Hablar de Lumpen, la opera prima de Luis Ziembrowski, es hablar de una película que en prácticamente los primeros veinte minutos pierde el norte. Uno va adivinando las ideas, se deja llevar por más de una audacia narrativa o técnica y va familiarizándose con los personajes, pero la cuestión de fondo que da forma al relato se pierde una y otra vez. Se trata de un caos lleno de buenas intenciones, pero con eso no alcanza. Podríamos casi hablar de una enorme estructura fragmentaria a la que le terminan sobrando tanto personajes como situaciones. Lumpen ocurre en alguna parte del conurbano bonaerense y tiene una estética marginal que parece buscar un realismo crudo, como bien pudo tenerlo el cine marginal de los `90. Sin embargo, en contraste, carga de expresividad momentos de tensión con sonido y provoca extrañamiento en algunas secuencias pesadillescas donde el color aparece usado con inteligencia. Esta incoherencia estética acompaña lo que sucede en el guión fragmentario que nos ofrece Ziembrowski: uno puede entender que se quiere hablar del poder del registro, de la crisis fuera de campo amenazante sobre esa pequeña comunidad y sus consecuencias, del miedo y los prejuicios o incluso de una crítica social que podríamos situar en una Argentina en crisis. Pero todo esto se disuelve rápidamente porque la película nunca desarrolla un lineamiento, una pista certera, deja todas esas ideas fluir como una cortina de humo en torno al personaje de Bruno (Sergio Boris), que termina interactuando con una gran gama de personajes que nunca adquieren relieve. En el medio de este caos asoman buenas actuaciones, en particular Boris y Alan Daicz, que interpreta a su hijo. Caótica y apenas relevante en algunos segmentos, Lumpen se pierde entre ideas que nunca terminan de madurar en el relato, dejándonos la impresión de una película apenas esbozada que, en caso de haber tenido una estructura más sólida, podría haber sorprendido.
El infierno son los demás (…) GARCIN. – La estatua… (La acaricia.) ¡En fin! Este es el momento. La estatua está ahí; yo la contemplo y ahora comprendo perfectamente que estoy en el infierno. Ya os digo que todo, todo estaba previsto. Habían previsto que en un momento…, este…, yo me colocaría junto a la chimenea y que pondría mi mano sobre la estatua, con todas esas miradas sobre mí… Todas esas miradas que me devoran… (Se vuelve bruscamente.) ¡Cómo! ¿Sólo sois dos? Os creía muchas más. (Ríe.) Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído… Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas… Qué tontería todo eso… ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás. (…) De A puerta cerrada, de Jean-Paul Sartre Las imágenes se suceden con un ritmo quirúrgico, el montaje es clínico, los primeros planos permanecen en las miradas y se distienden por interminables segundos espectralmente hasta finalmente abrirse y volver a la acción, la realidad. Historia del miedo, de Benjamín Naishtat, quizá no sea una película redonda en todos los apartados que se proponen desde su ambicioso título, pero encuentra en sus atributos técnicos momentos de lucidez expresiva que se complementan para crear climas sombríos que es donde reside el peso de la película. La expresividad que logra en cada uno de sus apartados (montaje, sonido, fotografía) se complementan para dar lugar a una pesadilla donde el miedo al otro termina por invadir las vidas de este espacio residencial que -se intuye- forma parte del Gran Buenos Aires en cada una de sus locaciones fragmentadas. Si en un comienzo hablábamos de una fragmentación del montaje y luego de una fragmentación de las locaciones que ilustran el espacio ficticio donde se desarrolla la película, hay que hablar también de la fragmentación del guión que, a pesar de su linealidad narrativa convencional, elige ilustrar situaciones antes que desarrollar una continuidad de espacio y tiempo, con la excepción del clímax en el country. Estas situaciones cargadas de tensión, de silencios, están acompañadas de actuaciones que logran, en un registro que puede tornarse artificioso, una fluidez que logra darle naturalidad a cada una de estas secuencias. Esta complejidad barroca del film no aleja, sin embargo, de ninguna manera al espectador del relato o los personajes. En todo caso, lo que no termina de convencer del reside más bien en cómo se ilustra a determinados personajes. La burguesía acaudalada que vive en el country, a pesar de no ser tan llana como en Las viudas de los jueves, de Marcelo Piñeyro, resulta en personajes acartonados de los cuales sólo en algunos casos podemos entender que se trata de una sinécdoque. Por lo general esto se va a perder, porque el retrato que sugieren algunas líneas de diálogo está más cerca de una visión clasista segmentada que de una visión más amplia que nos permita sentir algún tipo de empatía por el miedo que están experimentando. Sin embargo, a diferencia de la película de Piñeyro, Naishtat decide enriquecer sus personajes con detalles (esas miradas, esos gestos, esas interrupciones tan bien llevadas) que les dan mayor relieve y, por lo tanto, verosímil. Con Historia del miedo, Naishtat logra un auspicioso debut que demuestra que tiene una voz lo suficientemente personal como para contar una historia utilizando recursos expresivos con una admirable fluidez para tratarse de una ópera prima.
¿En serio? No se aceptan devoluciones es una de las películas más insólitamente mediocres que uno, desde su subjetividad más elemental, pudo haber visto. Cuando se plantea que una película quizá está movilizada por un subtexto conservador para nada disimulable, que subraya su ideología arcaica constantemente, uno está tentado de olvidar temporalmente el subtexto y hacer caso a la narración o algún aspecto formal. Pero no sólo no se puede olvidar, ya que la película se supera a sí misma constantemente en cuanto a planteos reaccionarios, sino que además no se destaca en prácticamente ningún apartado. La estética televisiva con un montaje desprolijo, zooms toscos dignos del prime-time que tenemos que padecer en la televisión local, gags poco creativos y mal rematados, actuaciones esquemáticas, elipsis arbitrarias y, lo más increíble, una serie de golpes bajos hacia el final que pretenden darle un tono dramático, hacen que este esfuerzo del mexicano Eugenio Derbez (¡admirado por Adam Sandler!), pase a situarse como una de las peores películas del año. Valentín es un chico miedoso. Su padre le hace enfrentar los miedos con la terapia más primitiva que uno se pueda imaginar, pero bueno, un padre es un padre. Estos miedos lo persiguen en su vida y extrañamente los lleva al campo de los vínculos. Como adivinarán, Valentín (Derbez) es un chico inmaduro que se tornó un mujeriego que no acepta el compromiso porque, claro, es razonable pensar que el miedo al compromiso es lo mismo que el miedo a la muerte, el peligro o los perros. Este frenesí de mujeres y excesos inmorales que lo alejan de la buena familia cristiana con hijos, será golpeado de frente cuando una mujer salga de la nada y le deje un simpático bebé del cual sería el padre. Haciéndose cargo de la situación, Valentín se dirige hacia Estados Unidos para ir a buscar a la madre de la niña, pero termina criándola en solitario en ese país debido a que no puede retornar a México sin encontrar a la madre. Días, semanas, meses, elipsis por favor, y la niña ya quiere a su madre, necesita verla a pesar del mundo de fantasía que le creó su padre, que explicaría su ausencia. Sumemos una educación consentida y la incalculable cantidad de juguetes con los que cuenta y veremos un indicio de que ahí hay algo más que el director nos oculta o lo mantiene con cierta sutileza. Por supuesto, al final resuena con fuerza por el ridículo que expone. Pero volvamos a la madre. Tras infructuosos intentos de búsqueda ella aparece y, para no contar mucho más, diremos que la homofobia y otros elementos igual de simpáticos brillan en la película hasta el lamentable desenlace. Vaya camino que Valentín hizo hasta que se lo ve realizado y golpeado “por la vida”, caminando de blanco por la playa. Esta linealidad argumental, que destruye cualquier virtud narrativa o actoral por más pequeña que sea y que tiene quizá en algún chispazo de Derbez y la jovencísima Loreto Peralta algún momento digno, es una llanura sin ningún tipo de relieve condenado a la previsibilidad. Y en el medio de este mejunje hay un cuento de autoayuda que resurge al final con una torpeza admirable (en la misma línea, Maktub está a años luz) y nos deja pensativos sin creer lo que acabamos de ver. Definitivamente, un estreno olvidable al que hay que tenerle miedo, mucho miedo.
El salvaje interior En primera instancia, sin lugar a dudas hay que mencionar el desconcertante título darwinista que tiene la película por nuestros pagos. Inexplicable cómo una metáfora bastante clara que se sobreentiende como el infierno donde viven los personajes puede pasar a “la ley del más fuerte” (¿?) pero, en todo caso, no deja de ser otro de esos toques “mágicos” que tiene la traducción comercial de los títulos para cine en nuestro país desde hace décadas. Mención aparte de estas cuestiones que a esta altura no tiene ningún sentido discutir, La ley del más fuerte es una película visualmente poderosa por momentos, mostrando que el director de Loco corazón tiene un ojo destacable para la puesta en escena pero, a diferencia del film protagonizado por Jeff Bridges, el resultado es mucho más irregular. Este es un caso donde en la sumatoria de las partes encontramos un resultado más positivo que al ver el todo. El guión parece la respuesta inmediata para comprender lo que falla dentro de la película. Centrado en la relación fraternal que une a Russell y Rodney Baze (Christian Bale y Casey Affleck respectivamente) en un asentamiento perteneciente a la decadente región de Rust Belt, con una economía en declive que depende exclusivamente de una acería para sostenerse, la película irá desgastando la vida de estos personajes que parecen condenados a permanecer estancados como el pueblo que los rodea. Este retrato social que debe mucho a la corriente enmarcada dentro de Nuevo Cine Norteamericano (y, obviamente, a El francotirador, de Michael Cimino), pero que en su registro no logra la misma fluidez (en parte porque los travelling laterales resultan deshumanizados para la perspectiva de los personajes) y apenas sorprende cuando ilustra las callejuelas del poblado con la omnisciente acería asomando en prácticamente todos los planos exteriores, se encuentra en tensión con otros elementos del film. En principio una figura antagónica que roza lo caricaturesco y que no logra salirse de un registro que está por fuera del tono reposado de la película (interpretado por Woody Harrelson). Siendo esta figura el disparador de algunos de los elementos dramáticos más intensos de la narración, se disuelve rápidamente el drama que subyace a nivel social con la figura del padre y la desesperada búsqueda de Rodney por destacarse tras haber hecho el servicio militar en Irak. En su lugar queda un relato de venganza con varios personajes disgregados cuyas subtramas nunca terminan de encarrilarse dentro del desarrollo de la película. Entonces resulta inevitable pensar en momentos: la charla de reencuentro de Lena (Zoe Saldana) con Russell en un puente, la discusión entre Russell y Rodney sobre las posibilidades de aceptar el trabajo en la acería o la persecución final en un edificio industrial son algunos de los momentos más memorables que logra el director con actuaciones que, además de intensas, manejan los tiempos de forma notable. Sin embargo y más allá de sus destacables fragmentos, La ley del más fuerte no sale de la medianía debido a que se trata de un relato desgastado por subtramas que restan notablemente la interacción central de los hermanos. La ley del más fuerte se transforma entonces en una película anecdótica que nos lleva a unos Estados Unidos violentos a través de planos que no encuentran en su belleza una correspondencia con el guión.
Samba ecologista Río 2 es el caso de una película que de alguna forma hemos visto con otros personajes una innumerable cantidad de veces. Parcialmente conocemos estos conflictos y la forma en que se van a desarrollar, todo transmite una sensación de deja vú hasta avanzada más de la mitad de la película, cuando hay un cambio brusco en la temática y en el personaje de Blu. Esta sensación que transmite el film responde a algo bastante simple: es difícil superar en una secuela a los conflictos de identidad y superación que tenía el protagonista en la primera parte que, sin ser tan redonda, fluía en su desarrollo con naturalidad permitiéndose una analogía ingeniosa entre el amor y la capacidad de volar del personaje. Carlos Saldanha, que indudablemente es un director con talento más allá de resultar irregular, cae en su propia trampa al darle integridad al personaje y llevándolo a confrontar una realidad que está por fuera de sí mismo. Esto que puede resultar irónico es una de las principales faltas de la película: la integridad del personaje y su aburguesamiento llevan a que sus inseguridades en otros aspectos no sean tan interesantes. De alguna forma lo mismo sucede con Shrek, por mencionar un caso aislado donde la progresión dramática del personaje se torna chata y poco interesante en sus secuelas. Por supuesto, no se habla de la segunda parte, que aún conserva un timing y un conflicto que se enlaza directamente con lo que sucede en la primera entrega, sino de la tercera y la cuarta. Pero volviendo a Río, la cuestión es que el personaje ya es feliz y se encuentra afincado en Río de Janeiro con Perlita (Jewel en el original) y su familia compuesta por tres guacamayitos. Como es de esperar entre animales simpáticos antropomorfos, hay una familia tradicional con problemas ordinarios que obviamente pretenden generar empatía con el público “familiar”. Pero esta felicidad transitoria se verá amenazada cuando descubran que no son, como se planteaba en Río, los únicos guacamayos azules que quedan. Esto los llevará a la búsqueda de ese santuario oculto en el Amazonas para encontrarse con sus pares, donde encontrarán un lazo familiar que se creía perdido y serán perseguidos por el antagonista de la primera parte, al que creían desaparecido. A esto se suma la trama ecologista, que en este caso apunta a la preservación del Amazonas con un trazo muy grueso y un tanto naif (y claro, planteo todo esto entendiendo que se trata de una película infantil). Es hacia la conclusión que Blu sufre un ataque de heroísmo brusco que desvirtúa al personaje, en particular porque es un giro que no está manejado con la misma fluidez con la que, por ejemplo, el personaje emprende el vuelo al final de la primera parte. Pero por fuera del guión uno se anima a ver el singular talento de Saldanha en pinceladas como la explosiva introducción que ilustra el fin de año en Río de Janeiro (una fiesta como pocas en el mundo) o las audiciones de los animales de la selva amazónica, donde se puede ver no sólo la habilidad para el comic relief sino también para el diseño de personajes. Es en este punto donde brilla incluso más que la primera, en particular con el disparatado trío de antagonistas que persiguen a Blu por el Amazonas (genial el oso hormiguero chaplinesco). Es en el diseño y secuencias aisladas donde uno encuentra el talento de Saldanha, al que aún le falta la película “consagratoria” pero que ha demostrado en no pocas veces que es uno de los directores más efectivos cuando hablamos de animación.
Apocalipsis, por favor Por Cristian Ariel Mangini Mientras veía Noé no podía dejar de pensar en la voz de Matt Bellamy entonada con un cinismo sobrecogedor, burlándose del asunto (“Come on it´s time for something biblical / to pullus through / and pullus through / and this is the end / this is the end of the world”), como si el tema de Muse fuera la banda sonora impensada de esta versión del episodio bíblico del Génesis, llevado a escalas épicas por Darren Aranofsky, director que tiene un sello innegable sobre su obra pero que no siempre consigue resultados globales tan interesantes como lo pretenden sus aciertos formales o estéticos -que no pocas veces son opacados por guiones irregulares-. Este nuevo film de Aranofsky es, antes que la multitud de ideas que pueda disparar su visionado, un caos de proporciones épicas que se disuelve con facilidad en los para nada escasos 138 minutos que se extiende. Nuestro héroe es, previsiblemente, el Noé de Russell Crowe quien, tal como señala la biblia, recibe el llamado de Dios anunciándole que va a provocar un diluvio para “acabar con todo ser que respira y vive bajo el cielo” (Gn 6:17). El fragmento es uno de los más conocidos del libro religioso y adaptarlo ya era de por sí algo polémico: si añadimos que Aranofsky basó su guión en un cómic del otro guionista de la película, Ari Handel, tendremos la razón por la cual Noé ha levantado tanta polvareda entre sectores religiosos. En primera instancia: Handel no sólo ha utilizado la Biblia, sino que también utilizó el Zohar (libro central de la cabalística) y se tomó algunas libertades en la construcción de personajes para dar a entender un mensaje ecologista. Este detalle que debió alienar a una multitud de cristianos, es también una de las causas que llevan a la película a resultar un caos que se diluye rápidamente por personajes insustanciales y secuencias aisladas en una narración desordenada con personajes chatos salvo, irónicamente, el antagonista Tubal – Caín, de Ray Winstone. Este antagonista sobre el cual se puede llegar a escribir un texto en su defensa, enfrentando a la voluntad individual y pragmática con la aceptación de Noé, tiene una vertiente filosófica ecologista y new age por un detalle: Tubal - Caín representa a los demonios del industrialismo y la corrupción, quizá en la línea del Sauron de El señor de los anillos, antes que la mención escueta de la Biblia sobre esta figura. Probablemente lo más interesante de la película resida en la experimentación con la que Aranofsky ilustra algunos segmentos. Al mantener a la entidad de Dios completamente fuera de campo, tanto desde el sonido como desde lo visual -a pesar de sus ocasionales manifestaciones-, incurre en el time-lapse y secuencias oníricas para describir distintas visiones. Algunas de ellas son pesadillescas y notables, como en la que observa las consecuencias del diluvio, o el time-lapse que narra las consecuencias del asesinato de Caín, proyectando el devenir bélico de la humanidad con siluetas. Pero más allá de estas ideas dispersas, lo que queda es una mixtura entre una épica solemne y contemplativa y el tono de una película de aventuras que nunca termina de cuajar. Caótica e insulsa a pesar de algunas secuencias notables, este nuevo film de Aranofsky representa un caos donde las ideas no logran determinar una línea narrativa para los personajes que pueblan la pantalla.
Trascendiendo esquemas A veces la mano de un realizador y su habilidad narrativa pueden verse en sus productos más medianos, aquellos donde el grito autoral no aparece en cada plano buscando una confirmación de su identidad. Si bien estas últimas son las obras definitivas, el legado por el cual serán recordados, es en las obras pequeñas donde a menudo el molde es un esquema ya transitado innumerables veces en el que las libertades están sujetas a un material genérico donde la narración visual fluirá para marcar la diferencia. La mano de un director se nota y pienso, por hablar de casos recientes, en genialidades como El fantástico Sr. Fox, de Wes Anderson, o Minority report-Sentencia previa, de Steven Spielberg, e incluso casos de directores que tienen grandes altibajos, como Ron Howard haciendo joyas como Rush-pasión y gloria. Probablemente no sean los trabajos más representativos de estos directores, pero tienen su impronta y marcan la diferencia. En este caso hablamos de Jason Reitman, director que ya se ha confirmado como uno de los narradores más talentosos de Hollywood, siendo su obra más representativa La joven vida de Juno. Todo este preámbulo es para decir lo siguiente: en Aires de esperanza no estamos ante el mejor Reitman, la novela de Joyce Manard en la que está basada forma un esquema de melodrama del cual los personajes a menudo parecen idealizaciones sin un sustrato humano, cualidad que se nota principalmente en el Frank de Josh Brolin. Pero, y esto es lo maravilloso del cine cuando hay alguien talentoso tras la cámara, ese mismo Frank es quien también logra secuencias de tensión junto a una formidable Kate Winslet que merece un párrafo aparte. Si hay alguien más que sostiene está película, además del realizador, para no hacerla un melodrama a-lo-Hallmark es ella, Winslet, y su personaje, Adele. Lo que amagaba a ser un trabajo donde veríamos nuevamente un registro poco amplio como el de El lector, termina siendo algo mucho más interesante, manteniendo la tensión erótica que respira cada plano y el relato, personificando la sexualidad femenina como algo celebratorio que se opone a la oscuridad inicial. Lo de Winslet es otorgar credibilidad al mapa completo de una mujer, como pocas veces se ha visto en un melodrama de estas características. Pero hablábamos del talento de Reitman, que creo que puede verse confirmado en al menos dos secuencias. La primera es la tensión que se mantiene con fluidez en cada momento del secuestro inicial de los personajes de Adele y su hijo Henry, interpretado en la mayoría del metraje por Gattlin Griffith. Reitman hace hincapié en el tacto, en los primeros planos, en el detalle de las acciones, para dar a entender el subtexto de lo que ocurre. La continuidad y la afirmación de esa relación inicialmente turbulenta muestran un trabajo de dirección, actuación y edición fresco que nos permite apreciar con credibilidad lo que está ocurriendo. En otro momento Henry decide ir a lo de su padre para entregarle una carta donde le indicaba que se iría a Canadá con su madre y Frank. En la vuelta escuchamos cómo el coche de policía se aproxima con un plano que se mantiene con el cartel de buscado en el centro del plano, con el policía sobre la derecha y el niño sobre la izquierda intentando parecer poco sospechoso. ¿Qué es lo maravilloso de esto?: que la secuencia anuncia inevitablemente lo que sucederá, el tono de epifanía recorre cada segundo de este plano sostenido. Lamentablemente esta habilidad no se traduce en la desafortunada elipsis, donde intentan cerrarse varios cabos para darnos un happy ending un tanto forzado que termina de confirmar que, después de todo, lo que vimos es un melodrama. Interesante por segmentos, Aires de esperanza confirma la habilidad de Reitman a pesar de tratarse de una película cuya estructura no es del todo sólida.
Ponete el cinturón ¿Qué es Need for speed? Esa es la pregunta que debe haberse hecho más de un espectador que fue a ver “una de autos” al cine. Pero gran parte del público en sus veintes debe saber lo que es: una saga legendaria de juego de carreras de Electronic Arts (EA, los mismos del FIFA) que ha trascendido a todas las consolas y sistemas operativos desde hace casi 20 años (la primera entrega es de 1994). El asunto es que, salvo algunas de las últimas entregas, no cuentan con un “argumento” que las caracterice, teniendo el film sólo algunos puntos de encuentro con Need for speed: the run. Se trata de juegos donde el asunto es correr, conseguir mejores autos, eludir a la policía que, naturalmente no está a gusto de que conduzcas a más de 200 km/h en la calle y mejorar tu auto comprando partes o dándole el aspecto que más te guste -según la edición-. No hay muchas más vueltas que darle. Por eso resultaba al menos llamativo que se adapte para el cine un juego que es jugabilidad pura y que tiene poco de marco narrativo para explotar en una película de 130 minutos. El resultado de esta adaptación que se fue gestando a lo largo de varios años, es un film anárquico, caótico y plano con algunas buenas persecuciones que se imponen en el delirante guión donde un elenco desigual hace lo que puede. Dirigida por el desconocido Scott Waugh, que tiene en su haber solamente una película, Acto de valor, que es pura propaganda militar norteamericana, Need for speed: la película tiene una historia sencilla: un cuento de traición y venganza que implica a una mujer y la muerte de un personaje que debe ser vengado. Este eje narrativo que se resuelve prácticamente en su integridad en los primeros 20 minutos da lugar a incontables minutos de persecuciones arbitrarias a lo largo de Estados Unidos, con más minutos de carreras que la integridad de la saga de Rápido y furioso. El prácticamente nulo desarrollo de personajes deja a Aaron Paul (el héroe, Tobey Marshall), Dominic Cooper (el malo, Dino Brewster) e Imogen Poots (la linda, Julia Maddon) usando sus dotes actorales para sostener estereotipos que no ofrecen demasiado para sus carreras profesionales. Por otro lado, difícil que personajes que se encuentran al volante corriendo casi tres cuartas partes de la película puedan tener algún desarrollo. Pero más allá del cuento de venganza, en el medio hay secuencias románticas, contemplativas y dramáticas que poco tienen que ver con el tono general de la película, apareciendo aún más dispersa. Extraño, por ejemplo, el plano de Tobey y su antiguo amor, Anita (Dakota Johnson), en el Golden Gate, con la cámara reposada, en un encuadre digno de cualquier otro tipo de película. Otro punto controvertido del film es la violencia que se filtra inexplicablemente en el relato. Pensemos que se trata de carsploitation, films donde los autos estallan, chocan y desaparecen extrañamente sin que habitualmente se vean consecuencias demasiado claras en el asunto. En esta fantasía que forma parte del exploitation el montaje es la herramienta para que creamos esto. Pero en Need for speed extrañamente toman la decisión de mostrar las secuelas de un choque, a menudo desde el punto de vista de quien es chocado. Esta decisión desafortunada le da un inesperado sentido moral a la película, entrando en sintonía con las propagandas de prevención de accidentes de tránsito antes que con un film donde un multimillonario insta a corredores a ir a más de 200 km/h entre calles repletas de civiles. O donde la policía es capaz de llegar a utilizar una llave mecánica sobre el acelerador para usar un auto como si se tratara de un proyectil. Se puede argüir lo caótica e irrelevante que resulta, pero no se le puede negar que en particular la última carrera en San Francisco tiene momentos intensos y logrados. Por supuesto, una película es mucho más que la suma de sus partes, y más aún cuando la mayoría de ellas restan. En todo caso, puede pasar como un buen entretenimiento si no se la piensa demasiado.
Adaptando vampiros El hecho de que sean una de las criaturas fantásticas más interesantes de la literatura gracias, principalmente, a la magistral obra de Bram Stoker, garantiza que veamos vampiros por doquier, con una mitología ampliada que se adapta a las necesidades de cada momento. Es decir, las variantes son infinitas: podríamos tener vampiros científicos bajo el complot de los iluminati, vampiros que viajen en el tiempo, vampiros románticos vegetarianos (ah, no, ese ya lo hicieron), vampiros con armas de destrucción masiva y poderes infinitos… en fin, el vampiro y el vampirismo se transforman en un objeto fetiche que se puede adaptar a cualquier formato. Es así que vemos series como The vampire diaries, True blood o, hace no tanto tiempo, Buffy la cazavampiros, además de películas como Crepúsculo (esa telenovela conservadora con vampiros) o Blade (acción con vampiros). Las variantes y el mercado le han dado a estas criaturas el aire que no han obtenido los hombres lobos (pero sí para secundarios), los ogros o los fantasmas. En este marco, la adaptación de Academia de vampiros se puede definir con notable facilidad: imagínense Gossip girl + Crepúsculo + las últimas tres películas de Harry Potter y tendrán el producto en cuestión. Nada novedoso bajo el sol, tan sólo una variante que se pretende ingeniosa a partir de formatos exitosos actuales. El nombre de Mark Waters hacía sospechar o desear que quizá haya algo de comedia para darle aire fresco a esta película; sin embargo, cuando se observa que es la consecuencia de una nueva saga de best sellers, se pierde toda esperanza. Es lógico que sea un producto industrial lo más fiel posible al texto en cuestión, con el aliciente de lo que pueda hacer Waters detrás de la cámara que, más allá de tratarse de un director irregular, ha entregado buenos trabajos como Las crónicas de Spiderwick o la sobresaliente Chicas pesadas, y por lo tanto el tono sería épico, lejos de la comedia. Bueno, entonces lo que tenemos en cuestión es una historia adolescente en una academia bastante particular donde los alumnos viven pendientes de la popularidad que alcancen, preparándose (aprendiendo artes marciales y magia) para un mundo donde los strigoi acechan en búsqueda de la sangre de morois, dhampires o humanos. Todo esto parece bastante confuso pero en la película está bien explicado, así que no hay un problema de guión en este aspecto. El papel que cumple cada clase está sujeta al linaje, así por ejemplo nuestra protagonista, Rose (Zoey Deutch), es una moroi que tiene la tarea de proteger a la dhampir Lissa (Lucy Fry), una princesa destinada a ser la líder de la academia, a raíz de un incidente donde sus lazos fueron afirmados tras un choque donde Lissa tuvo que usar sus poderes curativos para salvar a Rose. Pero más allá de este mejunje de razas y poderes el problema central de esta película no está aquí. El problema está en cómo la narración alterna inexplicablemente puntos de vista, en cómo no fluye porque en la edición se comete inexplicablemente el error grosero de pasar de música subjetiva a ambiental sin ningún tipo de transición, en las flojas actuaciones del elenco, con un Gabriel Byrne que no estaba tan sobreactuado desde El día final, y la falta de solidez de la trama para conectar personajes secundarios con primarios y situaciones dramáticas con la frivolidad de “la vida en preparatoria”. Es una película fragmentada en innumerables secuencias que nunca fluyen, salvo quizá en el romance de Rose con su profesor Dimitri (Danila Kozlovsky). Incluso su núcleo, el suspenso que moviliza la trama con su cuento detectivesco que se asemeja a los complots internos de Harry Potter, se termina disolviendo hacia el final con resoluciones forzadas. Insulsa y mediocre; entretenida aunque más no sea para ver cómo se conectan las piezas del enigma, Academia de vampiros es otro producto del marketing vampírico, bastante alejado de las bases de su mitología.
Paradojas temporales para niños Para los que no hayan escuchado en su vida nada con un nombre parecido, Mr. Peabody y Sherman está basada en Peabody´s improbable story, una serie de cortos animados de la década del ´60 cuya popularidad es tanta que si alguna vez hacen zapping por los canales de animación probablemente aún puedan verla. Saltando al presente, la versión animada 3D le da un lavado de cara con tecnología y la dirección a cargo de Rob Minkoff, ecléctico director de animación que cuenta con El rey león entre sus pergaminos. Habiendo hecho las formalidades, hagamos un balance de lo que podemos encontrar cuando veamos este film: entretenido y un tanto naif, esta renovación de la serie garantizará entretenimiento a los más chicos pero el relato cerrado con moraleja extraña la libertad creativa que apenas se atisba en el desenlace o en su epílogo, llevando a que una audiencia que tenga más de 9 años no lo encuentre tan interesante. Pero, ¿de qué trata Mr. Peabody y Sherman?: en síntesis, un perro (Mr. Peabody) con un coeficiente extraordinario y que ha ganado prácticamente todo, desde premios Nobel a reconocimientos deportivos y que tiene la habilidad de hablar, se encuentra un día con un bebé abandonado, es decir, Sherman, y decide criarlo. De esta forma, busca alivianar las largas horas solitarias que lo acongojan a pesar de sus logros, utilizando su invención más lograda, la máquina del tiempo, para conocer y enseñarle historia a Sherman de una forma más “directa”. Por supuesto, el chico termina siendo a los siete años un genio a pesar de su peculiar “padre”. Aquí hay una diferencia drástica con el material original: Peabody resulta mucho más paternal y su relación con Sherman es la de padre-hijo, contando con un tono dramático mucho más intenso que los segmentos animados, donde era una relación más amistosa que tenía mucho de parodia. Por decirlo de otra forma, Peabody tiene a Sherman prácticamente como una mascota ayudante, sin considerar el aspecto paternal, algo que fue apuntalado en la película para darle al relato mayor identificación con los personajes. De esta forma pierde el absurdo de la serie original, que tenía mucho de tira cómica pero difícilmente hubiera sostenido los noventa minutos del film. Es aquí donde Minkoff hace uso de tópicos que puedan enriquecer el relato, pasando por la relación padre-hijo, la discriminación, el bullying y, cómo no, el amor. Con una música de Danny Elfman que es de manual, la película naufraga hasta encontrarse con un desenlace caótico que le da vigor a los últimos minutos: un desorden temporal digno de Volver al futuro, saga en la que se homenajea a la serie animada original de Peabody. Sin embargo, hasta ese entonces el desarrollo de personajes peca de ser chato y rendirse ante el mensaje, a pesar de secuencias memorables como el largo silencio de Peabody cuando Sherman le dice que está dolido porque le dicen “perro”. Es en estas sutilezas donde vemos el talento de Minkoff, aunque ocasionalmente se pierda en un guión que por momentos no se decide entre ser fiel a su fuente original o contar algo novedoso que permita explotar variantes respecto a la versión de la década del ´60. También destacable es la evolución del personaje de Penny, que de su maldad de estereotipo logra tornarse en un personaje más querible sin que esto resulte arbitrario o extraño. Sin grandes pretensiones pero con un gran amor por los personajes del material original, Mr. Peabody y Sherman es entretenida a pesar de que su guión no siempre encuentre la forma de desarrollar a los personajes y darle vigor a la trama.