La libertad de los perros Dirigida por Laura Citarella y Verónica Llinás, La mujer de los perros (2015) trata sobre una solitaria mujer que merodea por la periferia silvestre de Buenos Aires en compañía de una jauría de perros. Caza alimañas, recoge fruta, bebe agua de lluvia. De día evita cualquier tipo de contacto social, observando a otros seres humanos con la imprecisión de un teleobjetivo. Por las noches se refugia en un precario toldo esculpido de chapa, madera y plástico. Hay cierta ambición documental al retratar las vivencias de esta mujer (personaje interpretado por Llinás, pero sin duda con una generosa cantidad de referentes en la realidad) en el marco de las cuatro estaciones del año, mostrándonos cómo se las apaña para resolver inquietudes cotidianas como el hambre, la enfermedad y la soledad. La película nos muestra todo esto y a cambio dice muy poco; comprendemos la realidad inmediata, pero nunca aprendemos quién es la mujer o cómo se ha convertido en la ermitaña “mujer de los perros”. Dado que la película es silente y los diálogos son pocos y accidentales, depende mucho del poder de sus imágenes para enhebrar una narración. La película no se dirige en ninguna dirección en particular así como lo hacen, por compararla a una experiencia similar, las películas de Lisandro Alonso (otro retratista contemplativo de individuos deambulando por la natura). Más bien funciona episódicamente: tenemos el episodio en que la mujer intenta sumar un nuevo perro a la manada, el episodio en que la mujer se aventura en la ciudad, el episodio en que roba víveres y luego la carcome una indigestión simbólica, etc. Todo esto se narra a pura imagen y con experto cuidado, y permiten algunos momentos de picardía que relevan la monótona solemnidad de la película. Debido a que La mujer de los perros no posee una narración principal muy fuerte, y debido a que termina pareciéndose más a un documental tímidamente observacional que a la disección de un personaje sumamente interesante, cualquier final ha de sentirse anticlimático, por más bello y poético que resulte ese último plano.
Lo valioso de esta película es que logra algo bastante complicado si se tiene en cuenta el eje del relato. Hablamos de un film donde abundan los planos fijos, y así vemos casi todo el tiempo cómo una mujer que no habla vagabundea con sus perros: la experiencia podría ser un auténtico fiasco, tan aburrido como insoportable. Pero no, la cámara logra meternos cada vez más e intrigarnos acerca de cómo hace esta mujer para sobrevivir en pleno aislamiento social a un mundo tan hostil, donde miles de artículos de consumo se transformaron en productos de “primera necesidad”. Esto es gracias al notable trabajo interpretativo de Verónica Llinás, que si bien no habla con palabras, su lenguaje no verbal está a disposición de todos nosotros. La mujer “cartonea”, roba, come, hace sus necesidades, se las arregla para sobrevivir; y esto que parece obvio, el film lo presenta como un eje central en el conflicto de la historia. Estructurada en cuatro segmentos, uno correspondiente a cada estación del año, esta mujer y sus perros nos dan cátedra de supervivencia, aunque por momentos se torne un poco largo el relato. La fotografía es impecable: refleja los climas, el paisaje rural y urbano y el ánimo de una protagonista que parece una “loca”, aunque en realidad no sabemos nada del motivo de su elección de vida. Estamos ante una historia distinta -calma pero profunda- que nos retira toda ansiedad externa para adentrarnos en la vida de este personaje que termina resultando muy querible.
ELOGIO DE LA EXCLUSIÓN La segunda película de Laura Citarella es codirigida por su protagonista, una outsider que comparte su vida con una jauría de perros callejeros que la escoltan vaya donde vaya. Como una suerte de Mononoke del conurbano, Llinás se mantiene apartada de los de su especie. Se sirve de ellos para conseguir objetos y herramientas (botellas, una pala, fósforos, alguna red abandonada) que le permitan sobrevivir; aunque en realidad, si bien el invierno y la lluvia suponen una amenaza para la salud, no se trata de supervivencia sino de la vida que parece elegir. Hay una escena notoria en la que la mujer (no sabemos su nombre ni tenemos datos de su pasado) bordea un alambrado. Del otro lado el pasto está corto, la gente viste bien y también hay perros, con correa. A lo largo de la película se verá qué es lo que tienen para ofrecer aquellos que están del lado de la civilización. La interpretación de Llinás es certera, apenas si abre la boca durante todo el film. Sus gestos le bastan para fluctuar entre el convencimiento y el desvarío. La cámara de Citarella fluctúa también entre lo más próximo y la lejanía, yendo del pelaje de los animales hasta ese memorable plano final en el que el paisaje, la mujer y sus perros nos regalan una simple y memorable conclusión.
La más reciente producción de El Pampero Cine nos presenta a una mujer (Verónica Llinás) que tan solitaria como silente, vive y sobrevive en una pequeña y precaria choza que construye con chapas, maderas, y demás residuos que encuentra en sus caminatas diarias. Situada en la zona oeste de Gran Buenos Aires -las locaciones transcurren en Moreno y La Reja-, esta protagonista cuenta con ocho o nueve perros como única compañía para afrontar día a día su lejanía de la sociedad, su falta de recursos y bienes económicos, y el por qué de esa vida ermitaña, sin tiempo y sin habla, pero con melancolía. La película además nos muestra el paso del tiempo en la vida de esta mujer y su agotamiento físico junto al cambio de estaciones: otoño, invierno, primavera y finalmente verano; todo esto se hace prácticamente sin recurrir a diálogos, con el uso del sonido ambiente, o bien los ladridos de su jauría personal. Sin embargo, hacia la mitad del film aparecen algunos personajes secundarios. Filmada con una estética tanto visual -planos panorámicos- como narrativa similar a Ostende (2011), Laura Citarella ahora co-dirige junto a la propia Verónica Llinás; y construye un relato simple e intimista, que si bien aporta pequeñas situaciones de humor, constantemente se mueve en el terreno de la tristeza y la añoranza, a la vez que presenciamos una relación de amor extremamente puro entre la mujer y sus animales, que se incrementa aún más en el plano final de la película. Sin dudas La mujer de los perros es un film singular, bello y poético desde lo no dicho que se expresa en los gestos de Llinás, pasando por la maravillosa fotografía, hasta los aportes musicales electrónicos de la siempre genial Juana Molina. Una película que tal vez incomode a los espectadores más clásicos, pero que sin dudas, debe ser vista.
El 2015 tiene que ser recordado como el año que, más allá de las propuestas más industriales que llenan salas, el cine argentino permitió recuperar un tipo de películas enfocadas en personajes entrañables y que supieron explorar sus particularidades sin juzgar ni mucho menos censurar. En el caso de “La mujer de los perros” (Argentina, 2015) de Verónica Llinás y Laura Citarella, la propuesta sigue esta línea y potencia un cine contemplativo y casi documental, pero con una fuerte propuesta en la que la determinación de seguir a la mujer que da el nombre al título (que no es otra que la propia Llinás) en sus rutinas y quehaceres diarios, se quiere hablar de un estado de época en el que la otredad y la importancia por los demás, relacionada a su visibilidad, casi no existe. La mujer del título es una mujer sola, abandonada, aislada del mundo, que deambula por los campos y la ciudad rodeada de seis perros, sus únicos compañeros y confidentes. No sabemos mucho más de ella más que lo que Llinás y Citarella deciden mostrar. Nunca sabremos cómo llegó al estado actual de su vida, pero tampoco, con el avanzar de la narración, nos importa. Muchas veces agredida, otras contenida, la mujer de los perros busca objetos en la basura, los recupera y con ellos intentará suplir muchas de las carencias que posee, materiales, principalmente, y que la aíslan o separan del resto de los seres humanos que la rodean. En la decisión que la mujer de los perros no tenga nombre, ya se presenta la primera decisión política del filme, porque al negarle una identidad social, también se busca desde la propia enunciación una apuesta a la negación intrínseca del personaje que detalla. Igualmente esto no es algo negativo, todo lo contrario, al negarle su nombre también se le plantea su posibilidad de ser un personaje libre que no necesita de nadie para nombrarlo. Porque esta mujer, a pesar de no poseer nombre, puede, a pesar de todo, avanzar en la vida creando un vínculo tan estrecho con sus perros que nada más necesita para sobrevivir en la sociedad, y llegado el caso que lo necesite, encontrará la manera de hacer notar su necesidad y satisfacerla. “La mujer de los perros” es una película árida, rústica, dolorosa, estimulante, sin diálogos, sólo se les da la voz a algunos referentes autorizados de la sociedad de la que la mujer fue excluida como puede ser un médico, pero rápidamente esas palabras son suplidas por la exploración de atmósferas y climas desde la música incidental de Juana Molina, melodías que sugieren mucho más que lo que evidencian y que permiten seguir armando un entramado de signos que colaboran a la formación total de este cuento, “La mujer de los perros” supera sus planteos y termina erigiéndose como un bello homenaje a la supervivencia de los que menos poseen, y también a la habilidad con la que pueden dar pelea y construir desde la nada un nuevo universo que las contiene y acompaña. Llinás y Citarella logran un filme sólido y contundente que termina denunciando la invisibilidad de los otros ante la inercia y falta de solidaridad, pero también es un filme hermoso, positivo y desgarrador sobre el espíritu de lucha y esfuerzo de una mujer, increíblemente interpretada por Verónica Llinás, con una entrega total, que sólo necesita el amor de sus perros para seguir adelante y superarse.
El mundo como un lugar vacío Aunque la presencia de esta mujer de los perros, su gestualidad y a veces su vestuario permitan imaginar un pasado diferente, la película no aporta más información que aquella que viene dada por la acción en tiempo presente. Presentada en la Competencia Internacional de la edición 2015 del Bafici, lo que propone La mujer de los perros, segundo trabajo de Laura Citarella, esta vez en compañía de la actriz Verónica Llinás (en su debut como directora), es una experiencia narrativa cercana a La libertad (2001) y Los muertos (2004), los primeros films de Lisandro Alonso. Como en ellos, acá también se trata de poner la cámara (y todos los recursos cinematográficos que se ocultan detrás de ella) al servicio de retratar a un único personaje, solo y retirado de toda compañía, a veces por misantropía y otras por simple capricho del destino.En este caso se trata de una mujer que vive junto a sus perros en una casilla muy precaria, en medio de un bosquecito semirrural en los confines del conurbano bonaerense. A ella es a quien la cámara sigue con obsesión; a veces con planos que se cierran para dar cuenta minuciosa de su forma de vida (o mejor aún: de supervivencia); o bien se abren para observarla en la interacción con su entorno, logrando un tipo de registro que forja una ilusión de intimidad. Pero sólo una ilusión, porque si bien es posible conocer en detalle la vida de esta mujer, finalmente es muy poco lo que se sabrá de ella. Aunque su presencia, su gestualidad y a veces su vestuario permitan imaginar un pasado diferente, la película no aportará más información que aquella que viene dada por la acción en tiempo presente. Durante los 20 minutos iniciales a la película sólo le interesa la protagonista, que no sólo es el eje de la narración, sino también el centro excluyente de cada cuadro. Su omnipresencia es apenas interrumpida por la entrada a escena de esa corte canina que la acompaña a todas partes y que la lente también registra con precisión. Como si se tratara de una más dentro de la jauría, la mujer subsiste revolviendo tachos de basura, rompiendo las bolsas de residuos en procura de algunos restos; escarbando entre montañas de desperdicios como quien busca un hueso o metiéndose en casas ajenas, para hurtar un poco de comida aquí y allá. Una perra callejera viviendo de la carroña.Durante un buen rato el mundo casi parece un lugar vacío, sólo habitado por esta mujer y sus animales. Los otros aparecen velados, distantes, casi indistinguibles del fondo fantasmal de verde y campo. El cruce con unos chicos que se burlan de ella cuando va a recolectar agua es el primer encuentro concreto, en el que ese otro evitado es visto como una amenaza. Esa escena es también la primera que incorpora música: una especie de rock sureño atravesado por ritmos electrónicos que les da, a la escena y a la película, cierto aire de western. Un detalle disruptivo que se aparta del registro realista al límite de lo documental que hasta ahí venía sosteniendo; una sutileza a través de la cual la película –a diferencia de las de Alonso, quien recién en Jauja (2014) utiliza un recurso similar– reclama abiertamente para sí el territorio de la ficción.Ese breve interludio, que se repetirá para acompañar la fugaz aparición de unos títulos que anuncian sin necesidad el paso de las estaciones del año (la fotografía y el vestuario dan perfecta cuenta de ese devenir), se opone y subraya el silencio permanente de la protagonista. Un silencio que no debe entenderse como una incapacidad para hablar, sino como una decisión de los realizadores de dejar su voz fuera de campo. Porque hay escenas en las que su uso está sobrentendido (una consulta al médico; la visita a una amiga) e incluso pueden percibirse situaciones de diálogo que las directoras registran desde lejos (la conversación con un arriero), permitiendo que el sonido se pierda convenientemente en la amplitud del paisaje. Quizás ahí se encuentre el punto menos sólido de La mujer de los perros, porque aunque la actuación de Verónica Llinás es extraordinaria, a veces ese silencio de hierro merma su naturalidad, poniendo en evidencia un carácter tal vez impostado o arbitrario. Dejando además abierta la duda acerca de si su mandato no tendrá que ver con cuestiones que no hacen al propio relato, sino al temor de que una voz, una inflexión o un lenguaje determinados, dijeran de esa mujer más de lo que sus artífices deseaban revelar.La secuencia final transcurre en un popular balneario de río en donde, como un negativo, una multitud convierte en bullicio lo que hasta acá fue silencio. Ahí en medio, la mujer de los perros sonríe y un inédito gesto de serenidad le llena la cara por primera vez. El último plano de la película es notable, tanto desde lo narrativo como desde lo fotográfico: obligado a fijar la vista durante un rato largo en un punto blanco en medio del pasto, el espectador podrá notar cómo el campo abierto se convierte en un paisaje impresionista, justo frente a sus ojos.
La jauría de los suburbios La Sala Lugones se ha convertido desde su reapertura en uno de los últimos refugios para el cine argentino más independiente y arriesgado. Ahora es el turno de un estreno por tiempo limitado (28 funciones en una única semana) de esta película codirigida por Laura Citarella (Ostende) y la aquí también protagonista casi absoluta, Verónica Llinás, que se presentó con muy buena repercusión en festivales como Rotterdam y el Bafici porteño (premio a mejor actriz). Llinás interpreta a una mujer que (sobre)vive sola en una más que precaria choza en los suburbios de Buenos Aires acompañada por una docena de fieles perros (también pululan otros animales e insectos). No sabemos casi nada de ella, ya que vive lejos del progreso y la sociedad de consumo, perdida en una suerte de no-tiempo y de no-lugar. En principio casi no hay diálogos en el film y apenas un par de visitas a la ciudad (se rodó cerca de Moreno) para, por ejemplo, atenderse en un centro de salud, donde le recomiendan una vida menos sedentaria. Si la soledad y la incomunicación son los ejes de esa primera mitad, en la segunda -a partir de un encuentro con una amiga o de la aparición de otros personajes humanos- la película tiene algunas mínimas sorpresas y revelaciones. Llinás establece una íntima relación con esos perros del título (verdaderos coprotagonistas del film y fundamentales para la credibilidad del relato), mientras la cámara observa a prudente distancia, sin invadir ni manipular, pero siempre atenta a registrar todo lo que pueda producirse en esa constante interacción con los animales. Los planos secuencia y los planos generales (panorámicos) son las herramientas preferidas a las que las realizadoras apelan para narrar esta historia sobre una mujer desamparada (física y emocionalmente), pero que apela a una singular forma de sobrevivencia lejos de las convenciones y consensos sociales. El largo plano final, con algo del cine de Abbas Kiarostami y el Carlos Reygadas de Luz silenciosa, es imponente. Película construida con enorme paciencia, rigor y perseverancia (transcurre a lo largo de un año, con las cuatro estaciones como sendos capítulos), La mujer de los perros se sostiene en la presencia física y gestual de Llinás, en la fotografía vistosa pero jamás ostentosa de Soledad Rodríguez, y en el inteligente uso de la banda sonora con beats electrónicos de Juana Molina. Una propuesta que probablemente irritará a ciertos defensores del cine "narrativo" clásico, a los cultores de lo tradicional. Una obra bella y triste a la vez, austera, melancólica y a su manera también lírica. Un film -como su protagonista- a contracorriente de lo habitual. Una mirada muy particular y, por todo eso, decididamente valiosa.
Publicada en edición impresa.
Remember Agnes Varda's Vagabond? That 1985 French drama, one of Varda's best, told the story of a woman about whom little or nothing could be known. With a documentary edge to it, Varda built a series of flashbacks to some given days in the last months of a vagabond girl. Although many people spoke to the young woman, gave her food, drink and cigarettes, sheltered her and even had sex with her, truth is none of them could say they actually knew her. The young woman in question was played by Sandrine Bonnaire, who delivered a striking performance. You can surely say that an equally striking performance is that of seasoned Argentine thespian Verónica Llinás in La mujer de los perros, directed by herself and Laura Citarella, and a proud winner of the Best Actress Award at this year's BAFICI's international competition. Like Bonnaire, Llinás also draws a very convincing portrayal of a vagabond with a hermetic personality. The vagabond shows no feelings whatsoever, follows an erratic routine in her everyday life and goes here and there with a bunch of dogs as her sole company. Unlike Varda's character, the vagabond dog lady in Llinás’ and Citarella’s film doesn't utter a single word throughout the entire movie. But Llinás doesn’t need words to flesh up such an unusual character for she’s an accomplished actress who has mastered the art of facial expression and body language. Even if you don’t have any way to actually know what her character is thinking or planning to do, you still have a very concrete feeling that something is going on both in her head and in her soul. Vagabond and La mujer de los perros have different queries in mind and inhabit different worlds, but they certainly share certain existential concerns and a desire to transcend their nominal stories. The problem with the Argentine feature is that it lacks the constant pathos and profundity of the French one. There's no doubt that La mujer de los perros is technically well-crafted and its tone is appropriately meditative, but for the most part it’s merely descriptive without being insightful. It shows lots of things, but it doesn’t say much about them. It may be argued that the directors wanted viewers to simply observe and reflect on the path the dog lady walks along but, even so, the near total absence of significant drama — other than what you see at first sight — turns Llinás’ and Citarella’s film into a somewhat tedious exercise in style. Granted, there are some special moments with a weight of their own, but for the most part La mujer de los perros is a quasi-mechanic film that doesn't prompt much analysis and feels too aloof to elicit an emotional response. It wouldn't be surprising to see that, after scratching the surface, there's not that much to be found. Production notes: La mujer de los perros (Dog Lady). Directed by Laura Citarella, Verónica Llinás. With Verónica Llinás, Juliana Muras, Germán de Silva, Juana Zalazar. Original story: Verónica and Mariano Llinás. Cinematography: Soledad Rodriguez. Art direction: Laura and Florencia Caligiuri. Costumes: Carolina Sosa Loyola. Editing: Ignacio Masllorens. Sound: Marcos Canosa. Music: Juana Molina. Produced by El Pampero Cine. Running time: 98 minutes. Limited release: Sala Lugones Teatro San Martín, from Thursday 3 to Wednesday 9 at 230pm, 5pm, 7.30pm and 10pm.
La pequeña pero a la vez ambiciosa y bella película de Laura Citarella (directora de OSTENDE, y mujer orquesta de la productora El Pampero Cine) y Verónica Llinás (que, no está de más recordar, es hermana de Mariano Llinás) está protagonizada por esta última en una performance casi silenciosa y solitaria, componiendo a una mujer que vive en las afueras de un pueblo de lo que parece ser el Gran Buenos Aires, en el medio del campo, rodeada por un montón de perros que la siguen a todos lados y son su verdadera familia, ya que desconocemos que pasó con la original. Esta especie de versión homeless y femenina del personaje de LA LIBERTAD, el ya clásico de Lisandro Alonso, casi no tiene contacto con “la sociedad” y encuentra en los animales el afecto y cariño que parece haber desaparecido en el mundo que la rodea. Una película contemplativa que responde a algunos parámetros clásicos del Nuevo Cine Argentino –con excelente fotografía de Soledad Rodríguez, en un equipo de rodaje mayormente femenino– cuenta con el aporte musical, en su clásico estilo folk electrónico de Juana Molina, que le da un carácter novedoso al tono general de este tipo de filmes. mujer_de_los_perros,_La_Still02Atravesando las cuatro estaciones del año en la que se divide la narración, LA MUJER DE LOS PERROS –estrenada mundialmente en la competencia del Festival de Rotterdam 2015–ofrece una mirada humanista y comprensiva a un personaje que se ha abandonado del mundo para encontrarse en una especie de paraíso de protección animal que la sostiene y levanta aún en los momentos más difíciles. De a poco, nos irá convirtiendo en sus cómplices y para el final, cuando la acción dramática crezca y el mundo de los humanos vaya haciendo sentir su presencia, nos terminará conmoviendo. (Reseña publicada durante el BAFICI 2015)
No alcanza con la dedicación de Verónica Llinás Por el partido de Moreno, si la vista no nos engaña, camina sin apuro ni destino concreto una mujer rodeada de perros. Todavía joven y fuerte, vive en una covacha llena de bolsas, descansa en el suelo, se las arregla malamente para comer y darle algo de comer a toda la jauría. Rara vez se separa de los animales, o entabla mínima comunicación con otro ser humano. Un día va al médico y luego se detiene apenas un momento frente a unas pavaditas que quizá le traigan recuerdos. Después sigue en lo suyo. Diógenes moderna, no habla, no sufre, parece que estuviera pensando algo, quién sabe qué cosa. Así pasa un año largo, pasa la vida, pasa la película, que encima dura más de una hora y media. ¿Y la historia? Como diría Carlitos, ésa es la aneda. Eso sí, la fotografía de Soledad Rodríguez es agradable, con unos planos generales de mucho verde y harta calma, y la dedicación que le pone Verónica Llinás, protagonista absoluta y codirectora, es digna de respeto. No tanto el cúmulo de elogios de la crítica snob, pero, en fin, hay gustos para todo.
Naturaleza Muda No hay palabras, no hay pasado, pero eso no significa en absoluto que la segunda película de Laura Citarella -en coautoría y dirección junto a Verónica Llinás- no refleje un discurso o por lo menos una reflexión sobre la soledad; sobre el estado de invisibilidad en una ciudad de Buenos Aires que parece desprendida de sus bordes. En esos bordes, que se encuentran al costado de la ruta o en lo profundo cuando el ruido de los coches se desvanece entre la naturaleza más salvaje -la hediondez de todo aquello que se desecha-, transita la mujer de los perros. Así se llama también esta película, donde abundan los perros y esa mujer sin historia pasada, pero expresiva desde su andar y mucho más con su constante empeño por sobrevivir al desamparo de todo y con la única libertad de no estar atada a ninguna regla, más allá de la que le permite sostener su pequeño espacio en estado salvaje o semi salvaje, por decirlo de alguna manera. En este film, las palabras ocupan un espacio secundario, parecen desplazadas por esa arrolladora fuerza de la realidad que deja sin palabras cuando se contempla, sin artificios de por medio, la difícil convivencia entre el hombre y la naturaleza; cuando el silencio dialoga con la emoción y la profundidad de campo completa el resto de la postal real y urgente, aquella que seguramente quede en la retina de quien logre entenderla. Gran trabajo de Verónica Llinás, tanto en su calidad de directora como en el rol protagónico silente, sumada a la sensibilidad de Laura Citarella, que en su segundo opus confirma el talento ya despuntado en la sugestiva Ostende (2011).
Los críticos coinciden en su caracterización: se trata de “una película contemplativa que responde a algunos parámetros clásicos del Nuevo Cine Argentino”, tal como señala Diego Lerer. Es decir, “una suerte de regreso a ciertas fuentes seminales de ese Nuevo Cine Argentino que asomaba en las primeras ediciones del Bafici”, al decir de Diego Brodersen, quien se apresura a aclarar que “no se trata de una mera imitación y mucho menos de una postura reaccionaria” ya que no cae “nunca en el pintoresquismo, el patetismo o el cinismo de la falsa observación objetiva”. Sin embargo, si bien el NCA se constituyó como tal contra el costumbrismo y el sentimentalismo, de algún modo terminó reconfigurándolos, precisamente a través de cierto distanciado observacionalismo. Todo eso es perceptible en La mujer de los perros (así como en El cielo el centauro, la película de apertura, se pudo apreciar su contracara: el agotamiento de un modelo epigonal abstraído en su formalismo). Digamos, entonces, que el problema no es tanto el “cinismo” en su habitual acepción (en línea con el desencanto posmoderno), sino la curiosa inconsecuencia con su sentido antiguo, al que la película menta desde su título. “La mujer sobrevive a las inclemencias del tiempo a lo largo de las estaciones sin deberle nada a nadie”, tal como describe Lerer. Y señala Brodersen: “Que la falsa soledad de esa mujer (que, tal vez, haya elegido vivir de esa manera y en esa compañía) resulte luego de un tiempo lo más normal del mundo es un gran mérito de la película, a tal punto que en las pocas instancias en que debe entablar contacto con la ‘civilización’, hay una suerte de sentimiento de extrañeza, casi de no pertenencia.” Esa lectura que la película propone es precisamente la opuesta a la que se desprende de la referencia a la escuela “cínica”: los hombres que gustaban llamarse “perros” no se proponían una vuelta a la naturaleza, sino repudiar las convenciones de la sociedad de su tiempo, practicando la anaideia (provocación). Se trata de una confrontación con su propia comunidad, no con la prescindencia individualista de ella. Como recuerda Michel Onfray, “el cínico poseé del perro la virtud de cuidar a su prójimo”. Por eso mismo es problemático pensar que “lo genial del film estriba en la relación simétrica y no lingüística que se establece entre la mujer y sus animales”, como dice Roger Koza en este mismo blog. La mudez del personaje no tiene nada que ver con la verborrágica parresía (franqueza) de los antiguos cínicos, sino más bien con “a cliched feature of global art-cinema”, tal como advierte la crítica de Hollywood Reporter (que sin embargo deja fuera de esa acusación a La mujer de los perros). Y esa mudez se traslada una vez más el personaje a la historia: “los motivos por los que está sola y su pasado permanecen en un radical fuera de campo”. Por el contrario, en Sin techo ni ley (una película que también se convierte en otra referencia no explicitada por los críticos, a treinta años de su estreno), Agnes Varda no idealizaba las relaciones “naturales” de la mujer sin peros, sino que antes bien se concentraba en las reacciones de los otros frente a esa radicalidad. Ese cinismo bien entendido estaba patente desde el comienzo: Sin techo ni ley comenzaba con el cadáver congelado de su protagonista, lejano a cualquier redención por la belleza. La mujer de los perros cierra con un plano paisajístico que bajo su homenaje a Kiarostami rinde más tributo al doble final hollywoodense y su resucitación de los muertos. Ese plano general sostenido como final es (además de “una marca registrada de la directora” ya en Ostende), la huella del observacionalismo que sostiene toda la puesta en escena. Como prescribe el manual del cineasta contemporáneo, el único pecado es juzgar. Pero ciertamente no es lo mismo la distancia impuesta por The Look of Silence (con su insoportable tensión brechtiana en un mundo de valores invertidos), que el de La mujer de los perros (que no nos pide compromiso alguno con su criatura, ni siquiera cuando cae). Se trata, en última instancia, de la distancia inconmensurable entre el documental y la ficción, que el cine contemporáneo juega a saltar. Pero no es ya el juego discreto del cine moderno, que asume la condición documental sin vampirizarla (como Sin techo ni ley, o –para no ir tan lejos ni hace tiempo– Mauro), sino todo lo contrario: se trata de construir objetos híbridos que sean consumidos como ficción sin hacerse cargo de las demandas de lo real. Pero tampoco en ese sentido se trata de que la apuesta de La mujer de los perros sea novedosa: como explicita Diego Lerer, se trata de una “especie de versión homeless y femenina del personaje de La libertad, el ya clásico de Lisandro Alonso”. Es decir, un modelo que ha dejado ya una vasta progenie, lejana de esa pretendida ingenuidad inicial. Antes de dirigir, Laura Citarella fue reconocida como la esforzada productora de Historias extraordinarias, y esa laboriosidad se nota en cada detalle de La mujer de los perros. La construcción minuciosa del verosímil, la paciente espera de las estaciones, la economía en el aprovechar cada circunstancia como parte de la ficción. Se trata de un notorio dispositivo de producción, que demuestra como el cine puede ser aprendido y aplicado a la fabricación de objetos estéticos consustanciados con su Zeitgeist, más allá de sus valores estéticos. En ese sentido, discutir si La mujer de los perros es una “buena” película (o más aun, “la confirmación absoluta del talento de su directora”) tal vez no tenga mucho sentido: lo inexcusable debiera ser discutir los modos en que esos enunciados (y objetos) son comprendidos, en un momento en que hasta la provocación se ha hecho parte del sistema. Es decir, proponer una crítica cínica en el mejor sentido de la palabra. Posdata: Por esas curiosas casualidades que no lo son tanto, buscando en internet críticas de la película encuentro un libro llamado La mujer de los perros. Se trata de una biografía de Ingrid Olderock, que supo ser una temida agente de la DINA. Era entrenadora de perros, y los había transformado en instrumento de tortura dentro de un centro de detención llamado “La Venda Sexy”. Un personaje para Roberto Bolaño o Joshua Oppenheimer, poco apto para la pureza observacional.
Escuchá el audio (ver link). Los sábados de 16 a 18 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli. Un espacio dedicado al cine nacional e internacional. Comentarios, entrevistas y mucho más. ¡No te lo pierdas!
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La nueva película de Citarella y Llinás no es otra cosa que la descripción de un sentimiento poco aprehensible, no menos que los sentimientos de reparo que surgen de la interacción de los hombres con los animales. El desamparo no es un tema entre otros. A veces se lo confunde con la soledad, un sentimiento vecino, pero no necesariamente yuxtapuesto. Películas sobre solitarios hay bastantes, pero las películas sobre el desamparo no son muchas. Digamos que La mujer de los perros es principalmente una película sobre ese sentimiento tan peculiar por el que alguien ya no se siente ni siquiera un miembro legítimo entre los de su especie. Un observador distanciado, una entidad sin contenido, un fantasma con cuerpo. El desamparado es aquel que ha renunciado, por razones que a veces desconoce, al intento de ir al encuentro con otros. Algo pasó. Un día llegó a ser un desierto, una isla, un átomo. El desamparo es abismal. La mujer de los perros también se ocupa de la conservación. Otro tema que tampoco se suele atender excepto en clave apocalíptica. Desde el inicio, el desenfoque de los planos iniciales intensifica la presión de los sonidos del ambiente. La naturaleza suena. Hay muchos perros y se divisa una figura humana. El paisaje borroso parece ser un bosque. De a poco se entiende: están recolectando los frutos de una cacería. Con trampas y ondas. La conservación unifica: todas las especies, para poder subsistir, deben procurarse el alimento y un hábitat. La mujer vive en alguna zona aledaña del conurbano bonaerense, en esos paisajes en los que coexisten countries, zonas baldías y pequeñas ciudades. Ella, que no tiene nombre y va con más de 10 perros por todos lados, sobrevive en una choza, que va cambiando un poco según las estaciones. Si el desamparo es además físico y no sólo psíquico, las condiciones meteorológicas son decisivas. El frío es más que una sensación. La lluvia puede refrescar, pero inmoviliza. Le debe haber requerido cierto esfuerzo a Verónica Llinás entender las coordenadas anímicas de su personaje, al que no se le concedió el habla. No ha dejado de ser un animal lingüístico, pero durante toda la película no emite ni siquiera una interjección. El desafío pasaba entonces por hablar con el cuerpo y trabajar sobre irregularidades del rostro, sobre movimientos mínimos faciales que produjeran un discurso afectivo eficiente. Se lo impuso a sí misma, porque la idea de la película fue suya y de su hermano (Mariano Llinás). El resultado es magnífico: siendo una actriz a la que nada mal le cae el histrionismo, verla en este papel silencioso es una sorpresa. Llinás no está sola. Es cierto que ella es una de las directoras, pero no es la única. La otra firma es de Laura Citarella, y a juzgar por Ostende, su ópera prima, el estilo de aquel filme está presente en este. Indicios formales reconocibles: el desenfoque y principalmente la panorámica que tiene en sus dos películas una función narrativa, un uso de escala de plano que pocas veces trabaja en función del relato. En La mujer de los perros hay varios pasajes en los que se elige para narrar un plano de estas características. Uno de ellos, el plano final, en el que Citarella y Llinás volverán a trabajar sobre el suspenso de una situación a propósito de algo que sucede con la mujer. Esto, por cierto, también sucedía en Ostende: el plano de cierre de ese filme estaba concebido para mostrar un asesinato. En La mujer de los perros la violencia es mínima. Un choque accidental entre dos motos durante una tarde en la que el pueblo se reúne a las orillas de un río para entretenerse; unos pibes jóvenes que tal vez no consiguen entender quién es esa mujer solitaria que va acompañada por muchos perros y entonces la catalogan de loca. La mujer reaccionará en cierto momento, de un modo casi infantil, pero nada que se acerque a un arranque de violencia extrema. La hipótesis de demencia, por otra parte, debe ser descartada de plano, pese a que todo corrimiento al margen de lo social no es inmune a ese deterioro psíquico que surge de no acoplarse del todo bien a lo real. Hay varios elementos que demuestran que el personaje mantiene su racionalidad en forma: la visita a una amiga, un turno en un hospital por motivos no del todo claros (y que incluye un momento de comicidad fina) y el encuentro peculiar con un gaucho. La única evidencia de una percepción alterada pasa por un instante de fiebre. Hay una fugaz alucinación que remite elegantemente a la infancia. Dura un segundo, y lo que se llega a ver en un primerísimo plano es suficiente para entender que la alucinación no es otra cosa que la expresión de un recuerdo de un tiempo pasado en el que, ante un estado de convalecencia, había alguien que la sostenía y cuidaba. La contrapartida de ese tiempo en el que el desamparo es casi imposible, el tiempo de la infancia, es aquel momento en el que la mujer observa a un hombre que abandona a su perro. Es una escena de una tristeza seca, sin ningún apoyo sonoro que repique sobre el poder del abandono que la imagen sola logra transmitir. Es un instante de empatía directa en el que el desamparo del personaje se desdobla en ese perro viejo al que se lo deja en un bosque para que encuentre su muerte. Ella le dará amparo por un tiempo. Lo que sucede entre ese animal y la mujer es de otro orden. Hay una diferencia vincular entre ella y él, una suerte de alianza anímica que solamente el desamparado puede reconocer. Con los otros perros, simplemente conforma una comunidad, una especie de familia heterodoxa en la que los perros y la mujer viven sin una distinción de especie precisa. Lo que es evidente es que el vínculo entre la mujer y los perros poco tiene que ver con la modalidad de lo doméstico. El concepto de mascota brilla por su ausencia. A esta altura es menester preguntarse por el pasado del personaje. De eso nada se dirá. Su perspicacia y algunas acciones sugieren algunas filiaciones sociales. El paso por una iglesia poco tiene que ver con el respeto que le suscita a un feligrés. Lo mismo sucede en otras tres instancias en las que el personaje elige robar objetos menores y algún que otro alimento. Por qué una persona elige o es obligada al abandono y a una vida signada por la supervivencia es algo que el filme prefiere no responder, quizás porque el esbozo de una respuesta, aunque sea abierta, lo hubiera obligado a incursionar en una dimensión más sociológica, incluso política. La preferencia es aquí poética y existencial, y es por eso que la confrontación entre el desamparo y lo social, el individuo librado a su propia suerte y la sociedad con sus leyes, no llega a producirse. La tristeza del desamparado es ineludible, y La mujer de los perros no simula esa tristeza, que se impone amablemente sin pedir compasión alguna por sus testigos y que como tal, además, no miente. La paradoja es que a veces lo triste puede ser bello, y en eso, la película de Citarella y Llinás regala varias secuencias de una hermosura justa respecto del tema que la define. Bajo ningún modo embellece la desposesión, sino más bien se encuentra con breves momentos de belleza, atisbos, que suelen estar relegados solamente a la interacción entre los perros y esa mujer silenciosa. Son pasajes casi inadvertidos, apenas visibles, donde se adivina una comunión que nada tiene que ver con esa espantosa relación asimétrica que se establece entre el amo y las mascotas cuyas vidas administra.
LA MUJER DE LOS PERROS vlcsnap-2015-04-29-20h56m18s89 La mujer de los perros Por Marcela Gamberini En el comienzo, la oscuridad. Sólo los ruidos del ambiente. Una espalda. La mujer de los perros desde su inicio remite a otro orden, un orden donde prevalece lo sensorial, la textura, aquello que resuena más primitivo: la convivencia de una mujer en un espacio fronterizo y su única compañía, la fuerte presencia de los perros, la íntima conexión que tiene con ellos y entre ellos, el compartir de sus silencios, la ausencia de pasado y también de futuro. La ambigua y frágil pero imponente a la vez presencia del presente. Una cámara en mano algo temblorosa registra el andar del cuerpo de la mujer y siembra una intriga que se desvanece en el aire: la búsqueda de lo material. Una mujer que recolecta, cosas que otros desechan. Una fronteriza, como el espacio que habita, una mujer hecha de márgenes y escasos límites. Una mujer que recolecta. En el principio de los tiempos las mujeres éramos recolectoras. Y ésta lo es, porque la película es inmemorial, remite a tiempos pasados y se expande hacia el futuro, un poco apocalíptico, un poco desechable. Ella recolecta, no busca, sino que revisa aquello que va encontrando, selecciona y se queda con aquello que parece servirle. La naturaleza hará el resto. Como en la contracara femenina de La libertad de Lisandro Alonso, La mujer de los perros deambula por un espacio que le es conocido, recorrido, sabido. Una mujer y la naturaleza que la rodea. Y su jauría de perros. En una secuencia ella se encuentra de lejos con un hombre que tiene también perros a su alrededor; ella, lentamente amaina el paso, espera, espero que el hombre se vaya, porque ése es su territorio, marcado, como lo marcan los perros; ella es la reina de ese lugar, la “dueña” de esos perros. En un plano secuencia magistral que va desde los hombres hachando árboles mecánicamente, pasando por ese ilimitado paisaje hasta llegar a la figura de esa mujer, sin nombre, que junta troncos artesanalmente; Citarella resuelve en una síntesis perfecta la marca ideológica de la película: los hombres trabajando, atados a una rutina sin fin y después, en un infinitamente después, la mujer juntando troncos, rodeada de sus perros, sola, sola su alma, sola con sus perros. Citarella – Lllinás escriben, con una caligrafía femenina y precisa, el transcurrir de esa mujer donde lo importante se revela en su conexión con los animales y con el espacio que la rodea y a la vez la contiene. La economía de esta mujer no es monetaria, sino simbólica; tiene la compañía de sus perros y lo que consigue en sus recolecciones, los deshechos de otros son su sustento. Sus largas caminatas con bidones de agua, el robo casi inocente de un paquete de fideos, la recolección de los frutos hacen a su modo particular de estar en el mundo. La marginalidad, la pobreza, la indigencia no son temas en la película; esta mujer tiene aquello que necesita, que va acopiando, como acopia el agua en ese rudimentario pero efectivo sistema de cañerías. Frente a la opulencia del cine contemporáneo, donde los estallidos, las vueltas de guión, la violencia explícita salpica a los espectadores; el dúo Citarella- LLinás optan por la elegante sencillez de La mujer de los perros, optan por trabajar en la esfera de lo íntimo, de lo privado, de lo silencioso, alterado solamente por el ladrido de los perros, por el ruido de la naturaleza, por la poética recurrencia del espacio público que ella, esta mujer, nuestra mujer, habita con dignidad. Una mujer con su cuerpo, su maravilloso cuerpo, que anda y en ese andar, des-anda la supuesta armonía de un mundo (que es un espacio) construido hoy desde la artificialidad y el desencanto. La curiosidad de una mirada es lo que hace avanzar el relato, la mirada siempre atenta de esa mujer de la que desconocemos su pasado y no podemos intuir su futuro. Citarella tiene experiencia en la observación precisa de sus personajes, a los que contempla con unos planos generales que permiten sentir, ver, palpar la soledad de esa mujer y de sus acompañantes caninos. Lo mismo había hecho en Ostende una película que no fue vista con atención en su momento. La recurrencia de sus protagonistas absolutas femeninas y andantes, la exploración del espacio laberíntico sin límites que tiene la cualidad de contener y ser contenido aunque no tenga límites precisos, las relaciones asimétricas sean con perros, hombres o bichos. Con La mujer de los perros, el dúo Citarella- Llinás tocan un punto sensible, el retrato de la soledad de una mujer, la melancolía que destila su cuerpo, los efectos de sentido que provocan sus caminatas, la naturalidad de sus andares, la nostalgia de su mirada. Verónica Llinás brilla en ese mundo descompuesto hecho a pura naturaleza, deshechos y animales y Laura Citarella la filma como nadie, tomando riesgos formales poco comunes. Ambas, hicieron una película que conmueve, que invita a pensar sobre el presente no sólo social o económico, sino sobre el presente del cine argentino. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
Retrato de la mujer fantasma La ambigüedad es el lugar donde mejor descansa la película que tiene, también, a Llinás como protagonista. Un lugar casi onírico pero cercano, que araña su metafísica mientras dibuja un no lugar que puede estar escondido aquí nomás. Decir "la mujer de los perros" puede equivaler a apodo desdeñoso o religioso, según se mire. Como bisagra entre uno y otro, aparece esta película. Que sea consecuencia de una motivación personal de la actriz (Verónica Llinás) en consonancia con la poética de una cineasta (Laura Citarella, directora de Ostende), repercute más. ¿Cuánto habrán hablado y discutido para encontrar el tono justo entre una y otra mirada? Las dos, en suma, directoras de esta puesta en escena de desocultamiento gradual, que va de planos cerrados hacia la busca de un aire mayor. En el camino, quien se descubre es su protagonista y el entorno. Situada en un lugar no muy preciso del conurbano bonaerense, circula la historia de esta mujer. Podría ser cierta, o tal vez sólo consecuencia de lo que algunos han dicho de ella. Porque apenas hay rasgos que la definan o aprehendan. Entre ellos y de común acuerdo, sobresale la compañía de muchos perros. Hay que atender a la reacción de quienes le rodean. Sus desprecios, los consejos, el desdén. Hay, eso sí, una amiga que parece de otra vida. También alguien con quien consolar los deseos del cuerpo. Pero también, por qué no, podrían pensarse tales situaciones como apariciones que a estos otros solitarios la alucinación les envía. Así, la "mujer de los perros" se yergue inmaculada. De todos modos, también hay mucho de raigambre certera como para dudar de su existencia. Como si fuera una luz mala que ahuyentar, las piedras la corren pero ella también responde, y hiere. Con la misma arma con la que se procura la comida. En comunión intensa con su mundo natural y marginal. Lo suficientemente rápida como para desaparecer, allí cuando todo indica una presencia reciente: el robo de la fruta, las piedras de la gomera, el hospital, los perros. La ambigüedad es el lugar donde mejor descansa la película de Llinás?Citarella. Un lugar casi onírico pero cercano, que araña su metafísica mientras dibuja un no?lugar que puede estar escondido por acá nomás. ¿Qué ha sido de esta mujer? ¿Alguien la recuerda? Si cayera muerta, ¿quién la reclamaría? Mientras tanto, un ciclo de estaciones, que van del frío al calor, se suceden mientras claman, de manera natural, su correspondencia con la misma circularidad femenina, vital. Hay muerte porque hay vida. Con las dos convive esta mujer de perros, que no habla porque, como el cine, la palabra no es su esencia. ¿Qué es lo que la hace caminar, hacia dónde? La cámara la sigue y con ella convive. Husmea, come, no ríe. El espectador queda pegado a ella, a su piel de sudor acalorado o afiebrado. La lluvia, la noche y las mañanas nacen y se apagan, y por allí clama con sus pasos sin ruido esta figura huidiza, surgida de la combustión nada espontánea que significa la dupla Llinás?Citarella. Tal vez esta mujer sin nombre, de apodo cariñoso o desdeñoso, tenga rasgos de ellas. Seguramente tenga también los de otros más cercanos, con toque de preferencia en todo espectador. Salvaje, por momentos bella, a veces inconmovible, casi una fiera, esta mujer de los perros es un interrogante que se construye desde su misterio. Que la cámara nos la muestre siempre, sin dudarla, hace de la experiencia un acto de fe. ¿Cómo no creer?
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La extranjera Antes del amanecer una mujer rodeada de perros sale en busca de lo indispensable para su manutención. Ejecuta un conjunto de operaciones de aprovisionamiento. Es, en ese momento, una cazadora furtiva atenta a su entorno. Camina a través de matorrales y con una simple gomera liquida pájaros y con un palo y una pequeña red baja frutos de los árboles y con bidones y botellas junta agua de un río cercano. Lo que necesita para sobrevivir: alimento y diversas piezas –las que sean, las que sirvan- para robustecer su refugio. Vive, junto a sus perros, en una casucha endeble y precaria en medio de una espesa vegetación silvestre en las afueras de un pueblo. Un descampado –que linda con un asentamiento- funciona como frontera. Límite geográfico que evidenciará universos simbólicos opuestos. En una primera toma, la cámara que registra los pasos de esta mujer se confundirá con la mirada de los perros que la siguen a todos partes. La mujer de los perros (2015), la notable película de Laura Citarella y Verónica Llinás, formula así el principio organizador de su trama. Hay allí, en esa marca inaugural, la cifra de una preocupación por sostener una perspectiva –una forma de ver el mundo- levemente enrarecida. Podríamos agregar: alienada. Un punto de vista extranjero. El de una mujer afincada en un contexto inusual, escoltada por una manada de perros vagabundos. El film se propone contar su cotidianidad durante el devenir de las cuatro estaciones del año. Cómo subsiste en un escenario hostil. Cómo se las arregla en su intento por configurar un espacio de soberanía a partir del cual representarse aislada de los demás. Cómo permanecer ajena incluso al lenguaje. En ningún momento la mujer emitirá palabra alguna, tan solo contemplará con lejana extrañeza su alrededor. Cuando quiera o necesite algo de algún otro, le alcanzará con gestos breves y concretos. El resto será silencio. No carga siquiera con un nombre. Será simplemente “la mujer de los perros”. Se le acercarán para agredirla. Su extranjería provocará en los otros una risa burlona, el malicioso gaste. Pero ella se defenderá de las agresiones, cuidará cada vez su dominio. Sus excursiones al pueblo serán esporádicas. A partir de excusas –por ejemplo, su delicada salud- cruzará fugazmente la frontera y, como un fantasma que deambula sin ser visto, paseará por sus calles pobladas, ya extrañas. Un acierto –entre muchos otros- del film de Citarella y Llinás: en ningún momento el film exhibirá el motivo por el cual la mujer decidió expatriarse; alejarse de la sociedad y prescindir de ella. No hay señales de un pasado que justifique su comportamiento. Las razones no importan, no importa demasiado el sentido. Como tampoco importan –porque sobran- las palabras. Lo que aquí importa son las imágenes. Su propio gesto. Aquello que las imágenes del cine pueden llegar a revelarnos a partir de la sugerencia de su expansión. La mujer de los perros conquista así un territorio desconocido. El cotidiano devenir de una mujer desligada de su medio habitual de pertenencia, de su presunta realidad originaria, promoverá una oportunidad inaudita: la configuración de otra realidad. Otro punto de vista capaz de suscitar nuevas imágenes –pensamientos, preguntas-. Como un poema. O como lo que un poema puede forjar: la sonrisa ante el preciso instante en que un día recién comienza o que se dispone, después de su fatigante algarabía, terminar.