo, el costumbrismo entendido como sucesión de gritos, puteadas y eses comidas en barrios de clase media–baja de la Capital, la equiparación de la función de la banda sonora con la de un resaltador fluorescente, o el plano y contraplano como única posibilidad de construcción formal eran algunos de los vicios de aquellos años. Mismos vicios que, hoy, veintipico de años después, vuelven a (re)concentrarse aquí. Un Sucesos argentinos apócrifo muestra las coordenadas socioculturales en las que se desarrollará la historia. Félix Cayetano (Alejandro Awada) nació dos meses antes de lo pautado mientras su madre peregrinaba los últimos pasos rumbo al altar del Patrono del trabajo. Saludado por el mismísimo Perón como un “bebé de la paz, el pan y el trabajo”, aquel icono devino en cincuentón caído de la clase media e instalado en una pensión, que dedica sus días al oficio de colero. Esto es: se gana la vida guardando lugares en filas de colegios, estadios u oficinas burocráticas, al tiempo que ahorra cada peso con el único fin de visitar a su hija supuestamente instalada en París. Aunque ella tampoco la pasa mejor. Aquel viaje nunca existió y hoy vive en una habitación rentada con una amiga y gasta su tiempo –y su dinero– yendo de audición en audición buscando la oportunidad actoral de su vida. Oportunidad que aparentemente llega cuando da con el productor indicado. De allí en más, La cola seguirá en paralelo el derrotero de ambos personajes. Esto bien podría disparar la exploración de la tensión entre vida laboral y emocional, pero, en cambio, apenas sirve para incluir una galería de personajes secundarios construidos a brochazo limpio, casi como una versión de pantalla grande de la tira Buenos vecinos: los dueños de las pensiones son seres demoníacos (a ella la dejarán literalmente de patitas en la calle), el productor interpretado por el propio Liporace denota lascivia y chantada en cada frase, los colegas de Félix son unos buscavidas irredentos y, Everest de la chabacanería, el sobrino posadolescente de uno de ellos (Nazareno Mottola) es lo más cercano a una cloaca lingüística que haya dado el cine argentino en años, con puntaje perfecto de diez guarradas cada diez palabras. Habrá, además, chistes sobre olores de baños, un Antonio Gasalla de cura y una analogía entre los coleros y las hormigas machacada desde la segunda escena. Que se explica, claro, cuestión de que nadie quede afuera.
Si bien “la cola” es casi una institución en la comunidad urbana desde los comienzos del siglo pasado, en cambio el oficio de "colero" se hizo muy popular en la Argentina en épocas en las que la gente salía disparada del país ante la imposibilidad de vislumbrar aquí un futuro optimista. Bancos, embajadas, obras sociales, recitales, y varios etcéteras, proponían la idea, luego generalizada, que alguien hiciera la fila por otro, evitándole la pérdida de tiempo, a cambio de una apropiada propina. ¡Vaya si es un tema interesante para tratar y desmenuzar en una película! Enrique Liporace y Ezequiel César Inzaghi eligieron este contexto para contar la historia de Félix Cayetano Gómez (Alejandro Awada), un hombre, como tantos otros, que encontró la veta de supervivencia en esta actividad y que, como tantos otros, transita y canaliza su esperanza en LA fila más abarcativa de todas, la que anualmente convoca a miles de fieles: San Cayetano. Su motivación también está aferrada a la posibilidad de viajar a Francia para visitar a su hija, personaje del cual se desprende la subtrama principal. Su esposa, personificada por Ana María Picchio, realmente brillante, es su confidente y a la vez su cable a tierra. Quizás este contexto sea la virtud principal sobre la que se apoya la capacidad de generar interés en los que estamos sentados frente a la pantalla, virtud sostenida por un elenco sólido que hace creíbles a las criaturas del guión, elaborado también por los realizadores. Podría observarse una suerte de redundancia en las escenas oníricas, que no intentan otra cosa que aclarar o explicar el estado anímico del protagonista frente a la circunstancia. Algunos de estos sueños son funcionales a una bajada de línea metafórica y contundente. Es en estos pasajes donde el eje se desvía un poco. Uno podría preguntarse qué habría pasado si se hubiera elegido una apuesta extrema hacia el grotesco, pero es sólo una de las múltiples opciones que ofrece la temática. La elección es de los creadores de la obra, y es lo que tenemos. “La cola” es una comedia dramática cuyos altibajos estarán más, o menos, subrayados por la sensibilidad de cada espectador. Como siempre, en el arte no hay riesgos sino posibilidades.
La idea sobre la que gira esta opera prima de Enrique Liporace y Ezequiel C. Inzaghi es cuanto menos original. Entré a sala seducido por la idea que había leído en las gacetillas y la buena impresión que me dejó el trailer, debo reconocer. El abordaje de la problemática de la falta de inserción laboral, el oficio local de ser "colero" y el multiestelar elenco, alentaban a esperar lo mejor. En líneas generales, creo que "La cola", es un trabajo desparejo, posee algunos señalamientos interesantes, ciertas sólidas actuaciones aunque el guión no alcanza la profundidad deseada para darle vuelo a la cinta. Félix Cayetano (Awada) es un tipo que nació un 7 de agosto, fiel devoto de San Cayetano. Su actividad es trabajar por ocupar un lugar en filas. Eso. Nada menos. Nada más. La cuestión es que Félix cree que su actividad (y la de sus compañeros) necesita reconocimiento sindical, así que brega por armar un gremio de "coleros". A él se lo tiene bien conceptuado, así que está convencido de que puede llevar adelante el desafío. Además, tiene una hija (Lucrecia Otero) que supuestamente vive en Francia y a la que quiere visitar, haciendo maravillas con el poco dinero que gana... Que dicho sea de paso ni le alcanza para pagar el alquiler del lugar donde vive pero como seduce a la dueña del lugar (Ana María Picchio), logra ir zafando e ilusionandose con dicha imagen. Dónde anda Yanina (Otero) es una incógnita... o no. Por ahí está cerca, haciendo algo para trascender... Veremos entonces la lucha de Félix por sacar adelante su vida, mientras unos extraños sueños lo acosan, que mejor, no interpretar...o sí. Ustedes sabrán. Algo más, en la última parte aparece Antonio Gasalla haciendo de religioso, en un divertido papel que le pone color a un relato que ya a esa altura, necesita un fuerte golpe de timón para cerrar bien. Hay dosis generosas de humor grotesco, mucha crítica social y una metáfora que se ve clara, de esta Argentina que vivimos (y sufrimos) todos, hoy en día. Siento que la película parte de buenos supuestos pero su concreción no alcanza los niveles de la ideas que la sustentan. Las actuaciones son aceptables (aunque el registro de algunos personajes parece un poco estridente), aunque sí hay que destacar el enorme esfuerzo de Awada para sacar adelante su protagónico, por momentos cargándose la película al hombro, literalmente. El crédito está abierto, quizás en el próximo trabajo de esta dupla, podamos ver todo su potencial. Por lo pronto, "La cola" cumple en transitar un camino que nuestro cine conoce de sobra: el costumbrismo, en este caso teñido de denuncia y reflexión social, desde la visión de los excluídos para quienes las oportunidades, no suelen estar, precisamente, a la vuelta de la esquna.
Un señor que nació en la fila de espera de San Cayetano vive de hacer la cola por otros. Tiene un sueño: organizar a quienes laburan de lo mismo y, algún día, viajar a París donde vive su hija. Un film viejo, de esos que en los 80 nos hacían sufrir con “cómo somos los argentinos”, donde la comedia es grotesca y donde todo tiene un costado miserable que la vida -si la intención era “realista”- no posee jamás en dosis tan concentradas. Regodeo en la desgracia ajena.
En la espera del milagro Félix Cayetano Gómez es un hombre muy creyente que vive en una pensión sin trabajo y sin amor. Pero su historia tiene una particularidad: Félix nació mientras su madre hacía la cola el día de la peregrinación de San Cayetano. Él piensa que posee una especie de bendición pero en realidad vive esperando una vida de dicha que nunca llega. Sobrevive haciendo changas de gestor y piensa erradamente que su hija está en París, cuando en realidad ella está tratando de sobrevivir en Buenos Aires, como él, y acude a una agencia de “caza talentos” trucha donde utiliza su cola como recurso de trabajo para que aparezca en los populares “Mandá cola al 7070”. “La cola” muestra una porción triste y humilde de la realidad porteña y que no tiene un mensaje muy profundo ni actuaciones brillantes, salvo la de Antonio Gasalla que aparece en los últimos minutos como un sacerdote que le hace abrir los ojos a Félix. Una película que muestra las miserias más visibles de los argentinos desde la desocupación y el tema de “la cola” en todas sus variantes: desde lo insoportable que es hacer cola para cualquier trámite hasta como un objeto para sobrevivir y la eterna espera de algo que nunca llegará, pues la solución no es precisamente seguir esperando.
Publicada en la edición digital #243 de la revista.