Cuando el cine impacta con herramientas nobles y no subraya más de lo tolerable, la experiencia cinematográfica se transforma en mucho más que el mero ejercicio de sentarse frente a una pantalla. Así es como Lion no es otra película candidata al Oscar, es la gran representante del Hollywood que todavía tiene cosas para contar. Y para contarlas bien. Lion (que a la Argentina llega con un insólito título spoler) cuenta la tragedia de un nene que una noche de confusión se pierde de su hermano en una estación ferroviaria de la India. El punto de partida lo hemos visto de distintas maneras numerosas veces y aquí el primer mérito del film de Garth Davis: todo lo que sigue a este puntapié inicial es un in crescendo de narrativa montada sobre un guión indestructible. Las desventuras del pequeño Saroo (Sunny Pawar) se basan en el libro que él mismo escribió contando su historia, de la que conviene conocer lo menos posible antes de embarcarse en la aventura de visualizar el film. Consejo de amigo: ni siquiera buscar el trailer. Garth Davis, que hasta la fecha tenía en su curriculum sólo la dirección de un documental y dos series (Love my Way y Top of the Lake), se revela como un narrador enorme que además de lograr que su relato fluya hasta naturalizar los momentos más dramáticos sin caer en el golpe bajo, consigue que las estrellas del cast (Nicole Kidman -nominada Mejor Actriz por su papel- y David Wenham) tengan sus escenas de star system sin desentonar ni opacar la narración. Párrafo aparte para el dueto del pequeño Sunny Pawar y el joven Dev Patel, que hacen de su Saroo uno de los personajes más queribles y empáticos del cine industrial de estos años. En medio de una lista de candidatos al Oscar a Mejor Película con títulos inflados hasta la explosión (empezando por La La Land y siguiendo por Moonlight o la remilgada Hidden Figures), la aparición de Lion en el horizonte de la estatuilla dorada otorga algo de esperanza en el panorama de la Academia. Solo esperanza, quizá, pero desde acá brindamos por la buena nueva.
El Pablo Neruda de Neruda está lejos del mármol y ahí radica uno de sus principales méritos. El otro, consecuencia del primero, es que este film del realizador chileno Pablo Larraín está embuido de un tono zumbón que se visualiza en la propuesta general y en el trazo de sus personajes en particular. La película lleva por título el nombre del retratado porque tiene con qué: Larraín cuenta a su antihéroe (los personajes centrales de su obra siempre lo son) con sangre en las venas, lejos del poeta indestructible o el superyo romántico latinoamericano que quedó en el inconsciente colectivo. Es decir, Neruda es Pablo y antes que el escritor bendito por ser maldito es un señor altanero, pedante, egocéntrico, un poco maltratador y afecto a los prostíbulos. El mismo que quiere ser líder de un concepto revolucionario mientras se deja conducir por su esposa (correcta aunque un tanto apocada Mercedes Morán), a quien, al mismo tiempo, pone en un segundo plano para, quizá, contradecir lo que ella le espeta en medio de un cruce intenso: "Vos no sos el artista, yo soy la artista". El Neruda de Larraín tiene su versión carne y hueso en la performance de Luis Gnecco, a fuerza de clase, modos teatrales y, sobre todo, oficio. Enfrente está el cazador de comunistas que encarna Gael García Bernal, quien sorprende con una composición cuasi paródica del militar errático que llega siempre tarde a cada rincón que elige su presa para esconderse. La labor del actor mexicano aparece como una profundización posdramática de su trabajo en Eva no duerme, el film argentino en el que jugó el rol de un truculento y fatalmente paródico Emilio Eduardo Massera. Hay, por otro lado, un paratexto que ubica a la película en un lugar de inconveniencia política que vuelve aún más interesante al film, a su vez parte de una obra del Larraín director que en los últimos parece estar parada donde no debiera. Luego de los amables opus pop Fuga y Tony Manero, Larraín se metió en la década del 2010 con el thriller Post-morten, cuyo escenario es una morgue y su contexto histórico los últimos días de Salvador Allende. Más tarde vino No, ficción sobre el publicista que encausó la campaña del No a Augusto Pinochet que derivó en el regreso de la Democracia a Chile. Ambos films fueron estrenados durante la presidencia de Sebastián Piñera, un público y notorio defensor de Pinochet. En 2015, en tanto, mientras el mundo se ponía a los pies del papa Francisco, Larraín estrenó El club, una de las más feroces narraciones que el cine latinoamericano se animó a parir sobre la Iglesia Católica. Y lo hizo en Chile, donde el poder religioso ocupa un lugar sociopolítico de alto voltaje. Y ahora, Neruda, en el contexto de un Chile entregado a la Alianza del Pacífico y con Michele Bachelet pergeñando junto a Mauricio Macri el comienzo del fin del Mercosur. Un tipo jodido, Larraín.
"La película que no haré", dice a modo de resumen Albertina Carri minutos antes de terminar con el relato de Cuatreros, su aproximación más personal (en el marco de una filmografía en constante camino por la autorreferencia) a la violencia social y política argentina con foco en el terrorismo de Estado. El film se exhibe por estos días en el Malba en el marco de un debate nacional que, cuando parece desgastado, renace y nunca termina de perder brillo: los 70s. Y lo hace a partir de un personaje nacido en el polvo y los cuchillos pampeanos de los años 40: Isidro Velázquez, bandido rural cruzado por el delito y el tufillo romántico que a la distancia parecen tener personajes que en su contexto eran más turbios que otra cosa. Snobismo aparte y con la deconstrucción al dente, Carri transforma su punto de partida en disparador de ideas, reflexiones y anécdotas en primera persona que cruzan a sus padres desaparecidos, la lucha armada durante la dictadura y, en gran parte, el discurso oficial de la dictadura cívico-militar. La directora refiere a su esposa, a los primeros años de su hijo y a lo que fue el derrotero de la idea de filmar sobre Velázquez y cómo la intención se transformó en otra cosa, en una idea del cine y cómo llegar a la obra. Aparecen como artistas invitados Fernando Martín Peña y Mariano Llinás pero a través del relato en off de la propia realizadora cuyo peso narrativo deja atrás el tono monocorde con el que lo plantea. Otras estrellas impensadas son policías hablando de forma intimidante con periodistas en crónicas de época y el entonces recién asumido dictador Leopoldo Fortunato Galtieri, indagado con algodones en una entrevista televisiva al borde del disparate. En Cuatreros hay cine, vanidad, un poco de merda d´artista y mucho de ejercicio de análisis. Quizá con destino de material de estudio, quizá con un presente contextual que la coloca como película a visionar y debatir. Como sea, hay sustancia, y en medio de debates dominados por la ideología del talk show, no es poco tener algo de arte en medio de tanta eyaculación de slogans.
Le alcanzó con haber sido el Dude de El gran Lebowski para transformarse en actor de culto, megaestrella de la cinefilia internacional y a la vez intérprete reconocido. Eso sucedió hace dos décadas y hoy, ya en sus 60, Jeff Bridges se da el gusto de ganar premios, recibir elogios más o menos desmedidos y de paso cosechar luego de una carrera siempre interesante. En este caso el paso adelante es Hell or High Water, mezcla de western con film de gángsters que nos muestra a don Jeff como el hombre de la ley en un pueblo del polvoriento sur estadounidense. Hasta su región llegan dos hermanos en busca de dinero fácil (efectivos en su cancherismo border Ben Foster y Chris Pine) a través de robos exprés a bancos de la zona, de a uno por pueblo y en todos los casos de la misma firma. Bridges, en su rol de Marcus Hamilton, pone todo el perfil sureño al asador y logra una composición notable, incluso pese a los recurrentes chistes sobre la próstata, la jubilación y otros tips de estos años a los que recurren los guionistas de Hollywood cuando tienen en un elenco a algún veterano de la actuación. La trama avanza entre los tiros y frases de hermanos de sangre que se lanzan los ladrones y las picantes conversaciones del sheriff Marcus con su compañero, el oficial Alberto Parker (el actor de origen comanche Gil Birmingham). Así es que se llega hasta un potente clímax en tiempo de balas repicando en el piso y pegando de lleno en el blanco del cine de género. David Mackenzie, director que viene de producciones casi independientes para los presupuestos habituales de Hollywood, se revela aquí como un realizador de pulso firme, que se lleva bien con el clima polvoriento y planta personajes bien delineados en pantalla. Y la intensidad la pone en desdibujar líneas morales, lo cual, sin mayores brillos, le suma a la trama y al resultado general. Bonus track: el film tiene 4 nominaciones al Oscar; Mejor Película, Mejor Guión, Montaje y Mejor Actor Protagónico (Jeff Bridges, serio candidato).
La idea de un lago desde el título nos proponen calma, pero ni bien nos animamos a mojarnos en sus aguas aparecen fantasmas, duelos, quiebres. La realizadora Milagros Mumenthaler (Sucesos intervenidos, Abriendo puertas y ventanas) apuesta por el ejercicio de la memoria y por recorrer el proceso personal que la protagonista de su relato atraviesa poniendo cuerpo y vísceras. Inés (impecable Carla Crespo) es fotógrafa y trabaja en un libro personal en el que parece jugarse mucho más que una edición, una firma o su nombre en el lomo. Su pareja (Juan Greppi), a punto de pasar a ser su ex, oficia de corrector y su madre (Rosario Bléfari), ocupa el lugar de sombra intermitente pero severa. En su derrotero de recuperación de una memoria que aparece en cuentagotas, Inés decide visitar el Banco Nacional de Datos Genéticos para dejar muestras de su sangre. Su madre parece inquieta con la idea, temerosa, lejana ante la puerta que podrían abrir esos datos científicos. En el medio de esa ola de inseguridades y dudas el film de Mumenthaler surfea con una solidez narrativa que además hace gala de un vuelo visual poco habitual para el cine ¿político? nacional. Porque el largo apuesta por las posibilidades visuales de una producción no precisamente millonaria, con imaginación e ideas que en pantalla aportan aire a una historia que se trasluce densa y más oscura que los reflejos del lago del título. Ahí es donde la película sorprende, donde aparece una puesta luminosa en medio de diálogos que denotan oscuridad, donde el trabajo formal se anima a ser rupturista y jugar con la poética del encuadre y la imaginería de su protagonista. Este marco permite a la directora animarse a plantear un diseño de producción vintage, al borde del pop retro y poniéndolo en un contexto actual de teléfonos celulares y laptops: otra de las jugadas que hacen de La idea de un lago una mirada necesaria sobre el último medio siglo argentino.
Moonlight (Luz de luna, tu título en Argentina) es una historia de amor. Otra entre millones de las que Hollywood viene produciendo desde el comienzo de sus días. Pero más allá de los lugares comunes del género, más allá de que el melodrama no tiene nada por inventar y más allá de que lo que se cuenta apenas altera el cómodo caminar de la industria, Moonlight acierta en un par de cosas que vale la pena atender. El gol olímpico del film dirigido por el cuasi desconocido Barry Jenkins ocurre en el último tercio del relato, cuando lo construido a lo largo de más de una hora de drama clásico cierra por fin en una conclusión de elaboración psicoanalítica sin manuales ni lenguaje críptico. El problema de Moonlight, sin embargo, es precisamente eso que podría darle su Oscar, ya que la dos primeras partes del film (dividido en tres exactos tercios) recorre el camino del samurai sentimental a puro golpe de efecto, empezando por una madre alcohólica y decadente (casi copia fiel de la encarnada en Precious por la gran Mo'Nique) y siguiendo sobre todo por la redención del narco que aparece en la narración salvándole la vida al protagonista y educándolo para que su vida valga la pena. Un narco de bajo perfil, claro, apenas capanga de barrio, a cargo del siempre efectivo Mahershala Ali (House of Cards, Luke Age) que pese a lo cuasi ridículo del asunto logra darle credibilidad al encargo. El avance narrativo del chico devenido adulto con conflictos es correcto aunque siempre a caballo de los clics con los que Hollywood se alimentó y dio de comer a varias generaciones durante décadas. Que más tarde las preferencias sexuales del sufrido muchacho se transformen en un par de muy buenas escenas, es todo eso que la Academia podría agradecer de forma sorpresiva con una estatuilla que todo parece indicar que irá a parar a la bolsa de premios de La La Land.
Toda fe necesita un santo y toda iglesia necesita un trabajo de chapa y pintura para sostener a sus fieles. En el jardín de los géneros que se bifurcan por los pasillos de Hollywood, las cuentas bancarias y la falta de ideas, que surja un film que parece idealizar desde la belleza y el optimismo lo mejor de la tradición del cine clásico estadounidense, es un milagro. La la land llega a los cines del mundo cuando la gente no sale de sus casas para ver el último estreno porque lo tiene a mano, en cualquier portal de streaming, pago o gratuito, o en no más de cinco clicks de distancia en su navegador web preferido y su app de descarga. Así es que el film dirigido por Damien Chazelle (el mismo de la aplaudida Whiplash) es un gran beso en la boca de la feligresía del cine de masas, aquel de la love story y los pasos de baile entre la bella pareja protagónica. Del otro lado del océano ocurre algo similar los domingos de misa en la Plaza Vaticana, donde el papa Francisco lidera encuentros que envidian rockstars de el mundo entero. Jorge Bergoglio fue elegido para hacer volver a los desencantados de una Iglesia Católica gris, apolillada y cómplice de atrocidades durante centurias. Francisco es hoy el La la land de la institución que lo ungió Papa, un fuego artificial con coletazos entretenidos para el gran público, el que perdona todo, el amante de los slogans y los happy ends. Esa facilidad para dejar pasar cuestiones de fondo hace que, otra vez en esta parte de Occidente, La La Land sortee el escollo que es su propio guión, constriudo en base a todo eso que le gusta al público más disímil cuando se entrega a los brazos de la meca del cine. Bailes coloridos, gran despliegue coreográfico (registrado con una cámara pefecta, obsesa en el detalle) y una pareja protagónica (Emma Stone, Ryan Gosling) que tiene química y resuelve su rol de Ginger & Fred con gracia a lo largo de un puñado de logrados planos secuencia. Al entrar en el juego del film importa poco que el conflicto no exista y apenas asome en forma de anécdota de libro íntimo teenager. El guión funciona como sostén del idilio, que a su vez es un leimotiv (hablar de trama sería exagerado) de la historia que esbozaron sus autores. De esta manera, este largo que arrasó en los Globos de Oro y aspira a hacer lo mismo en la por venir ceremonia de los Oscars (con 14 candidaturas es la película más nominada de la historia) es un Mesías corporizado en formato digital y widescreen. Como el líder religioso católico nacido porteño, que a fuerza de estilo campechano y frases con FX renovó la imagen de una institución arcaica, ahogada en fortunas bien guardadas en sus bóvedas. Algo así como la otra institución, casi igual de arcaica y con domicilio en Los Angeles, que hoy engrosa sus cajas fuertes con los taquillazos de la cinta milagrosa. Amén.
Decía Jimmy Hendrix que la música es lo que está entre las notas y no las notas en si. Puede que La larga noche de Francisco Sanctis sea uno de esos casos en los que el cine político es eso que está entre las líneas de diálogo y las acciones de sus personajes, sutiles marcas de agua en un trabajo que apela al minimalismo narrativo y el fuera de campo como escenario del terror. Ganador del Premio a la Mejor Película en la Competencia Internacional de la edición 2016 del Bafici, este film de la dupla Andrea Testa y Francisco Márquez pone imagen a un costado hasta ahora silencioso en términos cinematográficos sobre los años de dictadura militar: la acción de los que elegían la omisión. El Sanctis del título (impecable Diego Velázquez) es un oficinista gris, mediocre, llano, que una noche se entera, por medio del encuentro con una vieja conocida, que horas después de ese momento la represión ilegal iría a “chupar” a una pareja. Sanctis tiene memorizada la dirección a la que tendría que ir y el encargo de su conocida es que debe avisarles de lo que está por suceder. Sumergido en un tembladeral emocional, el tipo que parece tener como única meta cumplir el derrotero casa-trabajo-casa y tomarse un vaso de tinto en la cena, intenta estirar esa noche nefasta mientras decide qué hace con el dato que le acaban de dar. El agujero negro en el que se encuentra el antihéroe del film es el que recorren los realizadores en un inteligente reprise a la argentina del After Hours de Scorsese, con el plus de la sangre derramada. Lo ominoso de la trama está en la cabeza de su protagonista. ¿Qué le pasa, qué piensa? No sabemos ni siquiera si tiene opinión sobre la dictadura, si cree que a esa pareja la tiene que salvar, si prefiere no hacerlo, si tiene miedo por él o por su familia. Sanctis vive callado, con miedo y caminando bajo su propia sombra y hubiera preferido no encontrarse nunca con esa mujer que lo embarcó en la pesadilla de tener que decidir. En esos vértices de la urgencia y el miedo está la bala de plata del relato. Ahí donde el guión puso a un tipo a enfrentar su propia cobardía. Y la nuestra, hoy camuflada en la liviandad de no tener que poner el cuerpo porque la dictadura es eso que pasó hace décadas, años luz, allá lejos, cuando los que se jugaban eran los otros.
De la muerte de Gardel a la expulsión de Maradona en el mundial de Estados Unidos. De las logias secretas a los crímenes sin resolver. La ironía porteña y el humor absurdo dominan la escena en el reciente estreno Campaña antiargentina. Con un pie en los sketches de Diego Capusotto y Pedro Saborido, el film del debutante en largometrajes Alejandro Parysow se plantea qué pasaría si la construcción de la patria fuera una larga sucesión de conspiraciones. La comedia satírica no es un fuerte del cine argentino y la llegada de este opus -con guión del ex director de la revista Barcelona Pablo Marchetti– refresca la oferta local en pantalla, habitualmente lejos de las opciones jugadas para el lado del humor. Un muy histriónico Juan Gil Navarro interpreta a Leo, un popstar que más por aburrimiento y carácter influenciable que por capacidad investigativa se mete de lleno en una carrera de sospechas y teorías conspirativas sobre la historia argentina. Con estructura de ficción e inserts de documental apócrifo en el que se incluyen testimonios de presuntos amigos de Leo (interpretados por Adrián Suar, Andy Kusnetzoff y otros) el film recorre el demencial derrotero de nuestro antihéroe conectando a una siniestra logia Cisneros con preguntas sobre si la morcilla vasca es vasca o si la milanesa es de Milán. En ese marco nada de lo que aparece suena caprichoso, o sí, pero en un contexto donde la sospecha agarrada de piolines se transforma en una certeza delirante sin techo. Así es que aparece el video de un cantante colombiano celoso de Carlos Gardel (brillante Alejandro Viola, líder de Los Amados) que poco antes del accidente que mató al tanguero le dedicó un fulminante y profético bolero. “Hace seis horas que estamos viendo peronistas en blanco y negro”, le reclama en otro momento a Leo/Gil Navarro el montajista de su investigación, a modo de referencia peronista pop. También hay chistes sobre la crotoxina, el papa Francisco y la reina Máxima, como parte de los highlights que construyeron al país según el cantante devenido investigador, al que acompañamos en su viaje de ácido con la intención de que nos convenza. El tono irónico no decae en ningún momento y ahí radica la pata más fuerte de la película, alcanzando como para compensar algún que otro discutible detalle de lógica interna (Leo es un ídolo popular pero en ningún momento nadie lo para o lo mira en la calle, por ejemplo). La paranoia es un hecho social y a esta altura uno de los activos más vigentes de la patria liberada. Que el cine argentino por una vez se haya metido con ella es celebrable. Quien quiera conspirar que conspire, les presentaremos batalla.
Seis millones de muertos dejó el régimen de terror y muerte que instauró Adolf Hitler en Europa y seis millones son el mínimo de historias que podrían contarse hasta la eternidad sobre aquellos años. En el caso de Anthropoid (antropoide, que según la RAE es un animal “que se parece al ser humano en sus caracteres morfológicos externos”) la trama se centra en dos espías que son enviados a Praga con el fin de matar al general Reinhard Heydrich, quien dirigió esa ciudad checa con puño de hierro y llegó a ser conocido como “el carnicero de Praga”. El director Sean Ellis, sin mayor curriculum en el tema (y por tema hablamos del Holocausto y del cine en general) sorprende con un trabajo prolijo y que milita en las bondades del in crescendo con una pericia para el aplauso. El relato da inicio con la presentación de los dos personajes centrales (Cillian Murphy, Jamie Dornan) en un comienzo de misión que se complejiza y termina de la peor forma. Luego la narración ingresa en una meseta salpicada por el melodrama clásico de Hollywood, pese a tratarse de un opus filmado y producido en Europa. ¿Cuánto más podrá contar el cine sobre el nazismo sin desbarrancarse en los más fatales lugares comunes? No lo sabemos pero podemos sospecharlo. En cambio, Anthtopoid, ya desde el título (¿hay acaso una forma menos atractiva y comercial de bautizar una película para el gran público?) va por el lado de la buena narrativa, de la puesta dramática como medio para contar una historia sólida. Ahí es donde dicen presentes las buenas performances del citado Murphy, Charlotte Le Bon y, desde ya, del enorme Toby Jones (Hunger Games, Wayward Pines) y también las elecciones de dirección y puesta. Entre los puntos a favor de Anthropoid también se cuentan la banda de sonido (minimalista, concreta y ajustada) y una última media hora trepidante y perfecta en timing. Sin poner el dedo en la llaga del dolor por la sangría humana que causó el III Reich ni más golpes bajos que algunos primeros planos filo-gore, podemos decir entonces sin mayor margen de error que estamos ante uno de los films más interesantes de 2016.