El involuntario testamento del mejor director de cine del continente podría haber durarado seis, ocho y doce horas y su encanto seguiría siendo el mismo. En estas brillantes cuatro horas y media se pude ver lo mejor del cine de Ruiz. En un texto seminal y muy leído entre nosotros, El escritor argentino y la tradición, Borges ensaya su posición frente a una dudosa identidad de la literatura nacional y propone un modelo a considerar a sus coetáneos. Afirmaba: “Creo que los argentinos, los sudamericanos en general… podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”. La cita sintetiza la topología de Borges como escritor, y asimismo sirve perfectamente para situar la extraordinaria obra cinematográfica de Raúl Ruiz, el cineasta chileno nacido en Puerto Montt que en la década de 1970 emigró a Francia y continuó erigiendo una obra inmensa. Sin temor a equivocarse, Ruiz fue al cine lo que Borges fue a la literatura: un autor excéntrico (porque no pertenecía ni se ubicaba en el centro) y de intereses múltiples, capaz de asociar temas disímiles y de procedencias remotas en una indagación libre y filosófica en la que cualquier género cinematográfico resultaba legítimo para sus propósitos. Ruiz hizo de todo: ensayos, documentales, comedias, thrillers, dramas, biopics; trabajó con presupuestos mínimos y sustanciosos, con desconocidos y con estrellas de cine, y en todo lo que hacía persistía esa irreverencia a la que aludía Borges. Fue él quien llevó al cine El tiempo recobrado, el tomo final de En búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, un tesoro nacional francés que le fue concedido a él, un cineasta chileno, para que encontrara la recta forma de filmar un objeto imposible. Misterios de Lisboa, el penúltimo largometraje de Ruiz, es verdaderamente un largo sin fin. Dura cuatro horas y media y eso se explica en parte porque fue concebido también como una serie televisiva (o una novela), con dos horas más de extensión. La fuente del filme es literaria, una novela decimonónica del escritor lusitano Camilo Castelo Branco, pero en manos de Ruiz nada tiene de ilustración, como también sucedía en otra novela adaptada al cine de Branco, Amor de Perdição, dirigida entonces por el gran Manoel de Oliveira. Hay que decir que el formalismo de Ruiz alcanza aquí su mayor esplendor y concentración. Lo que se ve en varias secuencias es inconcebible en la literatura. ¿Cómo se escribe curvando el espacio? ¿Cómo se lee la flotación de la conciencia de un personaje? Las imágenes de Ruiz son puro cine o cine puro. El filme empieza con una declaración tan atractiva como impopular: “Esta historia no es mi hija, ni mi ahijada. No es una ficción: es un diario de sufrimientos”. Quien hablará en primera persona a lo largo de filme es Pedro Da Silva; en un principio es identificado como un niño llamado João, que vive bajo la tutela del padre Dinis, un personaje ubicuo e inolvidable, en una institución católica. La gran ansiedad del niño estribará en saber quiénes son sus padres. A la madre la conocerá fugazmente, hasta que ella decida internarse en un monasterio para expiar su culpa respecto al destino del padre de Pedro, que perdió la vida. Pero ¿es él el padre de Pedro? De este interrogante se desprenderá una cantidad de historias impredecibles. Cada personaje remitirá a otro y abrirá un nuevo relato yuxtapuesto. Todo es incierto en el universo de Misterios de Lisboa, que sitúa sus múltiples relatos a fines del siglo XVIII y principios del XIX. En efecto, tener un nombre es aquí tener un destino, como también un disfraz. Muchos de los personajes tienen varios nombres y vidas secretas o paralelas. La indeterminación de la identidad es pareja a la indeterminación narrativa. Tener o ser un Yo es intentar hilar eventos que digan algo y ordenen los actos de alguien; la ficción es una tecnología de perpetuación de la identidad. He aquí el corolario filosófico. Ruiz había advertido que el cine estaba ceñido a una poética narrativa determinada por lo que él denominaba “el conflicto central”. En su monumental libro Poética del cine batalló contra ese concepto, según el cual todo relato debe articularse en torno a un conflicto fundamental que se enuncia en el principio, anuda las escenas y los actos restantes y llega en el desenlace a una resolución. En Misterios de Lisboa, la aparición constante de personajes opera como el anuncio de un nuevo (y falso) conflicto central; la estrategia es multiplicarlos, a los conflictos y a los personajes, para disolver ese esquema y liberar así la ficción de ese sistema coercitivo y lógico, de lo que se predica una puesta en abismo permanente en el filme: por cada personaje se suscita un bloque de ficción autónomo que se suma a una gran superficie de ficción en la que coexisten todas las historias de todos los personajes. Dicho de otro modo: el conflicto es sustituido por segmentos de intensidad narrativa en donde abundan breves episodios de amores traicionados, duelos, viajes, paternidades no asumidas y enfrentamientos sociales. A la rizomática estructura narrativa de Misterios de Lisboa se suma una inventiva visual inigualable. Algunos planos en profundidad de campo, otros contrapicados, ciertos travellings heterodoxos y varios pasajes en los que el espacio literalmente experimenta una curvatura permiten comprobar el genio de Ruiz. Para quienes dicen que el cine todavía no descubrió su potencial visual, la obra de Ruiz es una objeción, una respuesta y un desafío. Uno de los más grandes cineastas de toda la historia del cine fue chileno. He aquí su testamento, una obra maestra que transcurre dos siglos atrás y que es el mejor cine del siglo XXI.
Navegando en el Melodrama Pensada como un ensayo sobre el folletín “Misterios de Lisboa”, la épica cinta de Raúl Ruiz, es un exponente del melodrama más acabado en todos sus sentidos. Tomando como punto de partida la obra de Camillo de Castelao Branco, uno de los referentes portugueses del estilo, Ruiz abordará la búsqueda de identidad de Joao/Pedro, impulsada por el rechazo del joven en la institución que comanda el Padre Dinis, a partir del relato en off (presentado en manera de flashbacks), y desde allí construir una narración clásica sobre el conflicto de intereses, el amor, la ambición, y principalmente, la pasión entre opuestos. Estos temas, presentes en esa literatura que por entregas capturaba la atención de los lectores, aquí, a partir de la decisión de estrenar en forma de largometraje aquello que originalmente se planteó como un estilizado ejercicio de calidad para la TV, se puede disfrutar de una sola vez la imponente y atractiva trama que recorre la historia de Portugal y también sus miserias. La lucha de clases y los pormenores del minucioso detalle que Ruiz logra son tan vívidos y verosímiles que impregnan a la obra de un realismo único. El romanticismo como punto de partida para un ambiciosa obra que ubica al director en un lugar de privilegio dentro de los realizadores que en los últimos tiempos más se han preocupado por la forma (basta observar el plano de una de las primeras escenas en el palacio del conde, en donde el rumor sobre un visitante crece, y Ruiz narra eso a partir de planos envolventes y circulares de los personajes) y terminan por erigir a “Misterios de Lisboa” como un acontecimiento ineludible dentro de la cartelera de estrenos.
Historias extraordinarias Con más de 100 películas en su haber el chileno Raúl Ruiz fue no sólo uno de los directores más prolíficos sino también uno de los más personales y brillantes desde que arrancó a comienzos de la década de 1960 hasta su muerte en 2011. Por una encomiable iniciativa del realizador argentino Daniel Rosenfeld llega a tres salas locales esta maravillosa épica histórica de largo aliento (cuatro horas y media de duración), que nació como miniserie televisiva pero tuvo un merecido paso por la pantalla grande. Uno de los acontecimientos cinéfilos del año. El cine como fuente inagotable de relatos; como una polifonía de voces en las que se entrecruza la literatura y la Historia; como un laberinto de narraciones que reposan en lo real, despegan gracias a lo onírico y alcanzan su dimensión infinita en la memoria del espectador. Podría estar hablando de Historias extraordinarias (2008). de Mariano Llinás, pero en realidad me refiero a la desbordante Misterios de Lisboa, de Raúl Ruiz, que pude disfrutar en su montaje cinematográfico de 266 minutos (272 según otras fuentes), una versión redux de los seis capítulos de una hora que se emitieron en la televisión portuguesa. Adaptación de la novela homónima de Camilo Castelo Branco, Misterios de Lisboa se despliega como un mosaico inabarcable que arranca en la Lisboa del siglo XIX para luego propulsarse en espiral hacia otros tiempos y lugares (Italia, Francia, Brasil). Una saga protagonizada por huérfanos, bastardos y almas en pena atormentadas por su pasado. Una selecta representación de la comprometedora trastienda de la aristocracia portuguesa (y europea), entregada con resignación a las ironías del destino. Herederas francesas obcecadas con limpiar su honor, harapientos bandidos reconvertidos en nobles de nuevo cuño, asombrosas revelaciones paterno-filiales, amores ilícitos y, como la guinda del pastel, un personaje memorable: el Padre Dinis (un soberbio Adriano Luz), un maestro del disfraz que, cual personaje de historieta y figura omnisciente, parece estar en todas partes, mover todos los hilos. Ruíz aborda este material con disciplina y audacia, surcando las cadenas de flashbacks (dentro de flashbacks, dentro de flashbacks...) con una cámara que parece danzar en torno a los personajes dibujando coreografías de ida y vuelta, revelando nuevos misterios en cada uno de sus movimientos, un poco a la manera de Mizoguchi. Las tomas son largas (en ocasiones, planos secuencias), la profundidad de campo, desmesurada y expresiva. De hecho, durante la película no podía dejar de pensar en Soberbia / The Magnificent Ambersons (1942), de Orson Welles, aunque a Ruiz no le interesa demasiado honrar la Historia y levantar mausoleos, sino más bien lo contrario: juguetear con sus protagonistas y desmitificar sus hitos, cuestión que también lo aleja ostensiblemente del trabajo de Manoel de Oliveira. Podría pensarse en Misterios de Lisboa como de un gato de tres patas, con una garra puesta en la teatralidad, otra en una acepción sui generis del realismo baziniano y la tercera apoyada en unas inquietantes alteraciones onírico-alucinógenas. Un cóctel que no deja de mirarse en el espejo de la modernidad, fabricando mecanismos autoconscientes (ese amor prohibido filmado/observado desde detrás de unas cortinas). En el fondo, Ruíz aspira a reconciliarnos con el valor primigenio de la narración: el placer de ver, escuchar y dejarse embaucar.
Historias cruzadas. La ante última película del aclamado director chileno, Raúl Ruiz (1941-2011), considerado por muchos críticos como el mejor de la historia, será proyectada por primera vez en Argentina, a cinco años de su estreno oficial. La misma se muestra como una conjunción de misterios y revelaciones, como si se estuviese armando un rompecabezas. Historias inesperadas, lujo y pobreza. La oligarquía portuguesa y francesa, los huérfanos y hasta los clérigos son los protagonistas de una trama sin igual.
Rapsodia bohemia Misterios de Lisboa (Les mystères de Lisbonne, 2010), una de las producciones portuguesas más ambiciosas de los últimos años, es una película que no admite clasificaciones sobre su contenido ni sobre la forma en la que el director chileno Raúl Ruiz adapta la novela homónima, publicada en 1854 de Camillo de Castelo Branco, exponente del romanticismo literario. El padre Dinis, un descendiente de libertinos aristocráticos que luego se convierte en un héroe defensor de la justicia; una condesa enloquecida por los celos y sedienta de venganza; un próspero hombre de negocios que, misteriosamente, hizo fortuna como pirata sanguinario; todos se entrecruzan en una historia situada en el siglo XIX, en busca de la verdadera identidad del personaje principal: Pedro Da Silva. El productor Paulo Branco convenció a Raúl Ruiz a lanzarse en otro proyecto titánico de más de 4 horas de duracción y más tarde convertido en una serie de TV. Juntos ya habían adaptado la obra de Marcel Proust, entre otras. El tiempo recobrado, estrenada en 1999, era un fresco visualmente suntuoso protagonizado por un elenco internacional, que combinaba tiempos de narración anacrónicos y mezclaba espacios de acción. En Misterios de Lisboa se repiten la misma elección estética y la misma línea laberíntica. Entre las varias tramas entrecruzadas se destaca la historia de Pedro Da Silva (Afonso Pimentel), un joven huérfano al que seguimos desde su infancia hasta la edad adulta, y la del padre Dinis (Adriano Luz), el narrador que atraviesa el tiempo como si fuera un personaje sobrenatural, con varias vidas y pasados misteriosos. En un laberinto de flashbacks y de ilusiones cronológicas, surgen alrededor de estos dos personajes dramas, traiciones y amores prohibidos tan típicos de los personajes románticos, a los que dan vida una serie de actores portugueses. Misterios de Lisboa podría resumirse en un torbellino de aventuras y escapadas, coincidencias y revelaciones, sentimientos y pasiones violentas, venganzas y aventuras amorosas, todo eso envuelto en un viaje rapsódico que nos lleva de Portugal a Francia, Italia y hasta Brasil. Una joya imperdible.
UN ACONTECIMIENTO CINEMATOGRÁFICO IMPERDIBLE La exhibición de esta película es un verdadero acontecimiento artístico. Hay que agradecerlo a Daniel Rosenfeld el atrevimiento de traer, este film de cuatro horas de duración, que es del 201º y que fue dirigido por Raúl Ruiz, el legendario creador chileno que murió hace cinco años. El mismo declaro en su última visita a Buenos Aires: “así como la película de Tarantino fue para las pulp fictions esta película va a ser a las telenovelas. Una quintaesencia del genero”. Basada en la novela de Camilo Castelo Blanco, con el relato de un niño bastardo criado junto a un cura protector, la historia de amores, desamores, venganzas, transformaciones, injusticias de una sociedad que tiene el trasfondo de las guerras napoleónica y la apariencia como un corset para las pasiones a veces reprimidas y otras desatas. Personajes que ocultan distintos pasados, un rompecabezas perfecto y alucinante., Pero además una verdadera y fascinante lección de cine, de fabricación de climas, de calidad conmovedora. De visión absolutamente adictiva, no se inhiba por la duración del film. Tiene un intervalo necesario. Pero cuando termine de ver la segunda parte notara que quiere más, lo que pasa cuando uno termina de leer un gran libro. No se pierda este placer. Un film excelente.
Misterios de Lisboa es otra película imprescindible del gran Raúl Ruiz El estreno de uno de los últimos trabajos de uno de los más grandes directores latinoamericanos de la historia es un acontecimiento imperdible. Raúl Ruiz fue también Raoul Ruiz, uno de los más grandes directores europeos de la historia. Y fue ambas cosas, porque hizo películas en Chile (entre otras, la imprescindible Palomita blanca) y muchas más luego de exiliarse en Francia, aunque no solamente las hizo en Francia. El gran director prolífico y nómade hizo cine todo el tiempo, a una velocidad pasmosa, con una variedad asombrosa, y con una calidad y una inventiva difíciles de exagerar. Su triunfo cinematográfico-literario de una de las poquísimas películas suyas estrenadas en nuestro país, El tiempo recobrado, se ve aumentado a niveles extraordinarios con Misterios de Lisboa. Ruiz pasa de Marcel Proust a Camilo Castelo Branco, el gran autor portugués, el mismo que fue adaptado por Manoel de Oliveira en Amor de Perdição. Misterios de Lisboa es folletín, es melodrama, es del mejor cine que nos haya dado hasta ahora el siglo XXI. Casi de cualquier material Ruiz hacía cine personal, y en general en sus muchas adaptaciones literarias supo brillar. En Misterios de Lisboa lo hace especialmente, espacialmente, narrativamente. Porque Ruiz fue una máquina de narrar, un genio inusual, un revelador de los espacios en el cine, en hacerlos parte fundamental de las acciones, las tribulaciones y los absurdos de sus personajes. Misterios de Lisboa es la historia de Pedro, y así lo postulamos por la unión del principio y el final de las apasionantes cuatro horas y media de la versión cinematográfica (hay otra de seis horas para televisión). Pero también es la historia de la madre de Pedro, y del abuelo, y de unos bandidos, y de un cura y otro religioso, y de nobles y amores y fantasmas y tragedias alrededor. Las historias se despliegan, se contagian una a otra, se prestan sus senderos que se bifurcan y se vuelven a unir, y los personajes cambian y se transforman. En Misterios de Lisboa el fin del siglo XVIII y el principio del XIX en Portugal, Francia y también en Italia cobran vida pero no como en una película "de época" que "se ambienta" de manera puntillosa, cuidadosa, inmóvil. Aquí hay diálogos lacerantes, hirientes, elegantes, nobles, sagaces, dichos con la confianza actoral de intérpretes manejados por un director único, que, al ubicarlos en espacios que controla con mano maestra -esos travellings a través de las paredes, esos recortes de foco, esos espejos fundamentales-, los hace dar lo mejor de sí, los inunda de confianza, les insufla movimiento, alma, los inserta en una puesta en escena de agilidad memorable, para ver a repetición. Los planos secuencia -como ése del joven Pedro en el paseo con el padre Dinis-, las revelaciones, los cambios de punto de vista y de voz narrativa, el despliegue de pasiones desencontradas, el dolor y el humor, siempre el humor zumbón de Ruiz que surge en los momentos más inesperados, construyen una película que puede cambiar nuestro modo de ver el cine y, por lo tanto, la vida. Esto es cine imprescindible, cine inolvidable, cine para agradecer.
Un anómalo folletín de época. Raúl Ruiz decidió filmar este novelón decimonónico barato sin ironías ni parodia, dando por cierta cada vuelta de campana del azar. De ese modo pone al espectador frente a un efecto de máxima extrañeza y disociación entre la lógica y el tono del film. Obra anómala dentro de una obra anómala, Misterios de Lisboa cierra con clásica elegancia la filmografía de un cineasta de ruptura. A lo largo de 117 cortos, medios, largos, films de ficción, documentales y trabajos para televisión desarrollados a lo largo de cuatro décadas en dos continentes, el chileno radicado en Francia Raúl (o Raoul) Ruiz desestructuró el relato cinematográfico, lo enrevesó, bifurcó y multiplicó, lo desdramatizó y llenó de símbolos y alegorías, lo vació deliberadamente de una lógica racional para sumirlo en una lógica onírica, bombardeó el clasicismo a base de barroquismo formal y manierismo, subvirtió el naturalismo a puro artificio, postuló el cine no como una busca de verdad sino como puro juego intelectual, teorizó encarnizadamente en contra de los principios aristotélicos. Como una gigantesca broma final, toda esa anarquía de combate, todos esos gestos de ruptura, iniciados con un primer corto a los 22 años, vienen a culminar, cuarenta y siete años más tarde, con un film de época basado en una novela-río decimonónica, que a simple vista parecería una de esas películas académicas de ropajes, hermosas vistas y decorados. Sólo a simple vista: el de Ruiz siempre fue un cine en el que las apariencias engañan. En primer lugar, Los misterios de Lisboa, de Camilo Castelo Branco, no es una novela sino un novelón. Un folletín por entregas. Esto es: literatura pulp, bastarda, en la que las costuras del relato no se disimulan sino que quedan bien a la vista. Lo contrario de la qualité a la que suele aspirar el cine de época. Y eso es justamente lo que le interesó a Ruiz cuando su productor de (casi) toda la vida, Paulo Branco, le propuso filmarla (ver entrevista). Ruiz quería filmar un folletín y le pusieron un folletín en las manos. Folletín que, como el propio realizador explica, abusa del recurso de las paternidades sorpresivas. Abusa, por lo tanto, de la inverosimilitud. Ahora bien, y esto es lo más disruptivo, Ruiz decidió filmar este novelón de huérfanos que no son tales, identidades cambiantes, personajes asombrosamente ubicuos, vueltas de campana del azar y vidas que parecen contener demasiadas vidas en una sola con la máxima seriedad, sin ironías ni parodia. Dando todo por cierto, naturalizándolo. Lo cual pone al escéptico espectador contemporáneo ante un efecto de máxima extrañeza, en estado de disociación permanente entre lo que le indica la lógica y lo que el tono de la película señala. Una versión atenuada, casi imperceptible, de los ataques a la razón practicados por Ruiz a lo largo de su carrera. Otra decisión estética mayúscula es el lugar donde se planta la cámara, a gran distancia de la acción. Algo semejante a los films de la fase media de Hou Hsiao Hsien. Planos cortos hay, pero son escasos. La consecuencia dramática de esta planificación es obvia: distanciamiento. En este plano, Ruiz va en contra de la novela, donde registra “páginas en las que se llora hasta tres veces”. A Ruiz no le importa cuánto se llore, no le importa demasiado el costado sentimental, aunque no deje de empatizar íntimamente con algunos personajes, a los que sí les dedica primeros planos: el protagonista, cuando es chico y cree llamarse Joâo, y su madre, en todo momento. Con el padre Dinis, que bien podría considerarse un segundo protagonista y hasta podría discutirse si no es el primero, tiene otra clase de empatía. Dinis y su historia de niño huérfano adoptado, hijo también de un padre al que no conoce, con un pasado de joven licencioso (ambos, él y su padre adoptivo), de artista del disfraz y de soldado de Napoleón, además de su permanente disponibilidad a la intermediación y negociación, representan el costado aventurero-descabellado de la novela, el costado Conde de Montecristo, que magnetiza al realizador y le permite desmelenarse a gusto. Pero siempre con ese mismo tono calmo, contenido, autocontrolado de toda la película. Tono que es a su vez el del cura, reforzando la identificación mutua entre el relato y él. Con total autoconciencia, Ruiz se permite introducir una referencia a Dinis como encarnación de la omnisciencia de la novela decimonónica: “Sé casi todo”, dice en un momento. “Hay en la vida acasos y coincidencias tan extravagantes que a ningún novelista se le ocurriría inventarlos”, se permite comentar a su vez el relato off, ahora sí con la ironía más desfachatada. Nada de la contención clásica tiene, por cierto, la arborescente proliferación narrativa, típica de Ruiz, con tramas y subtramas saltando como resortes desde cualquier rincón de la narración. Incluyendo un clásico del realizador: el racconto dentro del racconto. El efecto (buscado) es una suerte de mareo narrativo, en el que en más de un momento el espectador se pierde, no sabe bien en qué relato o tiempo narrativo estaba. Allí tiene la opción de recapitular mentalmente para retomar el hilo o simplemente dejarse llevar. Como en los sueños: no por nada uno de los ídolos de Ruiz fue Buñuel, otro hispanohablante anómalo.
Adaptación de una novela del siglo XIX del portugués Camilo Castelo Branco, Misterios de Lisboa fue la penúltima realización del genial realizador chileno Raúl Ruiz, y quizá su obra más ambiciosa. Inicialmente serie para televisión, en 2011 Ruiz pudo editarla como largometraje, algo por lo que el mundo cinéfilo estará eternamente agradecido. Son cuatro horas y media y la ambientación, decimonónica, con flashbacks y flash-forwards, puede disuadir al espectador más predispuesto; pero enseguida la ficción de época se transforma en una odisea de tintes surrealistas, con efectos visuales y narrativos inusuales para el género. No alcanza con decir que el film es inclasificable: Ruiz está claramente en la cima de su genio como cineasta, y todos sus experimentos formales de los 70s y 80s se vuelcan en pro de la narración, en un film que deja huellas imborrables en la memoria de su público. Todo empieza con los recuerdos de João, en primera persona y en off, desde su crianza en un convento de Lisboa hasta el descubrimiento de su madre, que acude a verlo en su lecho, enfermo, y lo alude en su verdadero nombre, Pedro. Cautiva de un tirano conde, la madre clama por recuperar a su hijo, a lo que ayudará el honrado padre Dinis. La trama seguirá en otras ciudades, guiada por cinco o seis voces de narradores distintos, y los personajes cambiarán de identidad, generando una narración tempestuosa que jamás cae en una experimentación caprichosa. Aparte de juegos con lentes, de un moderno neoclasicismo, hay escenas memorables: Pedro baila con una muchacha en un gran salón, y sus desplazamientos son fantásticos, como si flotaran rodeados de parejas que a su lado parecen toscas. Será una hipérbole, grande como su duración, pero Misterios de Lisboa es la clase de film que honra al arte, no siempre feliz, cierta vez caratulado de octava maravilla.
El jardín de los senderos que se bifurcan En el cine de Raúl Ruiz conviven la realidad y las visiones, los sueños y las historias paralelas. En Misterios de Lisboa, las ramificaciones son un principio determinante: el campo de juego se extiende en el tiempo y en el espacio, las historias se multiplican y revelan constantemente nuevos personajes. El cineasta se hace cargo con una notable lucidez de la larga tradición literaria, teatral y audiovisual en la que se inscribe su película. El placer de un género popular se funde con la distancia generada por cierta ironía, movimientos de cámara extravagantes y una maravillosa inventiva visual. La mezcla de folletín romántico y precisión psicológica realista es perturbada de a poco por una visión fantástica, levemente humorística, de una sutileza raramente alcanzada en el cine. Por su ambición, su extraordinario logro artístico y su dimensión testamentaria, Misterios de Lisboa ocupa en la obra de Ruiz un lugar comparable al de Fanny y Alexander de Ingmar Bergman. Ruiz construye un dispositivo complejo con viajes al pasado provocados por las historias que cuentan los protagonistas. Pero la técnica del flashback no es utilizada para responder a un interrogante, sino para abrir nuevos misterios. Partiendo del deseo de un niño por saber quiénes son sus padres, un sinfín de personajes de identidad vacilante se debaten entre novelas familiares, transformaciones, revancha social, redención personal, traiciones y venganza pasional. Contra los lugares comunes del cine de época, la puesta en escena está al servicio de la percepción de otro mundo secreto y paralelo. Como en una ópera wagneriana, el cineasta dispone del tiempo necesario para entrar en el universo encantado. Ruiz privilegia los planos largos, los lentos y sensuales movimientos de cámara, mientras la banda sonora arremete con una musicalidad y precisión admirables. Misterios de Lisboa celebra el poder de la ficción conjugando la densidad y la claridad de un modo sorprendente. Las historias, las derivas y los misterios, con el romanticismo a flor de piel, atraviesan todos los temas posibles: el secreto y la sinceridad, la solidaridad y la humillación, la inocencia y la identidad. Los cambios de tono no afectan la coherencia del conjunto: los toques de humor van desde la participación de un loro hasta el sirviente que anda a los saltitos, pasando por momentos que bordean lo grotesco, como cuando el monje le ofrece al hijo el cráneo de su madre. A través de la lúdica recurrencia de los criados detrás de las puertas, ventanas y paredes, Ruiz juega con la idea de que un observador inoportuno puede espiar y ventilar los secretos. La puesta en abismo llega a su cumbre cuando filma a una pareja adultera a través de cortinas teatrales. El artificio convive con el placer y la intensidad de las narraciones. El encuadre de las pinturas dentro del plano desmiente lo que se enuncia. Como en un cuento de Borges, los eventos descriptos tal vez sean sólo una parte de las múltiples posibilidades. En el laberinto temporal, los caminos se bifurcan en una fronda infinita y vuelven a comenzar.
El folletín, resignificado por el maestro Raúl Ruiz "Esta avalancha, esta catarata de humillaciones, de crímenes inesperados y desastres, este río de amores dolientes y esperanzas heridas que rociaban el fértil valle de lágrimas habitado por los personajes de Castelo Branco, lo había conocido desde siempre". Así escribió el director Raúl Ruiz, comentando el novelón decimonónico "Misterios de Lisboa", que él llevaría al cine. Pero no conocía todo eso "desde siempre" por haberlo vivido, sino por haberlo disfrutado desde niño como lector y espectador de tantas obras populares deliciosamente lacrimógenas. En cambio Castelo Branco lo vivió en carne propia, algo de lo que ya hablaremos. Ruiz se lució primero en su Chile natal, con adaptaciones dramáticas y obras de izquierda que desconcertaban a los propios izquierdistas por su mirada crítica, y luego se lució en Francia, donde siguió desconcertando a los suyos y expandiéndose con gozosas invenciones, buenos documentales culturales y notables adaptaciones de la alta literatura y de la menos alta, pero no menos respetable, como el folletín que ahora vemos, publicado en 1854. Realmente, supo exprimir y exaltar el material original, que de por sí es muy atractivo, lleno de intrigas, vueltas de tuerca, secretos que se van confesando, sorpresas que cambian la interpretación de los hechos, gente mala que resulta buena, o al menos bien arrepentida, todo a partir de un niño supuestamente expósito y un cura fuera de serie, de verba precisa y acción noble, que enseña el nombre de Galileo y oculta más de un misterio. La historia de ese niño se expande y enreda con la de sus padres, la del hombre que debía asesinarlo al nacer, y así sucesivamente, en encuentros y desencuentros que impiden abandonar la lectura, hasta llegar al final perfecto. La película provoca iguales sensaciones. Dura poco más de cuatro horas, con intervalo, pero cuando llega ese intervalo uno está ansioso por saber cómo sigue la historia. Y cómo nos envuelve el director con su habilidad para intrigarnos y fascinarnos en esa puesta en escena que del modo más simple y original enrarece algunas situaciones, aporta distancias críticas de humor agazapado, y a la vez recupera con toda dedicación los encantos de las viejas películas románticas, las bellezas de otros tiempos, y su "tempo". Y cómo, con una sonrisa comprensiva, nos recuerda costumbres sociales ya superadas, que inspiraron tremendos dramas pasionales, en las novelas y en la vida real. Valga de ejemplo general un momento único, muy extraño, que él dispone como lo más natural del mundo: el cura lleva al huérfano de paseo hacia el lugar donde surge otro niño, que le muestra un ahorcado en ejecución pública. "Es mi padre", señala, y luego, "¿Quieres jugar conmigo?". Música envolvente de los maestros Jorge Arriagada y Luis Freitas Branco. Fotografía en pasteles ocasionales de André Szankowski. Ahora, algo sobre Castelo Branco: hijo de una relación extramarital, huérfano desde temprano, casado a los 16, juntado con otra que raptó locamente, y luego con una tercera que abandonó a su marido por él, amén de otros amores y amoríos clandestinos, bohemio absoluto, marido disoluto, padre dolorido (su primera hija murió a los cinco años, otro nació con problemas mentales, otros tampoco le dieron alegrías), preso por deudas y adulterios, y una creciente ceguera que lo llevaría al suicidio. Eso sí, desde que empezó a escribir, primero sátiras políticas y luego folletines en los diarios populares, la gente lo amaba. Era un ídolo. Las propias autoridades terminaron otorgándole una pensión vitalicia. Cuando se mató, apenas un año más tarde, todo Portugal se puso de duelo. Hoy pocos lo recuerdan. Ruiz murió hace cinco años. Ojalá lo recuerden un poco más.
Experiencia religiosa No hay muchas películas de cuatro horas y media que uno pueda ver en el cine. Mucho menos que se estrenen comercialmente. Recuerdo haber visto Love Exposure (Sono Sion, 4 horas) en un BAFICI e Historias extraordinarias (Mariano Llinás, 4 horas con 11 minutos) en el MALBA, pero nada más. Las dos fueron experiencias inolvidables. Más allá de sus virtudes, el compromiso hasta físico que requiere estar sentado en una sala a oscuras, rodeado de gente, casi sin moverse, durante tanto tiempo genera una conexión especial con lo que uno ve. Y si uno llega a hasta el final es porque lo que vio está fuera de lo común. Hace cinco años, el sábado 16 de abril de 2011, me pasé toda la tarde en la sala 10 del Abasto mirando El misterio de Lisboa junto varios afortunados. Era el último día del BAFICI y entré a las 13.45 con curiosidad, creyendo que me iba a bastar media hora para saber de qué iba la cosa, pero ya desde la primera secuencia las imágenes me absorbieron. Salí bastante después de las 18, feliz como pocas veces me ha hecho feliz el cine. El misterio de Lisboa ya se consigue para bajar pero es imprescindible atravesar la experiencia de verla en cine. No por los mismos motivos que los de aquellos tanques que se destacan por la ostentación de efectos especiales -aunque esta también tiene imágenes imponentes- sino por esa cosa que ya está desapareciendo: el cine como experiencia compartida, como acontecimiento presencial. La película empieza contando la historia de João (João Arrais), un chico de 14 años que vive pupilo en un colegio de curas y no conoce su origen. Estamos en Lisboa en la primera mitad del siglo XIX, justo antes del comienzo de la guerra civil. El Padre Dinis (Adriano Luz) es su tutor y de a poco le empieza a revelar quiénes fueron sus padres. Esta revelación desata otras revelaciones y otros relatos dentro de relatos, con un coro de Scheherazades que narran historias entrelazadas de amores, duelos de honor, asesinatos y venganzas que se remontan hasta la Revolución Francesa y luego avanzan hasta varios años después de terminada la guerra civil portuguesa. El misterio de Lisboa es un melodrama basado en una novela Camilo Castelo Branco, a quien imagino como una especie de Victor Hugo portugués. La historia tiene cosas de Los miserables y también de En busca del tiempo perdido (recordemos que Raúl Ruiz dirigió diez años antes El tiempo recobrado), pero el tono y la imagen están emparentados con Barry Lyndon. Cierta prolijidad exagerada en los cuadros, una fotografía desmesurada (hay velas, aunque Ruiz no usó una lente de la NASA) y una imagen qualité que contrasta con la ironía y el sarcasmo de la historia la emparentan con la película de Stanley Kubrick. Pero la película de Ruiz tiene dos diferencias fundamentales: por un lado, la historia es coral y no es lineal, no hay una voz en off omnisciente sino que los narradores van cambiando y las historias se multiplican y anidan como en Las mil y una noches; y por el otro, la ironía carece del cinismo inglés de la novela de Thackeray. El misterio de Lisboa empieza como un melodrama clásico, va creciendo en intensidad hasta alcanzar niveles casi paródicos, pero al final termina emocionando, porque Ruiz -o Castelo Branco, o el guionista Carlos Saboga, o los tres- siente cariño y respeto por sus personajes, aún por los más ridículos, aún por los más villanos. Ví El misterio de Lisboa en una sala de cine hace cinco años y volví a verla ayer en mi casa para poder escribir esta reseña. La magia en el living está intacta. La película se apodera de nosotros porque aunque su ritmo es sereno, cada plano cuenta algo, cada escena hace avanzar la acción, cada movimiento de cámara está destinado a que no saquemos los ojos del rectángulo. Pero ahora que se estrena en las salas (BAMA, MALBA y Artemultiplex), perderse la oportunidad de pasar una tarde a oscuras con una veintena de personajes apasionados es un despropósito.
El BAFICI suele acostumbrar a algunas experiencias cinéfilas que quedan en su historia, la mayor parte de ellas ligadas a películas de larga extensión. Recuerdo aquel SATANTANGO, de Béla Tarr, que nos ocupó todo un día. Y años después, la involvidable función de prensa de HISTORIAS EXTRAORDINARIAS, de Mariano Llinás. Con este filme de largo aliente que el chileno Ruiz filmó en Portugal, con producción de Paulo Branco y basado en un novela de Camilo Castelo Branco, pasó algo similar, con un público fiel y abrochado a sus asientos siguiendo esta suma de historias secretas familiares (traiciones, engaños sobre engaños, descubrimientos del pasado que modifican el presente y futuro de los personajes) que se desarrollan partiendo de la saga de un joven “bastardo” de quien se irá conociendo su complicada historia familiar previa, con infinitas ramificaciones (el filme tiene una versión para televisión de seis horas, aquí se vio en una de cuatro horas y media). misterios-de-lisboa 2Como comentaba el colega y amigo Roger Koza en el intervalo, Ruiz filma en 3D sin necesidad de anteojitos. Su puesta en escena, la forma en la que maneja con maestría cada elemento en el cuadro y cómo la cámara se convierte en un personaje más, es el elemento clave que diferencia esta película de los clásicos relatos de época sobre complicadas sagas familiares. La adaptación de Ruiz de este complejo cuento de cajas chinas (basado en una novela del mítico Camilo Castelo Branco) es bella, oscura, subyugante y atrapante, y se sigue todo el tiempo al borde del éxtasis, en un estado de admiración constante. El cine del futuro lo hace un hombre de 70 años con más de cien películas en su haber.
Late auteur Raúl Ruiz’s swan song is a fitting magisterial and elegiac meditation on love and death POINTS: 10 The mastery of the grand art of storytelling featuring winding tales within tales, mischievously shifting viewpoints, inventively unforeseen digressions, melancholic remembrances and elaborate characters is — among so many other things — what makes Mysteries of Lisbon (2010) such an absorbing period piece. But, of course, you could already guess that, if you’ve seen Time Regained (1999), an impressive adaptation of Marcel Proust’s writings, or Trois vies et une seule mort (1996), in which Marcello Mastroianni plays three leads at once. Late Chilean filmmaker Raúl Ruiz (or Raoul Ruiz), who lived in France and died in 2011, was the epitome of narrative sophistication and stylish visuals. With some 119 features under his belt (including short films and documentaries), Ruiz contributed to the art of filmmaking in a manner not many directors are even able to imagine. Love, betrayal, pain, loss, and more than anything else, death, are over and over again articulated by utter fate in Mysteries of Lisbon, which is adapted from the three-volume novel of the same name by prolific Portuguese author Camilo Castelo Branco (1825-1890). “These characters are victims, perfect examples of the social mobility of the Romantic century that invented the aesthetics of suicide and the copyright, the cult to cemeteries and ruins and the revolution of free thinking. The happenings and occurrences enter and exit the narrative as they get tangled into their own labyrinth. And the storm of misfortunes is never followed by a ray of light,” said Ruiz about one of the traits of the source material he found most appealing. Produced by Paulo Branco, partly financed with French money and set mainly in 19th century Portugal — though it eventually shifts to Spain, France, Italy, and Brazil — Mysteries of Lisbon was specifically made for European television. At the beginning of his career, Ruiz had made several TV dramas, and Castelo Branco’s novel was a very dear project to him. Originally, it was divided into six one-hour episodes, but it has been edited to 4hs 26min — which, by the way, run incredibly fast — and is now being commercially released in Buenos Aires thanks to the efforts of Argentine filmmaker Daniel Rosenfeld. The first of many voice-over narrators of this one-of-a-kind saga is Joao (Joao Luis Arrais), who remembers the gloomy times he lived with priests in a Lisbon orphanage and boarding school when he was 14. He never knew who his parents were, but in time he slowly becomes aware of his past. His story is then intertwined with that of the kind Father Dinis (Adriano Luz), a man who’s in part responsible for the orphan boy’s upbringing and, even more importantly, who will make possible for Joao to finally meet his mother, Angela (Maria Joao Bastos), the Countess of Santa Barbara, who is controlled and mistreated by her dominant husband (Albano Jeronimo). Joao is an illegitimate son of the countess and a poor nobleman with whom she had a heated affair which ended tragically when the man was shot by the hired gunmen of the Marquis of Montezelos (Rui Morrison), who then forced Angela into a convent. In turn, the marquis will hire a gypsy called the Knife-Eater (Ricardo Pereira) to kill Angela’s baby upon birth, but then the Knife-Eater is paid off by Father Dinis and, of course, Joao survives infancy. And then there are the stories of the assassin’s wife, his vindictive former mistress seeking vengeance for the death of her twin brother, an altogether different mistress who murders a bishop with whom she had three daughters. And in this same vein there are many, many other major and minor episodes that surface surprisingly and take place in switching-viewpoints spirals. These and other characters fade in and out of the many interwoven stories that will only be tied together at the very end — as though you were living inside the classiest of soap operas. In its visual design and cinematography, Mysteries of Lisbon is outlandishly gorgeous. Expect mesmerizing and refined compositions where framing as well foreground and background acquire new meanings, photographic effects that create a surreal atmosphere, smooth dolly shots and pans that encompass the heart of the drama as they immerse viewers into it, long takes that trap the flow of time in an everlasting present, and a lush palette that changes from welcoming warm tones to cold ones as the sentimental and psychological tribulations blow over a dozen characters on the verge of impending breakdowns. Don’t expect to be able to follow the narrative and never miss a why, who, what or when. It’s not intended that way. Even if you have the sharpest of memories, you’ll still get confused from time to time. But you should welcome this confusion. As many of Ruiz’s works — even considering this one being far more accessible than many others — you are meant to experience the movie instead of clinically dissecting it. Production notes Mysteries of Lisbon (2010). Directed by Raúl Ruiz. Screenwriter: Carlos Saboga, based on the novel by Camilo Castelo Branco. With Joao Baptista, Jose Afonso Pimentel, Adriano Luz, Maria Joao Bastos, Albano Jeronimo, Filipe Vargas, Clotilde Hesme, Lea Seydoux. Produced by Paulo Branco. Photography: Andre Szankowski. Running time: 266 minutes.
LA SUMA DE TODAS LAS COSAS En uno de los tantos pasajes cautivantes que alberga Poética del cine, la extraordinaria colección de ensayos de Raúl Ruiz, leemos: “Durante años mi sueño fue filmar acontecimientos que pasaran de una dimensión a otra, que pudieran ser descompuestos en imágenes, cada una situada en una dimensión diferente, con el único fin de poder adicionarlas, multiplicarlas o dividirlas, de reconstituirlas a voluntad”. Los sueños no necesariamente se hacen realidad pero al ver Misterios de Lisboa, nos encontramos nuevamente en esa fantástica dimensión que sólo el cine nos da, la que permite internarnos en su condición onírica. Sólo que Ruiz nunca nos hace perder el rumbo, caer en el desquicio, sino más bien, crearnos la ilusión de un universo orgánico, coherente, dentro de una estructura laberíntica formalmente perfecta. No son muchos los artistas que pueden lograrlo. Borges escribía cuentos cuya lógica era implacable (nunca concibió una novela, tal vez una novela con esas características hubiera sido imposible); Ruiz ofrece una película de cuatro horas y media de duración y se gana el derecho a la ambición porque el resultado es una obra maestra. Contar su argumento sería un sacrilegio que desmerecería las virtudes del film. La visión de este cineasta chileno radicado en Francia excede al séptimo arte dado que sus películas expresan la idea de que la pantalla es un tesoro donde todas las artes se suman y Misterios de Lisboa no es la excepción. Basada en una novela decimonónica del escritor lusitano Camilo Castelo Branco, potencia un mecanismo de adaptación que no se agota en la ilustración de la fuente sino en poner en funcionamiento una serie de recursos constructivos al servicio de un viaje narrativo que rompe con el modelo hegemónico industrial basado en un conflicto central excluyente. La única exigencia, además de invitar a mirar con placer cada plano de factura pictórica, será, en todo caso, la de un espectador activo, capaz de unir los hilos de este maravilloso devenir fílmico. A partir del interrogante sobre la paternidad del niño protagonista Joao, que vive en un convento bajo el cuidado del padre Dinis, Ruiz abre la historia a una multiplicidad de relatos que fluyen musicalmente y se reproducen en diversas voces narrativas en situaciones disímiles en una obra donde se dan la sumatoria de todas las artes y una idea de narración laberíntica que privilegia la simultaneidad por sobre la linealidad de acontecimientos. En esa sumatoria, las artes se complementan. De este modo, la pintura y el teatro son los pasos previos a la imagen fílmica como queda demostrado en el comienzo de varias secuencias, y la literatura es un ente capaz de ser desmontado en la pantalla. De ahí que Ruiz utilice un personaje para que oficie como narrador omnisciente en un diálogo con los novelones decimonónicos a los que lude Misterios de Lisboa. En este sentido, Ruiz ensaya una apertura que incluye todo aquello que desecha el cine masivo que se arroga el derecho de orientarse a un espectador perezoso: escenas mixtas, escenas compuestas de sucesos en serie y la valoración del azar como sesgo positivo en la medida que permite instaurar otra lógica. A su vez, el cine es un maravilloso instrumento de especulación y de reflexión pero jamás resignado a la lógica del realismo como espejo. Pese a incorporar como representación un contexto histórico de fines del Siglo XVIII y principios del XIX, la cámara se posiciona en varios pasajes desde la perspectiva del reverso, provocando un extrañamiento en la mirada a través de planos invertidos, difusos, misteriosamente bellos. Y si la multiplicidad de ángulos y de perspectivas alimenta el juicio a priori de temerle al caos, los movimientos reposados y musicales de la cámara y la ausencia de un montaje histérico confirman que todo está encastrado de manera magistral por este notable cineasta para el que nunca existirá una única forma de mirar.
Misterios de Lisboa dura más de cuatro horas. Si el chileno-francés Raúl Ruiz no hubiera sido un cineasta tan extraordinario, sería hoy una propuesta plomiza. Pero en manos del experimentado Riuz, la historia que se dispara con el huérfano que reencuentra a su madre condesa en pleno siglo XIX y se traslada de ahí en el tiempo y la geografía es una maravilla de puesta, de inventiva, de planos que remiten a Orson Welles o a construcciones de imagen que se inspiran en las artes visuales. Que se estrene un film así y de una duración así es un verdadero acontecimiento.
Hay varios detalles a tener en cuenta sobre esta película que recién ahora llega a unas pocas salas de Buenos Aires. Primero, que está dirigida por Raúl Ruiz, el chileno de extensísima filmografía exiliado largos años en Francia donde rodó sus últimas películas antes de su deceso hace unos años. La segunda, su duración, ni más ni menos que poco más de cuatro horas. Es que fue concebida inicialmente para una miniserie de televisión y luego se “comprimió” (por así decirlo) en dos partes de aproximadamente dos horas cada una. Y así pudo darse el lujo de pasar por las pantallas grandes… hace unos años, porque el último de los datos, más de color este, es que tiene poco más de cinco años, pero tras su paso por Les Avant Premieres ahora hay nueva oportunidad para verla acá en el cine. Las historias son muchas. La primera parte puede parecer algo confusa, es difícil introducirse inmediatamente en el relato, pues está llena de personajes y de idas y venidas en el tiempo y entre escenarios. El tono se encuentra en el medio entre novelezco y teatral, con diálogos poéticos, calculados que entre las actuaciones dramáticas a veces hace que se perciba un poco artificial. Los movimientos de cámaras, que casi nunca se quedan quietas, son las que más cine respiran. Huérfanos, traiciones, infidelidades, muertes, celos son sólo algunos de los ingredientes que las muchas historias de esta película trata entre aquellos personajes que aparecen y desaparecen. Es el del Padre Dinis (interpretado por Adriano Luz) el que ronda mayor tiempo. “Sé casi todo. Sé demasiado. Ojalá no supiera tanto”, estando presente en diferentes tiempos y diferentes lugares, siendo testigo de varias de las historias, en una película en la que hay muchos narradores y muchas versiones, incluso un teatro en miniatura que sirve para recrear ciertas escenas –quizás de las que hubiese sido más difícil y costosas de rodar. Historias dentro de otras historias. Un joven bastardo en busca de su identidad, un sacerdote con un oscuro pasado, una condesa atrapada en un matrimonio que no la colma y la lleva a una relación clandestina, un conde frustrado con el amor, una mujer manipuladora y vengadora… Así, “Misterios de Lisboa” es una galería de personajes. El problema es que quizás es difícil sentir empatía por alguno de ellos, si aparecen y desaparecen. Aun así, ciertas escenas o secuencias funcionan como sí solas de una belleza hipnótica. Hay que estar muy predispuesto a sentarse cuatro horas a ver una película, pero si las ganas están y uno logra introducirse en ella, el resultado será al menos una experiencia más que interesante y es una de las últimas películas de un prolífico cineasta como lo fue Raúl Ruiz.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Raúl Ruiz Pino o Raoul Ruiz, cineasta y teórico de cine, de origen chileno, establecido en Europa, muestra una vez más su mirada transmoderna de observar la realidad en “Los misterios de Lisboa”, su penúltima película estrenada en 2010. “La noche de enfrente” (2012) fue la última película de Ruiz, basada en tres cuentos de Hernán del Solar. Si bien en la propuesta se observan lineamientos posmodernistas en su totalidad se enfoca en el nuevo cambio de paradigma: lo “transmoderno”, que se basa en el “Gran Relato”, que en política se acerca a la globalización, mientras que en la literatura y el arte se basa en la metanarrativa y el efecto inesperado de las tecnologías de la comunicación, que nos habla de un mundo en constante transformación. El anclaje de “Los misterios de Lisboa”, tanto en la novela y como en el filme, está relacionado con el melodrama y el folletín. Su estrategia de narración está ligada a un contexto histórico-cultural determinado en este caso entre finales del siglo XVIII y principio del XIX. En cuanto a lo temático Ruiz continúo los lineamientos básicos de estos géneros y prefirió lo exótico y lo crudo, lo romántico y lo marginal. Sus tips son folletinescos: huérfanos en busca de padre, condesas infelices, padres y maridos crueles, un sistema de castas inexpugnable, derechos de primogenitura… y finales tristes o trágicos en los cuales existe un asesinato a descubrir y un secreto a develar. En la novela y en la película los personajes no se explican el por qué de sus acciones. Acciones, por otra parte, que son extrañas y conllevan a sutiles consecuencias, además de un futuro impredecible. La historia que contó en su novela de tres tomos, Camilo Castelo Branco (publicada en 1854) es un torbellino que envuelve paisaje, espacios, personajes y que, en una breve síntesis de 275 minutos, Ruiz, logró trasladarla a los espectadores actuales. En “Los misterios de Lisboa” se sustenta sobre una estrategia de revelación de lo subyacente a través de sorpresivos giros: una intrincada red de amores contrariados, pasiones fatales y paternidades. Como si fuera un canavá Ruiz fue entretejiendo historias dentro de un relato hipnótico que se introduce dentro de otros, plagados de genealogías y subtramas que se bifurcan para ingresar a un laberinto, cuyo destino es mostrar la raíz esencial del melancólico carácter portugués. La estructura es semejante a un abanico que al desplegarse va mostrando cada uno de los paisajes que conforman la totalidad. A partir de ahí la historia se desarrolla en lo que parece un escenario de títeres, los cortes ocasionales a una etapa de marionetas reales podrían sugerir el sueño de un titiritero llamado Pedro (João Arrais), un huérfano cuya vida transcurre en un orfelinato dirigido por el estricto padre Dinis (Adriano Luz) y para ello se vale del flashback, pero a la vez nunca separa al espectador de la trama, sino que juega con ella en una “metanarrativa” cargada de complejidades. Esas complejidades también se transmiten en el plano fotográfico cuya cámara magistralmente conduce André Szankowski. Cada plano fue cuidado y estudiado a fondo: desde la estructura del encuadre hasta los travelling a través de las paredes y los planos secuencias que distraen para fijar luego el punto de vista del narrador, nada fue puesto al azar. En su preciosista y artificial puesta en escena la iluminación recuerda las pinturas de Tomás José da Anunciação y Migue l Ângelo Lupi, disolviendo el fondo para poner de relieve a los personajes, y utilizando colores apastelados, típicos de esas pinturas, que van desde los marrones, verdes, ocres, y amarillos pálidos. A través de ellos Ruiz transmite su visión sobre la historia de un mundo idílico, pero plagado de turbulencias, simpleza, soledades y pérdidas. Tal como con sus ilustres predecesoras (“Los misterios de París”- Eugène Sue, “Sin familia”, Héctor Malot, y “Los dos huérfanos”, Alejandro Cardeñosa y Mir), los personajes de “Los misterios de Lisboa” son víctimas, pero por otra parte son los perfectos ejemplos de la vertiginosa movilidad social del siglo romántico, que inventó la estética del suicidio, el culto a la Edad Media y la era industrial, a los cementerios y las ruinas, a la revolución del librepensamiento y la cimiente del socialismo. Y tal como en ellas, las intrigas de “Los misterios de Lisboa” entran y salen del sistema narrativo propuesto por Castelo Branco y deconstruido por Ruiz, se enredan en su propio laberinto, recreando hechos improbables de los cuales se duda. Donde la tormenta de desventuras de los personajes, nunca despeja ese cielo oscuro y truculento para que penetre un rayo de luz.
Escuchá el audio haciendo clic en "ver crítica original". Los domingos de 21 a 24 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli.
Publicada en la edición #284.
Misterios de Lisboa es un ejemplo de que el bullying existe desde hace mucho tiempo. Al menos desde el siglo XIX, época en que Camilo Castelo Branco escribe la novela homónima. Claro que ese término no era tal, pero el acoso psicológico existía y el director chileno Raúl Ruiz apela a él para plantear el principio de esta historia interminable. João ( João Luis Arrais), es un niño de catorce años, blanco de las cargadas de sus compañeros de clase, por el hecho de ser huérfano. En medio de una riña, el joven pierde el conocimiento y, cuando despierta, está en una cama del convento donde vive, junto al Padre Dinis (Adriano Luz) y a la condesa Ángela de Lima (Maria João Bastos). João no comprende la visita de esa mujer, pero el hecho lo impulsa a presionar a su tutor para que le revele cuáles son sus orígenes y, sobre todo, quiénes son sus padres. Los secretos sobre el pasado de João son apenas la punta del iceberg. Por debajo, amores, asesinatos, conveniencias, enfermedades y venganzas van uniendo las vidas de distintos personajes, quienes forman, en su conjunto, un diario de sufrimiento. En esta historia polifónica, los diferentes narradores relatan, desde su punto de vista, cómo se fueron desencadenando los acontecimientos por más de un siglo, hasta llegar al joven.