Concebida casi exclusivamente para permitir el lucimiento de Christina Aguilera -también productora ejecutiva musical del film- y en menor medida de Cher, Noches de Encanto o Burlesque es un musical que brilla en sus momentos escénicos y decae indefectiblemente en su prefabricado entramado y esquemáticos diálogos y situaciones. Llevar al cine una comedia musical no es fácil, últimamente sólo Rob Marshall en Nine (y también en Chicago) logró cosas dignas. De todas maneras hay que decir que el director debutante Steven Antin, con una carrera importante como actor, no parte de ninguna pieza de Broadway sino que él mismo escribió el guión y lo volcó al género del music-hall o comedia musical. Contando con un elenco importante en el escenario (espléndido cuerpo de bailarines y cantantes aparte de las protagonistas), y bajo de él (Peter Gallagher, el excelente Stanley Tucci y la propia Cher, entre otros), Antin logra que ellos muestren lo que saben y acierta en la atmósfera visual del burlesque, además en la eficacia de la banda de sonido. Pero el resultado global es pobre y por momentos insufrible. Noches de Encanto trae a la memoria inevitablemente a Cabaret y la distancia enorme, kilométrica que separan tanto a ambos films como a la Aguilera y a Cher de Liza Minelli. Y no se trata de comparaciones antojadizas, porque queda clara la intención de remedar de algún modo aquella pieza memorable de Bob Fosse y a su extraordinaria protagonista. Pero las situaciones dramáticas, humorísticas o costumbristas que juega Aguilera son tan ramplonas y elementales como su incapacidad actoral, más allá de su voz privilegiada y buenas dotes de bailarina; que no le alcanzan para ser el centro –al borde de lo egocéntrico- de una película, Por otra parte Cher, que sigue cantando muy bien, apenas puede hacer visible alguna emoción en un rostro enmascarado a fuerza de años de liftings y cirugías. De todas maneras en la premiere de este film los admiradores de la diva disfrutaron intensamente del film, tarareando y aplaudiendo cada canción. Para tenerlo en cuenta.
Basada en un recordado personaje animado de la productora Hanna-Barbera, El oso Yogi es recreado con algunos aciertos, pero se resiente en su trama y en su combinación entre humanos y animación digital, resolución pretendidamente innovadora de una serie que siempre tuvo un formato clásico. Bastante antes Los Picapiedras, de los mismos creadores, fue llevada al cine íntegramente en acción viva, con menos luces que el imaginativo producto original. En este caso hay que decir que este extraño oso parlante de cuello y corbata que roba canastas de comida a turistas en un parque nacional acompañado por un osito pequeño, es mucho menos interesante que aquella otra pieza emblemática de la dupla, que fue una extraordinaria usina de grandes series del género, como Los Autos Locos (dando lugar personajes clásicos como Penélope Glamour y Patán), Don Gato, Los Supersónicos y Scooby-Doo, entre muchas otras. El director Eric Bravig, que debutó en el cine con un film de aventuras para niños y adolescentes como Viaje al centro de la tierra, no logra aquí la misma eficacia, aunque Yogi y Boo Boo mantienen su gracia, especialmente cuando no interactúan con la acción viva. Ciertos mensajes ecologistas en una esquemática trama que gira alrededor de una tortuga en extinción –que podría haber sido más graciosa- y un político corrupto que la secuestra, se pueden rescatar.
Desfachatada y expansiva como su protagonista, Los viajes de Gulliver es una insólita nueva versión del clásico literario de Jonathan Swift, y si se dejan prejuicios de lado garantizará un momento divertido para todo tipo de público. Jack Black es un actor, cantante y músico que desde su memorable papel secundario en Alta Fidelidad se volvió una suerte de ícono de la nueva comedia americana. Y supo patentar además un personaje que lo llevó a descollar en un film que ya es un clásico de la década recién finalizada: Escuela de Rock. De todos modos también fue capaz de exponer otros matices en films como King Kong, El Descanso y Jesus’ Son. Y así como en Kung Fu Panda el animalito luchador fue creado a su medida, aquí Lemuel Gulliver gira asimismo alrededor de su particular histrionismo. Aún basado en el rol que imaginó su autor hace casi tres siglos atrás, este más que aggiornado Gulliver es un embustero y hedonista repartidor de correo de un diario newyorkino, que en un paseo en bote se internará en un remolino, suerte de pasaje dimensional al reino de Liliput. Allí se sentirá a sus anchas para hacer de las suyas, transformando a sus habitantes en sus súbditos incondicionales. Y además transgrediendo sin pausas sus tradiciones y hábitos, que es en donde reside el principal aporte humorístico de esta recreación, con algunos gags muy logrados. Más allá de alguna guarrada innecesaria y que poco y nada ha quedado en el guión de las alegorías políticas y sociales de Swift, Los viajes de Gulliver, con sus paródicos homenajes al cine y al rock incluidos, y teniendo muy en cuenta -con sus pros y sus contras- que Black es el único y auténtico eje de la propuesta, redondea un aceptable pasatiempo.
Sórdida, descarnada e implacable, Lazos de sangre es un film que representa de manera cabal las últimas tendencias del cine independiente estadounidense. Dotada de un alto contenido dramático, el film jamás se aparta de un estilo narrativo duro y sin concesiones que en ningún momento intercala pausas que alivien al espectador, alguna línea de humor o al menos una leve sonrisa en todo su metraje. La obra revela la infrecuente capacidad de la cineasta Debra Granik en un género peculiar, que combina un costumbrismo hiperrealista con toques de thriller. Si bien el título en castellano grafica correctamente el espíritu del film, es más estremecedor y metafórico el original Winter's Bone (Invierno en los huesos), apelando a una frase cotidiana acerca del crudo frío invernal de la zona. Aunque no presente nieve, tormentas gélidas ni imágenes por el estilo, tan sólo el frío entumecedor que sin excepciones transmite la gente de la región boscosa de Ozark. Especialmente cuando enfrentan a la casi adolescente Ree (impecable Jennifer Lawrence), que sólo se propone encontrar a su padre, búsqueda que no responde a un interés puramente afectivo. Ella está a punto de perder la casa donde vive con sus dos hermanos pequeños y su madre depresiva e indolente a manos del fisco, ya que este hombre la puso de garantía y luego desapareció sin dejar rastro. Atravesando los bosques, ella indagará entre sus hoscos y agresivos parientes, desafiando un siniestro código de silencio familiar emparentado con una suerte de honor tribal, que los envuelve y la amenaza. La búsqueda de verdad y redención será inclemente y es el intenso hilo conceptual que atraviesa la trama. Las homogéneas y verosímiles actuaciones caracterizan personajes curtidos, aislados, resentidos, discriminados y discriminadores, que esbozan diálogos certeros y lacónicos en un inglés provinciano casi ininteligible, en medio de un paisaje agreste e inhóspito que nunca recibe el baño del sol. Una pintura fascinante pero a la vez distante, de un film que no emociona pero atrapa de principio a fin.
Focalizando en el vínculo entre un adolescente y una señora mayor, ambos aislados -casi rechazados- del mundo, el director Pablo José Meza en su segunda película establece un singular paralelismo entre dos seres en apariencia distantes e incompatibles. Un joven proveniente de La Pampa que trata de costearse dificultosamente sus estudios de medicina en Buenos Aires, a punto de ser desalojado del apartamente que alquila, recibe la sorpresiva propuesta de su vecina, una jubilada que desea compañía a esa altura de su vida, a cambio de alojamiento y comida. A través de esa trama simple pero matizada por diversas situaciones y personajes aleatorios, el realizador de Buenos Aires 100 km ( interesante y ópera prima pueblerina protagonizada por niños) ofrece su mirada a dos seres frágiles y vulnerables, más parecidos que diferentes pese al abismo generacional y los contrapuestos objetivos de vida. Los buenos y sucintos diálogos sostienen una historia de vida atrayente, magníficamente interpretada por Adriana Aizenberg y el ascendente Martín Piroyanski, con buenas participaciobnes de Marina Glezer y Atilio Pozzobón.
Verdadera proeza fílmica y expresiva, La casa muda es un film de género muy similar a otros en su tipo y a la vez diferente a todos. Filmada en plano secuencia y en tiempo real con extrema precisión, el efecto terrorífico es eficaz sin apelar al montaje o efectos visuales. Un mérito que se suma al hecho que la película de Gustavo Hernández es uruguaya, por eso un factor inicial llamativo sea que un film de lanzamiento internacional esté hablado en un más que familiar voceo. Creando una historia ficticia, o no tanto, alrededor de un tenebroso hecho criminal auténtico ocurrido en el país oriental, el film focaliza en una chica que trata de sobrevivir en una oscura casona de campo que oculta un fantasmal asesino. La intensa protagonista Florencia Colucci recuerda a Manuela Velasco en REC y asoman ecos de El proyecto Blair Witch, Actividad paranormal y el tramposo –pero afín- film francés Alta tensión, pero aún así La casa muda es una inteligente pieza que abre una nueva puerta en el género. Rodada con una cámara de fotos, formato en el que ya incursionó el pionero Raúl Perrone con la magnífica La Navidad de Ofelia y Galván, Hernández demuestra una habilidad fuera de lo común para aprovechar al máximo sus escasos recursos, logrando genuino terror y tensión constante. Habrá también alguna trampita, pero el perturbador y bizarramente poético final termina de redondear una pieza formidable.
Basada en “un caso de la vida real”, Imparable narra un hecho heroico que llevaron a cabo dos maquinistas de la red ferroviaria estadounidense, y no mucho más que eso, porque si los hechos son recreados fielmente, no necesariamente tendrán aristas extra. Es el caso del último film de Tony Scott, que mantiene inalterable su nervio visual y narrativo, y con eso disimula el relativo atractivo argumental de la película, que quizás sólo daba para un buen telefilm. Pero la tensión generada por un tren sin control en línea directa a estrellarse contra un pueblo, compensa significativamente lo antedicho. Un maquinista desganado y negligente iniciará la arrolladora marcha de un convoy sin control ni tripulación, repleto de vagones con material inflamable; y dos conductores, uno veterano y otro novato -éste en su primer día de trabajo-, perseguirán la formación para intentar detenerla. Scott vuelve a establecer con Washington un tándem sólido, que ya había deparado films vibrantes como Hombre en llamas y Deja vu, y más allá de reparos, el film entretiene aún en las no muy relevantes referencias a las problemáticas personales de ambos. Porque también hay que decir que Imparable no presenta villanos ni protagonistas iluminados, tan sólo dos trabajadores de diferentes generaciones a los que un hecho fortuito unió para que este sea sólo un film de salvataje y no de cine catástrofe. En esa sencillez a veces reside el leve encanto de una historia de vida.
Jacques Tati ha sido uno de los más grandes humoristas que ha dado el cine, pero además fue una suerte de poeta del paso de comedia. Su impronta personal, a través de su alter ego Monsieur Hulot, era desarrollar historias en las que los gags eran prodigios de coordinación entre el contexto, los personajes y su espigada y caricaturesca humanidad. Una meticulosa torpeza, combinada con candor y ternura, terminaban produciendo una gracia irresistible. Pero además Tati tenía una mirada levemente sarcástica del mundo que lo rodeaba, y eso quedó plasmado en películas fuera de serie como Playtime y Trafic. En El ilusionista, film que nada tiene que ver con el excelente film de Neil Burger con Edward Norton, el director Sylvain Chomet retoma un guión del comediante y cineasta francés que nunca fue rodado y lo traslada al terreno de la animación con fascinantes resultados. Fundamentalmente este recurso le sirvió para revivir de alguna manera a Jacques Tati, quien a través de sus inspirados trazos vuelve a mostrar esa fisonomía inconfundible. Chomet tiene como antecedente insoslayable esa maravilla del género llamada Las trillizas de Belleville, una obra de animación única en su tipo, así que la imaginaria unión entre Tati y Chomet se puede decir que ha sido una óptima idea, que ha deparado una obra artística formidable. Sin diálogos, sólo con algunos balbuceos ininteligibles entre los personajes que combinan distintos idiomas, la historia narra el ocaso de la carrera de un viejo mago, que en medio de fracasos en el mundo del music hall de hace varias décadas atrás, encuentra en un viaje una joven que pasa a acompañarlo en su tour y convertirse en una suerte de hija sustituta. Con más melancolía y sordidez que optimismo y más lirismo y sensibilidad que humor, El ilusionista es una joya que hay que disfrutar sin preconceptos. Y para los amantes de Tati y Las trillizas de Belleville, una cita obligatoria.
La dupla Enrique Torres (guión) y Nicolás Del Boca (director) remontan su vínculo de exitosos creadores de telenovelas y arriban a este paso cinematográfico, entusiasta pero fallido. Con alguna pretendida reminiscencia de Antes del amanecer de Richard Linklater, Un buen día presenta un amor incipiente y providencial de dos argentinos en un contexto luminoso y lejano (California), con un claro aliento melodramático y algún toque de comedia. Pero esto se desbarranca producto de diálogos pretenciosos, situaciones mal resueltas y una trama general difícil de sostener con sólo dos personajes. La bella –aunque innecesariamente retocada- Lucila Solá pasea durante toda la proyección su estilizada figura pero también su prefabricada expresividad y escasa convicción dramática. Vinculada sentimentalmente con Al Pacino, la protagonista no logra dar el tono adecuado, más aún cuando la trama entra de lleno en un doloroso drama personal. El más experimentado y talentoso Aníbal Silveyra tampoco puede evitar cierta afectación, inevitable ante algunos diálogos y situaciones con las que debe lidiar, pero alrededor de su personaje se sostiene levemente la estructura dramática del film. En el final, que propone una confusa y hasta caprichosa vuelta de tuerca de tono fantástico o espiritual, la presencia de Andrea Del Boca otorga un toque de solidez actoral.
Los films de temática post apocalíptica en el que todo atisbo de progreso y tecnología aparece arrasado en medio de lúgubres paisajes urbanos han tenido aquí su coletazo a través de este film de Luis Ortega, en este caso con escasos resultados expresivos y alegóricos. La carretera es un ejemplo ineludible de este subgénero, como así otros títulos recientes como El libro de los secretos, Número 9 y Soy leyenda, entre muchos otros. Que el cine argentino también afronte este tipo de tramas con Los santos sucios puede resultar estimulante pero también dudoso, en el sentido de adscribirse a tendencias que nos son ajenas. El film además no logra aportar algún costado original, dentro de una producción demasiado modesta para abordar semejante propuesta. Muchas preguntas sin respuestas propone la trama ideada por Ortega y los actores Alejandro Urdapilleta y Emir Seguel, en la que un grupo de sobrevivientes deambula luego de una hecatombe, tratando de encontrar recursos, afectos y salidas a una forzada indignidad. Tras su debut con la oscura y minimalista Caja negra, el cine de este director y productor ha mantenido cierta coherencia dentro de temáticas muy diferentes y arriesgadas, como ésta. Aunque fallida. Los santos sucios ofrece algunas buenas imágenes, la tarea como actor de Ortega –y frases de su relato en off- y la de Martina Juncadella.