Hasta hace unos pocos años el cine argentino le escapaba a lo bizarro y lo freak como a la peste. Sin embargo, el avance de las producciones independientes y el abordaje de las generaciones que hicieron del cine de género un espacio intenso para el fílmico local, impulsaron a que hoy pueda estrenarse una producción que juega sus fichas en el terreno de lo que se cuenta y, sobre todo, del cómo se lo hace. Porque El eslabón podrido hace celuloide patrio el costado gore, con una pata en el absurdo y otra en el barro de las B movies. La trama nos muestra un grupo familiar shockeado por los mandatos de una madre nefasta (bestial Marilú Marini) que le indica a su hija prostituta que si tiene sexo con todos los hombres del pueblo (algo en lo que la joven va en camino), la van a descartar y a matar. La locura del planteo, sumado al retraso mental del hijo mayor de la familia (Luis Ziembrowski) empecinado en vengar el honor de su hermana, transforma la convivencia en la pequeña localidad provincial de 50 viviendas en un infierno sin escape. El relato hace carne aquello de golpear primero para hacerlo dos veces y apela a un flashfoward salvaje en medio de una inhumación. Y lo que sigue es la caída libre a través de un tobogán de situaciones ahogadas en sangre, atravesadas por un mix de temores, dolor y salvajismo pueblerino que poco tiene que envidiarle al costado más brutal de Horacio Quiroga o, incluso, a las pesadillas setentistas de la masacre en Texas de Tobe Hooper. Lo de Ziembrowski descollando con su personaje de border terminal no es sorpresa, pero la conjunción con Marilú Marini logra una química irresistible que admiraría la dupla Messi-Iniesta en su mejor tarde con el Barcelona. Por su parte, el director Valentín Javier Diment expone en el metraje sus influencias y su respeto por los vericuetos del cine de género (sus trabajos más recientes son la elogiada La memoria del muerto y el documental sobre la productora Z Gorevision) y transforma a este nuevo opus en una apuesta con destino de culto.
El film comienza con una gran frase dicha con todo el estilo del que es capaz Kate Winslet: “I´m back, you bastards”. Si bien The Dressmaker es sobre el regreso al pago de quien llegó mucho más lejos de lo que profetizó la tierra de un pueblo sin pretensiones, el resultado final está más cerca de la chatura que de la gloria. Dirigido por Jocelyn Moorhouse (American Quilt), su film plantea un cine cuasi coral con personajes que buscan ser coloridos pero que apenas aparecen en pantalla plantan un aroma a naftalina difícil de sobrellevar.
A fines de los años 40 el mundo de Hollywood, que por ese entonces se terminaba de recuperar de los coletazos de la II Guerra Mundial, ingresó de lleno en una era de persecución ideológica que parecía salir de la mente de algún guionista. Pero no, se trató de una realidad que se prolongó durante varios años y que incluso llevó a no pocos artistas a la cárcel. En ese marco de hostigamiento hacia quienes se declaraban comunistas (o que apenas se acercaban a las ideas de izquierda) se sitúa Trumbo, que retrata lo sucedido a Dalton Trumbo, guionista estrella del Hollywood de mitad del siglo XX (responsable del Spartacus de Kubrick, entre otros hits) y autoproclamado simpatizante comunista.
Por afuera del exitoso recorrido internacional que tuvo esta coproducción argentino-chilena, lo que impacta de La visita, primer largo del trasandino Mauricio López Fernández es la estructura visual y narrativa. Porque se trata de un film que se para en el mismo barrio conceptual que lo hizo La ciénaga, aquel hito del cine argentino dirigido por Lucrecia Martel. El relato nos presenta a Elena (impecable Daniela Vega), que vuelve a su casa para el funeral de su padre. Lo que no soporta su madre del regreso es que Elena antes era Felipe, el nombre con el que había bautizado a ese hijo que se decidió por su pertenencia de género. El pago propio como escena del dolor y la frustración; la casa materna como representación del deber ser, de la opresión del entorno. Eso registra Elena y lo traslada a pantalla con matices y miradas alejadas de cualquier tic, con trazos de una interpretación que dice incluso más que los diálogos que tiene con su madre —ásperos, cargados de miedo y percepción de rechazo—. En La ciénaga la fuerte presencia del escenario de la acción (ese caserón del norte argentino plagado de gritos, miedos, sombras y un fuera de campo incluso más temible que lo iluminado en pantalla) en parte se ve replicado en La visita, que es también una ciénaga para las certezas de sus habitantes, que conviven con la muerte del hombre más viejo de la casa pero también con la muerte palpable y visible del hombre que había dejado el hogar y volvió con su nueva identidad. os silencios incómodos, discordantes, que protagonizan gran parte de los 80 minutos de relato se cruzan con miradas de reproche maternas —aún resuenan los gritos de Graciela Borges desde la cama de su habitación en el film de Martel— y directivas como “que no vaya a la habitación de los chicos”. Una familia acomodada, con sus sirvientas, con su aire rural, en un pueblo perdido de Chile, las mucamas, las órdenes. Sobrevuela La ciénaga en cada secuencia, casi en cada escena de López Fernández, que también cuenta con acertados estiletazos que los personajes centrales tienen mundos propios insondables (¿qué piensa esa madre triste por la doble pérdida? ¿cómo es la vida de Elena fuera de ese pueblo?). También hay piojos en La visita, que los tienen los chicos de la casa, con sus pelos envueltos en papel film y shampoo. Chicos que juegan entre ellos, que corren por los ambientes, que hacen ruido y no parecen percibir la vida de esa habitante que llegó con un nombre que a todos les parece extraño menos a ella misma, aunque su mamá siga diciéndole Felipe y le pregunte si va a ir “así vestido” al funeral de su papá. Y está ese personaje central pero por fuera de Elena y su madre. La madre de los chicos, la esposa de un hombre ausente, la que intenta romper su silencio con un poco de ruido físico y hormonal. La visita es una gran pequeña película que sigue el camino de otros relatos que apuestan a seguir abriendo cabezas, a intentar romper esquemas de pensamiento que incluso el cine por ahora parece resistirse a romper. Aquí es donde la novedad debería ser norma, donde pega dos veces una obra destinada a perdurar.
Alex de la Iglesia, el mismo de La comunidad, El día de la bestia y Muertos de risa, vuelve a recurrir a Raphael tal como hizo en la descomunal Balada triste de trompeta. En aquel film de 2010 el realizador utilizó imágenes de archivo para una proyección en la que el artista canta el tema que le dio título al largometraje. Aquí, en cambio, el propio Raphael es el coprotagonista estrella y excluyente de Mi gran noche, otra canción que bautiza a un opus de don Alex. Pasaron 42 años desde que “El niño” se calzó por última vez ropas para la pantalla grande y ahora lo hace nada menos que en un trabajo que satiriza al mundo del espectáculo, a la televisión española y, claro, a sus propias veleidades de divo. Mi gran noche es una mirada ácida sobre la tradicional celebración televisiva que la TV de España realiza cada fin de año (en “noche vieja” como lo llaman allá) y que suele tener a Raphael como show central. La fiesta, en términos de producción televisiva, se resume en recitales en vivo y un gran número de extras haciendo-como-que-comen y disfrutan del espectáculo. Claro que en medio de todo esto está la mirada de De la Iglesia, que para trazar un ensayo sobre el asunto apostó a su habitual combo de posmodernidad extrema. Tenemos en escena a Alphonso (Raphael), una estrella que está de vuelta hace años pero sigue reinando, a su hijo rencoroso (Carlos Areces) por el lugar segundón que le dio su progenitor, un popstar latino en ascenso (Mario Casas), un don nadie que terminó como extra (Pepón Nieto) y una femme fatale literal (Blanca Suárez) que le trae mala suerte a todo aquel que se le acerca. En modo catarata de gags el director vasco arremete con una metralleta de humoradas logradas y un trabajo visual impecable, al tiempo que se da espacio para colar algunas palabritas sobre el tiempo de economía salvaje que vive su país. Así es que afuera del estudio en el que se cocinan, entre otras cosas, el asesinato de Alphonso/Raphael, centenares de personas protestan contra las políticas de ajuste. Pero lo más lúcido de este nuevo opus de Mr. Alex es la delgada línea que, como nunca, transita el relato entre la sátira brillante y la parodia bravucona. “No conozco a ningún Julio Iglesias”, dice Alphonso en una de las mejores escenas del film, cuando dialoga y destruye a su nuevo competidor, el cantorcito pop que encarna a la perfección Casas. En cuanto a lo de Raphael, hay que decir que ilumina en cada aparición, incluso pese a su escaso oficio actoral. Pero a fuerza de un histrionismo que no le cuesta nada poner en juego saca adelante su autoparodia, que incluye helicóptero personal, caprichos de superestrella y un momento junto a su hijo que empequeñece cualquier teoría conocida sobre el felicidio. Podría decirse entonces que Mi gran noche es el regreso de dos de los personajes más destacados y de exportación de la cultura hispana. Y que, además, lo hacen surfeando sobre la anarquía y en medio de una propuesta más que destacable. A celebrar entonces, con o sin extras.
Decía Rodolfo Walsh que “la historia parece una propiedad privada cuyos dueños son los mismos dueños de todas las otras cosas”. En Spotlight, que es mucho más un film sobre la necesidad de conocer la verdad que sobre el periodismo, la frase del escritor y periodista argentino se redimensiona y enfoca en uno de los poderes más longevos de la historia de la humanidad: la Iglesia católica. El Oscar con el que los votantes de la Academia de Hollywood premiaron a la película dirigida por Tom McCarthy es un Oscar no solo a un guión impecable, de relojería y con convicciones cinematográficas poco presentes en el mainstream; es un Oscar al dedo en la llaga de la institución religiosa y su relación directa con el abuso de menores. El film bucea en la investigación que un equipo del diario Boston Globe encaró a principios de 2002 sobre los casos de pedofilia ejecutados y amparados entre 1984 y 2002 por la Arquidiócesis de Boston, en especial por su máxima autoridad, el arzobispo Bernard Law. La trama, montada sobre un texto a cargo del propio McCarthy y Josh Singer (que venía de un muy buen guión para el film sobre Julian Assange The Fifth Estate), avanza al ritmo del trabajo periodístico del equipo “Spotlight” dentro del diario. En un principio el Boston Globe apuntó a un único presunto responsable pero a medida que la labor investigativa iba creciendo, los periodistas se cruzaban con un número de abusadores que se multiplicaba en loop. Spotlight no es un trabajo sobre el periodismo, o sí, pero no apunta a contar el universo de la prensa ni mucho menos describir cómo se trabaja en un diario. Si así hubiera sido es probable que el largo fallara. Porque se muestra una investigación que llegó a buen puerto, y los finales felices en el periodismo son apenas una batalla breve, parte de una guerra por la verdad que nunca termina de completarse. El film funciona, triunfa y cierra su relato con soberbia narrativa y puesta actoral porque la historia que cuenta es sólida, los datos están comprobados y el guión echó mano a la mejor parte de los informes que elaboró el diario. Lo hace sin montarse en la épica de los cronistas (aunque la tienen y es palpable) y para ello elude la tentación de convertir en superhéroes a un grupo de personas que lo que quieren es sacarse el nudo en el estómago que les generó saber que los curas de su ciudad se dedicaban de forma sistemática a violar pibes con la anuencia del Vaticano. Sin título Los editores y escribas del Boston Globe retratados en pantalla son gente con dobleces morales, con sospechas cruzadas, con internas de redacción, con papeles más o menos en regla y con miedos, profundos miedos a que sus peores temores sean ciertos. Ahí es donde acierta la cinta de McCarthy, más allá del casting inmejorable que incluye a una tríada Michael Keaton-Mark Ruffalo-Rachel McAdams en estado de iluminación constante. ¿Será que el único periodismo que arde es el que ilumina? En ese marco, el momento de agradecimiento del Oscar por parte del productor Michel Sugar le dio al film un agregado paratextual que potencia todavía más la razón de ser de Spotlight. Fue cuando lanzó un pedido nada menos que a Jorge Bergoglio: “Ojalá que nos escuchen en el Vaticano”, dijo Sugar y disparó: “Papa Francisco, es hora de proteger a los niños y reestablecer la fe”. Porque, en el fondo, se trata de un film que apuesta a la fe religiosa. Porque si se muestra con letras de molde y tono sorpresivo uno de los hechos más comentados de los que atraviesan a la Iglesia Católica de los últimos 50 años, es que hay un concepto superior: la Iglesia tiene ovejas descarriadas y no un sistema aceitado de abusadores legitimados. Quizá los periodistas del Boston Globe fueran más escépticos sobre la Iglesia como institución (un periodista sin escepticismo es una causa perdida, en Boston, en Buenos Aires o en Beijing). Lo cierto es que el mensaje de Sugar parece cargado de esperanza en ese cristianismo institucional, incluso en el Papa, que no es otra cosa que el jefe responsable de los sacerdotes que violaron y violan la sexualidad de miles de chicos alrededor del mundo, tal como quedó probado en numerosas investigaciones más allá de la del diario estadounidense. ¿Spotlight ganó sus Oscars a Mejor Película y Mejor Guión Original porque denuncia a los curas pedófilos? En parte sí, pero sobre todo recibió su galardón porque apuesta a que la búsqueda de la verdad es posible, aunque sea de a fragmentos y con más pena que gloria.
Hay un problema central en Arribeños, el documental sobre el "barrio chino" que le da color y multiculturalidad al populoso pero solemne barrio de Belgrano. Y el problema es que los primeros minutos de cinta, que parecen funcionar como intro de un relato que se desarrolla de a poco, en lugar de avanzar y transformarse en texto cinematográfico, terminan por agonizar durante poco más de una hora de palabras en off y mucha, demasiada, distancia entre la cámara y sus personajes. La calle que le da título al documental es la que compone el corazón de la zona más oriental de Buenos Aires. Tres cuadras de Arribeños, a metros de las Barrancas de Belgrano. Allí recalaron centenares de chinos hace ya varias décadas y, al día de hoy, la comunidad tiene en esa zona de la Ciudad, poblada por miles de asiáticos, una referencia obligada a la hora de encontrar señales de nacionalidad, guiños a su vida pasada o la de sus antecesores. Todo esto está contado en el film de Marcos Rodríguez, pero la distancia es tal que en ningún momento ni siquiera podemos conocerle la cara a los que ponen su voz al relato, armado a partir de anécdotas personales de los involucrados. Entre ellos se incluye el locutor Carlos Lin, toda una celebridad de la comunidad china que suele brillar en las celebracines de fin de año. A él tampoco lo vemos en pantalla. No hay mayores atractivos en Arribeños más que algunas imágenes bien montadas, sobre todo la que muestra las calles vacías del barrio, cuando los comercios levantan las persianas y arrancan con su jornada de productos de bazar, regalos económicos y vestimenta típica. El resto provoca una sensación de pesar por lo que podría haberse hecho, que era mucho y variado.
Cada nuevo regreso de Sylvester Stallone al cine de acción genera chistes y comentarios que van de la admiración por su estado físico a la crítica despiadada por sus 69 años y la obsesión por seguir interpretando papeles para gente con 15 o 20 años menos. Sea como fuere, el hombre que le puso el cuerpo a Rocky por primera vez hace 40 años, está de regreso y con el handicap bien alto. Como los Rolling Stones, que a 50 años de haber iniciado su historia siguen alternando escenarios, el Rocky Balboa de Stallone se sube y se baja de los rings. Sin embargo, hoy, el otrora titán oficia de entrenador de un boxeador promisorio que es hijo, nada menos, que de Apollo Creed, el campeón con el que el de apellido italiano peleó en el clásico de 1976. En el punto exacto de la frontera que separa a las secuelas de los spin off, Creed es un film llano y directo sobre la necesidad de sostener y sostenerse. Por eso Balboa sigue llevando adelante su restaurante (que conocimos en el último film de la saga) pero el click de volver al ruedo al menos entrenando a un amateur es su forma de renacimiento personal. Incluso contra sus demonios y pese a una salud que le pasa factura de la peor forma.
El universo cinéfilo practica de vez en cuando el deporte del sacrificio del realizador, que consiste en elegir a un director más o menos reconocido por el público, más o menos premiado, más o menos beneficiado por la crítica mayoritaria, y tirotearle cada película, cada escena, cada fotograma. Alejandro González Iñárritu es, por estos tiempos, el coto de caza favorito de quienes gustan de esa práctica. Sucedió con Babel, film sobre el que que podríamos coincidir en algunas criticas feroces que se leyeron por ahí. Pero el gustito del todos-contra-Iñárritu parece que fue rico y así es que a Birdman, un pequeño gran prodigio de guión, performances y factura final, también se le pegó como si se tratara de la última bolsa de arena del gimnasio. Era previsible, entonces, que con The Revenant los puristas del sacrificio del realizador tendrían material jugoso para sus jornadas de cacería. El renacido es un film de autor, de un autor que se planta a contar una historia como se le antoja incluso tratándose del encargo de un gran estudio. Y claro que se trata de un tipo como Iñárritu, que no le esquiva el bulto a la grandilocuencia, que donde pone el ojo pone la bala de cañón y si pudiera también un hongo nuclear para que quede claro lo que plantea. Sí, es un tipo que sobreimprime, un barroco enamorado de la puesta y el despliegue.
Este film del realizador irlandés Lenny Abrahamson (atención a su anterior opus, la alucinada y amarga Frank) llega a nosotros a través de la marquesina de los Oscars, pero es mucho más. Porque es un trabajo por afuera de los cánones del Hollywood de alfombra roja, que no tiene actores de peso (salvo un muy pequeño papel de William H. Macy) y está montado sobre un guión en el que no hay espacio para el golpe bajo pero sí para el retorcijón de tripas a fuerza de decir sin eufemismos que este es un mundo en el que la oscuridad está a la vuelta de la esquina, o, más precisamente, en el patio del vecino. El relato nos presenta al niño Jack y a su madre, que durante cinco años viene intentando rescatar la mente de su hijo y sobrevivir al calvario de estar encerrada en un cuarto mínimo, donde el inodoro está junto a la mesa y cerca del armario en el que duerme el niño, a su vez junto a la cama en la que su captor la viola noche tras noche. También hay una claraboya a través de la cual Jack sueña con un mundo que no conoce y apenas intenta adivinar a través del televisor, que le muestra escenas que no termina de decodificar, porque no reconoce casi ninguna otra cosa que esté por afuera de esas cuatro paredes custodiadas por una puerta infranqueable. Room sacude desde la seducción de lo perverso y ratifica lo que Frank (de 2014) anunciaba: un director del grupo de los distintos, que leyó los apuntes de Michael Haneke y que presenta sus historias con un tratamiento visual que apunta al contraste texto/imagen. Pero por sobre todo lo que desnuda Room es que Hollywood también se permite, de vez en cuando, descubrir a gente que tiene cosas para decir. Y no es poco. A celebrar, entonces.