Silenciosamente luminosa El comienzo y el final de esta película están entre los más hermosos de la historia del cine. La cámara viene del cielo, en un lento, maravilloso travelling –abriéndose paso lentamente entre los árboles– y, más de dos horas después, termina yendo hacia él. Cantos de grillos y pájaros, mugidos y remotos ladridos nos sitúan en este mundo donde seres humanos conviven, trabajan, se aman y sufren. Es cierto que éstos integran una comunidad de menonitas (dedicados a los trabajos del campo, profundamente religiosos y desligados de ciertos progresos de la vida moderna), pero sería un error centrar el conflicto de Luz silenciosa en quienes pertenecen a este grupo. Personajes y gestos parecen íconos, sensación estimulada por un mobiliario y un vestuario casi atemporales: no son más que hombres, mujeres y niños, sobrellevando sentimientos comunes a todos. El núcleo es el amor (nada platónico) que une a Johan, el protagonista, con una mujer de la comunidad, a espaldas de su esposa y sus hijos. Todo lo que se desprende de esa relación –pasión, culpas, dudas, remordimientos– es lo que importa. Carlos Reygadas (1971, México) puso a auténticos manonitas para encarnar a los personajes, hablando en un dialecto propio. Acorde a su ritmo de vida, la película es apacible, con la naturaleza signando sus vidas, y los diálogos son (como ellos) serenos y simples. No hay complicaciones tampoco para expresar cariño o angustia: manos que se apoyan en la rodilla o la cintura de la mujer amada, un beso atravesado por rayos de luz natural, un grito –uno solo, en una escena que la cámara registra pudorosamente desde lejos– que parece condensar todo el dolor humano. Si en algún momento asoman tímidas risas (como ante la sorpresa que les depara la pantalla de un pequeño televisor en blanco y negro), el resto del relato es recorrido por una persistente sensación de melancolía, bañado por la lluvia en su tramo más triste. El director de Japón (2002) y Batalla en el cielo (2005) recurre a demorados travellings (hacia el rostro de Johan llorando, hacia el interior de un galpón), se sirve de la profundidad de campo para expresar la enormidad de esos escenarios naturales que acrecientan la soledad de sus criaturas, compone con precisión los encuadres, ignora todo artificio musical, envuelve al espectador con un manto de rumores y ruidos lejanos. En la secuencia de un baño en el lago, la cámara parece querer acariciar el agua y los personajes. En otro prodigioso momento, un primer plano sobre el rostro de una mujer muerta provoca una inusitada inquietud. Luz silenciosa puede ser objeto de burla de impacientes y reacios a la contemplación, tanto como de quienes la ven heredera demasiado explícita de la obra de Dreyer, Bergman o Tarkovski. Pero el film impregna con su luz, silenciosamente, a quien esté dispuesto a dejarse iluminar por ella.
Claroscuros Reygadas es, sin lugar a dudas, un director irritante. Es de esos directores que generan una incomodidad manifiesta desde el vamos cada vez que se enfrenta una película suya. Pero no es una incomodidad por las formas o por los temas que trabaja sino por el clima que suele generarse en relación a su figura como director, situación asimilable a la de un Albert Serra: por momentos, se presenta una expectativa desmedida con lo que sus films ofrecen. Sin ser un fanático ni seguidor del director, luego de toparme con Luz silenciosa, cuando menos, la situación cambió: por primera vez dentro de la obra del director todos y cada uno de los elementos formales, expresivos, tienen algo para decir. En resumidas cuentas: los mecanismos formales dejan de ser una forma derivada de la histeria y la provocación estéril (ver Batalla en el cielo o Japón) para ser funcionales a su narración. Ahora sí debemos preguntarnos si esto hace de Luz silenciosa una película extraordinaria. La primer respuesta es no, justamente porque la extensión y la manipulación de algunos de los recursos expresivos terminan anulando la efectividad narrativa inicial en pos de un formalismo vacuo, plagado de bellos movimientos de cámara pero reiterativos, sin vida. La película, en este punto, no gana cuando establece mecanismos artie (grandes y vistosos planos secuencia, bellas puestas de cámara en los interiores, travellings extensísimos que recuerdan al Tarkovsky de Stalker o de El espejo), es decir, cuando su puesta en escena se despliega como pavo real para la adoración, sino cuando es austera y precisa en sus alcances. Hay una de las herramientas narrativas que es utilizada con notable inteligencia, pero es, quizás, la única verdaderamente lograda: la contraposición entre planos fijos o móviles dada por una puesta de cámara siempre controlada, en foco, sin movimientos bruscos, por un lado, y una cámara en mano inmóvil, vital, inquieta, por otro. Justamente ahí en donde uno podía sospechar del formalismo vacío, Reygadas otorga a sendos movimientos una identidad y una asociación a sus personajes. No es casual que los adultos de la comunidad menonita en donde suceden los hechos estén percibidos por medio de una puesta límpida, ascética, centrada: hay en ese autocontrol de la cámara un perfecto desplazamiento del autocontrol represivo de los integrantes de la comunidad, pero más específicamente su protagonista. Ese pequeño hallazgo hace que en pocos planos de la película haya más claridad que en toda la obra anterior del director juntita, justamente porque ha sabido encontrar en el procedimiento un medio para dialogar con el mundo que recorta o crea. Como contraparte de ese mundo represivo, el mundo de los niños, visto desde una perspectiva diferente, con una cámara salida de eje, fuera de toda atadura, liberándose hacia la cámara en mano, hacia la desprolijidad y los planos más cortos en vez de los planos-secuencia con travelling y steadycam. Al mismo tiempo, lamentablemente, el recurso se desdibuja, se apaga, se borra y deja paso a una pretensión que la misma película no tiene con qué sostener en pie. Sea por eso que el manotazo-homenaje va de la mano con Dreyer y más específicamente con Ordet. Hay, en esa actitud de glosa descarada a la obra del director danés, una necesidad de sostener con solemnidad y sorpresa lo que formalmente no puede reformularse. Ahí, en ese límite, es en donde el cine de Reygadas deja paso a la técnica para que esta actúe sola, con la autonomía de los movimientos automáticos, simétricos, perfectos, pero también vacíos: Reygadas nos recuerda esa esterilidad con sus simétricos planos de inicio y de final de la película.
Ella, vos y nosotros La obra de Carlos Reygadas (Japón, 2002 y Batalla en el cielo, 2005) nunca dejó a nadie indiferente. Habitué del Festival de Cannes en donde Luz silenciosa (2007) fue premiada, el realizador encuentra en este film su mejor forma. La película se centra en el debate interno del habitante de una comunidad menonita frente a la infidelidad. Ya desde Japón había quedado claro que Reygadas no era un cineasta más. A contramano de sus colegas más “mainstream” (González Iñárritu y Cuarón), su cine se caracteriza por una gramática personal, menos internacional, y por ello más ascética. Los detractores señalan su ímpetu por “aparecer” en sus relatos, es decir, por manifestar una megalomanía estética que lo lleva a sobredimensionar lo formal en detrimento del contenido. Un ejemplo de esto es la fellatio con la que comienza Batalla en el cielo, que –para muchos- poco aporta a la trama. Es probable que Luz silenciosa fascine a los admiradores y –por esta vez- le tienda un puente a los detractores. La historia es conocida: un hombre engaña a su mujer y este hecho le ocasiona un dilema ético. Todo se desarrolla en una comunidad menonita, hecho que produce un extrañamiento en la temática que le aporta una mayor intensidad dramática al relato. Otro lenguaje (el plautdietsch), otras fisonomías (cabellos muy rubios, delgadez extrema), y –sobre todo- otra cultura, otra manera de relacionarse con la naturaleza, otra forma de vida. Johan (Cornelio Wall, actor no profesional al igual que el resto del elenco) ama a su mujer, pero siente que ama más a su amante. Cuando le habla de la infidelidad a un amigo lo hace desde la angustia del que sólo puede decir la verdad, aunque esto lo intranquilice. Luego de la confesión, el amigo se sube a su camioneta y la cámara muestra un largo trayecto circular a través de un paneo en 360 grados. Se trata del momento más artificial de la película, pero lejos de ser un defecto es una virtud, porque contrasta el estado de los “otros” (los alejados del triángulo) con el de Johan, al que se lo retrata desde una linealidad por momentos insoportable. Hombre de familia (y padre de varios hijos), Reygadas nos da la posibilidad de conocerlo en profundidad (varios planos secuencia lo muestran en su quehacer cotidiano, lidiando con la culpa) y de internar al espectador en su psiquis. Para ello recurre al preciosismo de la imagen, solventado en estilizados planos secuencia y en una luminosidad que tiñe cada fotograma, aún en los espacios cerrados, potenciada en el empleo de los tiempos muertos. Al igual que Entre la fe y la pasión (Hadewijch, 2009), Luz silenciosa se pregunta por el lugar que ocupamos en el mundo y la forma en la que la religión nos ubica en él. En este film no se profundiza sobre la moral, sino más bien sobre las repercusiones internas de las decisiones que el hombre adopta. En la escena de mayor tensión esto es más que evidente. La secuencia verbaliza el conflicto en voz de los cónyuges y –como si formaran parte de una unidad- una torrencial lluvia los acompaña. En este mismo sentido, los detractores del director debieran ver en el imponente amanecer que abre el film una organicidad de la naturaleza con el hombre. Es éste el que llega al mundo y no al revés. El final es –sí, acordamos- en exceso deudor de Ordet (1957) de Dreyer, pero no deja de ser consecuente con la ética que funda el relato. Se trata de la inseparabilidad de hombre y cosmos, individuo y cultura, enfrentados a la seducción del milagro.
Esta película representa un salto cualitativo para Reygadas. Carlos Reygadas decidió darle un giro a su estilo, que hasta ahora le había permitido obtener muchos premios, pero también unos cuantos odios. Para eso, se fue a rodar en la frontera de México con Estados Unidos, centrándose en una comunidad menonita. Allí, asistimos a la historia de Johan, un hombre casado que inicia una relación amorosa con otra mujer. Reygadas nunca recurre a los golpes bajos o una mirada cínica y va desglosando con precisión las costumbres de una cultura que convive con los avances de la civilización occidental sin abandonar sus costumbres y normas tradicionales. A la vez, permite que los personajes se vayan desarrollando despacito y por las piedras. Presenciamos así, en especial en la primera mitad, a un relato poblado de personajes que dicen poco pero mucho a la vez, que se expresan a través de sus cuerpos, que buscan esconder todo pero cuyas miradas y gestos los delatan. No es sólo una historia con un triángulo amoroso en permanente conflicto. También es un filme sobre la (in) comunicación, la lealtad, el deber, los rituales sociales, los mandatos familiares y culturales, sin villanos a la vista. Es verdad que tiene unos veinte minutos de más y que el final aparece en cierta forma forzado por la mano invisible del directo. Pero eso no le quita fuerza a una película que representa un salto cualitativo para el realizador mexicano.
Y llegará la paz... Bellísimo y conmovedor filme de Carlos Reygadas. Mezcla de paraíso y cárcel sobre la tierra, el universo que habitan los personajes de Luz silenciosa es hermoso y aterrador a la vez. En medio del campo, en algún lugar remoto de México, donde las puestas del sol pueden observarse como si fueran manifestaciones de la existencia de algún ser superior, un hombre cree descubrir que ha vivido equivocado. Se casó y tuvo media docena de hijos con una mujer para darse cuenta, en un momento, que en realidad ama a otra. Y que no se trata de un affaire pasajero, sino de algo mucho más profundo. “Si esto es obra del Diablo, lo lamento por mí”, le dice Johan a su padre, predicador de la aldea menonita en la que transcurre el filme. Johan no oculta lo que le sucede: Esther, su mujer, lo sabe y parece soportarlo estoicamente. Y Marianne lucha por controlar sus sentimientos, sabiendo que nada bueno puede salir de ello, pero incapacitada de resistir la tentación. Ese triángulo amoroso en una comunidad religiosa es la anécdota del tercer filme del director de Japón y Batalla en el cielo , el más luminoso, diáfano y menos revulsivo de los tres. Pero allí no está el secreto de su belleza, de la conmoción que puede provocar en el espectador. Aquí, Reygadas busca acercarse a la naturaleza a la manera de Malick o Tarkovsky, recorriendo con su cámara escenarios naturales, dejando que la luz moldee esos increíbles parajes hasta otorgarles vida propia. De hecho, la película parece nacer de la idea de pensar en el mundo como una “luz silenciosa” que abraza a los personajes, que los protege y trata de conducirlos a un lugar de paz espiritual, que ellos mismos se han negado a abrazar por sus restricciones religiosas. Es una libertad de los espacios y de los cuerpos la que los sacude. En la escena de sexo entre Johan y Marianne queda claro que su conexión es tan fuerte como inexplicable. “Siento tu corazón”, él le dice. Ella llora e intenta cortar porque, “la paz es más fuerte que el amor”. Pero Johan no quiere abandonarla. “Aún vendrá más dolor, pero luego llegará la paz y después la felicidad”, le dice pensando en un futuro que tal vez no sea como él imagina. Los acontecimientos irán derivando en unos 50 minutos finales que son, básicamente, dos largas secuencias: un viaje en auto y un velorio. En ellas habrá muerte, sacrificio, vida, milagro y resurrección, como si se tratará de una épica bíblica retomada para nuestros tiempos, más cerca del cine de Dreyer (cuyo clásico Ordet se homenajea) que de cualquier referente contemporáneo. Con un filme atravesado por la compasión y por el aura de permanente descubrimiento, sin la necesidad de ciertas provocaciones de antaño pero tampoco cayendo en la ñoñería, Reygadas se las arregla para crear una obra maestra contemporánea que se sostendrá a través del tiempo gracias a escenas impresionantes (el principio y el final, la escena de los niños bañándose en el río y muchas más) y al aura de épica de los sentimientos que atraviesa todo el relato. Más allá de algún exceso de preciosismo, Luz silenciosa opera hipnóticamente sobre el espectador, que puede reconocerse en todos los personajes. Una historia de tres personas que intenta conmovernos a partir de la naturaleza misma de las cosas: una tormenta, un abrazo, una flor que se abre, un beso revelador. Todos, pequeños milagros cotidianos.
Un film experimental, pero fascinante Luz silenciosa, del mexicano Carlos Reygadas, es una historia de amor en una cerrada comunidad menonita El director de Japón y Batalla en el cielo conmovió hace tres años al circuito de salas de arte y de festivales (fue premiado en la competencia oficial de Cannes, Chicago, La Habana, Huelva y Río de Janeiro) con este triángulo pasional ambientado en el seno de una conservadora comunidad menonita de Chihuahua, en el norte de México. Considerada la mejor película latinoamericana de 2007 por la crítica internacional, se trata de un film con unas búsquedas narrativas (sobrepasa las dos horas) y estéticas (con citas y homenajes a Dreyer, Bergman, Bresson y Tarkovsky) tan ambiciosas que está en condiciones de subyugar a los cinéfilos más curtidos, pero también de indignar a cierto espectador desprevenido y no habituado a propuestas más exigentes y experimentales. En una línea bastante diferente (menos escabrosa) de la de Japón y Batalla en el cielo (aunque con el mismo e incluso mayor virtuosismo formal), el director mexicano cuenta una trágica y torturada historia de amor en medio de un grupo protestante que vive en la actualidad casi aislado del mundo: mantiene una rígida estructura de códigos, normas y convenciones importada de la Europa del siglo XVI y sigue hablando en plautdietsch, dialecto arcaico de raíces germanas y flamencas que le confiere a la película una sensación de atemporalidad y un toque pintoresco. Reygadas hace gala de un enorme cuidado por el sonido y la imagen (cada plano está diseñado con absoluta conciencia, con afán pictórico y con una belleza casi embriagadora) a la hora de describir las vivencias de Johan, un hombre casado y con siete hijos que mantiene una larga y pasional relación con Marianne, otra mujer de la comunidad (para desesperación de su esposa, Esther), mientras intenta conseguir el apoyo de sus amigos y de su padre, pastor de la congregación. Ensayo sobre los alcances (y limitaciones) de la fe, el amor, la culpa y la represión, Luz silenciosa tiene algunos puntos en común con la recordada Testigo en peligro , de Peter Weir, y con la reciente La cinta blanca , de Michael Haneke, pero con una puesta en escena mucho más austera y contemplativa, en la que se lucen también los actores, todos ellos no profesionales. La película puede abrumar por momentos y en ciertos pasajes cae en un preciosismo que está al borde del exhibicionismo y del regodeo, pero Reygadas tiene tanto talento y vuelo artístico que finalmente se le terminan perdonando incluso sus excesos. Así, aun con los reparos apuntados, Luz silenciosa resulta una experiencia única, fascinante, bella y trascendente.
Contra las leyes de Dios y de los hombres El director de Japón y Batalla en el cielo rodó su tercera película con el mayor de los pudores, en el seno de una colectividad religiosa radicada en el estado de Chihuahua, México, en el que un caso de infidelidad se convierte en un conflicto existencial. Como si hubiera querido desmentir la fama que él mismo se labró –primero con Japón (2002) y su cópula del suicida y la anciana, y luego con la fellatio en primer plano de Batalla en el cielo (2005)–, el director mexicano Carlos Reygadas decidió rodar su tercera película, Stellet Licht, con el mayor de los pudores, en el seno de una religiosa comunidad menonita radicada en el estado de Chihuahua, México. El film todo –como su título original, que significa “luz silenciosa”– está hablado en un dialecto germánico cercano al holandés medieval y al flamenco, que es el que utilizan estas comunidades agrícolas tradicionales, alejadas del mundo del consumo contemporáneo (no utilizan teléfono ni Internet) y con un escaso contacto con la población nativa. Con malicia, se podría pensar que Reygadas –sin salir de su país– cambió el exotismo mexicano por el exotismo menonita, como una forma de responder a la idea de “identidad nacional” que el director por cierto rechaza. Pero aun considerando esta posibilidad, tan afín a la excentricidad de su cine, debe decirse que hay bastante más que eso en su tercer largometraje, dos horas y media de relato que el propio Reygadas ha resumido muy bien en dos frases: “Johan y su familia son menonitas del norte de México. Contra la ley de Dios y del hombre, Johan se ha enamorado de otra mujer”. Es cierto, en términos apenas de anécdota, poco más que eso hay en Luz silenciosa, pero en el lento transcurrir de los trabajos y los días, en la manera serena pero grave con que Johan se enfrenta a su problema de conciencia, en ese silencio luminoso que efectivamente acompaña a cada uno de los vértices de esta tragedia (que también incluye a su esposa Esther y a su amante Marianne, conscientes del peso que carga Johan en su alma, como una penitencia), el film alcanza a transmitir muy bien la agonía y el éxtasis de su protagonista. Recortada contra la belleza fría e inmutable de la naturaleza –la imagen y el sonido del film hacen del sol, el viento, la lluvia presencias determinantes– están las pasiones de los hombres, que Reygadas aprovecha para exponer de manera muy cruda pero al mismo tiempo austera, con la misma callada desnudez con que se expresan sus personajes. Johan quiere detener el tiempo, volver a ser feliz con su esposa y sus hijos como cuando no se había enamorado de otra mujer, volver a sentirse parte del mundo, pero el fatum actúa por él y por los suyos. “Lo que te ocurre es cosa del Maligno”, le dice su padre, cuando su hijo se acerca a pedirle consejo. A lo que Johan (como en un film de Bergman) le suplica: “Háblame como padre, no como predicador”. La respuesta no podría ser más angustiante: “Soy las dos cosas, Johan...”. A medida que avanza Luz silenciosa se percibe más y más la influencia del maestro danés Carl Theodor Dreyer, en el tema, en los personajes, en los encuadres. Y para cuando llega una crucial escena final es imposible no pensar en Ordet (1954), la única película de la historia del cine que se atrevió a filmar un milagro, capaz de conmover incluso a los no creyentes. ¿Por qué Reygadas –más allá de su elevada idea de sí mismo como cineasta– vuelve a Dreyer y prácticamente reescribe el final de uno de sus films más famosos? Es un enigma, pero debe reconocerse que no lo hace nada mal, por cierto. A diferencia de Ordet, Luz silenciosa no es la obra de un creyente, sino la de un ateo, pero que respeta la religiosidad de sus personajes y encuentra una forma de espiritualidad en la nobleza y la sinceridad de sus conductas. Desde sus primeras escenas, la película de Reygadas confronta dos mundos: a la larga contemplación del rumoroso amanecer le sigue el no menos prolongado, aunque mudo, rezo matinal de la familia de Johan, pautado únicamente por el ominoso sonido del péndulo de un reloj. Allí ya parece haber un conflicto: entre las leyes de la naturaleza y las del hombre, entre la pulsión y el rigor, entre el Ello y el Superyó. Ese conflicto marcará toda la película, de una estructura cíclica y por lo tanto empeñada en restablecer el orden del mundo, aunque más no sea a partir del poder demiúrgico de un relato. Hay más de una secuencia brillante, de gran cine, en Luz silenciosa (el primer encuentro de Johan y Marianne; el derrumbe bajo la lluvia de Esther) y las imágenes de Reygadas –en el más extremo formato WideScreen– son de una belleza y una materialidad como nunca antes en su cine. Es una pena que la película (que tuvo un par de pases en el Bafici 2008) llegue a su estreno porteño únicamente en proyección en dvd, un formato que no le hace justicia, ni en la casa –porque Luz silenciosa pide a gritos el rito de la sala a oscuras– ni en una pantalla devaluada.
El paisaje interior Luego de un plano secuencia, donde queda expuesto el artificio del montaje para unificar el tiempo, en una toma que arranca desde las estrellas de la noche hasta descender al amanecer rural -dotado de brillo y colores- Luz silenciosa, tercera obra del mexicano Carlos Reygadas, nos introduce en la intimidad de una familia menonita en Chihuahua. Allí, solamente por la elocuencia de las imágenes diferenciamos a una madre, a un padre y a los hijos de distintas edades en medio de un rezo matinal antes de desayunar. El reloj avanza y cada uno de ellos se despide del padre, que estalla en un llanto. No es anecdótico el dato de los menonitas para interpretar esta nueva propuesta del realizador mexicano. Se trata de una comunidad religiosa que data del siglo XV, pacifista, de origen germano, que luego de la Primera Guerra Mundial debió emigrar a Canadá para finalmente terminar en México, principalmente en los campos ya que viven de la agricultura y la ganadería. Rígidos en sus costumbres, con su propia educación y valores, los menonitas se dividen entre moderados y ortodoxos. Estos últimos desechan cualquier contacto con la tecnología, incluida la electricidad y viven como si estuviesen en el siglo XV. Los moderados son más flexibles y aceptan ciertos elementos como automóviles, radios o medicina tradicional. Los protagonistas del film de Reygadas pertenecen a este grupo. Sin embargo, en ese clima de paz y tranquilidad; de andares parsimoniosos que atraviesan la vida de esta familia, existe un gran pesar por parte del padre al no poder despegarse de una relación con una amante pese a que eso vaya en contra de los postulados religiosos. Pero aquí lo religioso no se asocia estrictamente con lo secular, sino que obedece a religarse con la naturaleza o con el otro más que por convicción simplemente por mantener un acto de fe. Ahora bien, esa fe sufre contradicciones cuando aparece la carga del deseo y es en esa encrucijada; en ese dilema moral es donde se debate Johan (Cornelio Wall), para quien la culpa del adulterio es prácticamente lo mismo que la muerte. No obstante, el director mexicano también aborda poéticamente otros tópicos como el transcurrir de la vida hacia la muerte, la ausencia y el tiempo que no se detienen y sumergen al hombre en un estado de angustia existencial muy profunda. Todo esto llega por reflejos, por resonancia, fragmantariamente gracias a una puesta en escena que pone el acento en espejos, vidrios, sombras y luces, en una trama donde el tiempo cronológico pierde sentido y parece sometido a una sumatoria de instantes en que lo finito y lo eterno se tensan en un plano único y se disuelven en el espacio cinaematográfico. Reygadas no sólo concibe un retrato de una familia de campesinos (reales, no son actores) poco común sino que escarba con una cámara distante pero atenta en lo más profundo de la condición humana, igual que en su perturbadora película Batalla en el cielo. Fiel a su estilo de travellings prolongados, panorámicas agudas, un manejo admirable de los tiempos muertos y la profundidad de campo, el director de Japón plantea una puesta de cámara que mezcla encuadres fijos con cámara en mano en un film que estéticamente podría encuadrarse dentro de lo naturalista por la fuerte presencia del paisaje, pero que en realidad está construido meticulosamente para reflejar el paisaje interior de un hombre atormentado por la pérdida, que se libera por momentos en el afuera; y que reacciona como autómata frente a los embates de la fe.
Hombres y mujeres que viven como perdidos en el tiempo, los miembros de la comunidad menonita en México buscan estar en paz, tanto con el exterior como con ellos mismos, aunque esto último parezca a veces inalcanzable. Con rigurosas normas que acatan sin discutir, los miembros de esta comunidad llevan una vida inusual. Pero Johan, quien está casado y tiene una familia numerosa, se aparta de estas reglas casi sin querer cuando se enamora de otra mujer. A partir de entonces entrará en conflicto con él mismo. Luz Silenciosa es una historia de luchas interiores; la que se debate en el corazón de Johan (interpretado por Cornelio Wall); la que lleva adelante su mujer Esther (Miriam Toews), porque sabe del amorío de su marido y aunque se siente atormentada no es capaz de hacer nada; y también la de Marianne (Maria Pankratz), en su afán por estar con el hombre que no le pertenece. Y todas estas luchas tienen su origen en la arraigada convicción religiosa de los involucrados, que no les permite tomar decisiones que los lleven por caminos diferentes. Reygadas, quien en su haber cuenta con Japón y Batalla en el cielo, tiene un estilo muy singular y en este film puede verse claramente: sus temas son las emociones, los sentimientos, tabúes, sexo. Le son propias además las tomas largas y el ritmo pausado, lenguaje que en este film cobran particular sentido; el relato no puede transcurrir de otra manera. Con escasos diálogos, mucho sonido ambiente y poniendo el acento en la belleza de las imágenes y la psicología de los personajes, la historia se desarrolla dejando al desnudo el alma de los protagonistas, que son interpretados por no actores. Almas puras como los paisajes que los rodean; corazones que aman y que sufren hasta morir, literalmente. Seres transparentes, simples, naturales, espontáneos. Rodeados por un ensordecedor silencio, en su sencillez, la comunicación entre ellos se hace difícil y esto los afecta aún más. Estéticamente impecable, la simpleza de los personajes se hace más visible en la profundidad del relato y su temática. Luz silenciosa es una visión tierna y sensible de una sociedad tan lejana como diferente.
El filme que nos convoca, tercero en la producción de este director mejicano (“Japon” 2002 y “Batalla en el Cielo” 2005) abre con una imagen alargada en el tiempo, un amanecer, sonido directo, se escuchan los sonidos de la naturaleza y dura siete minutos aproximadamente. Podría decirse entonces que no es tiempo real, también y a ser justos son imágenes muy bellas casi hipnóticas. Pero si no es tiempo real, si hay utilización de elipsis temporales, seguramente este amanecer deberá estar directamente relacionado con la historia que nos va a contar, si es que nos va a contar una historia. Pero no es así. Me hizo recordar, la escena inicial de “Madre e Hijo” (1997) de Alexander Sokurov, pero esa es otra historia. El filme dura 142 minutos, ni más ni menos. Como en sus anteriores producciones, el realizador encuentra sus personajes en la vida cotidiana, no son actores, son ellos mismos a los que el intenta hacer actuar. La cámara se introduce en una comunidad menonita de México, donde la educación religiosa y el respeto a estas normas va de la rigidez absoluta a un intento tibio de posible apertura. En esta transición nos encontramos con Johan, rodeado de su familia dando gracias en la mesa que esta servida, su mujer y sus hijos, son sus companía. Nada sabemos todavía. Plano siguiente, una pareja de ancianos se predisponen a ordeñar las vacas, otra larga secuencia que no agregará nada al conflicto que se presentará, sólo son minutos de mostrar al espectador como si fuese un documental, que no lo es. Johan se encuentra con el anciano, que a la postre será además su padre y el reverendo de la comunidad, y le plantea un drama personal. Esta enamorado de otra mujer. El padre le habla del diablo, él refuta, que también puede ser Dios, estas cosas pasan, a veces sucede, diría alguien por ahí. De ahí en más hasta el desenlace, toda la realización es un prodigio estético / plástico, con escenas tan subyugantes como la inicial, pero que no terminan de desarrollar el conflicto, como puestas para el deleite tanto del espectador como del director de fotografía. Dicen que una imagen vale mil palabras, siempre y cuando la imagen diga algo, ¿no?, y no sea sólo placer voyeurista. Igualmente una palabra dispara cientos de imágenes, y en cine como en literatura es de lo más complejo hacer hablar a los personajes y que estos sean creíbles. Del mismo modo es importante señalar, enmarcar como uno de los más importantes logros del filme, el diseño sonoro, la casi ausencia de música, de sonidos naturales, en relación directa con el espacio retratado es de un perfección única. Vacua. El conflicto interno del personaje, entre la mujer que ama y la madre de sus hijos sólo esta dicho, su rostro y las posturas corporales no dan el rédito que la historia necesita para sostenerse. Lo mismo sucede con la actriz que interpreta a la amante, no hay registro que convenza. Distinto es el proceso que se produce en la esposa, desde esa imagen primera alrededor de la mesa, hasta el saber de otra mujer en el corazón de su marido, pasando por el vació en su propio tórax, si bien ayudada por los movimientos, la posición de la cámara y la fotografía. El recorrido esta planteado. La película se deja ver, es verdad que por momentos cansa, por su letanía, pero cuando se produce el quiebre narrativo del relato toma otra cadencia, mas acelerada, mas rítmica, todo se resuelve en pocos minutos. Salvo que el filme se inscribe en su descomunal metraje en una idea de excesivo realismo, a punto tal que por momentos parece más importante el describir la vida de esta comunidad que el conflicto de los personajes. Pero el final se torna sin ningún tipo de construcción o justificativo, en pensamiento mágico, algunos adularán el giro inesperado, desde mi perspectiva, me cerró más a otro alarde de creatividad hueca y para nada original
¿Amor que destruye? Las primeras imágenes de Luz silenciosa, nos dejan embriagados de su belleza. El formato de la pantalla está aprovechado al ciento por ciento. Se nota la calidad técnica y visual que nos acompañará el resto del relato. Además establece el ritmo y el clima de la película. Bueno, casi. El principal problema con esta lenta, climática y bella obra, son los excesos que tiene. Si usted, querido lector, pudo conectarse emocionalmente con los personajes, excelente. Seguramente debe haber disfrutado mucho más la película. No es este el caso. Luz silenciosa es la historia de un hombre que se enamora de otra mujer, aún cuando está casado y tiene una numerosa familia. Todo se acentúa porque pertenece a una colonia de menonitas que viven en México. Los menonitas son comunidades agrícolas muy tradicionales (los moderados apenas utilizan coches y medicina científica, pero no medios de comunicación masivos) y férreamente sujetos a su religión. La película intenta transmitir estas cosas. Por ejemplo, hay una secuencia donde el protagonista habla en plautdietsch (diálecto germánico que viene de Frisa y es cercano al holandés medieval y al flamenco), al rato en castellano, mientras canta una típica canción de música country (género, por antonomasia, de Estados Unidos). Es bastante interesante, más que nada por ver como viven estas comunidades/colectividades muy cerradas. Parece casi otro planeta. O mejor dicho: parecen anacrónicos. El otro tema, el principal, es el amor. Johan, el protagonista (interpretado por el actor no profesional Cornelio Wall) que verdaderamente sufre por este affair. Más que importar la trama en sí, todo el relato nos hace sentir esa pesadumbre que sufre Johan. El problema, y créanme que odio estas frases, es que todo está demasiado "afectado". A ver: una de las críticas que se le hizo a La cinta blanca (algunos podrían buscar alguna comparación con esta, sacando la malicia en los personajes de Haneke) era, justamente, que parecía hecha para los premios. Caía en todos los lugares comunes del "cine arte" para Hollywood. Incluso la fotografía de ese film es en blanco y negro. Con Luz silenciosa pasa algo parecido y es lo que no me termina de convencer: Está bien: Reygadas es virtuoso con la cámara, y los planos secuencias, los encuadres, todo es muy bonito. Incluso los actores no profesionales quizás sean los mejores de su corta filmografía. Pero se supone que un film nos provoque algo más. No es este el caso. La duración se siente y resiente. Una película no es la suma de sus partes, sino el total. Y este crítico quedó impávido. Sin emoción. Se supone, como decía Truffaut, que un film exprese el regocijo o la agonía de hacer cine. El 6 creo que expresa lo que yo sentí al ver esta película.
Polvo de estrellas y heridas de amor. Es curioso advertir cómo aquellos críticos que se empecinan en descubrir autores dentro de la industria suelen ser los mismos que se apresuran a descalificar a directores singulares como Lisandro Alonso, Albert Serra o Raya Martin. Algo parecido ocurre con Carlos Reygadas, un artista personal al que muchos juzgan un mero provocador debido a la incomodidad y al desconcierto que generaron Japón y Batalla en el cielo, sus dos primeras películas. Luz silenciosa es una película austera hecha de susurros, deslumbramiento y melancolía, con la que el director encuentra una paradójica serenidad y demuestra la fragilidad del rótulo que le colgaron sus detractores. Reygadas se concentra en la inquietud de los rostros, en las frustraciones plurales de sus miradas y en su encanto particular que conmueve de manera genuina. La película tiene conciencia de su extrañeza y posee un conjunto de ideas formales cuya potencia visual permanece durante días, semanas, meses. Luz silenciosa comienza con un plano secuencia de más de siete minutos en el que la cámara parte del cielo para incorporarse muy suavemente a una tierra desconocida, la comunidad de menonitas en el norte de México. La imagen pasa del negro al rojo y la película evoluciona al ritmo de una naturaleza que se despierta haciéndose eco de los sentimientos que golpean la conciencia de un hombre casado y respetable que siente pasión por otra mujer. Reygadas redefine la potencia telúrica del cine mediante una magnífica historia de amor místico donde el sol, el viento y la lluvia son protagonistas, y los cuerpos ponen a prueba su simple condición de mortales errantes en un universo demasiado extenso. La puesta en escena ascética refleja la represión del torbellino interno que sienten los personajes, aunque el director se permite un breve momento de lirismo con la irrupción de Jacques Brel cantando Les Bonbons y portando la energía que le falta al hombre para expresar su malestar amoroso. A partir de ese momento, la gracia invade progresivamente la película y sobrevienen imágenes de inédita belleza: una mujer se derrumba bajo la lluvia, un milagro se produce de manera natural y, como en un sueño lejano, la cámara vuelve al cielo, suntuosa y desgarradora.
El realizador mejicano Carlos Reygadas debe ser el más particular, personal y hasta extravagante cineasta en actividad. Tiene en su haber sólo tres films y todos ellos presentan singularidades con pocos parangones en la cinematografía actual. Japón y Batalla en el cielo han sido obras inclasificables y transgresoras hasta el capricho, pero al mismo tiempo dotadas de verdaderas proezas visuales, técnicas y expresivas. Luz Silenciosa, aún fiel a su estilo audaz, provocativo y sorprendente, es sin dudas su obra más acabada y madura. Con lejanos puntos de contacto con el thriller de Peter Weir Testigo en peligro, fundamentalmente por ubicarse íntegramente en una colectividad menonita, pueblo germánico que elige vivir fuera de casi todo patrón tecnológico o industrial de México, Reygadas focaliza meticulosamente en el conflicto de un hombre bígamo que infringe gravemente las leyes religiosas y sociales de su comunidad. Su bellísima manufactura, plena de atmósferas sugerentes, intensas y de alto contenido emocional y espiritual, se suma a profundas interpretaciones de un elenco de actores no profesionales; haciendo olvidar cierto exceso de metraje y de planos alargados. Elementos que de todos modos forman parte indisoluble del estilo de este notable cineasta. Una experiencia fílmica extraordinaria.
Apuesta mayor por el cine El siempre desafiante cine del mexicano Carlos Reygadas (Japón; Batalla en el cielo) nunca esconde sus intenciones: planos largos, silencios prolongados, voracidad estética que, por momentos, cae en un vacío de esteticisismo. Premiada en muchos festivales internacionales, Luz silenciosa es su apuesta mayor, ya que el cineasta da vuelta todos los límites posibles sobre una forma de hacer cine, construir imágenes, describir un mundo particular, con sus tempos narrativos y sus costumbres y mandatos ancestrales. La acción se sitúa en la zona de Chihuahua y sus protagonistas son los integrantes de una comunidad de menonitas, aferrados a preceptos y códigos religiosos y morales que marcan su devenir cotidiano. Una infidelidad matrimonial será el desencadenante del conflicto. Sólo eso y nada más que eso. En efecto, Reygadas filma a una comunidad (los no actores son los verdaderos menonitas), los anocheceres y amaneceres de ese bucólico paisaje, las ceremonias, los rezos, el espíritu de un grupo respetuoso de una forma de vivir, y por qué no, de una manera de contemplar a una microsociedad que parecer detenida en el tiempo. Las herencias estéticas del film oscilan entre las películas de Robert Bresson y del danés Carl Theodor Dreyer, conformando un corpus único y personal, donde Reygadas se siente cómodo, tanto con una cámara estática que registra un paisaje durante largos minutos o a través de extensos travellings que recorren cada uno de los interiores, despojados, austeros, minimalistas. Luz silenciosa es una película que dividirá opiniones: se la toma o deja a los 10, 15 minutos. Bienvenida la propuesta, entonces, para la rutinaria y burocrática cartelera de estos tiempos.
Las variaciones de la experiencia religiosa En las conclusiones de su monumental Las variaciones de la experiencia religiosa William James decía: “El amor a la vida, en cualquier y en cada uno de sus niveles de desarrollo, es el impulso religioso”. La tercera película de Carlos Reygadas, que se anima incluso a plasmar delicadamente un milagro, puede seducir hasta al incrédulo o al ateo más consumado. En última instancia, este melodrama atravesado por enigmas y dilemas teológicos resulta auténticamente humano, demasiado humano. Al norte de México, en el seno de una comunidad menonita en donde todavía se habla un dialecto medieval (Plautdietsch), el padre de una familia numerosa se ha enamorado de una mujer que no es la madre de sus hijos. La honestidad es la regla: Johan jamás lo ha ocultado, y su esposa y su amante esperan. ¿No es adulterio? La condenación moral es inexistente, solamente importa descifrar si se trata de la voluntad del Altísimo. Así lo conciben todos los involucrados (mujer, amante, padres), lo que no implica que la situación no sea dolorosa. La resolución tomará un tiempo, y en ese transcurso se revelará una forma de vida cuyas prácticas podrán parecer arcaicas, pero no por eso irrelevantes. Luz silenciosa , más allá de su drama amoroso, es indirectamente un retrato de una comunidad y sus prácticas: la cotidianidad, un ritual funerario, el sexo, el diálogo entre un padre y su hijo, el trabajo quedan registrados por la cámara de Reygadas. Los formidables planos secuencia sobre el cielo y la tierra que abren y cierran la película evocan un misterio cósmico en la inmanencia. Una mano interceptando un rayo del sol, un tractor pisando los maizales y un beso constituyen actos cotidianos que ante la cámara son revelaciones o variaciones de la experiencia religiosa. Al cinéfilo, el desenlace lo remitirá a La palabra , del maestro danés Dreyer, aunque la sensualidad de un evento extraordinario (y religioso) y la rigurosa puesta en escena de ese pasaje le pertenecen exclusivamente a Reygadas. Los racionalistas podrán soltar una carcajada; los impacientes quizá miren la hora. Quien posea la libertad suficiente para mirar y escuchar será testigo de una fantasía metafísica tan humana como el deseo de amar y gozar del cuerpo de un ser amado.