El mundo conectado Eduardo Williams hace su debut en largometraje con El Auge del Humano (2016), una suerte de ensayo y ficción documentalista que sigue las experiencias de jóvenes en tres continentes distintos, sus vivencias, su entorno y su devenir. Chicos y chicas de Argentina, Mozambique y Filipinas componen los tres actos del film, a través del cual el director les sigue los pasos dentro de una narrativa compuesta en partes iguales por acciones guionadas e improvisadas, las cuales combinadas nos ponen frente a una obra intimista, que nos mete dentro de universos muy particulares. Apoyándose en una estructura que evita las líneas rectas, el entorno de los personajes se vuelve un personaje en sí mismo. Si bien no hay muchos puntos en común entre los interpretes principales de diferentes partes del mundo -más allá de su rango etario- es posible identificar a la Conectividad como idea unificadora, a través de Internet y las Redes Sociales, poniendo en evidencia cómo las nuevas formas de comunicación interpelan de igual forma a un chico de las urbes del Gran Buenos Aires y a uno de la región tropical de Filipinas. Con un registro cinematográfico que varía su formato entre acto y acto, Williams consigue acercarnos a experiencias de geografías distantes pero más cercanas de lo que imaginaríamos en una primera instancia.
La lista de César La nueva saga de El Planeta de los Simios tuvo la no tan sencilla responsabilidad de recoger el guante que dejó tirado la accidentada versión del 2001 a cargo de Tim Burton, y la aún más complicada tarea de estar a la altura de la saga original iniciada en 1968, aquella considerada material de culto y un hito dentro de la ciencia ficción. En este reboot de la serie, el acento se puso sobre la responsabilidad de ser humano por sobre el maltrato animal, el traspaso de los límites impuestos por la naturaleza y el tiro por la culata tras jugar a ser Dios. El Planeta de los Simios: La Guerra (War for the Planet of the Apes, 2017) viene a cerrar -al menos por el momento- la primer fase de este nuevo arco narrativo. Matt Reeves repite como director tras llevar adelante la segunda parte El Planeta de los Simios: Confrontación (Dawn of the Planet of the Apes, 2014). El director que saltó a la fama gracias a Cloverfield: Monstruo (Cloverfield, 2008) sigue aceitando su estilo particular de desarrollar relatos, acompañado por un estilo visual que impacta toma tras toma. La Guerra nos sitúa inmediatamente tras los eventos de la entrada previa, con el líder de los simios, César, y los suyos refugiados y sin ánimos de confrontación. El núcleo central del conflicto es uno en el cual cada acción genera una reacción peor: el comandante de una facción rebelde del ejército -interpretado por un Woody Harrelson en clave Coronel Kurtz- ataca el refugio de los simios y, en medio de la venganza de César, logra capturar a los suyos, esclavizándolos en su base ubicada en las montañas, un complejo con aires a campo de concentración. Es así como César se debate entre salvar a los suyos y consumar su venganza, sin que esto último lo obligue a ir en contra de su espíritu no confrontativo. A pesar de llevar la palabra “guerra” en su título, el film es una suerte de Fuga de Alcatraz (Alcatraz, 1979), combinado con Apocalypse Now (1979) y La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), en donde el enfrentamiento entre simios y humanos queda en un lejano segundo plano y el drama por la libertad y la supervivencia son los temas centrales. Probablemente la entrega anterior hubiese aprovechado mejor la palabra guerra en su título. Tal vez el único punto flojo sea el ritmo lento de los dos primeros actos, donde un exceso de contemplación y dramatismo impiden al espectador meterse por completo en el conflicto. Una falencia superada en un tercer acto que se guarda prácticamente toda la acción anticipada en los trailers. El desenlace revela varias sorpresas y conexiones con la franquicia original gracias a un guión de Mark Bomback y el propio Reeves lo suficientemente inteligente para lograr un balance aceptable entre ambos mundos. No deja de sorprender el altísimo nivel de la tecnología de motion capture gracias a la que el talentoso Andy Serkis da vida a César. Cada escena que pone a los simios en el centro de la acción se vuelve visualmente hipnótica, con un grado de realismo difícil de superar que sube considerablemente la vara dentro del género. Si bien sólo el futuro y la taquilla serán quienes determinen el rumbo de la saga, El Planeta de los Simios: La Guerra cierra con solidez este nuevo arco, a pesar de llegar el fin propiamente dicho por los medios menos esperados.
Ecos carpenterianos En los últimos años el crowdfunding se ha hecho presente en múltiples casos donde los grandes estudios no dan cabida a producciones de la periferia, esas que escapan a aquello que los cráneos del marketing consideran un éxito masivo multi-target que rebalse la taquilla. La mayoría de las veces dichas producciones tienen un estreno limitado, condenado a las pantallas virtuales en el mejor de los casos. Conjuros del más allá (The Void, 2017) es un film surgido precisamente del crowdfunding y gracias al revuelo y la sorpresa que generó en los fans del género de terror se ganó un lugar en salas locales. El oficial Daniel Carter (Aaron Poole) no se encuentra atravesando su mejor momento en lo personal y profesional cuando una noche encuentra un joven en el medio de la ruta huyendo de dos hombres que lo quieren asesinar. Cuando lleva al joven herido al hospital son perseguidos por los captores, pero todo el grupo se ve forzado a atrincherarse dentro del lugar, el cual ahora se encuentra rodeado por decenas de hombres encapuchados que parecen pertenecer a un extraño culto. Si, así de convulsionado y dinámico arranca todo. El ocasional grupo de médicos, pacientes, captores y hombres de la ley deben entonces trabajar juntos para hacer frente no solo a la amenaza externa, sino también a una extraña fuerza que intenta apoderarse de ellos uno por uno. La dupla Jeremy Gillespie-Steven Kostanski no disimula en lo absoluto las referencias/homenajes que toman del universo monstruoso de H.P. Lovecraft (principalmente el mito de Cthulhu) sumándole la estética carpenteriana de El príncipe de las tinieblas (Prince of Darkness, 1987) combinado con El más allá (L’Aldila, 1981) de Lucio Fulci. Las realidades paralelas, los portales a otros mundos y la oscuridad imperceptible que habita nuestra realidad son los pilares de su estructura narrativa. Jeremy Gillespie y Steven Kostanski son dos realizadores iniciados en el mundo de los efectos especiales, factor presente en cada criatura, tripa y tentáculo que vemos en pantalla. Hay un aire nostálgico que homenajea al horror pre-CGI de mitad de los ‘80, aquel que hacía todos sus trucos en cámara logrando que el realismo absurdo le gane la pulseada a la lógica. La primera mitad del relato progresa con suma atención en los detalles y generando gran clima, pero conforme nos acercamos al final, el gore aumenta y la trama parece saturarse haciendo colapsar la lógica interna de un film lleno de excelentes ideas tanto argumentales como estéticas, cuyo único pecado es la ambición de querer abarcar demasiado en una misma historia. Pero sin dudas sentando precedente para dos nombres que pueden traer muchas buenas ideas y renovación a un género que lo necesita.
Melómano al volante La filmografía variopinta de Edgar Wright tiene puntos de conexión con la cultura popular, los videojuegos, los zombies y la acción; todo siempre glaseado con una fina capa de banda sonora. El dinamismo de su estilo pone quinta velocidad independientemente del género, por ende que su nuevo opus tenga en el centro de la escena a un wheelman -un conductor versado en el arte de manejar vehículos de escape- parece una consecuencia lógica. Baby (Ansel Elgort) es un jovencito que bajo la tutela del inescrupuloso Doc (Kevin Spacey) es el hombre detrás del volante en cada golpe orquestado por su jefe, para quien trabaja en pos de saldar una vieja deuda y convertirse finalmente en un hombre libre. Por supuesto, al aproximarse su último trabajo -ese llamado a dejar todas las cuentas saldadas, como así lo indica tan a menudo el verosímil de este subgénero de grandes robos-, todo se altera a razón del amor inesperado de una dulce camarera que trabaja en un café y unos compañeros de equipo algo inestables que amenazan con interferir, poniéndolo todo en peligro. El personaje de Elgort en un melómano, Wright también. La música marca el tiempo de las secuencias y el ritmo del montaje. Cada canción sirve para transmitir de forma específica una sensación, y en algunos casos dos sensaciones contradictorias al unísono, como pasa con el clásico inoxidable de Barry White en un momento que no tiene sentido spoilear más de lo debido. Es la música la que potencia esa precisión del director inglés en cada corte y la que acompaña algunos planos secuencia más que interesantes, la que le da plasticidad a cada escena porque prácticamente no hay momento en el film donde no suene alguna melodía muy bien seleccionada. A Elgort y Spacey los acompaña un reparto de lujo que incluye a Jon Hamm, Jamie Foxx y Jon Bernthal. La trama hace rendir al máximo a sus intérpretes y cada punto de giro les otorga el momento preciso para destacarse. Los vaivenes del relato los convierte a su debido tiempo en el villano de una historia que muta constantemente. A tono con el fanatismo sobre la cultura pop de su director, la película nos regala las hermosas participaciones de Flea -bajista de los Red Hot Chili Peppers- y Paul Williams, el hombre que se volvió una figura de culto gracias a su papel en Un Fantasma del Paraíso (Phantom of the Paradise, 1974), de Brian de Palma. El cine dentro del cine es otra de las marcas del director, quien también se hace un lugarcito para referenciar algunas de sus películas previas como Muertos de Risa (Shaun of the Dead, 2004) y Arma Fatal (Hot Fuzz, 2007). El espíritu nostálgico marca el tono del film, desde la música de glorias pasadas como The Foundations, Carla Thomas y The Commodores -entre muchos otros-, hasta el uso de cassettes de cinta, vinilos e incluso el fetiche de los iPods, dispositivo que en nuestro año 2017 ha cedido su reinado a los smartphones y las listas de música en Spotify, lo que de por sí ya lo convierte en un objeto vintage. Con una segunda mitad que se distancia del sarcasmo y la ironía -marca registrada de Wright- para volverse mucho más sangrienta y violenta conforme nos acercamos al clímax, Baby… funciona correctamente como una heist movie -esas películas de grandes robos planificados-, pero eleva su factura y le agrega un plus gracias a un director que sabe adaptar la acción a su propio estilo sin perder frescura ni originalidad.
El mumblecore llegá después de la nouvelle vague Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld hacen dupla en su debut con el largometraje El Invierno llega Después del Otoño (2016). Después de pasar por varios festivales -entre ellos BAFICI y Mar del Plata-, el film tiene su estreno en salas comerciales. El relato nos presenta a Pablo y Mariana, quienes supieron ser pareja y ya no lo son. La narración dedica su primera mitad a seguir a Pablo para hacer lo mismo en la segunda mitad con Mariana. Se los sigue en el sentido más literal de la palabra: en sus casas, con sus amigos, en las reuniones y las fiestas, en sus búsquedas académicas y profesionales, todo con un tratamiento completamente despojado de toda espectacularidad. Una producción con muchos ecos de la nouvelle vague francesa y su narrativa anclada en la cotidianeidad de los jóvenes adultos que dejan de lado las viejas convenciones al momento de vivir sus vidas. Su naturalidad y estilo de rodaje de bajo presupuesto la aproximan al más actual mumblecore, aquel que pone el acento en lo que se dice por sobre lo que se cuenta y su centro de acción son las relaciones entre personajes. Con una historia que busca reflejar un sector veinteañero o treintaleñero de nuestra urbe con ciertos matices bohemios, El Invierno… definitivamente no es un producto pensado para las masas, pero uno cuyo aire despojado de efectismos transmite sensaciones por sobre un conflicto, algo que puede encontrar su audiencia, por más pequeña que sea.
Los caballeros de la mesa robotica No sabemos con certeza si alguien la estaba esperando o cuán necesaria era, pero hay una nueva película de Transformers, es un hecho. La saga llevada a la pantalla grande por Michael Bay -el hombre de las explosiones y los presupuestos estrafalarios- encuentra en Transformers: El último caballero (Transformers: The Last knight, 2017) una flamante adición a la historia sobre los dichosos robots que se transforman en algo, ya no solamente autos, y deben aliarse a los humanos para derrotar a un mal común. En esta nueva aventura el presente se combina con el pasado cuando descubrimos que -en un giro de guión polémico- los antepasados de los autobots habían colaborado con El Rey Arturo y sus Caballeros en las Guerras Sajonas, dando al Mago Merlín un cetro con poderes especiales. Dicho cetro se convierte en el MacGuffin en cuestión, volviéndose vital tanto para los buenos como para los malos. Allá por 2004 Bay se había quedado con las ganas de dirigir El Rey Arturo (King Arthur, 2004) que finalmente realizó Antoine Fuqua, entonces se dió el gusto y metió la trama “Excalibur” en Transformers, algo que no tiene ningún punto de conexión con la serie animada original ni sus continuaciones. A la presencia del clásico villano Megatron se le suma Quintessa, una suerte de hechicera que alega ser la creadora del planeta de los transformers -Cybertron- y un ejército especial que se encarga de cazar a los transformers que andan libres; por que sí, además de todo lo que ya sucede los transformers son una suerte de prófugos de la ley ante los ojos de los humanos. Relato cargado de conflictos como pocos, y no en el buen sentido. Tanto Bay como su protagonista Mark Wahlberg anticiparon que esta sería su última participación dentro de la saga. Tal vez por ese motivo el director puso toda la carne al asador y se despachó con Merlín, el Rey Arturo, los caballero de la mesa redonda, el medievalismo, una logia oculta, la 2da Guerra Mundial, múltiples villanos, etc. Lo que en el barrio se conoce como “ensalada de frutas”, sólo que en esta ocasión más no significa mejor y la saturación de elementos narrativos lo vuelve un film caótico, pero tan autoconsciente de lo mucho que se extralimita que ni siquiera se toma la molestia de explicar al espectador lo que va sucediendo: por qué regresa un personaje que había muerto en la película anterior, por qué tal robot se transforma en tal otro, por qué los objetos cambian de tamaño según los tenga un su poder un robot o un humano, etc. Si bien sabemos a lo que nos exponemos al ver “Transformers 5” se tiene la sensación de presenciar un film que se sabe más allá de todo y no le molesta evidenciarlo. El mítico Anthony Hopkins hace su debut en la saga y la única explicación posible es que le aumentaron las expensas extraordinarias o debe impuestos al fisco, porque de otra manera es inentendible su participación, si bien viene dando este tipo de traspies en los últimos años. John Turturro vuelve a interpretar al Agente Simmons, agregando otro personaje innecesario a esta entrada y rompiendo la famosa regla del ‘montaje prohibido’ acuñada por André Bazin. El phisique du role le exige a la británica Laura Haddock llenar el vacío dejado por Megan Fox y la convierte en la belleza de ojos claros que vemos correr sin despeinarse ni en un solo fotograma. La contraparte robótica del reparto es tan diversa que al presentar a los nuevos les sobreimprimen el nombre en pantalla, un gesto que dice mucho. Incluso las escenas de combate y acción, aquellas por las que Bay se ganó un nombre dentro de la industria, se ven sobrecargadas y estériles. Sucede de todo dentro del mismo plano y no se disfruta nada. Los combates entre las máquinas siguen siendo una cantidad obscena de pixels peleando unos contra otros a un ritmo vertiginoso, algo que la saga completa nunca logró mejorar. Pasando por todos los clichés que el cine de acción pochoclero tiene para ofrecernos -incluyendo una máquina final que intenta destruir nuestro planeta- pero haciéndolo de forma totalmente automatizada, Transformers: El último caballero intenta comprimir demasiados elementos dentro de un film perteneciente a una saga que se acordó tarde de contarnos una historia elaborada que vaya a tono con su parafernalia visual.
El fantasma nupcial soviético Svyatoslav Podgayevskiy es un director ruso que viene haciendo sus pinitos dentro del cine de terror desde hace un par de películas. El también escritor y editor suele moverse dentro de los límites de los espectros y lo sobrenatural como base para contar historias. En La Novia (Nevesta, 2016) nos cuenta un relato “basado en hechos reales” -algo que quien escribe no pudo verificar en ningún lado, léase: Internet- jugando con el mito y las leyendas rusas para asustarnos con una historia de fantasmas. Durante los albores del daguerrotipo, allá por el siglo XIX, un fotógrafo da origen accidentalmente a un vengativo espíritu mientras intentar resucitar a su futura esposa. Ahora en el siglo XXI Vanya (Vyacheslav Chepuchernko) decide llevar a su prometida Nastya (Vicoria Agalakova) de viaje a la tierra de sus ancestros para hacer una suerte de presentación ante la familia, quienes casualmente son descendientes del malogrado fotógrafo. A medida que los días avanzan en la antigua casona, Nastya irá conociendo el oscuro secreto de la familia de su futuro marido y el poder de la presencia maligna en cuestión, producto de una maldición que parece imposible de romper. La alternancia de la historia entre el siglo XIX y la actualidad le suma varios porotos a nivel producción, logrando una estética que con mucho esfuerzo logra subir el nivel del film en comparación con productos similares. El encanto de lo que se cuenta como parte del folclore soviético y las tradiciones de una cultura llena de particularidades son un toque de distinción para una película perteneciente a un género donde no abundan las ideas frescas, si bien al acercase al tercer acto caer cada vez más en ciertos vicios propios del terror contemporáneo. La belleza de Agalakova capta la atención de todos en cada secuencia y demuestra que puede llevar sobre sus hombros el peso de la historia de manera interesante. Víctima de una lógica interna que se va desgastando escena tras escena y la aleja del buen impulso inicial, La Novia es una película que al menos hace el intento de entrarle por otro flanco al remanido subgénero de la historias de fantasmas, aunque el resultado no es mayormente satisfactorio.
Crecer y entrar a boxes. Allá por 2011, pocos fans de la franquicia quedaron satisfechos después de ver Cars 2, un secuela que ponía a Mate -irritable personaje si los hay- bajo los reflectores en una aventura europea con guiños james bondescos. Después de ver los avances de Cars 3 (2017) podemos decir que muchos se entusiasmaron y asustaron en igual medida, ante imágenes que no auguraban nada bueno para el Rayo McQueen, el verdadero protagonista de esta saga. Brian Fee pasó de hacer storyboards en las dos anteriores a ponerse, ahora, detrás de cámara -en el sentido más simbólico posible, tratándose de una película animada-, con un relato que pone a McQueen en una situación sumamente vulnerable, con la sensación de que sus días de corredor llegan irremediablemente a su fin mientras es amenazado por la llegada al circuito profesional de autos que inauguran una nueva era de corredores, apoyados en lo más novedoso que puede ofrecer la tecnología. Ante esto, el Rayo se somete al esfuerzo máximo para demostrar que aún está vigente dentro de la pista. Con John Lasseter (Cars y Cars 2, saga Toy Story) reducido a un rol de productor ejecutivo en este 18vo film de la compañía Pixar, el debut de Fee prueba ser un acierto, logrando contar una historia que reflexiona sobre el paso inobjetable del tiempo, el cambio de roles y la vuelta a los inicios como forma de valorización de aquello conseguido. Si bien su trailer parecía anticipar un film oscuro, lo que realmente tenemos es una historia que utiliza los motivos del llamado espíritu americano -las pistas de tierra, la gloria del triunfo, los valores del pueblo chico- para narrar el viaje de un personaje que busca adaptarse a los nuevos tiempos que se avecinan. Sin dejar de ser un film entretenido y dinámico, sus múltiples líneas de lectura seguramente dejen más satisfechos a los grandes antes que a los chicos. La recuperada voz del fallecido Paul Newman -otro actor mítico dentro de la cultura americana- es otro de los factores que agrega nostalgia a este ejercicio de volver a las fuentes propuesto por la película. La vuelta de algunos de los personajes más queridos de Cars (2006) -a la que siempre debemos recordar como esa hermosa reformulación de Doc Hollywood (1990), comedia romanticona de Michael J. Fox- será bien recibida por los fans, de la misma manera que los múltiples guiños y referencias al universo Pixar. Gracias a una historia que apunta más al corazón antes que al caucho quemado en la pista, Cars 3 es una película con la sensibilidad y el atractivo suficientes como para poner de nuevo en carrera a una saga que amenazaba con quedarse sin nafta.
La araña millenial 15 años y 5 películas después, llega a la pantalla grande una nueva iteración del amigable arácnido del barrio -como dice la canción- Spider-Man: De regreso a casa (Spider-Man: Homecoming, 2017) es la primer película en solitario del superhéroe bajo la tutela de la casa Marvel, y su segunda intervención dentro del Universo Cinemático de Marvel (mejor conocido por sus siglas en inglés MCU). En esta ocasión Peter Parker (Tom Holland) debe pulir a su alter ego en pos de detener a El Buitre, villano titular de la cinta -interpretado por el siempre efectivo Michael Keaton- quien está robando artefactos alienígenas remanentes de la batalla que cierra The Avengers: Los vengadores (The Avengers, 2012) y que busca reutilizar dicha tecnología para vender armas en el mercado negro. Como suele ocurrir en las historias que lo involucran, Peter debe hacer equilibrio entre su rol como justiciero enmascarado, sus romances en la escuela y su relación con su Tía May (Marisa Tomei). El primer gran acierto de la película de Jon Watts (El payaso del mal) es no perder tiempo en volver a narrar -por tercera vez- el origen de Spider-Man. Sacándose este peso de encima puede meterse de lleno en la historia y explotar su dinamismo. Los casi 135 minutos de duración no se sienten para nada pesados, dentro de una narración con la liviandad que suelen tener los productos Marvel. El dramatismo de ejes temáticos explorados en entregas anteriores, como la responsabilidad, la elección de salvar una vida por sobre la otra y el calvario del héroe solitario aquí son evitados y el peso de la trama queda a tono con el producto de entretenimiento que busca ser. Es la primer película de Spider-Man que lleva un subtitulo y no es casual. Marvel busca traer a Spider-Man “de vuelta a casa” tanto desde lo comercial como en su sentido más lúdico. Siguiendo esta lógica, la elección de Holland se percibe como acertada (no por nada es el actor más joven en interpretar al personaje) desde su voz chillona hasta sus interacciones vergonzosas con el sexo opuesto pasando por la fascinación que le generan sus nuevas habilidades. Es palpable la intención de tener a Tony Stark (Robert Downey Jr.) apuntalando a Peter Parker por si fuera necesario, pero el trabajo en conjunto de ocho guionistas hace bien su tarea construyendo un personaje principal que puede llevar las riendas de la historia generando suficiente atractivo. Como suele suceder, un gran héroe es enaltecido por un gran villano, y en ese sentido Michael Keaton se luce, a pesar de que podría haberse visto aún más favorecido con mayor presencia en pantalla. El humor autoconsciente marca el tono escena tras escena, desde los cameos de Capitán América hasta cada pequeña situación que evidencia a un Spider-Man todavía en construcción, un héroe “callejero” en todo sentido de la palabra. El universo retratado se aleja de la Manhattan de edificios altos, avenidas concurridas y taxis amarillos vista en entregas anteriores: elige los barrios bajos, los callejones y las estaciones de tren para componer el hábitat natural del protagonista. Siendo ese producto de entretenimiento que saber ser, Spider-Man: De regreso a casa atraerá en mayor número a los jóvenes por sobre los fans de la vieja escuela del cómic, pero no deja ser un film entretenido y lo suficientemente sólido como para complacer gustos dispares, con la ambición promedio del sello Marvel marcando el ritmo.
Pájaro Cantor Tanguito, Moris, Litto Nebbia, Oscar Moro, estos son algunos de los nombres que vienen insintivamente a nuestra memoria cuando pensamos en los pioneros del rock nacional en castellano… ¿Pero alguien se acuerda de Pajarito Zaguri? En El mago de los vagos (2016) un realizador decubre que su vecino no es más ni menos que uno de los responsables del puntapie inicial del rock en nuestro idioma, pero uno que eligió vivir en los márgenes, sin ser una celebridad ni pasar cada instante conviviendo con la fama a flor de piel, un héroe bohemio del under. Es así como mediante fragmentos de entrevistas en clave sumamente informal se va construyendo la historia de Alberto Ramón García, mejor conocido por su alias escénico Pajarito Zaguri. Enriquecen la propuesta testimonios de gente ligada a la música y el entretenimiento, como Germán Daffunchio de Las Pelotas y Diego Capusotto entre otros. Aunque también le aportan color –y posiblemente representen el costado más interesante de la obra- todas aquellas personas entervistadas azarozamente, quienes desconocen a este tal Pajarito Zaguri, un nombre que curiosamente escapó al inconsciente colectivo popular a pesar de ser una leyenda con tintes de mito urbano. Sin una estructura narrativa clásica en lo referente al género documental, El mago de los vagos se las ingenia para mostrarnos retazos de un artista lleno de particularidades, cuya historia merece ser rescatada y posiblemente de esta manera caótica y desarticulada en que es presentada. Una interesante mirada sobre un personaje que sorprende a quienes nunca oyeron hablar de él y reconforta a aquellos que lo veneran junto al resto de los próceres del rock local.