Más allá del patriotismo La película de Micahel Bay, "13 horas, los soldados secretos de Bengasi", cae en un discurso patriótico. El ataque al consulado norteamericano en Bengasi, Libia, donde murió el embajador Chris Stevens en 2012, fue una de las mayores humillaciones que sufrió Estados Unidos desde la derrota en Vietnam. Sin embargo, en 13 horas, los soldados secretos de Bengasi, Michael Bay se las ingenia para que un trágico error de cálculo de los servicios de inteligencia se transforme en un relato heroico y triunfalista. Tan profunda es la vergüenza nacionalista que el director de Transformers necesita ir más allá del sentido del patriotismo para revertirla. Lo hace contando la historia de un grupo de soldados de elite contratados para proteger a una base secreta de la CIA en Bengasi, a pocos kilómetros del consulado. Basada en un libro del periodista Mitchell Zuckoff, 13 horas... exalta al soldado ideal norteamericano: un hombre tan vinculado a los valores militares que parece tener una conexión directa con la verdad simple de las cosas: defendemos a los nuestros, matamos a los enemigos. Esa simplicidad contrasta con la complejidad de la diplomacia y de las razones de Estado. La tesis de la película es que en el corazón de esos hombres late la auténtica Norteamérica. El problema consiste en que antes hay que demostrar que los mercenarios tienen corazón. El arte de Bay siempre ha consistido en la exageración. Las sutilezas parecen descolocarlo. Y en este caso, se nota esa incomodidad, la crispación por tener que reprimir su naturaleza épica y darse tiempo para mostrar el lado íntimo de sus personajes. Lo resuelve de un modo tan mecánico que dan ganas de subirse a la cabina de proyección, cortar todas las escenas sentimentales y quedarse sólo con las de combate.
Un hombre de buena voluntad La verdad oculta es la biografía de un médico que hace un descubrimiento importante. Pero la historia estaba destinada a ser un documental. Sin dudas el conflicto entre ciencia y poder económico que vivió en carne propia el médico Bennet Omalu era más apropiado para un documental que para una película biográfica como La verdad oculta. La materia parece exigir un tratamiento de periodismo de investigación: el choque entre una millonaria corporación como la liga de fútbol americano (NFL, por sus siglas en inglés) y un patólogo nigeriano que descubre las consecuencias letales de los golpes que reciben los jugadores del deporte más popular de los Estados Unidos. Sin embargo, se eligió el camino de la ficción, con una superestrella como Will Smith en el rol protagónico, tal vez para que la explosión de la denuncia tuviera una onda expansiva mayor. Algo que no sucedió en la medida en que los productores esperaban, si se juzga por la escasa repercusión crítica y de público que tuvo hasta ahora esta biopic dirigida por Peter Landesman. El salto de la realidad a la ficción, que siempre implica una dosis de mitología, resulta doblemente problemático en este caso, por la sencilla razón de que Omalu es demasiado bueno. Inteligente, abnegado, valiente, estudioso y religioso. Son muchas virtudes para digerir en una sola persona. Ya hace tiempo que las series televisivas nos enseñaron que los personajes unidimensionales puede ser aptos para la comedia pero nulos para el drama. Lo único insoportable de Omalu –la exigencia de que lo llamen “doctor” en vez de “señor”– es transformado por Will Smith en un rasgo simpático de orgullo profesional. Además, La verdad oculta no resiste la tentación de transformar a este médico inmigrante en un símbolo de los grandes valores perdidos de los Estados Unidos. Desde su pulcritud para vestirse hasta sus firmes convicciones científicas y religiosas, todo remite a una Arcadia moral que nunca existió pero que los norteamericanos creen que sigue viva en el fondo de sus corazones. Hay algo del mito de buen salvaje en el modo en que se resalta la pronunciación áspera de Omalu y sus gestos definidos, índices de su confianza en la pureza de los sentimientos y en la frontalidad para resolver los problemas que se le presentan. Y a esto se suma otro componente profundo de la mentalidad estadounidense: la idea de predestinación. La fe en que Dios ha señalado el camino individual de cada uno de sus elegidos. En términos visuales, salvo alguna que otra postal de Pittsburgh –la ciudad donde Omalu trabajó como forense y descubrió la afección de los futbolistas antes de mudarse a California– no es mucho lo que La verdad oculta tiene para ofrecer. Un relato bastante clásico, no por amor al clasicismo, sino por falta de riesgo cinematográfico. Una tibieza que se irradia a toda la historia y parece secarla por dentro, convirtiendo al drama en una anécdota saturada de voluntarismo triunfante y de emociones convencionales.
Lo sublime ridículo Cómo es la secuela de la comedia de culto creada por Ben Stiller sobre el mundo del modelaje masculino. Ya se sabe que una de las características más interesantes de la cultura pop es la capacidad de reírse de sí misma hasta ese punto en que la burla se convierte en escarnio. En el mundo de la moda y el espectáculo no hay seriedad posible, no hay verdad, todo es ficción, artificio, vanidad de vanidades. Zoolander 2 hace de esa tendencia a la autoparodia un principio universal. No importa la dimensión del ídolo en cuestión, todos están dispuestos a bajarse del pedestal y exhibir el lado vulnerable de su propio mito, desde Justin Bieber hasta Sting. Si no contara con esas estrellas ansiosas por ridiculizarse, no sería mucho más que una Scary Movie con el presupuesto inflado. Por supuesto, el aluvión de referencias musicales, cinematográficas, televisivas y tecnológicas supone a un espectador capaz de descifrar múltiples códigos simultáneos a la velocidad de un parpadeo. No deja de ser tremendamente histérica la ambición de Ben Stiller de crear una especie de museo vivo de los últimos 40 años de cultura pop y hacerlo estallar como una bomba de papelitos de colores. Sería imposible contener esa ambición en un guion prolijo. La idea misma está condenada al exceso. Pero como no se trata de un exceso furioso, indignado, condenatorio, sino de una celebración de la sublime ridiculez de la sociedad del espectáculo, no hay moraleja final, sólo baile, al ritmo de "Relax", aquel hit inolvidable de Frankie Goes to Hollywood. En el fondo y en la superficie, es el mismo mensaje que David Bowie le enviaba a John Lennon en 1972 con la canción "John, I'm only dancing" (sólo estoy bailando) para sugerirle que no se tomara tan en serio las cosas. Stiller admiraba hasta la devoción al recien fallecido autor de "Fashion" (quien tuvo un cameo en la primera Zoolander) y sin dudas también esta segunda está impregnada del espíritu transformista de Bowie, aunque no de su poder de fascinación. El argumento no es más que una excusa para rellenar la trama con la mayor cantidad posible de situaciones cómicas, algunas magníficas, otras sólo desopilantes y muchas que merecen figurar en la lista de los peores chistes de la historia del cine. La fórmula se reduce a avanzar de ocurrencia en ocurrencia hasta la saturación, una saturación justificada por el propio concepto ultra kitsch de la película. La risa a la que invita Zoolander 2 es festiva. Se burla de todo, pero deja todo intacto. Mejor dicho, deja todo más liviano, más leve. Gracias a esa levedad, el paso del tiempo (que es la angustia de fondo de esta nueva entrega, lo que la diferencia de la anterior) queda entre paréntesis, suspendido entre lo actual y lo anacrónico, entre la moda y el revival.
Chico siniestro La película El niño sintetiza en su argumento dos formas de terror: el sobrenatural y el psicopatológico. No es muy probable que el director William Brent Bell haya querido compilar en una sola película la historia del horror norteamericano desde el refinado Henry James hasta el magníficamente brutal John Carpenter. Pero algo de eso sucede en El niño. Lo que resulta obvio, al menos, es el intento de sintetizar en el argumento dos formas de terror: el sobrenatural victoriano, vinculado a espíritus, fantasmas y demonios; y el psicopatológico, vinculado a delirios, obsesiones y perversiones criminales. Pero ya se sabe que por muy ingenioso que sea un guion no hay nada tan complicado como conciliar la parapsicología y la psicología. Entre una y otra pasa una frontera bien marcada: la que separa lo esotérico de lo científico. Un límite que atraviesan con gracia productos como Los expedientes secretos X, pero donde casi siempre tropiezan las películas que no pretenden enfrentarse a un misterio sino generar suspenso. Sería difícil imaginar una situación más deliciosamente siniestra que la planteada en las primeras escenas de El niño. Una joven norteamericana (Lauren Cohen) llega a una mansión en Inglaterra contratada para cuidar a un chico. Si ya resulta bastante raro que los padres sean una pareja de ancianos, mucho mayor será la sorpresa de la niñera cuando descubra que el chico es un muñeco. La combinación niño-muñeco es tremendamente eficaz, tanto en términos de extrañeza como de melancolía, y William Brent Bell tiene la sensibilidad suficiente para no desperdiciar esa atmósfera en aras de una acción truculenta. Todo lo cual no significa que sea un gran narrador y menos un gran cineasta, simplemente ciertas historias son más preciosas que otras y el costo estético de arruinarlas es mayor. En ese sentido, la morosidad y la lentitud en el modo de desarrollar la trama no se revelan como un verdadero rasgo de estilo sino como una forma de precaución: la prudencia casi desesperada de quien intuye que el descenlace es tan inferior al planteo que resulta imposible evitar la decepción.
Nuestro comentario del filme de Anthony Hopkins, que no escapa a una idea trillada que nunca funcionó bien en cine o en televisión. La idea argumental de un vidente que resuelve casos criminales nunca ha funcionado muy bien en la ficción cinematográfica (ni en la televisiva) y uno se pregunta por qué Hollywood sigue contando esa clase de historias que parecen condenadas al fracaso. En la mente de un asesino no es la excepción a la regla. Aun cuando su director y sus guionistas pretenden naturalizar al máximo los poderes parasicológicos suponiendo que son sólo extensiones de las capacidades normales del cerebro, a la hora de mostrar cómo funcionan las premoniciones se ven forzados a apelar a ese recurso ordinario de lo extraordinario que implica intercalar imágenes más o menos inconexas del futuro en el presente. El resultado visual es pobrísimo, remite al videoclip y a las alucinaciones de las películas de terror, y cuando a medida que avanzan las peripecias esas imágenes inconexas del futuro se integran a la lógica del presente producen el dudoso placer de un rompecabezas resuelto por otro. ¿Es necesario que el espectador vea lo que ve el vidente? Una cuestión que no se plantea en este caso, porque cada vez hay más directores comerciales convencidos de que lo que no se ve no existe y no se siente. John Clancy (Anthony Hopkins), un veterano parapsicólogo retirado de la policía tras la muerte de su hija retorna para enfrentarse a un misterioso asesino serial. Aparentemente es convencido por un amigo detective (Jeffrey Dean Morgan) y por la joven criminalista que trabaja con él (Abbie Cornish), por la que, tal vez demasiado obviamente, el parapsicólogo quiere y no quiere sentir un afecto paternal. Sin embargo, la motivación profunda de ese regreso habrá que deducirla de la propia historia y está vinculada a una especie de rivalidad moral que experimenta Clancy tanto hacia el asesino como hacia sí mismo. Una rivalidad no muy explotada en el guion y que es por lejos lo más interesante de la película, si no para verla al menos para pensarla. Hay que decir, de todos modos, que el don de la videncia no es un agregado decorativo sino el centro de ese conflicto moral que podría haber tenido la forma clásica de una tragedia, pero que lamentablemente resulta desplazado o minimizado por la decisión de resolverlo apelando a las recetas más comunes del cine policial.
La quinta ola, la nueva saga literaria juvenil en pantalla, plantea una historia de adolescentes perseguidos por alienígenas y cae en varios lugares comunes. La fórmula de La quinta ola se parece a una receta de coctelería: un tercio de Crepúsculo, un tercio de Sinsajo y un tercio de Maze runner. Lo único más o menos original es la sacudida que mezcla todo y obtiene una historia de adolescentes perseguidos por alienígenas capaces de infectar a un humano y adquirir su apariencia física. Estos invasores son nombrados con el ya gastado eufemismo de "los otros" y han empezado a ocupar el planeta Tierra en una sucesiva serie de olas que traen virus, epidemias e inundaciones. Algo así como las siete plagas del Antiguo Testamento reducidas a cinco, más por falta de imaginación que por economía narrativa. En medio de ese caos, la familia Sullivan trata de vivir como puede, pero se supone que en el fin del mundo siempre son más los que mueren, y ellos no serán la excepción. En poco tiempo, Cassie (Chlöe Grace Moretz) –la adolescente protagonista– se queda huérfana y separada de su hermanito, quien fue reclutado por el ejército. Desde ese momento, La quinta ola se mueve en dos planos. Por un lado, las peripecias de la protagonista para sobrevivir en un mundo peligrosísimo. Y por otro la instrucción militar que reciben los chicos y chicas reclutados, entre ellos el hermanito de Cassie y un adolescente, llamado Ben Parish, al que ella que admiraba en la escuela, cuando todo era normal. Como no es la clase de película capaz de infringir el mandato de que guerra y amor van juntos, aquí también aparecen entrelazados. Y de una forma bastante retrógrada, por cierto, cuando la chica es rescatada por el bellísimo y musculoso Evan Walker (Alex Roe). La que nunca es rescatada de los lugares comunes y de las escenas obvias es la propia película de J Blakeson, un director que parece no haber reflexionado sobre los aspectos más obvios del material que tenía entre manos. ¿Cómo aparece un muerto a los ojos de una adolescente? ¿Qué ve los cadáveres? ¿Qué siente ante la pérdida de su amiga o de su madre? Salvo el momento en que el padre le entrega un revólver a Cassie -mal resuelto, pero intentado-, todas las demás situaciones son mostradas con esa absoluta falta de tacto que consiste en limitarse a seguir el manual de instrucciones del cineasta correcto. Se entiende todo, no se siente nada. La ideología –miliciana más que militarista– de La Quinta Ola es tan visible que termina volviéndose invisible, algo que uno puede obviar pulsando el botón mental correspondiente a "otra bajada de línea norteamericana", simbolizada aquí por el osito del hermano y el revólver del padre que Cassie lleva en su mochila para enfrentarse al mundo.
Ama de casa milagrosa Joy, el nombre del éxito es un cuento de hadas contemporáneo en el que se luce Jennifer Lawrence, nominada a un Oscar por este papel. La nueva película de David Russell (autor y director de El lado luminoso de la vida y Escándalo americano) va un paso más atrás del típico relato del sueño americano y pisa el legendario terreno de los cuentos de hadas. Pero se trata de un cuento de hadas que ha asumido el presente de la igualdad entre los hombres y las mujeres y del capitalismo como gramática del éxito. Si bien es contado por una abuela (la de la protagonista) no hay hechizos ni príncipes azules en Joy, el nombre del éxito, aunque el sentido de la magia, traducido en términos de talento y esfuerzo individual, sí permanece, matizado por las infinitas circunstancias que hicieron de la vida de Joy Mangano una rara combinación de melodrama y sueño realizado. David Russell es uno de esos directores convencidos de que el cine es una especie de escuela de ejemplaridad, pero los ejemplos que elige se encuentran en una zona turbia de la sociedad norteamericana. Son personajes depresivos, acomplejados, estafadores; o arrastran, como en el caso de Joy, una familia disfuncional y más o menos autodestructiva. Jennifer Lawrence es la encargada de meterse en la piel de Joy, la mujer que se hizo famosa por haber inventado el miracle mop (el lampazo milagroso), que consiste básicamente en un lampazo que se escurre solo mediante un dispositivo mecánico. Todos los obstáculos que tuvo que superar para vender ese producto vertebran la historia de Joy, el nombre del éxito. Sólo hay que revisar en YouTube algunos de los viejos infomerciales en los que aparece Joy Mangano vendiendo sus inventos para darse cuenta de la distancia que separa al personaje cinematográfico de su modelo real. Una distancia mitológica. Sin embargo, Jennifer Lawrence se las arregla, como tal vez ninguna otra actriz de su generación podría hacerlo, para encarnar a la vez a la leyenda de la superación femenina y a la mujer de carne y hueso que fue ama de casa, madre de dos hijos y tuvo que soportar más de una humillación. No sorprende que otra vez haya sido nominada a un premio Oscar como Mejor Actriz. La forma de trabajar de Russell, casi con el mismo elenco en sus últimas tres películas, revela algo que también subyace en el fondo de sus historias: la idea de que para que alguien triunfe es necesario una red solidaria de amistad o de amor que lo sostenga. Esa humanidad, sin embargo, se ve opacada en esta película por dos razones. La primera es que Jennifer Lawrence pasa por encima a todos los demás, incluidos Robert De Niro y Bradley Cooper. La segunda es cierta impaciencia (que vira hacia la caricatura o el desprecio) a la hora de retratar a los personajes secundarios. No es mucho lo que aporta Joy, el nombre del éxito al género de las biopics: una buena reconstrucción de época y un elegante manierismo formal. De todas formas, no deja de ser meritorio contar bien un cuento de hadas contemporáneo y sumar al currículum de Jennifer Lawrence una estrella más.
La puesta en escena impactante de esta nueva adaptación de Macbeth termina afectando el sentido trágico de la obra maestra del dramaturgo inglés. No siempre respetar la letra implica respetar el espíritu. Si bien, en casi todas las adaptaciones de obras de William Shakespeare que se produjeron desde principios de la década de 1990 se impuso el canon Kenneth Branagh de conservar cada coma de los parlamentos originales, eso no significa que los resultados estén garantizados. Macbeth, del director australiano Justin Kurzel, tiene la enorme virtud de ser tan ambiciosa en términos visuales como lo era la imaginación verbal del dramaturgo inglés. Su puesta en escena es impactante, aunque no pocas veces deja atrás la frontera de lo pomposo y se interna en esa forma extrema del mal gusto que es el buen gusto declamado. El gran problema con el que debieron lidiar todas las adaptaciones cinematográficas de Shakespeare es la tensión entre las palabras y las imágenes. ¿Cómo hacer que estas últimas no sean sólo una mera ilustración de las primeras? Ese problema, obviamente, no se presenta en la lectura. De allí que el crítico Harold Bloom, especialista en Shakespeare, haya llegado a afirmar que no tiene sentido representar sus obras, pues el mejor escenario posible para ellas es la mente de un lector. La cuestión entonces podría reformularse así: ¿cómo puede la imagen competir con la imaginación? La respuesta de Kurzel en este Macbeth fue intensificar la imagen, potenciarla de tal modo que cada cuadro de cada escena tenga el poder estético (pictórico, uno está tentado a escribir) suficiente como para colmar esa distancia entre lo visible y lo imaginable. El problema es que en términos de representación plástica, sus “cuadros” remiten al academicismo del siglo 19, con un abuso de claroscuros, contrastes y simetrías, lo cual convierte a la película en una especie de visita al museo al que asistimos en carácter de rehenes. Más allá de la ironía, el exceso de composición visual tiende a quitarle dinamismo a la tragedia, algo que el frecuente recurso de la cámara lenta lleva hasta el paroxismo y la autoparodia involuntaria. Si Macbeth es considerada una de las obras maestras del teatro de la crueldad, poco debería importar la estetización de esa crueldad. Pero aquí se produce el extraño caso de que la estetización contradice a la crueldad y viceversa. La ineficacia dramática y narrativa que entraña esa contradicción no puede leerse como distanciamiento crítico, ya que no induce a pensar sino a bostezar. Por supuesto, Kurzel y sus guionistas se permiten también deslizar una interpretación psicologista, como es suponer que la infertilidad del matrimonio Macbeth explica sus acciones terribles, con lo que incurre en un doble error: inventar un seudo-Freud y creer que Freud es algo más que una nota a pie de página de las mejores obras de Shakespeare.
Espíritu caníbal Es posible que el grado de aprobación de Juegos demoníacos sea inversamente proporcional a las cantidad de falsos documentales de terror que uno haya visto desde el estreno El proyecto de la bruja Blair hace 15 años. Sin ideas ni recursos narrativos originales, la única virtud de la película de Petr Jákl es la fidelidad a sus austeras premisas visuales y sonoras (el abuso de la cámara manual en este tipo de cine parece ser una herencia maldita del Dogma 95). Un documental es precisamente lo que se proponen hacer tres jóvenes periodistas norteamericanos independientes que viajan a Ucrania en busca de caníbales contemporáneos. La base histórica es la terrible hambruna -llamada "Holodomor"- que se produjo en ese país en 1932 y 1933, durante la dictadura soviética de Stalin. El saldo fueron millones de muertos y -se conjetura- diversos episodios de canibalismo. Ninguno de los tres protagonistas (el director, la presentadora y el camarógrafo) resulta demasiado interesante comparado con los personajes con los que se cruzan en Ucrania y que componen el elemento más dinámico de la trama: una bella traductora, un contacto charlatán y ávido de dólares y una vidente, más el caníbal psicótico, que sólo aparece al principio y al final. Tal vez la superposición no del todo verosímil de folklore espiritista, fuerzas sobrenaturales y locura atávica, combinada con la decisión de generar suspenso sin golpes bajos, hacen que Juegos demoníacos merezca el esfuerzo de borrar de la memoria mucho de los que se ha visto en los últimos años y tratar de apreciarla con una mirada piadosa.
Raro espíritu de Navidad Krampus es una extraña película navideña que mezcla comedia, horror, animación y sátira. Ya es una cualidad de Krampus que uno se pregunte mucho antes de que la película termine: ¿es genial o sólo bizarra? La verdad es que calificarla de excelente, muy buena, buena o regular no deja de ser una cuestión secundaria, porque esta película de Michel Dougherty elude no sólo todas las calificaciones sino también todas las clasificaciones. ¿Comedia? Sí, hay risas. ¿Terror? Sí, hay miedo. También hay fantasía, caricatura social, parodia y animación. Y si bien no todos los platos desbordantes que sirve Hollywood son nutritivos, en este caso la combinación de extravangancias y recetas tradicionales provoca una rara adicción. El tema no puede ser más ingenuo: un niño sensible, Max Engel, quiere seguir creyendo en Papá Noel, pese a que ya tiene la edad suficiente para saber quién paga los regalos y pese a que, salvo su abuela Omi, nadie a su alrededor se preocupa demasiado para conservar la magia de la Navidad. Un padre ocupado, una madre neurótica y una hermana adolescente componen el resto de ese mundo que para Max se mantiene en equilibrio inestable entre la ilusión y la desilusión. Pero todo se desequilibrará cuando la maleducada familia de la hermana de la madre (un marido fanático de las armas, una caterva de hijos obesos, una perra y una tía aún más grosera) lleguen como todos los años a celebrar las fiestas juntos. El tono que impera en los primeros minutos tal vez sea lo más crítico y gracioso que se permitió el cine navideño desde que se instaló como un ritual. Se trata de una sátira indiscriminada a la liturgia consumista y al concepto de familia como grupo de personas que toleramos sólo porque "comparten nuestro ADN" (para citar una línea de diálogo de la propia película). Una escena en un shopping y otra en la casa de los Engel le bastan al director para hacer patente que Krampus no será otra película de Navidad norteamericana. Después, sin abandonar del todo ese humor inicial, lentamente el suspenso y el terror van relevando a la comedia. La historia se desliza en dos direcciones simultáneas: las tensiones familiares (no carentes de afecto) y el misterio (respresentado por la figura enigmática de la abuela alemana). En ese contexto, aparece el mito germánico del Krampus, el espíritu maligno de la Navidad, nacido de la falta de esperanzas y de los deseos inconfesables. Como si caminara por el borde de un precipicio, la narración respira sólo cuando es necesario y se vale de múltiples recursos para mantener su ambigüedad, su irreverencia y su sentido de que el máximo poder de la fantasía consiste en poner a la realidad entre signos de interrogación.