Pablo y Miguel, dos hermanos con personalidades muy distintas, vuelven a Pinamar para tirar las cenizas de su madre al mar y vender el departamento familiar. Desde este punto de partida se comienza a barajar una historia muy simple pero sentida, donde se pone en juego el amor. El amor entre hermanos, el amor filial, y el despertar del amor de pareja. Federico Godfrid, en su segunda película, luego de “La tigra, Chaco”, nos introduce al mundo de los vínculos. Pinamar es una película de miradas, más que de grandes acciones. Frescura, espontaneidad, diálogos ágiles y cotidianos, van llevando poco a poco la narración haciéndonos compañeros e involucrándonos en la historia de tres jóvenes, que de repente deben cerrar etapas y transitar un camino hacia el futuro. El guión de Lucía Möller, comparte experiencias de su propia vida con las del director Godfrid, para dar vida a este film rodado íntegramente en Pinamar, donde los protagonistas son los jóvenes, y se elude al máximo la presencia de los adultos. La película se filmó en cuatro semanas, pero para lograr los climas intimistas que sugiere y la relación cercana con ese Pinamar invernal vacío de turistas, el director y los tres protagonistas fueron dos semanas antes, caminaron el lugar, ensayaron y hasta aportaron elementos que luego se incorporarían al guión, como la escena en que rapean que surge gracias a los aportes de Agustín Pardella. Párrafo aparte merece la mención de los jóvenes actores que con gran naturalidad y encanto nos seducen desde sus respectivas composiciones. Juan Grandinetti como Pablo, Agustín Pardella como Miguel y Violeta Palukas como Laura, trabajan sus roles desde lo cotidiano, lo sencillo, lo no solemne, vinculándose con el gesto, la mirada. Una película como está necesitaba este tipo de actuaciones que son logradas con creces. Godfrid, que es docente de dirección de actores, consigue de sus protagonistas el tempo y mesura que sus personajes requieren. En la conferencia de prensa posterior a la exhibición, el director del film señaló que es necesario militar el cine nacional para que podamos seguir contando nuestras historias, y construir nuestro propio universo audiovisual, frente a la gran invasión imágenes que nos llegan de los grandes monopolios internacionales. Y en este sentido la película Pinamar nos proporciona aire fresco y creatividad para seguir apoyando a nuestro cine. En suma, una hermosa película para disfrutar. Absolutamente recomendable.
Las ciudades balnearias suelen ser un imán para el cine argentino. Y no sólo a la hora de servir como marco para alocadas aventuras pasatistas: ya desde Los Jóvenes Viejo (1962), de Rodolfo Kuhn, quedó claro que las playas también podían ser escenario de films de un tenor más melancólico y reflexivo. Más acá en el tiempo, Ezequiel Acuña hizo lo propio en algunos de sus largometrajes. Ahora es el turno de Pinamar (2016) Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella), dos jóvenes hermanos, regresan viajan a Pinamar. La idea es arrojar en la aguas las cenizas de la madre de ambos y cerrar la venta de un apartamento en el que solían pasar los veranos. Allí se reencontrarán con objetos y lugares de la infancia, y también con Laura (Violeta Palukas), vieja amiga que reside en la ciudad. Los tres aprovecharán la recuperar tiempo perdido, que incluye jugar a los bolos, meterse en lugares abandonados, compartir cerveza y charlas íntimas. Pablo siente una atracción por ella, y sólo será una de las cuestiones que lo llevarán a replantearse su vida. Federico Godfrid había codirigido, junto a Juan Sasiaín, La Tigra, Chaco (2009), historia sobre jóvenes que se reencuentran y se enamoran. En su debut en solitario vuelve a una premisa similar, pero demostrando una madurez como cineasta. Como su colega Sasiaín en Choele (2013), su primer film en solitario, demuestra que sabe ir de la ternura al drama, y de ahí al humor y a los climas románticos y la tensión sexual. Aquí Godfrid también deja en claro su capacidad para dirigir actores, y allí están los puntos más altos de la película. Juan Grandinetti compone a un personaje estructurado y serio, que de a poco irá soltándose y revelando sus verdaderos sentimientos. Por su parte, Agustín Pardella representa a un muchacho más extrovertido, dispuesto para las bromas y la noche, pero con un costado cálido y lúcido. La frescura de Violeta Palukas funciona como el complemento ideal. Pasado y del presente se conjugan en Pinamar mediante una sencilla y entrañable historia.
Una mirada juguetona y sensible sobre las relaciones fraternales y la aparición del amor se dan cita a orillas del mar en esta nostálgica película del director Federico Godfrid. Después de La Tigra, Chaco, el director Federico Godfrid escoge la ciudad balnearia del título y, en plena época invernal, narra la historia de dos hermanos que llegan en auto después de la muerte de su madre para vender el departamento familiar. Pinamar ofrece una mirada sensible y juguetona sobre las relaciones fraternales en un espacio gris y vacío en el que Pablo -Juan Grandinetti- y Miguel -Agustín Pardella, también visto en Como una novia sin sexo-, supieron compartir veranos y amistades. Sin embargo, el presente parece menos esperanzador ante la toma de decisiones, el ritual de despedida de arrojar las cenizas de la madre al mar y el clima nostálgico que va impregnando el relato. La historia también se alimenta con la aparición de Laura -Violeta Palukas-, una joven lugareña que los involucra a ambos, cambia de dirección la historia y enciende rivalidades, enojos y celos. Entre la mirada contemplativa de Pablo y la personalidad enérgica y verborrágica de Miguel se construye este relato que expone sus lazos inquebrantables más allá de todas las diferencias y obstáculos que se presentan, con charlas, juegos entre amigos y caminatas en la playa. El paisaje, por momentos fantasmal, acompaña y espía a los jóvenes, y también despeja el camino de lo que será otra vida para cada uno de ellos. La película, correcta en sus rubros técnicos, y con buenas actuaciones, tiene algo para contar y lo hace con recursos simples y eficaces a la hora de emocionar.
Pinamar cuenta la historia de dos hermanos que viajan a esa ciudad balnearia para concretar la venta de un departamento familiar, tras la muerte de su madre. Dirigida por Federico Godfrid (co-dirigió La Tigra, Chaco) y protagonizada por Juan Grandinetti y Agustín Pardella, Pinamar es un film que transita el duelo de estos dos adolescentes con una verosimilitud sin fisuras, retratando una emoción de pérdida que se manifiesta en la bronca, en la huída, en el quiebre, en la búsqueda del amor. Grandinetti y Pardella encarnan a los dos hermanos no sólo convicentemente: también logran emocionar; Violeta Palukas, en el rol de Laura, aporta talento y frescura. El sólido guión de Lucía Moller permite construir una pequeña historia sensible, profunda en la que la ternura convive con el duelo. Vale la pena destacar la fotografía de Fernando Lockett de una Pinamar desértica y casi invernal, después de su paso por los Festivales de San Sebastián, Biarritz y Mar del Plata.
Ocho años después de su valiosa ópera prima, La Tigra, Chaco (en aquel caso codirigida con Juan Sasiaín), Godfrid regresa con una pequeña, sensible y disfrutable película ambientada -fuera de temporada- en el balneario del título. Un film luminoso y nostálgico sobre el final de una etapa y ese incierto proceso de ingreso a la vida adulta que se estrena en 14 salas tras su paso por los festivales de San Sebastián, Biarritz y Mar del Plata. El Nuevo Cine Argentino (y podríamos sumar al uruguayo, al chileno y al mexicano) ha tenido desde siempre una obsesón por los balnearios, sobre todo fuera de temporada alta. Sin embargo, más allá de que Federico Godfrid conoce Pinamar porque fue el lugar de sus veraneos infantiles y adolescentes, la ciudad -con ese dejo algo gris y patético que tienen todos los ámbitos costeros- está aquí solo como trasfondo de una historia que apunta más a los sentimientos, a lo emotivo, a las relaciones fraternales y a los encuentros amorosos. Los protagonistas son Pablo y Miguel (Juan Grandinetti y Agustín Pardella), dos hermanos veinteañeros que llegan en auto a Pinamar para arrojar allí las cenizas de su madre y vender el departamento familiar en una torre del centro. La operación inmobiliaria se demora y ellos empiezan a relacionarse cada vez más con la joven y atractiva Laura (Violeta Palukas). os muchachos tienen personalidades bastante opuestas entre sí y entre ellos -sobre todo con la aparición de la chica- se percibe una tensión que el dolor por la muerte de la madre y el desprenderse de un bien que fue parte de su historia no hacen más que potenciar. Pero, también, entre los duelos verbales y físicos aparecen las lealtades, los entendimientos y, claro, el amor. La inevitable nostalgia y la deriva de la propuesta podrían generar algo de déja-vu en un cine argentino que ha regalado muchos conflictos de tono similar (hay alguna conexión con la filmografía de Ezequiel Acuña, por ejemplo), pero Godfrid hace gala de una enorme paciencia, rigor, pudor y elegancia (con el aporte del siempre solvente DF Fernando Lockett) para construir una pequeña historia que va de la tristeza a lo vital y que se disfruta en cada fotograma.
El retornar a un departamento conocido desde siempre, y el enfrentarse por un objeto de deseo que estimula la imaginación de dos hermanos, es tan sólo el puntapié inicial de este debut en solitario del realizador Federico Godfrid que se inscribe en un subgénero muchas veces trabajado por el cine independiente, pero que en esta oportunidad gracias a la solvencia de los protagonistas masculinos se refuerza su idea original.
Pinamar, de Federico Godfrid Dicen que el mar alegra a las personas. Dicen también que sus propiedades salinas provocan la liberación de la hormona de la felicidad causando bienestar general a todo aquel que se sumerja en sus aguas. Verdad o mito, lo cierto es que el oleaje hipnotiza y la brisa marina que golpea los rostros no causa ninguna sensación que no sea placentera. Sin embargo, hay momentos en los que la costa no es sinónimo de verano y diversión sino de duelo y despedida, como en el caso de Pinamar, la segunda película de Federico Godfrid. Ante la inesperada muerte de su madre, Miguel y Pablo deben viajar a la casa de veraneo ubicada en la localidad balnearia de Pinamar para vender el departamento de su propiedad. El viaje también servirá de excusa para concluir la etapa de duelo esparciendo sus cenizas al mar en un acto simbólico de despedida. Ambos hermanos parecen contener la tristeza y en continuos actos de evasión mental, el film los muestra disfrutando del dolce far niente o el placer de hacer nada. Paseos nocturnos por la noche, porro, birra y hasta un amorcito costero. Hacer nada ante la angustia también es vivir el dolor y más aún cuando lo inesperado ocurre y hay que actuar ante la contingencia. Por eso, Miguel y Pablo, con sus personalidades casi opuestas, lo único que tienen que hacer es transitar el proceso. Y será en cada acción vacía de contenido productivo, que cada uno de ellos se liberará de la carga sentimental que carga. Y ante la nada, el todo. La venta del inmueble con todas sus pertenencias dentro (un fragmento de infancia en cada uno de los objetos) no puede significar otra cosa más que la conclusión de una etapa de la vida de cara a la responsabilidad y las exigencias de la adultez. Pinamar es un film que representa la ambigüedad de la angustia del ser cuando opone de forma constante el sentimiento con la materialidad y la nostalgia. Elementos que se prendan de sentido cuando entran en juego con la historia propiamente dicha. Por eso, es una película sensible que no busca dejar enseñanzas, sino sensaciones. El mar, el recuerdo y el adiós. Y un amor pasajero como piedra angular de la construcción de un nuevo comienzo. PINAMAR Pinamar. Argentina, 2016. Dirección: Federico Godfrid. Intérpretes: Juan Grandinetti, Agustín Pardella y Violeta Palukas. Guión: Lucía Möller. Fotografía: Fernando Lockett. Música: Daniel Godfrid, Sebastián Espósito. Edición: Valeria Otheguy. Dirección de arte:Lucila Presa, Manuel Faillace. Sonido: Martín Grignaschi. Duración: 84 minutos.
Una historia chica pero entrañable entre dos hermanos que enfrentar el duelo por la perdida de su madre, le permite al director Federico Godfrid captar climas, sutilezas, melancolías y descubrimientos en un encuentro con muchos matices de estos chicos ya transformados en hombres. Con el guión de Lucia Muller y un trío de actores Juan Grandinetti (ganó como el mejor en el Festival de Punta del Este, Agustín Pardella, y Violeta Palukas que se entrega con frescura y talento. No es nuevo buscar ese clima tan especial de las ciudades balnearias que bullen de actividad en verano y que fuera de temporada lucen espectrales y solitarias. Hasta allí llegan estos muchachos para vender el departamento de tantas vacaciones felices y esparcir las cenizas de su madre. Para uno de ellos la escapatoria es tratar de hacer todo rápido. Para el otro tomarse su tiempo e intentar disfrutar del viaje es esencial. La aparición de una antigua compañera del pasado despertara en ellos no solo la competencia por conquistarla, también será tiempo de amores y de una comunicación impensada. El director le imprime al relato un ritmo adecuado y una belleza de imágenes que acompaña la transformación de los sentimientos. Una película grata y seductora.
La hermandad Tras su debut como co-director de La Tigra, Chaco (2008), el realizador Federico Godfrid entrega con Pinamar (2016) la historia de dos hermanos que retornan al departamento familiar en la costa para resolver cuestiones del pasado. Ya es clásico el esquema de films que trabajan sobre dos personajes disímiles, con frecuencia hermanos. Federico Godfrid aborda ese par y le aporta matices locales y un humor con impronta generacional. La hermandad, se sabe, es un vínculo pleno en afecto y tensiones. Más aún cuando cada hermano parece ser el opuesto del otro. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustin Pardella) reproducen ese imaginario. El primero es introvertido, pulcro, mesurado. El segundo es charlatán y da la sensación de buscar la empatía con los otros, permanentemente. Los dos tienen alrededor de veinticinco años; etapa en donde para algunos la adolescencia se amplía, mientras que para otros ya es hora de asentarse en la madurez. No hace falta señalar hacia qué lugar se orienta cada uno. El motivo que los lleva a Pinamar tiene que ver con el pasado; arrojar las cenizas al mar de la madre y concretar la venta del otrora departamento de verano. Una tarea que los enfrentará a sus propios dilemas, profundizados cuando reaparezca Laura (Violeta Palukas), una bella chica con la que se frecuentaban durante el tiempo de las vacaciones. Como suele ocurrir, el objeto de deseo común permite llevar a la superficie las emociones encontradas; darles corporalidad, hacerlas más evidentes. Aquí no será la excepción, aunque Godfrid y su guionista Lucía Möller hayan tomado la inteligente decisión de no sobredimensionar el drama, sino más bien lo contrario. Hay en Pinamar un espíritu lúdico que entablará una complicidad con los espectadores, casi como si ese espacio y ese lugar, vaciado de su contenido vacacional, los empujara a retornar a un pasado que, en el fondo, añoran. Un pasado de juegos y complicidades amenas. El elenco cumple con solvencia las exigencias de una curva dramática que oscila entre la ternura y la ira; Grandinetti y Pardella abordan sus personajes sin marginar la relación con el otro en ningún momento. El triunfo de sus trabajos orienta y consolida el triunfo del film; sin la afinidad que se genera entre ambos, Pinamar no alcanzaría los picos dramáticos que alcanza. A todo con la propuesta, la música de Daniel Godfrid y Sebastián Espósito es un medido acompañamiento para este relato sobre los afectos y las posibilidades de dar un paso atrás justo cuando parecía que había una única chance, irreversible y dolorosa.
Segunda película de Federico Godfrid después de la muy interesante La Tigra, Chaco, Pinamar es un relato de hermanos, dos chicos muy jóvenes que viajan al balneario, fuera de temporada, para entregar al mar las cenizas de su madre y vender el departamento que guarda sus recuerdos de infancia. Se llevan apenas dos años y son muy distintos, el mayor más callado, introspectivo (muy buen trabajo de Juan Grandinetti, y de ambos intérpretes junto a Lautaro Churruarín), el menor más explosivo y, acaso, negador. Con elegancia, pudor y buen instinto para acompañar a sus personajes todo lo cerca que la circunstancia amarga requiere, Godfrid construye una película tan irremediablemente melancólica como lúdica y hasta feliz, tomando el pulso de las pavadas, los juegos de seducción (con la atractiva amiga vecina), los juegos de chicos que siguen siendo estos adolescentes tardíos, mezclados con el peso de la pérdida reciente. En esa exploración de la inmadurez, con esos dos chicos que quieren divertirse frente a escribanos, duelos y trámites grises, Pinamar llega lejos. Godfrid cuenta bien su historia mínima, dosificando los puntos altos de su relato y pasando por encima de cierto deja vu que puede transmitir el balneario medio vacío como escenario del cine argentino sobre jóvenes -hecho por más o menos jóvenes. Un retrato que, además, se acompaña con placer y, finalmente, emoción.
El instante presente. Sensibilidad sin sensiblería, medio tono sin medianía, emotividad en sordina, una cámara conectada con sus personajes: en Pinamar, Godfrid hace mucho más que seguir a dos hermanos. El joven protagonista de La Tigra, Chaco (2008) volvía a esa lejana localidad en busca de su padre, y en el camino se enamoraba de una chica del lugar, a la que conocía de la infancia. Los jóvenes hermanos de Pinamar viajan por un día hasta ese balneario con dos tareas: esparcir las cenizas de su madre y firmar la venta del departamento familiar. Uno de ellos tendrá en ese tiempo apretado un approach con una vecina de allí, a la que no ve desde hace tiempo. La Tigra, Chaco y Pinamar se parecen, no sólo en su historia sino en el modo –próximo, no pegoteado– con que la cámara acompaña, en ocasiones revela a sus personajes. Pinamar, primera película en solitario de Federico Godfrid, codirector de La Tigra, Chaco, confirma y amplía todo lo bueno que aquélla mostraba: sensibilidad sin sensiblería, medio tono sin medianía, emotividad en sordina, una cámara conectada con sus personajes como con un indestructible cordón umbilical. Los veinteañeros Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) están en uno de esos momentos-encrucijada, en los que el pasado sale al cruce del presente. La madre viene de morir (dato que se sabrá bastante más tarde; Godfrid esparce la información como ellos esparcirán las cenizas) y eso los lleva de vuelta a Pinamar, donde pasaron más de un verano, a reencontrarse con el departamento que van a vender, cancelando así parte de su niñez y adolescencia. En cuanto llegan se encuentran con la linda Laura (Violeta Palukas), hija del encargado del Dunas II, y su hermanito. De allí en más, Laura los acompañará en caminatas, cervezas y salidas nocturnas, incluyendo el juego de la botellita. ¿Se sigue jugando al juego de la botellita? Parece que sí. El de Pablo y el dos años más joven Miguel es un típico par dramático: Miguel es hablador, vital, extrovertido; Pablo es callado, serio, introvertido. Ya en la primera escena, cuando vienen en auto, Pablo maneja y Miguel no puede estar callado: se pone a hacer unos ruiditos graciosos (e infantiles) con la boca. Miguel se quiere quedar en Pinamar unos días. Pablo quiere volverse ese mismo día, tiene que trabajar. Cuando conozcan a Laura, Miguel va a intentar levantársela notoriamente y Pablo no va a mover un dedo. Sin embargo, llama a la inmobiliaria para avisar que van a pasar por ahí recién al día siguiente. Como en La Tigra, Chaco, Godfrid filma lo que tiene delante. No construye, más allá de los datos básicos, historias previas ni fueras de campo. No se sabe qué hacen ni qué quieren hacer más adelante ninguno de los tres protagonistas, por ejemplo. Tampoco se sabe demasiado sobre qué es lo que quieren en el momento, más allá de lo que sus gestos dejan traslucir. Porque eso sí lo filma Godfrid, con ayuda del director de fotografía Fernando Lockett: gestos, miradas, cuerpos, el instante presente. Es más: se podría decir que el instante presente es el verdadero protagonista de Pinamar. Además de director de cine, Godfrid lo es de teatro, y la frecuentación de ejercicios de improvisación se adivina en escenas como una en la que Miguel cerca a Laura, bailándole mientras toca el ukelele, en el living del departamento. O cuando Laura provoca al demasiado pasivo Pablo diciéndole “Cheto, turista” y sale corriendo por las dunas, a la noche, con ganas de ser atrapada. O en esa idea preciosa de que Laura “saca fotos con los ojos”, que consiste en un pestañeo delicioso. ¿Y qué decir de ese último plano general, donde la cámara parece despedir a unos personajes yendo hacia el futuro? Un plano tan infrecuente en el cine argentino, que mira corto. ¿Y el plano sostenido del mar? Respecto a Violeta Palukas, que brilla de una punta a otra de la película, hay un antecedente, el de Guadalupe Docampo, con quien sucedía lo mismo en La Tigra, Chaco. Hete aquí, por lo visto, un realizador que sabe cómo hacer brillar a sus jóvenes actrices. Chicas, tomar nota.
Pinamar: los visitantes del invierno El duelo, la fraternidad, el amor y también el azar. Esos son los temas que atraviesa Pinamar, película argentina muy bien recibida en los festivales de San Sebastián y Biarritz con la que reaparece Federico Godfrid, a ocho años del estreno de La Tigra, Chaco, una celebrada ópera prima que codirigió con Juan Sasiaín. Igual que en aquella historia, los amores de juventud están en el centro de la escena, aun cuando inicialmente son otros los planes de los protagonistas, dos hermanos que llegan a la ciudad balnearia del título para arrojar las cenizas de su madre al mar y vender un departamento que han heredado. Llegan fuera de temporada y se encuentran con un paisaje más gris y notablemente menos animado que el de los veranos, pero también con la chica (Violeta Palukas) que terminará iluminando esa expedición a priori sombría. El evidente flechazo que conecta a la jovencita con Pablo (Juan Grandinetti), un joven serio y reservado que es la contracara de su hermano Miguel (Agustín Pardella), más relajado y extrovertido, le agrega un sentido nuevo a ese viaje pensado originalmente para cerrar un ciclo. En medio de ese trance dominado por la tristeza, entonces, Pablo encuentra inesperadamente la posibilidad de un romance. Y también se acerca más que nunca a su hermano, un desplazamiento que la película narra con espíritu noble y tono delicado. Siempre confiable, Fernando Lockett explota con un exquisito trabajo de fotografía las posibilidades del entorno en el que se desarrolla la historia.
Un final anuncia algo nuevo Una historia de hermanos, ante lo irreversible del cambio en sus relaciones. Tras su debut como realizador, codirigiendo con Juan Sasiaín La Tigra Chaco (2009), Federico Godfrid salta al largometraje en solitario con otra historia de jóvenes. Y también vuelve a balancear ternura y tensión sexual. Pinamar transcurre en esa ciudad balnearia, donde Pablo y Miguel, dos hermanos, pasaron muchas vacaciones de niños y de adolescentes. Ahora veinteañeros, van fuera de temporada a esparcir las cenizas de su madre, y a concretar la venta del departamento familiar. La transacción se demora, y el reencuentro con el lugar, los recuerdos y con Laura, especialmente, una amiga de la infancia, enciende más que apaga los sentimientos de todos. Y todo lo que remueve lo que parecía estancado en Pablo y Miguel es también un despertar, un tomar conciencia de que un ciclo de cambios se avecinan. Tiene que ver con la edad, con dejar una etapa y echarse de cabeza en otra. Godfrid no se apresura, pero tampoco dilata lo que desea relatar. Utiliza muchos primeros planos, pero con razón: remarca lo significativo, no lo innecesario. La modificación, y/o evolución del vínculo entre hermanos causa temor entre los protagonistas, pero ese comportamiento casi inconsciente es reflejado por Godfrid con total naturalidad. Juan Grandinetti, Agustín Pardella y Violeta Palukas van ajustando los ánimos de sus personajes de acuerdo al relato, que resulta tan sencillo como placentero, y cumplen tres labores igualmente destacables. Los filmes sobre los cambios en las relaciones suelen desconcertar. En Pinamar se da aquello de que un final significa el comienzo de algo nuevo.
Pinamar: El canto de las sirenas. Federico Godfrid dirige está cinta emotiva y encantadora, en la cual brilla el dúo protagónico de Juan Grandinetti y Agustín Pardella. Todos conocemos la costa argentina durante el verano, en temporada alta cuando los grupos de amigos y las familias numerosas llenan las playas y los centros de las ciudades costeras. Pero el ambiente colmado y paradisíaco para algunos dista de cómo vemos las playas y el bosque durante el film de Godfrid. Un ambiente silencioso y casi desolador sobre el que se erigen grandes torres con departamentos solo habitados en temporada alta que aportan al vacio del cual percibimos que Pablo, (Juan Grandinetti) intenta escapar cuando emprende viaje con su hermano Miguel (Agustín Pardella) hacia la ciudad costera con el objetivo de esparcir las cenizas de su madre en el mar y vender el viejo departamento de veraneo de su infancia. Desde un primer momento percibimos cierta tensión entre los hermanos que parte de la oposición de sus personalidades. Miguel es el más chico, extrovertido, ruidoso e inquieto, propone a su hermano quedarse a aprovechar un par de días en el departamento y pasarlo con amigos, a lo que Pablo, de carácter taciturno y mas estructurado, se muestra reticente en un principio. Sin embargo, tras su llegada los tramites se atrasan, ciertos recuerdos y reencuentros los hacen dudar de sus intenciones y hasta la aparición de su antigua vecina Laura (Violeta Palukas) genera un conflicto entre los dos hermanos. La historia nos lleva por varias etapas a medida que la confusa mezcla de sentimientos entre la dolorosa perdida, el salto a la madurez, peleas y reconciliaciones fraternales y el amor hacen evolucionar a estos personajes por los cuales automáticamente sentimos cercanía y empatía. Federico Godfrid (La Tigra, Chaco; 2008) claramente sabe cómo quiere contar esta historia que, con ayude de un guión perfectamente estructurado por Lucia Möller, toma el género coming-of-age (películas sobre adolescentes/adultos jóvenes llegando a la madurez) y lo utiliza en un clima sin sobre-actuaciones dramáticas ni comedia forzada para aligerar la situación, en el cual tenemos las dosis justas de humor y drama como para que la propia atmósfera vaya aumentando la tensión y avanzando la trama. El film cuenta además con una fotografía excepcional a cargo de Fernando Lockett (Oscuro Animal; 2016), la cual le va dando a la ciudad cierta mística y encanto a partir de lo gris y solitaria que la podemos notar en un principio. Los actores protagónicos se llevan gran parte de los méritos del film, Juan Grandinetti (El Prisionero Irlandés; 2015) no tiene dificultades en ser el ancla del espectador, el cual comienza firme y sobrio para luego ir mostrando un lado con más soltura, confianza y vulnerabilidad. A su vez, Agustín Pardella (Como una novia sin sexo; 2016) da una similar muestra de sensatez y seriedad a medida que la historia avanza, con lo cual sentimos que las personalidades “opuestas” en un principio de los hermanos van entrelazándose y brindándose mutuamente apoyo para lo que el otro necesita, si bien no siempre es explicito. Violeta Palukas (Infancia Clandestina; 2011) brinda vitalidad y personifica a un interés amoroso que también es creíble y evita caer en ser un simple personaje unidimensional. Pinamar es una historia sencilla en la cual todos los eslabones funcionan, sus personajes son reales, los conflictos son palpables y la temática general es actual y relevante, tiene un gran director y esplendidos protagonistas que la convierten en una película muy bien lograda.
Blue is the warmest color La segunda película de Federico Godfrid se construye sobre la relación entre dos hermanos que viajan a Pinamar fuera de temporada tras la muerte de su madre para tirar sus cenizas al mar y vender el departamento familiar. Una vez allí los recibe Laura, una joven pinamarense, amiga de la infancia de Miguel. Entre música, tragos y juegos, ella despierta el deseo de los hermanos y comienza a manifestarse, casi de forma imperceptible, una química que permanecerá flotando en el relato hasta el último minuto. Compuesta casi íntegramente por planos generales del lugar o primerísimos primeros planos de los rostros de los personajes, la película se despoja de cualquier tipo de artificio para dejarse llevar solamente por lo que les pasa a los protagonistas. Sin actuaciones efusivas ni grandes intensidades, pero con una puesta en escena virtuosísima y funcional a lo que se quiere contar, la emoción surge de la forma en la que se narra y filma. Con una melancolía propia del cine de Ezequiel Acuña –sumada a la inconfundible fotografía de Fernando Lockett– y con una cercanía que nos permite observar con una lupa la belleza inagotable del rostro de Laura (una radiante Violeta Palukas) en cada uno de sus gestos y acciones cotidianas, el codirector de La Tigra, Chaco encuentra un nuevo ángulo para seguir explorando un terreno que ha sido abordado innumerables veces, pero muy pocas, poquísimas, de esta manera: con una notable delicadeza para delinear a los personajes y una gran capacidad para capturar la fugacidad de un instante y volverlo cine. El resultado es una película fresca, potente y genuinamente emotiva, de esas en las que uno quisiera quedarse a vivir. Aunque sea por ochenta y tres minutos.
Pequeño y agradable film sobre tiernos recuerdos de familia La historia es muy sencilla. Dos jóvenes hermanos, ya huérfanos, van al lugar donde tantas vacaciones pasaron con sus padres. Pero van fuera de temporada, a tirar las cenizas de la mamá y vender el departamento familiar, amueblado y con los recuerdos ahí adentro. Recuerdos que habrán de ir saliendo, provocando la melancolía natural de esos casos, pero sin melodrama, sin violines. Surgirán naturalmente alegrías, tristezas, malhumores, luego discrepancias y alguna indecisión. Y surgirá también, simpática e inocentemente perturbadora, una vecinita. El resultado es una película pequeña (deliberadamente pequeña) y agradable. Todo está mostrado con amable ternura, con mucha perspicacia, y con tres buenos intérpretes: Juan Grandinetti, Agustín Pardella y Victoria Palukas, la nena de "Infancia clandestina", que ya no es tan nena. Los acompañan muy adecuadamente algunos intérpretes locales. El director, Federico Godfrid, es un verdadero especialista en dirección de actores. Para mayor identificación, es el codirector de la recordada "La Tigra, Chaco", otra película también pequeña y agradable. Vale la pena.
Volver a casa Los balnearios fuera de temporada tienen ese dejo nostálgico propio del que sólo los visita en verano. Un escenario melancólico, gris y deshabitado capaz de rescatar recuerdos de la niñez, como también de forzar reencuentros y concretar amores perdidos. Por eso, no es casual que el director Federico Godfrid, como tantos otros en el nuevo cine argentino y latinoamericano, haya elegido la costa en invierno como testigo para contar una historia simple y emotiva, de esas que interpelan al espectador desde la identificación y la fibra sensible con una sencillez que conmueve. Pinamar narra el regreso de Pablo y Miguel (Juan Grandinetti y Agustín Pardella), dos hermanos de veintipocos, a la ciudad costera con la intención de dejar allí las cenizas de su madre y cerrar de alguna manera el luto vendiendo el departamento en el que tantos recuerdos de vacaciones quedaron guardados. Sin embargo, no pasará mucho tiempo para que los roces entre hermanos comiencen a aflorar, a la par que reaparecen lugares, fotos y amistades que aluden a tiempos más felices, siendo la presencia de Laura (Violeta Palukas), un viejo amor de ambos en la adolescencia, lo que genere el mayor quiebre entre ellos. “Yo no vine a pasarla bien”, le dice Pablo a su hermano cuando este lo incentiva a pedir parte de enfermo en el trabajo, y así descansar unos de días. La diferencia en la manera en que cada uno sobrelleva el dolor de la pérdida es lo que marca dos personalidades radicalmente opuestas, reflejadas en la actitud introvertida y contemplativa de Pablo y la espontaneidad y verborragia de Miguel. Algo que incluso se complementa en los momentos que Laura está cerca, generando una tensión sexual de la que ninguno se hace cargo. Godfrid demuestra en su primera película en solitario – ya había codirigido con Juan Sasiaín La Tigra, Chaco (2009) – que la dirección de actores es su fuerte. Es así, que entre la gestualidad de Grandinetti y Pardella como partícipes de una dinámica de hermanos tan natural como entrañable, y la impronta solitaria de una Pinamar fantasmal, detenida en un invierno eterno y nostálgico, se construye en una pequeña historia sobre la importancia de los vínculos y la dificultad de emprender nuevos comienzos. Pero fundamentalmente en la magia de decir mucho con tan pocos recursos es lo que hace que Pinamar sea tan disfrutable.
Esta es una historia de hermanos, entre el amor, el reencuentro y el adiós. Donde van jugando distintos tiempos entre el encuentro con una amiga de la infancia, una aventura que se entrelaza con el deseo, la muerte, el duelo y las despedidas. Su relato va resaltando los rostros, miradas, silencios, con primeros planos, plano detalle, planos generales, los cuales movilizan al espectador, una estupenda fotografía de Fernando Lockett, resulta emotiva, tierna y con buenos mensajes. Con las buenas actuaciones cada una a su medida de: Juan Grandinetti (“Toc Toc”, “Mineros”), Agustín Pardella (“Un amor”) y Violeta Palukas (“"Infancia clandestina"). Este film pasó por los Festivales de San Sebastián, Biarritz y Mar del Plata.
La ciudad veraniega se convierte en un lugar de recuerdos y melancolías para dos hermanos unidos por la soledad y la desesperanza. La primera obra solitaria del director Godfrid comienza con los dos hermanos en silencio dentro del auto, uno manejando mirando a la nada y el otro haciendo berrinche como un chico que no quiere estar ahí. Esa es la introducción de los dos protagonistas que vuelven a la ciudad de Pinamar para vender la casa de sus padres. Tras la muerte de su madre, los veinteañeros deciden entregar el hogar con todos sus muebles y objetos, tratando de dejar el pasado a un costado y queriendo definitivamente vivir solos por separados. Los dos son diferentes. Pablo (Juan Grandinetti) es huraño, senil y taciturno, mientras que Miguel (Agustín Pardella) tiende a ser afable, expresivo y explosivo. La llegada de ambos a la costa no será pasajera, los antiguos amigos y las calles que permanecían calladas en sus cabezas retomarán sus sensaciones. Es su competencia por el corazón de una joven chica (Violeta Palukas) la que descaderará un nuevo haber y abrirá la caja de Pandora que habían olvidado en su infancia. Entre engaños y golpes tanto físicos como psicológicos, la dupla deberá someterse a la prueba de una localidad fuera de su estadía turística, en su resplandor del frío. Los elementos de la costa son utilizados de modo sublime para que la actuación amortigüe de forma natural escena tras escena. Los pequeños engaños del film (que contiene un gran labor por parte de la dirección de sonido) se verán en las facetas de fotografía, donde no hay muchos riesgos y vuelve, por momentos, monótona a la historia. Sin embargo, las mayores luces del largometraje residen en los elementos de campo afuera como la madre misma, un espectro que aparece solo cuando se disputa la venta de la propiedad, o el decorado que recorre la morada antigua (caña de pescar, grabadora). Todo esto puja para que los hombres perdidos vuelvan a reflotar su objetivo principal. ¿Qué hacer con todo este gran peso de la memoria? Y es así como, paso a paso, los dos ex pinamarences se van develando, despertando de un sueño difícil de superar. Una vigilia a la que ninguno quiere pertenecer y es por eso que ambos se necesitan para llegar una decisión final. Cercano al cine de Kenneth Lonergan y especiales similitudes con Ezequiel Acuña, el cineasta logra captar la esencia de un momento atroz, como es la muerte de un ser querido, para transfórmalo en un relato de la maduración. Puntaje: 4/5
Federico Godfrid fue el codirector de la luminosa “La Tigra, Chaco” en 2008 y aquí, en solitario, demuestra que tiene talento y buen manejo de la herramienta cinematográfica. La historia es simple: dos hermanos van a Pinamar para arrojar las cenizas de su madre y vender la casa familiar. Allí hay una chica, una amiga de la infancia de uno de ellos. El juego entre los tres personajes (magníficos Churruarín, Grandinetti y, especialmente, Palukas) genera algo que va más allá del drama y transforma el cliché de “jóvenes ante la disyuntiva se van a una playa” en otra cosa en la que el paisaje funciona como reflejo de las emociones. Es decir, las imágenes cuentan. Aún con un espacio acotado y un elenco mínimo, pasan muchas cosas en esta película que acierta también en la duración justa, del plano y del todo. La melancolía se disuelve en sus componentes de tristezas y alegrías en estado puro, y ese es todo un logro.
Pinamar es una película casi minimalista, en el sentido de que las acciones toman su tiempo para tener lugar. Tras la muerte de su madre, dos hermanos, Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) viajan a dicha costa balnearia para entregar la casa vacacional que acaban de vender. Los recibe Laura (Violeta Palukas), una amiga oriunda del lugar, con quien ambos sienten algún grado de atracción. Pero también los recibe la casa con sus recuerdos. Los dos, pero sobre todo Pablo, sentirán la tentación de quitarle el velo al pasado al mirar viejas fotos, o al escuchar casetes que grabaron de muy chicos, en donde también aparece la voz de la madre. El duelo, el malestar de los hermanos, está presente en el permanente bullying de Miguel hacia Juan, que es mucho más reposado y decide que la procesión vaya por dentro. Un aspecto interesante de la película es que se conecta con cierta “memorabilia” de la argentinidad: toda esa serie de artefactos antiguos, las fotos en papel, los casetes, el viejo mobiliario, incluso, la ciudad balnearia fuera de temporada, remite a una cotidianeidad pretérita de modo similar a las películas de Martín Rejtman. Menos lograda es la polaridad de los personajes, el desenfreno de Miguel por salir en grupo y visitar los (pocos) lugares nocturnos opuesta a la reticencia de Pablo por jugar al bowling o beber siquiera un vaso de cerveza. El film funciona mejor cuando se abandona a la deriva, cuando la remolona cámara se dedica a capturar los paseos por la orilla del mar o los bosques de pinos, y sobre todo, en el momento en que los hermanos arrojan las cenizas de su madre al mar. Es un momento realmente logrado, en que se funden las reacciones de los dos hermanos ante una instancia crucial y vale por si solo la película.
Dos hermanos viajan a Pinamar, tras la muerte de su madre, con el objetivo de tirar sus cenizas al mar y vender el departamento familiar que tienen allí. Ese es el punto de partida, el disparador de este drama con momentos de comedia que sigue las desventuras, desaveniencias y asuntos a resolver de los hermanos, quienes conocen el lugar de memoria ya que han pasado sus vacaciones allí toda la vida. Esta vez, sin embargo, la visita es en invierno y, como en todos los balnearios, el ambiente es bastante diferente. Pero no hay thriller ni policial de por medio aquí. Godfrid pone a los hermanos, Pablo y Miguel, a enfrentar zonas de su pasado y de su relación: uno de ellos es más reservado y parco, el otro más locuaz y sociable. En Pinamar se encuentran con Laura, una amiga de la infancia, y son ambos los que se interesan por ella en su versión ya post-adolescente. Y a lo largo de los días que pasan allí se encuentran demorando una y otra vez la venta de la casa en cuestión, tratando de resolver esa crisis, que es un duelo doloroso pero también una posibilidad de dar un giro en sus vidas. El codirector de LA TIGRA, CHACO vuelve a construir otro sutil relato de personajes enfrentándose a confusas emociones y a situaciones críticas. Aquí, además de la potencial historia de amor –siempre manejada con un inusual y bienvenido grado de pudor– se suma la de la relación tensa entre los hermanos y ese paso a la adultez que significa hacerse cargo de la herencia física pero también emocional de tomar las riendas de sus propias vidas y las de su familia. Una película pequeña, emotiva y muy lograda por parte de un cineasta que no teme acercarse a temas sentimentales y que lo hace con la sapiencia y sabiduría que no tienen algunos mucho más veteranos.
Olas que traen recuerdos. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) son dos hermanos con personalidades diferentes pero unidos para la difícil tarea de hacerse cargo de las cenizas de su madre, fallecida en un accidente, y así cerrar una etapa con la venta de un inmueble, espacio donde pasaron parte de esa infancia y que guarda en cada rincón alguna historia, algún aroma y muchos fantasmas simbólicamente hablando. El mar de Pinamar a pesar de transmitir tranquilidad al corazón, aquieta las tempestades del duelo. La pérdida de ese lugar de confort cuando todos eran familia llega con las olas y en la rompiente arrastra la nostalgia y la tristeza. Para Pablo, el tiempo de ese duelo es de reflexión mientras que Miguel escapa con la posibilidad de hacer algo en el balneario antes de poner la firma en el boleto de compra venta -junto a su hermano- y darle fin a una historia donde el balneario ya no tendrá el mismo peso. Sin embargo, Laura (Violeta Palukas) la vecina abre las posibilidades de nuevas relaciones, aventuras amorosas fugaces. Su presencia aviva esa rivalidad constante entre los hermanos, aunque no se interpone del todo en ese lazo que los conecta desde el dolor, pero también desde la mutua compañía para transitar el proceso del duelo. En su segundo opus, Federico Godfrid construye con calma un relato que gana emotividad sencillamente por la buena actuación del trío, que lleva adelante la historia. Aprovecha, gracias a la impecable fotografía de Fernando Lockett, las locaciones de un balneario solitario -al no estar sujeto al aluvión turístico- y en ese sentido la nostalgia por esa ciudad sintoniza mucho mejor con el tiempo interno del relato.
PINAMAR por ojosabiertos - Críticas 11 May, 2017 07:17 | Sin comentarios La segunda película de Federico Godfrid confirma todo lo bueno de su film precedente y también permite conjeturar algunas de las características de su cine Compartir en Tumblr Desde Chaco hasta Pinamar Por Marcela Gamberini Las playas en invierno, fuera de la temporada estival, son espacios vacíos, habitados por las figuras espectrales que han poblado masivamente cada uno de esos lugares en verano. El frío, la neblina, el mar grisáceso, la arena seca, los edificios de paredes blanquecinas con las ventanas cerradas suelen ser el marco que muchos realizados eligen para empezar a contar sus historias o terminarlas – como la inolvidable y mágica secuencia de Los cuatrocientos golpes de Truffaut-. La playa vacía es pura carencia, espacio despoblado, como las almas un poco agujereadas que a medida que trascurre el relato se van llenado de afectos, experiencias y comprensiones mutuas. El espacio es el punto de partida de Pinamar, la segunda película de Federico Godfrid, después de haber codirigido en 2008 la reveladora La tigra Chaco, donde un joven regresaba al lugar que da título a la película en búsqueda de su padre. En Pinamar el viaje está nuevamente presente, pero en este caso dos hermanos se trasladan a la ciudad costera para arrojar las cenizas de su madre en el mar y a la vez planear la venta del departamento que ella habitaba. El espacio interno, el de la casa, es un problema para los hermanos, no saben qué hacer con él; el espacio externo, el de la ciudad de Pinamar, les es ajeno en el presente y a la vez cercano en sus recuerdos. Los lugares importan y mucho para Godfrid: el suyo es un cine del espacio, del espacio que es a su vez memoria tanto individual como generacional; ese espacio que es cerrado como el departamento de la madre o abierto como la playa; ese espacio que guarda recuerdos y golpea al presente de forma violenta. Y como el espacio también es tiempo, el tiempo es vital en Pinamar; se supone que los hermanos viajan por un día y se quedan un poco más, ya que no pueden decidir qué hacer con el recuerdo de la madre disperso en los pliegues del departamento. Pinamar, Federico Godfrid, Argentina, 2016 El generoso tiempo, la lentitud con que filma Godfrid es también decisiva; su cámara, su mirada amorosa, se acerca a los personajes acompañándolos, creando un clima de deferencia y comprensión. También el tiempo es importante a la hora de dosificar la información con la que el director va sembrando el relato; nos enteramos de todo lo necesario y de nada más, lentamente; así como sucede con los hermanos se van reconociendo el uno al otro en esta experiencia dolorosa e inevitable, en ese vacío de playa y de afecto. Ambas películas, viajeras y viajantes, suponen un camino hacia algún lugar simbólico y a la vez real: el padre una vez, las cenizas de la madre después; la selva de Chaco primero, la playa de Pinamar en esta oportunidad; y en el medio de esas pérdidas algún enamoramiento sucede. El amor es un puro presente, donde no cuenta ni el pasado ni el futuro. El cine de Godfrid es un cine de miradas y de gestos amables situado en espacios un poco hostiles. La experiencia del cuerpo también define una forma de estar. Se trata de cuerpos que transitan experiencias vitales y búsquedas esenciales; cuerpos que pasan de la melancolía y el dolor a la alegría y la sonrisa, de la pelea al abrazo. Pinamar sobresale por su sensibilidad y su precisión, por su melancolía y su parecido con una buena comedia romántica. Todo es medido y laborioso: cada plano, encuadre, gesto responde a una dirección, pero al mismo tiempo el film goza de una libertad poco frecuente Marcela Gamberini / Coypleft 2017
Federico Godfrid construye en Pinamar una película sobre los vínculos familiares y los sentimientos. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) viajan a Pinamar a vender el departamento familiar y a arrojar al mar las cenizas de su madre en esa ciudad que visitaron de vacaciones cada verano desde niños. Uno es retraído y tiene una tristeza que domina su rostro, el otro es extrovertido, al filo de parecer ese tipo denso que no para de hacer bromas continuamente. Pero sobre todo y profundamente son hermanos. Ese día en que van a firmar la venta, se convierte por complicaciones primero y por deseos que se atienden después, en un fin de semana que compartirán con Laura (Violeta Palukas), la hija del encargado del edificio a quien conocen desde chicos. Federico Godfrid a partir de un guion que funciona por acumulación de pequeñas situaciones que estos jóvenes atraviesan esos días (charlas, salidas, etc.) construye una película de silencios, de diálogos que suenan naturales, de pequeños y poderosos detalles (la ropa colgada en el baño, la campera de la madre que Pablo usa desde el comienzo, la escapada en la noche que termina en el muelle observando a una mujer pescadora) que no necesitan de gestos extemporáneos ni gritos y que conmueve sin golpes bajos. Melancolía, duelos, esperanzas, tomas de decisiones. Son de destacar la excelente fotografía de Fernando Lockett que se luce especialmente en una escena clave durante una carrera por el bosque y las actuaciones del joven trío protagónico para llevar a buen puerto una película que no le teme a los sentimientos sino que se expresa a través de ellos y, fundamentalmente, cree en lo que cuenta.
Crítica emitida por radio.
Narración minimalista cuya trama no decae ni se fractura Federico Godfrid debuto junto a Juan Sasiaín en la co-dirección de “La Tigra, Chaco” (2009), hoy como único director de “Pinamar”, nos presenta el viaje en auto a la ciudad que da el nombre al film, en época invernal, de dos hermanos: Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella), dos veinteañeros con una misión concreta y dolorosa. La madre acaba de morir y cumpliendo sus deseos, que sus cenizas fueran esparcidas en el mar, y al mismo tiempo intentar vender el departamento donde la familia pasaba los veranos, venta que queda sin resolver (por lo tanto no podemos decir que no haya una secuela). Por si algo faltaba, surge una amiga de la infancia Laura (Violeta Palukas), hija del encargado del edificio Dunas II (donde se encuentra el departamento a vender) con su hermanito, y será ella quien los acompañe en: caminatas, cervezas, salidas nocturnas y el juego de la botella, consecuencia de esa relación apreciaremos que los hermanos se sienten atraídos por Violeta. Los dos momentos de intensidad marchan a la par, la dura misión que tienen que cumplir y la sentimental que surge entre los hermanos y la muchacha. La verdad es que no se sobrepone la una a la otra, y podemos inferir que siempre que algo termina da pie para inicio de cosas nuevas. Respecto al prolongado tiempo que le tomo la concreción del proyecto el realizador dice que “la idea surgió luego de que el recorrido de “La Tigra, Chaco” estuvo terminado. Uno siempre se queda con la idea de que fueron cuatro semanas de rodaje, pero en total fueron seis años de laburo, porque entre que se empieza a desarrollar y escribir el guión, luego filmar y finalmente editar, transcurre mucho tiempo. En el 2012 surgió la idea del departamento de mi familia y junto con Lucia Möller, como guionista, comenzamos a visitar regularmente Pinamar y trabajar a partir de ese espacio. El disparador fue el departamento de mi familia, luego pensé en dos hermanas, pero eso cambio y se transformó en dos hermanos. Lucia trajo a la película la cuestión del duelo: ella tuvo que tirar las cenizas de su madre junto con su hermano. A partir de ese combo comenzó a armarse la historia.” “Comenzamos con los ensayos en Buenos Aires y después nos fuimos al departamento de la costa varios fines de semana. Lo fundamental era empaparse del lugar, vivir Pinamar, conocer a la gente de allá. Creo que eso hizo que las escenas estuvieran pre vividas…facilitando el momento posterior con la cámara, los micrófonos, los técnicos.” El resultado es una película minimalista(*), que no disminuye en nada la obra final, al contrario la engrandece y valoriza aún más. Interesante es ver que muestra una Pinamar como una postal melancólica, resultado de convivencias de dos tiempos: el pasado, infancia siempre idílica en el recuerdo, y el presente revelado como paso del tiempo. Muy buen trabajo actoral de los protagonistas, mientras que los intérpretes de apoyo, todos locales, no los desmerecen en nada. Todos jugando con un guión preciso, pero que permite la participación de los actores en ciertos momentos (por ejemplo la escena del rapero), para una narración lineal en la que los sentimientos de los protagonistas van creciendo, y con seguridad de que los actores, y los tiempos son los que manejan los hilos de una trama que en ningún momento decae y no muestra fisuras, (*) Minimalismo: Corriente artística que sólo utiliza elementos mínimos y básicos. “Todo aquello que ha sido reducido a lo esencial y que no presenta ningún elemento sobrante o accesorio. La intención del movimiento es generar sentido a partir de lo mínimo. Esto requiere simplificar los elementos utilizados, apelando a un lenguaje sencillo, colores puros y líneas simples”
Pinamar es la historia de dos hermanos, Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella), quienes viajan a la ciudad costera para dispersar las cenizas de la mamá y vender el departamento que heredaron. Los hermanos regresan a una Pinamar de baja temporada, desierta, con frio y viento, en donde se reencontrarán con la hija del encargado del edificio, que los integrará a su grupo de amigos para que tengan una estadía amena y no se sientan tan solos. El relato es interesante: dos hermanos se quedan solos, vuelven a ese lugar de la infancia que tanta felicidad les dio, y en donde hay recuerdos por todos los lugares que caminan. Poquísimos diálogos se desarrollan a lo largo de la película (un recurso del que a veces abusan los directores). Primeros planos silenciosos, estáticos, demasiado extensos. Planos detalles que en algunas escenas quedan a libre interpretación del espectador y se suspenden en ese momento. Si las escenas hubieran estado acompañadas por un flashback o narradas por los protagonistas, suplantando esos minutos silenciosos, entonces el resultado hubiera sido otro. El espectador podría identificarse en la mirada nostálgica de estos hermanos que perdieron a su mamá. Se rescata la dirección actoral, la dupla protagónica y la química que se observa. El director logró marcar el antagonismo a través de la manera en que cada hermano asume el duelo. Con un poco más de cuerpo, el filme habría evitado generar esa sensación de querer adelantar la película al momento final, saltar los tiempos muertos que poco transmiten, para llegar a donde los protagonistas resuelven el cuasi conflicto de la trama. Federico Godfrid crea un fuera campo para que el espectador complete lo que no se ve, pero justamente lo interesante habría sido ver como él construye ese vacío narrativo. Por Mariana Ruiz @mariana_fruiz
Pinamar es el primer filme en solitario de Federico Godfrid, codirector de La Tigra, Chaco. Narra la relación entre dos hermanos que llegan a la localidad costera argentina por un trámite inmobiliario. La decisión de filmar la costa y dejar el mar en los márgenes marca al cine independiente del nuevo siglo, concentrado en historias pequeñas y naturalistas –limítrofes con el documental– que le esquivan al abismo del fresco global, a los experimentos formales o a la anacrónica fabulación. Ese recorte de época recurrente es el que Federico Godfrid acomete de manera literal en Pinamar, en una historia sobre dos hermanos y una chica situada en la renombrada localidad vacacional que poco tiene de playera o hedonista. El ejercicio de inducción habitual marca así y todo la diferencia por su calidad cinematográfica, que Godfrid logra con desplazamientos y aproximaciones de un calculado y respetuoso virtuosismo. Más luminosa que la entrañable y triste La Tigra, Chaco (2009), codirigida por Godfrid junto a Juan Sasiaín, Pinamar –que reincide en título geográfico aunque en antípodas imaginarias– coquetea con la comedia romántica como un Robin Hood que le roba gestos al género para repartirlo en arcas inadvertidas. Se podría decir que todo en Pinamar es marea intermitente: es triángulo amoroso sin serlo, el drama familiar (un duelo materno que incluye el arrojo de cenizas) está asordinado y hasta descuidado, el sentido de actualidad se borra en un inocente y arcaico juego de la botella, los hermanos podrían ser amigos: pero esas vaguedades, dignas del océano colindante, permiten que el filme se arme en base a instantes, silencios, miradas, destellos de hiperrealismo poético (con la experiencia de Fernando Lockett en la dirección fotográfica) que hacen de síntesis fuera de temporada del costumbrismo juvenil-audiovisual argentino. En sintonía con el argumento de La Tigra, Chaco, hay también aquí un regreso y un enamoramiento. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) llegan a Pinamar en auto, el primero ya dando tempranas muestras de su seriedad ensimismada y el segundo de sus muecas extrovertidas, con el propósito de vender el departamento de la madre fallecida. En el tiempo en suspenso del trámite inmobiliario se reencuentran con la vecina del piso de abajo, la sencilla y simpática Laura (Violeta Palukas), con quien salen en pandilla junto a otros muchachos del lugar. Habrá partidas de bowling, instancias musicales, exploración con linternas y corridas entre pícaras y sentimentales. El vaivén broma-melancolía de los hermanos es el dueto de tonos que hace avanzar a Pinamar, aunque es la contemplación inescrutable de Pablo la que predomina. No por nada él es el candidato a quedarse con Laura, al principio una joven pasiva que se excede en risas pero que más tarde gana entidad con hallazgos de grandeza minúscula como jugar a sacar fotos con parpadeos, otra muestra de ritual cuidadosamente desfasado. Romántica en su desenlace, Pinamar adivina en el mar un horizonte inédito por descubrir.
Federico Godfrid estrenó en 2008 su ópera prima La Tigra, Chaco. Una muy buena película que contaba una historia en un pequeño pueblo de unas veinte cuadras. En su segunda película, casi diez años después, vuelve a trabajar una historia similar con un lugar definido. En ambas hay un protagonista que va a tal lugar y que debe enfrentarse con un problema familiar (en este caso la venta de un departamento que pertenecía a la madre de los protagonistas), pero también está la idea de mostrar los lugares fuera de las luces, como realmente son, no como un atractivo turístico. Los dos protagonistas son hermanos, Pablo y Miguel, y tienen personalidades opuestas, uno es callado e introvertido y el otro es más extrovertido; ya en el primer plano de la película se muestra y delinean cómo serán los personajes. Son los actos los que los delinean, uno quiere vender la casa, el otro tiene sus dudas. Uno trata de conquistar a la vecina -una excelente Violeta Palukas-, mientras al otro no parece importarle. Estas dos personalidades tendrán sus pequeños desacuerdos durante toda la historia, en una Pinamar en temporada baja que aun así se ve increíblemente hermosa gracias a la dirección de fotografía de Fernando Lockett. También hay que sumarle el trabajo de ambos actores –Juan Grandinetti y Agustín Pardella- que son naturales, convincentes y que parecen realmente hermanos. Cada uno entiende el otro, sus tiempos, su humor, su forma de ser y pensar. Pero también son los silencios, las miradas de cada uno de los protagonistas las que hablan por ellos. A pesar de que hay diálogos, lo interesante es verlos a ellos, cómo se relacionan con los demás, cómo se mueven en este espacio. Lo que propone Godfrid es un trabajo sobre los espacios, un tema que parece obsesionarle. ¿Qué ocurre en esas cuatro paredes?, ¿es sólo un espacio familiar sin ningún peso?. Esas y muchas otras son las preguntas que se hace este director y de las cuales la audiencia sacará su conclusión hacia el final de esta pequeña pero muy valiosa historia.
La adolescencia suele representarse en el cine con austeridad y distancia, o con estereotipada superficialidad. Es realmente difícil encontrar en la pantalla grande un abordaje a esta etapa de la vida, o a la primera adultez, en el que se respete su abanico emocional, sus desbordes, sus inquietudes y responsabilidades; en definitiva: su humanidad. Pinamar es una película personal, necesaria, tan encantadora como alejada de los estándares, y cuenta además con un registro íntimo que prácticamente no cuenta con precedentes en el cine latinoamericano.