Sí, Tom Cruise es un crack. Bendecido por algún poder o dios extraño, al igual que Midas, todo lo que toca lo convierte en oro. Es de esos actores de estirpe clásica, que suelen desplegar un minimalismo gestual notable, infalible. Es un Clint Eastwood más empático y con mejor sentido del humor. Funciona bien en la comedia, en el drama y, su predilecta últimamente, la ciencia ficción. Al Filo del Mañana (basada en la novela ligera All You Need is Kill del japonés Hiroshi Sakurazaka), es una película que se vale del time travel, recurso bastante frecuentado por cierto cine de ciencia ficción (ya sea como bendición o como maldición). Exponentes hay varios y variados: desde Volver al Futuro hasta la reciente X-Men: Días del Futuro Pasado, pasando por la excelente El Día de la Marmota, La Jetée, 12 Monos y las más o menos regulares El Efecto Mariposa, Regresiones de un Hombre Muerto y Cuestión de Tiempo, por mencionar algunas. En todas, el recurso estaba puesto al servicio de algo más y, casi siempre, el viaje en el tiempo tenía un efecto moralizante: había que volver al pasado para corregir el presente, para salvar a alguien de una realidad espantosa, angustiante, incluso si eso implicaba resignar la felicidad propia. Lo que importaba era salvar al otro, buscar esa línea temporal que se acercara a los deseos del protagonista y de su entorno, pero sin perder de vista que cada modificación en el tiempo pretérito cambiaba colosalmente el rumbo de la historia. Al Filo del Mañana no tiene ese elemento moralizante; la premisa es simple: Tom Cruise (Bill) es un inexperto oficial del ejército de Estados Unidos -en plena guerra con un enemigo de otro mundo- que se ve obligado a ir al frente a pelear contra los mimics, una suerte de monstruos-máquina estilo La Guerra de los Mundos. El tema es que él no sabe pelear, menos que menos manipular un arma o matar a esos bicharracos. Pero, a partir de su primer encuentro no demasiado afortunado con el enemigo, tendrá la posibilidad de volver una y otra vez al día de su muerte y así aprender, a fuerza de repeticiones y cambios de estrategia, cómo vencer (parcialmente) al enemigo. En el medio, Emily Blunt (Rita), una excelsa soldado de las fuerzas especiales que alguna vez tuvo el mismo don que Bill. Ella será la encargada de entrenarlo y juntos terminarán concretando el plan que los acercará a la victoria, aunque nunca nos sea mostrada. La idea es tentadora: volver al pasado una y otra vez, a un momento clave de nuestra vida, y corregir cada error que cometimos, probar caminos alternativos, idear nuevas estrategias y, si no funcionan, volver atrás e intentarlo de nuevo. El paraíso del conductismo: volver al pasado para corregir la conducta y evitar el trauma presente. La idea es tentadora: volver al pasado una y otra vez, a un momento clave de nuestra vida, y corregir cada error que cometimos. Hasta acá todo bien, porque Tom y Emily garpan (no confundir con un verbo similar que acá no aplica; better luck next time, Tom) juntos y por separado y la iteración (repetición), si bien al principio agota un poco, después se vuelve entretenida y funcional a la relación entre ambos y entre Tom y su escuadrón. Pero la sensación que queda está relacionada con algo que viene sucediendo en cierto cine de ciencia ficción: 1) Hollywood celebra, por una y millonésima vez, el espíritu intervencionista y bélico de las potencias centrales, mediante fantasías distópicas en las que hay que salvar al mundo de un enemigo externo, siendo ellas las únicas capacitadas para tal fin, ya sean los rusos, los alemanes, los medio-orientales o los habitantes de otro mundo. Da igual: la amenaza está ahí afuera y solo las potencias son capaces de doblegarla. 2) En los ochentas, una época políticamente conservadora y reaccionara, el cine de ciencia ficción, especialmente el clase B (pero también el cine mainstream industrial, con Encuentros Cercanos del Tercer tipo, 1977, ET, 1982, Enemigo Mío, 1986, por solo mencionar algunos casos), supo ser reactivo y denunciar los males de la sociedad de esa época. Era un cine pesimista, que no daba lugar a finales felices, sino que planteaba un futuro desolador, del que no había salida, ni como individuo, ni como sociedad. Carpenter terminó siendo el mayor exponente de ese tipo de cine, y llevó al extremo esta visión en cada una de sus películas, en las que el enemigo era la sociedad y al individuo no le quedaba más remedio que luchar por su supervivencia, siempre solo, siempre aislado (Fuga de New York, 1981, La Cosa, 1982, Starman, 1984, They Live, 1987). Al Filo del Mañana pertenece a otra tradición del cine de ciencia ficción –además de tratarse de un producto mainstream-, una tradición que denuncia ciertos abusos institucionales pero lo hace de manera deshumanizada, y con un espíritu absolutamente optimista. El individuo aislado puede ser la clave de la salvación de la sociedad y del mundo. El Estado sigue siendo incapaz de resolver pero un individuo puede proporcionar ese tan deseado final feliz (vimos recientemente esto en ejemplos fuera del género como, por ejemplo, Argo). 3) Como mencionamos antes, el tema de la deshumanización viene de la mano de la falta de desarrollo de personajes. Al Filo del Mañana es un islote, una película que se centra en el recurso, en el time travel, como premisa casi única, y relega a un último plano la parte humana y el contexto. Los personajes son gélidos, fríos, y parecen no tener pasado ni contexto, sino ser meros títeres dentro de una historia que no se propone más que mostrar un cacho de un futuro distópico. Ni el crack de Tom Cruise ni la hermosa y carismática Emily Blunt son suficientes para darle alma a una película gélida, correcta, entretenida, pero gélida. Hay algo que falta, que sabe a poco. Acaso habría que revisar un poco esa ciencia ficción de la que hablamos. Ojo que el toque del Rey Midas se puede volver en contra: si todo lo que se toca se convierte en oro, puede que entonces todo termine siendo frío, metálico y blando.
¿Cómo hablar en serio sobre esta película? O, mejor dicho, ¿cómo decir o escribir algo mínimamente digno de una película que se toma a sí misma a la chacota todo el tiempo, una película berreta, con un humor berreta, que introduce una innecesaria vuelta de tuerca con golpe bajo al final? Porque una cosa es cuando la berretada se hace cargo de sí misma, la berretada autoconsciente (que no trash autoconsciente, para eso está Waters o Hennenlotter); la otra es la apelación a la berretada como signo especulativo del ridículo (el caso de Bañeros 3: Todopoderosos –Rodolfo Ledo, 2006–, sin ir más lejos) que mira con desprecio las posibilidades del humor popular. No se Aceptan Devoluciones (Eugenio Derbez, 2013) es una suerte de pésima copia de Un Papá Genial (Dennis Dugan, 1999), esa gran comedia en la que el personaje de Adam Sandler, de la noche a la mañana, se veía forzado a criar a su hijo, de quien había desconocido su existencia hasta ese momento. Un tipo inmaduro, desordenado, mujeriego que, de buenas a primeras, se veía obligado a cambiar radicalmente su estilo de vida, al principio, a regañadientes, para luego terminar encariñándose con el nene. La premisa de No se Aceptan Devoluciones es la misma. Valentín (Eugenio Derbez, director y protagonista de la película) recibe la visita de una de sus tantas amantes, quien le deja un regalito: una beba, hija de ambos. Valentín, inexplicablemente mujeriego, y también inmaduro y desordenado, viaja a los Estados Unidos con la beba y termina estableciéndose ahí, donde consigue trabajo como doble de riesgo. Lo que al principio era inimaginable, criar a su hija, se termina convirtiendo en la misión más hermosa de su vida, hasta que la madre vuelve para reclamar la tenencia. Hasta ahí podríamos tener la típica situación del aprendizaje de la paternidad. Pero no: en el medio y en el final, una enfermedad, el golpe bajo, aunque ni siquiera estaríamos en condiciones de hablar de golpe bajo, teniendo en cuenta el tono idiota que maneja la película durante sus largas dos horas, excepto en los 5 minutos finales. Un tono que va mutando, de manera completamente arbitraria, entre la estupidez absoluta, la comedia física torpe y extremadamente básica y el drama. Lo notable es que mientras las berretadas conscientes hacen que el cambio de rumbo y tono tenga que ver con la liviandad burbujeante de un film “menor”, aquí se siente como un volantazo, como una irrupción forzada. El problema de ver Rompeportones (Hugo Sofovich, 1998) o Un Argentino en Nueva York (Juan José Jusid, 1998) hoy es que, mientras en aquel momento jamás podríamos haberlas defendido, cuando menos podíamos decir que tenían ese no sé qué de la comedia popular, que no despliega un desprecio propio del gusto por el humor vintage. Humor pasado de época, entonces, humor berreta y tonto, humor barato (no porque el caro sea demasiado efectivo), el gran problema de la película esboza ese desprecio cultural que varios productos mainstream latinoamericanos muestran: que si se puede mantener el lugar común cultural de lo que se pretende de las comedias de los países de origen no hace falta molestarse mucho por mejorar. El humor vintage y elemental de No se Aceptan Devoluciones, en su intrínseca celebración de que la risa solo puede provenir de la estupidez previsible del humor popular latinoamericano, da cuenta de la distancia gigante, cada vez más pronunciada, entre el mainstream estadounidense y las formas subdesarrolladas al sur del Río Grande: acaso sea la mejor manera de convencernos de que la comedia siempre fue americana, pero del norte.
Como su nombre en inglés anuncia (Non-Stop), más allá de tratarse de un vuelo sin escalas, la película no para un segundo, no da respiro. La acción se vuelve absolutamente claustrofóbica, teniendo en cuenta que el 90% de la historia transcurre adentro de un avión. Nunca se sabe bien qué va a pasar pero, ya de movida, en el aeropuerto, mientras los pasajeros esperar para abordar el avión, anticipamos que algo va a estar mal. Muy mal. Liam Neeson (Bill) habla en voz baja y lo vemos atormentado e iracundo. Está enojado con alguien y muy nervioso pero eso no le impide registrar a una niña temerosa, a punto de subir al avión, y acercarse para consolarla y decirle que todo va a estar bien. El perfil ya está definido de entrada: un tipo conflictuado y conflictivo pero bueno y humano. Porque Bill tiene problemas con el alcohol y un suceso familiar del pasado que lo atormenta al día de hoy y que, lógicamente, ha sido la causa de su alcoholismo, adicción cuya perpetuación en el presente sigue trayéndole consecuencias. Es el policía (agente de servicio aéreo) no querido dentro de la fuerza, el que tiene problemas de conducta, el adicto que pierde credibilidad por su adicción. Y por supuesto, está aquí, en este avión, para redimirse definitivamente. De ahí que podemos decir que la película es un western: estamos frente a un outsider, un antihéroe rebelde que viene a restaurar el orden, que termina convirtiéndose en héroe, no sin antes ser cuestionado e injustamente acusado. Y Bill se pone al hombro su papel de antihéroe, hasta las últimas consecuencias. Está dispuesto a hacer todo por sus pasajeros, pero, el tema es, deberá probarles que, en realidad, los está queriendo salvar, dado que todas las sospechas recaerán sobre él. Después de todo, es un alcohólico con problemas no resueltos, bien podría estar perpetrando una venganza contra el sistema que lo apartó de su hija (el agente workaholic que culpa a la fuerza policial por no haber pasado más tiempo con su hija enferma de cáncer). Idas y vueltas y más idas y vueltas. La trama se va enrevesado, los sospechosos van aumentando, los que no lo eran ahora lo son y, en el medio de todo, un celular que no para de sonar (en pleno vuelo) y un asesino que, silenciosamente, se va cargando más víctimas. El acierto de la película está en no solo mantener el nivel de tensión sino redoblar la apuesta con cada nuevo descubrimiento, y en nunca darnos espacio para confiar en nadie. Ahora, el acierto en la construcción de tensión y suspenso se ve rápidamente socavado al introducir un final con todos los estereotipos habidos y por haber, más cuando se trata de una de atentados en aviones. El imaginario yankee burdo se impone nuevamente y tenemos al médico de Medio Oriente, lógicamente sospechado, además de un desfiladero de lugares comunes de categorías antropológicas (el negro, la trola, el policía medio facho, entre otros varios). Cada cual es sospechado por pertenecer a determinado “grupo”, y aquí es donde la película despliega vulgarmente toda su xenofobia y su torpeza extrema a la hora de cerrar una trama demasiado dispersada. Y, los que finalmente se revelan como los reales perpetradores, esgrimirán razones cuasi cómicas, no solo en lo que hace a las motivaciones sino, principalmente, en su verbalización y posterior pseudo toma de conciencia. Pero, claro, nuestro antihéroe salvará a su tripulación e incluso improvisará un plan de contingencia “bomba a bordo” jamás antes testeado. Y todo funcionará de mil maravillas, y hasta habrá flamante novia-nueva-colorada-copada (una Julianne Moore desperdiciada) como parte del pack de final feliz esperable. Una película con cierta cuota de adrenalina que, por cagazo a ir un poco más allá o simple incapacidad (raro de Collet-Serra, raro), se deja caer en el ridículo y termina derrapando, casi tanto como el avión semi-explotado. Pero claro, no faltarán los defensores. Me viene ahora a la cabeza un grupito de gente que ya incluso tiene el nombre perfecto para autoproclamarse fans de Non-Stop: Sin Escalas. Están ahí, pululando, solo tienen que darse cuenta…
En busca del tiempo perdido Hay personas de las que uno se enamora, que pueden o no ser bellas físicamente, pero de quienes nos enamoramos, por una serie de cualidades innumerables, porque nos hacen reír, porque nos hacen llorar, porque nos introducen a su mundo y nos invitan a quedarnos, porque las admiramos, porque nos modifican, porque las necesitamos para seguir viviendo. Y hay personas con las que solo queremos coger una noche. Tal vez tienen muchos atributos físicos admirables, tal vez hasta sean más hermosas que esas personas de las que nos enamoramos, pero no importa, uno solo puede soportar hasta cierto punto. Y, por más hermosa que sea la persona, por más promesa de sexo increíble, no alcanza para otra cosa. Falta la risa, el humor, el código común, la invitación a un mundo increíble, la necesidad de seguir conociendo. Lo mismo se puede aplicar al cine. Algunas películas fueron hechas para amarlas con locura, para no poder vivir sin ellas, y otras películas fueron hechas para cogérselas una noche. Y, si te he visto, no me acuerdo. La Grande Bellezza pertenece al segundo grupo. Una película estéticamente hermosa pero vacua y superficial, una obra pretensiosa que nos deja solo el efímero momento de disfrute derivado de la belleza de las imágenes. Jep Gambardella (Toni Servillo) es el protagonista. Un escritor caído en desgracia buscando la inspiración para su próxima novela, buscando esa grande belleza del mundo, solo para descubrir, finalmente y luego de un largo derrotero inútil, que el universo alberga grandes bellezas en igual medida que grandes dolores, y que eso es, en definitiva, la vida. Y, para saciar su inútil búsqueda, vaga por Roma, por la Roma no de los turistas sino de los romanos de clase alta, una fauna un tanto particular. En una suerte de reversión de La Dolce Vita, Paolo Sorrentino traslada la vacuidad del milagro italiano de finales de los ‘50 e inicios de los ‘60 a la actualidad, como una reescritura del malestar cultural italiano, como si el monstruo del pasado volviera para demostrar que todavía se baila sobre los mismos muertos, las mismas tradiciones. En su recorrida, el protagonista se dedica a observar, con ojo crítico y con el desdén propio de los intelectuales. Nunca sabemos bien qué busca: si una fuente de inspiración para su novela, si su propia felicidad, si una pareja (hay una stripper que hace las veces de una compañera de fiestas y de funerales, con todo el protocolo de ambas), o si su reconciliación con un pasado que le dio al gran amor de su vida pero se lo quitó casi sin que se diera cuenta. Y sigue observando, a su círculo, a su gente y a su mundo. Ni falta hace describir los paralelos entre esta película y la sobrevalorada obra de Fellini y sus personajes. Así como aquella tenía su fauna, aquí abunda la sucesión de estereotipos, pero, vistos con 50 años de distancia, la reescritura felliniana los hace aún más patéticos: La rubia regordeta cornuda (de un esposo que la engaña con travestis), que usa vestidos Versace, esos que realzan sus rollos, que toma champagne compulsivamente y observa el mundo con los ojos saltones y la cara rechoncha que, más que exultar vitalidad, busca a gritos algún tipo de salvación que jamás llega. La flaca, la alta y elegante, que se construyó una vida de fantasía porque la real era demasiado dura como para tolerarla, casada con un gay todavía en el clóset, cuyos hijos la odian, y que se siente conforme con su conciencia llana por haber militado de joven y por hacer beneficencia ahora en su mediana edad. El eterno frustrado actor del under que quiere, inútilmente, cogerse a la modelo frígida, a quien lleva a cuanta fiesta se le presenta aunque más no sea para exhibirla cual pintura abstracta y poco atractiva. La madre con el hijo loco, el que cita a Proust y se alberga en la inminente llegada del fin del mundo para perpetrar su propio fin, el incomprendido, el hijo de padres ricos que jamás tuvo un instante fecundo, un mínimo propósito en donde canalizar las emociones encontradas de su propia condición. La nena, manipulada por los padres imberbes que solo sueñan con tener una hija artista y la obligan a ejecutar su performance en la fiesta que montan, para admiración incrédula de todos los presentes. La enana editora de la revista de Jep que se ganó su lugar en el mundo de manera justa, la única a quien él parece admirar sinceramente. Quizás el problema llega cuando las preguntas se verbalizan. Jep observa y busca. Pero no encuentra. Y pregunta. Se encuentra con un sacerdote, empeñado menos en la doctrina religiosa que en enseñar recetas de cocina, y le pregunta acerca de la belleza y del significado de la vida, pero no obtiene respuestas. Como tampoco las obtiene de una santa de 105 años, que solo come hierbas, duerme en el piso y susurra, con el último aliento que le queda de vida, que “la pobreza no se cuenta, se vive”. Como en la visible influencia felliniana, no hay hilo narrativo que teja una historia, sino cuestionamientos de índole filosófico y existencial que, por supuesto, jamás se responden. Y las personas que el protagonista se cruza en su camino funcionan como un islote, como un desfiladero de esa fauna que, cansada de tenerlo todo, permanece eternamente insatisfecha. Si la película tomara una postura más cínica al respecto, si se riera un poco de eso que muestra, tal vez funcionaría como una eficaz crítica social a la aristocracia europea, sus costumbres, sus excesos y sus sinsentidos. Pero no, la película amaga pero no se lo permite y queda en el mero ejercicio de estilo. Es solemne y pretenciosa de principio a fin, de ahí que uno solo pueda obtener el placer efímero de las imágenes, la simétrica composición pictórica de cada uno de los planos, los planos secuencia que siguen a la nada misma, los movimientos de cámara circulares que parecen encerrarnos en un vacío sin sentido, en un coliseo derruido. Muy bello todo, sí, pero no mucho más. Y, como ocurre con toda buena cogida de una noche, uno solo quiere terminar, fumarse un pucho, darse vuelta y dormirse. Y, si te he visto, no me acuerdo.
Ni bien salí del cine sentí que había visto una película bastante intrascendente, una historia que estaba bien pero que no iba a perdurar en mi memoria por mucho tiempo. Una película menor. Es algo que me viene pasando con varias películas de Stephen Frears. Lo que no sé es hasta dónde eso es personal o ahí hay una estrategia. Con el correr de los días, si bien Philomena no me enloqueció, la sigo recordando con cierta ternura y afección. Y creo que parte de ese sentimiento tiene que ver con Steve Coogan, aun más que con el cine de Frears. Coogan es inglés y, como buen inglés, actúa con el acento (ese llamado “inglés de la reina” que tan lindo suena). Hay algo en la dicción de los ingleses, en la excesiva aspiración de los plosivos, en el ritmo y en la cadencia, que nos resulta muy placentero al escucharlos hablar. Hay un tono amable, que no deja de decir ciertas cosas pero lo dice como quien lo menciona al pasar. Steve Coogan tiene eso. Y actúa, también, con la boca. Cierto rictus, que deja entrever los dientes blancos y grandotes, la manera de mover los labios, la forma de reírse. Y, para acompañar todo eso, los ojos saltones y fisgones, siempre listos para darle el toque final a los tag lines con los que remata cada frase de manera tan maravillosa. Pero Coogan no es el único encargado de despachar amabilidad; es, en todo caso, quien aporta humor. Basada en un hecho real, la película cuenta la historia de Philomena Lee (Judi Dench), quien tuvo su hijo a los 17 años en un convento de monjas en Irlanda. Pero también muestra a las adorables religiosas que lo vendieron (como solían hacer con todas las pupilas que quedaban embarazadas) a una familia estadounidense y cómo Philomena pasó años buscando a su hijo, hasta que un día conoció al periodista y ex asesor del gobierno británico Martin Sixmith (Coogan) y decidió sacar a la luz su historia. Parece que las monjitas copadas (en ciertas congregaciones en Irlanda y otros países de Europa alrededor de los años ‘50) vendían niños a familias estadounidenses de clase alta por interesantes sumas de dinero y quemaban todos los registros para que después no fuese posible localizar a los niños. Alabado sea el Señor. Así y todo, con amable sentido del humor inglés, la película cuestiona algo tan básico como las eternas contradicciones de la iglesia (“nos dan el deseo sexual pero después hay que reprimirlo”, dice Sixmith), una institución que, por un lado, pregona amor al prójimo, tolerancia y comprensión y, por otro, es capaz de apartar a una madre de su hijo, solo por ahorrarse el bochorno de tener a una feligresa pecadora que mantuvo sexo extramarital. A pesar de los horrores incuestionables que se denuncian, lo más interesante del film (aparte de Coogan) radica justamente en el contrapunto amable (es decir, el retorno del tono Frears pero con el filtro Coogan) entre la postura de Philomena y la de Martin. La protagonista, a pesar de haber sido víctima de tal atrocidad, no condena a la iglesia ni termina de enojarse del todo con las monjas execrables que ni siquiera son capaces de pedirle perdón cuando ella las desenmascara y descubre que le ocultaron la identidad de su hijo durante tantos años. Martin es el opuesto absoluto: el ateo, el cínico, el que reflexiona sobre las innumerables contradicciones de la doctrina religiosa, el crítico, el que insta a Philomena a que se enfurezca, a que libere su ira y le demande explicaciones a una institución que le cagó la vida. Pero no. He aquí las grandes paradojas de la protagonista y de la fe en general: desestimando cualquier tipo de evidencia contundente, el fanático religioso elige seguir creyendo. Quizás en esa oscilación radica el efecto retardado que convierte la intrascendencia inicial en la sensación de haber estado frente a algo mucho más interesante de lo que se preveía. Al final del día, ambos mantendrán su postura porque, si bien la película es una suerte de road trip (y sabemos lo que eso significa con respecto a transformaciones de caracteres), no hay aleccionamiento final, ni mensajes moralizadores para uno ni otro lado. La película evade el maniqueísmo y presenta a los personajes con sus propias contradicciones, sus creencias, sus estilos, sin querer imponerle nada a nadie. Gran acierto. A tal punto que uno termina, de alguna forma, simpatizando con Philomena (o, por lo menos, comprendiendo su accionar, teniendo en cuenta su historia y su pasado). Y Coogan está ahí como interludio humorístico a la vez que alivio para nosotros, los ateos, como esa voz que expone y denuncia, que satiriza las contradicciones y los horrores más burdos pero que también es capaz de empatizar y hasta encariñarse con una víctima de la fe y de la religión católica. Tal vez se trate de una película menor y no quede en mi memoria por mucho tiempo (como si eso les importara a ustedes, lectores) como una historia entrañable, pero hay algo ahí que vale la pena descubrir, aunque eso jamás sirva para hacer tambalear convicciones. Tal como Philomena y Martin, a los espectadores nos ocurre lo mismo; no salimos transformados: el que no cree sigue sin creer y el que cree sigue creyendo y defendiendo lo indefendible.
Como tímidamente expresé en mi Facebook ni bien salí de la privada, Steve McQueen es un canalla hijo de re mil putísima y merece ser esclavizado y torturado durante 12 años por haber hecho esta película. Un puñado de pseudo progresistas podrán sentirse atraídos y hasta conmovidos por este film, y algunos hasta podrán cuestionar la mordacidad de mis apostillas y horrorizarse ante mis comentarios, tildándome de racista por desearle la esclavitud a McQueen porque es negro (sic). Mis deseos hacia el director británico tienen que ver con otras cuestiones, como también pretendo demostrar que 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave) es cualquier cosa menos progresista. Mi punto es el siguiente. Si el director se va a regodear en el sufrimiento; si va a hacer (como bien dijo la colega Florencia Gasparini Rey) pornografía de la violencia; si no va a dejar nada fuera de campo; si va a valerse del efectismo más vil para intentar despertar en nosotros determinadas emociones; si va a retratar una temática archi-conocida y archi-retratada tanto en la literatura como en el cine, para hacer un alegato híper solemne y canalla, echando mano a todo tipo de golpes bajos; si va a montar un espectáculo de la violencia y las vejaciones, solo porque eso le garantiza un pase directo al Oscar -que suele premiar ciertas películas aparentemente comprometidas y progresistas-, ese director merece el más profundo de los desprecios. Como diría Pauline Kael, 12 Años de Esclavitud es una mala película clave, de esas que se creen importantes y trascendentes (porque, claro, tocan temas históricos terribles), de esas que hay que ver y rever, para entender qué no es el cine, para entender qué es una película canalla que solo persigue un efecto pavloviano en el espectador: estímulo-respuesta universalmente común. En todo caso, común para determinado tipo de público pueril, que es capaz de llegar tan lejos como para afirmar que estamos ante la obra definitiva sobre el esclavismo (sic). Pena. La más profunda de las penas surge a partir de una cosmovisión tan acotada, que sucumbe ante una artimaña tan básica: la convicción de que el supuesto realismo y la extrema crudeza de ciertas escenas retratan los hechos tal como sucedieron y tienen un impacto mayor en el espectador. McQueen construye su película sobre la base de escenas de tortura mostradas en primer plano. Y de personajes muuuuy muuuuy buenos, los esclavos, y de personajes muuuuy muuuuy malos, los esclavistas del sur de EEUU. Y somos testigos de la odisea de un hombre durante 12 años (Salomon Northup, interpretado por Chiwetel Ejiofor), un hombre que, además, es culto, buen padre, buen marido y buen ciudadano (cuando va a comprar a una tienda y un negro esclavo –no como él, que es un hombre libre, antes de ser esclavizado- entra, su amo lo viene a buscar y lo reta por haber cometido semejante acto, Salomon lo defiende, porque es bueno y consciente de que a otros negros como él los están tratando como animales, y es capaz de conmoverse, aunque solo sea eso, conmoverse y apiadarse). Porque claro, McQueen tiene que crear determinado perfil de hombre, un perfil, de por sí, maniqueo, que hace que las mentes pueriles que mencionaba arriba sientan mayor empatía porque se trata de un hombre ejemplar. No basta con cagarlo a palos; además tiene que ser un modelo de hombre, así nuestra indignación frente al horror es aún mayor. Es un lugar cómodo para el pseudo progre conmoverse frente a este tipo de películas en apariencia comprometidas y de denuncia, pero que, en realidad, esconden una visión absolutamente reaccionaria: ¿cuál es el objetivo de resaltar, una y otra vez, que Salomon es culto, que es un gran violinista, que es un gran padre, presente, que cría bien a sus hijos, es cariñoso y compañero con su esposa, es prolijo y de buen corazón? ¿Y si no fuera todo eso, las atrocidades cometidas por los esclavistas serían menos terribles? Frente a un hombre de clase media/alta, la atrocidad y la humillación resultan más aberrantes (de hecho, se remarca constantemente la diferencia entre él y el resto de los esclavos: él es especial). Esa es la verdadera ideología de esta película “comprometida y progresista”. Volviendo al golpe bajo, hay dos escenas particularmente ilustrativas, que permiten tomar real dimensión de la canallada perpetrada por McQueen. Una, cuando Salomon, tras haberse enfrentado a un capataz de la plantación, es colgado de un árbol y casi ahorcado. El “casi” se transforma en una escena de 5 minutos en la que vemos a Salomon luchar por su vida, con una soga amarrada al cuello y colgada de la rama de un árbol, a un movimiento de la muerte, con los pies apenas rozando el barro, y lo vemos durante esos 5 larguísimos minutos, cómo va apoyando dificultosamente la punta de los pies para evitar perder el equilibrio, tensar más la cuerda y morir ahorcado. El director decide gentilmente regalarnos semejante deleite visual, y hace una composición de plano fascinante: en primer plano, Salomon casi ahorcado; en profundidad de campo, sus compañeros de la plantación, victimas como él, que arrancan con sus labores diarias matutinas sin acusar recibo alguno de que hay una persona colgada de un árbol. La excesiva duración deliberada de la escena, la posición de la cámara, el plano fijo y Salomon que trata desesperadamente de no perder el equilibrio con los pies, son parte de una absoluta artimaña golpebajista. No, pero ojo, McQueen quiere decirnos que los esclavos vivían tan aterrorizados de lo que sus amos les pudieran hacer que eran capaces hasta de ignorar a un hombre agonizante y continuar con sus quehaceres sin inmutarse. Ilustrativo. La otra escena memorable tiene destino de culto, como la célebre escena de tortura de La Pasión de Cristo de Mel Gibson. En esta ocasión, no es Salomon el centro sino una compañera suya de la plantación, Patsey, la “protegida” de Epps (un Fassbender ridículamente hiperbólico), que, por haber robado un jabón, recibe el castigo preferido de McQueen: latigazos. Oh, yes. El regodeo más canalla jamás visto. Primero, la cámara nos deja la espalda de Patsey fuera de campo; solo vemos la sangre que brota con cada latigazo pero, por supuesto, eso jamás puede ser suficiente para alguien cuyo único objetivo es hacer una exhibición vulgar de la tortura para causar determinado efecto. No. La cámara hace un movimiento circular y sí, ahí, para deleite de las mentes imberbes, amantes del golpe bajo, que se sentirán excitadas a la vez que acongojadas frente al horror, vemos la espalda mutilada de Patsey. Vale aclarar que varios de los latigazos fueron propinados por nuestro querido Salomon porque, claro, él tampoco puede enfrentar a su amo, ni siquiera cuando le ordena que azote a su compañera negra. Y asistimos al regodeo en primer plano de la espalda mutilada. Y entre tanta pero tanta miseria y crueldad, aparece de la nada el ángel redentor en forma de sureño progre cool (Brad Pitt), -algo impensado e inverosímil en ese momento, pre Guerra Civil- cuya aparición fugaz hace dudar, una vez más, de las buenas intenciones y de las habilidades de McQueen como narrador. El personaje de Brad Pitt viene a proporcionar la sobrexplicación: un hombre bueno que llega a la plantación en la que está Salomon, se manifiesta abiertamente abolicionista, tiene largas charlas con Epps y con Salomon, y es quien, en última instancia, termina salvándolo. Lo obvio, lo subrayado, la maniobra forzada frente a la falta de recursos. Una vez liberado, Salomon llega a su casa y encuentra a una familia que lo espera, todos parados como soldados en fila, impávidos. Y las palabras finales de nuestro negrito castigado son: “Perdón, perdón por haberme ido”. Aquí tienen, defensores a ultranza de “la” película comprometida. Steve McQueen, falso progre, pornógrafo de la tortura, ni olvido ni perdón. Esclavitud, latigazos y muerte.
Frankenstein se enfrenta a gárgolas y a demonios. Y se trinca a una rubia y salva la humanidad. Esa es la premisa de esta última versión de Frankenstein, a cargo del ignoto Stuart Beattie, que amablemente nos regala una película que es una suerte de collage de distintos tipos de seres y su pelea épica por (cuándo no) conquistar/eliminar al mundo. El monstruo de Frankenstein (llamado aquí Adam, interpretado por Aaron Eckhart) se debate entre su soledad y su integración con nosotros, los humanos. Se pasa unos 200 añitos indeciso y así es cómo queda atrapado en el medio de una batalla entre gárgolas y demonios. Estamos en un futuro más o menos cercano (desconozco), en el que conviven tecnologías de última generación con castillos góticos, seres medievales y el centenario Adam. Pastiche nao tem fim. Las gárgolas (sí, los pajarotes mitológicos de piedra en las cúpulas de las catedrales) pueden tomar la forma de animales de piedra voladores o de seres humanos, y están liderados por Leonore (Miranda Otto, que parece sentirse bastante cómoda con los personajes y los vestidos ajustados de doncella guerrera), que pareciera tener una relación un tanto particular con Adam y con su guerrero mano derecha, Guideon (el sexy y seriote Jai Courtney). Nadie descarta la posibilidad de un ménage a trois. Para enfrentar a las gárgolas, producto de algún conflicto milenario (del cual no sabemos nada de nada), están los demonios, gobernados por Naberious (el gran Bill Nighy, que se hace el malo pero no le creemos; preferimos verlo cantar Love is all Around versión villancico disfrazado de Papá Noel), y que también pueden adoptar forma humana y demoníaca. (Cuando adoptan forma demoníaca, escupen una baba medio siniestra y se vomitan encima. Sensuale). Adam aparece en medio de ambas tribus urbanas, como quién no quiere la cosa, así de casualidad, por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, y queda en medio de la contienda, que supone que los demonios necesitan de él para obtener el secreto de su existencia, y así revivir a varios sin-alma (los que no creen en Dios y cuya alma se encuentra en un limbo) y convertirlos en nuevos miembros de las legiones demoníacas. A las gárgolas, los humanos les caemos bien, por eso nos defienden (al igual que Adam, pero por otro motivo al que ya llegaremos), pero a los demonios no les importamos nada y por eso quieren reemplazarnos por seres ateos sin alma. Un mundo sin religión, no suena nada mal. Y así se lleva a cabo la gran guerra, que se cobra varias vidas, las cuales terminan yendo a lugares bien distintos: las gárgolas van derechito al Cielo, sin escalas, con un halo de luz que las acompaña (y parece que en el Cielo se coge porque una parejita de gárgolas se regocija porque mueren juntos y allí podrán consumar su amor); los demonios, en cambio, al ser heridos por cierta arma sagrada de las gárgolas, estallan en un bomba de fuego, que nunca quema a nadie que esté cerca, pero bueno, ponele. Adam, al principio, no quiere saber nada con esta guerra porque él es único en su especie, no se identifica ni con uno ni con otro, ni con nos, los humanos. Es un emo, con “daddy issues” y problemitas de integración social. Pero ojo. En cierto momento conoce a una rubia muy linda y la historia cambia. De buenas a primeras, la humanidad le empieza a interesar a Adam, que ya no quiere a “su compañera que su creador Víctor le prometió”; ahora quiere a la rubia (es emo pero no boludo), a su alma gemela terrenal. Entonces pelea por ella y por nosotros. Porque Adam es un Frankenstein bastante cicatrizado. Se nota que tiene bien las plaquetas porque cicatriza rápido. Es un monstruo hot. Las cicatrices no se le notan tanto (se lo ve incluso mejor que a Tom Cruise en Vanilla Sky), y parece que se mató en el gimnasio y con anabólicos y pegó alto lomo. Entonces la científica rubia (la que está dilucidando el misterio de la vida y la muerte para el demonio Naberious) se siente atraída por él, y la vemos nerviosa mientras le cose una herida a la espalda torneada de nuestro héroe. Le mira los abdominales, el culo duro que le marca el jean tiro bajo, los bíceps y los tríceps. Frankenstein está garchable. Como no es difícil de imaginar, Frankenstein nos salva y se queda con la rubia, en una reversión más estéticamente correcta de la novia de Frankenstein. Y, como ahora también es nuestro salvador, nos habla, nos interpela, en una suerte de mensaje de autoayuda que reza algo así como: “todos elegimos nuestro destino, todos elegimos por qué pelear; estén atentos, porque yo hoy peleo por ustedes”. Siempre con expresión de malo, muy malo, impostada durante toda la película, en la que seguramente sea la mejor actuación de Eckhart de toda su carrera. Un nuevo superhéroe ha nacido. En fin. Say no more.
Sí. David O. Russell, el nuevo niño mimado de Hollywood, parece haber encontrado la fórmula perfecta para su cine. Deudor -más en forma que en fondo- de la obra de Scorsese (de hecho está recibiendo más reconocimiento por parte de la industria que el que tuvo el director ítalo estadounidense habiendo dirigido la misma cantidad de películas hasta finales de los 70’s), lo de Russell es un camino de retorno del mundo del viejo Marty. No es casual que, paralelo a que Hollywood celebre que el realizador de El Lobo de Wall Street se tome a su propia obra con sentido del humor, Russell sea solemne y se incline por una moral más conservadora y tradicionalista, como contracaras de una forma de concebir el cine. Boggie Nights (de P.T. Anderson, otro admirador de Scorsese a quien volveremos convenientemente) y Casino tienen algo en común con Escándalo Americano: la idea de que antes del mundo de los negocios y la moral protestante del conservadurismo de los 80’s todavía podía encontrarse una ética mucho más importante que la moral. Y que valía la pena luchar por esa ética. Pero mientras Anderson y Scorsese siempre defendieron la amoralidad de personajes antisociales, refractarios de las leyes y las normas, en Russell esto termina siendo una inversión, un camino hacia la redención. Esto sucede porque el desenlace nos sorprende un poco (no del todo pero sí un poco: la película está plagada de avisos sobre su moral con respecto a “ser auténtico”), porque esperábamos que Escándalo Americano fuera el Gran Escándalo Americano, y terminamos recibiendo una lección de decoro, integridad y honestidad, a manos de estafadores que construyeron su vida alrededor del delito y las falsificaciones y que, súbitamente, nos regalan el deus ex machina de la lección final. Y es que ahí donde Scorsese se erige como un cínico pero en el fondo humanista, Russell se alza como el gran abogador de la moral y la familia. Ahora bien. Aunque no sea oro, Escándalo Americano brilla. Russell, como lo hiciera Paul Thomas Anderson en The Master, construye una historia de mujeres fuertes y dominantes. Por un lado, con el personaje de Amy Adams (no casualmente presente en ambas películas) como una fémina más poderosa y hábil que cualquiera de los hombres a su alrededor. Adams (Sidney) es el alma mater, la diosa madre en cuerpo y mente, la deidad de la fertilidad (fertilidad sin hijos, pequeña ironía) incluso retratada como tal, desde la vestimenta, el pelo, lo corporal, lo gestual. Ella es la mujer con el plan (aunque ese plan no resulte, finalmente, demasiado tentador). La otra presencia femenina, Jennifer Lawrence (Rosalyn). En el medio, Christian Bale (Irving), el estafador, el conman, que se había enamorado de una años atrás (la mujer fértil, la de la familia y los hijos) y que ahora se enamora de la otra (quien promete fertilidad y terminará asegurando la familia siempre buscada), pero necesita de ambas, como si la película nos situara en esa falsa indefinición, falsa porque en definitiva la elección siempre será la de la sagrada familia como bien supremo a consagrar. Rosalyn es una princesa, con una cuota de depresión que él confundió con misterio -que se compra el esmalte en Suiza, ese esmalte dulce y agrio, al que él vuelve una y otra vez- cuyo hobbie actual es redecorar la casa, cambiar muebles, casi a modo de ejercicio físico. Es la “Picasso del karate pasivo agresivo”, y ella sabe cómo retener a Irving, menos por amor genuino que por una historia compartida, por haber estado enamorados en algún momento, por ser la madre de su hijo adoptivo, por seguir sabiendo cómo erotizarlo, a pesar de saberse una carga en su vida. La fertilidad, como dije, el elemento fundamental de la fundación de lo familiar. En cambio, Sidney es una luchadora. Irving supo, desde el instante en que la vio en aquella fiesta (donde la cámara la va tomando lentamente desde atrás, y mientras da vuelta la cabeza, con esos ojos entre pícaros y con una expresión de quien quiere todo de este mundo, con la boca entreabierta, que desnuda una sonrisa tímida, cargada de sensualidad irresistible, vestida con una malla tejida y un saco, destacándose por encima del resto), que ella venía de abajo, de la calle, que había tenido que pelearla y que la tenía que seguir peleando, que nadie le había regalado nada, con una pulsera de Duke Ellington a quien amaba, en parte, porque le había salvado la vida varias veces. Rosalyn es la bestialidad, es la atadura al pasado. Sidney es la planificadora, la mujer que es futuro, la belleza que encandila por la belleza innata y por lo que hay detrás, pero más que nada, la partner in crime de ese hombre que no está en buen estado físico, con panza prominente, una calvicie que intenta ocultar con una especie de peluquín hecho con su propio pelo, pero con una confianza en sí mismo que la enamora inmediatamente. Si Bonny y Clyde eran almas gemelas criminales perfectamente complementarias es porque dedicaban su vida al crimen, a la estafa como una de las bellas artes, como una forma de mandar a la mierda los códigos de la sociedad y la época que los rodeaba (o la que estaba por venir). Frente a ese monstruo hermoso de dos cabezas irrumpe la presencia de Bradley Cooper (Richie) como agente del FBI (no casualmente quien pretende reinstalar la ley en una pareja de amorales). Pero la segunda irrupción de la norma es más solapada: llega con Jeremy Renner (el alcalde Carmine Polito), quien carga con los valores más conservadores y tradicionales de la película al ser algo así como la epítome de la familia y la moral cristiana, haciéndolo todo por la comunidad. El final de Escándalo Americano es el de la norma que se impone y doblega a la amoralidad con la que la película había iniciado. Por eso nuestra gran heroína ahora anhela tener una familia, vender cuadros originales, e ir a buscar a su hijo (no propio) al colegio, con el viejo estafador, ahora un hombre hecho y derecho. Lo que en las formas resulta scorseseano, en el fondo es un acto de cobardía: así como no carga con la iconografía del sacrificio, Russell igual regala redención a un módico precio. Para ser seguir siendo el niño mimado de Hollywood no se puede ser cínico, amoral, y cagarse en todo. Recordemos que todo aquel que duerme con niños, definitivamente se despertará mojado.
En el imaginario colectivo está instalada esta idea de que el porno y la paja son empresas casi exclusivamente masculinas. Solo los hombres se hacen la paja, y muchos se hacen la paja mirando porno. Y solo se hacen la paja mirando porno si no están en pareja. ¿Cómo puede alguien mirar porno y tocarse estando en pareja? ¿cómo puede alguien mirar porno de manera regular? Claro, como si acaso porno y sexo en pareja fueran conceptos excluyentes. Como si acaso coger con la pareja anulara cualquier otro tipo de deseo más bien ligado a una fantasía inalcanzable como es el porno. Porque mirar porno involucra, en realidad, una especie de ritual. Como bien nos muestra Joseph Gordon-Levitt en su debut cinematográfico y con él mismo como protagonista en Entre sus Manos (Don Jon), mirar porno involucra una serie de pasos, todos disfrutables en igual medida: abrir la computadora, rastrear en el buscador el sitio que más nos interesa en ese momento, de acuerdo con las apetencias del día, entrar, encontrarse con los millares de videos y categorías, empezar a elegir (no siempre se da con el indicado, a veces hay que ver algunos minutos de otros hasta dar con ese, con “el” video que estamos buscando), encontrar el que queremos y recién ahí entregarnos por completo a la experiencia de la paja. No es tarea sencilla mirar porno, no se crean. No es fácil amar al porno, justamente por eso que nos da, por esas fantasías irreproducibles en la vida real, por regalarnos un rato de ese mundo tan hermoso de sexo desenfrenado. Algunas veces, esos videos pueden ser tan pero tan buenos (la famosa categoría ameteur, tan venerada por algunos, esa que nos muestra historias más reales, con actores más cercanos a uno, en un entorno realista, si se quiere) “que duelen”. Jamás nada se va a parecer a eso, a ese sexo perfecto, a ese “fuck of the century”. Nada de eso ocurre en la vida real. En la vida real uno puede estar en pareja, estar bien con su pareja, tener buen sexo, incluso muy buen sexo, pero nada jamás se comparará con el buen porno. Y así es cómo Jon vive sus días, su parca y monótono cotidianeidad. Los títulos iniciales, haciendo debido honor al montaje de atracciones postulado por Eisenstein, nos regalan una secuencia vertiginosamente cachonda: escenas de películas porno, yuxtapuestas con videos de deportes, minas esculturales en body haciendo sentadillas, videoclips hot. Y conocemos a nuestro Don Jon y a sus hábitos cotidianos, repetidos una y otra vez sin cesar. La iteración de la rutina opera en tanto fijador de conceptos, en tanto vehículo de transmisión de esa monotonía. Su vida es eso, eso que ama, eso que no se altera jamás: ama a su auto, ama a su iglesia, ama a su casa, ama a su familia, ama a sus amigos, ama a su porno, ama a sus levantes casuales. Y así, día tras día. Pero, por sobre todas las cosas, en un momento dado, empieza a amarla a ella, a Barbara (Scarlett Johansson). Reconozco que Scarlett suele parecerme una bomba sexual, una rubia debilidad que tiene esa mezcla de belleza natural, un culo que raja la tierra y labios salvajemente esponjados. Pero aquí, no la vemos tan hermosa. Si bien sigue destilando esa sensualidad apabullante, hay algo en la cara, en el pelo, o tal vez en cómo la toma la cámara, que nos hace distraernos de sus atributos. O tal vez sea el personaje que encarna, una suerte de Susanita versión 2013, una niña rica y mimada, con habitación rosa y uñas perfectamente esculpidas, cuya misión en la vida es encontrar a un hombre para casarse que, si no encaja justo en el molde deseado, será modificado hasta que encaje. Así es como somos testigos de esta relación superficial y cosmética como todo lo que rodea a Barbara (y a Jon también, claro), como esas parejas que hemos visto en un shopping o en un gimnasio, deslizándose por los pisos encerados cual gacelas en el prado, felices en su chatura y en el hecho de compartir esas estupideces de la vida como grandes trofeos en materia de compatibilidad y empatía. Nada parece perturbar la paz de la pareja hasta que… irrumpe el porno. Porno causante de la ruptura, porno moralizado, porno cuestionado por la rubia tonta que no entiende cómo se puede recurrir a él estando en pareja. Pero no solo irrumpe el porno. También aparece la antítesis, la humanidad dentro de ese mundo tan deshumanizado, en la forma y el cuerpo de Esther (Julianne Moore). Y con la humanidad vienen las arrugas, viene la piel áspera y seca, viene menos el deseo sexual que el deseo de pasar tiempo con un ser humano. Entonces Don, casi sin quererlo, se ve involucrado con Esther. Y acá es donde la película desbarranca y se va al pasto. Porque hasta ahí, todo bien. El pibe es como es y elige sus vínculos acorde a cómo es, a sus intereses, como suele suceder. De golpe, Esther, la inteligente, la copada, la sensible Esther, aparece en su vida como ángel benefactor, y el segundo encuentro sexual entre ambos se da en el marco de una charla que apela al innecesario golpe bajo Iñárritu-style: ella perdió a su esposo y a su hijo hace un año, y necesita tener contacto con un hombre, con alguien, necesita llorar con alguien y necesita alcanzarle la toalla a alguien mientras se baña. Golpe bajo mediante, la relación se construye, y el adicto al porno, el que no creía en esa conexión mágica entre dos personas, de buenas a primeras, deja de ver porno porque se cura, porque decide entregarse a un vínculo más humano y porque, finalmente, puede hacer el amor y sentirse uno con el otro. El porno ya no es un estilo de vida, una elección, el porno es una enfermedad que envenena el alma y el cuerpo y, como tal, debe ser combatida y reemplazada por una conducta sana. Y qué mejor que el sexo con amor para tomar su lugar, que mejor que el sentimiento puro, la entrega, la empatía con el otro, más si se trata de una viuda dispuesta a depositar todo su amor y dolor en un otro. La película, en este sentido, se traiciona a sí misma al volverse moralista y aleccionadora, al pretender dar un giro y “rescatar” a Jon de sí mismo y de sus conductas patológicas. Todo lo que se sostuvo sin juicio de valor durante hora y media, borrado de un plumazo. Una vez que entra la moral ya no hay lugar para el juego, solo queda el inexorable camino a la redención, esa pseudo-redención tranquilizadora de mentes timoratas. Porque el amor todo lo conquista, incluso el porno y la paja.
La vi en el Festival de Cannes, en la premiere mundial. Era el octavo día de festival y ya el cansancio se hacía sentir. Pensar en entrar a ver una película de 3 horas, sin saber nada sobre ella, no me resultaba precisamente seductor o alentador. Pero alguien dijo por ahí que era buena, entonces me aventuré. Y salí con el bocho explotado. A los pocos días, en la entrega de premios, era galardonada con la máxima distinción, la Palma de Oro. Y ahí fue cuando, en la conferencia de prensa del jurado, presidida por Steven Spielberg, escuché los elogios del director de Jurassic Park y de Christoph Waltz, que la describían como “esa gran historia de amor, que trasciende cualquier cuestión de género porque es eso, una gran historia de amor”; al rato, en la conferencia de prensa de los ganadores, las conocí a ellas y terminé de amarlas del todo. A Adèle (la protagonista, la del título, la que se llama también Adèle en la vida real, oh casualidad) y a Léa Seydoux. Y recuerdo a la gente que las ovacionaba y a ellas que se miraban, todavía embelesadas por esa magia aún visible, como un residuo fílmico que no se despega, y lo miraban a él, a Abdellatif Kechiche, su director. Y recuerdo que las miré y me enamoré de ellas como lo había hecho durante la película, y realidad y ficción se entrecruzaron en mi mente y nunca volvieron a separarse, por lo menos en lo que a ellas y a esta película respecta. Y las miré, en particular a Adèle (bueno, a Léa Seydoux también, a quien considero la mujer más hermosa del planeta, pero, en particular, la miré a Adèle) y me di cuenta de que uno no puede apartar los ojos de ella, como tampoco pudo Kechiche, como tampoco pudo esa cámara que la acompaña 175 de los 180 minutos de metraje. ¿Por qué? Porque tiene algo en su mirada, en su boca, en la forma de mover la cabeza, de sacudir el pelo. Tiene esa ingenuidad y esa frescura que uno suele ver en los niños, aún no contaminada ni mediada por las poses y las rigideces que uno adopta con los años. Adèle es como un diamante puro, en bruto. Tiene esa sonrisa que, cuando es vehículo de la sensación de felicidad plena, puede ser uno de los paisajes más hermosos de la Tierra. Y ahí estaba ella, plena, radiante, entre emocionada, embelesada, con cierto dejo de incredulidad, sin poder entender, de a ratos, lo que estaba sucediendo. Y ahí estaba Léa para mirarla con la dulzura de sus ojos celestes, con esa candidez irresistible, con una expresión radiante de paz, dejando que todos los focos se posaran, en un acto de extrema humildad, en nuestra amada Adèle. Mientras miraba la película tenía la sensación de que Kechiche había conocido a esta chica, fuera del ámbito del cine, la había simplemente observado y había decidido hacer una película con y de ella. Casi sin actuación, casi sin artificio; solo ella ahí, siendo ella. Varios meses después, me enteré de que, en efecto, así era cómo había ocurrido. Kechiche la había buscado a ella en particular, había nombrado la película por su nombre y le había dado libertad para que, justamente, se interpretara a sí misma, dentro de una historia determinada. Porque no hay otra. Así surgió esta película, hecha casi toda con primeros y primerísimos primeros planos, que la captan a ella, en su vida cotidiana, en los pequeños y en los enormes acontecimientos de su vida, todo con una cercanía abrumadora que casi asfixia, que nos coloca a una distancia casi imperceptible de ella, para que la observemos con lupa en toda la belleza de su ser, que nunca se agota, en cada acción de su cotidianeidad. La vemos levantarse, con el pelo hecho una maraña, la vemos dormirse, la vemos comer, la vemos morderse el labio inferior con las paletas, la vemos ajustarse la colita mal hecha del pelo, la vemos fumar, la vemos leer, la vemos reírse a carcajadas, la vemos intimidarse cuando sus amigas le dicen que un chico de la escuela gusta de ella, la vemos masturbarse en su cama, la vemos darse vuelta en la calle y vislumbrar, en el único momento con una música que luego se repetiría, al que sería el gran amor de su vida, la vemos bailar, la vemos llorar al no entender qué le está pasando, que está sintiendo, la vemos sentirse insegura y, finalmente, la vemos plena, como nadie jamás lo ha estado, como solo ella puede estarlo. Plena por el despertar sexual, la aceptación de la orientación sexual y la consumación de ese gran amor. Un gran amor del que es imposible dar cuenta con unos cuantos renglones de una crítica. De esos amores de los que solo los grandes poetas tienen autoridad para hablar, porque al resto de los mortales nos faltan recursos, literarios y emocionales, para poder otorgarles entidad bucólica. De esos amores con los que uno sueña, pero rara vez experimenta, de esas certezas que solo aparecen una vez en la vida, de esas sensaciones que extasían al espíritu humano, incluso al más reticente, de esas fantasías de quienes soñamos despiertos. Y ellas viven esa historia de amor, que se consuma en los actos sexuales más hermosamente explícitos jamás mostrados por el cine. Los dos cuerpos desnudos, amándose con salvajismo, dándose placer, recibiendo placer, porque aparece la urgencia de demostrar con el sexo eso que se siente, porque se hace presente la urgencia de la carne, la necesidad del sexo, el desenfreno, los besos que no son besos sino chupadas, lamidas, porque se alcanza un éxtasis tal que ya no basta con solo besar y coger con el otro, hay que hacerlo nuestro al otro, hay que sentir cada milímetro del otro en nuestro cuerpo, hay que frotarse en cada recoveco. Y así ama Adèle. Con esa furia desenfrenada. Así ama y así duela. Porque ese amor, en apariencia sólido, construido sobre la base del respeto, la empatía, la sinergia, la pasión y la comprensión, no resiste el paso del tiempo, la cotidianeidad compartida con la pareja, y no encuentra otro camino más que enfrentar el inexorable fin. Un fin devastador. Porque así como la vimos gozar y enamorarse, ahora Adèle sufre, ahora Adèle llora por las noches, hasta casi ahogarse, porque no se puede concentrar en el trabajo, porque tiene que reprimir las lágrimas mientras está con otra gente, porque no encuentra consuelo, porque sabe que acaba de perder una función vital de su cuerpo. Y ella llora, con mocos, con lágrimas anchas y espesas, con ese pelo que cambió de peinado pero que sigue teniendo la misma desprolijidad de siempre, con esa boca que se va tragando las lágrimas, y le implora a su gran amor que vuelva, pero el quiebre ya es demasiado profundo como para intentar enmendarlo con un pegamento que no sobreviviría a otro golpe. Y Adèle la deja ir, en la secuencia final, con el vestido azul y los tacos, con la copa de champagne en la mano, de la que toma apresurada, en la segunda escena que vuelve a tener música, esa misma música que irrumpió, casi sin que nos diéramos cuenta, cuando se conocieron por primera vez. Y se va caminando sola por la vereda, acompañada ahora por una cámara que ya no la toma en primer plano; por primera vez la vemos salir a la calle en un plano general que la muestra de espaldas. Y así vemos cómo Adèle se aleja de su anterior vida y de ese, su gran y único amor.