Cautivas y degradadas Dos amigas del interior llegan a la ciudad con falsas promesas de trabajo, pero son obligadas a ejercer la prostitución. Cautivas y sin identidad, permanecen esclavizadas junto a otras chicas y bajo la mirada de dos guardianes perversos. La realizadora Gabriela David aborda un tema actual y lo hace sin excesos. Evita las situaciones de violencia y las sexuales, narrando una historia ambientada en Barrio Norte, un lugar tan cercano como reconocible, pero que esconde un submundo degradante y peligroso. Un film nacional que sugiere más de lo que muestra y aquí sus puntos a favor. El horror en el que las chicas (muy buen desempeño de María Laura Cáccamo y Paloma Contreras) están inmersas sólo lo pueden sobrellevar juntas. Una necesita a la otra. Y nadie parece -o no quiere- darse cuenta de lo que allí ocurre: el florista que escucha gritos o el policìa que está parado a metros del lugar. La mosca en la ceniza recurre a la metáfora simple que da título al film y da en el blanco con sus contrastes y su atmósfera claustrofóbica El viejo departamento es visitado por muchos clientes, entre ellos, el mozo del bar (Luis Machín) que promete a Nancy sacarla de ese lugar. Una posibilidad que se va derrumbando con el correr de los minutos. El elenco se ve sólido en sus actuaciones, pero sobresale Cecilia Rossetto como la mujer que regentea el privado (junto a Luciano Cáceres) en un actuación inolvidable. Se ha transformado notablemente para dar vida a una mujer sin escrúpulos.
El país que no miramos Ocho años después de su promisoria opera prima Taxi, un encuentro, Gabriela David propone una durísima película sobre el tráfico de mujeres que son forzadas a prostituirse; es decir, lo más parecido que existe en la actualidad a la esclavitud. Nancy (María Laura Cáccamo) y Pato (Paloma Contreras), dos jóvenes amigas ("casi hermanas", se definen) llegan a Buenos Aires desde un pueblo rural del Noroeste engañadas por una organización mafiosa, que les promete un trabajo bien remunerado como empleadas domésticas. Tras la fascinación inicial por la gran ciudad, descubren que el sueño se ha convertido en la peor de las pesadillas. A los golpes, son desprovistas de sus documentos, de sus pertenencias, de su nombre real y, claro, de su libertad. Reducidas a la servidumbre y a la explotación sexual, viven con poca alimentación en habitaciones con mínima ventilación. Nancy no ha terminado el secundario, pero tiene conciencia de la realidad y se resiste como puede a las condiciones que le imponen. Las respuestas a su rebeldía son crecientes castigos. Pato, en cambio, ni siquiera ha concluido la primaria. Es analfabeta, inocente y un poco tonta. No tarda en adaptarse a las nuevas condiciones de vida y hasta se interesa por uno de sus clientes, un mozo de un bar cercano interpretado por un aquí desdentado Luis Machín. Así, entre humillaciones, perversiones, sentimientos de culpa y una autoestima en picada por "habernos tragado el cuentito", a las chicas del prostíbulo sólo les queda la posibilidad de fugarse para terminar con semejante martirio. El derrotero de las protagonistas es bastante obvio, subrayado y previsible, pero no por eso la denuncia (el principal sostén del proyecto) es menos arriesgada y encomiable. Con el aporte de las dos actrices principales y la colaboración de intérpretes de renombre (Machín, Luciano Castro, Cecilia Rosetto), David muestra en toda su crudeza y dimensión humana este flagelo. Es de agradecer su utilización del fuera de campo, de cierto recato a la hora de exponer lo que de todas maneras queda claro que sucede. Es cierto que se trata de un film didáctico, pedagógico y, por eso, más valioso como testimonio concientizador que como obra artística. Pero, en el terreno en el que está planteado, no deja de ser una película valiosa y necesaria.
Ciudad de pobres corazones La directora Gabriela David vuelve al cine después de casi diez años de ausencia con una historia esperanzadora en medio de la tragedia. Un cine de personajes simples que a pesar de sus limitaciones intentarán salvarse en medio de una jungla depredadora. Nancy (María Laura Cáccamo) y Pato (Paloma Contreras) son dos amigas que viajan a Buenos Aires desde el noroeste argentino atraídas por una oferta laboral. Al llegar a la ciudad son encerradas en un prostíbulo junto a otras chicas que sufrieron el mismo engaño, y que ahora son tratadas como esclavas sexuales. El lugar dónde las tienen está ubicado en pleno Barrio Norte de la ciudad, un ámbito frecuentado por hombres a los que no les importan las condiciones de esas mujeres. En medio de tanta desazón Nancy y Pato buscaran la forma de escapar de ese infierno. La mosca en la ceniza hace referencia una tradición que sostiene que si una mosca ahogada es tapada por cenizas revivirá. Metáfora que envuelve a los personajes del film. Dos vidas muertas que resurgirán gracias a su amistad y a las ganas de salirse de la miseria que les tocó en suerte. Más allá del tema central de la trata de personas, el film focaliza la trama en los vínculos y como los mismos serán el motor de la existencia. Relaciones vinculares que atraviesan diferentes estados que van desde la perversidad a la incondicionalidad. Todos los personajes fortalecerán sus vínculos en otro ser, pudiendo ser desde un cliente como el caso Nancy-José (el mozo del bar de enfrente que frecuenta el lugar), pasando por la “extraña pareja” que conforman Susana-Oscar (regentes del lugar) y la relación que se va dando con las chicas presas entre sí. Lazos ficticios o verdaderos que ayudaran a cada uno de los involucrados a sobrevivir en ese mundo de tan sólo algunos metros cuadrados. En esta especie de prisión, que será el habitad de todos los personajes –ya sean captores o prisioneros- era necesario crear un ambiente claustrofóbico en dónde el espectador también se sintiera encarcelado. Gabriela David lo logra a través de una puesta en escena cerrada, mediante la utilización de planos cortos y casi sin la utilización de exteriores. El mundo exterior casi siempre es visto desde una ventana dando la sensación de que el afuera también vive su propio aislamiento. Nadie oye, nadie ve, nadie sabe nada de lo que pasa a su alrededor. La realizadora ya había demostrado en su ópera prima (Taxi, un encuentro, 2001) su maestría a la hora de la creación de diferentes climas en la trama y estados en sus personajes. Sensación que revalida en La mosca en la ceniza (2009) tratando un tema arduo y complejo sin apelar al cliché ni al golpe bajo, sino todo lo contrario. El drama será intercalado con el humor en la inocencia de Nancy, mientras que la tragedia se cruzará con la mirada esperanzadora de Pato. En un mundo de personajes egocéntricos que no ven ni escuchan lo que pasa a su alrededor, llega un film sutil que nos sumergerá en la realidad de lo que puede estar pasando a la vuelta de cualquier esquina. Una película movilizadora que vale la pena ver.
La Mosca en la Ceniza es una historia dura, compleja y fácilmente fidedigna, pero contada de una manera entendible, simple y mortificante. Trata la historia de Nancy y Pato, dos amigas de toda la vida que viven en alguna provincia del noroeste argentino. Sin educación secundaria, su vida parece estar destinada a trabajar en su casa en los quehaceres cotidianos hasta que una mujer las cita en un restaurante para hacerle una oferta: mudarse a Capital Federal y trabajar como empleadas domésticas y comenzar a hacer su camino en la gran ciudad. Todo, al final, es una farsa. El verdadero negocio al que entran es el de la prostitución de menores. Serán esclavas de los dueños del lugar y en condiciones deplorables. La forma en que esta película es contada es a la manera de un cuento, exceptuando la temática inminentemente sexual y violenta. Es como una de aventuras, con personajes intentando ayudarse entre ellos y con el objetivo de salir de la prisión en la que se encuentran. Y seguramente este estilo narrativo se debe a que la gran protagonista en la más inocente de las amigas. Nancy, según se deja entrever, tiene problemas mentales y vive su relación con Pato como más que una amistad, como un vínculo inquebrantable, unidas por una especie de cordón umbilical. Para que no la lleven en el auto negro, aquel en donde las empleadas entran y nunca vuelven, hará buen papel ante sus “jefes” y socorrerá a su compañera que, debido a su tozudez, recibe más castigos que premios. El guión de Gabriela David tiene la virtud de no caer en golpes bajos, incluso cuando la historia podría permitir muchas oportunidades para hacerlo. Hay algunas escenas subidas de tono, pero nada sumamente perturbador en términos audiovisuales. Lo que se cuenta, claro, es terrible desde cualquier punto de vista. La estructura del libreto está bien consolidada y es clara, a pesar de que recurre a aspectos ya visto en otras ocasiones, lo que la torna algo previsible. El reparto es prolijo. Se destaca María Laura Caccamo con su rol verborrágico y cándido. Es la verdadera heroína del filme, la que mantiene su personaje en las diversas situaciones que transcurren durante la hora y media de duración. Paloma Contreras, la hija de Patricio Contreras y Leonor Manso, como la otra amiga, queda a un costado con un rol finalmente menor pero muy sólido. Luis Machín construye al mozo del bar de enfrente como un personaje pintoresco y repleto de matices. Y en el lado de los villanos están Cecilia Rosetto y Luciano Cáceres, cumpliendo con sus papeles sin dar interpretaciones maravillosas. Cabe destacar la fotografía de Miguel Abal, dotando de marginalidad a la película con tonos amarillentos y anaranjados. Tras la opera prima de David, Taxi: Un Encuentro, esta vez la directora toma un tema candente y actual, pero con una perspectiva innovadora, la de la mirada de un ser inocente, alguien que tan solo documenta lo que sucede entre las cuatro paredes de ese edificio, pero percibe el peligro que corren todos los que habitan allí.
Adiós a la inocencia Gabriela David aborda el flagelo de jóvenes prostituidas, sin subrayados. No es la primera ni será la última vez que el cine refleje el drama y el engaño en el que caen las jóvenes del Interior que llegan a Buenos Aires seducidas por un trabajo bien remunerado haciendo limpieza y terminan encerradas y explotadas en un prostíbulo. Pero Gabriela David le ha encontrado una vuelta en su guión, y dentro del encierro de la casona en la calle Agüero construyó relaciones, marcó ingenuidades en la protagonista, Nancy (María Laura Cáccamo) y no cayó -jamás- en el subrayado ni la condescendencia a sus personajes. Si hasta el agobio de La mosca en la ceniza lleva a recordar algunos momentos de Crónica de una fuga, de Adrián Caetano. Nancy y Pato (Paloma Contreras) son llevadas con el anzuelo de recibir buena paga y poder ayudar a sus casas. Amigas desde la infancia, de familias numerosas, hay muchas bocas por mantener y si Nancy primero duda, finalmente ella y Pato caerán en la trampa. Una trampa difícil de sortear. Uno puede temer por la suerte de Nancy, quien es inocente en extremo, y llega a pensar que el mozo del restaurante de enfrente (Luis Machín), que pasa a su ser su cliente, la quiere de verdad y la liberará de la esclavitud. Y también creer que Pato, que no acepta ser prostituida y es maltratada, terminará como muchos casos policiales lo reflejan. Pero en buena parte nada es como parece, y David vuelve a acertar en las líneas de fuga del guión, con un doble final en el que suelta escepticismo. Ya en su debut en la realización, con Taxi, un encuentro (2001), Gabriela David se mostraba atenta a la construcción de personajes inmersos en una ciudad que era referente y parte fundamental en las reacciones del ladrón de taxis y la chica protagonista. Ahora casi no hay exteriores, pero cada vez que la cámara salga del prostíbulo lo hará para reflejar el distanciamiento entre la gente, alguna solidaridad y básicamente la falta de comunicación. Podría también creerse que, siendo mujer, el tema del sometimiento tendría una mirada feminista. David, antes que feminista, es sensible. El mayor peso de la trama recae sobre Cáccamo, toda una revelación, que logra credibilidad hasta en la suerte de monólogos que tiene, los que demuestran la ingenuidad de su personaje. Hay personajes más estereotipados, como otras adolescentes, la madama y el hombre encargado de la seguridad, pero son Contreras y Machín quienes más destacan en un elenco parejo. El simbolismo de las moscas que Nancy atrapa y guarda en frascos con agua en distintos momentos de la película es sólo una mirada poética dentro de un filme de una gran factura técnica al que un mayor nervio y tensión hubieran ayudado a sobrellevar algún clisé y constituirse en gran obra.
Pasajeras de una pesadilla La película de Gabriela David conmueve y sacude sin recurrir a lugares comunes Todo lo que La mosca en la ceniza muestra es moneda corriente. Sin embargo, todos parecen callar. Y cuando se dice "todos" es más o menos así. Ocultos tras simple hipocresía se esconden cientos de casos como éste. Incluso en zonas que, prejuicios de por medio, son impensables, como la del caso real que inspiró a Gabriela David. Dos amigas, Pato y Nancy, engañadas por un futuro prometedor, el de empleadas domésticas en Buenos Aires, llegan a la gran ciudad. Pato, que parece la más dura, ofrece resistencia a ser explotada en un prostíbulo cercano a la esquina de Agüero y Las Heras. Nancy acepta sin chistar las reglas de juego porque piensa que en algún momento encontrará la manera de escapar a esta forma de esclavitud que recuerda las de la Svi Migdal en las décadas del 20 y 30, cuando jóvenes polacas eran traídas al país con falsas promesas y terminaban siendo explotadas en prostíbulos de Once. Ahora las chicas para ser explotadas como esclavas provienen del interior o de países limítrofes donde la precarización social no parece tener límites. David, que ya había demostrado su talento para la narración cinematográfica hace nueve años con Taxi, un encuentro , vuelve a sorprender porque no recurre a formatos reiterados hasta el cansancio por buena parte del cine que pretende ser vanguardia ni cae en los lugares comunes del cine comercial, bien acostumbrado a exponer lo que no puede sugerir, a explicar lo que el espectador debería entender sin necesidad de trazos gruesos. David prefiere abrir, desarrollar y cerrar su historia tomando como eje la amistad de estas dos chicas muy diferentes entre sí (no sólo las que surgen a simple vista), y lo hace a partir del crecimiento del personaje de Nancy, una interpretación memorable de María Laura Cáccamo. Esta mujer con cuerpo de adolescente, sonrisa cándida y reflexiones inocentes, no obstante esperanzadas, conmueve y sacude a la vez. Trabajos memorables La composición de Cáccamo no es solamente intelectual, sino principalmente física. Su forma de caminar por los pasillos del viejo edificio destinado a tan oscuros fines, su particular tono de voz, la vuelta una y otra vez sobre la historia de la mosca -esa de que a pesar de ahogada puede resucitar si se la cubre de cenizas- convierte a su personaje en protagonista absoluto. Los encuentros de Nancy con José, el mozo desdentado que la ilusiona, encarnado por Luis Machín, otra oportuna elección de la directora, no tienen desperdicio. Es que La mosca en la ceniza se sustenta, más allá del hábil manejo de los climas, la cámara y el montaje, en todas sus actuaciones. El dolor en la mirada de Paloma Contreras, la convicción del resto de las "pupilas" (Dalma Maradona, Vera Carnevale y Ailín Salas), pero muy en especial el cinismo y la violencia, tan bien transmitidos por Luciano Cáceres y por Cecilia Rossetto, completan una película que logra transmitir lo que se propuso: una historia de amistad, a pesar del horror que significa gritar desesperadamente sin que nadie escuche o, lo que es peor todavía, sin que nadie parezca querer hacerlo.
Cotidianidad de la esclavitud sexual El segundo largo de la directora de Taxi, un encuentro, que aborda el tema de la trata, acierta primero en cultivar el detalle y luego en poner al espectador en el lugar de las protagonistas, haciéndoles saber tanto o tan poco como ellas. Al abordar un asunto pesado, que para la sociedad argentina sigue en estado de irresolución –el secuestro y apropiación de chicas, puestas al servicio de la prostitución–, La mosca en la ceniza reinstala, en el orden local, lo que en alguna otra época se llamó “cine de denuncia”. Tras el desprestigio producido por su contaminación, durante los años ’70 y ’80, con el más inescrupuloso cine de explotación, en las últimas décadas el cine argentino de vertiente social trocó ese tipo de abordaje por uno menos confiado en las posibilidades del cine para resolver problemas concretos. Esta clase de películas enfrenta dos desafíos básicos, no muy distintos de los de la crónica periodística. El primero consiste en trascender su condición vicaria, su dependencia de lo real, para constituirse como objeto autónomo. El segundo es el de no caer en aquello que se denuncia, explotando el tema que se trata con fines espurios. Aun cargando con sus propias irresoluciones y decisiones discutibles, La mosca en la ceniza logra sortear ambos peligros, con altura y algún visible acierto de enfoque. Un primer acierto reside en poner al espectador en el lugar de las protagonistas, mediante el sencillo, efectivo expediente de hacerle saber tanto o tan poco como ellas. Lo cual obliga a dejar saberes o prejuicios entre paréntesis, para entregarse a la incertidumbre de la narración. Pato (Paloma Contreras) y Nancy (María Laura Caccamo) viven en alguna zona rural que parecería ser del Litoral, desempeñando tareas de ayuda familiar. Un par equilibrado en términos dramáticos, a Nancy no parecen sobrarle luces, mientras que a Pato se la advierte más despierta y resuelta. Es ella la que quiere ir a Buenos Aires a estudiar y trabajar, y ya aparecerá una vecina de trato entre gentil y compulsivo, que a cambio de una comisión les ofrece empleo seguro en una “casa de familia” de la Capital. Cuando lleguen a cierto antiguo solar de la calle Agüero comprenderán (Pato primero, Nancy más tarde) que acaban de perder algo mucho más importante que dinero. El segundo acierto de la realizadora y guionista Gabriela David (cuya ópera prima, Taxi, un encuentro, no carecía de interés) es el cultivo del detalle, que permite al espectador vivir esa situación desde adentro. El tema romántico-grasún que se la pasa escuchando por la radio Oscar, “poronga” del burdel (Luciano Cáceres); su irritante reiteración; la chocante naturalidad con que todo se mueve en la superficie y, sobre todo, la confrontación entre un adentro de cortinas bajas y el afuera, donde la vida sigue desarrollándose con una perfecta normalidad aparente, son puntos fuertes. Resguardada por el agente de uniforme que saluda y abre paso a los habitantes de la casa, esa “normalidad” presupone una tácita forma de complicidad social, que apunta directamente sobre la conciencia del espectador. Uniformes al servicio de la irregularidad, la mentira de que “nadie sabe”, la vida funcionando como si todo estuviera bien alrededor de casas herméticas, en las que tiene lugar el horror: ¿no evoca acaso todo esto los campos de concentración de la dictadura? De ser así, la madama que Cecilia Rossetto encarna a cara lavada, con preocupante aleación de crueldad y humanidad, admitiría verla como un Tigre Acosta de la esclavitud sexual. Y el mozo conformista de Luis Machín, que amaga –sólo amaga– convertirse en liberador, como posible emblema de un “no te metás” que es de antes y de ahora. ¿Hay salida de este infierno, cuya sordidez David tiene el tino de no enfatizar jamás? De la respuesta a esta pregunta depende que se acepte o no el remate de La mosca en la ceniza, que parecería elegir la opción del azar, la contingencia posible pero no frecuente, el inesperado círculo virtuoso, frente a la inflexible mecánica política, económica y social, que lleva a que la esclavitud sexual se continúe –en el preciso momento en que esto se escribe y se lee– sin denuncia, investigación ni condena. Porque el juego de intereses, silencios y complicidades mutuas demuestra ser siempre más poderoso que cualquier benéfica y rara confabulación de las circunstancias. Siempre, salvo en La mosca en la ceniza.
Esta ciudad es como en los diarios El origen de la película, su gloria y su caída, está en el diario. Fue una noticia que, en 2005, conmovió a la sociedad porteña: de un burdel de Belgrano logran escaparse unas chicas esclavas que eran obligadas a prostituirse y se destapa una olla de corrupción y miseria, de miedo y abyección inconcebible en medio de uno de los barrios más exclusivos de la Capital Federal. Impactada por este hecho, la directora Gabriela David se puso a filmar a partir de los datos públicos. Cuenta, entonces, el penoso periplo de dos amigas, Pato y Nancy (Paloma Contreras Manso y María Laura Caccamo) traídas engañadas a la gran ciudad y encerradas en condiciones inhumanas. Allá está la entregadora, aquí el cafiolo Oscar (Luciano Cáceres) y la madama Susana (Cecilia Rosetto). También hay un cliente, el mozo José (Luis Machín), que en algún momento parece encarnar una esperanza, pero no. El problema es que nada en la película escapa de lo que el imaginario colectivo argentino piensa sobre estos personajes antes de ir al cine. El film puede verse como una confirmación de los temores previos, como la lectura lineal de los diarios. Ese “deber ser” aplasta el costado humano de los personajes y las buenas intenciones achatan aquello de original que podría tener la historia. Al funcionar como arquetipos, el cafiolo es tonto pero cruel, la madama indolente pero cruel, las chicas inocentes pero valientes, el cliente soñador pero pusilánime. Las moscas reviven cuando les echan ceniza encima. Estas chicas tienen demasiado diario encima para poder volar.
La culpa Tse-Tsé Sí, la mosca y la ceniza del título son una metáfora; y no, no van a necesitar demasiada abstracción intelectual o un manual de semiótica bajo el hombro para descifrarla. Pero la mosca aparece una y otra vez explícitamente en pantalla, revoloteando por ahí o torturada y ahogada por Nancy (María Laura Cáccamo), una joven del interior un poco -demasiado- infantiloide. Su amiga Pato (Paloma Contreras) decide aprovechar una oferta de trabajo como empleada domestica en Buenos Aires que le hace una vecina del pueblo y resuelve también decidir por Nancy y llevarla con ella, porque la oferta exigía “dos chicas jóvenes”. Salir del pueblo, ese universo cerrado y cuyos límites son los del mayor cosmos para ambas, y llegar a la ciudad, inabarcable y abstracta, con luces de colores y movimiento perpetuo que Gabriela David filma fuera de foco, contagiada del extrañamiento de las protagonistas. De fondo se escucha una canción melosa que suena casi por defecto en el estéreo del auto que las lleva de Retiro a su nuevo hogar y que fanatiza hasta los improbables límites de la epifanía emocional a Oscar (Luciano Cáceres), encargado de transportarlas. Pato mira por la ventanilla: es la calle Agüero (“pájaro de mal agüero”, dirá más adelante). El coche se detiene; una puerta angosta y alta, una escalera ascendente y, arriba, los gritos sordos de la esclavitud sexual. La mosca en la ceniza es una película de denuncia sobre la trata de blancas y el tráfico sexual. Pero a diferencia de tantísimo cine de denuncia no desdeña la dimensión formal, adoptando una retórica que podríamos denominar -hablando mal y pronto- “artística”: al ya mencionado juego con el foco hay que sumarle la profusión de planos detalle (la mosca es su principal objetivo), los travellings por los pasillos del prostíbulo, las composiciones impresionistas, la iluminación oscura para los interiores de lujosa decadencia del burdel. No me voy a adentrar en la polémica sobre la pertinencia de este tipo de retórica en las obras de denuncia, que tiende hacia el distanciamiento y la artificiosidad en un “género” que exige inmediatez y transparencia discursiva. Pero la película de Gabriela David no escatima en ese tipo de recursos, llegando por momentos al exceso poético con miras de festival europeo sediento de sangre y celuloide Latinoamericanos. Durante la mayor parte del film el protagonista es el encierro. La mosca en la ceniza coquetea por momentos con el drama carcelario bastante efectivo (en este sentido la construcción del espacio del burdel es muy precisa), dejando fuera de campo y en ajustados elipsis todas las escenas de sexo, a tal punto de ahorrarnos lo que -sólo podemos suponer- es la pérdida de la virginidad de Nancy. De este modo, logra evitar un defecto típico del cine de denuncia, la doble moral de la denuncia exploitation, que por un lado señala algún mal y a la vez se vale de él con fines morbosos. Sin embargo, lo que no queda fuera de campo es la violencia física, en especial ejercida sobre Pato, que se niega rotundamente a ejercer la prostitución. Esto demuestra la pacatería de considerar el sexo como tabú absoluto y la violencia como moneda de cambio, problema que alcanza hasta los ejemplares más ilustres, como Los muertos de Lisandro Alonso, que muestra la muerte de una cabra en plano secuencia pero deja la única escena de sexo fuera de campo, como si éste fuera una experiencia más íntima que aquella. Pero además evidencia la hipocresía de este cine progre, que se vale de cualquier herramienta para señalar con el dedo sin desafiar realmente los modos de representación ni los valores imperantes. Es que al fin y al cabo La mosca en la ceniza es una película de denuncia. Ya lo dije antes, pero es necesario repetirlo para no olvidarlo. Porque a pesar de esa superficie tersa que ostenta, cuando sale al mundo, cuando abandona el intento de cine de género, se vuelve esquemática, facilista, moralmente inequívoca. Y la denuncia no tiene grietas: los que regentean el prostíbulo son desagradables, sin dobleces, los clientes son absolutamente patéticos y la Sociedad (así, con mayúscula), al ignorar el problema con conciencia, complicidad y sin culpa, es una hija de puta. Todos: padres, abuelos, tíos, hijos, floristas, perros y gatos. Hasta los niños merecen la denuncia de Gabriela David, ver sino el contraplano de Nancy pidiendo ayuda a gritos desde la terraza del prostíbulo. Y así, la puesta en escena se achata, ahora al servicio de la tesis del film. Un travelling por los edificios mientras en off suenan los gritos de las chicas y ya nos queda todo claro: deberíamos sentir culpa por mirar para otro lado (aunque el fuera de campo es también, a veces, mirar para otro lado) cuando el horror sucede del otro lado de nuestra medianera. Y también de paso rezar tres padrenuestros, porque a La mosca en la ceniza la financió el Church Development Service y el Protestant Audiovisual Center of Development Education. Pero de todos los efectos que puede tener el cine de denuncia el más paralizante, el menos fértil, el más banal, es la culpa.
Gabriela David propone una mirada distinta sobre la prostitución, carente de erotismo y asumiendo a todos los partícipes del negocio como responsables de la trata de personas. Esa es la mejor virtud del film. La mosca en la ceniza pone frente al espectador una trama de lo oculto. Oculto, no por desconocido, sino por negado. Y hace de esta condición una clave de la película. Gabriela David pone en escena la historia de dos jóvenes misioneras que, contactadas por una mujer que les ofrece trabajo como empleadas domésticas, son traídas engañadas a Buenos Aires. En esta ciudad son sometidas con violencia y obligadas a prostituirse. Ambas son llevadas a un departamento en el centro de Buenos Aires, donde son impuestas terriblemente del verdadero motivo del viaje. El espacio del encierro, ese departamento del que no pueden salir, ese lugar al que no entra la luz del sol, es inteligentemente puesto en relación con su exterior, con una calle poblada, con espectadores que no ven, no escuchan, no entienden. Personajes urbanos que prefieren permanecer indiferentes a lo que allí ocurre, que es una de las peores formas del sometimiento, increíblemente normalizada en nuestro presente civilizado. O, y esto es aún peor, son cómplices de esa abyecta reducción a la esclavitud. Policías coimeros, clientes pasivos, observadores silentes, todos están allí simulando que tras esas paredes no pasa nada, lo mismo que hacemos cotidianamente todos: simular que la prostitución es una cuestión de convenios económicos entre personas libres y adultas. La realizadora implica también, y con pertinencia, al cliente como explotador. Todo ello está presente en esta película de Gabriela David, cuya potencia se asienta en mostrar, sin reducir la trama a la violencia y al maniqueísmo. Imponiéndola en el terreno de la cotidianeidad. Merece destacarse la capacidad de la realizadora para despojar a la película de la mirada masculina dominante en la forma en que es representada habitualmente la prostitución. En este tipo de películas el cuerpo femenino suele ser mostrado de modo tal que queda atrapado en una perversa trampa del lenguaje, pues se lo expone eróticamente, se lo objetiviza, aun cuando se pretende contar una historia que condena la práctica prostituyente. David esquiva tanto este lugar común como la implicación de la violencia que queda siempre fuera del campo visual, siempre se encuentra sugerida. De ese modo, lo que hay es un actuar cotidiano, terrible, pero multicausado, con actores diversos, cuyas actitudes concurren a sostener esta forma de explotación aberrante. En relación con las cuestiones formales, la película adolece de problemas de guión y ciertos estereotipos, que podrían haber sido mejor trabajados. Un conjunto de buenas actuaciones sostienen el desarrollo de la película, aun cuando algunas escenas hubieran requerido mayor sutileza y realismo. Sin embargo, La mosca en la ceniza pone en escena algo que se silencia día a día, que se oculta (y la película da cuenta de ese ocultamiento). Y ese valor es suficiente para alentar al espectador a verla. ¿Estaremos preparados como sociedad para asumir esta situación? ¿Seremos consientes que, por ejemplo, los dos mayores diarios de circulación nacional hacen un negocio redondo con los avisos que publican esos explotadores? (En España pocos meses atrás se desató un debate en relación con el rol de cómplices tácitos que tienen los medios que publican los avisos del llamado “rubro 59”. En nuestro país, además, uno de estos periódicos es confeso defensor de los valores de la religión cristiana). ¿Cómo conjugar la realidad que expone la película con nuestro propio cotidiano? ¿Aceptaremos los hombres el debate que nos compete como clientes de la prostitución? No todas estas preguntas pueden ser respondidas por La mosca en la ceniza, pero al menos tiene el valor de abrir un camino hacia muchas buenas preguntas, que necesariamente debemos hacernos, al menos quienes nos avergonzamos de la trata de personas para someterlas como esclavas al ejercicio de la prostitución.
“La mosca en la ceniza” hace un recorrido por una de las miserias sociales más persistentes: la trata de personas y la prostitución en condiciones de esclavitud. La directora Gabriela David eligió acercarse a un tema complejo y urticante desde un punto de vista respetuoso, pero a la vez con una mirada impiadosa y lo hizo a partir de una información tomada de la realidad a la que dio forma de ficción en su segunda película. Todo gira en torno a dos amigas de un pueblo. Las chicas, con una familia pobre y numerosa, son tentadas con la oferta hecha por una vecina para ir a trabajar como empleadas domésticas en Buenos Aires. Después de la ilusión y la posterior e inmediata decepción, apenas llegan, las espera una vida de prostitutas, recluidas en un antro y sin posibilidades de protestar. La diferencia entre hacerlo y callar puede ser elegir entre la vida y la muerte. Una lo sabe y acepta su parte; la otra se niega y es golpeada y atada hasta que cambie de opinión. Es que tienen una deuda que saldar: los mil pesos que la entregadora recibió por cada una de ellas. La película transcurre en un noventa por ciento en ese ambiente claustrofóbico que la directora supo transmitir sin subrayados, sólo con referencias a ese exterior que se sospecha a través de los vidrios sucios y los ruidos que llegan desde el exterior. El único nexo real que tienen es José, el mozo de un bar, una muy precisa interpretación a cargo del rosarino Luis Machín, el cual introduce en ese ambiente enrarecido un poco de esperanza. David se acerca con delicadeza a la fragilidad del destino de las dos chicas, entre las que se destaca el trabajo de Paloma Contreras, pero es realista a la hora de mostrar la crueldad de la que son objeto a través de un muy buen desempeño de Cecilia Rosetto como la encargada del lugar. La directora delimita claramente el exterior del interior. Sin embargo no hace una diferenciación visual entre un ambiente interno lúgubre y un afuera luminoso donde debería estar la solución a los padecimientos de las protagonistas. Lo que ocurre en la calle, en la vereda o en el bar donde trabaja José parece ser tan siniestro como lo que se desarrolla en prostíbulo. Allí afuera nadie parece ser solidario con la desgracia ajena. Sin llegar a convertirse en una película testimonial, el filme ofrece un fresco descarnado de un aspecto oscuro de la realidad, aunque con una pequeña y necesaria dosis de optimismo ante las injusticias atroces.
El segundo film de Gabriela David, premiado en los festivales de Huelva y Kerala, nos habla de un tema en torno al cual se enredan muchos otros: la prostitución. En este caso, David nos cuenta la historia de Nancy (Ma. Laura Cáccamo) y Pato (Paloma Contreras) que provenientes de un pueblito perdido en el noroeste argentino, viajan a Buenos Aires con la ilusión de poder trabajar como servicio doméstico y ayudar a sus familias. Al menos esas son todas las intenciones de Nancy, analfabeta y no muy inteligente. A Pato, en cambio, muy desde el principio del film, se la muestra decidida a terminar sus estudios en la gran ciudad. No es ninguna sorpresa que viajen engañadas, y que cuando arriban, sean secuestradas por Oscar (Luciano Cáceres) y Susana (Cecilia Rossetto), los regentes de un prostíbulo en la calle Agüero, en un barrio de clase media. Pato se negará rotundamente a ser prostituída y por ello será golpeada y dejada de lado. Nancy, no tan combativa, le sigue la corriente a sus captores, que le prometen que si paga la deuda suya y de su amiga, se podrán ir. El film, estrenado el 25 de marzo, un día después del feriado en repudio al golpe de Estado de 1976, nos habla también de la desaparición de personas. Una desaparición que si bien no es realizada por el Estado, cuenta con una organización tan siniestra como aquella. La película de David detalla muy claramente todas las personas que por acción u omisión participan en este crimen: la señora que las engaña con promesas de trabajo en la capital, los regentes del prostíbulo, los “clientes” que pagan para tener sexo aún sabiendo que algunas son menores de edad y que todas son retenidas contra su voluntad, el policía que permite que esa sea una “zona liberada”, los vecinos que prefieren mirar a otro lado y hacer oídos sordos y por qué no, el Estado, que permite que ciudadanos sean analfabetos y desocupados crónicos, posibilitando la red de trata de mujeres. Toda la sociedad es, si no culpable, responsable. La película no tiene golpes bajos. No está hecha con ningún afán documental, en el sentido de mostrarnos con lujo de detalles la sórdida realidad que implica la red de prostitución en la Argentina (sabemos por investigaciones periodísticas que las chicas no sólo son secuestradas, sino que son drogadas, golpeadas, violadas). En cambio, la directora nos cuenta una historia donde lo peor es sugerido, donde lo importante es hacerle reflexionar al espectador hasta qué punto como sociedad permitimos que esto suceda. El foco está puesto en la liberación, y es precisamente metáfora de esto el título de la película: la mosca en la ceniza alude al truco de campo por el cual una mosca ahogada en el agua puede revivir si se la cubre de ceniza. Realmente el contexto de estreno del film es importante, porque si bien la desaparición de personas en la red de la prostitución no tiene una relación aparente con los hechos acaecidos en la década del ’70 en la Argentina, pone en evidencia que estamos lejos de decir que nunca más estas cosas sucederán en nuestro país. Siguen ocurriendo, en democracia, y debido a que como sociedad lo permitimos. Esta lectura del film es tan sólo un recorrido posible, quizá muy influenciado por lo vivido en una Plaza de Mayo que a 34 años del golpe, estaba repleta, donde la gente salió a la calle a reclamar no sólo memoria, sino verdad y justicia. Pero de cualquier manera, más allá de los hechos políticos que rodean la fecha de estreno, el film tiene una clara intención de alerta social, de remarcar la importancia de la educación, por un lado, y de la solidaridad, por el otro.
Abordando con gran calidad artística y dramática un tema áspero y escabroso, la realizadora Gabriela David logra con La mosca en la ceniza su mejor film y la película nacional más destacada de este tramo del año. La directora de la atrayente y singular Taxi un encuentro mantiene una ambientación urbana y porteña pero se interna en una temática más vasta y disímil. Aquí la trata de adolescentes es su objetivo esencial, sin embargo debajo de esas “cenizas” asoman inquietantes alegorías y se disparan otros tópicos narrativos. El film arranca en un contexto pueblerino y campestre donde se producirá un pacto espúreo que permitirá que dos chicas lleguen a una ensoñada urbe no para desempeñarse como domésticas en moradas opulentas sino para ser esclavizadas en uno de los prostíbulos clandestinos que ya abundan en todo Buenos Aires. El martirio posterior en ese caserón convertido en calabozo, hará recordar perturbadoramente a películas ambientadas en el holocausto, en prisiones inclementes, o en los mismos años del Proceso, en los que la brutalidad, el silencio y la complicidad eran parte de la vida cotidiana. La incisiva y sorprendente mirada de David de una realidad incómoda alcanza momentos crudamente emotivos y está sostenida por un elenco sólido y de notable homogeneidad entre actores experimentados y fenomenales intérpretes jóvenes como María Laura Cáccamo y Paloma Contreras.
El descenso a la esclavitud sexual La historia de dos amigas, adolescentes, que son engañadas en su pueblo con promesas de trabajo en Buenos Aires, serán llevadas a un sórdido prostíbulo. En el film quedan al desnudo la opresión, la soledad y la claustrobofia que viven. Sin el andamiaje publicitario que injustamente tantos films merecen, sin la promoción estelar que experimentan algunas realizaciones en razón de un anunciado golpe de taquilla, el segundo film de Gabriela David (el primero de ellos Taxi, un encuentro está editado en DVD) vuelve a estar presente en una de las salas de nuestra ciudad, actualmente espacio INCAA, de manera silenciosa y quizá pueda llegar a ocurrir lo mismo que cuando su estreno, que vuelva a pasar desapercibido, sin eco alguno. Tanto la sala del cine El Cairo como la que recién nombramos, Arteón, permiten acercarnos a una programación que se diferencia notablemente de una cartelera standard que responde al mayor número de films estrenados; en ambos casos, un repertorio de films argentinos y por extensión latinoamericanos definen un destacado ámbito de exhibición y circulación. En el film de Gabriela David, que bien podría partir de la crónica periodística, de información de archivos y sumarios, la historia que se recrea parte de un lejano lugar del interior en el que algunos están al acecho, enmascarándose, prometiendo falsas esperanzas que abrirán las puertas de una emboscada. En tono de denuncia, pero no por ello ajeno a los planteos de una elaborada ficción, La mosca en la ceniza recorre un trayecto de expectativas en un aquilatado tiempo de la vida de dos amigas adolescentes que tendrán la fatal oportunidad de conocer la ciudad de Buenos Aires, soñada y distante; pero desde un espacio clausurado a la vida cotidiana, sólo abierto al deseo de clientes en busca de diversión. Trata de blancas, secuestro de persona y esclavitud sexual, son algunos de los nombres que encontramos en las operaciones del tráfico humano. Desde una cámara que por momentos elige la mirada documental hasta cerrados primeros planos que potencian la dramaticidad de los gestos, La mosca en la ceniza nos lleva a recorrer la sordidez y la opresión de los que se apropian de la dignidad humana. Film contundente, necesario, que debería verse y debatirse en ámbitos educativos y jurídicos, esta destacada realización conmueve sinceramente sin apelar a fórmulas ni a golpes en el estómago. En un lugar de la ciudad Capital, del que sólo una de las cautivas puede alcanzar a leer que están en una tal calle Agüero, en una aislada y amurallada casona, que mira con sus ojos ciegos a un bar de enfrente y a un puesto de un vendedor de flores, un grupo de niñas pintarrajeadas, por momentos de manera grotesca, se pasean ante los interesados de turno, bajo la mirada celosa y vigilante de una matrona de actitudes bruscas y comportamientos despóticos, con la rastrera compañía de un joven cazador de presas. Desde allí, en ese espacio cerrado al afuera, ellas, en sus camastros, desde sus cuartos celdas, se moverán insomnes, manipuladas por el miedo y la deshonra. El título del film, toda una metáfora que no conviene aquí revelar, que surge de un mundo de creencias, nos lleva a un momento en el cual la claustrofobia alcanza su pico máximo de tensión. Una narración pausada, que apuesta a las elipsis y al fuera de campo (como el que se manifiesta mientras la cámara recorre con una panorámica el exterior de la casona), logran que La mosca en la ceniza implique al espectador desde un tensionante suspenso que provoca interrogantes sobre comportamientos humanos. Si todo esto es posible, si la interpelación al espectador es uno de los rasgos que se admite con su presencia, es porque aquí el cartel actoral promueve estas continuas apelaciones, porque la construcción de personajes del film de Gabriela David se apoya en una solidez profesional que huye de concesiones y lugares comunes. En este sentido, merecen destacarse, tanto las actuaciones de las jóvenes protagonistas, María Luisa Cáccamo y Paloma Contreras, como la que asumen sin fisuras nuestro Luis Machín y Cecilia Rossetto.
La condición humana latente en una historia lamentablemente cotidiana Narra la historia de dos amigas que, provenientes del interior del país, llegan a Buenos Aires buscando cosas diferentes, una, Pato (Paloma Contreras), mejor futuro, la otra, Nancy (Maria Laura Caccamo), sostener la amistad entre ambas. Hay unos pequeños detalles para aclarar antes de continuar. Nancy es la mayor, con cinco años de diferencia, además de ser una joven ingenua, demasiado inocente, presenta un pequeño retraso en los niveles de inteligencia, se podría decir que es una border leve, pero todo afecto, como sucede muchas veces en estos casos. Pato es confiada, pequeña sutileza en la construcción del personaje, pues no es exactamente ingenua, quiere dejar atrás una vida de privaciones, pero lo quiere realizar desde el sacrificio que implica vivir en tierras extrañas, trabajar de mucama, pero poniendo como condición la posibilidad de estudiar. Cuando llegan a la gran ciudad, pintada con pequeños trazos por la realizadora como una gran fauces que se fagocita a las personas, lo hacen a una casa común y corriente en apariencia, pero son engañadas y obligadas a prostituirse. Si bien sólo observando a nuestro alrededor, y sin investigar demasiado, estas cosas suceden a diario en el país, empero fue el disparador de esta producción, una noticia que tuvo gran repercusión en la sociedad porteña. No parece, si bien funciona como tal, un texto de denuncia. Al primer contacto con el relato es más una historia de dos amigas en situación desesperada, donde sólo se tienen a ellas mismas, que la intención de denunciar la trata de personas. Por otro lado, es una realización que versa sobre la condición humana, el poder que se ejerce sobre los más débiles. También es un retrato del narcisismo primario en que se mueve la sociedad actual, algo así como lo peor del “Self Made Man” yankee, ajironado al Río de la Plata, temas como la indiferencia, el mirar para otro lado, el no te metas. Con respecto a los rubros técnicos y no tanto, Gabriela David confirma con su segundo largometraje que es poseedora de una sensibilidad extrema en la creación de climas, como así también en la construcción de personajes, aspectos que tienen muchos puntos de contacto con su primer film (Taxi, un encuentro”, 2001), si bien el anterior era más intimista. La puesta en escena, el manejo de la cámara y la elección de cada plano, así como el diseño de sonido, inclusive el montaje, están pensados para narrar más desde el fuera de campo, de lo que no se ve, pero se insinúa, se entrevé, y eso también le da cierto rasgo de misterio. En cuanto la dirección de arte se nota el deseo que funcione como tal, que pase desapercibido, diga cosas, destacándose el trabajo con la luz y el color, según donde los personajes estén desarrollando las acciones. Específicamente se podría decir que la fotografía tiene tintes expresionistas en el interior del prostíbulo, que es donde transcurre las escenas más dramáticas, con colores pasteles saturados pero cálidos, en cambio los exteriores de la ciudad se los muestra fríos. En el rubro de actuaciones deberíamos decir que todo el peso recae sobre las protagonistas absolutas, pero teniendo más peso Nancy, personaje cantante pues es quien lleva adelante la mayor parte de las acciones. El elenco se completa con Luís Machín, en un personaje que bien podría no existir, pero que su presencia le da carnadura, junto a Cecilia Rossetto, componiendo una madama increíble, y Luciano Cáseres como un cafiolo moderno y convincente. Por último, me quiero referir al título, “La mosca en la ceniza” alude a un truco popular de campo –que intenta llevar a la práctica insistentemente por una de las protagonistas-, que en este caso funciona de maravilla como una gran metáfora. Sólo les sugiero que se les develará el misterio cuando vean la realización de Gabriela David.
Uno de los crímenes que ha tomado cierta resonancia pública en los últimos años es el de la espantosamente denominada "trata de blancas", nombre con el cual nos referimos al tráfico de personas, por ejemplo, secuestro de niños para adopción (sí, eso hacían varios militares de la dictadura del '76) o engaño de jóvenes para ejercer la prostitución. Este último tópico es el que toma el presente film de Gabriela David, sin muchos lujos, pero de manera mayormente acertada. Dos chicas de un pequeño pueblo -puede inferirse, misionero- consiguen un contacto que las lleva a Buenos Aires a trabajar como empleadas domésticas, con la condición de que sean ambas quienes decidan irse. Pero tampoco parecen querer separarse demasiado, ya que Nancy (María Laura Caccamo) es muy dependiente de su amiga Pato (Paloma Contreras), a causa de cierto retraso mental de la primera, que la torna tanto más aniñada como más dócil. Sin embargo, esto resultará una ventaja cuando caigan engañadas en un lupanar de la calle Agüero, comandado por Oscar (Luciano Cáceres) y Susana (Cecilia Rossetto), quienes se encargarán, torturas y amenazas mediante, que las jóvenes ejerzan la prostitución. Pato no podrá acostumbrarse a esa vida, pero Nancy rápidamente se adapta, con el fin de no ser víctima de los castigos allí efectuados, amadrinada por otras chicas entre las que se encuentra, en un papel secundario, Dalma Maradona. Esta obra quiere destacar el desinterés y la ceguera de la sociedad frente a estos graves delitos y, además, cómo éste excede la prohibición de la ley, arraigándose en situaciones de discriminación más profundas. Mezcla de impotencia y falta de compromiso, la trata de blancas sigue presente y la sociedad, silenciándola la avala. En relación con esto, la directora y guionista propone el personaje de un mozo que trabaja en un café frente al prostíbulo (Luis Machín), quien entabla un vínculo con Nancy que añade bastante al argumento. La mosca en la ceniza posee relevancia en tanto película de denuncia, y cinematográficamente tiene buenas actuaciones (Caccamo, Cáceres, Contreras -sí, es hija de Patricio-, Rossetto y Machín, todos están muy bien) y una propuesta del adentro-afuera bien encaminada. El guión, si bien no aburre en absoluto, trae resoluciones algo trilladas, que, no obstante, no empañan al film en su totalidad. Una discreta opción sobre temas que deben ser tratados, desenmascarando la complicidad entre la justicia, la policía, los proxenetas y la sociedad.