No hay nada interesante respecto de la nueva entrega de Actividad Paranormal: Los Marcados. Me confieso no muy amante de la saga, si se la quiere llamar así, y debo decir que el orden cronológico de estreno y la verdadera cronología ficcional de todas las entregas me tuvo un tanto confundida hasta que alguien me iluminó un poco el sendero. El recurso puesto de moda gracias a El Proyecto Blair Witch me dejó de interesar casi con El Proyecto Blair Witch. El tema del found footage y la cámara en mano se agota rápidamente, por ende, no concibo una saga que lleva cuatro entregas utilizando el FF como único recurso. Las que recuerdo bien eran las primeras, pero las recuerdo, más que nada, por la falta de acción, algo imperdonable en una película de terror. Todo era captado por una cámara de seguridad de una casa, con un bebé que, cada tanto, era arrastrado hacia arriba en su cuna, por algún ente que supuestamente deambulaba por ahí y que, además, golpeaba puertas. Después le tocó el turno a otra en la que la víctima era una chica, de novia con un chico, que parecía no poder descansar muy bien de noche. Otro ente (o el mismo que se había ensañado con el bebé, no lo sé) la destapaba continuamente y le tiraba de la pierna u otros agravios del estilo. Hasta que la chica terminaba poseída por el espíritu y mataba a su novio. Todo con grabaciones de cámaras de seguridad. Esta nueva entrega de AP (que creo que es anterior a una pero posterior a otras y se conecta con alguna otra) también se vale del FF pero ya no de cámaras de seguridad. Ahora, la responsable de mediar entre el horror y nosotros espectadores es la cámara en mano de unos amigos mexicanos que empiezan a percibir ciertos fenómenos paranormales y de magia negra en una casa vecina. Pasan cosas raras y los amigos deciden ponerse a investigar por su cuenta, y recurren a una especia de Ouija (pero sin el tablero ni las letras ni nada, más bien una especie de juguete de niños que se ilumina) que les va contestando por sí o por no a sus indagaciones insistentes. Uno de ellos, luego de tener contacto con una persona aparentemente poseída, empieza a mostrar signos de posesión él mismo, y sus amigos notan el cambio cuando ya es demasiado tarde. Todo siempre captado con la camarita en mano. Pero lo que resulta extraño de la película y del recurso del que se vale es la edición. Se supone que tenemos acceso a la misma información que tiene la persona que filma, que estamos viendo eso que él ve y ahí radica un poco, tal vez, el factor miedo. La cámara es la subjetiva de un personaje, no tiene acceso ilimitado, por ende vamos viendo un recorte de la realidad y, muchas veces, eso que no vemos, eso que la cámara no capta, el fuera de campo, es lo que más miedo provoca. Como decía, entonces, resulta raro que ciertas escenas estén editadas, cuando la película, en todo momento, se vale de la cámara en tiempo real, y se funda sobre el precepto de que vemos lo que la cámara ve, sin edición, porque así fue captado. Entonces, cuando en un momento –entre otros en los que ocurre esto– dejan la cámara en el piso y queda una chica sola, esperando y, de golpe, vemos cortes en el plano, para acelerar el tiempo de la acción, el recurso deja de funcionar. Ya no estamos frente a una pretensión de tiempo real, captada por una cámara, por una subjetiva, y mostrada a nosotros en simultáneo con la acción, como lo capta el ojo. La consecuencia es un efecto de extrañamiento, y la edición que mata la fantasía del FF puro, no editado. Si en algo funcionaba El Proyecto Blair Witch era justamente en eso, en mostrar todo lo que la cámara captaba, sin edición, simplemente con los cortes de la cámara cuando se apagaba. Acá se percibe mucha arbitrariedad –por no decir mal uso, o falta de conocimiento– en cuanto al uso de la cámara. Hay edición de algunas escenas y eso atenta contra la pretensión de inmediatez y de realismo. A menor edición de las escenas, a menor mediación, a mayor realismo, más creíble se vuelve lo que vemos y, por ende, más impresionante, porque tenemos la sensación de estar presenciando algo que realmente ocurrió, sin haber sido alterado por nadie. Pero no solo hay problemas en el ámbito de lo formal. Además de chota, esta parte de la saga le suma xenofobia a sus cualidades cinematográficas, algo que cada tanto aparece en el imaginario de cierto cine hollywoodense, en la mirada respecto de lo latino, y de los mexicanos en particular. Así es presentado el universo y son presentados los personajes de AP5. La película está ambientada en Oxnard, ciudad eminentemente habitada por inmigrantes mexicanos. Desde los rituales de magia negra hasta las bandas de narcotraficantes, la película está construida sobre la base de estereotipos y mitos respecto de los mexicanos, que terminan retroalimentándose con los preconceptos ya existentes y universalmente aceptados (o aceptados por cierta factoría hollywoodense de películas sobre ‘chicanos’ y latinos). El mexicano es retratado como el peligro, el peligro de los carteles de narcotráfico, del tráfico de armas, la violencia, la inmigración indocumentada. Cuando los amigos tienen que ir a rescatar al amigo poseído, acuden al hermano de un chico fallecido -también por posesión diabólica- que es como una caricatura del mexicano narco: pelo largo, cara de pocos amigos, tatuajes, musculosa, drogas y un arsenal de armas en el baúl del auto, como quien lleva una caja atestada de Black & Decker. Su compañero es un gordo pelado, grandote, de fisionomía similar, que no duda un instante en hacer volar a una señora de un escopetazo. Todo el universo de los protagonistas es un universo de chicanos, casi fuera de los márgenes de Estados Unidos, en tierra de nadie, con una representación hasta geográfica que se condice con esta idea de lo sucio y lo sombrío: matones, droga, armas, violencia, callejones oscuros. Y los rituales de magia negra y brujería también son mostrados como una práctica habitual dentro una cultura barbárica que, por ignorancia, por falta de educación, le da entidad a cuestiones como la brujería y lo sobrenatural. Estamos frente a una representación tendenciosa y nada casual de un mundo que se desconoce, que se rechaza, del que se toma distancia, sobre el que se quiere reafirmar algo, como quien filma la pobreza pero en su vida se metió en una villa y (re)trata a los pobres como si fueran ratas. Pero la xenofobia de la última Actividad Paranormal tiene un componente que se relaciona con el found footage: para ese subgénero lo que importa es lo desconocido, lo que no se comprende. Y en ese punto las anteriores partes de la saga se encargaban de familias blancas y estadounidenses tradicionales. En un momento de AP5 se da un encuentro entre mexicanos y blancos. Y el mexicano se convierte en parte del horror de los blancos, con intrusión en la casa y todo. Esta idea no solo es xenófoba, sino el perfecto reboot para la saga: cuando ya nada sorprende, hay que buscar lo desconocido dentro del mundo de los vecinos. El miedo de Actividad Paranormal: Los Marcados es tanto sobrenatural como material. De ahí que su xenofobia no sea casual.
Marty lo hizo de nuevo, se volvió a despachar con una obra que tiene destino de clásico, una Buenos Muchachos versión yuppie de Wall Street, con un Leonardo DiCaprio en su versión más desenfrenada, en un universo católico de pecados y pecadores atestado de excesos, droga, sexo y el mejor rock. Pauline Kael una vez dijo: “Martin Scorsese, el hijo de Little Italy, el monaguillo de la iglesia St. Patrick, el egresado de la Universidad de Nueva York, realmente lucha de manera vigorosa para ser ‘el santo del cine’ y, la mayoría de las veces, lo logra“. Apartado de su carrera dentro del seminario (Marty quería ser cura) porque sentía que sus convicciones no eran lo suficientemente firmes, porque se empezó a obsesionar con las mujeres y con el cuerpo de las mujeres y no podía soportar la sensación pecaminosa que eso conllevaba, encontró en el cine la forma de amalgamar sus pasiones: su ascendencia italiana, el rock, la religión y su agitación interna. Todo podía fusionarse en un único espacio, en un único universo. Era un católico italoestadounidense en una tierra de protestantes (WASPs, como los llaman, despectivamente, a los estadounidenses de origen o ascendencia inglesa, los puritanos blancos anglosajones), y tenía algo para decir respecto de la sociedad en la que vivía. Cada película, cada historia, cada personaje, eran una declaración de principios. Y una declaración de fe católica. Sus personajes, desde Jake LaMotta, Henry Hill, Sam Rothstein, Johnny Boy, Travis Bickle y Billy hasta Jordan Belfort, todos tienen algo en común: no pueden escapar su destino, están predestinados a cumplir un rol. La predeterminación entendida como un camino signado por Dios, ineludible, que sella el destino y no da lugar al libre albedrío. Incluso, ligada a la noción de profecía autocumplida, que dicta que, cuando se acepta determinada situación como real, ésta pasará a ser verdadera y a tener consecuencias verdaderas. Como en Macbeth, la predeterminación (anunciada de antemano) y alguna falla de carácter (la ambición) hará que caigan, pero la caída menos tiene que ver con una condena exterior que con una reprensión interna: los personajes del mundo Scorsese no temen ir presos ni le temen a la muerte, temen volver a la vida que tuvieron antes de ser lo que hoy son. Hay un sentido de culpa, sí, por abandonar al grupo, por poner en riesgo a la familia, pero lo que prima es el horror de regresar a un mundo que se aborrece. Henry Hill (Buenos Muchachos, 1990) se odia a sí mismo por volver a tener una vida normal, mediocre, por tener que levantarse, ir a trabajar todos los días, volver a su casa, comer spaguettis, mirar televisión, por ser un “nadie común y corriente”, por no tener más acción en su vida, por ser consciente de lo que una vez fue y tuvo. Y Jordan Belfort (protagonista de El Lobo de Wall Street) lo tuvo todo. Era un self-made man, que empezó desde abajo para convertirse en uno de los hombres más poderosos de Wall Street. Discípulo de Mark Hanna (un increíble Matthew McConaughey), aprendió el oficio y los trucos para ser el mejor corredor de bolsa. Con suficientes ingresos mensuales, y con un grupo de vendedores, narcotraficantes y matones profesionales que difícilmente uno podría imaginar como empresarios de la bolsa, fundó su propio bróker, Stratton Oakmond. A partir de allí, todo fue la gloria. Entrenado como nadie en el arte de la persuasión, tenía su propio manual, su Biblia, y la pregonaba como si fuera la palabra del Señor. Así construyó su imperio, su firma con decenas de empleados, su fortuna, su reputación. Todo el mundo quería trabajar con él, y todos a quienes bendecía con su benemérito amparo se convertían, con el tiempo, en potentados empresarios. Fiestas descontroladas con droga y prostitutas de todo tipo y nivel (Marty despliega, más que nunca, su amor y su obsesión por el cuerpo de la mujer, en escenas sin ninguna clase de vituperio ni reparo), mansiones, autos, viajes: nada estaba fuera del alcance de los empleados bajo el ala de Jordy. Y él era fiel a ellos y ellos eran fieles a él, y había mucho amor en ese grupo de gente, en esa comunidad de arduos trabajadores. Porque, claro está, estos yuppies del mundo del capitalismo salvaje dejaban todo ahí (y acaso aquí se cuele un poco más está visión puritana estadounidense, ligada al calvinismo y la ética protestante del trabajo, que supone que la clave del éxito del hombre es el trabajo duro y lo que lo acercará a la salvación), dejaban su vida, sus afectos, su familia a un lado para vivir de eso que sabían hacer y que tanto amaban. Entonces, cuando las cosas se pusieron feas, cuando Jordy debía apartarse de esa vida, apareció la predeterminación para impedírselo y llevarlo a la ruina, con ese discurso que nos hace llorar, porque lo terminamos amando, porque no queremos que se vaya, porque le prestó 25.000 dólares a una de sus empleadas cuando recién entraba y no tenía cómo pagar el alquiler, porque nos inspira, porque creemos en él. Porque por más que estos tipos sean escoria, traicionen, mientan, estafen, roben y maten, los amamos, amamos su mundo, ese mundo que solo Scorsese sabe crear. Ese mundo que no es solo personajes sino también formas de retratarlo (una cámara que se va impregnando del tono de la película, que se va poniendo más espasmódica a medida que las acciones se vuelven más vertiginosas, que sigue a los personajes con planos secuencia pero que empieza a volverse hiperquinética y convulsionante, con cortes abruptos, cuando todo en la película se va a la mierda) y formas de musicalizarlo; el rock de Scorsese, esa música anempática en secuencias insólitas (Gloria versión italiana cuando un barco se está por hacer torta en medio de una tormenta, o Mrs. Robinson en una escena clave), esa sobreabundancia de lo sonoro, esa opulencia, que nos va tomando de la mano y acompañando por la historia, como guiándonos, entre explicitando e ironizando eso que vemos, esos personajes, esa historia. Esa historia de traición. Porque todos los personajes de Scorsese terminan traicionando a los suyos, a su grupo de pertenencia. El santo del cine nos muestra a grandes pecadores dentro de mundos de pecadores. Pero no hay una lectura moralista de los actos, sino más bien el pecado en estado puro, el pecado inexorable en cada uno de nosotros. Y la culpa, la expiación, la redención, y la angustia que, como decíamos antes, viene por saberse traidores y pecadores pero, más que nada, por volver a la “normalidad”. Jordan no tiene miedo de estar bajo arresto domiciliario, no tiene miedo de perder su libertad o de cómo eso pueda afectar a su familia, tiene miedo de abandonar esa vida que lleva, esa droga (real y metafórica) que no puede dejar de consumir. Y el plano final lo dice todo. Jordan tiene su resurrección, después de un fuera de campo que nos omite qué pasó entre que delató a sus compañeros y el presente de la historia, cuando dicta seminarios de ventas y marketing. Y ahí aparece la desolación absoluta. Jordan sabe que su vida tal como alguna vez fue no va a volver; sabe que lo tuvo todo y que esto es tan solo un vestigio de esa gloria. Sabe que estuvo rodeado de los mejores y que ahora le toca estar con perdedores, con esa “gente común”, recortada en un plano que los muestra, sin piedad, con expresión de embelesamiento, como quien mira una pintura en el Louvre sin entender lo que está viendo, sin entender la historia ni el contexto, que trata de captar, en vano, aunque sea una pizca de lo que está presenciando. Esa es la condena, ese es el castigo predeterminado. El santo del cine lo hizo de nuevo. Volvió a posar su cámara sobre el pecado de la sociedad estadounidense para tirárnoslo por la cabeza. Y nos trajo rock, su herencia italiana, su agitación interna y un poco de religión. Todo lo que Scorsese es y representa. Todo lo que amamos de él. Y fuimos testigos, una vez más, del nacimiento del nuevo testamento de un genio. “Entonces, por segunda vez, los fariseos llamaron al hombre que había sido ciego y le dijeron: ‘Di la verdad antes Dios. Sabemos que este hombre es pecador.’ ‘No sé si este hombre es pecador’, respondió. ‘Solo sé esto: yo era ciego y ahora veo.“
Últimamente, parecen haberse puesto de moda las películas sobre viejos, sobre personas de la tercera edad que sienten que tienen su última oportunidad en la vida, hombres mayores que deciden hacer un viaje o embarcarse en una aventura alocada para sentirse “vivos” una última vez. Las consecuencias de esto pueden ser, cuanto menos, nefastas, en especial cuando se da por sentado que poner a cuatro o cinco gerontes haciendo ridiculeces, o burlándose de temas etarios es, intrínsecamente, gracioso. En general, no lo es. Porque se recurre a tópicos relacionados con el envejecimiento (achaques físicos, impotencia, anacronías, etc) y se los usa una y otra vez como talismanes del humor. O se pone a los actores a hacer el ridículo porque supuestamente es gracioso ver a viejos (no a cualquier viejo) bailando, consumiendo alcohol o drogas o intentando coger con pendejas. Nada de todo esto es gracioso si no hay un buen director atrás, un ojo que guíe todo hacia la comicidad, que acompañe a los actores por el camino del humor. Y que tenga amor y oficio. El año pasado se estrenó Tres Tipos Duros (Stand Up Guys), con Al Pacino, Christopher Walken y Alan Arkin, una suerte de buddy movie en la que tres viejos criminales amigos se reencontraban para perpetrar un último trabajo y sentirse de nuevo como en su gloriosa juventud. Al Pacino era una especie de caricatura de sí mismo, con la cara deformada, totalmente desbocado, con esos manierismos y latiguillos otrora simpáticos -ahora devenidos en patéticos-, víctima de un director que solo sentía desprecio por él y lo ridiculizaba de todas las formas posibles. Resultaba también un poco triste ver a Christopher Walken secundando a Pacino en ese rol, conformando una dupla de viejos cansados, acabados por la vida, que casi ni coger podían. Alan Arkin salía un poco más airoso de la situación, acaso porque lo conocimos más bien de grande -y el proceso de reconocimiento de la vejez del otro que se produce en nuestra mente de espectadores es distinto-, acaso por esa cuota de impasividad que tiene Arkin, una serenidad que es sinónimo de sabiduría y aplomo en ese rostro aún cinematográfico. Este año, la benevolencia navideña y la misericordia divina nos obsequian Último Viaje a Las Vegas. Last Vegas se vale de una premisa similar a la de Tres Tipos Duros: viejos amigos (y amigos viejos) que se van de parranda por una última vez, nada menos que a Las Vegas, en ocasión de la despedida de soltero de uno de ellos. El resultado: una sucesión de situaciones previsibles y bobas, de gags totalmente estúpidos, episodios vergonzosos, falta de timing, malas actuaciones, música iterativa en tonalidades menores en los momentos supuestamente “emocionales, serios y profundos” (que no son pocos, ya que hay un tema del pasado que viene a hacer ruido en el presente), solemnidad de la peor calaña, y una cámara que no sabe qué hacer en ningún momento. Situaciones forzadas dentro de vínculos de amistad forzados, que utilizan la vejez y los mega clichés de la vejez como chistes que jamás funcionan: que la próstata, que la medicación, que el Viagra, que los boliches y la música actual, que la vista y los anteojos, que el Speed con Vodka, que las pendejas y el sexo con las pendejas. Como si esto fuera poco, hay humor físico del más torpe (la escena en la que Michael Douglas tira a De Niro a la pileta y en la que un DJ le refriega las bolas al actor de Buenos Muchachos por la cara casi me hacen llorar de tristeza) y ni un atisbo de originalidad. Nuevamente, al igual que con Stand Up Guys, uno siente pena al observar a los actores: De Niro, por supuesto, en piloto automático, incapaz de abandonar el ceño fruncido, marca heredada de la saga Los Fockers; Michael Douglas, un muñecote bronceado, con el pelo color “almendra” y la cara rígida por las cirugías; Kevin Kline en modo expansivo, con casi un único tagline que repite hasta el hartazgo; Morgan Freeman, el más decente de todos. Hay una cuestión con ver a estos tipos envejecer y hacer el ridículo como lo plantean estas películas: fueron demasiado para nosotros, tienen mucha historia atrás, muchas grandes películas que se convirtieron en obras de culto gracias a ellos. Personifican una sensación de nostalgia por el cine del viejo Hollywood, son parte de esa historia. Llama la atención que ciertos directores del mainstream hollywoodense agarren a estos actores y los pongan en comedias pésimas, que simplemente no funcionan, con una dirección de actores fallida, provocando así una sensación de extrañamiento en el espectador: uno no puede evitar preguntarse qué hacen estos grandes actores acá y dónde está el supuesto humor. Pareciera que la industria de Hollywood se la está agarrando con quienes fueron íconos de una generación y los trata con un desprecio inusitado, los humilla en vez de aprender de ellos, aprender de esa tradición y transformarla justamente en humor, pero desde la nostalgia por el pasado, por ese pasado glorioso (pensemos en Space Cowboys), que ya no vuelve, pero que encuentra en estos grandes actores sus huellas más palpables. No hay aprendizaje ni redescubrimiento del tiempo pretérito, solo un distanciamiento cínico que no da lugar a otra cosa más que la ridiculez absoluta. Cuando hay amor y un buen director atrás, estos actores son el nexo entre presente y pasado (Sie7e Psicópatas), capaces de impregnar una obra con esos códigos, esa épica, esa grandeza y esa tradición. No son viejos gagás haciendo el ridículo, sino piezas de nuestra historia, de nuestra vida, de nuestra cinefilia, que vienen a recordarnos que todavía siguen vivos y que tienen tanto o más que antes para darnos.
En Munich (Steven Spielberg, 2005), una charla entre un terrorista pro Palestina y un agente encubierto del Mossad daba cuenta de un problema: el eterno círculo de relaciones entre la violencia y la política. Frente a eso, uno de los personajes, el palestino, le indicaba a otro: “ser víctima no te hace mejor que nadie, solo sos víctima“. 1994. Argentina es escenario del ataque terrorista más trágico de su historia: el bombardeo a la AMIA. 85 muertos y centenares de heridos. El director venezolano Joel Novoa Schneider toma como punto de partida dos historias paralelas, en las antípodas (o acaso no tanto) del conflicto, desde el punto de vista del perpetrador y de la víctima: David, un agente del Mossad en Buenos Aires, y Ahmed, un fundamentalista islámico que vive en Caracas. Pero esa relación perpetrador-víctima va a desdibujarse. Las historias personales de los dos protagonistas y la relación entre ambos son prácticamente el único eje sobre el que se sostiene la película, que se preocupa menos por analizar el contexto político en el que se dan los sucesos que en relatar la historia de los dos hombres. No hay toma de partido ni retratos de los personajes que nos generen empatía por uno o por otro. Los dos son víctimas, nos dice Joel Novoa, del sistema en el que están inmersos, de la historia, del pasado. Fuera de campo asistimos al atentado a la AMIA y, a partir de allí, cómo el Mossad trata de dar con los perpetradores, a la vez que intenta prevenir el inminente próximo ataque. Pero no hay una verdadera indagación de los hechos, ni conexiones con el poder político, ni con los negociados con empresarios y agentes iraníes que bancaban campañas y apoyaban al entonces presidente de Argentina, o con el tráfico de armas, las amenazas y los testigos silenciados. Nada de eso está presente; todo queda reducido a una suerte de fanatismo religioso de un escueto grupo de fundamentalistas que tan solo portan una bandera de vendetta por horrores pretéritos. Fuera de campo el horror, fuera de campo el debate, la investigación, las pericias. La historia se construye en un contrapunto entre la tensión y los dilemas personales de uno y el miedo y el horror del otro. En Buen día, Noche (Marco Bellocchio, 2002) se nos mostraba el proceso de toma de conciencia de qué implica asesinar, qué implica ser víctima y victimario. Un proceso progresivo y complejo. Aquí, en cambio, vemos un proceso de transformación bastante súbito por parte de uno de los personajes. Ahmed vivió su vida esperando “el llamado”, construyendo una suerte de farsa: lo vemos estudiar, recibirse, trabajar, ir a fiestas, conocer a una chica, casarse, tener un hijo, todo con la misma mecanicidad de quien va a la oficina todos los días porque no le queda otra. Él sabe bien que a esta vida hay que transitarla porque no queda otra, siempre a la espera del encuentro con Alá. Teniendo en cuento esto, resulta raro ser testigos de la toma de conciencia por parte de Ahmed, casi de la noche a la mañana. De golpe, el protagonista se da cuenta de que no está preparado para dar el gran paso, recuerda a su familia, ve a un niño en la calle y ello termina de convencerlo de que debe abortar la misión. Si bien es interesante la humanización de este personaje, en contraposición a sus compañeros fundamentalistas, retratados como máquinas carentes de todo tipo de raciocino, obedeciendo a una orden superior incuestionable, el cambio es demasiado súbito como para resultar creíble. Punto de giro. Nuestro agente del Mossad se entera de la deserción y empieza a seguir a Ahmed para dar con las verdaderas cabezas de las células terroristas. Y así terminarán casi salvándose mutuamente en una escena final que sorprende por lo torpe, lo simplista y lo sobre explicativa. Todo indicio de resquemor entre ambos, desaparecido por completo, toda amenaza, extinguida para siempre. Como corolario, un plano aéreo horrible, esa toma que arranca en primer plano captando a un niño (hijo de uno de los fundamentalistas que intentaba matar a Ahmed), y se va abriendo para mostrar a su padre y a otro hombre muertos (como alguna vez Ahmed vio al suyo), y al niño que intenta, en vano, revivirlo, a la vez que toma, con firmeza, un cuchillo. El final, circular, cíclico, intenta vociferar a los cuatros vientos que todo sigue igual, que no hay redención posible, que todos son, en última y primera instancia, víctimas de un esquema de poder que los tiene como meros engranajes. Quizás ahí esté el principal problema de la película: frente a la cadena de violencia interminable adopta la peor estrategia posible, la de despolitizar, la de no preguntarse, en definitiva, qué hay detrás de la violencia. En esa pequeña observación radica el mayor de los problemas que tiene Esclavo de Dios: con salirse del lugar común del maniqueísmo no alcanza.
Isaac e Ismael Dos películas sobre el mismo tema en el mismo año. Una estrenada en Argentina, la otra, no. Cuántos riegos conlleva eso y cuántos coqueteos con golpes bajos y lugares comunes (a veces, bien esquivados, otras, no tanto). Este año, en el Festival de Cannes, Hirokazu Koreeda estrenaba Like Father, Like Son, un drama sobre dos familias que se enteran de que sus hijos fueron intercambiados en el hospital al nacer. Koreeda ponía el foco en las familias, en la problemática filial a la hora de comprender que el niño que se ha criado no es el propio. El acento estaba puesto en los lazos de sangre versus los lazos de crianza, y cómo cada padre biológico empezaba a reconocerse a sí mismo en su nuevo hijo, a identificar –para bien y para mal– esos rasgos que siempre se habían esperado pero nunca se habían percibido, teniendo ahora las respuestas a esos interrogantes latentes y ocultos. Porque los niños eran, en este caso, muy pequeños para incluso darse cuenta de qué estaba pasando y, si bien eran el punto neurálgico de la acción, la emoción venía del lado de esos adultos que no sabían cómo lidiar con la noticia, cómo seguir adelante con sus vidas, que se recriminaban cosas entre sí, que se esforzaban en diferenciarse unos de otros, pensando que su propia familia era un núcleo más propicio para la crianza de cualquier niño, biológico o no. El contraste, entonces, se sentía pesado, acaso demasiado remarcado, en esta necesidad de Koreeda de poner de manifiesto cuestiones dogmáticas –y, en muchos casos, falsas– como que el dinero no hace a la felicidad de un niño y que una familia menos culta y con menos recursos tiene la capacidad de ser más afectiva que una familia de profesionales y con otra realidad económica. La dicotomía, el maniqueísmo, terminaban, de algún modo, molestando, o tal vez lo que molestaba era la elección deliberada de familias tan disimiles para ilustrar justamente ese punto, para emitir un juicio de valor y bajar línea respecto de por qué una familia humilde es potencialmente mejor y más afectiva que una familia culta y rica. Hoy se estrena en Argentina El Otro Hijo (Le Fils de L’autre), dirigida por Lorraine Lévy, con exactamente el mismo eje: dos familias se enteran de que sus hijos fueron intercambiados al nacer. Ahora bien, los susodichos no son tan niños, tienen ya 17 años y plena conciencia de lo que ocurre a su alrededor. Y lo que vemos es eso, cómo los dos chicos van experimentando esta sensación de saberse, de golpe, ajenos a un hogar, de caer en la cuenta de que los verdaderos padres no son los que los criaron sino otros, completamente diferentes y, lo que es aún más inquietante, el interrogante de qué sería de ellos si no los hubiesen intercambiado, qué hubiera hecho cada uno con su vida “real”, con esa otra familia y en ese otro contexto. La perspectiva está menos en el proceso de aceptación de los padres que de los adolescentes, y cómo ambos empiezan a interactuar, con las familias y entre sí, con dudas, con desconfianza, pero con una base afectiva sólida en ambos casos, más allá de las diferencias. El conflicto político es central en el contexto de la historia y de la relación. Como bien enuncia uno de ellos en un momento, son Isaac e Ismael, hijos de Abraham, uno judío nacido en Israel, otro musulmán nacido en Palestina. La religión y la política operan como fuerzas que profundizan las diferencias entre las familias y que suscitarán conflictos internos tanto para los adolescentes como para el resto de los miembros de la familia, desde la conversión a la nueva religión hasta la geografía del lugar, determinada por la conflictiva política. Las familias pertenecen a estratos socio-económico-culturales diferentes y, podría decirse, son enemigos en el marco del conflicto político, pero eso jamás se utiliza para emitir juicio de valor alguno. Una de las familias vive en Tel Aviv y la otra en una zona cercana a la barrera israelí de Cisjordania. Para cruzar desde Palestina hacia Tel Aviv se requiere un permiso que solo es otorgado a ciertos ciudadanos por contactos con autoridades o ciudadanos israelís. Por lo tanto, al principio no resultan sencillos los traslados de un lado a otro. La sensación de separación que se percibe es notable, ya que asistimos a una suerte de claustro por parte de la población palestina, de miedo constante, de grandes diferencias tanto económicas como del orden de lo social, lo cultural y lo geográfico. Sumado a eso, el monstruo siempre latente de la guerra o, como bien remarca uno de los padres en una discusión acalorada, de la ocupación, del saqueo y la invasión armada sobre un territorio. Y es en medio de este contexto que los adolescentes se las ingenian para conocerse, para vincularse, para dedicarse tiempo, entre ellos y a sus familias, atentos a sus propias necesidades, sin presiones, ni culpas, ni obligaciones. Ellos quieren estar ahí, quieren fomentar esos vínculos. Y, en este sentido, Lévy hace un gran trabajo al eludir cualquier tipo de sentimentalismo (asociado con el potencial cambio de hogar), maniqueísmo (al no enfrentar a las familias sino unirlas) e incluso golpes bajos (una situación hacia al final que, de haber tomado otro curso, hubiese sido trágicamente efectista), para solo brindarnos el retrato de estos dos adolescentes que viven en un mundo dividido, signado por el conflicto, por la guerra, por la separación, y que deben, nuevamente, enfrentarse a otro fantasma que amenaza con traer más alejamientos pero que, sin embargo, encontrará en ellos toda la sabiduría y el aplomo que el mundo que los rodea parece desconocer por completo.
The devil fucks Ferraris Cuando era chica (no me acuerdo bien qué película era, porque la pasaban por Cinemax cuando era un canal que venía con el resto de los canales básicos de cable y te pasaba mil películas clásicas de los cuarentas, cincuentas y sesentas y setentas…aunque siempre me haya tirado esta última década) vi una película de Fritz Lang en la que un hombre común y corriente, de un día para el otro, por una calentura, terminaba perdiéndolo todo: su obra como artista, su mujer y su dignidad. Todo por una chirusa. A esas chirusas el cine clásico les puso un nombre. Desde entonces cada vez que aparece una de esas minas que enloquecen a los hombres gracias a un sexo descomunalmente bueno (o una promesa, depende) las llamamos de una misma forma: femme fatale. A la femme fatale hay que tenerle miedo, porque, como sentencia Bardem en uno de esos diálogos con pretensiones existencialistas, son inteligentes, cogen bien y te enamoran. Frente a eso, el hombre está en peligro, como las presas indefensas de los leopardos. Desde Barbara Stanwick hasta Kathleen Turner (que en Body Heat, de Lawrence Kasdan, rajaba la tierra… pero que hoy está irreconocible: los años pasan para todos), las femme fatale se caracterizaron por ser un peligro para el mundo de los hombres. Si, un poquito machista el asunto. O misógino. Pero no tanto: las mujeres fatales a las que me refiero fueron clave en la avanzada feminista en el cine en una época en donde ser mujer, elegir y ser independiente era poco menos que un trébol de cuatro hojas. Claro, hoy estamos en 2013 y pedirle al cine que nos venda la misma cantinela de esas mujeres independientes y peligrosas a la vez, bueno, sería un poco injusto. Hasta anacrónico. Pasó demasiada agua sobre el río. Y, excepto que seas Brian De Palma y hagas un jueguito con el tema y hasta le pongas a la película ese título, es casi imposible reconocer a esa figurita en nuestro presente. Pero si sos un tipo chapado a la antigua –por no decir bastante conservador– como Ridley Scott y te la jugás de pseudofeminista, todo puede volver a hacerse. A eso suena El Abogado del Crimen: a que Ridley Scott quiso hacer una de gangsters de frontera (será por eso que el guión es de Cormac McCarthy) pero no solo le salió una cosa espantosa por los cambios de tono (por momentos, graciosa, llena de oneliners y, de repente, híper solemne y sentenciosa a morir). Básicamente hizo una suerte de remake literal de El Abogado del Diablo. La diferencia es que en esa, al menos, había algo juguetón. Aquí, en cambio, es el viejo cuentito moralista del abogado que se metió donde no debía y que por dinero “perdió lo más importante de la vida”. En el medio, la femme fatale es Cameron Diaz (en su mejor plan Ellen Barkin come hombres), que es una especie de monstruo que manda a hacer y deshacer, matar y comprar a éste y a aquel. Pero que, por sobre todas las cosas, es un monstruo sexual que se coge automóviles (posta). Acuérdense de la palabra “catfish” (que en castellano conocemos como “bagre”) y piensen que la película hace una asociación con la vagina de Cameron. Bueno, ese monstruo sexual hace y deshace a piacere. Es una mujer fuerte y sexuada en un mundo de hombres. Es una sobreviviente post apocalíptica en un mundo sin sentimientos. No estaría mal un personaje así en el mundo del policial negro de los 40. Pero estamos en 2013 y suena todo un poco viejo, un poco demodé, un poco moralista (mueren todos los que deben morir, y se pronuncian diálogos de manual de autoayuda) y un poco para la tribuna.
Un Camino Hacia Mi (The Way Way Back) es la feel good movie del año. Esas películas de las que salís de la sala ni desilusionado ni demasiado excitado, con la sensación de haber asistido a algo ideado con el solo propósito de hacernos sentir bien. ¿Qué quiero decir con esto? Historias sumamente optimistas, donde los buenos son muy buenos y triunfan por ello y los malos las pagan, donde la vida es un lugar justo. Si tenemos todos esos condimentos estamos frente a una feel good movie, en contraposición a historias que manejan una visión más compleja de las relaciones y de la vida, donde los personajes tienen matices, tienen historias y tienen pasado, y donde no sentimos que los guionistas solo pensaron en ellos en función de un período de tiempo que es el que deciden mostrarnos, estableciendo así todo tipo de encuentros fortuitos y relaciones mega casuales, introduciendo situaciones únicamente al servicio de la historia y reduciendo al mínimo las indecisiones, contradicciones y dualidades que todos tenemos. Un_Camino_Hacia_Mi_EntradaEstamos ante un relato iniciático, una suerte de road trip en el que nuestro protagonista usará sus vacaciones para cambiar su vida, para probarse a sí mismo que puede (no sabemos bien con qué ni para qué, pero puede), para probarle a todos –y a su padrastro en particular– que no es “un 3 en la escala del 1 al 10”. Y así arrancamos, con la escena que da nombre a la película, con Duncan en el baúl de una van familiar (esas en las que vas sentado atrás mirando en dirección opuesta al resto, de ahí el “way way back”), con cara de perro mojado, arrastrado por su madre bonachona (una Toni Collette inusual en este tipo de personaje) y el insoportable del novio (un Steve Carell también medio descolocado en su interpretación) que lo bullea y lo ataca por ninguna razón aparente. El prospecto de vacaciones en familia es, para Duncan, algo así como el mismísimo infierno en vida. Pero todo, lógicamente, cambiará una vez que llegue a destino y descubra a un par de personas que serán las encargadas de cambiarle la vida y devolverle la autoestima que le fue pisoteada, ya sea por acción u omisión de sus más cercanos. Y el azar operará a su favor en todo momento, en particular en sus encuentros casuales con Owen (un Sam Rockwell que hace de sí mismo, con el nivel de desborde que lo caracteriza y esa canchereada típica que, por momentos, aburre un poco), el primero, al llegar al pueblo, al verlo en su auto convertible justamente por estar sentado en la parte de atrás del auto; luego en un restaurant, en el que Owen está de espaldas jugando al Pac-Man pero Duncan lo reconoce y se acerca a él, magnéticamente atraído. Y ahí se develan las palabras mágicas, las que hacen ruido y nos hacen desconfiar de las intenciones de nuestros directores. Duncan, chico estructurado si los hay, le dice a Owen que para ganar en el Pac-Man se requiere cierta fórmula o estructura, que todo se basa en probabilidades y cálculos, a lo que éste responde, “abandona las estructuras, busca tu propio sistema”. Ante semejante declaración de principios, Duncan queda inmediatamente seducido e hipnotizado por esta figura masculina que, además de reparar en él y prestarle atención, parece tener la posta. El segundo encuentro se dará ya en el lugar central de la historia, el parque acuático Water Wizz (una suerte de Adventureland pero mucho menos interesante, no por el lugar per se sino porque el genio de Mottola hacía de ese parque de diversiones un mundo en sí mismo, un lugar donde sus personajes crecían, se vinculaban y aprendían sobre la vida y las relaciones humanas), también de manera forzadamente casual. Y así es como arranca el vínculo entre ambos. Entonces, como es de esperarse, Duncan, con toda la mochila que lleva sobre sus hombros, que involucra padres separados, una madre cornuda y negadora, un “padrastro” abusivo y descalificador, una hermanastra que no le da pelota, una chica linda que le gusta y a la que no se le anima, y mirada y actitud de perro apaleado porque su vida es triste –y porque los directores deciden mostrárnoslo así a cada instante, para luego ponernos de testigos de su transformación externa e interna– encontrará en Owen y en Water Wizz el lugar y las personas que lo ayudarán en su búsqueda personal, en la reafirmación de sí mismo, en la construcción de la autoestima, en la vuelta a los valores que realmente importan. Una feel good movie hecha y derecha, porque no podemos evitar sentirnos bien frente a la transformación que va sufriendo nuestro protagonista, porque empatizamos con él, nos encariñamos y sentimos, entonces, que merece esa justicia. Y asistimos a esa transformación, pero todo tiene gusto a artificial, a poco genuino. Owen no tiene pasado; con 44 años, trabaja en un parque de agua, no sabemos bien por qué, ni si realmente le gusta, y mantiene una relación particular con Caitlin (Maya Rudolph), de quien no se nos devela demasiado. Entonces todo pareciera puesto al servicio de la historia. Los personajes no tienen autonomía sino que funcionan como accesorios de la trama central, como “ángeles” colocados en el camino de Duncan para ayudarlo a crecer y para dejarle grandes enseñanzas morales. El resto de los adultos, por el contrario, son todos una manga de inadaptados, o simplemente hicieron de su vida lo que pudieron, y son retratados como nocivos la mayor parte del tiempo. Fuman porro (¡oh, por todos los santos, qué horror!), hablan hasta por los codos, salen de joda, gritan, chupan, morfan, no lavan los platos, mienten, engañan. Por supuesto, todo desde la óptica de nuestro protagonista de 14 años, que parece condenar severamente cada uno de esos actos. Así planteadas las cosas, entonces, se construye esta idea pueril de las relaciones, como también de los procesos madurativos de los personajes. Y el final, circular, con el mismo plano que el del inicio, da cuenta de ello, cuando su madre se pasa al asiento de atrás con él en señal inequívoca de reconocimiento, de apoyo, de camaradería implícita y de saberse juntos en esta nueva y renovada etapa de sus vidas. De nuevo, no tengo nada en contra de las feel good movies, porque uno sale del cine sintiéndose, justamente, bien por lo que acaba de ver, por la redención del protagonista y la condena moral del antagonista. Pero no siempre me gusta sentir que todo fue tan fríamente calculado y diagramado para hacerme sentir bien. Dejen que me sienta bien, dejen que me guste, pero no me mastiquen la comida; por ahora, tengo dientes y puedo solita.
La historia de una muñeca (en apariencia, cuanto menos, truculenta), sus dueñas, y cómo tratan inútilmente de deshacerse de ella. Todo en relato en off, mientras estamos en el living de la casa de Ed y Lorraine Warren, dos famosos investigadores de fenómenos paranormales que escuchan el relato de las jóvenes. Acto seguido, los vemos dando una conferencia en un auditorio gigante, atestado de gente y de preguntas, mientras explican el caso de la muñeca y cómo todo fenómeno paranormal tiene algún tipo de explicación lógica, o cómo, en raros casos, los espíritus toman posesión de una cosa o una persona como vehículo con este mundo. A continuación, la imagen de Ed y Lorraine se congela, y unas letras en amarrillo furioso se sobreimprimen en la pantalla y dan cuenta de la historia de la pareja y de “el suceso”, ese que mantuvieron secreto durante años, ese que les hizo tambalear sus más fuertes convicciones y creencias, ese que fue un hecho real, y que estamos por presenciar...
El realismo mágico irrumpe en los primeros minutos del film, cuando Andrée aparece en la casa de los Renoir afirmando que fue enviada por Aline, la difunta esposa de Pierre-Auguste. La aceptación del elemento fantástico es inherente al género mismo, de ahí que nadie cuestione lo sobrenatural y lo acepte como parte del orden natural de las cosas. Porque Andrée es, en esencia, una presencia cuasi fantástica, puesta justamente para quebrar con la aparente armonía, para encarnar y sacar a la luz conflictos no resueltos. Oh casualidad, la esposa-madre muerta es quien la ha enviado y así lo devela en un sueño. Andrée acepta el rol que le toca sin vacilar un segundo, y toma su lugar en la casa como la nueva musa inspiradora de padre e hijos. Ella, otrora musa de Henri Matisse, viene para ser la nueva inspiración de Pierre-Auguste Renoir, pintor obsesionado con la figura femenina, la textura de la piel, la huella de la juventud. Alejado ya un poco del impresionismo (estamos en el 1915), se dedica a explorar la naturaleza en estado más puro, la densidad de cada pincelada, la expresión de cada rostro, de cada gesto, el lenguaje corporal. Y así, mediante sus pinturas, vamos descubriendo a Andrée, a su devastador encanto, el cual no duda en desplegar en ningún momento, y la relación que se entreteje entre ella, Pierre-Auguste, las empleadas de la casa y los hijos de éste...
Amado Inmortal La inmortalidad no es moco de pavo. Una cualidad, a simple vista codiciada por muchos, puede ser una terrible carga para quien la soporta desde hace siglos. Como los vampiros, atrapados para siempre en su cuerpo y en su eterna juventud, Wolverine tiene la capacidad de la auto-sanación, la imposibilidad de envejecer y, por ende, de morir. Nuestro héroe mutante es inmortal pero alguien ha descubierto la cura, el método para otorgarle finitud a su vida, para darle lo que todos tenemos pero no todos queremos, una vida común y corriente: enamorarse, tener hijos, trabajar, envejecer, morir. ¿Quién podría rechazar semejante oferta? A pesar del sufrimiento perenne, de ver morir a quienes ama, de una existencia vana, Wolverine no está dispuesto a entregar el don que lo hace tan especial, acaso en busca de esa muerte honorable que tanto se merece. No importa cuán tentadora resulte la oferta de mortalidad ni cuán miserable sea la vida de nuestro protagonista, deshacerse del don no es una opción...