Deconstruyendo secuelas ¿Qué pasa cuando una película se vuelve un éxito inesperado, cuando resulta extremadamente redituable para un estudio que no esperaba mucho? Sucede lo más lógico dentro de la industria: se produce una secuela, inmediatamente. Este es el caso de Comando Especial 2 (22 Jump Street, 2014), que viene a continuar aquella apuesta que tan bien le salió a Sony Pictures hace dos años cuando lanzó Comando especial (21 Jump Street, 2012). Si de secuelas se trata, Comando Especial 2 es la secuela más autoconsciente que podamos imaginar: la primer entrega fue una grata sorpresa y logró muy buena recaudación en taquilla, lo que permitió dar luz verde a una continuación con mayor presupuesto y mayor despliegue, más persecuciones y más destrozos, mejores escenografías y más colorido, etc… pero asegurándose de seguir por el mismo exitoso carril que la anterior, no sea cuestión de intentar arreglar aquello que no estaba roto. Dicho esto, se vuelve redundante aclarar que la trama de Comando Especial 2 es prácticamente un calco a la planteada por su antecesora, pero con un cambio de escenario: ahora los oficiales Schmidt (Jonah Hill –El lobo de Wall Street (2013), El juego de la fortuna (2011)-) y Jenko (Channing Tatum –El ataque (2013), G.I. Joe: El contraataque (2011)-) se harán pasar por estudiantes universitarios para seguir la pista de una nueva droga que causa furor entre los académicos fiesteros. Gran parte del encanto de esta continuación radica precisamente en el hecho de saberse inmersos en una trama demasiado familiar, pero en el mejor de los sentidos. La similitud es tal y se expresa de forma tan cómicamente honesta que incluso dentro de la misma ficción todos los personajes son conscientes que la “misión” del primer film fue un éxito, por ende tanto los diálogos como las diferentes situaciones que atraviesan los protagonistas y demás guiños se vuelven una suerte de meta-película constantemente autorreferencial. Tratamos con una comedia distinta, que muestra inteligencia ahí donde otras secuelas “comerciales” fallan estrepitosamente por intentar apegarse de forma acartonada a la fórmula que otrora probó ser exitosa, tomándose a sí mismas demasiado en serio. Esta es una secuela que no tiene miedo de decirnos que van a hacer lo mismo que antes pero de forma más grande, más abultada, más explosiva y desvergonzadamente ante nuestras narices. La autoconsciencia es la base sobre la cual se construye esta comedia. La película está co-dirigida por Phil Lord y Chris Miller, las mentes detrás de las exitosas Lluvia de hamburguesas (Cloudy With a Chance of Meatballs, 2009) y La Gran Aventura Lego (The Lego Movie, 2014), dos tipos cuya clave humorística les permite encontrar el costado gracioso –y también lúdico- a historias que inicialmente despertarían el interés de muy pocos. La calidad de dichos realizadores se potencia por el tándem ultra aceitado Hill-Tatum. Ambos actores desbordan buena química en cada escena que comparten y poseen un timing del cual no muchas parejas cómicas pueden hacerse eco en la actualidad. Poco importa si la cuestión transcurre en el colegio secundario en la universidad, si es contra narcotraficantes o pequeños dealers del campus, o si la persecución es sobre el acoplado de un camión o arriba de un carrito de golf, sabemos de antemano lo que vamos a ver y la película en sí es la primera en aclararlo. Y es aquí donde Comando Especial 2 se destaca de otras comedias… aquí y en la secuencia final de títulos llena de cameos, así que nada de irse antes de la sala.
Mi pasado me condena La Segunda Guerra Mundial puede haber concluido hace 69 años, el muro de Berlín puede haber caído hace otros 25 y la Guerra Fría posiblemente haya cesado en la década del ochenta, pero eso no significa que todas las heridas estén cerradas y toda la verdad haya salido a la luz. En torno a esta problemática se construye Dos vidas (Zwei Leben, 2012) la obra de Georg Maas, un realizador cuyo imaginario suele trabajar en más de una ocasión entorno a los hechos histórico-sociales que tuvieron lugar en Alemania durante el Siglo XX y su impacto en el resto del continente. Un hombre más acostumbrado al documental que a la ficción, que en esta oportunidad adapta una novela de su compatriota Hannelore Hippe llamada Ice Ages. Dos vidas –una ficción basada en hechos reales- transcurre durante el período inmediatamente posterior a la caída del Muro de Berlín y narra la historia de Kathrin Lehnhaber (Juliane Köhler), una mujer separada de su madre al nacer por el ejército Nazi a fines de la Segunda Guerra Mundial. Siendo ya adulta logra volver a Noruega -su país natal- a reencontrarse con su madre y retomar el vínculo familiar. Una sombra de duda se cierne sobre Kathrin a causa de la reunificación de Alemania, acción que pone al descubierto muchas operaciones turbias que datan del inicio de la Guerra Fría, y que ponen en duda la propia identidad de Kathrin. No es necesario aclarar que el conocimiento de ciertos hechos históricos y políticos relevantes se vuelve un factor clave que ayudará a comprender con más facilidad los puntos sobre los que se apoya la trama, dentro de un relato que no tendrá la deferencia de pararse a explicar detalles para que todos entiendan de qué se habla precisamente o a que se está haciendo referencia. Viéndolo desde la otra vereda, tal vez lo mismo ocurriría si exponemos al público europeo a ver una película sobre la época de la dictadura en Argentina en la cual no se dan muchas explicaciones. Liv Ullmann -una de las actrices fetiche del mítico Ingmar Bergman- aporta magnetismo con su presencia, interpretando a la madre biológica de Kathrin; Ullman es de esas actrices que no necesita demasiadas palabras para transmitir un sinfín de emociones con su mirada, y este papel que la rescata un poco del olvido sirve para recordárnoslo. Lo mismo ocurre con Kölher, quien se luce interpretando a una mujer fría pero al mismo tiempo atormentada por sus propios secretos. Maas ofrece un thriller donde el misterio se desenvuelve lentamente, apoyado con fuerza en diversos flashbacks que ponen en su lugar todas las piezas del rompecabezas hasta llegar a un desenlace que a pesar de volverse un tanto evidente, no le quita mérito a una historia de espías que se sostiene con mucha inteligencia en los hechos históricos para mostrarnos el extenso y terrible alcance de sus consecuencias, incluso en la actualidad.
La Supremacía Scarlett Y un día finalmente Luc Besson decidió volver a lo que mejor le sienta. Después de deambular a través de la pantalla con pseudo comedias, biografías y films animados un tanto anodinos, el franchute amigo de los tiros y de esas chicas tanto lindas como letales vuelve al género que lo hizo un nombre reconocible dentro de la industria: el género de acción. Lucy (2014) es lo nuevo del director –en esta caso también escritor- que vuelve un poco a sus raíces con esta apuesta en clave reminiscente de Nikita, la cara del peligro (La Femme Nikita, 1988), El perfecto asesino (León, 1995) y El quinto elemento (The Fifth Element, 1997). La historia arranca de sopetón y sin mucho preámbulo cuando Lucy (Scarlett Johansson) -una norteamericana que por algún motivo se encuentra viviendo y trabajando en Taiwán- se transforma en víctima de una red de traficantes que la utilizan para transportar ilegalmente una sustancia en su cuerpo. La cuestión se pone interesante cuando Lucy descubre que dicha sustancia comienza a expandir sus capacidades mentales. En teoría el cerebro humano sólo utiliza un 10% de su capacidad y cuando la sesera de nuestra protagonista comienza a crecer a un ritmo exponencial, busca la ayuda del Profesor Norman (Morgan Freeman) para tratar de comprender que sucederá si alcanza su máximo potencial. No es necesario hacer hincapié a propósito de la presencia magnética de Johansson en pantalla, quien tiene la responsabilidad de llevar adelante el film a pura sensualidad, disparos y algún que otro truco telequinético cuando la situación así lo amerita. Una suerte de Jason Bourne en versión femenina y sin control anti doping. Pero esperen…hay más –como dicen en los infomerciales-, cuando inicialmente parecería que la blonda nos lleva de paseo por una montaña rusa de acción de la A a la Z, Besson se encarga de sazonar la cuestión con una pizca de inquietudes de orden moral y biológico respecto del origen del ser humano, la propia condición humana, el poder que encierra el verdadero conocimiento y su función a través del tiempo y los tiempos. Tal vez el costado “intelectual” de la película llegue algo tarde después de tanta acción y no resista un análisis pormenorizado, pero alcanza para elevar por sobre el resto de las obras del género un film cuya historia –a no olvidarse- nace de un enorme What If, dicho en castellano una suerte de “¿qué pasaría si…?”. Y se nos invita a jugar con esta idea, ¿qué pasaría si las Scarletts del mundo tuviesen un intelecto supremo y estuviesen un escalón por encima del resto? Probablemente pocas cosas nos excitarían y espantarían tanto al mismo tiempo, pero no deja de ser divertido regodearse y jugar con la idea.
Crimen, religión y post-democracia A veces los realizadores intentan cubrir demasiadas cuestiones en una misma obra, sueñan con una película que se asocie dentro de un género conocido y al mismo tiempo nos hable de otras cuestiones más profundas, las cuales con suerte interpelen a la memoria emocional y el inconsciente colectivo del espectador, en pos de instalar una suerte de reflexión que traspase la barrera impuesta por la ficción. Algunas veces este tipo de obras sale airosa de semejante desafío, y otras veces ocurren cosas como El día fuera del tiempo (Cristina Fasulino, 2013). Gonzalo Urtizberea (Elsa & Fred, Garage Olimpo) es Morgan, el supervisor de un colegio religioso en una Argentina de 1987 un tanto sobrecargada de referencias a los primeros años de la vuelta de la democracia. Ese es el rótulo de su personaje en el film, el de "supervisor" a pesar de parecer más un policía o detective, una función poco clara desde el inicio. Morgan investiga la misteriosa muerte de una monja en dicha institución, al mismo tiempo que bucea a través de una galería de personajes que poco ayudan a la trama y suman mucho a la confusión general del relato, a saber: una niña misteriosa que a través de dibujos parece anticipar las desgracias futuras, su madre sobreviviente a los centros de detención de la época de la dictadura, la hermana gemela de la madre que es docente de música en el mismo colegio, una suerte de seminarista español con pasado oscuro, el sereno del colegio con hábitos extraños y el monaguillo de la iglesia y su leve retraso mental, entre algunos otros. Morgan irá conduciendo una suerte de investigación detectivesca al mejor estilo Clue –ese juego de mesa donde debemos descubrir quién es el asesino- desarrollada en base a los testimonios que irá obteniendo de cada uno de los personajes. Podríamos decir que el acartonamiento de las actuaciones de todos los involucrados esta al mismo nivel que el trabajo de Cámara y Fotografía, con encuadres poco inspirados en espacios pobremente iluminados, con poca dinámica y una conformación del espacio a la altura de un corto de estudiantes de cine de primer año, sin ánimos de ofender a aquellos estudiantes que hacen sus primeras armas en este arte. La banda musical tampoco colabora mucho, apenas llena silencios cuando los personajes no tienen nada que decir e intenta mantenernos todo el tiempo en un estado de intriga y misterio que no se apoya en ningún otro recurso formal. La lentitud con la que avanza el relato -a pesar de hacer más que evidente hacia donde apunta- y los esfuerzos tan evidentes de disparar constantemente pistas que confundan al espectador respecto de aquello que ocurrió realmente con la pobre monja y la resolución del crimen, no hacen más que empantanar una historia cuya resolución carece totalmente de climax o relevancia alguna cuando finalmente llega. Y la cuestión es aún peor cuando nos enfrentamos a un desenlace que termina dejando en un segundo y lejano plano toda esa intriga criminalística que se intentó construir en vano a través de larguísimos noventa y dos minutos, dejándonos con un final que intenta dejar una reflexión –bastante metida con fórceps- sobre los años de dictadura y pos-dictadura en nuestro país. No, no acabo de arruinarles el final, esto no es un spoiler. Es simplemente la misma información que pueden encontrar buscando la sinópsis oficial del film en cualquier sitio. Daría la impresión que la realizadora fue traicionada por sus propias intenciones, por más buenas que pudiesen haber sido. En su afán de intentar transmitir esa difícil etapa de transición que vivió nuestro país, parecería haber olvidado que su película comenzó contando otra historia, o al menos aspiraba a una bastante diferente, y se perdió por el camino.
Llorando en el espejo ¿Cuánto hay de real en la imagen que nos devuelve un espejo? ¿De qué lado está el mundo real y de qué lado el puro reflejo? Mike Flanagan da un giro siniestro a esta inquietud en su nuevo film Oculus (2013), basado en un corto del año 2006 obra del mismo director. Un antiguo espejo parece ser el responsable de múltiples tragedias y eventos paranormales a través de los siglos, entonces Kaylie Russell (Karen Gillan) junto con su hermano Tim (Brenton Thwaites) intentarán demostrarlo y así esclarecer los confusos sucesos que devinieron en la muerte de sus padres y la internación de Tim en un instituto psiquiátrico once años atrás. Al igual que en su film anterior Ausencia (Absentia, 2013) Flanagan hace un buen trabajo dosificando la información en pantalla, planteando un paralelismo marcado entre el presente de los hermanos Russell –ahora jóvenes adultos- y los extraños hechos que tuvieron lugar once años atrás en la casa de la familia. Conforme la trama avanza, la historia se va desenvolviendo en pequeñas dosis y puntos clave irán siendo develados para entender porque sucedió lo que sucedió, y como los hermano intentarán unir todas las pistas. Aquí tal vez se encuentre el punto más alto de un film que trabaja menos sobre el terror en su sentido gráfico y mucho más sobre el misterio y la intriga de aquello que se desconoce. La película pierde un poco de fuerza hacia el tercer acto, se enreda en su propio laberinto de realidad versus ilusión. Ciertas acciones de los personajes se vuelven bastante zonzas y contradictorias –como en toda película de terror que respete ese costado desgraciado del canon - y algunas idas y venidas no hacen más que demorar un desenlace que si bien no es del todo previsible, se puede vislumbrar un poco antes de tiempo y deja las cosas bastante armadas como para esperar una lógica secuela en el futuro próximo.
¿El pasto es más verde del otro lado de la cerca? Nicholas Stoller (The Five-Year Engagement, 2012) vuelve a recalar en el universo de jóvenes adultos en etapa de transición con Buenos vecinos (Neighbors, 2014). Mac y Kelly Radner (Seth Rogen y Rose Byrne) son padres primerizos que experimentan de primera mano los pormenores del descontrol juvenil cuando la fraternidad Delta Psi Beta -esos clubes sociales de los que forman los estudiantes universitarios yanquis- se convierten en sus nuevos vecinos, y la relación entre dichas partes se dirija hacia un camino sin retorno de “vos me hacés una, ¡yo te hago otra peor!”. Si bien por momentos la película maneja un humor que juguetea al límite de lo escatológico –pero políticamente correcto tratándose de un lanzamiento comercial- y abundan los guiños a las drogas blandas, los órganos reproductores masculinos y las mamas en etapa de lactancia, dichas cuestiones están lo suficientemente bien distribuidas a través de las escenas para evitar caer constantemente en el chiste fácil o el golpe de efecto. Cada shot de tequila y cada momento de descontrol busca hacer avanzar la historia más que servir como gag inconexo y autoindulgente. A pesar de un primer acto un tanto básico, conforme avanza la trama en clave “jóvenes vecinos fiesteros universitarios” versus “padres primerizos típicos de clase media yanqui”, la interacción entre los personajes se va aceitando a fuerza de ingesta de sustancias y bebidas blancas, escenas de la vida joven matrimonial y una dosis bien regulada de slapstick. Zac Efron se luce como Teddy Sanders -el líder de la fraternidad- un fiestero fuera de control en pie de guerra contra Mac Radner, ese típico post-adolescente que no termina de hacer pie en la adultez que tan natural le sale a Rogen, vale recordar a su personaje auto paródico de Este es el fin (This Is The End, 2013). Los mejores momentos de ambos actores suceden cuando comparten escena, sacándose brillo y explotando cualidades que podemos haberles visto en papeles previos pero que saben manejan de forma efectiva. Rose Byrne también sale airosa de su incursión en el terreno cómico. Y cuando todos pensamos que el quid de la cuestión girará entorno a dos facciones enfrentadas que no logran convivir en armonía intercambiando palo y palo, la película se toma sus momentos para desarrollar algunas reflexiones sobre los alcances de ser joven e irresponsable, asumir el rol de adulto y saber disfrutar en la medida justa aquellas cosas que se nos presentan en las diferentes etapas que nos toca vivir. Sumémosle un poroto a Nicholas Stoller, quién podría haber hecho una comedia pasatista hecha y derecha para vender butacas y pochoclo –que seguramente venderá de todos modos- pero también parece haber querido que el espectador abandone la sala con un poquito más en la cabeza que ruido de fiesta y olor a cigarrillo. Bien vale su intento.
Pesadilla en lo profundo de la butaca Dos interrogantes cruzarán nuestra mente al ver una tras otra las escenas de In-Actividad Paranormal (A Haunted House 2, 2013): "¿Por qué" y "¿Para qué?"... Difícilmente haya alguna otra manera de expresar la última incursión de Marlon Wayans (Una película de miedo -Scary Movie, 2000- entre otras) quien tropieza dos veces con la misma piedra escribiendo y protagonizando nuevamente la secuela de ¿Y dónde está el fantasma? (A Haunted House), a la cual para mal de males nuestros creativos nacionales -o tal vez regionales- tradujeron In-Actividad Paranormal borrando toda conexión con la anterio entrega, negándole su calidad de secuela. ¿Habrá sido accidental o adrede para que pase de forma más disimulada? Misterio. Respetando el estilo tradicional de este subgénero que parodia otras películas comerciales (Acción, Musicales, Comedia), In-Actividad Paranormal nos presenta un monstruo híbrido-paródico que se alimenta primordialmente de otros éxitos recientes del género de terror como ser Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), Sinister (Sinister, 2012) y El conjuro (The Conjuring, 2013). El sentido de "monstruosidad" al que nos referimos queda libre de ser interpretado por cada uno de los lectores. El recurso "cámara en mano" y "varias cámaras filmando todo, todo el tiempo" -a través del cual se dearrolla la historia- es tan o más forzado de lo que ya lo es en aquellas películas a las cuales intenta parodiar; algo así como intentar desarrollar el concepto Panóptico Foucaultiano después de una lobotomía frontal. Lo positivo aquí es que podemos otorgarle el beneficio de la duda al director Michael Tiddes: no sabemos si el recurso es mal utilizado a propósito para exagerar lo paródico, o si realmente resultó de esta forma a pesar de todas sus buenas intenciones. Un extenso muestrario de chistes racistas, misóginos y extremadamente escatológicos podrán hacer las delicias de todo espectador bien predispuesto a ver una película liviana que le permita consumir 86 minutos de su vida sin ton ni son, pero les puedo asegurar que hasta el más despreocupado de la audiencia mirará con ojos sospechosos cuando la película nos exponga al cuarto chiste consecutivo sobre flatulencias o sexo con muñecos poseídos. La ausencia sin aviso de una estructura narrativa minimamente coherente, que solo se limita a presentarnos gags y líneas de acción inconexas entre sí -moneda cada vez más corriente en este subgénero paródico de Wayans- pareciera por momentos intentar reflejar cierta analogía respecto del miedo contemporéano de los jóvenes-adultos al compromiso y la vida en pareja. Pero cualquier intento de lectura a más de un nivel es anulado por un Wayans cuyo único recurso cómico parece ser gritar y gesticular neuróticamente a la cámara. El guión se las ingenia para mencionar entre diálogo y diálogo a celebridades y estrellas bizarras contemporáneas de la industria del entretenimiento yanqui, como ser Hooney Boo Boo (protagonista de un reality sobre concursos de belleza para infantes), Chris Brown (pareja de la cantante Rihanna) y el reality Acumuladores (Hoarders). Nombres que seguramente no muevan un pelo a nadie que no viva en suelo norteamericano o consuma particularmente ese tipo de productos, los cuales difícilmente sigan siendo relevantes en los próximos cinco años. Algo dificil de entender, siendo que la mayoría de las producciones de Hollywood recuperan la mayor parte de su inversión gracias a la taquilla de otros países donde estos nombres dificilmente sean reconocibles. No somos TAN ilusos, no vamos a engañarnos a nosotros mismos pensando que estamos yendo a ver El ciudadano (Citizen Kane, 1941) cuando se trata lisa y llanamente de In-Actividad Paranormal -con todo lo que eso implica- pero todo aquel que guarde esperanzas de ver algo mínimamente cómico debería ser oportunamente advertido: puede llegar a ser testigo de algo más terrorófico que todas aquellas producciones a las cuales se intenta hacer burla, y por los peores motivos imaginables.
¿Y dónde está el exorcista? ¿Qué obtendríamos de una cruza entre El exorcista (The Exorcist, 1973), El proyecto Blair Witch (The Blairwitch Project, 1999) y El conjuro (The Conjuring, 2013)? Probablemente algo muy cercano a Silencio del más allá (The Quiet Ones, 2014). Tal vez demasiado cercano. El film de un casi novicio director John Pogue narra la historia -situada en la década del ’70- sobre un profesor de Oxford especializado en los fenómenos paranormales, interpretado por Jared Harris (Cazadores de Sombras: Ciudad de Hueso, Sherlock Holmes: Juego de sombras). El profesor y tres de sus estudiantes buscan llevar a cabo un experimento para probar que ciertas manifestaciones sobrenaturales como los fantasmas y la telequinesis son en realidad obra de problemas mentales que generan energía negativa (sic), y utilizaran a una joven atormentada como conejillo de indias para probar su hipótesis. Como muchos de ustedes podrán llegar a deducir, las cosas dan un giro hacia lo siniestro y eventos extraños comenzarán a sucederse. La historia esta levemente basada en hechos reales, agotadísimo cliché dentro del género de terror contemporáneo. El estudio detrás de esta producción es nada más y nada menos que Hammer Films, mítica productora inglesa de terror que vivió su apogeo entre la década del 50 y fines del ’70; hace algunos años la Hammer –como se llama informalmente- fue rescatada del ostracismo de la industria cinematográfica y tras su resurgimiento ha llevado a la pantalla grande títulos como Déjame entrar (Let Me In, 2010) y La dama de negro (The Woman in Black, 2012). Los antecedentes eran sumamente favorables. Pero un sinfín de inconsistencias de guion –como por ejemplo pedir a los ayudantes que no interactúen en lo absoluto con la paciente y en la siguiente escena comparten todos un picnic (¿?)- sumado a un diseño de sonido que es una amenaza para la salud auditiva de los espectadores –literalmente- junto con actuaciones que exceptuando la de Harris dejan mucho que desear, se vuelven herramientas efectivas en el peor sentido que llevan al film a transitar de forma inevitable un espiral descendente, y nuestra buena predisposición comienza a agotarse iniciado el segundo acto, momento en que cualquier consideración por una lógica interna del relato ya abandonó el tren hace un buen rato. Silencio del más allá es una película que desde una estética que rememora el terror clásico de los ’70 intenta ser muchas películas al mismo tiempo y no logra satisfactoriamente ser ninguna, para terminar perdida en su propio laberinto narrativo y cerrar la cuestíon con un final tan genérico como insípido.
El cazador cazado Dentro del cine de terror, el subgénero Slasher debe ser uno de los más atados a sus propios clichés: nunca vayas a investigar algo solo, no te emborraches, no abuses de sustancias ilegales, no sufras un exceso de hybris, ni preguntes en voz alta "¿Quién anda ahí?" en una habitación oscura porque son todos el equivalente a sacar un boleto de ida a la morgue más cercana... ¿Pero qué pasa cuando el cliché se invierte? En Nadie vive (No One Lives, 2013) -presentada en el Festival Internacional de Toronto en 2012 y sin distribución masiva hasta el día de hoy- el director Ryuhei Kitamura se anima y juega a ver que pasa cuando se tuercen un poco las reglas. El típico muchacho fachero y la típica muchacha bonita son victimas del típico grupo de mal vivientes de ese territorio que se suele llamar comúnmente "la América profunda", llena de los campesinos poco amistosos y los restaurantes al paso, los cuales si nos guiásemos por el universo de la ficción parecen existir uno al lado del otro en las rutas de los Estados Unidos. Pero los captores se llevan una sorpresa poco grata cuando los papeles se cambian y el capturado inicia una suerte de cacería contra dichos captores, develando que el hombre en cuestión esconde algún que otro secreto sobre su verdadera naturaleza siniestra. Al igual que en su anterior y único film hecho en occidente -El tren de medianoche (The Midnight Meat Train, 2008)- el japonés Kitamura no repara en gastos al momento de mostrar con el mayor detalle posible toda cuchillada, laceración, decapitación y/o disparo efectuado contra la desafortunada víctima de turno, dejando que el rojo y el negro se apoderen por completo de la paleta de colores. Luke Evans (El Hobbit: La desolación de Smaug, 2013; Rápido y Furioso 6, 2013) se luce como el bueno/malo de la película, y sale airoso al momento de proveer una cara reconocible y algo de profundidad al personaje que debe interpretar; cuestión que es bienvenida, porque es justamente ahí donde el genero suele caer siempre en lo obvio, entregándonos un sujeto impávido, un ser implacable pero sin rostro. Al mismo tiempo, es necesario reconocer que el tercer acto se apoya bastante en las convenciones -por más que guarde alguna que otra sorpresa bajo la manga- pero a pesar de ello consigue mantener un cierre con buen nivel de suspenso. Los fanáticos del género se entretendrán viendo un film original que mantiene como base ciertos elementos clásicos de este formato, y los menos iniciados podrán disfrutar también sin tener la sensación de estar viendo el mismo refrito de siempre. Podría decirse que todos ganamos.
Tu lucha es mi lucha Para ponerse a tono con la inminente entrega de premios de la Academia de Hollywood -a desarrollarse la semana próxima- llega a nuestra cartelera una de las películas “oscarizables” que se hizo esperar bastante en las salas locales: Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados (Dallas Buyers Club, 2013). No es un dato menor la fecha en que se ha elegido poner en cartelera esta película, en especial si tomamos en consideración todos los premios que ha ido acumulando (un Golden Globe y dos SAG Awards entre muchos otros) y las múltiples nominaciones al Oscar por mejor película, mejor actor y actor de reparto, mejor edición, mejor guión original y mejor maquillaje. La película -basada en hechos reales- cuenta la historia de Ron Woodroof, un texano de ley quien descubre accidentalmente que ha contraído el virus del HIV en la Dallas de 1985, época en que apenas se empezaba a conocer la gravedad de la enfermedad que se volvería una epidemia y todos los prejuicios y preconceptos que generaba desde el punto de vista social alrededor de quien la sufriera. Se puede decir que Matthew McConaughey da literalmente todo de sí para interpretar a Ron Woodroof, bajando varios kilos para lograr un Physique du rol que haga honor al estado de su personaje y aprovechando ese acento sureño natural que posee, del cual siempre logra sacar provecho. Lo mismo sucede con Rayon, el personaje interpretado por un irreconocible Jared Leto que será una suerte de socio de Woodroof a través de las desventuras que plantea el relato. Si bien estamos ante un film cuya fuerza reside en las performances de McConaughey y Leto -acompañados por una correcta Jennifer Garner- es preciso también destacar la forma en que el director Jean-Marc Vallée (La Joven Victoria, 2009) construye una estructura narrativa que irá desarrollando en forma cronológica la historia, al mismo tiempo que se vale de pequeños flashbacks que sin ser más que un puñado de imágenes se vuelven sumamente efectivas en pos de sintetizar con riqueza aquello que se cuenta. Vale reconocer también el mérito de un director que se anima a mostrar cómo reaccionaron distintas partes de la sociedad norteamericana ante el surgimiento de la enfermedad que se volvería uno de los estigmas de la sociedad moderna. Por momentos dramática, por momentos incómoda, por momentos cómica e incluso a veces con cierto aire documentalista en clave Michael Moore (Sicko, 2007) por la forma en que Woodroof tuerce las leyes e intenta pelear contra el negociado entre el gobierno y las empresas farmacéuticas que privilegian las ganancias por sobre el valor de la vida humana, Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados es una gran candidata a ganar el Oscar a mejor película; lástima que trata sobre un tema tal vez demasiado ríspido para el gusto de la Academia…y encima compite entre otras contra una película sobre la época de la esclavitud en el siglo XIX en Estados Unidos -12 años de esclavitud- temática políticamente correcta y siempre vista con buenos ojos al momento de las premiaciones. Esperemos estar equivocados.