Sin miedo al ridículo Esta tragicomedia absolutamente audaz y desquiciada sobre personajes border retoma una obra de teatro que el propio Qulici había montado con estos mismos actores (todos impecables) y buscó darle una dinámica cinematográfica. El punto de partida es el reencuentro de seis amigos en una casa de campo. A partir de ese planteo, el director va narrando distintos momentos -situaciones casi siempre extremas, con momentos absurdos y hasta perversos- de cada uno de estos personajes dominados por la angustia, los traumas y la insatisfacción. Quilici consigue algunas escenas (que son como pequeños cortos autónomos) donde afloran su capacidad para los diálogos siempre descarnados y para vistosas puestas de cámara. En otras, en cambio, cede a cierta crueldad y patetismo a-lo-Todd Solondz que pueden irritar a más de uno. De todas maneras, aún con sus desniveles, estamos ante una película provocadora e inquietante y ante un director con talento y sin miedo al ridículo.
Delirium Tremens Los quiero a todos (2012) es un interesante fresco generacional de los de “treinta y pico”. Gracias al trabajo de un grupo de sólidos actores con experiencia teatral, el realizador Luciano Quilici expone en una serie de viñetas los vaivenes emocionales de un singular grupo de amigos. Dado que se trata de una transposición de su propia pieza de teatro, hay un fuerte vínculo con lo teatral en la propuesta de Quilici. Una cualidad que suele apuntarse como defectuosa cuando se analiza un film, pero aquí se trata más bien de una virtud. Una serie de ajustes en el procedimiento cinematográfico traza en Los quiero a todos un puente con lo eminentemente teatral, pero que en vez de jugar en contra de la narración de cine le aporta un extrañamiento funcional. Algo así ocurre en algunos films de François Ozon (Gotas que caen sobre rocas calientes, 1991; 8 Mujeres, 2001) o de Alain Resnais (Corazones, 2007), por citar dos casos más o menos recientes. Con una cantidad de secuencias que en su mayoría involucran a pocos personajes y que desarrollan diálogos en su mayor parte descriptivos (también, claro está, hay otros en función de la progresión dramática), Los quiero a todos se interna en las vivencias de unos amigos que se conocen desde hace muchos años. Está el que intenta, en medio de la reciente pérdida de sus padres, iniciar una extraña relación con su mucama; el neurótico al que lo seduce una bonita y dulce muchacha con la que no logra liberarse de su conducta apática. También está la joven que tiene frecuentemente sexo casual, pero que no puede paliar su angustia. Tal vez, el mejor amigo de esta chica (obsesionado con reemplazar a su padre) pueda ayudarla. Y en medio de ellos deambula una pareja en estado de fragilidad, por los trillados reproches de él, bastante alejados de lo que piensa y siente su mujer. Todos estos conflictos serán ampliados y/o contrastados en lo que parece una mini-vacación en una casona, motivo para que los amigos –a la manera de un drama chejoviano- den rienda suelta a una serie de diálogos anodinos y a la vez cargados de tensiones solapadas. Diálogos que, por otra parte, hacen gala de un humor muy bien jugado por el elenco. Sería injusto destacar a alguno o algunos, pues todos ellos le sacan brillo al rol que les tocó asumir. A la filiación con el drama de Chejov en los diálogos, también podría sumarse la pertenencia burguesa de los personajes, que –acorde a los tiempos que vivimos- transitan su cotidianeidad con cierta frivolidad y conductas de “eterna adolescencia”, cualidades que lejos de transformarlos en personajes maniqueos los hacen más contemporáneos. Por fortuna, persiste en ellos un dejo de ternura que, aún en la estupidez con las que en varias oportunidades proceden, los hace queribles y por lo tanto proclives a la identificación con el espectador. Los quiero a todos tiene algunos momentos mejor logrados que otros, pero la propuesta de Quilici gana por su concisión (dura 75 minutos), y por ciertas libertades que se toma (una secuencia coreografiada) y se integran a este fresco generacional de forma orgánica.
Los quiero a todos es la ópera prima de Luciano Quilici, adaptada de la obra de teatro homónima que escribió y dirigió, que mantiene a casi todos los mismos actores que protagonizaron la obra. No es otro asado con amigos Seis amigos de van a pasar el día a una casa alejada de la ciudad. No hay nada de qué hablar. Se conocen desde la adolescencia, ahora son adultos y no les gusta en lo que se han convertido. Parecen estar sumergidos en el hastío y la insatisfacción. La crisis de los 30 los tiene desconcertados. Las conversaciones triviales se suceden una tras otra. Ninguno de ellos quiere hablar de lo que realmente es su vida. A través de flashbacks nos vamos enterando cómo son sus vidas y sus miserias. Raquel (Valeria Lois) y León (Alan Sabbagh) llevan casi 20 años juntos y ya no se soportan, pelean todo el tiempo y se hieren constantemente. Ciro (Ramiro Agüero) conoce una chica, pero no se le cuesta soltarse y entregarse al amor. Jockey (Santiago Gobernori) vive solo con su mucama. Un hombre entró a la casa de Jockey lo golpeó en un confuso incidente. Cosmo (Diego Jalfen) vive con su madre y tiene la triste tarea de vestirse como su padre y leerle cartas que éste le escribió. Gina (Leticia Mazur) tiene amantes jóvenes, pero no se conforma con eso, le falta algo. Cada tanto la narración se interrumpe con clips musicales, donde los protagonistas bailan. 10 Forma vs. Contenido El contenido me resultó muy atrayente, pero no me convenció del todo cómo está contada la historia. Quizá por ser la adaptación de una obra teatral, se sienta la influencia del teatro en la puesta en escena, en la que abundan los planos fijos de los seis personajes, y en el hecho de que los diálogos tienen más importancia que las acciones. Me parece que no está explotado del todo el lenguaje audiovisual. De todas maneras, está filmada de una manera muy prolija, y hay planos muy interesantes, sobre todo al comienzo de la película. Los clips musicales y los flashbacks aportan un poco de dinamismo al relato, que se siente estático por momentos. La fotografía acompaña muy bien esa sensación general de los personajes. Hay poco contraste, predominan los tonos tierra, como también el beige y el azul. La película se sostiene fundamentalmente en sus diálogos y en las interpretaciones. Ambos elementos funcionan muy bien, los diálogos son muy realistas, tienen su dosis de humor ácido y las actuaciones de los seis protagonistas son de lo mejor de la película. Los personajes son tan vulnerables como queribles. Vemos que todos están estancados en sus problemas, pero los flashbacks nos permiten entender un poco más de su insatisfacción. Conclusión Con un interesante guión y buenas actuaciones, Los quiero a todos es una propuesta muy original. El film retrata de manera muy adecuada y realista a un grupo de amigos treintañeros que se siente desencantado e insatisfecho con lo que han logrado. No esperen grandes sucesos o conflictos, lo primordial del film está en los diálogos y no tanto en las acciones. La forma remite bastante a lo teatral y por momentos se estanca, pero el contenido es lo más valioso de la película y lo que mejor funciona. - See more at: http://altapeli.com/review-los-quiero-todos/#sthash.uRuYVK4s.dpuf
Pelicula anclada por su origen teatral Cada expresión artística tiene sus códigos. Por supuesto que las reglas muchas veces pueden doblarse hasta quebrarse, si eso es lo que requiere la obra en cuestión. Para hacerlo, el contrato establecido entre el creador y su público debe estar lo suficientemente afianzado como para que el abandono de las convenciones no afecte la narración y pueda conmoverlo. En cine, uno de los elementos para establecer ese lazo entre el relato y sus espectadores es la actuación de sus protagonistas. Que, en el caso de Los quiero a todos , como casi todos los elementos que lo componen, revela el origen teatral de la historia y los personajes. Las interpretaciones de los muy interesantes actores principales sencillamente ocurren en el marco equivocado. El artificio de la actuación, aceptado y hasta buscado en el teatro, rara vez funciona en el cine, y para hacerlo necesita de una puesta en escena que explore hasta el límite su vena escénica o la ignore por completo. Ninguna de esas dos instancias ocurre en este film dirigido y escrito por Luciano Quilici, que adaptó su propia obra para el cine convirtiendo las escenas en viñetas que revelan las patéticas y superficiales vidas de seis amigos reunidos en una quinta en la que nadie parece estar pasándola demasiado bien. De hecho, no hay en este grupo un personaje que permita alguna posibilidad de identificación real. Los monólogos muchas veces generan la reacción contraria: un rechazo provocado por la trivialidad y la facilidad con la que enuncian crueldades sin que se genere conflicto alguno. A las dos integrantes femeninas del conjunto les tocan los poco inspirados arquetipos de la amiga puta y la esposa sumisa, y apenas los personajes interpretados por Alan Sabbagh y Santiago Gobernori logran, por momentos, elevarse por sobre el material con el que trabajan.
Entre la frivolidad y la apatía general Un asado dominguero es el ámbito en el que se mueven los seis protagonistas de esta ópera prima, que muestra hábitos y costumbres de la burguesía acomodada de las grandes ciudades. Un registro interesante que por momentos abusa de la exhibición de lo patético. Hace un par de días y en estas mismas páginas, Luciano Quilici se refirió a la génesis de Los quiero a todos, obra teatral de su autoría que él mismo adaptó a la pantalla grande, definiéndola como un retrato de aquellos treintañeros pertenecientes a “la burguesía acomodada de Buenos Aires o de las ciudades grandes” centrada en “cómo vive esa gente que tiene todo lo que el sistema te dice que hay que tener para ser feliz”, pero a los que las cosas no les cierran. En esa línea, los seis protagonistas de su ópera prima, todos aunados en un asado dominguero al aire libre, oscilan entre la frivolidad –no es casual que en esa entrevista se hablara de los resabios de ’90–, el cuestionamiento existencialista de sus actos y una apatía generalizada, configurando así una patada a la entrepierna de ese segmento social y etario. Patada que Quilici tiene la delicadeza de no subrayar, evitando cualquier atisbo acusatorio hacia sus criaturas. Y eso que los flashbacks que describen los días del sexteto previos a la comilona muestran que si había algo que sobraba en el film era materia prima para “reírse de” en lugar de “reírse con”. Pero ojo que esto no implica que el cineasta las defienda y mucho menos las entienda, sino que elige ubicarse en un punto medio, limitándose a presentar un mundo y dejarlo desenvolverse sin intervención, construyendo un artefacto que bebe principalmente del cinismo y el patetismo de Todd Solondz, aunque sin su crueldad y el humor deadpan del cine indie de los primeros noventa. Allí están, entonces, el ex nene bien (Santiago Gobernori) que jamás trabajó y ahora intenta iniciar una relación con su mucama digna del mejor Cronenberg, vaya uno a saber si por amor, obsesión o mero capricho clasista. El espíritu del canadiense también sobrevuela en el vínculo que otro de ellos, en este caso un actor neurótico (Ramiro Agüero), establece con una hermosa morocha que conoce en una parada de colectivo y a la que no duda en disfrazarla de quinceañera para hacerla bailar. Una de las chicas (Leticia Mazur), aparentemente docente, tampoco la pasa del todo bien curtiéndose a quien se le aparezca delante, incluido algún alumno sub-20. “¿Por qué nadie se enamora de mí?”, se lamenta ante otro amigote (Diego Jalfen) justo antes de proponerle... bueno, ya se sabe. Que éste se vista con la ropa del papá muerto y ande a los abrazos con mamá exterioriza que su psiquis tampoco está del todo equilibrada. El sexteto se completa con un matrimonio aquejado por la inercia y el desamor. “Me haría una paja mirándote y me iría a dormir”, le dice él (extraordinario Alan Sabbagh) a ella (Valeria Lois) en la habitación. La destrucción latente del vínculo y la preponderancia que la pareja le da a su imagen puertas afuera sintomatiza el carácter implosivo y abroquelado de todos los personajes. Quilici define con precisión absoluta esas características, adosándole progresivamente más y más líneas al contorno emocional de cada uno de ellos. Pero esa virtud es también el principal problema de un film que por momentos parece asfixiarse por un recorte empecinado en no ir más allá de la exhibición de lo patético, impidiendo así que el resultado final tenga un volumen aún más complejo y fundamentalmente más humano.
Cinismo después de los 30 El mayor elogio que puede recaer sobre Los quiero a todos se relaciona con su carácter libre y el efecto sorpresa que provocan algunas de sus escenas. Basada en la propia puesta teatral de su director, la trama toma como pretexto la reunión de seis personajes que superaron los 30 años, propiciando una serie de diálogos y situaciones reales o ficticias donde se concilia el libre albedrío y la tensión entre los componentes del clan de amigos. Pero los personajes no están en la búsqueda de un autor sino que bucean en sus propias miserias –entre parejas en crisis, instintos maternales y recuerdos paternales– y un egoísmo a flor de piel que no disimula el carácter engreído y presuntuoso del sexteto. En esos divagues existenciales, murmurados algunos y otros excedidos en su énfasis (donde el término "coger" tiene más relevancia en lo verbal que en lo visual), Los quiero a todos referencia a cierta temática "indie" del cine estadoudinense en su vertiente familia disfuncional, en este caso a través de un grupito de amigos locos, piolas, inquietos y supuestamente descontracturados que cargan con problemas. Allí Los quiero a todos, con escenas menores y otras de bienvenida libertad expositiva y temática, valiéndose de un clan actoral de fuerte impronta teatral, ofrece sus virtudes y defectos en dosis similares. Una escena, al respecto, sintetiza al film de Quilici. Es aquella donde el grupo, registrado desde lejos por la cámara, baila en forma individual un simpático tema musical. Tal como lo hacía el grupo de The Players versus Ángeles Caídos (1970) de Alberto Fischerman, otro film que provenía de fuentes teatrales más que cinematográficas.
Luciano Quilici, director y guionista, centró su atención en un grupo de amigos que pasaron los treinta que sienten que el futuro les llegó pero no el que soñaron. Con buenos momentos y otros muy vistos. Igual de desparejas las actuaciones.
En teatro, todo cerraba mejor Luciano Quilici traslada al cine una de sus obras, "Los quiero a todos", que se dio en 2009 en el Beckett Teatro. Lo hace prácticamente con el mismo elenco, que vuelve a lucirse, y con el mismo diseñador de la escenografía, Mauro do Porto, ahora como director de arte. Pero el resultado no es igual. La diferencia estaría en la extensión de la puesta, que parece haber aumentado sumando tiempos muertos, y en la chatura del entorno visual. Mientras en el escenario unas imágenes de fondo producían cierta novedad, acá el fondo y el entorno son siempre apagados, a tono con los personajes. Que para colmo son unos aburridos que se reúnen a charlar pavadas en una gris casa de campo un día frío y nublado. Interesante, en cambio, resulta la ocasional intromisión de anécdotas, cuentos y argumentos que algunos personajes parecen vivir en otros lugares, y en ciertos casos resultan ser sólo narraciones en reunión de grupo (en otros casos, la verdad es que no se sabe a título de qué aparecen, ni cómo siguen, pero a veces ayudan a entretener al público). Se mantiene la idea original de la obra: mostrar la vacuidad de una generación apagada, de poco espíritu aunque de muchas ínfulas y vocación de trauma. Hay algo que va camino hacia Michelangelo Antonioni en esa mirada, y hace que le prestemos atención. Además, el elenco es parejamente respetable
Los jóvenes sin un horizonte Los treinta años sin duda representan para cualquier persona una edad de cambios, es tiempo de mirar el futuro de otro modo. La adolescencia quedó atrás y los que aún viven con sus padres, o se independizaron, deben ir pensando en qué hacer con sus vidas, con su pareja, con sus estudios, o cómo evolucionar en tantos sentidos. El director Luciano Quilici reúne a cuatro varones y cuatro mujeres, que son amigos y se encuentran en un momento de sus vidas, en que parecen enfrentarse a la crisis de no saber qué rumbo tomar, o no saben por qué no pueden realizar determinadas cosas que necesitan. EN EL GIMNASIO Ese es el caso de la pareja que conforman León (Alan Sabbagh) y Raquel (Valeria Lois). El le reprocha a ella, que por su culpa y sentirse cómodo a su lado, dejó de cuidar su cuerpo, se ve con varios kilos demás y no sabe por qué no puede ir a un gimnasio. Ella lo mira con cara de asombro y sin entender demasiado lo que su novio le quiere decir y él concluye que tal vez sea mejor dejar de verse. Poco después dos desconocidos Ciro (Ramiro Agüero) y Betina (Margarita Molfino) se conocen en un bar, simpatizan uno con el otro y él le dice que está enamorado de ella. Luego de unos días Ciro y Betina se reencuentran en la casa de él, pero cuando intentan tener una relación sexual todo fracasa y el muchacho termina echando a la chica de su casa. LAS CONFESIONES Tras mostrar estas dos situaciones, como si fueran parte de dos capítulos distintos, el director traslada su cámara a una casa en las afueras de Buenos Aires, en la que coinciden varios de los personajes que se mencionaron antes. De las charlas y confesiones que surgen a la hora de las comidas y cuando están tomando sol, se desprende que a cada uno de ellos los une un particular desencanto. "Los quiero a todos" es un filme algo confuso, cuyas situaciones por momentos se muestran deshilvanadas, como si el director no supiera como continuar su historia. La sensación más clara que le deja al espectador es que se refiere a la amistad y la necesidad de compartir con otros las desdichas y la incertidumbre, de un grupo de hombres y mujeres de unos treinta años, que no saben hacia dónde encaminar sus vidas.
Seis tristes burgueses que hablan Una pareja resquebrajada que acusa en sus rostros y conversaciones lacerantes el tedio y desgaste tras más de una década de convivencia; un muchacho confundido y huérfano de padres que se enamora de su empleada doméstica y le propone repoblar el Paraguay; una errática profesora en plan de fuga hacia otros horizontes que pretende transitar la aventura de ser madre soltera y valerse del esperma de su amigo para cumplir el objetivo o las andanzas de un actor vocacional que vive un tormentoso flechazo amoroso con una chica pero no puede comprometer ni una cuota de cariño hacia ella, son las pequeñas historias que se entrelazan en el microcosmos de Los quiero a todos, ópera prima del dramaturgo y ahora debutante Luciano Quilici, quien buscó trasladar su obra teatral homónima al lenguaje cinematográfico apelando entre otras cosas al recurso narrativo de la enunciación con un resultado óptimo. La galería de personajes, que bajo el pretexto de una reunión de amigos para un asado dominguero, encarna a veces desde la individualidad y otras como parejas aspectos propios de una burguesía porteña heredera del menemismo que exhibe sus aristas más visibles en cuanto a la ideología de clase pero también desde el discurso de la frustración y el cinismo propio de un grupo social muy identificado con personas de una franja etaria no mayor a los 40. La estructura del relato, que aprovecha la capacidad interpretativa de un elenco sólido donde debe destacarse la performance de Alan Sabbagh (indiscutiblemente un gran actor que promete dar muchas sorpresas de seguir por este camino) por encima del resto del reparto, integrado por Leticia Mazur, Ramiro Agüero, Valeria Lois, Santiago Gobernori y Diego Jalfen, inserta y entrelaza diferentes viñetas como marco de la exposición y enunciación de un conflicto, en el que cobran importancia tanto las palabras como los silencios o aquellos tiempos muertos incómodos que se mezclan con una densidad narrativa y profunda más que interesante. Como suele ocurrir con propuestas minimalistas de estas características no todas las historias o anécdotas conservan el mismo relieve de atractivo para el espectador pero lo que sí se respeta desde el punto de vista cinematográfico es la renuncia manifiesta al juicio de valor sobre los personajes y sus actitudes para dejar que emerja un discurso sesgado, aunque reconocible y creíble. La eficacia de esta ópera prima reside precisamente en no teñir una atmósfera de absoluta intimidad y pesadumbre con un patetismo incipiente, no por ello menos cínico, que hace dificultoso un camino de identificación emocional con alguno de los personajes. Luciano Quilici sabe dosificar desde los diálogos la información para construir con sutileza a sus personajes y por momentos traslada una puesta en escena semi teatral que permite el lucimiento de sus actores sin la consabida sobre actuación que tantas veces malogra películas argentinas similares.
El futuro llegó, hace rato Seis personajes treintañeros, desencantados con sus destinos. Con Alan Sabbagh. Seis amigos treintañeros (cuatro hombres y dos mujeres), burgueses y desencantados, reunidos en un día de campo, son el centro de la opera prima de Luciano Quilici, que antes fue una obra de teatro de él. Enunciada así, Los quiero a todos, podría sonar a película trillada, película de replanteos personales disparados por un encuentro colectivo, de choque entre la ilusión juvenil y la realidad adulta. Y algo de eso hay: lo que varía, en este caso, es la construcción de los personajes y el tono del filme. Quilici crea seres patéticos, pero que generan cierta empatía. No hace apología ni se burla de ellos. Les da vida, con la gran ayuda de los actores (entre ellos, Alan Sabbagh), muy sólidos en las interpretaciones. El realizador, sí, transmite el malestar que cargan estos seres inacabados, a través de un crescendo dramático que se va a acercando a lo siniestro, sin llegar a la oscuridad total; mitigándola, incluso, con un humor ácido, de tragicomedia, y alguna secuencia musical leve. Los quiero a todos, título irónico, pasa, alternativamente, de las secuencias del sexteto en medio de la naturaleza a flashbacks de cada personaje en situaciones opresivas, urbanas. Estas microhistorias funcionan bien, a veces muy bien, a modo de cortos. Pero en algún momento, hilvanadas, hacen sentir que la estructura general se vuelve un tanto mecánica. El clima, revulsivo, está logrado. No es raro que varios críticos hayan evocado el cine de Todd Solondz, aunque acá en versión atenuada, sin regodeos cínicos, con más cariño hacia los personajes. Una pareja (Sabbagh y Valeria Lois) no puede seguir junta ni separada. El hijo de un militante (Diego Jalfen) toma el lugar del padre ausente y tiene una relación inquietante con su madre. Un lumpen de clase alta (Santiago Gobernori) se obsesiona con su mucama paraguaya. Este segmento, el más político, también tiene alguna analogía con el estilo Solondz. Ahí donde el director de Storytelling es feroz con el American Way of Life, Quilici lo es con los jóvenes individualistas de los años ‘90.
La soportable levedad del ser Los quiero a todos comenzó siendo una obra de teatro para luego convertirse en la ópera prima de un director que promete, Luciano Quilici. La película cuenta la historia de seis personajes y está situada en un día de campo. De manera fragmentada y con cierto aire teatral, el relato nos va introduciendo en las vidas y miserias de estos sujetos de treinta y pico, grupo conformado por una pareja, una chica y tres varones, amigos desde hace más de una década. Si bien los diálogos no son demasiado destacables, son funcionales a la idea de mostrarnos a estos jóvenes adultos desencantados con su entorno y con ellos mismos. Conversaciones algo superficiales, reflexiones sobre el sexo, la pareja, el futuro, la fe, los ideales, pero donde nada parece tener demasiado peso sobre ellos, todo se dicen en un contexto de liviandad, con la mesa puesta y la carne servida. El único peso parece ser el paso del tiempo y la cotidianeidad que los aplasta y de lo cual parecen no poder o querer salir. Los personajes están bien construidos porque no son de una sola cara: conllevan sus miedos, sus paranoias, acarrean con la historia de sus padres; pero el director no elige levantar el dedo índice y juzgarlos, sino que simplemente los observa desde la distancia (que tampoco significa tener una mirada fría) y los deja ser, los quiere a todos a pesar de todo. El relato es impecable, hay mucho cuidado por el detalle, los colores y el vestuario, la ropa tiene un fuerte peso simbólico en la historia. Los planos son simples, pero muy bien logrados, en algunos casos la cámara enmarca, oprime, resaltando el encierro y la falta de movimiento, sobre todo cuando nos cuenta las historias personales de cada uno de los personajes. Estos espacios interiores contrastan con el campo: su amplitud, el viento, los vidrios de la enorme casa que dejan ver el exterior y la luminosidad. Esta ambigüedad interior-exterior es también lo que sucede en cada uno de los personajes. Ellos están en absoluta relación con el espacio y éste los representa, no sólo desde el lugar en donde el director los ubica, sino también desde el universo propio en el que cada uno habita. Por otro lado, la película no deja de tener una mirada crítica sobre la sociedad que contextualiza a estos personajes, sobre todo con la mira puesta en una clase media adinerada, con sus grandes departamentos adornados que parecen absorber a sus (ya adultos) hijos, y donde la comodidad del hogar heredado (y algo endogámico) parece estancar la salida a una vida propia, con todas las dificultades que esto conlleva. Como resultado observamos sujetos profundamente atados a su pasado, confortables y solos, pero sin dejar de tener lucidez sobre lo que les sucede, o sea, personajes angustiados, retrato de una generación. Las historias van desde la imposibilidad de tener relaciones estables, las apariencias, las frustraciones, la disconformidad con la imagen de uno mismo, los años de pareja que se sostienen como se puede, hasta la falta de objetivos ante el futuro. Pero el clima no es denso porque el humor puede salvar cualquier situación asfixiante, y este recurso nos permite también a nosotros como espectadores desdramatizar los conflictos de los personajes y darle un aura etérea que se respira en toda la película. Este clima refuerza la mirada de los personajes sobre lo que los rodea y la mirada del director hacia ellos. Los quiero a todos hace que queramos a estos personajes, que desde algún lugar (mal que nos pese) también son reflejo de nosotros mismos.
Extraña proeza sucede en Los quiero a todos, una serie de elementos que en el 99% de los casos se utilizarían para denostar un film, ahora son los puntos que juegan a favor, como si las circunstancias se hubiesen invertido; nada de lo que funciona en la lógica de una película formal es apreciado en esta ópera prima de Luciano Quilici de la misma manera. Quizás esto hable de la subversión solapada que se respira constantemente. En primer lugar, Los quiero a todos entra en ese limbo del llamado “film sobre la nada”, un grupo de amigos que se reúnen, y sus charlas son la esencia del vacío, casi produce una sofocación; los diálogos van sobre variados temas y ninguno de peso aparente, todo es liviandad y superficialidad. Sin embargo, no es este un hecho del azar o de la falta de rigor, todo está controlado, y en ese no decir nada se dice todo. El segundo elemento es su procedencia teatral para nada disimulada, Los quiero a todos fue anteriormente una puesta en escena del propio director, y aunque se la airee, los planos cerrados, las escenas cortadas, y los escenarios mínimos, demuestran su procedencia. Todo sucede en un día de campo, un día de descanso que seis amigos, claramente provenientes de la ciudad, se toman para encontrarse; se conocen de toda la vida, son mejores amigos, y cada uno tiene su historia propia que es mejor no adelantar y que colisionará con los demás. Son nenes y nenas bien, treintañeros pero eternos adolescentes, que hablan entre sí, y la cámara los sigue como el ojo del espectador, como con curiosidad de una intimidad. No suele haber planos abierto con los seis, todo es acotado a dos o tres personajes que aparecen en escena. Y sin embargo, otra vez, Quilici hace que juegue a favor para crear un ambiente agobiante ante la frivolidad, una tensión asfixiante sobre nada, porque pareciera que no está pasando nada ¿o no? Otro elemento extrañamente a favor es lo despojado de su fotografía, lo cual suma al aspecto teatral, casi no hay preciosismo, es una cámara que observa pero no es protagonista; podría interpretarse como frialdad, sin embargo resulta una correcta elección para determinar de qué estamos hablando. También debe considerarse su corta duración, Los quiero a todos no llega a una hora veinte minutos, 75 minutos para ser exactos, y sin embargo es el tiempo exacto para desarrollar todo y que no se desbarranque, una obra corta pero que deja algo consigo una vez finalizada. En definitiva, Luciano Quilici maneja una ópera prima atípica, hablamos de una película que constantemente pareciera derrumbarse, estar a punto de abrumar, aburrir, pero no, en su nada existencial hay algo que atrapa, una pintura de fresco generacional muy lograda. ¿es casualidad que llegue a una semana de otro fresco de edades similares como 20000 Besos? Posiblemente sí, y aunque sus miradas y estilos son diferentes, podría imaginárselo como un posible díptico o función doble. Para contar esta simple historia de amistad y convertirla en un análisis de clase y generación, Quilici cuenta con un importante as, un puñado de actores que para el común serán casi ignotos (salvo el promisorio y últimamente omnipresente Alan Sabbagh) pero que cuentan con trayectoria teatral; todos cumplen sus roles como si fuesen delineados para ellos, crean una simbiosis de grupo, y todos tendrán su momento de destaque. Los quiero a todos es una película frágil, estructurada como algo que cierra a la perfección pero que ninguna pieza puede moverse para no derrumbarse; el gran logro de su director es llegar manteniendo esa armonía, y así, poder disfrutar de un film que dice y deja más de lo que aparente, que cada uno saque sus conclusiones.
An arduous, self-conscious exercise in style Six friends in their thirties get together to spend an entire Sunday at a country house. When they were younger, they had lofty ideals and big plans for themselves. They were naive and optimistic. Now that time has gone by and the future is already here, they all share a common feeling: they are disillusioned with who they are, whether they like to acknowledge it or not. Granted, they enjoy a life of privilege typical of the bourgeoisie, but have a hard time trying to find a state of true well-being and fulfillment. It makes sense: they are just too cynic. As the day goes by, they engage in diverse conversations, all trivial, some filled with carefully disguised resentment. They tell each other anecdotes, recall old stories, discuss this and that, but they never get anywhere. Their conversations are, in fact, so inconclusive that they feel an urgent need to switch from one topic to the next. For the most part, they talk about nothing and hide what really happens to them. Sometimes, however, they do confront some of the fears and reasons for their malaise. They even seem to learn from it. Perhaps, after all, there’s hope for a better tomorrow. Or not. The truth is that it remains to be seen. Give or take, this is at the core of Argentine filmmaker Luciano Quilici’s opera prima Los quiero a todos (I Love You All), which was first a play written and staged by Quilici himself three years ago in a small BA theatre. The very first day the play opened, the director felt that the language of theatre was insufficient for the full potential of his material, so he decided to make a film. Made on a low budget and with no official funding, Los quiero a todos surely is the kind of film the director wanted it to be. Each single decision (camerawork, editing, sound design), was carefully studied and neatly executed. Nothing was been left to chance. Everything was under control. A near perfect and carefully engineered piece of machinery, if you will. But the problem is that the film shows too much. Los quiero a todos boasts the kind of formalism that draws attention to itself to the point of eclipsing the drama instead of underlining it. For the most part, it’s a self-conscious exercise in style. An accomplished one, no doubt, but an exercise nonetheless. Take the obsessive, clear-cut framing. It’s eye-catching at first, but when you realize it doesn’t convey much, it soon becomes monotonous, automatic. The same goes for the composition of each shot, too calculated and even rigid. It doesn’t really communicate much about what’s going on. It’s just smart looking for the sake of it. This is how a film intended as a real portrait of real people ends up looking and feeling artificial and rehearsed. An unintended paradox. To be honest, there’s some spontaneity in the dialogue, which closely reflects the way people speak in real life. The words and expressions and the way they are used, and the pauses and silences ring true. It does help a great deal that actors Leticia Mazur, Ramiro Agüero, Margarita Molfino, Valeria Lois, Alan Sabbagh, Loren Acuña, Santiago Gobernori, and Diego Jalfen are more than aware of how to deliver their lines and make them sound natural. Sometimes, however, they tend to overemphasize their gestures, actions and reactions. The problem is not what is said but rather the way it is said. As an exploration on the disenchantment of a generation, it resorts so much to commonplace and overworked notions that there’s nothing much to write home about. What these characters say and what the film says about them has been said so many times before that you’d think you are watching a remake of a dated artsy movie. On the plus side, the overall sound design, expressive and recognizable, and some isolated scenes are to be celebrated. It’s precisely when there’s less control of the drama, which flows more realistically. This happens in the least important conversations, in what seems to be strictly anecdotic, when the subtext is not heavily handed. Too bad there are not enough of these lucky breaks. This is when you get a glimpse of what a film like Los quiero a todos could have been like
Adaptación al cine, realizada por el propio autor, de una obra teatral. Aunque esto puede no ser muy auspicioso, el trabajo de cámara, los silencios y el ritmo son bien de película. Se trata de un fin de semana de gente en sus treinta largos, personas que están atravesando el límite entre la juventud y el desencanto. En algún punto, el film se excede en su melancolía, que parece forzada en ciertas secuencias. Pero rezuma sinceridad y eso se contagia al espectador.