LA FRONTERA Los cortometrajes pueden ser un gran camino de aprendizaje en la carrera de un realizador -en este caso realizadora- porque permiten dentro de un terreno de exploración la posibilidad de narrar con libertad, sin corsés ni ataduras comerciales. El caso de Agustina San Martín demuestra que el fogueo en un formato más amable antes de romper el cascarón puede ser el más pertinente antes de lanzarse a la dinámica de una película. La transición entre esos trabajos iniciáticos y la ópera prima se articula con un momento especial del cine, a saber, el fenómeno de directoras que cuentan historias protagonizadas por mujeres dentro de un paño formal y narrativo ubicado en el terror o en el suspenso. Este proceso en los últimos años nos dio obras de diferentes partes del mundo. Hace unas semanas se estrenaba El prófugo de Natalia Meta, pero también (por otras vías de acceso) se pudo ver Censor de Prano Bailey Bond, Saint Maud de Rose Glass, entre otras. El cine argentino -y la presente edición del Festival de Mar del Plata lo demuestra- ya tiene su propio corpus de películas ubicadas en la columna de género hecho por mujeres. Lo que en otro tiempo para nada lejano era “este director entiende a las mujeres”, como si se tratara de un valor o de un don, hoy ya aparece como una cualidad rancia. No solo las historias están protagonizadas por mujeres de cierto porte, carácter y configuración psicológica sino que, además, los encuadres y la fotografía están confeccionados también por ellas mismas. Matar a la bestia transcurre en una gran atmósfera; todo sucede en un pueblo fronterizo entre Argentina y Brasil y a la vez los contornos son difusos. No solo los territoriales, también los que el cuento traza porque los borra, los vuelve a delinear, los borra otra vez. En ese “loop” nos encierra San Martin, en un espacio fantasmagórico que se presenta desde el plano de apertura con un horizonte nocturno neblinoso, de rasgos dibujados, casi como si se tratara de una escenografía teatral. Adosada a esa imagen aparece una voz telefónica, la de Emilia (Tamara Rocca), que le deja un mensaje a su hermano, Mateo, al que irá a buscar a su pueblo natal. Su regreso es obligatorio y desesperado, a pesar de que nunca manifieste ese estado en su rostro. La pesquisa por el paradero de Mateo tiene dos carriles: el de lo urgente y el de lo impensado. Esto último vinculado a sus 17 años, una edad marcada por los cambios, las dudas, los deseos y demás sentimientos encontrados en ese pasaje entre la adolescencia y la adultez. Los personajes que se cruzan en el camino son fundamentales para el despertar de diferentes situaciones. Hay roces, un despertar sexual y una revuelta amplificada por un mito oral de unos lugareños sobre una bestia con forma de buey, en el que habita el espíritu de un hombre del mal. El gran mérito de la película es abrazar el devenir particular de un personaje en el contexto de una época actual y, a la vez, exhibir un escenario cargado de una idiosincrasia colorida y fascinante. El primer trabajo de Agustina San Martín es una sorpresiva mirada sugerente por diversos temas, sin caer en la declamación discursiva ni en la banalización de una cultura. La idea de los cruces de los pueblos, en esa localidad fronteriza, auspicia de metáfora para el tratamiento tonal de la película. En consonancia con las ideas, la destreza fotográfica de la DF Constanza Sandoval es apabullante; una muestra de ello se aprecia en un plano secuencia final pocas veces visto.
En Matar a la bestia no estamos ante una película de horror convencional, ya que el factor miedo no se mide en la sangre derramada, ni en zombies o monstruos espeluznantes; el horror está construido en el fuera de campo, pero principalmente surge de un lugar espiritual y simbólico.
Agustina San Martín dirige su ópera prima con una extrema sensibilidad e iluminación, mediante un relato sobre la búsqueda tanto literal como abstracta, el despertar sexual y la forma en que las personas enfrentan y lidian con el pasado. «Matar a la Bestia» es un largometraje particular, ya que, al igual que con Emilia (protagonista de la película), hay una búsqueda y una experimentación de parte de su directora que va delineando la narración sin apuro, con un extremo cuidado desde el encuadre y la puesta en escena, así como también con la implementación de lo sonoro en consonancia con una exquisita dirección de fotografía. La película se sitúa en la frontera entre Argentina y Brasil con la llegada de Emilia (Tamara Rocca), de 17 años, quien arriba a una especie de hostel que maneja su tía Inés (Ana Brun). La joven anda en la búsqueda de su hermano, quien habitaba por la zona, pero parece haber desaparecido sin dejar rastro hace un tiempo largo. En esta especie de jungla, abundan los mitos y leyendas locales, donde se rumorea que una bestia peligrosa, la cual parece contener el espíritu de un malvado hombre, anda deambulando y amenazando a las mujeres del lugar. A Emilia le preocupa más el paradero de su hermano, y la reciente muerte de su madre en lugar de las amenazas del presente. Amenazas que la pondrán a enfrentarse justamente con el pasado, mientras arranca un viaje en pleno despertar sexual. El film de la debutante San Martín parece experimentar sobre ciertos opuestos como la fantasía y la realidad, la adolescencia y la adultez, lo dicho y lo no dicho, lo tangible y lo abstracto. Lo interesante es que las líneas se van entremezclando y dotando al relato de un aura de misterio que se sostiene a lo largo de toda la película, aunque por momentos parezca que el norte pueda llegar a perderse o incluso abrazar más la experimentación que el mensaje en sí. Aun así, este relato parece el de una autora madura quien no solo hace gala de una economización de recursos a la hora de narrar, sino que también logra dar con una profunda mirada personal. No es de extrañar que la película tenga algunos toques de cine de género, algo que está sirviendo de plataforma para varias directoras que están dando sus primeros pasos en el cine nacional (Como Natalia Meta que el año pasado estrenó «El Prófugo», su segundo largometraje, o Laura Casabé y «Los que Vuelven» en 2020, su tercer largometraje con el cual «Matar a la Bestia» tiene algunos puntos de contacto) y que encuentran en las convenciones genéricas mucho para jugar o decir respecto a temáticas como el deseo femenino, los abusos y otras cuestiones muy debatidas en marco de la sociedad moderna que buscan ser visibilizadas y/o profundizadas. «Matar a la Bestia» es una propuesta intrigante, que aborda distintas temáticas y que demuestra que Agustina San Martín es una narradora eficaz con un futuro prometedor. Un viaje lleno de dudas, reflexiones, contradicciones e intrigas que no hacen más que reflejar el complejo devenir que atraviesa la protagonista durante toda la película.
Le tengo miedo a todo. A todos. A las sombras, a los cuerpos, a los besos.” Con una lograda trayectoria de cortometrajes a cuestas, y ya habiendo hecho un paso por los festivales de Cannes, Berlinale, Bafici y FICIC, la incipiente directora Agustina San Martín presenta ahora su ópera prima, “Matar a la Bestia”, estrenada en las últimas ediciones del Festival de Cine de Toronto y del Festival de Mar del Plata. La realizadora de “No hay bestias” (2015), “La prima sueca” (2017) y “Monstruo Dios” (2019) exhibe una distintiva impronta realista fantástica, la cual continúa y profundiza en su primer largometraje. Tras la muerte de su madre, Emilia (Tamara Rocca), una adolescente de 17 años, inicia la búsqueda de su hermano perdido desde hace mucho tiempo en un recóndito pueblo cercano a la frontera de Argentina y Brasil. Arrastrando su valija por un camino de tierra, Emilia llega al lúgubre albergue de su tía Inés (Ana Brun), ubicado en el medio de la exuberante jungla fronteriza en donde, según la leyenda del pueblo, parece estar deambulando entre sus densos arboleadeados una peligrosa bestia que toma forma de diferentes animales para ensañarse con las mujeres locales. A partir de la llegada de la única y momentánea huésped del hostel, Julieth (Julieth Micolta), Emilia tendrá que enfrentarse a su pasado para matar a la bestia. Enmarcada en una inmersiva atmósfera subtropical, húmeda y asfixiante, “Matar a la Bestia” retrata a modo de fábula regional el pleno despertar sexual adolescente bajo la represión patriarcal de la sexualidad femenina. Por medio de simbologías, del juego entre lo real y lo onírico, de silencios y de elipsis, se construye una incómoda tensión frente a lo incierto que, de por momentos, decae o pierde potencia bajo una desmedida monotonía a lo largo del film. No obstante, resulta una interesante puesta en la que se destaca la dirección de sonido y de fotografía por el minucioso trabajo en lo auditivo y en lo visual con el que logran construir, en conjunto, un íntimo y atractivo universo de experimentar, sentir y ver.
"Matar a la bestia": un relato abierto, fantasmal La directora propone una historia que cruza lo mitológico con lo real, lo místico con lo terrenal, y en la que el deseo y la reconciliación con el pasado van de la mano con la búsqueda identitaria de su protagonista. Una llamada telefónica no atendida, una voz femenina dejando un mensaje en el contestador e imágenes brumosas de una selva propias de uno de esos sueños densos de los que cuesta despertar. Los primeros, enigmáticos segundos de Matar a la bestia dejan en claro los elementos dramáticos, audiovisuales y simbólicos con los que trabajará Agustina San Martín en su debut en la realización de largos, luego de una breve y reputada trayectoria en el cortometraje que incluye No hay bestias (2015), La prima sueca (2017) y Monstruo Dios (2019), este último premiado con una Mención Especial del Jurado en el Festival de Cannes. Matar a la bestia propone una historia que cruza lo mitológico con lo real, lo místico con lo terrenal, y en la que el deseo y la reconciliación con el pasado van de la mano con la búsqueda identitaria y de la posibilidad de un futuro para Emilia (Tamara Rocca). Ella es una joven de 17 años y quien no responde el teléfono es su hermano Mateo, que desde la muerte de su madre ha estado ausente. Dado que el paradero de ese chico es una incógnita, ella viaja hasta un pueblo perdido en medio de la selva misionera, justo en el límite con Brasil, para reconstruir sus últimos pasos e intentar dar con él. La lejanía y las dificultades para recorrer los caminos barrosos serpenteantes son los primeros problemas de su visita. Pero no lo últimos, pues Emilia no tiene idea de dónde vive su hermano ni muchos menos por dónde empezar a buscarlo. Apenas hay algunas pistas sueltas, pequeñas migas que no alcanzan para marcar las huellas de un camino posible. Al menos debe “agradecer” que su tía Inés, si bien no parece muy contenta de verla, acepte hospedarla en su casa/hostel, mismo lugar al que llega una joven brasileña cuya piel tersa y oscura opera como interruptor que permitirá la circulación de un incipiente deseo sexual. Atravesada por ese despertar hormonal y el desapego del entorno, lentamente Emilia irá siendo absorbida por una dinámica social en la que los discursos religiosos, con los pastores evangélicos erigidos como rectores de la moral comunal, están a la orden del día, creando así un clima opresivo y viscoso, como si la humedad selvática empapara mucho más que los cuerpos. A eso se suma la presencia de una criatura monstruosa que, según se dice, es la encarnación física del espíritu de un hombre malo. Pendulando entre el camino hacia la confirmación del placer como elemento fundante de la condición humana y la necesidad de saldar cuentas familiares, a Emilia parece correrle por las venas dudas antes que sangre. Estrenada en el Festival Toronto y vista en el marco de la Competencia Argentina del último Festival de Mar del Plata, Matar a la bestia ofrece un relato abierto, fantasmal, circunscripto a las penumbras de las noches interrumpidas por los haces de luz de las linternas de quienes buscan a la bestia del título. Porque el viaje de Emilia, si bien perseguía la búsqueda de su hermano, tiene como destino final la exploración interna, tanto física como psicológica. Con un notable trabajo de sonido de Mercedes Gaviria Jaramillo, cuyas mezclas contribuyen a la creación de un universo onírico, y la voluntad pictórica que persiguen los planos de San Martín, Matar a la bestia hace de lo monstruoso una entidad inaprensible que condiciona los comportamientos de los lugareños. La selva, entonces, como un terreno de ensueño donde germina la semilla del autodescubrimiento.
Pocas veces pasa en un film, casi de inmediato sumerge al espectador en un mundo selvático y misterioso, que flota entre lo onírico y lo real, que seduce y atrae, que intriga y asusta. Es que la directora Agustina San Martin, después de varios cortos exitosos, realiza su opera prima llamativa, que es antecedida por un exitoso recorrido de festivales y premios. Con gran sensibilidad y talento sigue el camino de una adolescente que llega a Misiones, en la frontera con Brasil, en una zona, donde, igual que en la película, los límites se borran. En ese ambiente desconocido ella, que sufrió hace poco la muerte de su mamá, busca a su hermano al que hace tiempo no ve. Necesita respuestas. Recala en el hotel de una tía que la recibe a regañadientes en un ambiente extraño y fascinante. Lugar donde las chicas susurran que hay un espíritu de un hombre malvado que encarna en distintas bestias, y hay evangélicos que gritan que hay que matar lo demoníaco tomando justicia por mano propia. Un mundo patriarcal exacerbado, donde el mal ataca a las mujeres en sueños y realidades. Ellas se defienden como pueden, la tía a los tiros, una huésped y la protagonista atreviéndose a largar el deseo. Una película de crecimiento, “coming of age”, con un tono de fantasía irresistible, de horror inasible, como las noches que se hacen eternas en el insomnio. Con una estética cuidada y exquisita de la realizadora, subrayada por la excelente fotografía de Constanza Sandoval y una gran edición de sonido de Mercedes Gavirira. La directora se arriesga y gana en mostrar lo que experimenta esa niña-mujer inocente, insegura, valiente. La que se atreve al largo viaje de la noche al día.
A sus 17 años, Emilia (Tamara Rocca) está en esa etapa en la que la inocencia adolescente y las tensiones de la adultez conviven no siempre con armonía. Es un momento de dudas, contradicciones, indefiniciones, curiosidades, tentaciones y pruebas en busca de algo parecido a la identidad. La protagonista viaja a un pueblo perdido en medio de la selva misionera, justo en el límite con Brasil, donde no hay señal de celular, se habla portuñol, se escucha a los pastores evangélicos, y se instala en la posada de su tía Inés (Ana Brun), que alquila habitaciones a turistas y viajeros, pero cuyo equilibro emocional luce más que precario. Emilia está buscando a su hermano Mateo, que vivía en la zona pero ha desaparecido sin dejar rastro. Los vecinos -influidos por mitos y leyendas de la región- están convulsionados porque creen haber visto en la zona a una bestia -en verdad es el espíritu de un hombre malvado- que toma la forma de diferentes animales, en este caso de una suerte de buey gigante. Al lugar van llegando distintas mujeres, desde una muchacha negra llamada Julieth (Julieth Micolta), que no tardará en encandilar a Emilia, hasta otras respresentantes de la familia de la protagonista, quebrada tras la reciente muerte de la madre. Cuento de hadas con toques perversos y elementos propios del gótico, Matar a la bestia apuesta a un relato sugerente, a la construcción de climas y atmósferas, a la seducción y al erotismo, al misterio por sobre la trama, aspectos que en varios casos remiten -claro- al cine de Lucrecia Martel. El trabajo con múltiples capas de sonido cortesía de Mercedes Gaviria Jaramillo y la excelente fotografía tanto en interiores como en la jungla a cargo de Constanza Sandoval son aportes fundamentales para que la película resulte subyugante tanto en lo sonoro como en lo visual, pero aquellas narraciones elípticas que tan bien funcionaban en sus cortos aquí se resienten un poco en un largometraje dominado por la deriva. Así y todo, Matar a la bestia no deja de ser un film lleno de riesgos, de búsquedas y, también, de unos cuantos hallazgos.
En la frontera entre la Argentina y Brasil, en un pequeño pueblo de raigambre religiosa, el teléfono suena dentro de una modesta cabaña. El ambiente vacío cobija los restos de manzanas podridas, el llanto de un perro encerrado, el brumoso aire de la selva. El timbre del teléfono insiste pero nadie lo atiende. La voz de Emilia (Tamara Rocca) emerge en el contestador. Para ella, todavía adolescente, el llamado supone saldar las cuentas pendientes con su hermano Mateo, ahora que la madre de ambos ha muerto. Su viaje iniciático tiene como destino el hotel de paso de la tía Inés (Ana Brun), asentado en ese paraje fronterizo, pero su búsqueda supone atar los lazos familiares desprendidos por la distancia y los rencores. Pese a todo Mateo no responde, en su casa palpita el eco vacío de su ausencia. Así comienza Matar a la bestia, ópera prima de Agustina San Martín –directora de varios cortos: No hay bestias (2015), La prima sueca (2017) y Monstruo Dios (2019)–, cuyo universo se apoya con decisión en las fuerzas naturales que le brinda el paisaje. La historia es elusiva, apenas delineada sobre la búsqueda de Emilia en ese territorio limítrofe, la espera prolongada, los llamados insistentes a Mateo. Lo que enmarca su estadía es un rumor que recorre al pueblo: la presencia de una bestia de leyenda, el espíritu de un hombre malvado que asume la forma de distintos animales del lugar. El sacerdote y los fieles lugareños ensayan todo tipo de exorcismos: velas y oraciones, cánticos rimados, paseos circulantes. De vez en cuando, la tía Inés sale con su escopeta a ahuyentar a los creyentes, aferrada a la naturaleza como única depositaria de lo terrenal. En ese protagonismo decisivo de las imágenes, de sus texturas húmedas y rugosas, de la cercanía obsesiva de la cámara con los cuerpos, Matar a la bestia aspira a capturar un misterio: el asomo del deseo en la mirada de Emilia cuando observa a Julieth (Julieth Micolta), una joven huésped del hotel; la euforia de Inés en el juego del baile y el alcohol; la presencia posible de la bestia en la espesura de la vegetación. En esa vocación la película consigue momentos poderosos, hipnóticos, una atmósfera que casi puede palparse. Sin embargo, en el seguimiento de la historia se torna lábil y arbitraria, condena a sus personajes a la repetición programática de ciertas reacciones, reduce su intención de acercarse a las leyendas locales en un compendio de tópicos recurrentes a la hora de pensar las mitologías en términos cinematográficos. Hay herencias claras en San Martín que parecen condicionar su debut (el gótico como género, el cine de Lucrecia Martel como estilo), de la misma manera que hay una vocación personal de conseguir trascender esas influencias para encontrar una fuerza todavía en ciernes. Por ello si bien hay planos deslumbrantes –el porte de un buey entre las hojas–, o sonidos envolventes -las risas de Emilia y Julieth entremezcladas–, el conjunto no termina de salirse de esa previsión, el ritmo se entumece en su propia deriva y varios motivos narrativos (la tensión entre regulación y sensualidad, la posesión, el erotismo larvado) parecen salidos de una nómica del gótico salvaje, con sus brumas y sus contraluces, sin todavía adquirir la definitiva sensación de hacerse mundo.
Emilia (Tamara Rocca), de17 años, llega a un particular pueblo religioso en el limite entre Argentina y Brasil. Luego de la muerte de su madre, decide ir en busca de su hermano, a quien no ve hace demasiado tiempo y desconoce su paradero, el motivo es resolver un oscuro asunto del pasado. Se aloja en la posada del monte de su extraña tía Inés (Ana Brun), donde según los rumores, hace una semana apareció una bestia. Según dicen, esta bestia es el espíritu de un hombre malo que habita el cuerpo de distintos animales. En un viaje en pleno despertar sexual, Emilia tendrá que enfrentarse a su pasado para matar a la bestia. Entre lo real y lo mitológico, lo humano y lo animal, la culpa y lo sexual, Emilia buscará enfrentarse con su pasado. Esto es lo que “reza” la síntesis argumental, de ahí a que la misma quede plasmada en la película hay una distancia que nunca se acorta en los 79 minutos, (hecho que se agradece), que dura el film. De estructura narrativa clásica, la opera prima de la directora Agustina San Martin, intenta instalar interesantes metáforas en relación al cuento, en principio desde el espacio físico en que se desarrollan las acciones, un pueblo limítrofe entre Argentina y Brasil, además el limite entre la “civilización” y la selva. Desde una lectura en relación a la estética impuesta, buscada, esto es la dirección de arte, la fotografía e incluso el diseño de sonido y la banda musical, exigua, pero esta se podría estar queriendo representar el limite entre la realidad y lo onírico, o si se quiere lo real y lo fantástico. Pero no son mas que posibles interpretaciones, validas por cierto, pero que en el texto fílmico no esta representado, menos desarrollado, la falla entonces se encuentra en un guion bastante pobre y que la directora quiere suplir desde la imagen. Que la joven este experimentando con su sexualidad, es la edad para hacerlo, que en esa búsqueda se encuentre con Julieth (Julieth Micolta) una joven un poco mayor, huésped de su tía, supuestamente definida sexualmente, que termina por seducir a Emilia, hecho que instala al filme en los parámetros actuales de lo políticamente correcto. Que la bestia nombrada desde un principio quiera ser leído como el mundo de lo masculino, opresor, violento es arbitrario respecto del relato, no esta manifestado. En un pasaje del filme la protagonista hace referencia a sus miedos a todo. Unos de los puntos mas débiles del filme, ademas del nombrado guión, son las actuaciones, la protagonista permanece con el rostro y cuerpo imperturbable, sea la emoción y los sentimientos que parece querer mostrar, la nada absoluta. Casi lo mismo ocurre con Julieth, la que se despega de todo esto y demuestra capacidades histriónicas es Ana Brun. Otros situaciones que dan la sensación de no tener en cuenta al espectador, en tanto respeto se plasma desde las imágenes y el montaje. Si para muestra basta un botón, una secuencia transcurre en la jungla durante la noche, la cámara realiza un travelling paralelo a las hojas de los arboles, como si fuese el punto de vista de alguien que transita por ese extensión física, hasta que se produce un corte y un contra-plano y vemos a Emilia, el problema es que este último plano es con luz día. Pero quien se fija en estas cosas de la continuidad narrativa. Que se enfrente a la bestia, que en realidad desde el principio de relato sabemos que es un buey y a quien Emilia le dice ...“No te tengo miedo”…. Bueno algún cambio se produjo en el personaje, pero no lo hace creíble. También queda en puntos suspensivos la razón del viaje, ¿El hermano? Bien gracias. El oscuro pasado a elaborar asimismo cayo en el olvido. Todo esto hace que se vaya perdiendo el interés desde la narración o en la ausencia de esta, lo que la acerca al tan mentado, ponderado y sobrevalorado cine no narrativo. Situación que se transforma en aburrimiento.
Las películas pueden definirse por su historia, por su estética, por el clima que logran o por la suma de todas estas cosas. Hay películas de una narración transparente y demoledora, otras que no parecen contar nada pero crean universos cuya riqueza pasa por otro lado. El resultado puede ser excelente en ambos casos. Matar a la bestia, una coproducción entre Argentina y Brasil, se aferra a los climas para lograr sus objetivos y no se equivoca al tomar esa decisión. Sin embargo, aunque se define con claridad, el resultado de ese clima y ese juego con el cine de terror no termina de ser lo suficientemente bello o cautivante como para reemplazar una narración firme y una realización clásica. Salir de los lugares que en teoría son fáciles no siempre significa hacer un mejor cine y no todas las intenciones redundan en resultados notables. Este viaje de la protagonista la frontera entre Argentina y Brasil, su búsqueda y el inquietante entorno que se le presentan no terminan por dar el gran film que en teoría se adivina. Se aprovecha, literalmente, el clima del lugar, casi un personaje más, pero se desperdicia ese suspenso que finalmente no conduce a nada. El despertar sexual, las fronteras en todo sentido, el mundo que Matar a la bestia se esfuerza en plasmar nunca pasa de una búsqueda. No se trata de un error, son elecciones de cada realizador y los resultados están a la vista.
Finalmente la ópera prima de Agustina San Martín, protagonizada por Tamara Rocca, Julieth Micola y Ana Brun, llega a los cines tras presentarse en varios Festivales, narrando cómo una joven recién llegada a un pueblo, se ve envuelta en un espiral de deseo, pasión y sexo, a la vez que sucesos sobrenaturales repercuten en la vivienda que está habitando. Con un ejercicio técnico y narrativo impecable, San Martín se afirma como una de las realizadoras más prometedoras del panorama cinematográfico local
Matar a la bestia: el cine argentino en un laberinto imposible. Hay películas que demuestran que el cine argentino está en un callejón sin salida. Mucho de lo visto en el reciente BAFICI lo evidencia. Peliculas y películas que se quedan añorando un pasado ya algo lejano en busca de una máquina de climas que caracterizó producciones de los años 2000 y que habló mucho de ese cine producido a la sombra de la sombra de aquella categoria inventada que fue el Nuevo Cine Argentino, o peliculas que se proponen apostar a coproducciones muchas veces salidas de los encuentros en los mercados o los laboratorios de los Festivales internacionales, ya formateados con la propuesta estética en donde los escenarios hablan por sí solos, la playa (Santo Domingo), la selva (Brasil). Peliculas con poca idea y mucho clima, eso sí. Matar a la bestia, ópera prima de Agustina San Martin, tiene una grave escisión estética: un conjunto de actuaciones desmarcadas en la no-actuación a la búsqueda intencionadamente una abstracción pero logra no decir nada cuando es momento de decir, al menos, algo; el tempo dilatado de los planos que repercute en el de los diálogos, y la cantidad (innecesaria) de planos que afecta ala escena total. Sobre el tempo, un ejemplo de tantos: la joven le pregunta a un cura en la calle si conoce a Mateo Otero, varios segundos (o minutos?) de mirada fija del cura preguntado, éste se retira del cuadro. Sobre el sobrante de planos, se puede ver en alguna de las tantas escenas con esa tia que es tal vez el personaje con más sustancia, o más sangre, de todos. Una relación amorosa sin médula ni pasión, que se hubiera podido rescatar si quedaba en la sugestión del baile y el entrecruce de miradas. La fotografia de promoción de las chicas en juego amoroso o las risas en las que se encuentran, momento absolutamente sin sentido. Es verdad que la fotografía de Constanza Sandoval tiene una belleza que colabora a esa hipnosis apreciada por cierta crítica: colabora la atmósfera selvática, la tierra roja, los cielos tormentosos, las casas en las laderas, los reflejos en los vidrios y esa sensación de lugar inhóspito. Pero también, en esa misma idea de escisión, la fotografía corre por un lado que nunca termina de encajar en el universo total del film. Por último, si cada pelicula hecha por realizadora argentina con escenario natural nos va a recordar a Lucrecia Martel, y si en cada selva va haber un espiritu maligno, o un lobo, o una bestia amenazante la teoria del callejón sin salida ya es otra cosa: la de un laberinto imposible en la que seguiremos teniendo muchas peliculas pero poco estilo.
PERDIDA EN SUS JUEGOS FORMALES Emilia llega a un albergue en el medio de la selva, en la frontera entre Argentina y Brasil. Su tía, quien maneja el lugar, no parece estar interesada en que ella esté ahí, ni tampoco parece querer ayudarla a dar con el paradero de Mateo, su hermano, que desde hace un tiempo no contesta las llamadas. Al mismo tiempo, varias mujeres del lugar aseguran haber visto a una bestia, “el espíritu de un hombre malo”, y eso pone en marcha una cacería con tintes religiosos. A partir de esa premisa, Agustina San Martín busca articular no tanto una historia sino más bien una experiencia, con una puesta en escena entre brumosa y espectral, donde el calor y la selva se vuelven palpables. Hay una dimensión simbólica que se da a partir de la presencia de esa bestia, y que abre a su vez una dimensión política, donde palabras como “varón” y “miedo” no son casuales. También aparecen el sexo, la pérdida, y la familia como institución puesta en crisis. La ambición de la película es evidente y para nada reprochable. El problema se da cuando, en esa búsqueda por sumar capas de sentido, la directora se pierde en un juego donde los temas nunca terminan de convivir con la forma. Los planos fijos y los planos excesivamente largos van arrastrando a la película al terreno del hastío, y a pesar de un trabajo logrado para crear esa atmósfera donde la naturaleza y la muerte se confunden, la experiencia termina siendo decididamente fallida.
El próximo 18 de noviembre, dará inicio la 36° edición del Festival Internacional de cine de Mar del Plata. A su vez, el día 19 de noviembre, comenzó la Competencia Argentina de largometrajes. Una terna llena de voces jóvenes y óperas primas, como es el caso de Agustina San Martin, quien presenta “Matar a la bestia”. Pudiendo verse en las salas de cine los días 19 y 20, o de manera online del 19 al 22 de noviembre. Tras la muerte de su madre, Emilia viaja a la frontera con Brasil para contactarse con su hermano. Parando en el albergue de su tía, la cual no está interesada en realizar favores familiares, se entera que una peligrosa bestia acecha los alrededores. Mientras los hombres del pueblo se arman en búsqueda de la criatura, Emilia recorrerá las cercanías alcanzando una gran conexión con la recién llegada inquilina del albergue.
La frontera En su primer largometraje, la realizadora argentina Agustina San Martín explora los conflictos familiares de una adolescente de diecisiete años que va a confrontar a su hermano sobre el pasado familiar para encontrarse en una búsqueda de sí misma, en la frontera entre Argentina y Brasil, que la llevará a una zona difusa entre lo real y lo onírico. La noticia de la muerte de su madre impulsa a Emilia (Tamara Rocca) a viajar a la frontera con Brasil para encontrar respuestas a muchos interrogantes de su niñez que conciernen a su hermano mayor, apartado de la familia y enviado a vivir lejos por su carácter bestial, hace ya mucho tiempo cuando la chica era tan solo una niña. En el monte misionero, Emilia se hospeda junto a su tía Inés (Ana Brun), una mujer de carácter que vive en una posada que alquila a los viajantes. Emilia llama y deja mensajes en el contestador de su hermano, que solo escucha un perro que recorre una casa deshabitada. Ante la falta de respuesta, Emilia intenta dar con el paradero de su hermano, pero su búsqueda choca con la hosquedad de una comunidad paranoica con la aparición reciente de una bestia, que en realidad es la encarnación animal del espíritu de un hombre perverso, que puede ser su desaparecido hermano. El desdén de la comunidad es similar a la hostilidad de su tía y su hermana, Helena (Sabrina Grinspun), sobre el paradero de su hermano, depositario de un pasado que Emilia siente que debe exorcizar. En la posada Emilia entablará amistad con una inquilina de paso, Julieth (Julieth Micolta), una bella joven de la que se siente atraída. En su periplo Emilia descubrirá que nadie puede erradicar sus dudas sobre el pasado y que en el viaje mismo están las respuestas a todos los interrogantes, que en definitiva son una construcción ficcional ante unos acontecimientos inesperados que nunca se detienen y frente a los que solo podemos dejarnos llevar. Matar a la Bestia (2021) es un film en el que la ensoñación se combina con lo terrorífico en medio del despertar sexual de una adolescente, que se descubre a sí misma sin buscarse realmente. En esta idea estética de mezclar lo onírico con lo aterrador, lo cotidiano y anodino se transforma en extraordinario ante la atenta mirada de una cámara que siempre busca a la hipnótica selva como puntal, un lugar en el que los peligros y las leyendas van de la mano. Agustina San Martín crea aquí una obra en la que el clima de pesadumbre frente a los tiempos muertos de la frontera se funde con las atmósferas opresivas y peligrosas de la selva que se extiende, destruyendo todos los artefactos de la mano del hombre y dejando a los habitantes a merced de las supercherías y la religión en una zona donde la ley y el Estado no se hacen presentes. La película crea pasajes hipnóticos en los cuales lo real se vuelve difuso, la niebla nubla el entendimiento y lo fantástico y lo terrorífico se hacen carne. Pero el horror de San Martín no es una construcción de efectos de imagen y sonido, sino una suerte de elusiones a lo que no se puede llegar a comprender, al temor a lo desconocido, un desamparo producto del habitar la frontera con la selva. La frontera, precisamente, como lugar en donde lo real se diluye, es el eje central de la estructura narrativa del film de la realizadora, un espacio donde ya no hay certezas y donde los personajes deberán descubrir qué hacen allí y hacia dónde quieren ir. La directora y guionista encuentra en la estética de los films de Lucrecia Martel una inspiración para crear una obra sin una estructura convencional, en la que los diálogos incorporan una femineidad que despierta y una masculinidad que se asocia a lo bestial, una metáfora sobre los mitos y leyendas que pueblan América Latina sobre demonios que en realidad son mecanismos con los que las comunidades dan una respuesta colectiva a una situación que es imposible de encarar directamente sin dejar de lado demasiados conceptos, arraigados en las prácticas cotidianas, la tradición y las costumbres.
Todo arranca con una llamada telefónica y un mensaje en un contestador. Emilia le anuncia a su hermano, quien vive en un pueblo en la frontera entre Brasil y Argentina que va a viajar a verlo para tratar de hablar y arreglar las cosas entre ellos. A Emilia la oímos en off y la veremos al poco tiempo. El hermano no contesta y no llegamos a verlo. Emilia, quien hace tiempo no tiene contacto con su hermano, por lo menos desde la muerte de la madre de ambos, llega a ese pueblo perdido en medio de la selva y, por más que lo intenta, no puede contactarse con él. No sabe bien donde vive y los mensajes se acumulan. Se aloja en la casa/hostel de su tía quien la recibe de mala gana, un personaje que tiene problemas serios con los vecinos que la hacen calzarse con frecuencia una escopeta y salir a amenazarlos con un par de tiros de advertencia. A los pocos días llega una joven a alojarse en la casa y Emilia se siente atraída y fascinada por ella. El pueblo está convulsionado por la presunta presencia en la selva de una bestia feroz que podría ser la encarnación de un hombre devenido espíritu maligno a su vez devenido animal poseído y que ya se cobró un par de víctimas entre la población femenina. Todas estas líneas podrían estar relacionadas o no En su primer largometraje, Agustina San Martin propone un film de climas enrarecidos y atmósferas inquietantes, como de ensueño. Podría verse como un film de terror aunque casi nunca se manifieste el elemento sobrenatural que todo el tiempo se invoca. Un terror que se presiente más por la sensación de realidad alterada y por la presencia no explícita pero palpable de lo siniestro. Remite en ese sentido a la sugestión y el misterio de films como Valley of Shadows (2017) de Jonas Matzow Gulbrandsen o Evolution (2015) de Lucile Hadzihalilovic. A su vez, los habitantes del pueblo que salen a cazar a la bestia guiados por unos pastores evangélicos tienen algo de las turbas matamonstruos de Frankenstein (1931) o cualquier grupo de pueblerinos linchadores de los estudios Hammer o Universal. Este clima enrarecido también incluye una carga de erotismo, de irrupción del deseo y también inquietud ante el mismo. Agustina, una adolescente de ciudad, extraña en tierra extraña, siente esa urgencia que la recorre sobre todo ante la presencia de la nueva huésped del hotel. La bestia está ahí afuera pero también adentro, en las pulsiones que buscan liberarse. San Martín plantea una puesta en escena muy elaborada, con estudiados encuadres, un trabajo cuidadoso sobre las capas de sonido y una fotografía que va en consonancia con esa idea de ajenidad a la realidad cotidiana. No todas las subtramas que se plantean se resuelven necesariamente, lo cual apelaría también a cierta lógica onírica, y el ritmo aletargado refuerza la sensación de lugar fuera del tiempo. Lugar que está en una zona de frontera, que es también el borde entre realidad y fantasía o la un híbrido de realidad extrañada. Matar a la bestia, en parte por su locación, podría hacer pensar en un realismo mágico, pero su propuesta es más la de un gótico tropical, un cuento de hadas oscuro y sin moraleja. MATAR A LA BESTIA To Kill The Beast. Argentina/Brasil/Chile, 2021. Guion y dirección: Agustina San Martín. Intérpretes: Tamara Rocca, Ana Brun, Julieth Micolta, Joâo Miguel y Sabrina Grinchspun. Fotografía: Constanza Sandoval. Edición: Ana Godoy, Juan Godoy, Agustina San Martín y Hernán Fernández. Sonido: Mercedes Gaviria Jaramillo. Música: O Grivo. Duración: 79 minutos. Reseña publicada en oportunidad de la cobertura de la 23 edición del Bafici.
Una fábula sobre el abuso y el miedo de Agustina San Martín Estrenada en el último Festival de Cine de Toronto, la ópera prima de la realizadora de los cortos "No hay bestias" (2015), "La prima sueca" (2017), y "Monstruo Dios" (2019), mantiene la impronta realista fantástica que atraviesa su obra. Tras la muerte de su madre, Emilia (Tamara Rocca) llega a un pueblo fronterizo que une Argentina con Brasil para saldar una deuda con su hermano Mateo. Se instala en casa de su tía (Ana Brun), una pensionista, que recibe visitantes ocasionales, mientras intenta encontrare con Mateo. Pero una extraña bestia, que toma la forma de diferentes animales, acecha al lugar y ataca a las mujeres. Agustina San Martín construye un original y fantastico cuento lyncheano, mezcla de fábula rural y leyenda urbana. Para hacerlo se nutre de símbolos mitológicos que son cruzados con la realidad. A través de una puesta en escena onírica, envuelta en una atmosfera claustrofóbica, con un gran manejo de los climas, conduce a los personajes (y al espectador) a través de un ambiente opresivo, donde la tensión sexual se apodera del relato y el deseo de las acciones. Hay algo de Lucrecia Martel en la forma que San Martín tiene para concebir el cine, pero también mucho de una impronta personal arriesgada y que no le tiene miedo a los cruces y la hibridación de los géneros. Matar a la bestia (2021) transita por un abanico de tópicos que van desde el abuso y el silencio hasta la construcción de las nuevas masculinidades y los feminismos, pero abordados con una sensibilidad, una elegancia estilística y desde un lugar tan poco frecuente que se destacan en un universo cinematográfico que no siempre puede correrse del lugar común.
Había una vez -y hay que comenzar así- un chica de 17 años en un lugar cercano de lo salvaje, en busca de un hermano perdido. Hay, en ese lugar, en pleno siglo XXI, la rémora o la supervivencia de algo larval y tradicional, algo antiguo: mitos sobre un mal hombre o su espíritu, una bestia que encarna en diferentes animales. Nuestra protagonista está en medio de las tensiones de su edad, especialmente las eróticas. Y lo que se construye es un relato entre el cuento de hadas y el terror, aunque aquí importa más el clima inquietante entre lo inocente y lo perverso que va tejiendo la realizadora Agustina San Martín, que a veces cae en algún simbolismo un poco ramplón pero en ningún momento deja de llevar las riendas no solo de lo que quiere narrar sino, sobre todo, de lo que desea mostrar. El film es bastante más de lo que aparenta y tiene la gran ventaja (escasa en estos tiempos en el cine argentino) de no ceder a la tentación de señalar con el dedo.
Luego de un profuso recorrido por festivales internacionales, llega a las salas locales esta coproducción entre Chile y Brasil, ópera prima de Agustina San Martín. La autora elige abordar el deseo sexual femenino desde un prisma en donde el principal enemigo es el miedo. Su terreno predilecto de acción desenvuelve un denso universo en donde la realidad ficcionada habita un plano paralelo: se explora la dualidad entre la pasión y el horror, como fuerzan convergentes; en palabras de la propia autora, un antagonismo danzante que simula luces y sombras complementadas. Filmada en locaciones de Misiones, un perfeccionismo estético denota un trabajo visual y sonoro direccionado a captar la diversidad emocional que aquella frontera, como espacio naturalmente ambiguo, alberga una historia de desarrollo sexual queer. La literalidad del título nos impacta. No obstante, desglosando el sentido, el miedo siempre acaba por cobrar forma inesperada. Dentro del ámbito nacional, la tradición reciente nos remite al “Muere, Monstruo, Muere” (2018) de Alejandro Fader, mientras un monstruo femicida acecha amenazante; el mito no tarda en instalarse. El entorno selvático prefigura climas fantasmagóricos, de perturbadora quietud, abrevando en alegorías y simbolismos propios del género, que evidencian influencias del cine de David Lynch. Cubriéndose de opacidad, “Matar a la Bestia” nos sumerge en logrados tramos de inquietud, conformando un sólido debut para una cineasta prometedora.
Llamado de la selva El debut de la argentina Agustina San Martín emplaza la iniciación fantástica de una joven en la frontera misionera. Múltiples lindes se entrelazan en el follaje preciosista de Matar a la bestia, debut de la directora porteña Agustina San Martín filmado en el triple borde misionero (la película es una coproducción entre Argentina, Chile y Brasil). Emilia (Tamara Rocca) es una joven de Buenos Aires que viaja a la frontera selvática en busca de su hermano Mateo, y que al llegar se hospeda en la casa de su tía Inés (Ana Brun). Muebles viejos, objetos cubiertos en nailon y cartas sin abrir acusan el panorama de abandono que rodea a Emilia, con cuyo cuerpo tirado en la cama o de rondar semidesnudo la cámara entabla un contrapunto visual. Ese erotismo físico y solitario es central en el filme, que despliega de forma paralela el merodeo por el monte de un animal con cuernos al que la población denomina “la bestia”. San Martín ensaya así una transposición del despertar adolescente a un escenario de ambigua localización; la jungla en la que los celulares son reemplazados por teléfonos públicos hace de fábula desplazada y ambigua de la actualidad. En los parajes rústicos y las cabañas de madera hay chicas y chicos que bailan y se besan a la vez que se superponen sonidos de pájaros con música tecno. Así también se cruzan dialectos, razas (en el lazo lésbico que Emilia inicia con la etérea Julieth), géneros narrativos (drama realista, gótico, cuento de hadas), luces y sombras. Todo Matar a la bestia coquetea con ese límite entre inocencia y mixtura, presencia y ausencia (Mateo se resiste a aparecer), deseo y consumación en un devenir onírico, un trance interno, una iniciación femenina: “Voy por la carretera/ y no tengo prisa”, canta Emilia en un último gesto de infancia. La sugerente fotografía de Constanza Sandoval es clave para instalar la poética de extrañamiento, ya sea en los desgastados interiores domésticos como en los exteriores de vegetación abundante y niebla espesa, casi irreal. La eventual exhibición de la “bestia” en primer plano no arruina el misterio, sino que prueba que el monstruo interior de Emilia es sencillo y contundente, más pagano que infernal. El único problema yace en ese esquematismo, en el confluir de capas en una resolución que alcanza demasiado rápido el final de carretera. La película se solaza en sus fronteras al hacer que Emilia resuelva su llamado en un relato acotado, cuando su bestia podría haberse paseado un poco más por el bosque.
Esta fascinante opera prima de la realizadora argentina se centra en una chica que viaja a Misiones a buscar a su hermano y allí se encuentra con algunos peligrosas mitologías locales. En CABA se exhibirá exclusivamente en la Sala Lugones. Estrenada mundialmente en el Festival de Toronto 2021, la opera prima en el largometraje de la directora que participó de la competencia oficial de Cannes con su corto MONSTRUO DIOS es una suerte de viaje al «corazón de la oscuridad» de una chica que, como el protagonista de aquella novela de Joseph Conrad, va más a encontrarse con sí misma que a otra cosa. Emilia (Tamara Rocca) viaja a una zona calurosa, rodeada de una selva oscura y polvorientos caminos de tierra roja, en Misiones, cerca de la frontera con Brasil. Acaba de morir su madre y va allá a buscar a su hermano Mateo, al que no ve hace mucho tiempo y desconoce su exacto paradero y situación. En un viaje de exploración y de (auto) descubrimiento en el que está más en juego el futuro que el pasado, Emilia se instala en lo de su tía Inés (Ana Brun), un caserón señorial que supo tener cierta elegancia y ahora está un tanto venido a menos. Inés es una señora extraña, que vive atemorizada por una supuesta bestia que circula alrededor de la zona, y que oculta más cosas de lo que parece. En una película que apuesta por un tono onírico más que realista, San Martín va construyendo el recorrido de Emilia, que va de los miedos iniciales a la curiosidad posterior y de ahí a cierta liberación ligada a su sexualidad y a poder dejar de lado los terrores que la siguen desde lo que parecen ser oscuros traumas infantiles, en los que el mundo de su hermano pudo haber tenido algo que ver. En ese viaje se vuelve importante la presencia de Julieth (Julieth Micolta), una chica afrocaribeña que es la nueva huésped de la casa de su tía, y quien de algún modo la ayudará en ese viaje interior. MATAR A LA BESTIA puede coquetear con el realismo en ciertos momentos, pero se mueve más en un espacio fantasmal, una suerte de David Lynch subtropical (o ciertos films de Claire Denis en escenarios africanos) en el que las imágenes muchas veces están compuestas como cuadros en movimiento, elegantemente fotografiados, y en las que los cuerpos transpirados, las miradas cargadas de deseo y las bocas de las actrices parecen expresar más que la historia. Si bien la trama no es del todo una excusa argumental (hay una implícita critica al machismo en ese conflicto inicial), San Martín la toma como disparador para centrarse en un grupo de mujeres que intentan liberarse de esa opresión tanto física como psicológica. «Tenés que alejarte de las personas que te causan dolor», le dice su tía, que también abandonó el tronco de esa entelequia que alguna vez supo ser su familia. La película transcurre entre noches calurosas, en bosques iluminados con linternas a la búsqueda de un monstruo que quizás sea más psicológico que mitológico y está repleta de elegantes planos que convierten a todo lo que se ve en una suerte de paraíso/infierno de 40 grados a la sombra en el que parece existir un subterráneo combate entre sexos, entre fuerzas opuestas. Se puede leer como una lucha por la liberación sexual en un paraje reprimido y religioso pero que también es muy hipócrita en ese sentido. No es casual, de hecho, que en un momento las tres mujeres escuchen y hasta bailen un «Ave María» con ritmo de música disco. Más allá de que algunas metáforas pueden ser un tanto directas, MATAR A LA BESTIA es una de las películas más intrigantes, misteriosas y seductoras del cine argentino reciente. Tiene similitudes con ESE FIN DE SEMANA, de Mara Pescio, película que trabaja temas parecidos en esos mismos escenarios, o hasta LOS VAGOS, de Gustavo Biazzi (todas, de hecho, comparten el mismo coproductor misionero, Santiago Carabante), de características similares: sexo, juventud, deseo, escenas de machismo implícito y explícito. La de San Martín es una crítica a un sistema patriarcal que funciona a través del miedo y del terror, y que solo parece permitir algún tipo de liberación cuando los personajes se atreven a enfrentar a ese «monstruo» que las acecha y no las deja dormir por las noches.