Inocencia interrumpida Historias de pueblo, un triángulo amoroso, inseguridades adolescentes, contradicciones entre porteños y gente del interior y una fuerte carga melancólica. Tópicos bastantes transitados por el nuevo cine argentino, pero que son trascendidos en buena parte gracias a la esponteneidad del dúo protagónico. Esteban (Ezequiel Tronconi) regresa al pueblo chaqueño de La Tigra después de muchos años de ausencia. Vuelve a reencontrarse con su padre, un camionero que ha armado una nueva familia con esposa y otros dos hijos. Mientras empieza a conocer a sus hermanastros y espera que su papá vuelva de uno de sus habituales viajes, el muchacho se topa con Vero (Guadalupe Docampo), una amiga de la infancia que se ha convertido en una hermosa muchacha. El flechazo es inmediato, pero ella está de novia hace mucho tiempo con el hijo del carnicero del lugar y líder de una banda de rock. La película es una crónica sobre esa atracción irresistible y la imposibilidad de consumar ese deseo. Una historia sobre la inocencia, el despertar sexual, el paso del tiempo y las diferencias entre la idiosincracia urbana y la pueblerina. Federico Godfrid y Juan Sasiaín no apuestan a la novedad ni a la sorpresa. Se remiten a su pequeña historia de amor (¿imposible?) y se sobreponen a ciertos clisés gracias a la empatía, credibilidad y espontaneidad de la pareja central y del sólido aporte de los personajes secundarios (como la tía de Esteban que canta en checo). Entre tereré y tereré, y con los bellos paisajes veraniegos del lugar como bucólico fondo, terminan construyendo una película pequeña y entrañable. (Esta crítica se publicó durante el Festival de Mar del Plata de 2008).
El amor, segunda parte Un chico y una chica, amigos de la infancia, se reencuentran. El título de la opera prima de Federico Godfrid y Juan Sasiaín invita a ver otra película. Uno imagina que se topará con un drama social de temática relevante sobre algún perdido pueblo chaqueño. El pueblo existe y las acciones transcurren allí, pero la historia tiene poco que ver, al menos directamente, con esas convenciones. Se podría decir que es una comedia romántica, o un triángulo amoroso, o lo que le pasa a un veinteañero cuando vuelve a su pueblo y descubre que su vecinita de la infancia se ha convertido, como diría su tía, en "una linda chica". Ezequiel Tronconi encarna a Esteban, un joven que se ha ido a Buenos Aires y que vuelve a La Tigra a visitar a su padre, que ha formado allí una nueva familia y que justo cuando él llega, está de viaje. Se queda en la casa de una tía simpática -a esta altura uno podría pensar que el filme es una cruza, en versión liviana y masculina, de Ana y los otros y Mundo grúa- y se topa enseguida con Vero (Guadalupe Docampo) y descubre que la compañerita de entonces ha cambiado bastante. El problema es que Vero está de novia con un chico que canta en una banda de rock y que trabaja en la carnicería del pueblo. Entre charlas con su tía, con las amigas de ella, una incipiente relación con su medio hermano y con la esposa de su padre, Esteban intentará acercarse a Vero. Pero no será fácil: no sólo el novio acecha casi siempre (el pueblo es bastante chico) sino que tampoco ella sueña con dejar el lugar e irse a Buenos Aires. La Tigra, Chaco cuenta esa historia pequeña casi como si fuera la primera vez: con una inocencia y encanto que tiene muchos puntos en común con la de los protagonistas. La atracción de Esteban por Vero, las dudas de ella, las sospechas de su novio: son todos elementos ya vistos en decenas de películas, pero los directores se las arreglan para darle naturalidad y frescura. Y los actores aportan su carisma, especialmente Docampo, con la doble dificultad de hacer un acento, junto a una serie de personajes secundarios (pobladores del lugar, seguramente) entrañables. Una pequeña historia de amor en un pueblo pequeño, La Tigra... no tiene más pretensiones que ser honesta con su mundo y sus criaturas. Y lo logra, lo cual es un mérito no tan usual como debería.
Emotivas y bellas postales desde el Chaco Una ópera prima local con variados aciertos En una de las primeras imágenes de este film, la cámara hace un paneo lento, a la velocidad necesaria para que el espectador pueda leer el cartel que marca la entrada al espacio escénico y al pueblo en que transcurrirá la historia. "La Tigra, rugir del Chaco", dice sobre el arco de ingreso del lugar al que regresará Esteban (Ezequiel Tronconi) en busca de su padre. Claro que ni el nombre del paraje ni su slogan tienen, en apariencia, demasiado que ver con sus calles más que tranquilas, donde hasta el sonido de los pájaros se escuchan al mínimo. En el marco de la eterna siesta en la que parece transcurrir el pueblo de cielos interminables (captados por una fotografía de notable lirismo y belleza, a cargo de Paula Gullco), Esteban no encontrará a su papá pero si tendrá la compañía y el cobijo de su tía Candelaria. Interpretada con soltura y una increíble dosis de melancolía por Ana Allende -más que notable en la escena aparentemente sencilla en la que le canta a su perro- una de las varias vecinas de La Tigra que participó de esta ópera prima de Federico Godfrid y Juan Sasiaín. Con un guión que se ahorra diálogos demasiado explicativos pero que al mismo tiempo, por su mismo estilo de dirección e interpretación, puede resultar algo repetitivo en sus intenciones, La Tigra, Chaco cuenta con un dúo protagónico tan expresivo como carismático. A la espera del padre camionero ausente y sus graciosos y tiernos intercambios con la tía Candelaria, Esteban irá en busca de Vero (Guadalupe Docampo), su amiga de la infancia. A partir de ese encuentro y sin dejar de lado la línea argumental del implícito conflicto familiar, la película explora la atracción, el seductor baile de acercamiento y distancia entre la pareja que comunica sus intenciones, sus deseos en conflicto con unas pocas miradas que la cámara apenas capta. Para el espectador iniciado en los temas y la cadencia del nuevo cine argentino, La Tigra, Chaco es una propuesta interesante pero sobre todo sorprendentemente emotiva.
Desde lejos también se ve Ganadora del Premio de la Crítica Internacional en Mar del Plata 2008, La Tigra, Chaco parece la película más sencilla del mundo. Pero no lo es. En su ópera prima, Godfrid y Sasiaín ofrecen una mirada que no es ni porteñocentrista ni antropológicamente correcta. Tal vez la mejor ópera prima que el cine argentino haya dado en años, seguramente en La Tigra, Chaco esa condición no se hará evidente a primera vista. Como el ambiente que retrata, como sus personajes, el debut cinematográfico de Federico Godfrid y Juan Sasiaín (treintañeros, porteños, graduados de la carrera de Imagen y Sonido) es –o parecería ser, ya que está llena de corrientes subterráneas– la película más sencilla del mundo. Receptora del Premio de la Crítica Internacional en Mar del Plata 2008 y de una mención especial en el Festival de Karlovy Vary, en lugar de las trampas de la trama, del chisporroteo estilístico, La Tigra, Chaco elige una forma de observación modesta y aguda, una estilización que no es forzada ni ostentosa. Absolutamente precisa, sí: de no ser por la cualidad de esa mirada, de ese estilo, los ambientes y los personajes difícilmente cobrarían un encanto de improbable disipación, tras los supereconómicos y perlados 75 minutos que dura la película. “La Tigra, rugir del Chaco”, dice un cartel en la primera escena, cuando Esteban (Ezequiel Tronconi) baja del micro. En otra película, la rimbombante frase de promoción pueblerina sería objeto de burla, de escarnio incluso. En otra película. De modo se diría que milagroso, ésta no sufre del menor asomo de porteñocentrismo. Tampoco de su contrario, esa hija culposa de la soberbia que es la corrección antropológica. Vista a través de los ojos del protagonista, que tras varios años en Buenos Aires regresa para reencontrar al padre, La Tigra, Chaco aborda el ambiente pueblerino con la doble condición del que no está del todo adentro ni del todo afuera. Estereotipos, atrás: más allá de las referencias al calor y la aparición de algún que otro tereré, el pueblito, de casas bajas de clase media, podría pasar más por uno de la provincia de Buenos Aires que por éste del Lejano Nordeste. Mientras espera el regreso del padre –camionero sin fecha de llegada–, Esteban se reencuentra con la tía checoslovaca, con el hermano postizo al que casi no conocía y sobre todo con Vero (Guadalupe Docampo). En cuanto Esteban la ve, es como si la cámara registrara un movimiento sísmico infinitesimal, pero verificable, que se transmite al espectador como una onda. O una honda. En esa secreta hipersensibilidad (anótese el nombre de la directora de fotografía, Paula Gullco) radica buena parte del efecto que la película produce. La otra parte está en los actores, claro, parejamente maravillosos. Lo cual obliga a mirar para el lado de los realizadores, porque cuando el que brilla es un elenco entero, es el director el que lo hace brillar. Junto con Vero, que prepara el ingreso a Medicina, viene su novio, que atiende la carnicería del padre (Roger, pronunciado con la ge a la argentina). Mucho antes de que la rivalidad entre Esteban y Roger termine a las trompadas en un picado, la sintonía fina entre actores y cámara-sismógrafo la hace pesar en el cuadro, sin necesidad de ir a un plano corto. A Godfrid, Sasiaín y Gullco les basta encuadrar desde una distancia media para que, ante la llegada del rival, el cambio casi imperceptible de la expresión de Esteban revele que Roger se acerca, fuera de campo. Otro ejemplo perfecto de distancia focal en La Tigra, Chaco puede advertirse en la escena en que Roger pasa a buscar a Vero en moto. La cámara, que estaba tomando a la chica a cierta distancia, no se mueve. Deja que la moto entre en cuadro, al fondo, y desde allí observa cómo Vero monta y se van. Para qué acercarse, si de lejos también se ve. En otra escena, Roger afila sus cuchillos, en la carnicería, mientras por detrás pasa Esteban en bicicleta. Pero la cámara de Gullco no capta sólo rivalidades cabrías. No hay escena entre Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo en la que la química entre ambos no fluya de un modo que en el cine argentino no se veía desde vaya a saber cuándo. Que ambos actores son extraordinarios salta a la vista. Pero más extraordinaria es la comunicación entre ellos y la cámara, que siempre los observa desde una única posición. Esteban y Vero titubean, hablan de pavadas, se interrumpen, desvían la vista, sonríen nerviosamente, y todo ello adquiere el carácter de una invisible e hipnótica coreografía. Habría que dedicarle espacio a esa Chus Lampreave del nordeste argentino que es la tía checa (Ana Allende), a la sabia interrelación entre actores porteños y no actores provincianos, a la drástica erradicación de todo folklore. Pero antes que eso hay que hablar, sí o sí, de los dos últimos planos de la película. No contar de qué tratan, sino encomiar, en ellos, un manejo del fuera de campo, de la secuenciación, de la economía expresiva, del tratamiento lumínico, de una forma de emotividad pudorosa e indirecta que debería considerarse magistral, si no fuera que se está hablando de una ópera prima. De la mejor ópera prima argentina desde... ¿desde Ana y los otros? Una película, en este caso la de Celina Murga, tan próxima a ésta en términos geográficos como éticos y estilísticos. Pero eso debería ser tema de otra nota.
Creíble, cohesivo y bien contado ¿Es un documental?” fue la pregunta de un colega mientras revisaba la grilla del Festival de Mar del Plata 2008. Y es cierto, el título –dada la sobreabundancia de documental étnico, folklórico o revisionista que atosiga las pantallas nacionales– puede dar para la confusión. Pero digámoslo fuerte: La Tigra, Chaco es una comedia romántica hecha y derecha, donde chico busca chica que ya conocía, chica está de novia, ronda el padre del muchacho y todo tiene el aire al mismo tiempo de lo espontáneo y de lo perfectamente calculado para que tal espontaneidad sea creíble. Los actores son, en ese sentido, de una precisión increíble, transmitida por y a los directores en un ida y vuelta completamente cohesivo. Ahora bien, la gran originalidad del film es plantear ciertos –no todos– los elementos de un género que ha subsistido por ser urbano en un ambiente donde lo “urbano” aparece sólo en destellos. O, más bien, brilla no en el casi bucólico –pero humano– escenario de la ficción sino en la urbanidad, justamente, de sus criaturas. En ese sentido, La Tigra... es un avance para el cine (argentino, bueno, pero no solamente) porque depura, a partir de una situación que ha generado sus propios códigos y lugares comunes, lo que es universal. Y lo pone en pantalla con la convicción absoluta de su validez. Hay dos elementos fundamentales para que un film cuyos núcleos son la amabilidad y la alegría. Uno es la química entre los protagonistas, algo que en el caso de los actores Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo –él como ese chico de Buenos Aires que viene a hablar con un padre que posterga el encuentro, ella como esa chica que se quedó– son, desde la primera escena, tal para cual. No es fácil que eso suceda tan instantáneamente y se agradece verlo: son dos personas bellas y verdaderas, o más bien dos actores que logran darle verdad a sus criaturas. El otro, que los personajes secundarios sean auténticos. La estrategia de que en esos lugares se confundan actores con quienes no lo son dotan de fuerza y carne a esos “otros” que traman la historia. Otros como nosotros, felices ante la felicidad ajena.
El amor, ese loco berretín No cabe la menor duda que el esperado estreno de La Tigra, Chaco abre un más que alentador panorama dentro de la cartelera cinematográfica argentina. El film codirigido por Juan Sasiain y Federico Godfrid no hace más que confirmar que el recorrido internacional que tuvo el film durante el año que pasó no fue en vano. El tema del regreso a los orígenes, el amor y el desarraigo son puestos en primer plano en ésta ópera prima que marca un promisorio futuro para sus realizadores. Esteban regresa luego de 6 años a La Tigra, un pueblo de alrededor 7000 habitantes en la provincia de Chaco. Vuelve para hablar con su padre, un camionero que ha emprendido un viaje y no se sabe cuándo regresará. Esteban lo va a esperar hospedándose en casa de su tía Candelaria - genial Ana Allende- mientras intentará retomar una relación muerta en el tiempo con Vero y recuperar los lazos familiares con dos hermanos que no conocía. La Tigra, Chaco desorienta desde su título. Dejarse llevar por éste implica tener la sensación de asistir a un monótono documental de tinte social, pero no es así. Si hay algo de lo que carece el film de es monotonía y pasividad. Sí, se puede decir que es minimalista, con diálogos morosos, una puesta naturalista y cierta ambigüedad en el conflicto. Pero que se justifican a partir de la historia misma, siendo esto lo que necesita. Filmado en escenarios naturales de La Tigra, el film asiste a la propia redundancia de los habitantes del lugar marcada con un tiempo real diferente a los de cualquier ciudad cosmopolita. Esa misma naturalidad es la que emplean sus protagonistas, tanto el personaje de Esteban interpretado por Ezequiel Tronconi como el de Vero personificado por Guadalupe Docampo (La sangre brota, 2008) nos presentan interpretaciones despojados, naturales y cargadas de matices que hacen creer que un nuevo registro actoral está llegando. Sin duda la mano de los directores, a la hora de la marcación, fue un paso importante en la construcción de estos dos jóvenes confundidos ante la vida, y en no saber si lo que hacen es lo correcto, pero sí lo que sienten. Tal decisión implica no importar las consecuencias que dichas acciones acarrearán, aún sabiendo que lo que se rompió puede tener arreglo pero que no quedará igual a como estaba. En La Tigra, Chaco todo está puesto en las imágenes, los gestos, los diálogos. Cada mirada, cada palabra, cada plano parecieran entrar de manera correcta en el espacio cinematográfico como si todo fuera natural, como si la vida estuviera transcurriendo en ese pueblo simple y tedioso, del que Esteban se siente fuera pero que a sus vez lo siente suyo. En otro plano de la historia está apuntalado el conflicto familiar y la recuperación de los lazos perdidos. El padre de Esteban ha formado una nueva familia y el muchacho tratará a partir de éste viaje casual estrechar lazos, aún sabiendo que todo será pasajero y que pasarán años hasta que se vuelvan a ver. Una situación similar a la que transcurre con Vero, él sabe que sus vidas transitarán carriles diferentes, pero a ninguno le importa. Todos sabrán que es un instante y trataran de disfrutar de ese momento sin importar el mañana. Federico Godfrid y Juan Sasiain nos demuestran que con sutileza, sin artilugios y, obviamente, con talento, que se puede convertir una pequeña historia en grande. Una película que resonará en nuestros corazones como una de las grandes historias de amor que el cine argentino supo contar.
Confieso que mís expectativas para con La Tigra, Chaco no eran demasiado auspiciosas. El preconcepto hablaba de una (otra) ópera prima que transcurre en ese inhóspito pueblo (ay!) del norte argentino a donde vuelve un joven luego de “varios años de ausencia”, que además de estrenarse en esa época donde los grandes producciones oscarizables de Hollywood invaden la cartelera que es enero, lo hace tres meses después de su estreno en La Plata (las malas lenguas hablaban de la obligatoriedad de esto último, condición indispensable para acceder a los subsidios del INCAA). Pero había un cabo suelto en mi prejuicio, un factor sin pertenencia al cosmos de esa lógica auto pergeñada. La exhibición de La Tigra, Chaco en el Malba y el Arte Cinema, espacios cuyas programaciones arrían la bandera de la calidad, el riesgo y la búsqueda constante por una plusvalía que supere la medianía imperante en los multicines, se convirtió en, parafraseando al cardenal Samoré, esa lucecita al final del túnel que iluminaba la posibilidad desde entonces aprensible de que estaba ante algo distinto, ajeno a las especulaciones previas y a la futurología que, lamentablemente, falla de forma cada vez más esporádica cuando de películas nacionales se trata. Pero el cine lo hizo de nuevo y esa lumbre suave y lejana se convirtió en una fulgorosa realidad: La Tigra, Chaco no sólo enaltece a la industria vernácula (e internacional, por qué no) convirtiéndose en uno de los máximos exponentes de 2010, sino que alcanza un nivel de pudoroso respecto, delicadeza narrativa y justeza temporal como pocas veces recuerdo en una película. Pudor: como las mejores películas, La Tigra, Chaco no necesita de grandilocuencias argumentales para construir un relato perfecto y memorable. Apenas sabemos que a Esteban y a La Tigra los une un pasado no demasiado lejano –hacía seis año no iba, según se dice al pasar-, que allí vive Rubén, padre del protagonista y camionero de profesión inmerso en la voracidad de las rutas argentinas sin fecha prevista de retorno, y que ambos deben charlar sobre “algunas cosas de Buenos Aires”. Esteban quizá nació allí y emigró durante su infancia, o quizá sólo Rubén es chaqueño; quizá trabaja, quizá no; quizá estudia, quizá no. Su arribo es con poco más que lo puesto, un bolso medio lleno de ropas pero repleto de recuerdos: La Tigra no es presente, es pasado. Pulula por el pueblo, recorre, reconoce espacios físicos anclados en ese tiempo pretérito, se empapa de las calles polvorientas de las que alguna vez fue amo y señor. Y se cruza con Vero. La Tigra ya no es pasado; es presente. El racionamiento de información no la alcanza a ella, pero sí al vinculo común: sabemos que trabaja con su madre, que prepara el ingreso a medicina, y que está empantanada en una relación amorosa con Roger, el hijo de carnicero. Qué significó ella para él y él para ella, qué imágenes avizoran sus mentes cuando entrecruzan miradas, es parte de ese mágico terreno de las suposiciones: quizá noviaron durante la pubertad, quizá descubrieron la adolescencia en los ojos del otro, quizá exploraron juntos los terrenos de la pasión con la pulcritud y el respeto propio del primer amor, el único y eterno; o quizá fundaron una relación de amistad lúdica que el tiempo y su avance inalterable oxidó con dureza, y ahora, en ese contacto visual, encontraron que la infancia descansa serena e inalterable en un álbum de fotos. Sin embargo, esa economía de datos no impide la empatia instantánea: desde ese momento, el espectador sólo esperara que encuentren la hidalguía suficiente para besarse y para reencauzar los rumbos de sus vidas. Esteban la ve y se le mueven las tripas, se le acelera el corazón: los recuerdos, su historia, la Historia, le caen con todo el peso de la gravedad sobre la cabeza. Para ella es un cimbronazo en la monotonía en la que está imbuida, un palo entre los rieles de una vida tan tranquila como predecible. Son las huellas de ese pasado indefinido pero tangible que se corporizan ante sus ojos, límpidos y puros. Sin embargo permanecen casi inmutable, se saludan con la frialdad de la sorpresa, con la lejanía no sólo propia de la distancia kilométrica que los separó sino también por la lejanía temporal de las vivencias en común. De allí que son pudorosos, para con ellos, con sus sentimientos y fundamentalmente para con el otro. La aceptación de ese otro ya no como construcción mental sino como una presencia corpórea y tangible los lleva irremediablemente a buscar una conexión con el pasado. Esteban alude inmediatamente a una bufonada propia de ese pasado en común, que funciona en primera instancia: Vero ríe con ganas. Al aprisionar sobre el presente sentimental, y ante la incomodidad que ella manifiesta de confesarse en pareja, él alude nuevamente a esa jugarreta, pero el efecto caducó. La infancia ya es parte ese pasado, es turno de Esteban y Vero adultos. Delicadeza: el lenguaje del cine pierde por goleada con el lenguaje corporal en La Tigra, Chaco. No hay plano-contraplano, hay “mirada y contra-mirada”. En cada encuentro, más causal que casual, Esteban y Vero se miran sin verse, evaden con la gallardía del timorato enamorado las pupilas del otro; tras cada frase, tras cada estiletazo punzante de ternura, apuntan los ojos hacia abajo. En cada roce, en cada aproximación, en cada sonrisa propiciada no por la oralidad sino por la sensación de continuidad, palpamos la concreción de un anhelo: Vero y Esteban desean que el mundo se detenga el instante preciso en el que sus cuerpos se enreden en un abrazo sincero y cálido, aquellos donde se pone en juego pasado, presente y futuro de ambos, sensación que se amplifica por la magistrales actuaciones de Guadalupe Docampo y Ezequiel Tronconi. Ellos actúan con la totalidad de su ser, con el corazón a flor de piel, con el alma como entidad suprema del cuerpo y de sus movimientos. Vero y Esteban hablan en la puerta de la casa de la tía de él con la candidez de lo inexorable, hasta que asoma Roger. Como un predador atento a la cercanía de la presa, Esteban lo siente, lo vislumbra a lo lejos, escucha sus pasos, percibe el olor de la competencia. Y ahí van sus ojos a revolotear por la inmensidad del diáfano cielo chaqueño y su boca a resoplar un hálito viciado de celos y envidia que flota en un ambiente que se transmite aún más húmedo e insoportable que de costumbre, actos captados a la perfección por la otra dupla en la que se apoya La Tigra, Chaco. Sasiaín y Godfrid no los filman ni retratan sino que los aprehenden. Son respetuosos de la intimidad de Vero y Esteban, los dejan hablar, reconocerse y reconectarse sin entrometer la cámara donde los incomode. Así como el binomio economiza datos e información acerca de los personajes, también economiza recursos formales. Más próxima o más lejana, la cámara aparenta siempre estar en forma casual y escasamente premeditada y se transforma por momentos en una visitante sin la confianza suficiente para acercarse a los protagonistas. Pero en esa aparente contradicción la película gana ofreciendo una visión más global y menos artificiosa de los encuentros. Que la observación sea a una distancia prudencial permite ver la totalidad de la acción, cada gesto y cada movimiento, le adosan a Vero a Esteban una “mundanidad” y cercanía al espectador aún mayor. Como nosotros, ellos son frágiles, vacilan, tartamudean, se quedan sin parlamentos, dudan, temen y aman. La Tigra, Chaco no sólo se apoya en esos dos eslabones, que además son indivisibles. Temporalidad: Vero y Esteban son sus circunstancias. Las de él se ajustan al retorno finalmente concretado del padre; las de ella, a la aprobación del examen y la posible separación de Roger. Como en Perdidos en Tokio, el desenlace los encuentra unidos por un beso menos pasional que romántico, perdurable como sello de un tiempo inolvidable pero cargado de temporalidad. Bob Harris va a Tokio en medio de una crisis matrimonial irredimible, con media década encima de rutinas y soledades. Charlotte está, a sus jóvenes veinte, de luna de miel con un hombre a quien no conoce, llama a sus amigas para confiarles que no sabe con quien se casó, son seres a quienes no los une sino la temporalidad y la especialidad de su realidad. Cuando tuve la oportunidad de entrevistarlos para Página/12, Sasiaín y Godfrid definieron a la película como un “viaje de vuelta”. Disiento. La Tigra, Chaco es un viaje de ida hacia un mundo que será inconmensurablemente distinto. Como en el final de la película de Sofía Coppola, el protagonista masculino parte hacia su realidad, su vida, sus amigos, su trabajo, su rutina. Ellas, Charlotte y Vero, se quedan allí, en Tokio o La Tigra, inmersas en sus mundos que desde entonces jamás volverán a ser lo que eran. Queda en el espectador la duda acerca de la viabilidad de un futuro encuentro, lo que hace al fin y al cabo que ambas películas tengan un desenlace quizás no desolador, pero si empapado de una enorme nostalgia por ese momento inmediatamente pasado, ya irrepetible. Bob le cambió la vida a Charlotte y Esteban le cambió la vida a Vero. Bob no olvidará su semana en Japón y no pasará un día sin recordar a aquella joven insegura e inexperta en las huestes de la adultez que compartió su circunstancia oriental. Esteban vagueará por Buenos Aires quizá sólo, quizá con esa novia a la cual asegura haber dejado poco antes de su partida al Chaco, pero su vida, al igual que la del espectador, difícilmente vuelva a ser la misma luego de ese viaje inolvidable.
Una historia sencilla La Tigra, Chaco no nos cuenta mucho del pasado de sus personajes, apenas unos datos sueltos, un poco menos que lo indispensable para saber más o menos quiénes son y de dónde vienen o porqué están ahí. Cuando termina, tampoco tenemos muchas certezas sobre sus futuros; la película está formada solamente por momentos entre paréntesis, una colección de palabras, gestos e imágenes sencillas, pero necesarias y significativas. Su historia se cuenta mientras Esteban espera. Volvió a su pueblo para “arreglar algunas cosas de Buenos Aires” con su papá pero no lo encuentra porque éste anda por la ruta trabajando de camionero. Y mientras espera, se reintegra a la rutina cansina y chaqueña de La Tigra, se reencuentra con sus familiares y con un antiguo amor de adolescencia que parece seguir vivo en la actualidad. La cámara de Juan Sasiaín y Federico Godfrid se sitúa lo suficientemente cerca de los personajes como para captar al detalle cada uno de sus gestos y reacciones, para lograr esa familiaridad que hace que el espectador comparta el momento que están viviendo. Pero al mismo tiempo, toma una distancia pudorosa, no los invade. La cámara trabaja para los actores y no los actores para la cámara, ésta los registra pero no interviene, se pone al servicio de la escena con un respeto que podría hacer sonreír en su realista tumba al viejo Bazin. En La Tigra, Chaco no hay folklore, folklore entendido como el costumbrismo que se mira con los ojos extrañados del extranjero. Pero sí hay tierra, idiosincrasia, música y ruidos del lugar. Cada escena de la película incluye el paisaje, con todo aquello de lindo y de feo que implica. Desde los cacharros roñosos que se apilan en los patios de pueblo, e polvo de los potreros hasta los tonos de atardeceres al aire libre. También están muy presentes los sonidos propios del campo, los grillos, las gallinas cacareando o la guitarreada que anima una fiesta con mucho vino en una sociedad de fomento. Pero todos estos elementos no dan la sensación de haber sido incluidos para “dar color local”, sino que están porque estarían presentes en cualquier momento que tenga lugar en el pueblo donde se desarrolla la historia. Las actuaciones también son cuidadas, desde las miradas parlantes de los protagonistas, Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo, hasta el histrionismo de entrecasa de Ana Allende. Incluso la aparición de verdaderos habitantes de La Tigra son naturales, ninguno desentona ni arruina el resultado final, aunque se hayan disfrazado de actores que hacen de ellos mismos para participar en la película. Como dije antes, no sabemos nada de los personajes, pero al instante de presentársenos, parecería que los conocemos. Nos pasa como con esos viejos amigos o familiares con los que no nos hacen falta más que una simple mirada o un tono de voz para saber qué están pensando o cómo se sienten, y en ese reconocimiento y en esa cercanía radica el mérito principal de la película. No es un descubrimiento que el cine tiene magia, y en La Tigra, Chaco un grupo de gente encontró la fórmula para contar una historia de amor de una manera sencilla, y que el hechizo surtiera efecto.
La Tigra, Chaco es la ópera prima de Federico Godfrid y Juan Sasiaín, que se presentó en el festival de Mar del Plata 2008 y recién este enero se estrena en Buenos Aires. Es una película del difícil género de “vuelta al pago” cuando el pago es pueblo chico. Esteban (Ezequiel Tronconi) vuelve luego de seis años desde Buenos Aires al pueblo del título para ver a su padre. Pero en La Tigra no solamente está su padre, también está la nueva familia de su padre, la tía Candelaria y, sobre todo, Vero. Ezequiel no verá pasar ante sí un desfile de personajes arquetípicos amontonados en los primeros minutos de su contacto con el pueblo (como hacen las películas caricaturescas de “vuelta al pago”); tampoco verá sus características “aporteñadas” comparadas al por mayor con las “mejores y más naturales” costumbres pueblerinas (como hacen las películas haraganas de “vuelta al pago”). Simplemente irá descubriendo la mecánica del pueblo, irá disfrutando las conversaciones con su tía (un personaje secundario excelente, en la mejor tradición del cine clásico), irá aprendiendo a volver a encajar en una respiración vital distinta. Y los gerundios que usé en la oración precedente tal vez no queden muy lindos pero se corresponden con el paso cansino pero decidido y en el que siempre está pasando algo de la película (el suspenso que construye alrededor de Ezequiel y Vero es uno de los mayores méritos de La Tigra, Chaco). Ezequiel, además, ha descubierto en un instante de fulgor (muy bien mostrado con las herramientas para que el espectador pueda poner a prueba lo que ve el personaje) que Vero es ahora hermosa. Guadalupe Docampo (Vero) es una excelente actriz (era lo mejor de La sangre brota) y una presencia de una fotogenia y un magnetismo indudables. Aquí en La Tigra, Chaco, además, logra con eficacia una manera de hablar distinta a la suya. Y la Vero que compone (y que saben filmar Godfrid y Sasiaín) tiene todos los encantos de la chica soñada y anhelada de un pasado más infantil, más simple, de un pasado irrecuperable. La Tigra, Chaco, una película diáfana, tiene la rara virtud de provocar unas cuantas epifanías al filmar una chica, unos árboles, un camino vacío o un arco bastante poco ortogonal.
Con el término “La Tigra” no nos referimos a un felino, asi ha sido nombrado un pueblo sito en el Chaco, de escasa extensión, lugar tranquilo donde la siesta es sagrada, la calle principal brilla por la soledad, un ejemplo de pueblo de aquellos en que los jóvenes migran hacia las grandes ciudades, para educarse, conseguir trabajo y desarrollarse en materias que en La Tigra no han de poder. Esteban ha sido uno de esos adolescentes, ya adulto, vuelve a La Tigra con la misión de conversar con su padre, él tiene algo que decirle, algo de qué hablar. Este acontecimiento se pospone, su padre, un conductor de transporte de carga no ha de volver por un par de semanas, dentro de las cuales Esteban, a la espera, se interna nuevamente en el sitio que alguna vez fue su lugar, donde captó aquellos conocimientos que no son enseñados en instituciones cercanas ni lejanas, el lugar donde pasó su infancia, donde es reconocido por cada uno de sus vecinos. En ésta vuelta, reencuentra a Vero, quizás en otros términos, su amiga de infancia, estudiante de medicina, quien por las tardes ayuda a su madre en las tareas de cocción de viandas. Vero al igual que Esteban, ha cambiado, sin embargo, conservan “algo” entre ellos, algo que se realimenta al reencontrarse. El lugar constituye un protagonista más en el relato, con frescura y tranquilidad, los humildes integrantes natos de pueblo son captados con armoniosa naturalidad, el mate es el elemento que genera las “juntadas”, un elemento de grandeza al momento de vincular personas socialmente. Vero y Esteban, recorren el pueblo, recuerdan y generan situaciones que los retrotraen a la infancia en común. Una peña, un partido de futbol, un taller de arreglos varios, lugares y situaciones desde las que se delinea una historia sencilla. Opera prima de Federico Godfrid y Juan Sasiaín, co-directores y guionistas del proyecto, egresados de la carrera Diseño de Imagen y Sonido en la UBA, impusieron su marca en el Festival de Cine Internacional de Mar del Plata al ser galardonados con el premio FIPRESCI, uno de los más importantes. Deambulando por la ciudad, casi pasando desapercibidos, la repercusión de su obra en espectadores, critica y jurado, resultó convertirse en una de las mayores sorpresas del festival. En el discurso de otorgamiento del galardón denotó un agradecimiento hacia la existencia de la universidad pública en Argentina, recibiendo una gran ovación del público presente, no es frecuente que se agradezca a una institución educativa estatal, de la cual gran cantidad de cineastas han surgido frente a otras escuelas de cine, en auge en Argentina. El resultado es una experiencia de nuevos cineastas, humilde y de bajos costos, con una enorme integridad al momento de querer contar una historia, por más pequeña que ésta sea.
Un pueblo, un mundo Esteban (Ezequiel Tronconi) llega a La Tigra, pueblo chaqueño, para reunirse con su padre. A los pocos minutos, sin embargo, descubre que será más importante para él el reencuentro con otra persona: su vieja amiga Vero (Guadalupe Docampo). De las conversaciones casuales y silencios nerviosos que se suceden a partir del arribo de Esteban al lugar, está hecha esta película de apariencia simple pero realización rigurosa. Los espectadores habituados a la suma de peripecias a las que nos ha acostumbrado el cine hollywoodense (lo que explica, en cierta manera, que gusten tanto películas como El secreto de sus ojos) pueden considerar un problema la manera con la que los directores porteños Federico Godfrid (1977) y Juan Sasiaín (1978) se demoran en escenas de los distintos personajes hablando vaguedades mientras comen o toman mate, pero, en realidad, en La Tigra, Chaco el manso clima pueblerino contiene –como las líneas de un electrocardiograma– permanentes y sutiles elevaciones dramáticas: momentos de tensión sexual, miradas que se cruzan, reacciones por un chiste inesperado, acercamientos que connotan violencia agazapada. La improvisación y la frescura en la composición de las escenas dialogadas no excluyen una elaborada planificación formal, con planos que siempre muestran y duran lo justo. Una mirada atenta permite apreciar, por ejemplo, la idea de rutina que expresa la repetición del plano de Vero en su casa mientras se ve (a la derecha del cuadro) que alguien llega, o el hecho de que la cámara se mueva sólo cuando las circunstancias lo requieren (en una pelea, en un baile). Echando una mirada al interior de nuestro país, La Tigra, Chaco (premiada en los festivales de Mar del Plata y Karlovy Vary) se diferencia de películas de Carlos Sorín como Historias mínimas (2002) porque elude incidentes y sentimentalismos, se acerca a Ana y los otros (2003, Celina Murga) al centrarse en un personaje joven que sale en busca de antiguos afectos, e integra con El amarillo (2006, Sergio Mazza) un conjunto de obras recientes del cine argentino que han hecho de los pueblos provincianos un universo ligeramente onírico. No obstante su perfil naturalista, el film de Godfrid/Sasiaín puede verse, efectivamente, como una suerte de abstracción: hay en La Tigra, Chaco algo ahistórico y atemporal, sin menciones a conflictos políticos o sociales de ningún tipo. Se diría que –a pesar de la rudeza que pueda sugerir su título o el diseño de su afiche– se propone como un cuento, como la serena intromisión en un mundo inofensivo habitado por jóvenes, ancianas y trabajadores afectuosos, paseos en bicicleta sin apuro, cantos de pájaros y caminos de tierra. Un mundo donde lo más importante puede ser el redescubrimiento de un libro de la infancia, el abrazo de un bebé o un beso.
Los dos estrenos argentinos de esta semana, Matar a Videla y La Tigra, Chaco presentan un tópico similar: el regreso de un joven a su pueblo natal y sus afectos primordiales. Y hace poco se dio a conocer Los Angeles, otro film nacional afín a esta tónica pero con una impronta más cruda, que se vincula a esta joyita dirigida por Federico Godfrid y Juan Sasiaín por sus valores cinematográficos y por retratar pueblos reales de pocas cuadras de extensión y escasísima población. En este caso ese retorno es relatado con tanta economía de recursos expresivos como generoso despliegue de apuntes costumbristas, diálogos verosímiles y una cristalina capacidad de transmitir sensaciones y emociones. La búsqueda nunca explicitada de un padre nómade parece ser la excusa de Esteban para reencontrarse con olores, sabores, texturas y afectos perdidos. Y fundamentalmente con una compañera de la infancia que desestructurará su presente, levemente cosmopolita, devolviéndole su propio corazón detenido. La excelente y sensible interpretación de Ezequiel Tronconi y la bellísima Guadalupe Docampo se conjugan impecablemente con un elenco en que se amalgaman –acaso con un espíritu soriniano- lugareños y actores profesionales. Un film pequeño en su propuesta y duración pero enorme en su alcance artístico y emocional.
La Tigra es un pequeño pueblo de la provincia argentina del Chaco, al cual Esteban (Ezequiel Tronconi) regresa, con el motivo (inespecífico y misterioso) de encontrar a su padre, camionero que inició hace algo más de una década una familia nueva. Debido a su ausencia temporaria, con incierta fecha de regreso, Esteban se aloja en lo de su tía Candelaria (Ana Allende), quien lo recibe cariñosamente. Ese tiempo de espera hasta la llegada del genitore es en el que se sitúa la obra. El tiempo recobrado, podríamos decir siguiendo a Proust, porque Esteban podrá revivir todo su pasado en aquel lugar de la infancia donde solía pasar los veranos. Así es como descubre a Vero (Guadalupe Docampo), vieja amiga, a la que no tarda en "echar el ojo", aun cuando esta relación se vislumbre como imposible, debido al noviazgo de Vero con Roger (Roger Grancic), un rockero pueblerino y carnicero. En gran parte, la película, dirigida y escrita por Federico Godfric y Juan Sasiaín, salida del horno de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la UBA, es el cuadro del lugar, lo cual denota la buena elección de su nombre. Esas calles de La Tigra, esos ratos de siesta, de tarde, de chinchón de vieja, son todos los pueblos, sólo que aquí se trata de la Tigra: de aquí se nutre la historia de Esteban que se nos muestra. Sutil y prolijo es el trabajo de los directores, incluso (o precisamente) cuando introducen alguna metáfora para el regocijo del espectador, por muy burda que sea ésta. Estos méritos se le han reconocido a La Tigra, Chaco en numerosos festivales, como el argentino Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, donde obtuvo el Premio FIPRESCI a la mejor película nacional, o la mención también en este festival a través de la figura de Guadalupe Docampo, de una temible naturalidad, quien ganó el premio "Carlos Carella" a la mejor actriz. No obstante, la trama y el guión no logra desesperar al público con su relato, lo cual brinda una sencillez y una calma pueblerina que, aunque bien alcanzada, no es mucho más de lo que se podrá apreciar a lo largo del film, incluyendo los giros argumentales que no escapan al conflicto de Esteban con la nueva familia de su padre y también de este joven con su competidor por el corazón de Vero, Roger. Por último, me asocio al interés que puso la provincia del Chaco en esta obra. Las provincias argentinas tienen historias y escenarios tan idóneos como hermosos para ser filmados. Pero lo más importante son los habitantes de esos sitios, muchos de ellos probablemente no instruidos en todo lo que significa una producción cinematográfica, y, debido a esto mismo, el cineasta (junto a los gobernantes) debe ser cauteloso al cruzar las diversas y tan difícilmente interpretables fronteras entre lo pedagógico, el desinterés y una demagogia de lo nuevo. El impacto social de la cinematografía, ni hablar de la cuestión de la existencia de salas en estos pueblillos, debe ser sopesado. Por fortuna, Godfrid y Sasiaín, aunque no en la línea de "cine con vecinos" (la cual tampoco me parece respuesta definitiva a esta problemática, sino que, a la vez, propone otras nuevas), se encargan, al menos, de honrar al lugar de cuya historia se sirvieron. Sin embargo, lamento que esta historia no pueda superar el guión de las películas "con vecinos", como El baño del Papa o El último mandado.