La postal del grupo de amigos arremolinados alrededor de una pelota es un clásico de la Argentina. Si a eso le sumamos liturgia maradoniana, tips religiosos, mística y canchita con piso de tierra, el combo es potente. El hijo de Dios, que se estrenó hace unos días en los cines de Argentina, recurre al guiño para contar una pequeña historia de épica y acción. “Un western bíblico futbolero” es el slogan del film y quizá no le quede mal pero, en rigor, lo que menos importa en la película de la dupla Fernández-Girod es la referencia religiosa, más allá de que la trama la ubica en distintos pasajes y que los nombres de los personajes remiten al universo de sus seres mitológicos como Jesús y María Magdalena, pasando por Pilatos y Pedro. Porque el golazo olímpico en esta producción independiente es el partido de fútbol entre el grupo de amigos que se encuentra atrapado en un pueblo hostil y la policía del lugar, que los tiene en una celda de la que sólo podrán salir si les ganan un picado en el potrero. El film recorre la cosmogonía futbolera y ahí radica su atractivo transversal; en las referencias a cargo de tipos como el ruso Verea, prócer del periodismo deportivo con conciencia de clase. La elección de Verea por sobre figurones como Pagani o algún otro capitoste de las señales de cable, por ejemplo, es una marca de autor y se agradece. Frases que remiten a Maradona, Houseman y otros nombres propios de la pelota nacional y popular recorren los diálogos y, más allá de algunos problemas en las actuaciones, las escenas están bien logradas y parecen preparar al espectador/hincha para el climax del fin de fiesta. En el año del estreno de Hijos nuestros (el opus sanlorencista con protagónico de Carlos Portaluppi), El hijo de Dios (otro día hablemos de la relación entre fútbol y paternidad) viene a sumar su título a la demasiado breve lista del cine argentino dedicado al noble deporte del balompié. En buena hora.
“Estoy tan loco que parezco irrompible”, canta Charly García en Correte Beethoven, opus del disco El aguante (1998) en el que recrea el legendario Roll Over Beethoven de Chuck Berry. Cuatro años antes de eso, en plena efervescencia de la producción de La hija de la lágrima, la gran (y única) estrella del rock argentino pasó largas noches en su estudio del barrio de Palermo, donde ensayó y sobreensayó canciones del álbum, entre ellas la que finalmente quedó registrada como No sugar y que en el working progress se titulaba Existir sin vos. El realizador Alejandro Chomski (Dormir al sol) fue testigo de algunas de aquellas noches de rock and roll y fiebre y las registró con su camcorder. Hoy, 22 años después, las imágenes llegan a la pantalla grande en forma de documental de poco más de una hora, por lo que aguardamos con intensidad una versión extendida. Existir sin vos: una noche con Charly García es la foto de un instante, la radiografía de un artista visceral y en eterno estado de gracia. El tipo que hizo de su cuerpo, su cabeza y su sangre parte de su obra artística, aparece desnudo en lo que podríamos definir como la puerta de entrada a su período Say No More, ese del exceso permanente, del constant concept, del clavado desde un piso 9, el de los shows suspendidos, el del autoboicot y la guerra contra la nada. El film es un ticket to ride sin filtro a un obseso que puede pasarse horas interminables tocando la misma canción hasta que suena como él quiere. “Qué buenos que somos”, dice después de una jam session apoteótica. La cámara de Chomski registra pasajes que se disputan el cuadro de honor de la música progresiva y otros que van de la mano con el Pomelo de Peter Capusotto. Así fue Charly de mediados de los 90s a fines de la década ´00 hasta que el tobogán lo depositó en una clínica. A modo de cast, María Gabriela Epumer, Fabián Quintiero, Fernando Samalea y Alejandro Medina, de Manal, entre otros, participan de la noche en cuestión e intentan alcanzar al correcaminos que desparrama energía y virulencia a cada paso. Buena parte de todos los Charlys están en el Charly del documental y ahí radica su atractivo. Quizá pueda ser visto como un trabajo solo para fans. Y puede que así sea, pero los neófitos sabrán agradecer también la posibilidad de ser contemporáneos de este Quijote sin lanza, apenas armado con sus pulsiones, un talento incomparable y la mirada puesta muy lejos, tan lejos que el resto de los mortales todavía ni siquiera podemos imaginar.
Con más intenciones que cine y entre escenas de resolución irregular que hubieran sorprendido hace 30 años pero hoy lucen estereotipadas e insustanciales, transcurre La noche del lobo. Este opus del director Diego Schipani está montado desde la lógica narrativa del sketch, con modos toscos y a través de un tic tac sonoro omnipresente, quizá, esta última, la única idea fuerza que funciona sin grietas en el film. Nahuel Mutti (¿con look inspirado en Fito Páez?) abre el relato desde una gestualidad limitada e intimando al hombre con el que compartía su cama a que abandonara la casa y no dejara allí un sólo rastro de su persona. Rechazado y forzado a dejar el techo que lo cobijó el último tiempo es que Ulises (Tom Middleton) se encuentra rápidamente en situación de calle, deambulando en busca de dinero y cocaína fácil por camas y personajes que van de la oscuridad a la monotonía estético-conceptual. Del otro lado, Pablo (Mutti) busca a Ulises por la Ciudad sin mayor éxito, prometiéndole en repetidos mensajes telefónicos que lo castigará por haberle “cagado la cama” y otros quehaceres que el despechado amante cometió contra el mobilario. Todo lo que les sucede a los personajes de La noche del lobo transita el drama agónico. El universo de sus torturadas almas es el del destino marcado por la desgracia, un clásico de la ficción que hasta hace unos años se presentaba como “de temática gay”. El film luce, en ese punto, demasiado avejentado en su tono y sus raíces argumentales, pese a que apenas pasaron dos años desde su realización. Y es que en el medio de ese 2014 y hoy el cine argentino se animó a otras miradas sobre la comunidad gay y, sobre todo, en relación a los márgenes de la vida urbana. Ahí está La noche, la arriesgada y urgente propuesta del actor y director Edgardo Castro, que sorprendió en la reciente edición del Bafici. Hay búsqueda en el largometraje de Schipani y en ello radica su principal capital. Ahí es donde podría haber ganado efectividad si el impulso por contar hubiera ido de la mano de ideas mejor desarrolladas y más rigurosidad en los diálogos y la dirección de actores.
El Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici, para los íntimos y no tanto) es quizá el gran certamen del rubro de todos los que se realizan en la Argentina. Por impronta rupturista, novedad y estilo, se ubicó con los años entre los clásicos de la Buenos Aires que tiene arte y cultura para ofrecer. Sin embargo, es en ese marco de búsqueda de la novedad y lo original que al festival se le suelen colar propuestas que se agotan en un chiste más o menos ingenioso, envuelto para regalo con papel brillante pero que al sacarle el moño evidencia la nada misma. Una novia de Shangai tiene todo lo necesario como para embaucar al programador salido de alguna escena de El artista, ese brillante aguijonazo de Cohn-Duprat en el universo de la militancia artie. 1# Tenemos una intro bien lograda, con parejas de novios haciéndose fotos kitsch en el centro de Shangai. Y se sabe que lo oriental es infaltable en todo festival indie que se precie. 2# Contamos también con protagonistas que parecen ser torpes y tienen por delante una misión difícil: trasladar un cuerpo desde el cementerio hasta algún otro lado con el fin de unir el alma del muerto con una muerta anterior. No importa que el chiste se remonte a Abbot y Costello, siempre paga bien y dos chinos torpes son más graciosos que dos chinos occidentales, al menos para la intelligentzia porteña, que se reía de lo mismo hace casi un cuarto de siglo con Cha Cha Cha. 3# La damita joven del film es flaca, alta y sexy. Y claro, oriental, con lo que no todo es testosterona y el espectador festivalero puede recrear la vista más allá de las bobaliconadas del guión. 4# Hay una infaltable escena de karaoke (sí, como esa que venimos viendo hace largos años y que ya Sofía Coppola la transformó para siempre en snobismo-cool-urbano-occidental en Lost in Translation). 5# Momento fantástico con efecto visual económico, lo que pone al film en un lugar que busca el guiño clase B, ese que tanto nos gusta aquí, allá y en todas partes. No importa demasiado que el toque fantasy sea el atajo para resolver todo lo que no puede resolverse a través del guión, que cada escena en la que debería aparecer en el relato la justificación de la acción, se elija explicar y sobreexplicar. La película pasó por el Bafici y cayó más o menos de pie en la competencia de Vanguardia y Género. Se fue con las manos vacías porque los jurados todavía pueden mirar más allá de los envoltorios. Se agradece.
Todo porteño debería tener derecho a considerarse europeo y que el resto del mundo se lo tome en serio al menos durante unos minutos, como para que el trauma del sudamericanismo le duela menos a la ilustrada ciudadanía nacida en Buenos Aires, República Argentina, irremediable culo del mundo. El escritor argentino Daniel Mantovani (Oscar Martínez) vive en Barcelona desde hace 40 años. Allí construyó una carrera literaria brillante, plagada de premios, reconocimiento y euros. También cosechó un Premio Nobel de Literatura y, sobre todo, una obra escrita basada en sus recuerdos del lejano pueblo bonaerense de Salas, de donde se fue y al que no piensa volver nunca más. Sin embargo, una carta de su pago natal le reaviva la curiosidad y decide darse una vuelta por unos días en los que sus antiguos vecinos lo homenajearán por el premio recibido en Suecia. Aunque en realidad en la lejana tierra lo espera mucho más que una medalla y un aplauso. El ciudadano ilustre representa la mirada de la clase media internacionalista argentina, esa que tiene sede central en Buenos Aires y sucursales a lo largo de todo el país. Porque, se sabe, el país más austral del mundo pretende ser la capital de Europa en América Latina. Y porque todo argentino de bien es más español que jujeño, más francés que neuquino, más merecedor de una reina que de un barón del conurbano. Mariano Cohn y Gastón Duprat, que dieron el gran salto de reirse de los feos de clase media baja (en el legendario Cupido, de Muchmusic) a satirizar el planeta snob del mundo de las artes plásticas (en El artista, con Sergio Pángaro), eligen aquí pintar la pequeña aldea provinciana con una mirada tan porteña/europeista que termina pegando la vuelta y se transforma en una certera salpicadura de ácido sobre ese mismo sector sociocultural. El Mantovani de Oscar Martínez la pasa mal desde que se sube al remis que lo lleva del aeropuerto de Ezeiza a Salas. Como un viaje inciático a un deja vu que no quería sentir, el recorrido por una ruta inhóspita es apenas la introducción a un virtual descenso a los infiernos del subdesarrollo. Así es que, según la firma de Cohn/Duprat, el literato se cruza con enormes retratos de Perón y Evita, videos-homenaje con locutor kitsch, un intendente grasa, un concurso de pintura clase B, una ex novia (Andrea Frigerio) y un amigo de la infancia (inquietante Dady Brieva) con más vueltas de tuerca de las que uno querría descubrir. El calvario de nuestro antihéroe está narrado con el acierto del guiño cómplice. El film está dirigido a quienes miran a esos pobladores de Salas como los mira Mantovani: por arriba del hombro, con el sentimiento camp de quien se cruza una película de Isabel Sarli en el cable y la deja para disfrutar de lo burdo. Salas es el Plan 9 de la Argentina/Ed Wood, esa que quiere ser pero no le da el piné. O que ni siquiera pretende nada que no le haya puesto el destino en frente. Mantovani hace su inmersión en el pantano del fracaso y termina enlodado. Tiene razón Mantovani, alterego de los realizadores: ser argentino, irse a Europa y volver es una película de Enrique Carreras, pero una que toca protagonizar y sufrir de adentro. Aunque con pasaporte de la Unión Europea tiene otro gustito. Desde el casting hasta la foto, pasando por un guión que hace del clima y la tensión dramática una religión, El ciudadano ilustre cuenta de forma impecable lo que quiere contar. Y eso es algo que en el cine no tiene nacionalidad.
Jimmy Hendrix decía que la música es el aire que flota entre las notas. En La luz incidente, último opus de Ariel Rotter (Sólo por hoy, El otro) el cine es la luz que flota entre los contrastes del blanco y negro. El refinado planteo visual que pone en juego el realizador remarca matices y le imprime densidad a los silencios, hace de sus personajes un coro tenso, amargo, siempre al borde del desborde, como un policial oscuro pero sin pistolas ni detectives. Luisa es una mujer que intenta salir del pozo de tristeza en el que cayó tras quedar viuda. Con mellizas a cuestas y una madre que le da indicaciones, vive una cotidianeidad entre sombras, de las visibles y de las que la atraviesan en cada gesto, en cada rechazo al tipo que la desea y la ronda con una insistencia deudora del Norman Bates de Anthony Perkins. Rotter pone la cámara al servicio de una historia de desencuentros, en la que cada sonrisa da espacio a un rictus de amargura. Como en ninguno de sus films anteriores, elaboró un trabajo de artesano, que homenajea el oficio de realizador detrás de cada diálogo y cruce de miradas. La Luisa de Érica Rivas y el inquietante Ernesto de Marcelo Subiotto son un dueto de corazones solitarios, dos almas en pena en medio de un abanico de grises. Su relación provoca desde la incomodidad de lo indeseable. El cine de autor que los contiene linkea con Hitchcock, como si Teresa Wright y Joseph Cotten se cruzaran del fílmico al digital, en otro juego de laberintos de espejos. Pero de los que reflejan menos de lo que esconden. Esos que más placer provoca recorrer.
El gag del familiar mafioso que se carga víctimas con corcheas de trompeta de jazz como música de fondo; la joven con el hombre mayor; el joven impertinente; el infiel; la pulseada entre lo que deseamos y lo que nos toca. Woody Allen recurre en Café Society a los tips que le funcionaron mejor que a nadie en los años 70 y que de vez en cuando incluyó en sus films de los 80s, 90s y, por supuesto, de 2000 para esta parte. Pero, sin embargo, ninguno opera en contra del relato como sí lo hace la voz en off que el propio director pone a lo largo de los poco más de 90 minutos de cinta. Porque aquí más que nunca Allen reitera, reafirma, subraya y vuelve a señalar situaciones, características, pasado y presente de los personajes como si las imágenes no lograran transmitir lo que quiere contar. Y tenía con qué. El derrotero del triángulo amoroso que juegan el manager de un Hollywood de los años ´30 (Steve Carell), su amante (Kristen Stewart) y el sobrino de aquel (Jesse Eisenberg) es atractivo y goza de performances impecables -sobre todo Eisenberg, gran alter ego de turno de Mr. Allen-, pero una y otra vez, escena tras escena, la voz omnipresente del narrador castiga la fluidez que logran algunas secuencias certeras. Sería injusto pedirle renovación eterna al tipo que hizo del humor estadounidense una referencia obligada a la hora de buscar ideas y diálogos brillantes. Y, sobre todo, sería estúpido hacerlo desde cierta bravuconería impostada de crítico sabelotodo cuando el caballero pasó las ocho décadas y pese a eso sigue haciendo películas año tras año, corriendo una carrera que disfruta y de la que para cualquiera de nosotros es un privilegio generacional formar parte como espectadores. La mosca en el Café Society es el pecado de la solemnidad en los momentos de humor y de tedio cuando se quiere contar otra cosa o ir más allá de la anécdota. Se trata de un film amable e inofensivo, de esos que Allen entrega año por medio (el último fue Magic in the Moonlight, de 2014), intercalados con búsquedas más ásperas (como Blue Jasmine o Irrational Man, de 2013 y 2015 respectivamente). ¿Hay semillas de verdad en este WA modelo 2016, con su primera historia plantada en Los Angeles después de casi medio siglo de carrera? Desde ya, y están no solo en el cast o en la ambientación de época, están en el pulso todavía vivo de uno de los realizadores más admirables que nos haya dado la meca del cine industrial. Porque el petiso sigue tan dentro como fuera del mainstream, con su final cut y su trinchera intelectual incólume. Nos vemos en Crisis in Six Scenes, maestro. Y en el cine en 2017, claro.
Comienza bien Satanic, con imágenes de archivo de viejas filmaciones sobre satanismo (con mayor o menor grado de credibilidad). Sin embargo, nada de lo que sucede en los siguientes 90 minutos es mejor que eso ni tan siquiera más o menos aceptable. El cine de género made in USA debería quizá volver a encender el GPS, tipear algunas palabras en japonés y mirar sus fuentes de inspiración de la última década, que le dieron, al menos, algunos buenos films para hacer remakes. Porque Satanic es todo lo malo de los ciclos de cine de terror que algunas señales de televisión relanzan cada tanto cuando tienen que rellenar agujeros de programación a la medianoche: lugares comunes gastados de tanto usar, guiños idiotas y personajes que no van más allá de un par de chistes sobre las tetas o la masculinidad. Eso. Y satanismo for dummies sin gracia ni nada que no hayamos visto y padecido decenas de veces. El horror, pero de la falta de ideas.
Cuando el cine industrial llega con una propuesta que no se duerme en el colchón del público cautivo de los grandes estudios, hay que recibirlo con palmas y, sobre todo, los ojos bien abiertos para el disfrute. “La guerra es un sector de la economía. El que dice que no, o está en el negocio o es un idiota”, dice David Packouz, el personaje que compone Miles Teller (el sufrido estudiante de batería en Whiplash) y narra los hechos que refleja el film, basado en una historia real. War Dogs se monta sobre un artículo publicado en la revista Rolling Stone en torno a una pyme que en épocas de Bush y su invasión a Irak intentó hacer negocios con el Pentágono a través de licitaciones menores pero millonarias. En ese marco histórico político de los Estados Unidos es al que ingresan David y, más que nada, Efraim Diveroli (Jonah Hill), un inescrupuloso buscavidas que parece haber dado con el acierto de su vida. Con una línea narrativa y de desarrollo de personajes que emula lo hecho por Scorsese con el DiCaprio de The Wolf of Wall Street, Todd Phillips se aleja del clima de viaje de egresados de The Hangover para entrar en un pasillo más oscuro, con vértices de peligro real sin la tranquilidad del probable happy end que ofrece una comedia ligera. Porque más allá de sus trailers perfilados hacia el humor, War Dogs es un trabajo que atiende en la barra de la comedia dramática brillante, como si Judd Apatow se hubiera unido al Guy Ritchie más frenético. Pero no se queda acá la propuesta: hay dardos envenenados dirigidos a George W. Bush y la lógica de la industria de la invasión militar, pero más que nada lo que sostiene al film es un guión que tiene más links directos al Kubrick de Dr. Strangelove que a la fiesta eterna del Hollywood para teenagers. Ese universo que presenta la trama cobija también a criminales de traje (impecable Bradley Cooper impecable), descriptos como podríamos describir tanto a traficantes de armas como a políticos salidos de House of Cards o, incluso, a ejecutivos de cuenta de las majors de Los Angeles. ¿El tipo que armó su curriculum como realizador con una trilogía sobre borrachos en la Neverland de Las Vegas, se puso serio? Quizá sí. O quizá haya querido demostrar que lo suyo es mucho más que chistes al paso sobre cannabis y strippers. Si la empresa era esta última, la misión está cumplida y por mucho.
Alejada de cualquier tipo de formalidad impostada o corrección política sobreactuada, el tándem de directores integrado por Marco Berger y Martín Farina presenta Taekwondo, un trabajo que explora la relación con el otro desde las hormonas. El relato comienza con la llegada de Germán a una quinta bonaerense en la que un grupo de amigos pasa sus vacaciones entre paredes, pileta, jardincito y muchas, muchas charlas en las que la testosterona es la reina madre del escenario. Germán tarda en encastrar en ese combo de flacos, altos y más o menos torneados que juegan al fútbol, hablan de chicas y se pasean desnudos por la casa, donde son uno y a la vez todos, donde cada uno es uno más. Germán mira, Germán piensa, Germán calcula, sopesa situaciones, vivencias y posibles reacciones ante su sexualidad. El cuerpo a cuerpo como pánico escénico, la cercanía como barrera y los miedos y prejuicios sociales como alambre de púas de la convivencia. Berger-Farina logran un film certero, en el contexto de un país que busca ser cada día más tolerante incluso pese a su propia población, a menudo encerrada en mandatos, tradición, familia y propiedad. Taekwondo es más que su título, es más que los encuadres claustrofóbicos en el patio, es mucho más que cuatro o cinco pijas revoleadas en cámara. Es una historia pequeña y gigante en posibilidades de fuera de campo. Es un acierto del cine local, por sobre todo.