La idea de que una fatídica decisión puede colocar a un hombre común en el centro de una espiral de intriga, manipulación, miedo y paranoia es el eje de esta historia. Quien deberá pasar por todos estos peligros es Will, un profesor de una escuela secundaria de Nueva Orleáns casado con una brillante intérprete de música. En su apacible existencia no hay nada que parezca romper con esa felicidad hogareña y laboral, hasta un día en que su mujer sufre un violento ataque sexual. A partir de aquí comenzará a planear una sutil venganza contra los abusadores de su esposa. Esto cobrará cuerpo cuando un desconocido le ofrezca hacer justicia al instante y evitar el proceso legal. Esa curiosa oferta lo pone en contacto con una organización clandestina que se dedica a matar a aquellos que, escapados de la mano de la ley, asesinan a la gente inocente. De aquí en más la vida de Will sufrirá un cambio radical, ya que para hallar a los violadores de su mujer deberá pagar la deuda con sus sádicos socios convirtiéndose en un asesino en potencia. Se dará cuenta, muy pronto, de que ha hecho un pacto con el diablo y desde entonces su existencia se convertirá en un cotidiano infierno en el que la violencia, las persecuciones y el temor estarán a la vuelta de cualquier esquina. El director australiano Roger Donaldson, con títulos tan exitosos en su haber como Sin salida, Arenas blancas y Especies , supo aquí otorgar al relato toda la acción que éste requería, a lo que se sumó la buena actuación de Nicolas Cage como el profesor.
Una lucha en favor de la identidad y una vida dedicada a la búsqueda de su nieto De ser una señora de clase media que compartía su tiempo entre su familia y la docencia a ser una madre que vio modificada su vida luego del asesinato de su hija Laura, Estela de Carlotto decidió no dejarse vencer por la angustia y, con enorme esfuerzo, dedicó días, meses y años a tratar de hallar a su nieto, nacido mientras Laura estaba secuestrada durante los años más trágicos de la represión. Así nacieron las Abuelas de Plaza de Mayo, un grupo de madres y abuelas que, al igual que ella, habían perdido a sus seres más queridos en medio de la tumultuosa época de muertes, desapariciones y torturas. El novel director Nicolás Gil Lavedra tomó como base de este film la odisea de Estela y la trasformó en una cálida historia en la que, dejando de lado todo resquicio político, transita por los vericuetos más hondos del alma de esa mujer (o de esas mujeres) que nunca se dejó vencer. La trayectoria de la protagonista, a la que Susú Pecoraro le impone una notable sobriedad, una enorme calidez y una angustia que, no obstante, nunca es derrota, transita desde 1976, año de la desaparición y muerte de Laura, hasta nuestros días, en los que Estela, sin bajar los brazos, prosigue con su incansable búsqueda de ese nieto que imagina como un ser mágico que algún día volverá a sus brazos. Sin golpes bajos ni melodrama, confluyen miles de otras historias de esas mujeres argentinas anónimas que se levantan cada día para ir a trabajar, para cuidar a sus hijos y para llevar adelante una casa sin decaer en ningún momento en ese ferviente deseo de que aquellos nietos nacidos en cautiverio sigan vivos y, alguna vez, vuelvan a ellas. El realizador logró un relato que habla de nuestro pasado histórico más reciente. Al excelente trabajo de Susú Pecoraro se une un elenco que no halla fisuras en ninguno de sus intérpretes y ello, sumado a una notable recreación de época, a una impecable fotografía y a una música que combina lo más dramático con lo más optimista, surge un film que habla a la memoria, a esa memoria que no pide olvido ni perdón.
Desde las cuevas de Granada, desde las gargantas, desde el baile y desde la música de sus artistas más notables y de ese incomparable aire andaluz nació Flamenco flamenco , un film en el que Carlos Saura, como en Bodas de sangre , Carmen o El amor brujo , se apoyó en los ritmos y las danzas para descubrir lo más intenso, nostálgico y alegre de la tierra española. Hace catorce años, el director ya había incursionado en el mundo gitano con Flamenco (de Carlos Saura) . Ahora, con la experiencia y la sabiduría que da el paso del tiempo, vuelve a reunir a parte del mismo equipo para adentrarse de nuevo en los actuales talentos de este arte. Un enorme galpón adornado con cuadros y figuras que traen a la memoria lo más intenso del flamenco sirvió como escenario para que desfilasen artistas veteranos y también una nueva generación de notables seguidores. El film se convierte así en un viaje vital que recorre, al compás de la música, el ciclo de vida de un hombre. Saura, apoyado por la excelente fotografía de Vittorio Storaro, utilizó la nana flamenca para el nacimiento; mostró la infancia, a través de las músicas andalucí y paquistaní; para la adolescencia, los palos más sólidos y vitales; la edad adulta, con el cante serio, y la muerte, encarnada en la zona más profunda y en el sentimiento puro, para finalizar en un nuevo renacer basado en las propuestas de futuro. Así, y con una cámara que no deja de mostrar cada uno de los movimientos de los artistas -las manos de los bailarines que vuelan como palomas, las gargantas enronquecidas que salen desde lo más profundo del alma, el rasguido de las guitarras y la apoyatura de las palmas, los cimbreantes cuerpos de las mujeres-, el film se transforma en un auténtico desfile por el más puro y auténtico aire andaluz. Y desde las primeras escenas, cuando el cantaor Carlos García y la cantaora María Angeles Fernández entonan la inolvidable rumba "Verde que te quiero verde", los cuadros van dando paso al martinete, a la saeta, a la bulería, a la nana y al garrotín a través de nombres emblemáticos como Paco de Lucía, Estrella Morente, Tomatito y Manolo Sanlúcar. La tradicional Semana Santa tampoco está ausente a través de una impecable coreografía de Jaime Latorre, mientras que el bailaor Israel Galván demuestra su excelente porte en el cuadro "Silencio". Muchos son los nombres que desfilan por este film, y todos y cada uno de ellos supieron poner el clima adecuado para que el flamenco saliera de sus profundas raíces moras y se enriqueciera con tanto talento y tanta mezcla de alegría, de nostalgia y de amor. Isidro Muñoz, como director musical, supo acompañar con su indudable pericia.
Un film cordobés que retrata la madurez antes de tiempo, en un clima El cine cordobés está entrando con muy buen pie en las pantallas locales. Tras el estreno, la semana anterior, de De caravana , llega ahora Hipólito , una ambiciosa producción que demuestra las bondades de actores y técnicos de aquella provincia. Esta vez, el novel director Teodoro Ciampagna decidió insertarse en el tema histórico, a través de una trama que asocia la candidez de un niño que vive en un pequeño pueblo cordobés con las dificultades políticas que, durante 1935, tuvieron como escenario a aquella localidad.Hipólito, el protagonista, tiene siete años y sólo sabe dos cosas de su padre: que es radical y que se llama igual que él. Es época de elecciones y es, también, el momento en que el niño tendrá oportunidad de hallarlo. La búsqueda de Hipólito (un muy buen trabajo de Lucas Gamarra) se irá tornando cada vez más difícil y así, entre conspiraciones, deseos de que la libertad sea la mejor arma y la obstinación de la gran mayoría de los pobladores por poder votar sin amenazas, el muchachito será testigo de una serie de circunstancias que lo harán madurar antes de tiempo. El realizador contó para su cometido con un excelente equipo técnico (las reconstrucciones de época apoyan con enorme solvencia el transcurrir de la trama), mientras que el resto del elenco, del que sobresalen las labores de Luis Brandoni, de Tomás Gianolla y de Enrique Liporace, aportan credibilidad a este film.
En la comedia negra deben prevalecer el humor, la originalidad y las situaciones más inesperadas para que el film logre hacer blanco en el interés de los espectadores. Ninguno de estos elementos está en El jefe, una alocada aventura en la que, inexplicablemente, se necesitaron tres países (Colombia, la Argentina y Canadá) para dar nacimiento a tan pobre producción. La primera dificultad del film se halla en la imposibilidad de comprender los diálogos, por un deficiente sonido o por la falta de vocalización del elenco (con la única salvedad de Mirta Busnelli). La historia (de alguna manera hay que llamar a esta serie de peripecias sin sentido) tiene su eje en Ricardo, jefe de recursos humanos de una fábrica de dulces, atrapado entre un trabajo que detesta y un hogar que lo deprime. El llanto de su bebe, las quejas de su mujer, las peleas con sus empleados y las órdenes absurdas que él mismo imparte lo tienen al borde del abismo, de los que intenta huir hacia el esbelto cuerpo de la mejor amiga de su esposa. Ricardo decide utilizar sus ahorros para escapar con su amante y así comenzará una serie de engaños y traiciones. El director Jaime Escallón Buraglia intentó, basándose en un libro de gran éxito comercial, componer (o descomponer) este relato con el que pretendió conquistar la risa del público. Pero su esfuerzo cae casi siempre en escenas de dudoso gusto, en una serie de situaciones por demás absurdas y en una comicidad que nunca permite la más elemental sonrisa.
Pocas veces la historia argentina fijó su mirada en el mayor Luis Jorge Fontana, un militar y naturalista que, entre 1879 y 1910, vivió una existencia aventurera que incluyó contactos con los pueblos originarios de Chaco, la fundación de la ciudad de Formosa, la primera travesía por el interior del monte chaqueño y la participación en la expedición patagónica de rifleros galeses en busca del punto más occidental del país. El director rescata la figura de este hombre taciturno que debió dejar en el camino muchas de sus ilusiones personales para elevarlo a la categoría de héroe. La trama se desliza armoniosamente desde un principio, cuando Fontana, ya envejecido, decide escribir todas las azarosas vicisitudes que le tocó vivir. A partir de estas escenas, Fontana (un muy buen trabajo de Guillermo Pfening) vuelve al pasado, a aquellos días en los que, con un grupo de hombres tan osados como él, descubrió las necesidades de los habitantes de cada lugar y la belleza de la exótica naturaleza. En su trayecto está también la mujer, multifacética y distante aunque siempre presente, que enseña al militar sus límites y sus precariedades afectivas. Rodar un film histórico en nuestra cinematografía no es, sin duda, una tarea menor. Stagnaro, sin embargo, supo cumplir acertadamente con su necesidad de sacar a Fontana del olvido, y así, con un elenco y un equipo técnico dispuestos a apoyar el esfuerzo del realizador, logró el necesario poder para recordar, con calidez y ternura, a alguien que está casi ausente de las páginas de los manuales escolares. El relato saca a la luz a un héroe que sorprende por ese aire casi ausente de personaje que atraviesa una época que no es la suya y que acaso anticipa otra a la que todavía no se ha llegado.
Eficaz resurrección de los personajes televisivos en formato 3D A cincuenta años de la creación de los personajes de Don Gato y su pandilla por parte de Hanna y Barbera, estos personajes que protagonizaron una larga serie televisiva que se emitió con gran éxito desde las pantallas de los Estados Unidos hasta Europa e Hispanoamérica, ahora llegan al cine en una coproducción entre la Argentina y México. Esta vez la aventura de estos simpáticos animalitos que sobreviven a duras penas en un desaseado callejón neoyorquino siempre perseguidos por el policía Matute, se centra en la llegada a la ciudad del marajá de Pocajú, famoso por regalar rubíes como propina. Cuando Don Gato y sus amigos se enteran de que ese dadivoso multimillonario asistirá a un concierto en el Carnegie Hall trazan un plan para dejar atrás sus días de hambre y pobreza. Pero como es costumbre para esta banda gatuna, siempre hay algo que sale mal. Pronto descubrirán que el oficial Matute podría ser ascendido a jefe de la policía aunque, sin embargo, Lucas Buenrostro, un nuevo candidato para ese puesto, hace su aparición con intenciones muy distintas de las de poner orden y ayudar a los ciudadanos. Don Gato, siempre acompañado por sus fieles Benito, Cucho, Espanto, Demóstenes y Panza, deciden enfrentarse con ese enemigo que poco a poco logra el control de toda Nueva York. El film contiene todos los elementos que, desde los inicios de la serie, hicieron de ella una de las preferidas de los niños y también de los mayores. Los dibujos son animados con gran calidad. El director Alberto Mar, a la cabeza de un equipo técnico que supo apoyar con eficacia este renacer de Don Gato y su pandilla, logró un film que une a un guión elaborado con indudable gracia una pátina de calidez y de cierta ternura.
Dos hermanas, una enfermedad terminal, un amor compartido y los paisajes sureños Laura y Adriana son hermanas, viven juntas en un pequeño departamento y la relación de ambas es tan cálida como fraternal. La primera trabaja duramente en la cocina de una pizzería y con su magro sueldo mantiene a Adriana, a la que no tardan en descubrirle una enfermedad terminal. Esta noticia las obliga a unirse más en su cotidianeidad, y Adriana decide que sus días finalicen en un lugar alejado del bullicio ciudadano, en un espacio en el que la soledad sea su más querida compañera y la naturaleza, su amiga más fiel. Así se lo comunica a su hermana, quien decide no dejarla sola en ese viaje que tendrá como destino Ushuaia. Claro que para emprender esta aventura se necesita un dinero del que no disponen, y así Laura tratará de reunirlo pidiéndoles un préstamo al dueño de la pizzería y a una tía que comprende las necesidades de ambas. En esta búsqueda ella conocerá a Martín, un músico taciturno y bebedor que se gana la vida tocando su acordeón en subtes y colectivos. El deseo se apodera muy pronto de ellos y sus encuentros sexuales seducen a Laura, pero cuando Martín conoce a Adriana, también se siente atraído por ella. Ante esta situaciones las hermanas se enfrentan, pero este enfrentamiento no es sino la clave para que ese viaje a uno de los rincones más alejados del mapa cobre necesidad mayor. La directora Paula Siero compuso una historia profundamente humana, en la que el amor, el odio, la comprensión y el enojo se funden sin pausa en este intenso vínculo fraternal. Con una sencillez que evita todo melodramatismo, la realizadora supo internarse en los meandros más íntimos de sus tres personajes centrales. La labor de Diana Lamas y de Guadalupe Docampo logró sinceridad para sus personajes, mientras que Facundo Arana puso a disposición de su papel una recóndita ternura. El film queda, pues, como un entrañable relato que bucea en los sentimientos.
La vida cotidiana de una estación de trenes y su gente En forma documental, el director Juan Dickinson se propuso un retrato de la estación Constitución y todos los personajes que se mueven en ese micromundo: vendedores, maquinistas, menesterosos, oportunistas o inoportunos. El realizador y coguionista tomó a algunos de esos personajes para retratar sus existencias y padeceres. Aquí están un viejo violinista que, al son de una monótona música, desea ser tenido en cuenta más allá de la limosna que recibe, o esa pareja que llega a la estación y se pierde en la multitud, o un periodista y su camarógrafo que tratan de dejar para la posteridad rostros y actitudes de pasajeros apurados y mercachifles que extienden sus improvisadas mesas repletas de comidas o suvenires. Con mirada atenta, Dickinson logró atrapar a esa multitud y la convirtió en una masa uniforme que pasa por los vestíbulos y por los andenes de la estación quizás en busca de sus hogares o de sus soledades. El realizador supo colocar su cámara en los lugares más inverosímiles -una terraza que las luces de la noche iluminan entre sombras y carteles inmensos; los altos techos desde los que se muestra al gentío que va y viene por los vestíbulos-, y así este documental se convierte en un gran ojo que espía un día cualquiera en esa estación porteña. Una acertada música y una impecable fotografía son un plus para este film que simplemente habla de la gente, de esa gente que cotidianamente concurre a sus trabajos o quizá se dispone a pasar un día sin problemas en algún lugar del conurbano. Y, sin duda, Dickinson logró su cálido propósito sin pretensiones ni grandeza, dos elementos que hacen de este documental un atípico muestrario de la fauna humana.
Palavecino y un film sobre la crisis de una pareja, un ex amor y una muerte En los pueblos de provincia siempre hay quienes se encuentran frente a situaciones que les impiden lograr la felicidad soñada. Este es el caso de Laura, una pianista que añora las grandes salas en las que podría demostrar sus dotes artísticas y que ahora sólo se obsesiona con dar clases de música a Sol, una joven discípula en la que tiene cifradas esperanzas. Por su parte Juan, su marido, es un veterinario que recorre los caminos de la zona con un vehículo casi destartalado. Ambos están transitando una época de crisis ya que Laura espera un hijo, aunque desea no tenerlo, en tanto que Juan añora la llegada de ese bebe y piensa que salvará su matrimonio. Esto los lleva a peleas que a menudo terminan con Laura vagando por el pueblo mientras su marido la busca. Una noche, Juan presencia una pelea de adolescentes y cuando intenta separarlos descubre que uno de los muchachos ha muerto. El agresor le sugiere a Juan ocultar la verdad, pero el incidente tendrá consecuencias inesperadas. Laura por su parte, tendrá un reencuentro con su pasado, cuando llega al lugar un músico de rock con el que había vivido un intenso romance. Ambos intentarán reconstruir aquellos días de felicidad, pero todo quedará trunco en medio de silencios y reproches. El director Santiago Palavecino, que había hecho su debut con Otra vuelta (2004), halló en esta historia un fértil camino para radiografiar a ese terceto de seres problematizados y dispuestos a recomponer sus vidas. Pablo Trapero, como productor, logró que con los elementos que tenía a mano -buenas actuaciones de Germán Palacios, de Martina Gusman y de Alan Pauls-, impecables rubros técnicos y un realizador que supo capitalizar la historia, La vida nueva se convirtiese, más allá de ciertas reiteraciones del guión, en un acabado retrato de unos seres que luchan, casi siempre vanamente, para escapar de sus dramáticas existencias.