Angelin Preljocaj revisita el género dramático inspiracional, en esta película que toma el esfuerzo de un personaje por conseguir algo, en este caso llegar a bailar en el ballet del Bolshoi, y que en el camino por hacerlo se transforma. Escenas oníricas, la música que envuelve a su protagonista, la rebeldía por patear el tablero y tomar sus propias decisiones, van configurando el camino de la joven que da nombre a la película, un sendero plagado de obstáculos. Algunos lugares comunes, y la pérdida de la idea original, van resintiendo la propuesta, pero aún así la cruza de clásicos como "Billy Elliot", "Flashdance" y algunos más recientes como "Wiplash", conforman este drama sentido y estilizado.
Expresar con el cuerpo Polina, danser sa vie (2016) se presenta como una película de superación personal pero lejos está de serlo. El film de Valerie Müller (también guionista) y Angelin Preljocaj se transforma en un interesante relato de identidad en el reencuentro de la protagonista consigo misma. Y lo hace bailando. Polina (Nastya Shevtzoda) pasa sus días ensayando rígidamente para bailar en el Teatro Bolshoi de Rusia. Su padre costea económicamente las clases, hecho que le trae más de un problema con la mafia. En su adolescencia decide viajar a Francia a estudiar danza contemporánea. El reclamo de sus instructores es siempre el mismo: entre bailar y “expresar” hay una diferencia, “los grandes bailarines expresan con su cuerpo” dirá uno de ellos. Con esta premisa busca empleo, academias nuevas de baile, hasta encontrar aquella danza que le resulte acorde a sus expresiones corporales. Polina, danser sa vie está contada al modo europeo, separando el relato de la fábula y dándole un realismo sórdido por momentos, estético y hasta surrealista en otros, mostrando siempre el punto de vista de su protagonista (por ejemplo al ver la vida cotidiana como una gran coreografía) para describir audiovisualmente sus sensaciones internas en cada momento. Resulta que el director y coreógrafo Angelin Preljocaj es uno de los bailarines dueños de una de las academias de ballet más reconocida de toda Francia. Con este dato, podemos ver el film como una manera de atravesar todas las danzas (desde el clásico hasta el contemporáneo, pasando por la experimental Pina Bausch) pero no con una finalidad documental sino expresiva, buscando el baile que libere a su protagonista de su mandato familiar. Basada en una novela gráfica contada en diez idiomas, la película comete el pecado de ser demasiado explícita en su cometido, recurriendo a estereotipos que el cine ya ha transitado con respecto al baile: Instructores rígidos ultra exigentes en cuanto a danza clásica se refiere, en una Rusia extremadamente fría y gris; el cambio hacia una Francia siempre iluminada, con colores claros y espacios abiertos con una instructora descontracturada -incluso despeinada- en el personaje de Juliette Binoche, aunque igual de exigente. Polina transita y sufre ambos opuestos y en la búsqueda personal de su propia danza logrará un mix de ambas expresiones artísticas. De este modo, Polina, danser sa vie se distancia de Billy Elliot (2000), El Cisne Negro (Black Swan, 2010) u otro tipo de relato donde la danza es el tema central, al priorizar la expresividad del baile en toda su dimensión, con coreografías no sólo de los bailarines sino también del equipo técnico (cámaras que circulan por el espacio siguiendo los movimientos de los bailarines) y de una forma particular de ver la vida. Como Polina y el director del film, Angelin Preljocaj.
Las secuencias de danza son lo mejor de esta película sobre el ascenso de una joven bailarina. El reputado coreógrafo de danza contemporánea Angelin Preljocaj debuta en la realización de largometrajes de ficción con una historia que le cae como anillo al dedo. Basada en la novela gráfica homónima de Bastien Vivés y codirigida junto a su esposa, la realizadora Valérie Müller, Polina, danser sa vie muestra el proceso madurativo, tanto artístico como personal, de una joven bailarina clásica que aspira a ingresar al ballet del Bolshoi. El recorrido de la chica (la rusa Anastasia Shevtsova) marcará un arco que irá desde la danza clásica hasta la neoclásica. En el medio, claro, sufrirá varios inconvenientes que amenazan con truncarle sus aspiraciones artísticas. Inconvenientes que abarcan desde una deuda familiar con la mafia rusa hasta desplantes amorosos y profesores particularmente críticos: por momentos los nudos son demasiados, haciendo que el film naufrague dramáticamente. Ese contexto empujará a Polina hasta Francia, donde conocerá a una particular coreógrafa (Julliete Binoche). Gracias a ella el film encontrará su núcleo más jugoso. Los números musicales, filmados en espléndidos plano secuencias o mediante milimétricos planos detalle, adquieren por momentos una dimensión poética que opera como contrapeso de la vertiente más inspiracional –y fallida– del relato.
Polina, danser sa vie: Todos podemos soñar La película francesa de Angelin Preljocaj y Valérie Müller, “Polina, danser sa vie”, llega a todos los cines argentinos este jueves 30 de marzo como un claro ejemplo de la lucha y el intento por conseguir las metas personales, sin bajar los brazos jamás. La historia está basada en la vida de Polina, una niña rusa que vivía junto a sus padres y quien tuvo la suerte de poder empezar a aprender danza clásica desde chiquita, ya que era su pasión, en nada más ni nada menos que en el Teatro Bolshoi, una de las compañías más importantes de su país. Sin embargo, su familia estaba en una grave situación económica en los 90’ por lo que tuvo que trabajar con ellos desde pequeña para solventar los costos. Con el paso del tiempo, ella creció en el ámbito artístico, se convirtió en una profesional y conoció a un profesor francés que dio vuelta su mundo y todo en lo que antes creía; por lo tanto, con toda esa experiencia, en su adolescencia empezó a preguntarse: ¿Cómo debe ser la danza? ¿Por qué tiene que ser tan estructurada? Ante estas preguntas, Polina decidió romper las reglas y correr el riesgo de ir por lo desconocido. La película contó con la participación de Anastasia Shevtsova, Juliette Binoche, Niels Schneider, Miglen Mirtchev, Aleksey Guskov, Marie Kovacs, Nastya Shevtzoda, Jeremie Belingard y Lada St Arroman. Por su parte, el director Angelin Preljocaj es un gran bailarín de danza contemporánea con reconocimiento en todo el mundo. Mientras tanto, Valérie Müller, su mujer, es directora e hizo trabajos previos como “Le monde de Fred”, un film que cuenta la comedia de un hombre que soñaba con ingresar al mundo cinematográfico pero su vida sentimental le trajo una insólita sorpresa: la paternidad. Por otro lado, también realizó “Les Hommes S’en Souviendront”, una película que narra el ingreso de Simone Veil en la Cámara de la Asamblea Nacional para presentar su proyecto de ley para el aborto en 1974. Es decir, que es el primer trabajo de ambos cinematográfico relacionado a la danza, y lo supieron llevar muy bien. La película refleja la búsqueda de la liberación y pasión personal, lo que está dentro de uno latente por salir, eso que nadie puede imponer ni obligar a sentir, la necesidad de encontrar el llamado cable a tierra. En ese camino, la protagonista dejará sus ataduras a una danza clásica tirante, rigurosa y fría que sólo genera presión en ella después de tanta exigencia; frente a este panorama, se suma la triste situación familiar que, ante la carencia económica, hacen lo posible para que su hija sea una bailarina profesional. Demasiada presión en los hombros para Polina que siente que le encasillan el futuro. Sin embargo, cuando ella ve danza contemporánea y descubre la expresión corporal, recordó lo que es sentirse libre, sin libreto, sin coreografía. Por eso, decide ir en búsqueda de su propio camino, sus sueños y anhelos que guardó dentro suyo por complacer a sus papás. Por otro lado, hay una metáfora que resume la trama de la película: la imagen de un ciervo. En un momento, cuando Polina era chica y estaba con el padre, ve al animal cuando se sienta junto a ellos, y sabe que se debe quedar ahí. Pero al final, ella lo vuelve a ver pero lejos de su casa y esta vez marchándose, lo cual representa que debe irse de allí para volver a su hogar. Aunque ella volvió a su vida de antes, ya no era la Polina de siempre: el primer plano en su cara a la sonrisa final demuestra lo contrario, enseña que su camino valió la pena; y el mismo gesto en la cara de su primer profesor refleja que al fin le gusto y lo convenció luego de tantos años de exigencia, pero esta vez no como una bailarina más: como ella misma, con su estilo propio y su libertad. Sin embargo, la vuelta al fin y al cabo representa que finalmente ella se da por vencida, lo cual no termina de encajar del todo para una historia que estuvo bien narrada por los directores, pero con un cierre alborotado y confuso. A pesar de eso, en conclusión, la película inspira a que cada persona siga sus sueños, persiga sus metas, incluso cuando no se pueda, romper barreras y golpear cada puerta sin rendirse jamás. O por lo menos el intento.
El guión de esta película esta basado en un cómic de Bastien Vives. Y cuenta la historia de una bailarina que desde los ocho años comenzó sus estudios y diez años después estaba para ser una estrella del Bolshoi, el anhelo de su familia. Pero ella decide que lo clásico no es lo suyo y parte a Francia para dedicarse a la danza. Y allí sufrirá desilusiones y dolores, estará a punto de olvidar su talento hasta que reencauza su vocación. Una artista que rompe mandatos y reglas y que finalmente, con mucho sacrificio renace a para la danza. Una historia de superación personal sin toque hollywoodense. Sus directores, matrimonio en la vida real, el bailarín Angelin Preljocaj y Valerie Mûller autora también del guión muestran con pericia escenas de baile, climas de entrenamiento, el rigor de los ensayos. Contaron con la bellísima Anastasia Shevtsova como protagonista y una excepciona Juliette Binoche, que si algo tenía que demostrar todavía es aparecer como coreógrafa y bailarina. Mundo de sacrificios y grandes halagos, donde muchas veces los talentosos quedan en el camino porque les falta persistencia y obsesión para dejar su marca. Un poco larga, pero fascinante para aquellos que aman la danza.
Movimientos de una bailarina en el exilio. La ópera prima de los realizadores Angelin Preljocaj y Valérie Müller es un asunto matrimonial: además de ser marido y mujer, su largometraje intenta enlazar amorosamente las artes cinematográficas y las de la danza. Bailarín y coreógrafo con una prestigiosa carrera en su país, Preljocaj parece haber aportado no sólo las coreografías sino, esencialmente, un punto de vista personal sobre la maduración técnica y creativa de la protagonista; Müller, a su vez guionista, tomó como punto de partida una novela gráfica para construir un tradicional arco de ascensos y caídas artísticos y humanos. El extenso prólogo que abre el relato recorre los primeros años de la pequeña Polina –una niña de unos ocho años, primero, adolescente después– enfrentada a sus propias limitaciones y a un rígido profesor (interpretado por el ruso-polaco Alekséi Guskov), mientras se prepara para el examen de ingreso del ballet del Teatro Bolshói. Esa primera media hora de Polina, danser sa vie resulta ser lo mejor del film y encuentra en la debutante Anastasia Shevtsova un rostro lo suficientemente delicado y, al mismo tiempo, potente, como para llevar adelante este relato de crecimiento con convicción. Los paisajes nevados de la Rusia post comunista son reemplazados por las algo más cálidas vistas de París, hacia donde parte Polina –acompañada por su novio francés– para iniciar una nueva vida, cambiando el rigor del ballet clásico por los movimientos más libres –pero no por ello más sencillos– de la danza contemporánea. A partir de ese momento, Preljocaj y Müller hacen derivar la historia hacia un convencional retrato sobre las dificultades cotidianas de una ballerine que no logra encontrar su lugar en el mundo (del baile). Separada de su pareja y con problemas de dinero, deberá aceptar un trabajo como mesera, al tiempo que la relación con sus padres se sostiene gracias al tendido de cables telefónicos. Los realizadores intentan por diversos métodos diluir ese convencionalismo del relato (las dificultades a la hora de encontrar un modo creativo propio y artísticamente efectivo, la relación con la comprensiva pero inflexible profesora encarnada por Juliette Binoche, la dura realidad de la vida en un nuevo país) con una puesta de cámara y montaje elusivos, escapándole asimismo a algunos de los momentos de mayor intensidad y destacando, en su lugar, la descripción de situaciones aparentemente más triviales. Excepto, por supuesto, las instancias de baile, que rozan las zonas del musical tradicional sin entrar de lleno en él. Hacia el final, el círculo se cerrará de manera previsible y esperanzada, confirmando que Polina está más cerca del cuento de hadas hiperrealista que del drama íntimo de una bailarina en el exilio.
CINE Y DANZA. UN LENGUAJE EN COMÚN El cine y la danza comparten el ritmo y el movimiento, cualidades que se potencian a través de la música y del desarrollo de historias donde priman las coreografías y el lenguaje corporal como expresión artística. Una combinación, que ya el teórico italiano Ricciotto Canudo supo reconocer en su Manifiesto del Séptimo Arte publicado en 1911. Esa fusión entre la danza, la música y el cine fue tomada por el director y coreógrafo francés Angelin Preljocaj junto a su esposa y guionista, Valérie M Müller para realizar Polina, danser sa vie (2015), presentada en el Festival de Venecia y recientemente, en Pantalla Pinamar. Polina (Nastya Shevtsova) es una niña rusa con un gran potencial para la danza. Desde pequeña, entrena con uno de los maestros más reconocidos y exigentes de Moscú, Bojinski (Aleksei Guskov) con la aspiración de llegar a ser una gran bailarina e integrar el reconocido ballet del Teatro Bolshoi. Sus padres acompañan con esfuerzo y dedicación la carrera de su hija, a quien no pueden ocultarle sus preocupaciones económicas. A llegar a la adolescencia, se enamora de un bailarín francés Adrien (Niels Schneider), deja atrás el Bolshoi y viaja a París. Allí, se deslumbra con la danza contemporánea a cargo de la apasionada coreógrafa Lira (Juliete Binoche) que le ofrece un giro distinto a su carrera, el cual terminará de definirse en Bélgica, donde conocerá el arte de la improvisación de la mano de Karl (Jérèmie Bèlingrand). Adaptación del cómic homónimo de Bastien Vivès, el guión habla de la búsqueda personal de una joven bailarina en relación a su destino. “Luego de leer el libro, comenta Preljocaj, lo que me interesó fue el camino que ella tomó. Cómo las fragilidades y las debilidades de una persona pueden eventualmente ser un trampolín para la creatividad y el éxito. Desde que comencé a bailar, he visto toneladas de bailarines. Algunos muy talentosos, otros menos. Y resulta que no siempre son los más talentosos quienes consiguen llevar adelante una carrera. Algunos son asombrosos y luego se queman repentinamente – eso le sucede tanto a bailarines como a coreógrafos. Es una especie de longevidad, obstinación y resistencia que le da a ciertos artistas su poder”. Las imágenes de Polina, danser sa vie tienen pocos puntos en común con films donde el tema central gira en torno a la danza como Billy Elliot (2000), The Company (2003) o El Cisne Negro (2010), porque el énfasis está dado en cómo el factor emocional y las vivencias personales forjan y delinean el perfil de una artista, alguien que supo romper las reglas y los mandatos familiares hasta encontrarse consigo misma. Ella dice con el cuerpo lo que no puede expresar en palabras. Desde lo formal, la puesta en escena explora y utiliza herramientas cinematográficas, principalmente el trabajo de cámara y el montaje, para componer las escenas de baile y coreografías. Los planos exaltan el lenguaje corporal desde distintos encuadres y movimientos de cámara en sincronía con la música y el juego de luces y sombras. Una coreografía audiovisual con momentos de gran lirismo que denota la experiencia profesional de Angelin Preljocaj siendo bailarín y dueño de una de las academias de ballet más reconocida de toda Francia. La historia de Polina (muy bien interpretada por la actriz y bailarina Nastya Shevtsova) se prolonga innecesariamente ante la necesidad narrativa de explicarlo todo. Y para hacerlo, utiliza contrastes y estereotipos: del clima rígido en la escuela de danzas en Moscú, expuesta bajo una iluminación dura, fría y despojada se pasa a un luminoso, moderno y descontracturado ambiente parisino. De esa manera, resulta esperable la exigencia y dureza del ruso Bojinski obsesionado con la técnica y las horas de ensayo, contrariamente a la soltura de Liria, quien intentará acercarla a sus sentimientos: “un artista debe saber mirar el mundo a su alrededor, le dice. Mi obra habla siempre de lo mismo, se mueve detrás de alguien que perdí y extraño”. Palabras que funcionarán como un hilo conductor hacia el final del relato. El cuidado estético de las imágenes, el uso de metáforas visuales, como cuando ella imagina el caminar de la gente en la calle confundiéndose con pasos de baile, o la reiteración de la escena del bosque nevando junto a con su padre, hablan de una propuesta que, a pesar de ciertos matices y clishés, supo combinar y potenciar dos artes unidos por un lenguaje en común. POLINA Polina, danser sa vie. Francia, 2015. Dirección: Angelin Preljocaj y Valérie Müller. Guión: Valerie Müller, según el comic-book de Bastien Vivés. Intérpretes: Juliette Binoche, Niels Schneider, Miglen Mirtchev, Aleksey Guskov, Marie Kovacs,Nastya Shevtzoda, Jeremie Belingard, Lada St Arroman. Fotografía: Georges Lechaptois/ Montaje: Fabrice Rouad, Guillaume Saignol/ Música: 79D. Duración: 112 minutos.
Polina: narrar el idioma del arte No es un típico film de danza, aunque ese es el tema; aquí podría decirse que se la ve en profundidad, desde adentro. Como puede verla alguien que, como Angélin Preljocaj la conoce, la vive, la crea y la transmite en todas sus facetas. Como cabe al talentoso creador de quien muchos recordarán su famoso dúo Le Parc, que creó en 1994 para la Ópera de Roma y conocimos aquí no hace mucho cuando Alessandra Ferri y Herman Cornejo lo bailaron en el Colón. El admirable creador francés y su esposa, la cineasta Valérie Müller, han concebido esta suerte de homenaje a quienes se consagran a la danza, partiendo de una ficción que tuvo un origen poco habitual: una novela gráfica de Bastien Vivés sobre la historia de una chica rusa que de muy pequeña sueña con ser bailarina y, como la mayoría de las que comparten ese sueño aspira a una formación clásica y logra ingresar en el riguroso mundo del Bolshói. Conviene aclarar que aquí, teniendo en cuenta quiénes son sus autores, es natural que la mirada sea más profunda y que no asomen los clásicos estereotipos y lugares comunes. El film se interna en ese mundo con la seguridad y la autoridad que le confieren sus hacedores, el terreno que exploran les es propio: el de la creatividad, en el que nada puede serles ajeno. Por eso, los hallazgos emergen tan naturalmente del registro de la cámara, que acompaña a Polina y al resto de los artistas mientras ellos descubren cómo sus vivencias humanas alimentan, transforman y liberan un lenguaje propio, más libre.
La rusita que quería bailar La trama se alarga y alarga, y la presencia de Juliette Binoche es más un injerto que un plus. El espectador no tiene por qué saberlo de antemano, pero aquel que venga gastando las butacas desde hace algún tiempo se dará cuenta de que en Polina hay dos visiones que en vez de concertar y coincidir, se divorcian y desperdigan. Angelin Preljocaj es coreógrafo, y su codirectora en Polina es su mujer en la vida real, Valerie Müller. La unión no siempre hace la fuerza, y los momentos en los que los lenguajes de la danza y el cine no cuajan son mayoría. Polina es una niña usa que no estaría dotada para el ballet. La postura no es la más correcta. “No sos flexible”, le dicen. Pero Polina tendrá otro tipo de flexibilidad cuando crezca y siga a un amor a Francia, dejando la rigurosidad del Bolshoi por la perspectiva nueva de (ficticia) libertad que le da la danza contemporánea. El principal problema con Polina, la película, es su guión. que comienza siguiendo una línea y se reconvierte junto con su protagonista en otra, mucho, pero mucho menos interesante. Allí, con fórceps, ingresa el personaje de Juliette Binoche como una coreógrafa. Su personaje podría estar, o no, pero le da un a estrella al elenco: la presencia de la actriz de Bleu, Mala sangre y El paciente inglés termina siendo más un injerto que un plus. Polina se queda sin el pan, sin la torta y sin los cubiertos, lo mismo que el espectador que esperaba saborear un bife Stroganoff y termina con un trozo de carne dura entre los dientes.
Una historia que habla del amor, del mundo de la danza y de que la lucha por llegar a una meta resulta primordial. Su trama es tierna, mucho se ve reflejado en la mira, en el cuerpo, sus dotes y en las expresiones de la protagonista. Resulta un film especial para todos los amantes a las danzas y del arte. A lo largo de la trama se ve abriendo la sensibilidad del artista. Además nos ofrece una delicada fotografía.
La bailarina que dio el mal paso El viejo conflicto entre el sueño de los padres y el sueño que crece en la obediente hija se ve bien ilustrado en esta opera prima del coreógrafo Angelin Preljocaj y su esposa, la coreógrafa Valérie Müller, donde una rusita formada en la dura disciplina del ballet clásico busca su propio camino vagando por el extranjero. Sostenes visibles, Nastya Shevtzoda del Mariinsky de San Petersburgo, Jeremie Belingard de la Opera de Paris, los discípulos de Preljocaj en el Pavillon Noire de Aix-en-Provence, Juliette Binoche (que de joven supo ser bailarina), Aleksey Guskov, siempre serio, y el búlgaro Miglen Mirtchev como el padre cariñoso llevado a colaborar con la mafia. Cierto que pueden reprocharse algunos lugares comunes, desniveles dramáticos, dos intérpretes de expresión desabrida (tan al gusto francés) y otras molestias, pero, en cambio se aprecia muy bien el esfuerzo, la perseverancia, la creatividad y la maduración de una bailarina, lo que tiene en común con otros jóvenes y su relación con los mayores y consigo misma. Párrafo aparte, la nena Veronika Zhovnytska, la escena donde dos tipos de perfil, maravillosamente lombrosiano, interrumpen la felicidad hogareña y el modo sutil con que nos informan que el padre de la chica supo sacar provecho de esos tipos. Para interesados: esta película se inspira en la historieta "Polina", de Bastien Vives, a su vez inspirado en la bailarina clásica Polina Semiónova. Solo que la dibujó fea y orejona, detalles que los realizadores supieron corregir.
El resultado del trabajo conjunto del matrimonio entre Valerie Müller y el coreógrafo Angelin Preljocaj es una película visualmente atractiva que revisa las miradas más sensacionalistas sobre la danza como disciplina. Por momentos hermosa en su cinematografía, Polina danser sa vie cuenta la trayectoria de una joven que intenta ser bailarina clásica enfocando puntos fuertes en el recorrido de toda profesional de la danza: la infancia, en donde comienza el riguroso entrenamiento en el dominio específico del cuerpo que requiere la disciplina; la juventud, en la que prueba el ingreso al ballet Bolshoi; finalmente, el momento en que decide dejar la danza clásica para dar lugar a su propia forma de entender el movimiento, algo que encuentra en la danza contemporánea. Le película sugiere, con sutileza, mediante imágenes apenas extrañas, que esa decisión nace en el particular mundo creativo y emocional de la protagonista: imágenes que Polina ve, momentos los que el paisaje parece activar en ella el placer físico de la danza. Por otra parte, su elección no se da en el marco de una vida fácil: Polina es miembro de una familia pobre, su padre le debe plata a los tipos equivocados, y su vocación le impone un derrotero por Europa en el que los reveses amorosos y profesionales la ponen (fundamentalmente los últimos) en situaciones verdaderamente riesgosas. Pero a diferencia de otras películas sobre la rígida formación de performers profesionales (pensemos en Whiplash y especialmente en El Cisne Negro) el enfoque de Polina tiene algo de reivindicatorio y fresco. Están los rigores, los golpes, los dedos cortados, la sangre, los esguinces y la extenuación, pero no se agregan a los escollos naturales del crecimiento profesional personajes inflexibles, ni rígidos, ni sádicos: desde su primer maestro (que tiene hacia ella una relativa indiferencia), pasando por la coreógrafa audazmente interpretada por Juliette Binoche, los personajes formadores, tutelares, incluso sus compañeros, son gente amable, cooperativa, y no muñecos siniestros que están ahí para gozar con el sufrimiento de la heroína (la hermosa y raramente carismática Anastasia Shevstova). Producto del trabajo en común del matrimonio entre la directora Valerie Müller y el coreógrafo Angelin Preljocaj, largos tramos de la película funden música e imágenes de manera estimulante, proyectando en las calles y los habitantes de Francia o en la misma Rusia, la creatividad visual de Polina, que ve coreografías en las peleas callejeras, en los paseos junto al río, en los encuentros de los amantes.
Los amantes de la danza, clásica y moderna, de parabienes. Hoy llega a la cartelera porteña, "Polina, danser sa vie", producción francesa dirigida por el respetadísmo coréografo Aneglin Preljocaj (y su esposa), que muestra la evolución de una bailarina rusa, desde su niñez hasta la consgración en la adultez. Libremente basada en una novela gráfica del 2011 (de Bastien Vives), "Polina..." es un film donde lo central es la danza. Si bien las emociones y el camino que realiza la protagonista para acercarse a su sueño y realizarse como artista es vasto y lleno de contratiempos, lo más destacable del film, no es su costado dramático, sino las increíbles coreografías que vemos. Hay en el recorrido que realiza la protagonista (Anastasia Shevtsova, elegida entre más de 600 postulantes para el rol), una permanente apelación a la superación. Sea por la adaptación a cada escenario que transita, sino por la reformulación de los mismos, una vez alcanzado ese estadío. Polina, nace en una famlia corriente y su primera ambición es ingresar a las filas de uno de los ballets más prestigiosos del mundo, el Bolshoi. Desde su exámen de ingreso hasta su estadía en ese lugar, conoceremos su enfoque personal del mundo y las preguntas que se repiten una y otra vez en su cabeza, en cuanto a las condiciones que debe tener un artista para innovar y ofrecer algo distinto al público. Luego, París será el destino de Polina (con su novio francés, porque amor y arte van juntos), donde iniciará una búsqueda distinta, en la que la danza clásica irá dando paso a la contemporánea, con su consiguiente sensación de ruptura y avance. Pero no todo es color de rosa. Y si bien hay en "Polina" una preocupación por fortalecer su perfil desde lo corporal, esos intentos no logran atravesar al espectador. Lo mejor, sigue siendo la danza y el soundtrack. No es que la historia no esté bien contada, sencillamente se ofrece demasiada fría y esa distancia, conspira contra el destino final de la cinta. Se instala curiosidad también sobre ciertas escenas que son esperadas y no llegan a ser hitos en la misma, de forma curiosa y elusiva. Concebida como un vehículo para mostrar como una artista desafía al sistema, "Polina" es una película que busca su público entre todos aquellos que sienten curiosidad por conocer la interioridad de los artistas revolucionarios (aunque no sea un caso real, hay mucho de la vida de Preljocaj y Valerie Muller que se desliza aquí) y quienes disfrutan de la danza, clásica y moderna.
Una niña rusa se prepara para convertirse en primera bailarina, sueño compartido con sus padres, y llegar al mítico Bolshoi. Desde los títulos iniciales, que oponen imágenes de una urbe industrial, fría y gris, con la dulzura y la calidez de una voz femenina que canta en ruso, la película establece esa tensión que encarna la protagonista. Entre las asperezas de la realidad (un padre trágicamente vinculado a la mafia), la dureza del trabajo corporal y la autoexigencia, y la belleza de la danza. "Un verdadero artista siempre busca la prefección" le dice el maestro a la joven. Basada en una novela gráfica, Polina expone, a través de su historia individual, asuntos sociales de la Europa de hoy, con buena tensión dramática y bellos fragmentos de baile, contemporáneo y clásico.
Los primeros cinco planos generales de Polina, danser sa vie son prometedores. Los edificios de una ciudad nevada confieren un contexto inmediato al relato. Las panorámicas fijas son precisas y contundentes. El espacio importa, la arquitectura también. De inmediato, el cuerpo todavía infantil de Polina, la joven protagonista que desde muy chica parece destinada a ser bailarina, es auscultada por los médicos que dictaminan si está en condiciones para una prueba de admisión a una escuela de danza dirigida por un bailarín exigente. Siempre es hermoso encontrarse con un film en el que el personaje se esfuerza por conquistar un arte y en el que seguimos las peripecias de una vocación que debe vencer inconvenientes diversos. La constitución del carácter es un tema apasionante.
“No quiero ver bailar a una linda bailarina, quiero ver bailar a Polina”. La petición intenta llevar al extremo tanto los sentimientos como las habilidades de la joven rusa para provocar rupturas en la forma de concebir y desarrollar la danza pero, por el contrario, no hace más que acentuar el gran inconveniente de la película: la construcción del personaje principal. Polina se esfuerza desde la infancia para pertenecer al cuerpo del baile de Bolshoi y, cuando logra ingresar, se da cuenta de que no es lo que ella quería. Entonces se va a París con su novio y descubre la danza contemporánea, práctica que se encuentra en las antípodas del entrenamiento de toda su vida. Si bien el guión del coreógrafo Aneglin Preljocaj –también director de Polina, danser sa vie– y su esposa Valéry Müller, busca resaltar la vida y los sacrificios de la bailarina desde la danza más que desde lo propiamente narrativo, dicha concepción pierde solidez no porque la protagonista modifique su manera de ver el mundo, sino porque carece de verosimilitud. En una de las escenas de la niñez, Polina improvisa en un bosque nevado –un lugar que no sólo evidencia la fuerte conexión con su propia esencia, sino que se torna metáfora de sí misma– y parecería que esa libertad contenida durante los ensayos de ballet fuera el germen de su pasión posterior por la danza contemporánea. No obstante, la joven no termina de desprenderse de la técnica rigurosa o de la falta de emoción cuando realiza las coreografías, ni siquiera después de uno de sus quiebres internos o de los pedidos de los profesores que conoce durante su travesía. Polina, entonces, realiza una danza que implica sensaciones, fluidez e improvisación manteniéndose distante, rígida y, se supone, libre. En contrapartida, se desarrolla un gran trabajo en el registro de la danza, sobre todo, en algunos planos detalle de las zapatillas de ballet o despliegues coreográficos. “No quiero ver bailar a una linda bailarina, quiero ver bailar a Polina”, le dice Juliette Binoche, pero tanto su pedido como el breve papel que realiza se desdibujan en una improvisación forzada y en una libertad aparente cubiertas por una capa de nieve protectora. Por Brenda Caletti @117brenn