Para saber cómo es la soledad Desde siempre una de las temáticas favoritas del séptimo arte ha sido la soledad, un tópico que a veces pone de manifiesto una carencia de afecto y en otras ocasiones simplemente apunta a un estilo de vida que quiebra las imposiciones del sentido común social, por lo general vinculadas a la construcción de una familia tradicional en la que -por suerte- ya prácticamente nadie cree. La denuncia de este catálogo de anacronismos castradores, propios de un modelo “occidental y cristiano” que se vino abajo de manera progresiva gracias al individualismo posmoderno, suele ir de la mano del retrato de una serie de personajes que por decisión o vueltas de la vida se encuentran solos y presos de una especie de rutina que tiende a una fetichización de determinados objetos, acciones o hobbies que -al igual que casi todo en nuestra existencia- nos permite olvidar la sutil sombra de la muerte. La Comunidad de los Corazones Rotos (Asphalte, 2015) funciona casi como un tratado sobre el tema porque explícitamente analiza las distintas facetas de la melancolía, el olvido, el abandono, la misantropía o la clásica timidez en lo que atañe al arte de relacionarse con el resto de la humanidad, representaciones de un “otro diferente” que dista mucho de ser el eje de la solidaridad de antaño y que hoy se transforma en un enigma insondable o -en el peor de los casos- una amenaza potencial. El director y guionista Samuel Benchetrit logra un trabajo muy parejo y meritorio que combina tres historias que se sitúan en un edificio semi derruido de los suburbios de la ficticia Ciudad de Picasso, como si se tratase de una interpretación lírica, bien a la francesa, de los films corales de Robert Altman o aquellas primeras obras de Paul Thomas Anderson, siempre lindantes con la comedia dramática. La primera trama gira alrededor del acercamiento romántico entre una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) y un hombre en una silla de ruedas, Sterkowitz (Gustave Kervern), la segunda retrata la amistad entre Jeanne Meyer (Isabelle Huppert), una actriz otrora famosa, y su joven vecino Charly (Jules Benchetrit), y finalmente la tercera pone en interrelación a la Señora Hamida (Tassadit Mandi), una emigrante argelina, y el astronauta John McKenzie (Michael Pitt), quien desciende con su cápsula -luego de un desperfecto en el espacio- en la terraza del edificio. Mientras que Sterkowitz imita al Clint Eastwood de Los Puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995) y se hace pasar por fotógrafo, Charly ayuda a Meyer para conseguir un papel en una puesta teatral sobre Nerón y McKenzie hace las veces de “hijo adoptivo temporal” de Hamida, cuyo primogénito real está en la cárcel. Conviene no adelantar demasiado sobre el contexto específico de cada historia porque la intención del realizador es -de hecho- crear un entramado de detalles que pinten en paralelo a todos los protagonistas, poniendo de relieve su humanidad bajo un esquema retórico de “caída de defensas” por etapas (en los tres casos tenemos a un personaje que busca acercarse y otro que desconfía en primera instancia, para luego comenzar a sorprenderse/ identificarse con su contraparte). La Comunidad de los Corazones Rotos es una película sencilla y muy dulce que examina en toda su complejidad a este puñado de extraños a los que vamos conociendo de la misma forma en que ellos se conocen entre sí, con la paciencia y el respeto que merecen los marginados, los inconformistas y aquellos que saben lo que es la soledad, un estado emocional/ existencial que garantiza paz y tranquilidad pero que de vez en cuando conviene romper para abrazar la diversidad de experiencias que nos ofrece la vida, esa que deberíamos explorar en su extraordinaria plenitud antes de que llegue el fin…
La soledad era esto Imposible no quedar seducidos por La comunidad de los corazones rotos y la ternura de sus seis personajes excepcionales. A partir de un inmueble casi ruinoso, el realizador francés Samuel Benchetrir ha conseguido construir un puñado de historias poéticas y además muy divertidas. En un suburbio francés que puede pertenecer a cualquier gran ciudad, como siempre en mitad de ninguna parte, una reunión de inquilinos debate el cambio del ascensor, definitivamente muerto, y naturalmente, la propuesta de que se pague entre todos los vecinos. Unanimidad absoluta con la excepción del señor Sternkowitz (Gustave Kervern) quien vive en el primer piso y él no lo utiliza nunca. Tras encendidas discusiones sobre la solidaridad vecinal, se decide que Sternkowitz no pagará con la condición de que nunca utilice el nuevo ascensor. De acuerdo, solo que a las pocas semanas el destino le juega una mala pasada, y el inquilino del primero se ve obligado a ir en silla de ruedas. Evidentemente, no puede subir por la escalera… A partir de este momento se entrecruzan una serie de deliciosas historias improbables. Un astronauta estadounidense (Michael Pitt) aterriza en la azotea de la casa y madame Hamida (Tassadit Mandi), argelina, le ofrece su casa hasta que vengan a recogerle, le enseña a comer couscous e incluso le presta la camiseta del Olympique de Marsella de su hijo… Una actriz que ya no está de moda (Isabelle Huppert), melancólica y al borde de la depresión, encuentra consuelo en sus charlas con el joven adolescente y quizá algo enamorado Charlie (Jules Benchetrit, hijo del realizador y de la actriz Marie Trintignant, muerta en 2003 a causa de la paliza que le dio su compañero de entonces, el músico Bertrand Cantat). Estos son algunos ejemplos de los muchos momentos tiernos y poéticos que pueblan la quinta película de Benchetrit, quien no consiguió entusiasmar al público con sus anteriores proyectos (“Gino” y “Un viaje”), y que es una adaptación parcial de sus cuentos “Cronicas del Asfalto” (de hecho, el título en francés del filme es “Asphalte”. La soledad es lo que une a todos los personajes de este drama que rebosa empatía con todos esos humildes habitantes de las viviendas sociales HLM (habitación de alquiler moderado) que se encuentran en las afueras de las grandes ciudades francesas. La soledad es el telón de fondo de esas historias cruzadas, muy vivas, tiernas, patéticas y llenas de humor que conmueven, y en las que los sentimientos oscilan desde la simple vecindad hasta la compasión. Un auténtico acierto. La Comunidad de los Corazones Rotos nos recuerda irremediablemente tanto al cine del sueco Roy Andersson (en concreto, a Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, del 2014), como al del finlandés Aki Kaurismäki, autor de Un hombre sin pasado (2002), debido a las situaciones absurdas planteadas y a los pintorescos personajes que las protagonizan, muy característico en la filmografía de ambos directores, combinado con un toque de fantasía del primero y una gran dosis humanista del segundo. Tres pequeñas historias relatadas con ingenio, ironía y mucho humanismo, donde aparecen situaciones surrealistas extraídas de la vida cotidiana, tratadas con mucha ternura y sensibilidad, cuyo tema central es la soledad y el paso imparable del tiempo.
Todos llevamos nuestra pena en el alma. En las afueras de la gran ciudad, más precisamente en un edificio por demás venido a menos se va desarrollando esta sensible y adorable historia. Allí viven diferentes personajes como ser una actriz un tanto olvidada, un adolescente medio parco, un hombre bastante egoísta que cae en desgracia pero que encuentra a su enfermera, una madre apenada por su hijo que está en prisión y que da hospedaje a un astronauta recién llegado… A todos ellos lo único que los une es una carencia. Y tal vez sea la falta por necesidad de amor. La forma cómo se va contando la película es sumamente preciosa y como vamos sintiendo empatía por todos ellos. Para mi gusto una verdadera joya. Dirige Samuel Benchetrit con un elenco donde todos brillan: Isabelle Huppert, Gustave Kervern, Michael Pitt, Valeria Bruni Tedeschi, Jules Benchetrit, Tassadit Mandi. Hasta ese final elegido. Es la construcción de una historia humana que confluye. De seres que tienen sus propias heridas y que están muy cerca uno del otro. Donde una puerta oxidada a la intemperie de un volquete que golpea fuerte por el viento podría llegar a ser ese ruido extraño.
Cada cual en su mundo. En un derruido edificio de viviendas en los suburbios, conviven varios personajes sin mucho más en común que una compartida soledad. Una actriz que no acepta el paso el tiempo y la fama que alguna vez supo tener, resulta cuestionada por un adolescente que vive prácticamente sin ver a su madre aunque compartan departamento; un mezquino vecino que queda temporalmente inválido no puede pedir ayuda a nadie, y en una de sus salidas clandestinas se enamora de una enfermera a la que le miente diciendo que es fotógrafo; a una madre que solo quiere que su hijo vuelva a casa, le cae un reemplazo del cielo cuando la cápsula que trae de regreso a la Tierra a un astronauta estadounidense se desvía de rumbo, dejándolo varado algunos días hasta que la NASA pueda ir a buscarlo sin escándalo. Todos ellos son La Comunidad de los Corazones Rotos, sus historias paralelas le dan cuerpo a la película con una mezcla de drama y comedia, mientras hacen lo que pueden para sobrellevar una realidad de soledad rutinaria. Con ternura tibia: Aunque con una dosis de absurdo interesante, las tres historias de La Comunidad de los Corazones Rotos son pequeñas e íntimas, apostando más a generar empatía por sus personajes que a atrapar dentro de una trama llamativa. Cada una a su modo refleja la tristeza de sus protagonistas con cierta ternura optimista, provocando sonrisas más que lágrimas, hasta con el despreciable vecino que -por simple mezquindad- se niega a pagar por la reparación del ascensor solo porque vive en el primer piso y no lo necesita. Mucho más querible resulta la madre argelina que sufre por su hijo que está en la cárcel y no duda en alojar al extraño que llega a su puerta: por más que no se entiendan una palabra de lo que dicen, se forma inmediatamente un vínculo fraternal entre ambos que hace desear que nunca llegue la NASA. Un tanto más compleja es la relación entre la actriz venida a menos y su vecino adolescente, aportando una mirada más adulta que la propia a su conflicto de ver pasar el tiempo con una fama que amenaza con no regresar. El eje que mantiene de pie a La Comunidad de los Corazones Rotos es el trabajo actoral, porque no hay mucho para contar ni con palabras ni con imágenes, es ese grupo y su carisma lo que puede sostener la película. Desde la narración todo parece quedar un poco inconcluso, los personajes (insinuados como interesantes pero sin real profundidad visible) y las situaciones que enfrentan se van resolviendo, discurriendo desde el principio al final mayormente sin grandes sobresaltos, dejando una sensación placentera pero también intrascendente. Conclusión: Entretenida pero algo insulsa, La Comunidad de los Corazones Rotos construye situaciones potencialmente interesantes que desarrolla a medias.
En busca de alguna clase de epifanía. La película del escritor y realizador francés Samuel Benchetrit está basada libremente en algunos fragmentos de su proyecto de largo aliento Crónicas del asfalto, una serie de novelas de tinte autobiográfico sobre anhelos difíciles de satisfacer. El título local de Asphalte puede llevar a confusiones: no se trata, de ninguna manera, de un relato ligado necesariamente a los problemas del corazón, aunque la tristeza sea el estado general de casi todos los personajes. Algo parecido a esa palabra del alemán de difícil traducción, Sehnsucht, que refiere a un anhelo difícil de satisfacer. La película del escritor y realizador francés Samuel Benchetrit está basada libremente en algunos retazos de su proyecto de largo aliento Crónicas del asfalto, una serie de novelas –de las cuales se han publicado a la fecha sólo dos– que recorren de manera ficcional “los treinta primeros años de mi vida”, según afirma en la contratapa de la traducción al español del primer tomo. De esa manera, La comunidad de los corazones rotos no es tanto una adaptación del texto original como un desmembramiento o, si se quiere, un apéndice audiovisual del mismo. Aunque quizás lo mejor sea apreciarla como un ente autónomo, independiente de su origen literario. Para ello, Benchetrit logró rodearse de un compacto grupo de actores de reparto y tres figuras del cine internacional. El señor Sterkowitz (Gustave Kervern) es el único habitante de un edificio de departamentos suburbano –donde, por otro lado, transcurren las tres historias del film– que ha decidido no aportar dinero para la instalación de un nuevo ascensor. Lógico: vive en el primer piso y nunca lo usa. “¿No oyó hablar de la solidaridad?”, le preguntan sus vecinos. Golpe de mala fortuna mediante, consecuencia de un accidente bastante ridículo, quedará imposibilitado de caminar y, por ende, de utilizar las escaleras. De manera absolutamente casual, conocerá a una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) con la que comenzará una relación de breves charlas nocturnas. Al mismo tiempo, una actriz caída en desgracia (la últimamente ubicua en la cartelera argentina Isabelle Huppert) se muda al complejo y entabla una relación con su vecino, un adolescente bastante despierto interpretado por el hijo del realizador. Finalmente, otra vecina, una mujer de origen argelino, se encuentra con la sorpresiva obligación de tener en su casa a un inquilino, un astronauta de la Nasa que acaba de aterrizar con su pequeño módulo espacial en la terraza del edificio (el estadounidense Michael Pitt). Así barajadas las cartas, cada uno de los tres relatos –que la película alterna y entrecruza dependiendo de las necesidades dramáticas– retrata el encuentro de un ser solitario con una nueva e inesperada compañía. El tono, en líneas generales, es el de la comicidad tristona, agridulce, jugada a tonos moderados. Y también algo excéntrica, no sólo por algunos de los detalles de las tramas sino, esencialmente, por las acciones y reacciones de los personajes. Por momentos, podría pensarse en alguna lejana filiación con Aki Kaurismaki o el alemán Dominik Moll, aunque Benchetrit tiene su propia agenda estética. Rodada en el ahora en boga formato de 1.37 (casi cuadrado), Asphalte parece siempre en busca de alguna clase de epifanía para sus personajes y su énfasis en una bonhomía esperanzada termina funcionando como reflejo algo publicitario de los usos y costumbres cotidianos de seres comunes y corrientes. Cine dentro del cine: allí están las imágenes de La dentellière viradas al blanco y negro como pequeña reflexión meta-cinematográfica sobre la carrera de Huppert.
Sueños de amor francés Con tan solo cinco películas a sus espaldas, Samuel Benchetrit ha logrado desmarcarse claramente. En tanto que director, presenta a menudo personajes cómicos que intentan sobreponerse a infortunios y decepciones, y nos atrae hacia mundos de fabliaux pícaros. Mundos en los que todos son pecadores o locos pero en los que al final nadie resulta perjudicado. La comunidad de los corazones rotos (Asphalte, 2015) se compone de tres historias ligadas entre sí por un bloque de pisos deteriorado y lúgubre. Vemos a seis personajes, todos ellos solos y cómicos, que poco a poco van formando pares. Los solitarios encuentran amantes, los hijos encuentran madres y la película explora así con gran acierto el impacto social de los proyectos de viviendas públicas. Después de todo la primera imagen es la de un bloque de pisos a medio derruir. Los bloques de pisos de Benchetrit están atrapados (con la nostalgia que lo caracteriza) en algún punto incierto entre los años ochenta y el presente. Sus típicos grises, marrones y beiges también proliferan en casi todos los planos (en concordancia con el título), y los personajes están a menudo filmados desde atrás. El resultado es un interesante y abrumador sentimiento de la condición de dislocación y separación de este mundo, emitiendo así una suave crítica. Pero la predecible obsesión del director con las crisis humanas (a menudo masculinas) y con los personajes cuyos nombres acaban en "Stern-" no resulta en absoluto aburrida. Todos sus fabliaux poseen un estilo de montaje atractivo y contundente que se añade al gran manejo del humor visual que lleva 14 años demostrando. Sigue recurriendo con gran maestría a actuaciones exageradas y brillantemente incómodas por parte de su elenco francés (en una muy francesa producción), solo que esta vez introduce al actor americano Michael Pitt. Pero Pitt no es el único matiz que introduce el director. La comunidad de los corazones rotos es mucho más naturalista y comedido que sus anteriores films. Los habituales diálogos ingeniosos también se han reducido. En su lugar, el director ha potenciado todavía más las oposiciones características de los fabliaux. Así, vemos cosas cómo jóvenes se enamoran de viejos en escenas graciosas y refrescantes, mientras un astronauta americano aterriza de manera surrealista en la azotea de un bloque de viviendas sociales de Francia... Los múltiples relatos les permiten una y otra vez hacer un chiste, pasar a otra historia y luego volver para rematarlo con una frase concisa y sensiblera. Esto significa que el ingenio visual y la intensidad de su retrato social justifican sobradamente a La comunidad de los corazones rotos.
Película episódica sobre seis personajes dominados por la soledad. El libro Crónicas del asfalto adquirió cierta fama gracias al tono entre amable y fabulesco con que se aproximaba a la vida de seis vecinos de un edificio ubicado en un barrio ficticio de París. Su autor es el francés Samuel Benchetrit, quien ya tenía en su haber cuatro películas como realizador y ahora es uno de los dos responsables de adaptar su propio texto a la pantalla grande. La comunidad de los corazones rotos podría ser una de Robert Altman hablada en francés, con sus seis personajes hermanados por la soledad y el desamparo en tres historias paralelas cuyos desarrollos podrán –o no- intersectarse. La primera gira alrededor del acercamiento entre una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) y un hombre en silla de ruedas (Gustave Kervern); la segunda muestra la amistad entre una actriz venida a menos (Isabelle Huppert) y un vecino adolescente; mientras que la última aborda el encuentro entre un astronauta norteamericano (Michael Pitt) que cae con su capsula espacial en la terraza y una inmigrante marroquí. Los relatos corales suelen ser efectivos aun cuando la irregularidad sea una norma. La comunidad de los corazones rotos no es la excepción, pues sus tres historias entregan momentos de emoción genuina y otros apuestan deliberadamente por el lugar común. La buena noticia es que Benchetrit respeta a sus personajes, dejándolos evidenciar sus problemas sin juzgarlos. Una película sencilla, noble y directa, aunque con poca pulpa en su interior.
La comunidad de los corazones rotos: sutil retrato de la vida colectiva Si el ascensor no hubiera sufrido el desperfecto que obliga a que los residentes de este modesto edificio de departamentos se vean las caras por una vez, da la impresión de que no se habrían conocido. De la obligación de reparar la máquina averiada derivan otros cruces determinados por el azar o por las ocurrencias del libreto, que introducirán inesperados cambios en la vida de varios de ellos. Son pocos -apenas media docena- los personajes que asumen el primer plano: tipos diversos, heterogéneos, singulares en más de un caso, pero siempre cargados de humanidad y alejados del clásico estereotipo de "gente común". Samuel Benchetrit sabe de qué habla. Él mismo es autor y director del film y padre -junto con Marie Trintignant- de uno de sus mejores actores. En este film todos brillan porque conoce a esos personajes de cerca y a ese ambiente sencillo: ha vivido en él, por eso detesta las visiones convencionales. No hay, como suele verse desde afuera, "alegría de vivir" sino pequeñas historias, pequeños dramas como el del que ahora se ahorra el gasto del ascensor porque vive en el primer piso, y vuelve del hospital en silla de ruedas; pequeñas historias de amor, como la del adolescente (el hijo del director), y la actriz que en otro tiempo fue estrella (Isabelle Huppert) y define al cine en una bella escena, y encuentros insólitos como el del astronauta caído del cielo y a quien su actual anfitriona hace conocer las delicias de su cuscús.
Una agradable sorpresa resulta “La comunidad de los corazones rotos” (Francia, 2015), película de Samuel Benchetrit en la que adapta su best seller “Crónicas del Asfalto” y que llega con cierta demora a la cartelera, pero no por eso merece no ser atendida. En una ciudad sin esperanzas, presentada más allá del gris tradicional, como una inmensa mole continua de edificios, cajas de zapatos en las que habitan, sin siquiera relacionarse un grupo de seres humanos, desconectados entre sí, situaciones particulares sirven para tomar conciencia sobre el estado actual de los vínculos. Allí la habilidad de Benchetrit no sólo coincide con el transponer su propia historia, sino que, principalmente, radica en transformar cinéticamente esa lograda descripción en escenas y situaciones bien logradas, en detallados momentos extraídos de la vida, como esa eterna reunión de consorcio inicial en la que se debate la adquisición o no de un nuevo ascensor y su utilización por parte de todos los vecinos. “Todos”. “La comunidad de los corazones rotos” relata un sinfín de historias paralelas para hablar de la realidad, y mezcla todo para configurar un relato único sobre los tiempos que corren, marcados por la soledad, la incomunicación, el sedentarismo y la falta de empatía. Un joven que se conecta con una recién llegada que lo triplica en edad, un astronauta que, vaya a saber por qué, termina conviviendo con una mujer oriunda de Argelia, un recientemente salido del hospital se conecta con una enfermera con gustos particulares. Y también hay personajes secundarios, que terminan por configurar un espacio de interacción más allá de las quejas puntuales, y un grupo de adolescentes que no terminan por encontrar un sentido a la vida, son sólo algunos de los escenarios que Benchetrit configura para deleite de los espectadores. Sin caer en lugares comunes, y reforzando el sentido de la sorpresa con giros que van reconfigurando el GPS narrativo, “La comunidad de los corazones rotos” se presenta como el reflejo de una sociedad como la francesa que tuvo que aggiornarse a tiempos de multiculturalismo y crisis, dos aspectos que atraviesan su agenda actual. Y en ese intentar hablar de lo urgente, de la descripción minuciosa de las personalidades de cada uno de los protagonistas, pero también en el plantear situaciones vívidas sobre la vida en una propiedad vertical, el guion va tejiendo redes que amalgaman las personalidades y diferencias de los protagonistas. El humor como válvula de escape para hablar de la realidad, la lograda acidez para configurar cada una de las situaciones con las que se inicia el relato, el cine que permite introducirse en las rutinas para desde allí echar luz sobre temas y tópicos que, al ser universales, trascienden fronteras. “La comunidad de los corazones rotos” no busca estar más arriba de la propuesta que trae, ni tampoco se disfraza de algo que no es, y justamente esa es una de sus principales virtudes, la de poder entretener y reflexionar en la misma partida. Atentos al elenco, encabezado por Isabelle Huppert, pero con grandes intervenciones como las de Valeria Brune Tedeschi, o el americano Michael Pitt, como ese astronauta perdido en Francia y con mucho hambre.
La comunidad de los corazones rotos. Pinta tu edificio y pintarás el mundo. En este film, un edificio venido a menos, de un suburbio francés, donde el consorcio apenas puede arreglar un ascensor. Son las pequeñas viñetas, las conexiones entre sus vecinos, las que tejen la trama de este microcosmos. El tono algo frío y distante no impide la simpatía que transmite el conjunto, empujado por grandes actores.
Un lugar de vivienda común un edificio y tres historias singulares y entrañables le dan a este film un encanto que va mas allá de la observación, la comicidad, una mirada intensa sobre la soledad, la necesidad de comunicación tan imperiosa y tan poco concretada. Todo se inicia con una reunión de consorcio, en un edificio de los suburbios parisinos, venido a menos. El problema es arreglar el ascensor. Un solo vecino se niega porque vive en el primer piso y no pagara una cuota extra si se compromete a no usar nunca el ascensor. El destino lo pone cómicamente en una silla de ruedas y pasará a ser un usuario clandestino. Ese hombre, que se alimenta de las maquinas expendedoras del hospital donde lo atendieron, conocerá a una enfermera y se inventara un destino mas brillante para conquistarla. Humor y ternura, con cuota de sensible humanidad. La otra historia une a la siempre intensa y talentosa Isabelle Huppert como una actriz de pasado esplendor, alcohólica que se comunica de manera especial con un adolescente solitario, una excusa para mostrar films del esplendor de la actriz. El episodio más serio, oscuro, Y por último una solución por el delirio que une a un astronauta perdido norteamericano con una señora musulmana que pena por su hijo preso. Una comunicación donde las barreras idiomáticas no impiden el entendimiento a corazón abierto. Tres momentos para recordar que los corazones rotos tienen reparación a veces de las maneras menos esperadas, con un toque de ternura, un poco de atención, un semejante solidario. Además de la Huppert, grandes actores como Valeria Bruni Tedeschi, Michael Pitt y muchos mas. Dirige Samuel Benchetrit co-guionista con Gabor Rossov.
La comunidad de los corazones rotos, de Samuel Benchetrit Por Ricardo Ottone El Sr Sterkowitz vive solo en el primer piso de un edificio de monoblock. No se lleva bien con los vecinos, no quiere pagar el arreglo del ascensor porque no lo usa, y los vecinos aceptan su decisión con la condición de que él ya no lo use. Después de un accidente ridículo, queda postrado y en silla de ruedas usando el ascensor a escondidas. En sus incursiones nocturnas a un hospital para comprar snacks en una máquina, conoce a una enfermera de guardia y la visita cada noche fingiendo una vida aventurera de fotógrafo que obviamente no es la suya. Jeanne Meyer es una actriz cuyos tiempos de fama, si alguna vez existieron, pasaron hace rato. Por pura casualidad entabla una relación con su adolescente vecino de piso quien la ayuda con problemas domésticos y se interesa un poco en su pasada carrera. Aziza es una señora mayor de origen argelino, con un hijo en prisión, a la que le cae de regalo un astronauta norteamericano cuyo módulo aterriza justo en la terraza (sin que a nadie le llame la atención) para quedarse a vivir allí unos días esperando que sus colegas de la Nasa vengan a buscarlo. La comunidad de los corazones rotos es una historia coral sobre tres personajes solitarios que por motivos fortuitos van a conocer a alguien y ese acercamiento va a transformar sus vidas o sus perspectivas de la misma. Su título local no le debe tanto a Elvis Presley como a esa condición de seres heridos de sus protagonistas. Su título original, Asphalte, es una abreviación de Les Chroniques de l’Asphalte, libro del propio director del film, Samuel Benchetrit, que aquí se adapta a sí mismo, lo cual, claro, no es garantía de nada. Se trata entonces de una referencia al asfalto y cemento que rodea las agobiantes vidas de estos personajes y que juega como metáfora de la alienación urbana. Las tres historias se cuentan en simultáneo pero nunca llegan a entrelazarse. Eso no es infrecuente en los relatos corales cuyas historias independientes pueden estar relacionadas apenas por un tema o una locación, como en este caso son la soledad o el edificio. Y si los protagonistas no coinciden, tampoco el tono de cada línea encaja demasiado con las otras dos. Una (la de la actriz) está contada desde un cierto naturalismo, otra (la del falso fotógrafo) desde un humor que pretende ser absurdo y es más bien bastante burdo y básico, y la última (la de la señora y el astronauta) con un grado de verosimilitud que no tiene nada que ver y se lleva medio de patadas con las otras dos. Desde la primera escena se amenaza con que el film va a ir por el lado de la comedia, aunque fría y contenida acorde al carácter de sus protagonistas a los que retrata con una buena dosis de patetismo. A medida que avanzamos el patetismo toma el relato por asalto y le gana al humor por goleada. La línea narrativa que se salva de este tratamiento es la de la actriz y el adolescente, que funciona mejor en parte porque se cuenta de manera más sutil, sin caer en el subrayado, y en parte también por la presencia de la siempre extraordinaria Isabelle Huppert. A las otras dos historias las ganan los lugares comunes y el trazo grueso mientras sus personajes son sometidos a un ridículo constante para tratar de redimirlos al final con un mensaje final de reconciliación con uno mismo. La comunidad de los corazones rotos se nos presenta a como un film humanista y noble que pretende una actitud de no juzgar. Una actitud que puede ser saludable, pero que es más bien engañosa ya que, a pesar de esta tierna fachada, termina cayendo fatalmente en una mirada condescendiente. LA COMUNIDAD DE LOS CORAZONES ROTOS Asphalte. Francia. 2015. Dirección: Samuel Benchetrit. Intérpretes: Isabelle Huppert, Gustave Kervern, Michael Pitt, Valeria Bruni Tedeschi, Jules Benchetrit, Tassadit Mandi. Guión: Samuel Benchetrit, Gábor Rassov. Fotografía: Pierre Aïm. Música: Raphaël Haroche. Edición: Thomas Fernandez. Duración: 100 minutos.
Más allá de antecedentes esporádicos en la historia del celuloide sería justo reconocer a “Ciudad de ángeles” (Robert Altman, 1993) y “Tiempos violentos” (Quentin Tarantino, 1994) como ejemplos paradigmáticos del concepto de película coral, en tanto un mismo director, usando varias historias a la vez, que por virtud del montaje terminan formando parte de un mismo argumento. Distinto del cine coral de varios directores en una misma obra como “Boccaccio 70” (Vittorio De Sica, Federico Fellini, Mario Monicelli, y Luchino Visconti, 1962) o “Historias de Nueva York” (Woody Allen, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola, 1990), en las cuales no necesariamente hay una unidad temática por más que el título original insista en lo contrario. El estreno de “La comunidad de los corazones rotos” se inscribiría en el primer ejemplo, es decir, la pólvora ya se había inventado lo cual no quita la cuestión fundamental: hablar de un tema, entretener y acaso emocionar. Para hablar de la soledad (adosando la tristeza y desesperanza que esta provoca) el actor y director Samuel Benchetrit elige una estética cuasi ciclista, pues son tres tándems de personajes los que utiliza para abordar su propio guión, coescrito con ,Gábor Rassov, y cuya locación es en Francia. Así, en circunstancias codeadas con pinceladas de un absurdo liviano, se va armando el tríptico que justifica el título en español. Una actriz de fama olvidada (Isabelle Huppert) conoce a un pibe apenas adolescente con ausencia de padres (Jules Benchetrit). Una madre (Tassadit Mandi) que sufre por la prisión de su hijo encuentra un palitivo con un astronauta joven que cae en la terraza (Michael Pitt). Finalmente un tipo que termina en silla de ruedas por exceso de ejercicio en una bicicleta fija (Gustav Kervern) inicia, por vergüenza de su condición, una relación nocturna con una enfermera de guardia (Valeria Bruni Tedeschi) a la cual visita, so pretexto de ser fotógrafo. Está claro que hay una deliberada búsqueda de sutilezas cuyo sustento reside en la calidad actoral del elenco (gran mérito de la dirección de casting que logra empatar a Isabelle Huppert con el resto), y en el aprovechamiento del humor que causan las situaciones insólitas. Para esto, la primera media hora de presentación y pre desarrollo de los personajes resulta cabal para lograr el objetivo. El director se toma su tiempo con el estado emocional de sus criaturas, a quienes parece querer mucho,evidentemente, sin que esto signifique lástima o compasión desmedida, porque de lo contrario hubiese caído en arquetipos inútiles. Prima entonces, encontrar la forma de hacerlos queribles en su circunstancia, y si bien no logra una poética pura como las individualidades que tan bien retratan Michel Gondry o Wes Anderson, estas seis personas tienen la suficiente transparencia de una verdad que los atraviesa: Están solos y urgidos de una compañía que los contenga. Música, fotografía y una compaginación equilibrada acercan una sensación agradable al espectador que, por virtud de la simpleza sin rimbombancias, saldrá de ver “La comunidad de los corazones rotos” con una sonrisa.
En su quinto largometraje, el dramaturgo y cineasta francés, Samuel Benchetrit adapta una serie de historias de su autoría llamadas Crónicas del asfalto y crea La comunidad de los corazones rotos, tres sensibles relatos que se desarrollan en un mismo espacio y reflexionan sobre la soledad y el inevitable paso del tiempo. La cinta comienza con una conflictiva asamblea de la comunidad de vecinos de un desmejorado y viejo edificio de los suburbios de la capital francesa. En la misma, se debate el pago del mantenimiento del ascensor, algo a lo que Stenkowitz (Gustave Kervern) el inquilino del primer piso, se niega, ya que no lo utiliza. Tras acordar, con el resto de los asistentes, que nunca usará el ascensor, tiene la mala suerte de verse envuelto en un accidente casero que lo deja, durante un tiempo, en silla de ruedas. El karma en su máxima expresión. Este es el punto que quiere plantear Samuel Benchetrit en cada una de las tres historias. Más allá de que los protagonistas comparten el mismo escenario, se pueden disfrutar de manera independiente las unas de las otras. De esta forma, se observa al desdichado Stenkowitz que se escapa, cada madrugada, de su casa para compartir unos minutos con una solitaria enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) que sale a fumar un cigarrillo en la puerta del hospital durante su recreo. Se advierte entre ambos un amor incipiente, el de dos seres grises disconformes con sus vidas, resignados a pasar en soledad el resto de sus días. La agridulce historia de amor es potenciada por la magia de la propia nocturnidad de sus encuentros. El mismo tono melancólico se potencia en la historia de Jeanne Meyer (Isabelle Huppert), una veterana actriz de los ochenta, ya en el olvido y sumergida en su alcoholismo, que comienza a salir de a poco tras conocer a su vecino Charly (Jules Benchetrit), un adolescente observador y maduro para su edad, con los mismos miedos y necesidades afectivas. A través de enseñarle sus viejas películas, repasan sobre el paso del tiempo. Su simplicidad la convierte en la pieza más delicada y más profunda que sucede en el edificio. El otro relato que completa el film es el viaje de un astronauta norteamericano (Michael Pitt) cuya capsula aterriza por accidente en la azotea del inmueble, por lo que acaba como refugiado durante unos días en el departamento de una anciana argelina (Tassadit Mandi). Bajo el mismo techo conviven dos personalidades radicalmente opuestas, tanto en edad como en nacionalidad, y que funciona como una impactante reflexión sobre la comunicación, el entendimiento y la aceptación entre culturas. A pesar de la diversidad de sus relatos, La comunidad de los corazones rotos es una obra equilibrada dentro de una perspectiva cotidiana. Es sencilla en su delicadeza y prioriza la profundidad de sus diálogos antes que su estética y dinamismo. En ellos se revelan la necesidad de compañía que sufrimos todos. La cámara está constantemente fija para que fluyan las conversaciones entre personajes tan extraños como fascinantes y que transmiten en su totalidad ese sentimiento de humanidad y compasión. El cine francés es experto en aprovechar las historias simples y convertirlas en magnificas obras. Lo único que tiene en su contra es que abandona el humor negro del principio para centrarse en el drama. Las tres historias atraen al espectador durante todo el transcurso y gracias a la empatía de su guion logra que la mayoría se identifique con algún sentimiento.
Distintas situaciones se suceden en un edificio en los suburbios de una ciudad francesa que puede ser cualquiera. Viven seres solitarios y extraños, ellos son: Sterkowitz (Gustave Kervern, “Aaltra”), hosco , tacaño y que se encuentra ubicado en el primer piso y se niega a pagar el ascensor, tiempo más tarde algo le sucede y circunstancialmente conoce a una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi, “Munich”); Jeanne Meyer (Isabelle Huppert, “Elle”), una actriz en crisis y que entabla una relación con un joven adolescente Charly (Jules Benchetrit, el hijo del director en la vida real) que es su vecino del departamento de enfrente, que se encuentra solo, algo pasó con su familia; y un personaje bastante insólito por las circunstancias en que llega al lugar, es un astronauta americano John McKenzie (Michael Pitt, “Seven Psychopaths”) quien cae perdido en la casa de la cariñosa y fraternal Señora Hamida (Tassadit Mandi) una argelina que tiene su hijo en la cárcel. Cada uno de estos personajes se destaca en esta historia coral, ellos son seres solitarios y a lo largo del film veremos sus desventuras y vivencias. Contiene diálogos ingeniosos, momentos alocados, gags visualmente divertidos y una pincelada de surrealismo. El film bajo un ritmo pausado, nos presenta una crítica social, la falta de comunicación, el egoísmo, el no mirar a tu alrededor, la incomprensión, como te podes comunicar aunque no hablemos el mismo idioma, entre otros temas.
MONÓLOGO INTERIOR Los vecinos de un edificio anónimo de los suburbios franceses se reúnen en uno de los departamentos para hablar del ascensor y votar si se invertirá el dinero necesario para repararlo. Todos parecen estar de acuerdo, todos salvo Sternkowitz del primer piso. Solitario y callado debe esperar en un inmerso living, mientras el grupo compacto debate en otro cuarto qué hacer frente a su postura poca solidaria. Al final y, casi por primera vez, el hombre forma parte de un equipo cuando se aprueba (con su consentimiento) que él no utilice nunca más el elevador por negarse a pagar; una decisión poco favorable puesto que unas horas más tarde, el destino del vecino avaro y antisocial del primer piso cambiará por completo. Pero la soledad, la nostalgia y el azar no son los únicos rasgos centrales de este personaje, sino que simulan ser algunas de las características más sobresalientes de ciertos habitantes de este no lugar donde realizan acciones simples, hábitos interminables y apuestan por repetirse a sí mismos. Todos estos elementos se refuerzan con el uso de numerosos planos fijos y escenas reiteradas que le imprimen una atmósfera de tiempo cíclico y cerrado a las tres historias que se desarrollan en paralelo en La comunidad de los corazones rotos (Asphalte en la versión original), adaptación de la novela Las crónicas del asfalto escrita por Samuel Benchetrit, guionista y director del filme también. La primera está centrada en Sternkowitz desde una doble mirada: su forma de habitar la casa (espacio privado) y las frecuentes visitas nocturnas a un hospital, donde conversa con una enfermera en su descanso (espacio público). Otra aborda la reciente mudanza de una actriz famosa durante los años 80 al mismo piso donde un adolescente “vive” con una madre ausente, mientras que la última se focaliza en un astronauta de la NASA que, por un error de cálculo, aterriza en la terraza del edificio y debe permanecer en la casa de una mujer marroquí hasta que lo vengan a buscar. Si bien al principio los relatos simulan conectarse solamente a partir del absurdo o cierta ironía, se evidencia luego un nexo más fantástico entre ellos: por un lado, la vivienda que carece de marcas distintivas, reconocibles e, incluso, parecería abandonada –ese grupo compacto del inicio no vuelve a presentarse más, como si fuera una alucinación–; por otro, el ruido inexplicable que se repite a lo largo de la película y del que circulan versiones dispares acerca de su procedencia. De esta manera, cada vínculo funciona de manera autónoma pero se complementa como un todo mayor frente a estas extrañezas. “¿Qué pensás cuando te ves en la película?”, le pregunta Charlie a la actriz que supo brillar hace 30 años. Ella le responde que nada, que se limita a zambullirse en lo que está mirando y la metáfora no podría ser más justa. Porque estos personajes no hacen más que sumergirse en sí mismos a través de la rutina y del aislamiento repitiendo la misma escena en un círculo sin fin. Romperlo implica un sacrificio, un riesgo, una batalla contra la propia desolación de la misma forma que atreverse a averiguar cuál es la razón de ese gemido. ¿Mantenerse en el cuarto solos o atravesar la puerta que los conecta con el mundo? Por Brenda Caletti @117Brenn
CAJAS SOLITARIAS Del sobrio y sutil título original Asfalto (Asphalte, en francés) a La comunidad de los corazones rotos (¿?) hay una brecha tan enorme como la que separa a los personajes de este edificio suburbano de Francia donde todos están un poco solos. El director Samuel Benchetrit construye una suerte de microcosmos de personas que ante un hecho extraordinario colisionan sus vidas encontrándose más acompañados por un momento, algo que fue explorado numerosas veces en los films corales. El lineamiento es la soledad, pero no todas las historias que se entrelazan en el relato fluyen de la misma forma y parecen forzadas por el concepto que atraviesa la película. Un hombre algo antipático que se niega a participar de la compra de un ascensor y termina necesitándolo por un accidente bastante zonzo al terminar en silla de ruedas, un astronauta estadounidense solitario en la estratósfera, una célebre actriz caída en decadencia, una madre que sufre el encarcelamiento de su hijo, un adolescente que pasa sus días solitario en su apartamento y una enfermera de turno nocturno, son los personajes que ven sus vidas trastocadas por algún hecho extraordinario que permite que colisionen y encuentren un consuelo para su sufrimiento. Lo que puede sonar peligrosamente a un cliché de sentimentalidad y melodrama termina resuelto con solvencia gracias a una dosis de humor negro y una puesta en escena esquemática que hace del plano cerrado un recurso expresivo. Pero como se dijo, no todo fluye en el relato con la misma efectividad por más que hablemos de humor negro porque, a la hora del drama, se le notan demasiado los hilos en su ejecución, en particular en el caso del Sterkowitz de Gustave Kervern. Que en la introducción hablemos de su resistencia y poca solidaridad para poner un ascensor en el edificio donde vive, sabemos que resultará en un “arma de Chékhov” en algún momento de la narración que lo afectará de alguna forma. Pero todo el largo derrotero dramático del desenlace parece demasiado forzado, quitándole autenticidad a su historia con la enfermera interpretada por Valeria Bruni Tedeschi. Lo que es peor, su costado más lacrimoso que las otras historias que componen el relato resulta extraño, en particular por la sutileza con la que se desenvuelven, haciendo hincapié en lo latente antes que en lo manifiesto. Interesante como propuesta reflexiva sobre la soledad, La comunidad de los corazones rotos construye un microcosmos que cuando no resulta demasiado volcado a ser un drama resulta un film sólido.
Asphalte es un curioso film francés. Su juego de roles entre el drama, el surrealismo, la comedia y la melancolía lo hacen una propuesta interesante.Está basada en los cuentos del mismo director Samuel Benchetrit “Las crónicas del asfalto”. Intrepretada por Isabelle Huppert, Michael Pitt y Valeria Bruni Tedeschi, entre los nombres más rutilantes. La historia transcurre en un edificio donde la incomunicación entre sus vecinos es moneda corriente. Los personajes son pintorescos: un señor que no quiere pagar por un nuevo ascensor porque vive en el piso 1, a causa de una mala pasada termina en silla de ruedas, tendrá que usarlo a escondidas de los demás vecinos y se siente atraído por una enfermera que fuma sola por las noches. Una actriz en el ocaso de su carrera que entabla relación con un chico que anda en bicicleta. Y un astronauta de la NASA que cae del cielo en una cápsula sobre la azotea del edificio, es refugiado por una amable señora argelina. Son 3 historias corales. Asphalte tiene personalidad, con bríos de misterio y situaciones varias hace cómplice al espectador. Las situaciones son estratégicamente menores y desde su austeridad va construyendo empatía con sus personajes. Inverosimilitud disfrazada de menor importancia. Asphalte es cine bienintencionado que habla de la soledad y la alienación y que no pretende mucho. Sus relatos pequeños e inconexos no apuntan a quedar en la historia. Y sin embargo, una vez finalizada la película deja mucho más de lo que se podría vislumbrar de un film en apariencia menor, triste y de personajes que viven en un sucio edificio sin mucho lustre.