Los usurpadores de cuerpos El director cordobés de Extraño, Cuatro mujeres descalzas, Artico y Rosa Patria filmó en Entre Ríos y Buenos Aires la relación entre dos personajes decididamente borderline -una mujer que entrega su cuerpo para prácticas de estudiantes de medicina (y luego también a cuanto empresario o camionero se le cruce) y un gay reprimido con un secreto por descubrir- que inician un viaje juntos. En medio de sus angustias, de su patetismo, de sus silencios, de sus miserias, de sus carencias afecivas y sexuales, de sus obsesiones y hasta de sus perversiones, surge algún tipo de comprensión, de atracción, pero también de tensión que termina por estallar. Una árida, seca y demasiado fría combinación entre el melodrama y la road-movie construida a fuerza de climas, de detalles y de observaciones más que de un relato de estructura clásica. Hay ideas, situaciones, encuadres, viñetas, sonidos y paisajes que resultan logrados e inquietantes, pero la película (empezando por la labor de su dúo protagónico) resulta bastante fallida. De todas maneras, está claro que Loza hizo la película que quiso y sus búsquedas -siempre abiertas a la experimentación visual y narrativa- tienen aspectos estimulantes.
Golpe a los sentidos La invención de la carne (2009) es el cuarto film de Santiago Loza. El mismo propone un acercamiento muy particular a su ópera prima Extraño (2003), pero que a la vez se contradice en cuanto a la forma en que ésta es llevada a escena. Mientras Extraño creaba un ambiente claustrofóbico y estático La invención de la carne se vuelve abierta y vertiginosa. Una mujer que entrega su cuerpo a prácticas médicas y un joven estudiante emprenderán un viaje en medio de una tortuosa relación personal. Santiago Loza nos propone uno de los relatos más radicales que se hayan visto en algunas de las competencias del Festival Internacional de Mar del Plata. Con una puesta en escena meticulosa, presenta un conflicto que el espectador podrá armar de la manera que se le ocurra. En esta película no conocemos ningún dato de los protagonistas ni del pasado, ni del futuro. Sólo el presente, lo que sucede en el ahora. Para apreciarla se necesita de un espectador activo que construya el relato de la manera en que a él le parezca correcto. Con tópicos característicos de su filmografía como la soledad, la carencia afectiva o la llegada de un hijo, pero con una puesta totalmente vertiginosa, producto de la cámara en movimiento de Iván Fund (La risa, 2009), el film se transforma en una road movie “lynchiana” plagada de silencios, pero a su vez de acciones. El tratamiento sonoro es, sin duda, uno de los puntos más fuertes en La invención de la carne. Éste cobra un protagonismo absoluto, no sólo en la utilización de la banda musical compuesta por Christian Basso, sino -también- en el uso del sonido ambiente mezclado de tal forma que acompaña rítmicamente cada uno de los silencios, como si se tratara de una música incidental. Otro de los puntos altos del film es el de las actuaciones; tanto Umbra Colombo como Diego Benedetto nos traen a dos personajes atormentados, sufridos, carentes de amor de una manera increíblemente poética pero a su vez lúgubre. Los planos contrapuestos de la primera escena que terminan en los ojos de cada uno de ellos, servirán para marcar desde ese momento la tormenta interior que atraviesa cada uno por separado que provocando una comunión. Personajes tortuosos pero que no buscan la redención, sólo buscan escapar de su mundo interior, y ésto es lo que logra darle el sentido total que la historia busca. La invención de la carne viene a darle una bocanada de aire puro a un cine que parecía agotado de nuevas formas narrativas. Una película tan controversial como poética.
Dos almas unidas en la sordidez El director Santiago Loza, que ya había rodado Extraño en 2001 y Cuatro mujeres descalzas en 2005, vuelve aquí a esa temática en la que sus personajes transitan insondables caminos que siempre los conducirán a la autodestrucción. Aquí Mateo, un joven homosexual a punto de recibirse de médico, conoce casualmente a María, una prostituta con la que emprende una especie de viaje a ninguna parte. Ambos son casi autistas en ese camino que recorren a través de esa extraña relación en la que cada uno de ellos manifiesta sus angustias y la necesidad de comprensión. La historia -si historia puede llamarse a la unión de esa pareja casi muda- pretende desentrañar los vericuetos de esos dos seres taciturnos anclados en sus pobres existencias. El realizador los conduce por lugares remotos en los que los sonidos son mínimos, los gestos casi invisibles y los lugares en que recalan apenas simples escenografías de su largo trajinar. Sin duda, Loza se propuso pintar una unión inesperada que surge de ese encuentro, pero su guión adolece de una total monotonía, de secuencias repetidas hasta el cansancio y de escenas de alto voltaje sexual. El film va decayendo en el intento de su director, que apostó a un entramado que sus protagonistas recorren con una casi intolerable quietud sólo rota por las ansias sexuales de María y por el funcionamiento orgánico de los seres vivos que atrapan a Mateo. Es bastante dificultoso para el espectador seguir con atención este relato que pretende mostrar a dos almas que se unen en la desgracia y en la sordidez. Sólo los buenos trabajos de Umbra Colombo y de Diego Benedetto y los rubros técnicos aportan cierto interés a esta realización que, sin duda, cae en ese tipo de cine argentino en el que hay que adivinar lo que muestra la pantalla.
Viaje a través de los cuerpos La idea de Loza es interesante: retratar cuerpos. Lo que busca mediante los diferentes dispositivos que el film pone en escena (planos fijos, planos secuencia con cámara en mano, secuencias casi oníricas, fragmentación de los cuerpos) es, justamente, que la relación de los cuerpos humanos narre la historia, algo que extiende la idea de sus films anteriores, Extraño y Cuatro mujeres descalzas. La actitud es loable y la idea, interesante; desgraciadamente, el experimento queda a mitad de camino. En primer lugar, Loza opta por contar una historia que posee secretos (por qué un personaje decide viajar, por qué lleva consigo a una mujer a la que no desea y que es estéril, etcétera). Pero una cosa son los secretos –o elementos en realidad elididos, que se decide no hacer explícitos y que, en el fondo, carecen de importancia– y otra muy diferente es el misterio. El misterio que esconden estas criaturas, en la medida en que van transformándose en herramientas para que el realizador disponga de sus ideas –disolviendo así su cualidad humana–, se esfuma. Las imágenes entonces se cargan de simbolismos y lecturas que exceden el film. El juego con los cuerpos parece acercarse a la iconografía religiosa católica, también en lo que ésta tiene de dolorosa y superficial. Pero la presencia de un ojo que manipula las imágenes, que las dispone en planos pictóricos y las muestra con cierta simetría (hombre y mujer desnudos, separados, en un colchón, con poca luz; hombre y bebé, desnudos, juntos, en un colchón, más iluminados) evita cualquier tipo de empatía con estas criaturas, como si sólo se nos permitiera observarlas y reflexionar sobre lo que significan y no acercarnos a ellas como semejantes, como iguales a quienes comprender. En ese sentido –y paradójicamente–, lo que no deja de ser un film sobre la esterilidad se vuelve estéril. Un ejercicio fallido, aunque con algunas imágenes fascinantes.
Dos personajes en la ruta del desamparo La nueva película de Santiago Loza es árida y bella. Hay que aclarar que La invención... es una película lacónica -por momentos, árida- realizada con absoluta libertad creativa y gran capacidad para la composición de planos por Santiago Loza, director de otros filmes con impronta experimental. El que haya visto Extraño, Cuatro mujeres descalzas,. Artico y/o Rosa Patria sabe que no puede ir al cine esperando una obra convencional de Loza. La invención... se centra en un estudiante de medicina -gay más o menos reprimido- y una mujer, mayor que él, que entrega su cuerpo a prácticas hospitalarias. Ella, lo aclara una de las pocas veces que habla, no puede tener hijos. El, atormentado por causas que no se aclaran, está obsesionado con la idea de ser padre. Juntos, emprenden un viaje cargado de misterio y elementos surrealistas -como los de un sueño-, en el que conforman algo así como una alternativa a la idea tradicional de familia. El director cordobés opta por una puesta en escena minuciosa, casi de entomólogo; planos muy plásticos, que parecen aludir a obras que van desde "El origen del mundo", de Courbet, hasta "La piedad", de Miguel Angel; y una fotografía fría, azulada o verdosa, estilo quirúrgica, que luego irá cedienco a una iluminación más cálida y natural. La música original, de Christian Basso, es dolorosa y bella. El trabajo sonoro, impecable. Esta vez, no hay caras conocidas en los protagónicos. Sí buenas interpretaciones, contenidas, de dos actores que vienen del teatro: Diego Benedetto y Umbra Colombo. Los personajes de ambos cargan con una inexplicada angustia existencial, un desamparo que no se reconstruye en flashbacks. Cruzados por elementos religiosos, tienen sexo fugaz con hombres: relaciones en las que predomina la frialdad, que más adelante será conjurada -en parte, sólo en parte- por cierto lirismo vinculado con la salida de ambos a otros mundos. El relato, que apela a la elipsis, a la fragmentación, deja espacios a llenar por el espectador. O no: se puede optar por la contemplación, el imperio de los sentidos. Lo importante es tener en cuenta que se trata de un filme críptico, que refleja universos internos. Si no, se corre el riesgo de entrar en territorios desconocidos. Riesgo que, como artista, decidió tomar Loza.
Los límites de la asepsia afectiva El creador de Extraño se embarca en otro viaje al interior de sus criaturas, en este caso un estudiante de medicina desconectado del mundo y una chica que recurre al sexo como placebo fisiológico. Pero la afasia emocional le juega en contra. Con un título al menos sospechoso de cierta presuntuosidad, el nuevo opus del cordobés Santiago Loza se embarca en otro viaje al interior de sus criaturas, más cerca de los silencios de su ópera prima Extraño que del despliegue histriónico de Cuatro mujeres descalzas. Son bien escasas las palabras que se pronuncian en La invención de la carne, afasia emocional que los protagonistas contrarrestan con algunas manifestaciones corporales que bien podrían calificarse de extremas. Mateo (el debutante Diego Benedetto), joven estudiante de medicina, es dueño de una desconexión con el mundo y su propio cuerpo que tiene su máxima expresión en unos intensos ataques de angustia y la imposibilidad de aceptar su atracción por otros hombres. Sólo en los regulares baños en una piscina olímpica –primera en una serie de referencias cargadas de espiritualidad o incluso, dependiendo de la mirada, de religiosidad– parece encontrar alguna clase de sosiego, de apaciguamiento ante tanta zozobra existencial. María (la modelo y actriz Umbra Colombo) entrega su cuerpo a cuanto hombre se cruce en su camino, más cerca del placebo fisiológico que de la adicción sexual, al tiempo que lo ofrece para algunos ejercicios médicos en el mismo hospital en el que Mateo realiza sus prácticas. En una posible inversión de El origen del mundo, de Courbet, el sentido de un plano detalle de su vagina se completará más tarde con la confesión de su esterilidad reproductiva. María y Mateo –sus cuerpos y sus ansias insatisfechas– se cruzarán e iniciarán juntos un viaje lejos de la ciudad. Viaje geográfico que, como se ha dicho, es también un tránsito interno, subjetivo, que incluye la posibilidad de la paternidad como una de sus estaciones. Si en Extraño el protagonista era un médico que acompañaba en los últimos meses de embarazo y ayudaba en el parto a una mujer desconocida, en La invención de la carne el futuro doctor le solicita a una extraña que lo acompañe en un recorrido con destino incierto. En un hotel de pueblo, en una casa de bajos recursos se sumarán un nacimiento y un bautismo secular, la traición y un probable renacimiento. El realizador, con la ayuda de Guillermo Saposnik e Iván Fund a cargo de los quehaceres fotográficos, construye un universo de encuadres opresivos, que tanto en los planos generales como en los detalles corporales aspira a transmitir la esclavitud de los personajes a sus propias incertidumbres y pesares. Esa virtud plástica, paradójicamente, es uno de los elementos que termina minimizando las posibles resonancias humanas y artísticas del film. Secuencias notables desde lo visual, al ser tomadas individualmente, como la sumersión de unos bebés y el protagonista en la piscina, la escena de sexo masturbatorio o algunas circulaciones nocturnas de María terminan desnudando en el conjunto del metraje su carácter programático, excluyente. Loza impide, no sin esfuerzos, que cualquier elemento ajeno a sus intereses contamine el relato, eliminando en gran medida la posibilidad del drama y concentrándose en las imágenes y sonidos como transmisores de sensaciones y estados emocionales. Nada hay de malo en ello, al menos desde que el cine se sabe moderno, pero la película se contagia progresivamente de la asepsia afectiva de sus protagonistas, restándole potencia a medida que se acerca a su desenlace. La invención de la carne confirma el talento y la sensibilidad particular de Santiago Loza para la creación de climas, al tiempo que plantea los límites de un proyecto cinematográfico que insiste en encerrarse sobre sí mismo con doble vuelta de llave.
Por un atisbo de luz La nueva obra del director de Cuatro mujeres descalzas (2004) y Extraño (2003) pone de manifiesto nuevamente la fragilidad humana y se aleja del registro de la realidad, para ubicarse en otro plano cercano a lo trascendental, más profundo y en el que permanece una zona impenetrable. Ese universo está representado por dos personajes. María, quien presta su cuerpo para prácticas ginecológicas ante un grupo de estudiantes, entre los cuales está Mateo. Un joven tímido, solitario, con ataques de psicosis, y que aún no logra definir ni su personalidad ni si sexualidad. Permanece bajo el cuidado casi infantil de una amiga de sus padres y contrariamente, o no, desea ser padre. María, en cambio, tiene la frustración certera de la infertilidad que padece, deambula por la vida con acciones autodestructivas y se prostituye para sentir algo de vida en su interior. Ambos se encontrarán y emprenderán un viaje juntos que los irá revelando. Con un riguroso trabajo estético sobre la imagen, los encuadres y el uso del sonido, el cordobés Santiago Loza desarrolla una obra que pone el acento en los actores y en la puesta en escena. Como en Extraño, el film no tiene casi diálogos, los textos son breves y precisos más una cámara que nunca abandona la infelicidad de esos seres. Así, el relato pone de manifiesto la necesidad del afecto, por sobre todo, y el diálogo permanente entre la vida y la muerte que condiciona el presente de cada uno. Si bien el relato exige al espectador una lectura que complete el film, la mirada omnipresente de Loza reitera ciertas obsesiones de sus films anteriores como también de sus personajes, ralentiza el discurso y le otorga poca luz a una historia, que lo pedía.
El cuerpo en cuestión En el libro ¿Qué es el cine moderno?, Adrian Martin, el lúcido crítico australiano, intenta recuperar una distinción válida y necesaria para pensar el cine contemporáneo: la diferencia entre un cine de prosa (narrativa) y un cine de poesía, conceptos acuñados por Pier Paolo Pasolini. Dice: “El cine de poesía, tal como él lo define claramente, podría ser algo como un torrente libre compuesto por imágenes y eventos sonoros, similar a cierto cine de vanguardia”. Los primeros 20 minutos de La invención de la carne, la película más radical del cineasta cordobés más reconocido en el mundo, son misteriosos y poéticos. ¿Qué estamos viendo? Los primerísimos planos de un cuerpo se desmarcan del modo canónico en el que suele retratarse nuestra evidencia material de que existimos. Los pliegues de la carne, la piel como superficie, las extremidades desvinculadas de sus usos, incluso un plano detalle de una vagina constituyen una tesis: el cuerpo humano es un accidente evolutivo (y teológico). María (Umbra Colombo) y Mateo (Diego Benedetto) son los personajes centrales. Ella está dispuesta a entregar su cuerpo como objeto de placer ajeno y escrutinio médico. Poco sabemos de ella, excepto que es estéril física (y metafísicamente). María fornica con extraños para conjurar su catatonia espiritual y visita hospitales como si fuera el pretexto de una ocupación. Allí conocerá a Mateo, una criatura atormentada y solitaria cuyos padres lo han ubicado en un departamento con cuidadora incluida. Homosexual y obsesionado por la paternidad, Mateo no encuentra alivio ni en sus estudios ni en el sexo ocasional, aunque practicar natación parece liberarlo. En algún momento María y Mateo emprenderán juntos un viaje no exento de sorpresas. Si a una poesía no se le exige ser entendida, el cine de poesía supone una destitución del señorío del argumento y la apuesta por una experiencia sensible en donde sonido e imagen se mimetizan y materializan los estados psíquicos de los personajes. Los planos de Loza se sienten, y, si se quiere, el medio (es decir la forma) es el mensaje. Es por eso que las elecciones cromáticas y los planos cerrados del inicio se van sustituyendo por planos más abiertos y coloridos hacia el desenlace. Si la angustia extrema de los personajes es superada, eso se ve, no se dice. De allí, la belleza plástica de muchas secuencias, como los planos acuáticos en los que Mateo intuye en la movilidad bajo el agua una libertad de la que carece en la superficie. El prodigioso diseño de sonido y el hermoso motivo musical de Christian Basso intensifican sensualmente el desamparo y el reparo. Visceral y metafísica, La invención de la carne puede ser contemplada como un poema visual sobre la piedad. Su difusa iconografía cristiana no rivaliza con su materialismo filosófico, más bien se combinan para expresar el carácter accidental del cuerpo y el deseo táctil de redención. Para quienes estén dispuestos a ver un filme radical. Una virtud: creer en las imágenes. Un pecado: la secuencia policial.
Luego de un prólogo formal con imágenes oníricas, La invención de la carne comienza en la sala esterilizada de un hospital donde un grupo de estudiantes observa los gestos de un profesor que examina el cuerpo de una mujer que parece muerta. En este universo frio y misterioso, los dos protagonistas se encuentran por primera vez. La que parecía muerta es María, una joven solitaria que presta su cuerpo a cualquier tipo de experiencia, y uno de los mirones es Mateo, un extraño estudiante de medicina que apacigua sus angustias en el agua de una pileta pública. Pero en realidad, los protagonistas son los cuerpos. Cuerpos que sufren, se aíslan, se expulsan y buscan otros cuerpos. Él rechaza su cuerpo con disgusto, ella utiliza el suyo para el placer de otros. Los dos cuerpos están siempre en primer plano, pero son demasiado torpes y temerosos, no saben tocarse, no pueden ponerse en contacto. Loza filma el sexo y la desnudez de manera desconsolada para que podamos percibir la necesidad urgente de oler vida en esos cuerpos. Mateo calla su destino pero busca a alguien que lo acompañe en el viaje. María lo sigue, vagabundea sobre una zona fronteriza que desconoce y se siente extraña a todo lo que observa. Cada uno hace su viaje individual aunque, poco a poco, se van acercando. El silencioso periplo da lugar a una historia de amor ambigua. En una metáfora del regreso a los orígenes, la pareja se encuentra repentinamente con un niño al que Mateo ayudó a dar a luz y que funciona como pretexto anecdótico para el viaje. Pérdida y redención. La película vuelve a ser un gran sueño, poblado de silencios y dolores encontrados, en el que los protagonistas están tironeados por fuerzas opuestas e intensas que los desgarran. Pero en ese magma conflictivo, y tal vez gracias a él, los taciturnos Mateo y María descubrirán una manera inesperada de estar juntos.
Santiago Loza obliga demasiado (¿defecto o virtud?) al espectador. El primer diálogo ocurre a los 20 minutos y en un filme de 80 es demasiado. Un estudiante de medicina que es gay y una mujer que tiene sexo con un sentimiento ambiguo emprenden un viaje atípico. En una trama poco creíble se irán desandando deseos, miserias y las pocas alegrías de los protagonistas.
Dos personajes. Soledad. Silencio. Obsesión. Un viaje incierto. Y la carne, siempre la carne. El cuerpo humano cosificado por el dolor, por la ausencia de sentido, por la extrañeza. Santiago Loza sorprende una vez más con una película inexplicable, en el mejor sentido de la expresión. Porque el cuerpo es indefinible, y hay impresiones que no se pueden nombrar. ¿Cómo explicar sensaciones como el dolor, el hambre, la angustia? No hay palabras que describan los sentimientos, las necesidades más profundas del ser. Las razones de estos personajes son universales, hay una cuestión con lo orgánico que atraviesa toda la película pero que además nos atraviesa como seres humanos: la necesidad de afecto, la búsqueda de sentido, el instinto de procrear, conservar la raza, superar nuestra propia existencia. La carne es el significante estrella de esta historia. La sutileza con la que está filmada la convierte en algo etéreo, tanto que por momentos se pierde la noción de forma, espacio. Cada uno de esos planos detalle de la piel despliega un abanico de sensaciones al servicio del espectador: la carne conmueve, impresiona, excita. Vuelvo al principio, La invención de la carne es una película inexplicable. Porque nada de lo que se dice tiene sentido en sí mismo. Sólo viendo y principalmente sintiendo con el alma y con el cuerpo es que se puede llegar a comprender el significado profundo de esta película, de estos personajes que nos parecen extraños, alienados, pero que en realidad esconden en su esencia sentimientos y deseos que nos son comunes a todos. La elección de los protagonistas es insuperable. Sus cuerpos y sus rostros son únicos, son la encarnación perfecta de la complejidad de este relato, es como si hubieran sido “creados” exclusivamente para esta película. Cada parte de sus físicos habla y cuenta mejor que las palabras todo aquello que con maestría Loza quiere comunicar. Cuesta no volverse repetitivo cuando se habla de esta película, porque es imposible poner en palabras sensaciones tan íntimas, tan humanas y a la vez tan instintivas que nuestra razón no puede explicar. La invención de la carne es devastadora y a la vez maravillosa. Una obra de arte, un viaje al mundo de las sensaciones.
Potente el título de esta nueva película de Santiago Loza (Extraño, Cuatro mujeres descalzas, Artico). La invención de la carne en principio es un imposible. La carne no es materia de invención, se da en el curso de lo natural, es lo crudo de Levis Strauss, (quizás esta nota dialogue con dos notas de este sitio: el homenaje a Levis Strauss que hizo Diego Díaz y la de Florencia González en torno a cuestiones de Naturaleza y cultura a propósito de dos películas que se acaban de exhibir en Mar del Plata). Inventar es un proceso de la imaginación, en ocasiones supone una técnica, o proceso de creación de algo nuevo. La carne no se inventa, es algo crudamente concreto. Y en todo caso, si llegara a inventarse no es algo que le pertenezca a los hombres, sino a los dioses. En la película de Loza este personaje tan frágil que es Mateo va inventando un deseo, como una especie de dios postmoderno que hace salir de las aguas su propia prole. Las secuencias de la pileta son de una belleza abrumadora: hay otro mundo ahí abajo, el de la matriz creadora y el agua es fundamental en esta película de símbolos. La madre-sustituta de Mateo se desmaya en la cocina y el agua que chorrea de la canilla abierta, la despierta. El agua del estero parece el detergente de la cocina: montaje asociativo que usa Loza y que potencia el trabajo de Lorena Moriconi, impecable. En el transcurso, el encuadre elige el fragmento: brazos, piernas, torsos, ángulos de habitaciones, desde los planos iniciales, fuertes y contundentes: en el principio es la carne, después será la invención. Mateo no está enamorado de María, y no porque sea gay (la escena con su amante varón ocasional es de las mejores del universo de películas gay argentinas) Mateo necesita de esta María que en los planos iniciales, abre las piernas en una fría clase de anatomía. María no puede tener hijos, y no se nos explica demasiado por qué. Tal vez no sea por infertilidad sino por su condición de marginal, mujer libre. Pero este dios no necesita de María para procrear, la necesita para otra cosa, como si fuera su madre ausente, le pedirá a ella que lo acompañe a ese viaje y ella, sin querer lo asistirá amorosamente a uno de sus ataques de llanto nocturnos. Esta no es una película de ser padre o ser madre, es una película sobre tener hijos. Y eso es lo que esta carne inventa, de modo simbólico, primordialmente iniciático, categoricamente universal. Ahi es donde Loza acierta, cuando ajusta el modo con el contenido. Como en Extraño o en Artico, Loza vuelve a apelar a la ausencia de diálogo, y a un cine que no tiene anclaje en la realidad. La ley impuesta le quita provocación hacia el final porque el orden sí o sí debe reestablecerse. Sin embargo, quizás, forme parte otra vez de la fragilidad de Mateo, tan trágico y abismal.
Santiago Loza es un cineasta con un fuerte sello personal que mantiene una unidad de estilo aunque sus films transiten por distintos escenarios y temáticas. Sus obsesiones formales y narrativas no buscan la empatía del espectador medio y ese registro estético está presente en su nueva pieza La invención de la carne, que tras ese pretencioso título aborda el incierto viaje emprendido por una extraña pareja taciturna, que luego derivará en la inesperada apropiación de un bebé. Una trama relativamente sencilla y dotada de ciertos simbolismos complejos pero comprensibles, que aún así no garantizan el entendimiento o un objetivo claro de la propuesta. Lo cual no es un factor imprescindible en el cine ni en ningún arte, pero en este caso podría estar plasmado en forma más apasionada y atrayente. Los escasos diálogos, ajustados y lacónicos, no están dispuestos como simples apuntes que acompañan las imágenes, sino que disparan conceptos enfáticos, tornándose forzados y poco creíbles. Algunas escenas bellas y audaces como el baño bajo el agua con el bebé, no alcanzan para justificar la totalidad de un metraje –corto- en el que los protagonistas deben luchar interpretativamente con situaciones antojadizas. Al menos en este plano Umbra Colombo se muestra mucho más convincente que su joven compañero.