Humillación y sacrificio. Por suerte todavía podemos encontrar ocasionalmente realizaciones que si bien no llegan a maravillar ni a instituirse como puntos de referencia dentro del contexto cinematográfico contemporáneo, por lo menos aportan un poco de aire fresco y hasta pueden resultar atrayentes tanto por la materialización parcial de sus objetivos explícitos como por una especie de “traición involuntaria” al esquema general propuesto por la trama, ese margen de incertidumbre que siempre arrastran los artistas al momento de la “confluencia”, cuando la obra en cuestión se enfrenta a los distintos segmentos del público a captar. Desde ya que el acercamiento y sus consecuencias ponen de manifiesto las subjetividades de los extremos. La israelí La Esposa Prometida (Lemale et ha’halal, 2012) puede ser leída como una curiosidad melodramática en la tradición de Jane Austen o como un intento concienzudo por legitimar a la congregación jasidista de Tel Aviv. La historia es muy sencilla: frente a la muerte de su hermana al dar a luz a un niño, Shira (Hadas Yaron) se ve presionada por su madre Rivka (Irit Sheleg) para casarse con el viudo, Yochay (Yiftach Klein), ante la posibilidad de que el hombre acepte una oferta de otro “matrimonio arreglado” con una mujer en Bélgica, lo que implicaría la partida definitiva del bebé de Israel. Luego de las reticencias iniciales, los protagonistas comienzan un juego ciclotímico en pos de “efectivizar” -o no- dicha unión. Durante gran parte del metraje la directora/ guionista debutante Rama Burshtein, desde una perspectiva antropológica bastante inocente, se preocupa por dejar en claro que la “palabra final” con respecto al casamiento es de la pareja de turno, más allá de los imperativos sociales y la necesaria aprobación del rabino. El film obvia los aspectos más nocivos de este fundamentalismo religioso, léase el sexismo, la alienación cotidiana, la hipocresía, la violencia latente, la sumisión y esa patética necedad a la hora de comprender al “goy”, al otro por fuera del clan. En esto tiene mucho que ver la condición de judía ortodoxa de la propia cineasta, lo que deriva en un retrato “casi” instintivo de una colectividad patriarcal. A pesar de cierta torpeza en el desarrollo narrativo, que incluye problemas de continuidad y un desaprovechamiento de la tensión en algunas secuencias concretas, Burshtein consigue una excelente actuación por parte de Yaron y nos ofrece -desde el más puro automatismo cultural de origen- un lienzo detallista acerca de los “dolientes de Sion y Jerusalén”, tan cegado por un sectarismo bobo orientado a un “lavado la cara” como valioso desde el punto de vista etnográfico (se destaca en especial la escena del Purim). Las paradojas sellan la estructura de un convite agridulce aunque interesante que por un lado parece denunciar sutilmente al sororato y por el otro condona las humillaciones y un “sacrificio” ridículo…
La Esposa Prometida es el primer largometraje que realiza Rama Burshtein, una mujer judía ortodoxa, y podría ser leída como una película que abre (tímidamente) la puerta hacia la intimidad de tal religión y forma de vida. Sin embargo, la simple historia que este film presenta va más allá de eso. Shira (Hadas Yaron) es parte de una familia que vive aislada en jasídico secular, es decir, que pertenece a un movimiento religioso ortodoxo del judaísmo en Tel Aviv. Un día es presionada por su madre Rivka (Irit Sheleg) para contraer matrimonio con Yochay, su cuñado (Yiftach Klein) quien ha enviudado luego que la hermana de Shira falleciera al dar a luz a su bebé. Ante tal hecho trágico e inesperado, Shira debe cambiar sus planes de casarse con el joven que le interesa, para unirse a Yochay antes que éste acepte una oferta nupcial en Bélgica, lo que implicaría la partida del bebé de Israel. Para el nuevo viudo rehacer su vida es prácticamente su único objetivo, pues en su cultura debe buscar a una buena mujer que críe a su hijo, ya que en estas religiones, la crianza siempre queda del lado femenino, pero con supervisión masculina. Ante este potencial doble riesgo: que el bebé sea alejado del seno familiar materno, y que Yochay encuentre una madre que no sea lo suficientemente buena, surge la idea de emparentarlo con Shira. Así se da inicio a un largo (pero no tedioso) diálogo entre la familia materna y el viudo, para intentar concretar la unión, no sin dejar en claro que la decisión final será responsabilidad de la joven Shira, y luego será aprobada o no por el rabino de la comunidad. La búsqueda del bienestar De esta forma la película invisibiliza y obvia aspectos típicos característicos de el fundamentalismo religioso tales como la sumisión ante la autoridad patriarcal -sin ir más lejos, las mujeres deben caminar por detrás del esposo, del padre, y si tuviese hijos varones, también detrás del hijo-, el sexismo, o la connotación negativa a la mujer que ya sea por elección, o bien por falta de propuestas, permanece soltera -quienes están casadas o próximas a hacerlo, llevan el cabello cubierto, mientras que las demás no lo hacen, en señal de soltería-. A pesar de esto, la bella Shira en un momento se anima a decir lo que quiere, y lo que siente, pero sus deseos se contraponen al bienestar familiar, y en ese ámbito de encrucijada, se maneja todo el film. El resultado es una pequeña gran historia, bien contada, con geniales actuaciones pero como expliqué antes, con omisiones claras, que resultan producto del origen y crianza ortodoxa de su directora.
Yo me quiero casar ¿Y usted? Esta ópera prima de la guionista y directora Rama Burshtein tiene varias particularidades. Además de la obvia -ser el debut en el largometraje de una mujer en un país como Israel-, hay que indicar que la realizadora forma parte de la comunidad jasídica y que su film está inspirado en un conflicto real ocurrido entre los sectores judíos más ortodoxos. La protagonista y dueña del punto de vista de la narración es Shira (Hadas Yaron, consagrada como mejor actriz en la Mostra de Venecia de 2012), una joven de 18 años que vive con su familia (el papá es un influyente rabino). Cuando su hermana mayor muere al dar a luz, el marido, Yochay (Yiftach Klein), recibe la propuesta de afincarse en Bélgica, donde lo espera una nueva esposa (los matrimonios son arreglados por los progenitores, pero la película deja en claro que la última palabra, el aval definitivo es siempre de los implicados). Ante la perspectiva concreta de que el bebé se vaya de Tel Aviv, los padres de Shira empiezan a presionarla para que sea ella quien se case con el viudo, quien no ve con malos ojos la posibilidad. No pocos cuestionaron a la directora por no tomar partido, por no criticar, cuestionar o incluso denunciar los procederes de una colectividad que, desde la perspectiva occidental y la corrección política, es claramente conservadora y machista. Pero justamente lo que hace de La esposa prometida un film valioso es que está contado “desde adentro”, con conocimiento de causa, casi como si fuera un registro etnográfico. Todo ese retrato de encuentros en la sinagoga, reuniones familiares, cantos religiosos y celebraciones milenarias está tan bien reconstruido (los actores elegidos no pertenecen a esa comunidad) que uno puede entender y hasta sentir cómo es la dinámica interna y hasta las contradicciones que enfrentan cada uno de ellos. La película tiene algunos desniveles narrativos, escenas que no alcanzan la misma intensidad que otras, pero estamos ante una propuesta distinta de una cinematografía que, salvo excepciones como La infiel (un éxito impensado), casi no llega a la cartelera comercial. Así, con un destino inevitable de discusión acalorada (especialmente dentro de la comunidad judía local), se trata de un estreno para celebrar.
Acerca del vacío El film israelí La esposa prometida (Lemale et ha'halal, 2012) de Rama Burshtein explora la noción de dos vacíos. Uno es indagado con plena consciencia, y trata sobre la falta de una representación auténtica de la comunidad haredí en el séptimo arte. Este vacío Burshtein lo colma de manera excepcional, haciéndonos parte de su universo y aportando una mirada genuina sobre su propia colectividad. Hacia el final, sin embargo, surge otro vacío: agazapado en su discurso, Burshtein nos propone casi sin querer la conversación sobre la relevancia del deseo de la mujer en las comunidades ortodoxas, a menudo relegado en pos de la tradición. Shira (Hadas Yaron) es una joven de dieciocho años que espera ansiosa su matrimonio arreglado en la ciudad de Tel Aviv. Ella es parte de una familia de la comunidad haredí, en la que tanto sus padres como su hermana disfrutan de uniones amorosas exitosas y pacíficas. Sin embargo, el día de la festividad de Purim, sucede una tragedia familiar: la hermana de Shira, Esther (Renana Raz) sufre una descompensación y fallece repentinamente al dar a luz a su hijo Mordechai. Luego de esta desdicha, la vida de Shira y su familia cambiará rotundamente, y se abrirá el interrogante acerca del futuro del bebé y del viudo, Yochay (Yiftach Klein). Desesperada ante la perspectiva de perder a su yerno y a su nieto, y sin consultarlo previamente con su hija, Rivka (Irit Sheleg) propone al viudo la opción de que éste despose a Shira para preservar la alianza familiar. El nudo dramático se da cuando un atormentado Yochay y una sorprendida Shira deben decidir si esta unión es la mejor idea. La decisión parece residir en la voluntad de Shira, aunque a medida que el film avanza las presiones familiares aumentan y sus opciones disminuyen, dejándola confundida y atrapada en un conflicto de lealtades entre la razón y el corazón. Cabe aclarar para empezar a discutir esta obra que este es el primer largometraje de Rama Burshtein para un público secular. La directora maneja una perfección técnica y visual que asombra tratándose de un debut; esto en sí ya es un esfuerzo loable. Antes, Burshtein se había dedicado por más de una década a realizar películas para las mujeres de las comunidades ultra Ortodoxas de Israel. Por tanto, el desafío de esta película viene desde su realización misma, contando por ejemplo con protagonistas seculares (Yaron, Klein, etc.). Esta elección no es menor, más todavía si pensamos en los problemas sobre la recepción del público que surgen cuando directores religiosos eligen celebrar sus comunidades. Es verdad que Burshtein pide un compromiso de parte del público: su mensaje acerca de la institución del matrimonio y las prioridades clericales por sobre todo en la vida es inequívoco. Pero si podemos aceptar este pacto (incluso si no acordamos con él), entramos de lleno en una historia que realmente vale la pena experimentar. La principal fortaleza de esta película es sin duda la mirada de una directora que - más allá de nacionalidades o religiones - es mujer y artista, y entiende sobre personajes femeninos presentes y bien construidos. Las mujeres de Burshtein tienen roles predestinados, sí, y a veces no saben qué quieren exactamente, pero son activas, pensantes, determinadas. No es casual que la influencia número uno de la directora sean las heroínas las novelas de Jane Austen. De todas formas, si bien Shira es una mujer con confianza, es innegable que sus opciones son limitadas. Dadas las presiones familiares, culturales y de la comunidad, su voluntad personal corre riesgo de ser atropellada. Y es justamente ese espacio dramático el que el film inaugura. Shira debe decidir qué vacío, qué futuro elegir: si suplir el rol de esposa devota y madre, o elegir un matrimonio propio, entre pares. La religión le pide que elija con su corazón, su familia le pide que elija con la razón. Y en el medio de este conflicto queda una niña casi mujer, que debe enfrentarse a un brusco despertar sobre el deseo. En este respecto, hay que destacar la representación que Yaron hace (y que le valió el reconocimiento de mejor actriz en el Festival de Venecia en 2012), logrando un trabajo excepcional retratando a Shira en todos sus variados humores y situaciones, y atravesando un dramático y vertiginoso arco de personaje. El espectador secular puede pensar hacia el final del film - conociendo las inclinaciones de la directora - que hay algo en su discurso que se le escapa, un mensaje entre las líneas bastante fuerte y contradictorio, y ese es el del libre albedrio de la mujer y su deseo. Es inevitable ver en ese último encuadre de Shira -literalmente arrinconada por la tradición - un individuo en conflicto con su deseo. Es evidente que la Shira que mira al matrimonio y al amor con ojos de niña desde ese pasillo del supermercado desaparece a través del film. Pero la nueva Shira más adulta aún no se ve como un individuo sexual, no tiene un deseo desarrollado, y se ve forzada a lidiar con algo que aún no entiende. Shira está arrinconada, y si bien elige, lo hace casi a ciegas, esperando lo mejor. Más allá de toda interpretación, el conflicto de La esposa prometida propone muchos interrogantes y despierta el interés inmediato. Queda en el ojo del espectador llenar ese vacío, y eso ya la hace una obra digna de elogiar.
La comunidad judía ultraortodoxa, en la que los casamientos los concertan los padres, los aprueba el rabino, los hombres estudian los textos sagrados, las mujeres en su casa, el pelo tapado. La directora Rama Burshtein refleja ese mundo y el dilema de una joven mujer entre sus sentimientos y su deber.
Mujeres que esperan La historia se desarrolla dentro de una familia que practica el hasidismo, una de las ramas más cerradas y extremas del judaísmo ortodoxo, con costumbres y ritos ancestrales. Shira (Hadas Yaron) es la hija menor de la familia, se encuentra feliz ya que su padre ha recibido una propuesta de casamiento para ella, y el joven pretendiente le resulta muy atractivo. Tanto Shira como las demás mujeres jóvenes de su entorno están pendientes y a la espera de que alguien les proponga casamiento, por la educación que han recibido ese es el mayor anhelo que pueden alcanzar, y el no conseguirlo parece un castigo divino para aquellas que ven pasar el tiempo y no logran tener una familia. Las cosas marchan bien para Shira hasta que su hermana mayor muere, dejando un viudo joven y un bebé. Ante la posibilidad de que su cuñado (Yiftach Klein) contraiga matrimonio nuevamente -esta vez con una mujer que vive en Bélgica, y para impedir que aleje al bebe de la familia-, la madre de Shira (Irit Sheleg) propone a esta que se case con su cuñado. La relación entre ellos ya no es la misma una vez que la propuesta está en el aire, surgen las tensiones, y Shira se debate entre lo que siempre ha soñado, o poner los pies en la tierra y hacer lo correcto, lo que es mejor para su familia. La primera impresión que la película nos da es la de ser una crítica hacia la situación opresiva que viven las mujeres. Sin embargo, el saber que la directora Rama Burshtein practica también esta religión y ha realizado varios documentales al respecto observar la historia de otra manera, ni como critica ni como denuncia, sino simplemente como una historia que sucede allí, y sobre todo contada desde adentro -lo que impide que haya objetividad alguna- por alguien que ve con naturalidad lo que para la mayoría puede ser extraño, como la mujeres caminando detrás de los hombres, o esperando siempre la aprobación de su marido, su padre o su rabino. La película está narrada de forma cercana, intimista, y sobre todo delicada, porque más allá de rituales y costumbres, la película cuenta una historia de amor, y tiene la sensibilidad suficiente para narrarla con pocas palabras. Tanto Hadas Yaron como Yiftach Klein componen hermosos y complejos personajes, que con silencios y en una atmósfera cerrada y represiva viven una enorme transformación en sus vidas.
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La ortodoxia religiosa vista desde adentro Hay una o dos cuestiones que pueden hacer algo de “ruido” durante la proyección de La esposa prometida, en particular si el espectador no profesa el judaísmo ortodoxo (la rama jaredí, en este caso). Fundamentalmente su férrea defensa de los enlaces concertados, tan alejados de las prácticas matrimoniales en las culturas del así llamado Occidente. Pero hay sin dudas dos valores que se hacen notar en la ópera prima de Rama Burshtein: su honestidad intelectual y el conocimiento desde adentro de la cultura que (re)presenta en pantalla. En ese sentido, el film se ubica en las antípodas conceptuales de otras películas donde es la mirada externa la que describe y, en última instancia, condena o santifica determinadas características de ciertas culturas o grupos religiosos. Presentada en sociedad hace un par de años en el Festival de Venecia, La esposa prometida es el relato de una decisión aparentemente personal en el marco de una sociedad en extremo ritualista y codificada en sus usos y costumbres. Y lo es desde una mirada femenina pero necesariamente antifeminista, atenta a las experiencias y emociones personales pero esencialmente acrítica de los valores que describe. La protagonista es indudablemente Shira (Hadas Yaron, premio a Mejor Actriz por este rol en Venecia), una joven de dieciocho años e hija menor de una familia de la comunidad jasídica de Tel Aviv. El film posee, sin embargo, cualidades corales, concentrado como está en los miembros primarios y secundarios del clan. Y su conflicto central es claro como el agua luego de la trágica muerte de la hija mayor: la imperiosa necesidad de “llenar el vacío” del título original, el posible casamiento entre Shira y su cuñado ante otra serie de opciones que no conviene develar aquí. Drama intimista de pura cepa, Burshtein –según sus propias declaraciones, criada en el mundo secular pero convertida hace tiempo a la ortodoxia– maneja los tiempos narrativos sin apuro, pero atenta a las leyes de acción y reacción de la narración clásica, con un reparto de actores y actrices entregado a una caracterización sin fisuras, evidentemente una de las preocupaciones centrales de la realizadora. A tal punto que la actuación se convierte en una de sus obsesiones formales, cimentada por un uso algo inmoderado de los primeros planos y el empleo de lentes que tienden a desenfocar los márgenes del plano, dando como resultado una imagen aterciopelada y, tal vez, un poco amanerada. Existe definitivamente una dimensión antropológica en La esposa prometida y, por momentos, sobrevuela la impresión de que el film intenta hacer las veces de amable carta de presentación de un mundo desconocido puertas afuera. Sociedad patriarcal al fin, si bien las mujeres parecen mover muchos de los hilos que conducen a la toma de decisiones, serán en última instancia los hombres quienes –del rabino al candidato a consorte, pasiva o activamente, por acción u omisión– tendrán la última palabra sobre las cuestiones a resolver. Muy distinto a lo que ocurría en Primavera tardía (1949), de Yasujiro Ozu, donde otra mujer debía decidir si casarse o permanecer soltera. En esa obra maestra del cineasta japonés más de un enigma quedaba sin respuesta y una genial elipsis evitaba la escena del casamiento y el llanto catártico, ese recurso demagógico.
Un universo diferente Al igual que el resto de su entorno, Shira no cuestiona los arreglos de los adultos a la hora de definir casamientos entre los jóvenes. Con sus 18 años está cómoda dentro del universo del judaísmo ortodoxo y a decir verdad, está más que satisfecha con el candidato que eligieron sus padres para que sea su marido. Sin embargo, mientras sueña con su próxima boda, su hermana mayor muere y deja a un marido viudo y a un bebé recién nacido. Entre el dolor por la tragedia y un sentido práctico y a la vez egoísta, a la madre de Shira se le ocurre que la chica puede ser la nueva esposa de su ex yerno, lo que impediría que el hombre se case con una extraña y deje de traer a la bebé a la casa de los abuelos. Suerte de acertijo moral sobre un territorio lleno de complejas reglas, tradiciones e impulsos amorosos, La esposa prometida va trazando un mapa casi antropológico de una comunidad sobre la que se sabe poco y nada. Así, en un segundo plano que va tejiendo una trama decisiva, diferentes personajes van influyendo en la dirección del relato, como la solterona, el rabino familiar que va maniobrando entre diferentes intereses y la madre, claro, que al igual que el resto de los protagonistas no carga con cuestionamientos desde la puesta. Si el cine es entre otras cosas la posibilidad de asomarse a mundos diferentes para tratar de entenderlos, la película de Rama Burshtein es un claro e inteligente ejemplo de una mirada puesta sobre una historia particular –entretenida y con todos los elementos de una tragedia– pero que en ningún momento abandona la pretensión de contar un universo tan fascinante como desconocido.
Creencias, leve intriga y una actriz estupenda Más que prometida, como dice el título, la futura esposa de esta película está comprometida, con su religión y su madre, antes que con su futuro esposo, si es que se casa. En otros lados, el título es "Llenar el vacío". Que es el compromiso impuesto a la pobre chica. Su hermana mayor ha muerto, dejando un viudo y un chiquito recién nacido. Para evitar que estos pobres se alejen en busca de un nuevo nido, la mater familias impulsa un nuevo casamiento: el viudo con su cuñada. Así seguirá habiendo un hombre en la familia, y el nietito permanecerá con su abuela y sus tías. Cosas semejantes ocurrían, y quizá todavía ocurran, en las aldeas más apartadas de algunos países perdidos. Pero en este caso sucede en plena Tel Aviv, entre gente de clase media. Se explica: todos son judíos ortodoxos, jaredíes, como se dice, ajenos al mundo exterior, absortos en sus creencias, cumplidores sin objeciones de antiguas normas. Una de esas normas es que los mayores deciden con quién se casa la hija, o el hijo. La persona afectada puede hacer algunas objeciones, eso sí. Y por ahí va la leve intriga de este drama. ¿Ella aceptará la imposición materna, o insistirá en que le presenten el candidato que tiempo atrás le habían mostrado de lejos, más joven y sin niño? ¿O surgirá de a poco un acercamiento afectivo entre los cuñados, como puede ocurrir en cualquier lugar del mundo en circunstancias similares? ¿O seguiremos toda la película las indecisiones de la criatura, llevada al obediente sacrificio de su primera ilusión y el temor a una intimidad para la cual todavía no está preparada? La gordita Rama Burshtein, neoyorquina conversa que vive allí atendiendo marido y cuatro hijos, hace filmaciones sólo para las mujeres de su colectividad. Los varones ortodoxos hacen filmaciones para los hombres de su colectividad. Así son las cosas. Pero ésta es una película de equipo mixto hecha para los heterodoxos de cualquier lado. La primera, y hasta ahora la única. Está aprobada por su rabino, lo que garantiza la verosimilitud de todo lo que vemos: conflicto, costumbres, ceremonias, vida cotidiana. Pero también garantiza la limitación argumental, la representación controlada, la exposición aséptica. Pasada la curiosidad inicial, buena parte del público puede aburrirse con absoluto derecho. Otra, acostumbrada al minimalismo, a las pequeñas sugerencias y las dramatizaciones contenidas, la apreciará un poco más. Como sea, todos coincidirán en aplaudir la labor de Hadas Yaron, ganadora de la Copa Volpi del Festival de Venecia a la mejor actriz debutante. Venía actuando desde niña, pero este rol protagónico le trajo reconocimiento internacional. Su siguiente película es una producción canadiense, "Felix et Meira", donde también hace de esposa ortodoxa. Pero adúltera. Para colmo con un "goi". Parece interesante.
Por detrás del velo Una mirada íntima, y recortada, acerca de la comunidad judía ultraortodoxa y los matrimonios arreglados. ¿Habrá que creerle a la directora Rama Burshtein cuando dice que su opera prima se basó en una “bonita joven de la cual se enteró que estaba prometida, desde hace un mes, con el marido de su difunta hermana”? ¿O retrotraerse a la célebre novela romántica Orgullo y prejuicio de Jane Austen? Si lo vivió en carne propia o lo leyó, La esposa prometida busca correr el velo de la congregación jasidista de Tel Aviv, pero con un tono sesgado: el filme no hace alusión al verticalismo patriarcal del judaísmo ultraortodoxo, la sumisión femenina, la difícil aceptación del que no pertenece al clan familiar, etc. El motivo de esta visión parcial es por la condición ortodoxa de su realizadora quien, sin embargo, logró meter la cámara en la intimidad de un mundo ajeno -para muchos- que desnuda celebraciones como el Purim (con el vino y la donación pertinente), bailes típicos y hasta habrá una visión cenital en la antesala a una circunsición. Cada uno de los rituales estará enmarcado por el tejido familiar, la “negociación” para que las mujeres no queden sin su compañero de vida. Una de ellas es Shira (brillante actuación de Hadas Yaron), quien luego de la muerte de su hermana Esther es presionada por su madre para brindarle su mano a su cuñado, el viudo Yochay (Yiftach Klein). “¿Cómo ayudar a un hombre derrotado?”, pregunta el Rabino Aaron acerca del doblegado ser, aunque en este filme gracias a una puesta de cámara que parece caer sobre los hombros de Shira (con excesivos primeros planos), parece que la atormentada es ella. Sufre, se encorva y cierra los ojos de cara a un destino casi sellado. Sonidos tenues, una cámara discreta (donde la imagen por momentos es difusa) y los logrados encuentros a solas entre Shira y Yochay, redondean un filme recortado, pero potente. Que abre las heridas de una tradición.
Paradojas de la verdad en el cine “La esposa prometida” narra la historia de Shira, una joven de una familia judía ortodoxa que, al morir su hermana (madre de un recién nacido), es inducida por su familia para casarse con su ex cuñado, evitando que este se vaya a Bélgica con el pequeño. Rama Bursthein, directora del film, celebra que esta es la primera película que cuenta el judaísmo ortodoxo desde adentro: "Lo que me impulsó fue ver una película israelí, no diré cual, que me hizo llorar por cómo presentaba a nuestra comunidad. Ni siquiera estaba bien investigado, y sentí que quizá fuera hora de alzar una pequeña voz desde dentro". Es decir que, en las intenciones de la operaprimista, el film debía defender las tradiciones y ritos de esta comunidad ultraconservadora contra los “prejuicios” a los que son expuestos. Sin embargo, y justamente por tratarse de un retrato tan fiel, la misoginia, la opresión que sufren las mujeres, la hipocresía, quedan expuestos en cada escena. Los personajes de cine, igual que la vida misma, tienden a tener no solo un deseo consciente, sino también un inconsciente, varias veces contradictorios entre sí. Este conflicto, aunque no esté explicitado, es intuído por el público a partir de ciertas grietas que puede abrir una buena interpretación actoral, como es el caso de Hadas Yaron que protagoniza esta película. Shira, parece ir en busca de su libertad y la película busca presentarnos el casamiento con su ex cuñado como una decisión suya; sin embargo basta ver ese rostro sufriente que sobre el final, cuando queda sola en el cuarto con su nuevo marido, se transforma en una verdadera cara de espanto, como quien duerme con su enemigo, para entender que la decisión no la hace feliz. Que es algo impuesto por su cultura, las tradiciones y la institución religiosa. Un sacrifico como ella misma define cuando aún no está decidida. “La esposa prometida” no oculta sus intenciones, sólo así podría explicarse una escena donde un rabino ortodoxo ayuda a una señora mayor a elegir un horno atentando contra la rítmica básica del film, o la decisión final de que la solterona consiga su marido (todo llega). A pesar de estos momentos, la honestidad y la empatía con la protagonista que genera la directora nos permite aprehender un mundo al cual difícilmente tengamos acceso, y probablemente, si observamos con una mirada atenta, este film nos permita pensar sobre la temática mucho más profundamente que un film de propaganda y denuncia. Sobre todo, dejará inscripta en nuestro recuerdo una imagen. La mirada final de terror de la protagonista sola en su cuarto ante su marido “libremente elegido”.
Raramente el medio judío ortodoxo ha sido retratado por el cine israelí y es probable que nunca tal tarea haya estado a cargo, como en el caso de La esposa prometida, de un cineasta salido de ese universo y, más sorprendente todavía, que se trate de una mujer. A la familiaridad y el profundo conocimiento de esa comunidad cerrada sobre sí misma y predominantemente ritualizada por lo religioso que posee Rama Burshtein y que asegura la solidez de su testimonio documental, debe sumarse en este caso que se trate de una directora de su sensibilidad y su delicadeza. Al situarlo en el cosmopolita ambiente de Tel Aviv, no necesita subrayados para describir la condición de aislamiento y de estrecha cohesión interior en que se desarrolla la vida cotidiana en el mundo jasídico ultraortodoxo: aunque los personajes transitan por las mismas calles que todo el mundo, no se muestra ninguna interacción con el mundo no religioso; no porque Burshtein quiera sugerir conflictos entre los dos grupos sino porque su mirada prefiere apuntar a la intimidad y centrarse en la historia familiar, una historia que, en cierta medida -en cuanto lo que importa aquí por sobre todo son las relaciones humanas- bien podría suceder en cualquier sociedad regulada por tradiciones y normas estrictas, aunque los omnipresentes rituales jasídicos impongan cierto aire de otros tiempos, más cerca de las convenciones del pasado que de las libertades del mundo de hoy. En el centro de la historia está Shira, una bella chica de 18 años que sueña con un casamiento por amor, pero al que la fatalidad obligará a un intempestivo cambio de rumbo. Durante la tradicional fiesta de Purim, su hermana mayor muere al dar a luz a su primer hijo. En poco tiempo más habrá que darle una madre y, ante la posibilidad de perder al nieto huérfano, la familia verá aconsejable que ésta sea alguien del grupo: Shira, que es casi una niña, o una tía mayor, a punto de quedarse solterona. Pero cualquiera de las dos, además del joven viudo, deben dar su consentimiento. Que la flamante abuela planee sus estrategias no supone que haya presiones o imposiciones. Shira duda y gracias a la admirable expresividad de Hadas Yaron (premiada en Venecia por este trabajo) y a las sutilezas de Burshtein, el relato puede optar por las sugerencias para describir sus vacilaciones, con tanta agudeza como capta y traduce los sentimientos de cada uno de los restantes personajes, todos muy bien interpretados. La directora, brillante en el aspecto documental al que dedica particular atención, algo explicable si se considera que es un medio al que el cine no suele tener demasiado acceso -cuenta también con el valiosísimo aporte de un equipo fotografía, ambientación, música- en el que todos sumaron, además de sólido oficio, una especial sensibilidad.
Retrato de la culpa En el supermercado, Kriva le señala a su hija un buen candidato, un muchacho algo desgarbado llamado Pinchas Miller. A Shira (Irit Sheleg) le gusta el candidato, pero antes de que tenga tiempo a decidirse, durante la ceremonia de Purim, donde un líder de la comunidad jasídica hace ofrendas a los feligreses, los Mendelman viven una tragedia. Esther, la hija mayor, muere antes de dar a luz a Mordechay; la familia no puede siquiera hacer el duelo: el padre, Yochay (Hadas Yaron), piensa llevarse al niño y casarse con una mujer judía en Bélgica. Ante ese panorama, Kriva, antes de perder al nieto, le ofrece a Yochay a su hija. Y en ese torbellino de emociones y pactos Shira pierde su conciencia, su identidad, algo que circula en una docena de planos indelebles del rostro de Sheleg, como un vía crucis jasídico. La esposa prometida es el primer film de distribución internacional realizado por una religiosa judía, Rama Burshtein, pero su valor desborda la estadística, así como la naturalidad (más bien, la familiaridad) con que las cámaras rodean a esa comunidad religiosa de Tel Aviv. Más que la rigurosidad del testimonio, esta cinta israelí impacta por la descripción minuciosa del miedo y la culpa, magníficamente retratados por Sheleg con la dirección artística de Uri Aminov. Una destacada ópera prima.
Matrimonios y algo más “Las mujeres lloran hasta cuando duermen” es una frase que aparece en Kadosh, película de Amos Gitai de 1999 que guarda directa relación con esta opera prima de Rama Burshtein en la representación de las dificultades que aparecen en el universo femenino ante las presiones existentes dentro de una comunidad ortodoxa en sus convicciones religiosas. La situación personal de Gitai (hijo de padres repudiados por sus familiares ultra-ortodoxos por haberse enamorado y relegados al ostracismo) generó críticas encontradas, dado que proponía una mirada impiadosa pero jamás impersonal. Su lugar de enunciación era claro. No se puede decir lo mismo del punto de vista de la directora en La esposa prometida. Queda de manifiesto que está involucrada con el grupo colectivo del cual da cuenta y nunca disimula su pertenencia. Esto genera ciertos aspectos positivos, tales como la propuesta de un registro casi etnográfico/documental de observación y un cuidado en la puesta en escena, signos que logran disimular los tramos argumentales más débiles, cercanos a una telenovela. No obstante, nunca se logra afianzar el lugar de enunciación de la protagonista Shira y si bien esto se traduce como un gesto honesto dada la condición religiosa de quien filma, queda la sensación de que se podría haber ido más lejos. Los primeros quince minutos aceleran la narración para dejar paso al tema central del film: cómo tomar una decisión que parece propia pero no lo es. A Shira le proponen casarse con Yochai, su cuñado, quien ha quedado viudo y con un bebé a cargo. El entorno presiona para que esto suceda y evite que el joven emigre. Le dicen “es tu decisión” pero sabemos, intuimos por las miradas, que no lo es. Sobre este dilema se teje el resto de la historia y la cámara propondrá en qué medida debemos involucrarnos o no con la cuestión, avanzando y alejándose, para establecer también su discurso. Por momentos, el acercamiento es afectivo, íntimo, cuando resalta la fotogenia del rostro de la bella actriz Hadas Yaron; luego, la distancia incorpora un registro más ligado al documental, con una iluminación demasiado exacerbada en una blancura tendiente a enmarcar con un aura a las criaturas que habitan esos interiores opresivos. Los colores no son parte de la realidad de los personajes, más bien configuran el entorno de los objetos, dado que los matices y las diferencias no cuentan en esta comunidad de rituales y prácticas consagradas a la reiteración. Las emociones están contenidas, forman una pared que encierra en cada ladrillo una tragedia personal, obstruida por la adustez de rostros que apenas se atreven a devolver una mirada. Si se mira, si se busca (como en la muy buena escena inicial), es por mandato. La ausencia de una voz más elocuente desde el punto de vista enunciativo tal vez se compense con un momento verdaderamente cinematográfico hacia el final. Tiene que ver con la forma en que Shira procesa su inminente destino. Es allí cuando la sentimos única y humana a la vez.
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Rama Burshtein es la primera directora perteneciente al judaísmo ultraortodoxo en filmar una película. La realizadora para poder mostrar el mundo al cual pertenece contó, previamente, con el aval de un rabino y de su marido. La Esposa Prometida o la traducción de su título original Llenar el Vacío (Fill the Void), es una apertura para dar a conocer un mundo tan cerrado y jerarquizado como el judaísmo jasídico. La historia comienza con Shira, la hija más chica de la familia, que ya está en edad para casarse. Cuando todo estaba perfectamente planeado, su hermana mayor muere al dar a luz, dejando a su esposo solo con un recién nacido. La única solución para este mal, es que Shira contraiga matrimonio con su cuñado, así todo sigue quedando en familia. Burshtien, no realiza La Esposa Prometida con la intención de denunciar lo que sucede en esta comunidad situada en Tel Aviv sino la de mostrar un drama centralizado en el matrimonio. Tampoco se cuestiona la falta de deseo o pasión, simplemente la claridad para poder elegir qué opción será la mejor para su porvenir. Casarse con su cuñado, a quién quiere pero no ama y poder cuidar de su sobrino/hijo o esperar otro candidato que sea aceptado por ambas familias, siempre que no llegue demasiado tarde. Tan delicada como sutil, La Esposa Prometida explora la vida marital en la comunidad judía ortodoxa. Hadas Yaron, la protagonista de esta historia, es la única actriz profesional del reparto. El resto del casting, está integrado por personas pertenecientes a la comunidad, que simplemente actuaron de ellos mismos, usando sus atuendos diarios para acompañar una historia tan normal para su entorno y tan dura para el resto de los heterodoxos. Lo que logra su directora por medio de sus rituales, rezos y cantos es abrir una ventana para dejar que el espacio exterior pueda, sin lugar a críticas, contemplar la vida desde otra perspectiva.
EL DEBER Y EL AMOR Estamos en el seno de una familia jasidica ultra ortodoxa de Tel Aviv. Shira tiene 18 años y se la ve feliz. Le eligieron su futuro marido y a ella le gusta. Pero el destino se interpone: su hermana mayor muere y deja a un marido viudo y a un bebé recién nacido. Y la madre decide que Shira se case con su cuñado para que la familia no se fracture. El film, respetuoso y descriptivo, es no sólo un profundo drama individual sobre la conciencia y los sentimientos, sino también una reflexión sobre vínculos y sometimientos en una sociedad donde el amor parece plantearse como un hecho subsidiario, por debajo del placer y el mandato familiar. La directora es ultra ortodoxa y retrata, con parsimonia, rituales y costumbres. Los presenta para que la mirada ajena conozca y trate de entenderlo. No hay cuestionamientos y mucho menos cualquier atisbo de mensaje feminista. Sin énfasis ni discursos, Shira asume con dudas primero y alegría después, ese desafío. Ella se interroga y los otros personajes –el padre, el rabino ayudante, la tía- van sumando sus puntos de vista. El drama es hondo y la realizadora lo presenta sin énfasis, concentrado y detallista. La última secuencia es sugerente: después de la ceremonia, una Shira perpleja parece preguntarse: ¿esto es un pacifico final o un inquietante principio.
Israel filmmaker Rama Burshtein takes a new look at the issue of arranged marriages in her debut feature Lemale et ha’halat (Fill the Void), the story of a young wo-man kindly “pressured” into marrying a widower whose late wife was the young woman’s sister. Fill the Void takes place amid the closed-community of Orthodox Jews in Tel Aviv, it was made by an Orthodox director, and is targeted at a secular audience. The plot kicks off during the Festival of Purim, when an upper-middle class Hasidic family is faced with the death of 28-year-old Esther after giving birth to a son. After the funeral, Rabbi Aharon (Chaim Sharir), the patriarch of the family, is to collaborate into deciding what his son-in-law, Yochay (Yiftach Klein), must do about his status as a widower. Rivka (Irit Sheleg), Aharon’s wife, comes with a solution: she talks Shira (Hadas Sharon), her 18-year-old daughter, into marrying Yochay and also becoming a good mother to his little boy. There are quite a few notable traits in Rama Burshtein’s assured debut, chiefly the spontaneity of the performances, a persuasive use of close-ups and the right camera angles to capture the slightest of gestures and glimpses, and an understanding gaze from the inside rather than the usual critique from the outside. It’s very easy to feel you are a privileged witness of every single detail that makes up a complex canvas where feelings and tradition mix, and not without a degree of conflict. But there are no good guys and bad guys here, nor good woman neither bad women, for that matter. The thing is Shira is not really forced to marry Yochay, but instead obliged to be faithful to her feelings and act accordingly. If she doesn’t marry him, somebody else will. It doesn’t have to be her. But if she can’t tell what she feels and wants? Or if she herself feels obliged even if others allow her to be as free as possible? How easy, or difficult, is it to actually be in contact with your inner self? So what you have is an examination of how individuals deal with something as crucial as sentimentally devoting yourself to another human being while remaining within the frame of closed-knit community with a set of strict rules. What’s most important is that the viewpoint is actually humanistic instead of dogmatic. Not that it tears down the walls of tradition for that would be impossible. But it understands them in the way insiders do, with their cons. It shows the heart of the matter in all its complexity. Perhaps what prevents Fill the Void from being more attention-grabbing and involving is that most of the story deals with the overall state of things and it doesn’t develop each singular story as much as it called for. It exposes and sketches them, but it doesn’t follow the many possible emotional ramifications. And at times you may feel too far away from the drama, even if you are close to the big picture.
El judaísmo ortodoxo visto desde adentro Los hechos que narra “La esposa prometida” suceden en Tel Aviv en la época actual, en el seno de la comunidad ortodoxa jasidista. Esta rama del judaísmo mantiene desde su creación, allá por el siglo XVIII, unas costumbres muy cerradas que afectan a las personas que adhieren a este credo. Las reglas son estrictas y abarcan todos los aspectos de la vida familiar, desde la elección de la pareja para formar matrimonio hasta la educación y el desempeño laboral, además, por supuesto, de la obligación de cumplir con todos los ritos propiamente religiosos y obediencia al rabino correspondiente a la región donde se habita. El título original de la película es “Lemale et ha'halal”, y significa “llenar el vacío”. El guión y la dirección son autoría de Rama Burshtein, integrante de esa comunidad. Se trata de su primer largometraje de ficción. Anteriormente, ha realizado documentales sobre aspectos referidos a su grupo religioso. “Lemale et ha'halal” es además la primera película destinada al circuito comercial filmada por un director perteneciente al judaísmo ultraortodoxo y lo más curioso es que se trata de una mujer. Dicen que debió obtener el permiso de su esposo y del rabino para poder hacerlo. Burshtein cuenta el caso de una joven de dieciocho años, Shira, que está en edad de buscar novio para comprometerse en matrimonio. El asunto lo manejan las familias y siempre se trata de matrimonios arreglados, dentro de la comunidad jasidista. En el día de la festividad de Purim, que conmemora un hecho narrado en el Libro de Ester de la Torá y que refiere a la intervención de Dios en favor de la salvación del pueblo judío que estaban amenazado de aniquilación por el rey persa Asuero, la hermana de Shira, curiosamente llamada Esther y con un embarazo a término, fallece durante el parto al dar a luz a un niño. Gran consternación causa este desenlace trágico en medio de la comunidad, aunque todos reaccionan con resignación, inclinándose ante la voluntad de Dios. Pero las costumbres pronto exigirán tomar algunas decisiones, puesto que el viudo Yochay, un hombre joven y apuesto, ya empieza a recibir propuestas para casarse nuevamente. La madre de Shira y de Esther, Rivka, está muy angustiada ante la posibilidad de que Yochay acepte una de esas propuestas y se vaya a Bélgica con el bebé. Si eso ocurriera, el dolor de Rivka por haber perdido a su hija mayor se agudizaría y sería insoportable. Pero hay una opción que las costumbres jasidistas permiten: que Yochay tome por esposa a Shira, la hermana menor de Esther. El relato se concentra en este personaje. Una muchachita de tan sólo 18 años, quien también empieza a recibir propuestas de compromiso de parte de las familias de muchachos de su edad. Ella está ilusionada con la posibilidad de casarse con alguien que le inspire los sentimientos apropiados para formar un “hogar verdadero” porque no quiere “mentir”. Al mismo tiempo, las presiones de su madre y del propio Yochay, se intensifican para que acepte a éste como esposo para que no se rompa la unidad familiar. De modo que el nudo de la historia es el dilema de Shira para decidir entre satisfacer sus deseos personales o cumplir con los mandatos del grupo para dejar contentos a todos. Si bien las costumbres de los matrimonios arreglados no implican la obediencia de los elegidos por sus familias como futuros cónyuges y la última decisión la tiene cada uno de los integrantes de la pareja, las presiones a veces son tan intensas que es difícil discernir. Además, las opciones tampoco son tantas, las libertades siempre serán restringidas y hasta existe la posibilidad, no deseada por ninguna mujer, de quedar soltera. El relato de Burshtein es honesto y valiente, como lo es la protagonista del film. Muestra la intimidad de algunas costumbres que dan identidad al grupo al que pertenece, pero que no siempre implican la felicidad de sus miembros o, en todo caso, plantean algunas dudas. No es un documental, pero la mayoría de los actores son no profesionales, y obviamente, el film tiene un valor testimonial, además de una rara belleza, sobria y recatada, como son las mujeres jasidistas.
El deseo de los otros Tel Aviv debe ser una de las ciudades más hedonistas del mundo, como muchos jóvenes lo saben y por eso eligen vivir en ella. Multicultural y juvenil, en las antípodas de la antiquísima Jerusalén, el placer y la diversión definen gran parte del estilo de vida ciudadano. El sujeto social invisible de esa metrópolis festiva es lo que le interesa a la directora Rama Burshtein, pues en La esposa prometida, si bien el filme tiene lugar en Tel Aviv (cuyos espacios públicos quedan prácticamente en fuera de campo), el relato transcurre en el seno de una comunidad ultraortodoxa judía, los jaredíes. Los ocho estrenos de la semana en los cines cordobeses En este universo cultural, el matrimonio es mucho más que una forma de circunscribir el deseo y asegurar la procreación. Casarse constituye un organizador simbólico del orden comunitario, y es por eso que ese acto no queda librado al azar. Las tías y las madres, junto con los rabinos, orquestan las parejas del futuro, lo que no significa que en esas coordenadas la experiencia del enamoramiento esté desterrada. El cruce entre lo inesperado y la planificación se ve en una de las primeras secuencias. Shira y su madre se acercan hasta un supermercado para ver al prometido. Por teléfono alguien le dice que él está en la zona de lácteos. La mirada de Shira indicará conformidad. Pero ¿qué hubiera pasado si no le gustara? Si bien la joven de 18 años parece satisfecha con su posible marido, los acontecimientos la pondrán en un nuevo contexto amoroso y familiar. Su hermana mayor, que está a punto de dar a luz, dejará antes de tiempo nuestro mundo (aunque su hijo permanecerá entre los vivos) y, tras un tiempo, la madre considerará que el mejor candidato para su hija menor es el esposo de su hija mayor. ¿Un escándalo moral? ¿Una decisión conveniente? Lo cierto es que después de una deliberación entre rabinos y familiares, el nuevo pretendiente será Yochay. ¿Habrá entonces un nuevo matrimonio? Aunque los elementos puestos en juego podrían funcionar para establecer una crítica a una práctica social específica en el contexto de una ideología minoritaria, Burshtein, una mujer que devino ortodoxa en su madurez, propone un retrato preciso de una forma de vida que coexiste en una sociedad signada por la modernidad. No se observa aquí ni un ápice de indignación liberal respecto del lugar de la mujer y de un sistema de creencias que fundamenta las costumbres. Curiosamente, la trasgresión del filme reside en mostrar abiertamente un ethos cuyas prácticas, para una gran mayoría, lucen como un delirio anacrónico. Sin embargo, la sensualidad de los amantes y la alegría colectiva no están prohibidas en el mundo de los jaredíes; su manifestación parece más edificante y vital que la representación del erotismo blando y la vida comunitaria de las películas liberales llegadas de Hollywood. He aquí una sorpresa de la época. La provocación, en ciertas ocasiones, viene de la mano de los conservadores. La esposa prometida Drama Buena (Israel/2012). Guion y dirección: Rama Burshtein. Con Hadas Yaron, Yiftach Klein, Irit Sheleg, Chayim Sharir, Razia Israeli, Hila Feldman y Renana Raz. Duración: 90 minutos. Apta para mayores de 13 años. Sexo: nulo. Violencia: nula. Complejidad: nula. En el Cine Teatro Córdoba, a las 19 y 22.40.