Miedo de archivo El filme de Kelvin Tong resulta un rompecabezas paranoico y apocalíptico que nunca termina de armarse del todo. Tal vez la crítica más devastadora que se le puede hacer a El exorcismo de Anna Waters sea contar su argumento. Coinciden en él elementos tan disímiles que resultaría agotador enumerarlos. Para resumir, la Biblia se cruza con cosas mucho más absurdas que un calefón: enfermedades degenerativas, números binarios, cables submarinos, el código Morse, etcétera. Se trata de un rompecabezas paranoico y apocalíptico que nunca termina de armarse del todo y que delata que la imaginación de su director y guionista (Kelvin Tong) es más un archivo de escenas de otras películas de terror y un inventario de supersticiones colectivas que una visión orgánica y coherente. Lo único que parece tener claro Tong es que quiere provocar miedo. Y esa necesidad casi fisiológica de asustar se transforma en ansiedad. Una ansiedad que lamentablemente no alcanza la dimensión estética de la serie televisiva American Horror Story, porque sólo se traduce en dispersión, en paréntesis que nunca se cierran o en escenas mal narradas y mal encajadas en el montaje. Ni siquiera el exotismo cultural de que la acción se desarrolle en Singapur es aprovechado para ofrecer una perspectiva diferente de la mitología bíblica sobre la que se basa buena parte de la trama. Como es evidente que Tong no termina de entenderse a sí mismo (ya que confunde abundancia con complejidad), supone que los espectadores tampoco captarán las obviedades de su sentido del terror y las subraya una y mil veces, tanto en las imágenes como en los diálogos. Hay, no obstante, dos o tres escenas genuinas que bien podrían recortarse y difundirse a través de YouTube como las pruebas flagrantes de la clase de película que El exorcismo de Anna Waters no pudo ser.
Fantasmas íntimos Contar un historia no es lo mismo que componer una trama. Si no se entiende ese concepto básico, se corre el riesgo de cometer la larga serie de equivocaciones narrativas que hacen de Ellos vienen por ti un producto muy inferior al que hubiera podido ser. Desde el elenco mismo, la película australiana parece declarar sus buenas intenciones. Adrien Brody y Sam Neill son figuras prestigiosas y reconocidas que proyectan un halo de seriedad a cualquiera producción. Y esa seriedad se deposita casi como una carga gravitatoria en cada escena, tanto en la fotografía y la iluminación (oscura, ominosa) como en la banda sonora. Todo lo cual resulta en una atmósfera depresiva que por momentos vira a la solemnidad. Brody interpreta a un psicólogo que ha perdido a su hija en un accidente. Ahora se está tratando con su antiguo profesor y trabaja con pacientes que el profesor le pasa. Pero hay algo que lo perturba, algo que le sugiere que las cosas no son como él las ve. Tiene la extraña sensación de asistir con lucidez al espectáculo de su propia locura, que se manifiesta en visiones y en fantasmas. Sin embargo, determinadas señales le indican que puede trazar un mapa para salir de ese estado. Tejida sobre la idea inconsistente de que recordar la escena original de un trauma implica superarlo, Ellos vienen por ti se enreda en su propia trama y se equivoca varias veces en el orden en que debe ir despejando los enigmas. La fórmula perfecta del suspenso consiste en que a medida que se resuelven las incógnitas aumente el misterio. En este caso, la regla no se cumple, menos por impericia que por temor al misterio mismo. Así, la idea trágica de que los fantasmas son muertos que claman venganza se licúa en una versión revanchista, justiciera y más o menos psiconalítica de la expiación.
Inquietud y ambigüedad Buenas noches, mamá, la película de terror de los austríacos Veronika Franz y Severin Fiala, se sostiene en sus atmósferas y la aparición de sus datos. La palabra es inquietud. Inquietud y ambigüedad. No es misterio, ni suspenso, ni terror. Si bien todos estos elementos estén presentes en Buenas noches, mamá (Good night, mommy) la película de los austríacos Veronika Franz y Severin Fiala se sostiene más en la sutil gradación de las atmósferas y en la inteligente dosificación de los datos que en el estricto respeto de las reglas de un género cinematográfico particular. Una mujer que acaba de someterse a una cirugía facial vuelve a su casa en las afueras de Viena, donde la esperan sus hijos gemelos. Tiene la cara tapada por las vendas. Sólo se le ven los ojos y la boca. Los niños la reciben con frialdad. No la abrazan, la miran con recelo. No la reconocen. La tensión entre ellos se instala desde ese primer momento como un enorme bloque de hielo que les impide comunicarse del modo en que se supone que una madre se comunica con sus hijos. Ella está perturbada, cansada, irritable, y no es mucho lo que se nos dice sobre las causas de su estado anímico. Una conversación telefónica permite deducir que la mujer sufrió un terrible accidente y que se separó del padre de los chicos. La escasez de información, sumada a la máscara de la ella, induce a que el espectador comparta con los gemelos la sensación de que su madre fue sustituida por una extraña. Ese clima opresivo contrasta con los juegos al aire libre de los chicos. Sin dudas las mejores escenas se desarrollan en los paisajes que rodean a la casa, un bosque, un lago, un campo sembrado, un cementerio abandonado. La belleza que Franz y Fiala extraen de esos lugares está impregnada por una profunda sensibilidad acerca de lo que significa jugar para los niños: una serie de actividades que pueden ir desde saltar en una cama elástica hasta quemar un insecto con una lupa. La inocencia y la crueldad en la misma longitud de onda. Si hubiera que clasificar la película en un género específico, tal vez lo más correcto sería decir que se trata de un drama psicológico. Mejor dicho, un drama psicopatológico. No hay que olvidar que Austria tiene todo el derecho del mundo a exigir el título no tan honorífico de capital mundial de la psicopatología. Allí nació el mayor psicopatólogo de la historia, Sigmund Freud, y también el mayor psicópata, Adolf Hitler. La primera escena hecha con material de archivo, antes de los títulos, es una sutil alusión a esa triste tradición de delirios personales y colectivos. Sería un error suponer que la película Buenas noches, mamá tiene una teoría sobre la locura, aunque deja servida la idea de que la locura es una madre sin rostro. Esa sospecha sobre la identidad del otro, por muy cercano que sea, ese enigma por el cual lo familiar se vuelve extraño, es la materia prima de esta muy buena película cuyo único defecto son dos escenas oníricas, bellísimas y perturbadoras pero innecesarias.
Sin fantasía La nueva película, precuela de la historia de Blancanieves, no cumple con ninguna de sus promesas. Sería difícil encontrar una película fantástica con menos sentido de la fantasía que El cazador y la reina de hielo. Buena parte del problema reside en la incapacidad del director Cedric Nicolas-Troyan para transmitir emoción con la cámara. Pese a tener una larga experiencia en el rubro de efectos visuales, sólo había dirigido un cortometraje antes de este mega proyecto (con el docto título de Carrot vs Ninja). Pero Troyan no es un chico. Su documento de identidad delata casi medio siglo. Tal vez un poco tarde para debutar en la categoría de cineasta, si nos dejamos guiar por los prejuicios. Lo cierto es que en toda la película se revela inepto para distinguir entre la imagen en sí misma y la imagen como producto de la cámara. Le cuesta horrores hacer que esta dialogue con la escenografía y con los personajes, como si por obra de la más negra de las magias el cine hubiera regresado a los primeros años del sonoro, cuando estaba de moda lo que se ha llamado con merecido desprecio "teatro filmado". En realidad, el estatismo, la insipidez de los cuadros y de los planos no hacen más que confirmar la desmedida confianza que Troyan tiene en los efectos especiales. Un confianza justificada, sin dudas, en cualquier historia donde la magia predomina. Pero la magia, cualquier tipo de magia, siempre es el efecto de algo invisible sobre algo visible. Lo esencial para que el pañuelo se transforme en paloma es que pase por la galera. En El cazador y la reina de hielo no hay nada que denote la más mínima sensibilidad por lo invisible. No hay oscuridad, no hay misterio. Todo está expuesto ante los ojos no con obscenidad sino con ingenuidad, lo que resultaría en una pornografía de la ingenuidad. Precuela y bifurcación de Blancanieves y el cazador, aquí se conserva a Charlize Theron y a Chris Hemsworth del elenco anterior, se elimina a Kristen Stewart, y se agrega a Emily Blunt y a Jessica Chastain. Sin embargo, pese a los nombres estelares, la dirección de actores deja mucho que desear. Hemsworth –que tiene la mejor fisonomía imaginable para el papel del cazador– no parece entender que la acción se desarrolla en un frío país imaginario de cuento de hadas. Se comporta como si estuviera en una fiesta hipster en Nueva York. La enumeración de errores podría seguir incluso hasta eclipsar la única estrellita con la que calificamos a esta película. Desde los chistes de mal gusto y pésima gracia de los enanos hasta los movimientos de los goblins (sí, hay goblins), calcados de los monos de la última saga del Planeta de los simios, todo es de segunda mano pero muy lustrado y brilloso. Todo, salvo Theron y Blunt, malas magníficas, reinas que merecen otra fantasía.
No da para sustos El filme de Kevin Greutert prefiere los golpes efectistas que matan de miedo pero paralizan el cerebro. Algunos de los nombres que figuran en el elenco de Yo vi al diablo (como Jim Parsons, Eva Longoria, o la protagonista, Isla Fisher) sólo pueden explicarse por la ambigua aureola de prestigio que se ha ganado el cine de terror en la última década. Sin embargo, en este tipo de productos, nunca importa demasiado quién figura en los créditos, sino la eficacia de la propuesta. En todo caso, se puede revisar el currículum del director –Kevin Greutert, responsable de las dos últimas de la saga del Juego del miedo y de Jessabelle– y constatar que es un hombre con oficio, no un artista que tenga una visión personal del género. Pese al título en español, que es casi una estafa, la historia se acerca a lo sobrenatural no por la vía de la religión (o la mitología, si se quiere) sino por la de la psicología y la parapsicología. Meses después de un terrible accidente (así empezaba Jessabelle, también), Eveleigh se muda con su marido a un viñedo en un valle de California y deja de tomar las pastillas para tratar su estrés postraumático porque está embarazada. El lugar es un paraíso, el escenario más propicio imaginable para ser feliz, pero ella empieza a tener sensaciones extrañas, visiones (Visions es el título en inglés) de una persona con capucha que la observa y de otros incidentes inexplicables. Con un poco de sutileza y otro poco de liquid paper, el guion podría haber engendrado una buena película de suspenso. Sin embargo, Greutert parece incapaz de llegar al clímax de una escena sin un golpe bajo, uno de esos sustos que hacen saltar el corazón pero paralizan el cerebro. Y más allá de que consigue mantener el enigma hasta los últimos minutos, pocos finales resultan tan esquemáticos y ridículos como el que propone para este fallido ensayo de ficción paranormal.
La naturaleza de lo sobrenatural La película de terror La bruja renueva el género con un salto hacia al futuro y otro hacia el pasado. Todas las expectativas que generó La bruja desde que se estrenó el año pasado en el festival de cine independiente Sundance están justificadas. El director debutante, Robert Eggers, consigue renovar el género del terror no con un salto hacia al futuro sino retrocediendo hacia el pasado. Lo que plantea es una especie de viaje introspectivo hasta el fondo de la mentalidad norteamericana. Vuelve a ese punto de la historia en el que la imaginación del puritanismo cristiano, alimentada con una dieta exclusiva de sermones bíblicos, se enfrenta con los mitos atávicos de una naturaleza desconocida y de una sexualidad naciente. A principios del siglo XVII, una familia es expulsada de una colonia de Nueva Inglaterra por su excesivo rigor religioso. El padre, la madre y los cinco hijos (Thomasin, una adolescente; Caleb, un niño religioso y obediente; los gemelos Jonas y Mercy, y Samuel, un bebé) se mudan a un paraje solitario, donde levantan una granja frente a un bosque ominoso. El objetivo de Eggers no es asustar, lo que pretende es recrear la atmósfera opresiva de un mundo regido por la insondable voluntad de un Dios omnipresente y por la angustiante conciencia de que cada gesto, cada acción, cada pensamiento puede ser una vía hacia el pecado, es decir, una puerta al infierno. Sin embargo, no se trata de una denuncia retrospectiva sino de un ensayo para entender cómo una estricta ideología del bien –el puritanismo cristiano– pudo generar una concepción tan arraigada del mal y, en un sustrato más profundo, por qué ese mal fue asociado a la naturaleza, a los animales y a las mujeres. El arte de la dirección cinematográfica de Eggers es tan sutil como virtuoso. Salvo por la banda sonora que tal vez subraya demasiado los momentos de tensión, todos los demás aspectos técnicos y artísticos de La bruja son notables. Desde la reconstrucción de la época (que incluye el modo de hablar de los personajes) hasta las tremendas actuaciones de los niños, pasando por los diálogos y por una fotografía que en el género sólo podría compararse con la de Te sigue. En ese sentido, se trata de una gran película a la que la etiqueta "de terror" le queda chica y tal vez sería mejor catalogarla como ficción histórica o antropológica, aunque carente de toda intención didáctica. De hecho, Eggers se basó en documentos de la época y en leyendas populares a la hora de escribir un guion que no quiere explicar el misterio del mal sino comprenderlo como misterio. Esa seriedad y esa fidelidad para recuperar un tiempo tan distinto al actual que casi nos resulta inimaginable es precisamente lo que le permite trasmitir la radical extrañeza de su relato, un relato tan ambicioso y desprejuiciado que se anima a mirar cara a cara la naturaleza de lo sobrenatural.
Una mente en jaque La vida de Bobby Fischer llevada al cine descuida al que posiblemente sea su público más fiel. Y diluye la profundidad de la historia, en medio de la guerra fría. Hay dos tipos de público para esta película sobre Bobby Fischer. Por un lado, los amantes del ajedrez que conocen la biografía y la forma de jugar del gran ajedrecista norteamericano. Por otro lado, el resto de las personas. Se supone que los segundos suman más que los primeros y es lógico que La jugada maestra apunte a ellos como sus eventuales espectadores. Sin embargo, esa decisión racional se garantiza la decepción de lo que podría haber sido el público más fiel, ese que ha estudiado las partidas de Fischer y no ha dejado de asombrarse por la precisión y la agudeza de sus jugadas. De modo que no es el Fisher del tablero el que muestra esta película, sino el Fischer de los manuales de psiquiatría. Hay un acuerdo más o menos generalizado en que el gran campeón norteamericano sufría síndrome de Asperger y que esa condición derivó en una paranoia, ya evidente incluso en el momento en que enfrentó a Boris Spassky por el título mundial en Islandia, en 1972, cuando tenía 29 años. En la trama de La jugada maestra, el mapa de esa mente brillante y perturbada es superpuesto al mapa político de la Guerra Fría, en uno de los períodos de máxima intensidad, a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, cuando el equilibrio de fuerzas planetario parecía estar a punto de sucumbir en un apocalipsis nuclear. En ese sentido, la película no agrega nada a lo ya se sabía acerca de las presiones que ejerció el gobierno de los Estados Unidos para transformar a Fischer en una pieza importante de su aparato de propagada anticomunista. El mismo secretario de Estado de la época –nada menos que Henry Kissinger– lo llamó personalmente para comunicarle el significado patriótico de la partida. Lo más interesante de esta biopic –además de las actuaciones de Tobey Maguire como Fischer y Liev Schreiber como Spassky– es la distancia clínica y la profunda comprensión histórica del director y los guionistas para exponer las características de ese tiempo conflictivo sin caer en tentaciones moralistas ni ideológicas. Si se suman la excelente reconstrucción de época y la destreza para infundirle tensión a una serie de episodios más patéticos que dramáticos, el resultado es una buena película sólo no recomendable para los amantes obsesivos del ajedrez.
Una película de terror que es de terror Los porcentajes de sangre y mutilaciones habían caído bastante en las acciones de las películas de terror en los últimos años. Y cuando uno ve Exorcismo entiende la razón de esa caída del índice de hemoglobina en la rentabilidad del género. Simplemente no funciona o sólo funciona en algunos productos de clase C elevados a íconos contraculturales. Exorcismo pretende fusionar el terror sangriento con el sobrenatural, algo así como un cóctel entre El exorcista y La Masacre de Texas (Marcus Nispel dirigió la remake, con Jessica Biel, en 2003), con el añadido obvio de protagonistas juveniles. No lo logra en absoluto. Lo único rescatable es la escenografía del interior del manicomio donde transcurre casi toda la acción. La búsqueda de una inmediata empatía generacional vuelve burdo el proyecto de Nispel, un director que ya traspasó los 50 años y que se revela incapaz de meterse en la mentalidad de los jóvenes millennials, salvo que suponga que esa mentalidad se reduce a manipular artefactos electrónicos y todo tipo de estupefacientes. El guion, que parece escrito para un cortometraje, fue alargado a la fuerza, con situaciones que se repiten con leves variantes, y sobre la base del ya perimido esquema de suspenso de ir matando uno por uno a los personajes, aunque de formas tan poco imaginativas que uno llega a sentir nostalgia por las hermosas torturas de la saga El juego del miedo.
Un hombre valiente La película se centra en la figura de Fritz Bauer, el fiscal general de que probó que Adolf Eichmann estaba en la Argentina. El nombre del criminal nazi Adolf Eichmann se ha vuelto una especie de símbolo en Occidente. Cimentó la leyenda de la eficacia del Mossad, el servicio secreto israelí que lo secuestró en la Argentina en 1960, e inspiró el concepto de "banalidad de mal", creado por Hannah Arendt cuando cubrió el juicio en Jerusalén para la revista The New Yorker en 1961. Mucho menos conocida -fuera de Alemania donde se lo considera un héroe nacional- es la intervención de Fritz Bauer, la figura central de Agenda secreta, el fiscal general de que probó -en secreto- que Eichmann estaba en la Argentina y posibilitó su captura. La película dirigida por Lars Kraume se centra en ese episodio de la vida de Bauer y muestra la compleja trama de intereses políticos -nacionales e internacionales- que este tuvo que enfrentar en sus investigaciones sobre criminales nazis durante el gobierno de Konrad Adenauer (canciller alemán desde 1949 a 1963). El trabajo de Bauer fue fundamental para mantener viva en la conciencia de Alemania que el nazismo no había caído del cielo ni había sido erradicado con la derrota en la Segunda Guerra Mundial sino que sus responsables seguían ocupando cargos en el gobierno, en la policía, en la Justicia y en altos niveles de las empresas más importantes del país. Si bien se toma algunas licencias biográficas, Agenda secreta expone todos los matices del temperamento de Bauer, aunque siempre lo deja bien parado. Incluso en su relación con el fiscal que colabora con él -Karl Angermann- y cuyas peripecias conyugales y sexuales componen la zona más melodramática de la película. Agenda secreta
El mar en sus corazones El filme Horas contadas cuenta el rescate de un barco petrolero tras una tormenta fatal. Las películas sobre el mar suelen ser una buena ocasión para reencontrarse con cierto espíritu clásico del cine norteamericano, aun cuando quien mejor lo ha encarnado en las últimas tres décadas sea un cineasta alemán, Wolfgang Petersen, autor de El submarino, La tormenta perfecta y la remake de Poseidón. En el caso de Horas contadas, esa cita con el pasado aparece reforzada porque los hechos reales sobre los que se basa ocurrieron en 1952. Hay que retroceder, entonces, a un tiempo en el que la tecnología de navegación no podía recurrir a los satélites y sólo se valía de la radio, las brújulas y el íntimo conocimiento que los marinos tenían del mar. Pese a los efectos especiales o tal vez gracias a ellos, esta película de Craig Gillespie consigue transmitir el enorme salto de escala de esa intimidad. La extraña comunicación, a la vez telepática y orgánica, que se establece entre el océano y el hombre que está a cargo de un barco. Horas contadas es básicamente el relato de un rescate: una nave guardacostas que sale en medio de una furiosa tempestad de invierno en busca de los sobrevivientes de un buque petrolero que se ha partido por la mitad. Esa historia principal está entretejida con un romance entre el capitán de la nave guardacosta (Chris Pine) y una chica impetuosa (Holliday Grainger) y poco dispuesta a respetar las normas del mundo masculino asociado al mar. Más allá del perfil feminista de la chica y de ser la representante en tierra firme de la ansiedad por la suerte de los marinos, la fuerza de la acción dramática se concentra en la aventura de los rescatistas, por un lado, y en los esfuerzos y tensiones de los sobrevivientes del petrolero, por el otro. La obvia lucha del hombre contra la naturaleza en su expresión más violenta se funde con otras luchas menos espectaculares pero no menos intensas. Esas dos dimensiones del drama se complementan perfectamente en la narración de Craig Gillespie, salvo al principio, cuando se toma demasiado tiempo hasta encontrar el ritmo de la respiración épica que requiere el relato y presenta a varios personajes y situaciones irrelevantes. En cambio, cuando la acción se dispara, Horas contadas adquiere ese tono majestuoso, no solemne sino profundo, que merece cualquier historia real tocada por la luz del heroísmo. Y no deja de ser un punto a favor que los dos héroes –el capitán rescatista y el jefe de sala de máquinas del petrolero (Casey Affleck)– sean mostrados como seres sensibles y vulnerables que simplemente hacen lo mejor que pueden hacer para evitar la tragedia.