Lo queremos, lo admiramos, lo seguimos leyendo, pero más allá de cualquier reconocimiento a una carrera brillante, a su lugar como heredero indiscutible del linaje de Edgar Allan Poe, hay que aceptar que los últimos quince años de Stephen King no fueron precisamente brillantes. Cell, novela de tono apocalíptico escrita por el autor de It en 2006, es en parte una declaración de principios sobre el uso de teléfono celular (por aquel entonces King no usaba y hasta lo aborrecía) y también un pantallazo sobre lo que fue la literatura de terror de esos años. King escribió esta novela en medio del furor cinéfilo por Ringu, el hit del terror japonés de Hideo Nakata. ¿El tipo que aterró al mundo con Misery y Cementerio de animales llegó tarde al movimiento que cambió el cine de género? Quizá un poco; la influencia de los teléfonos móviles fue anterior al texto y, claro, a esta tardía adaptación, que no aporta un sólo rayo de luz a la palabra escrita hace una década. El film de Tod Williams (el mismo de la horrible Actividad paranormal 2) es un compendio de malas decisiones de guión y dirección de actores. En esa bolsa de problemas es que intentaron hacer lo suyo Samuel L. Jackson y John Cusack, perdidos entre una rara avis de zombies que surgen a causa de malévolos celulares. Sólo se entiende el pasaje al cine de este pobretón ejemplar de la escritura de Stephen King en un contexto en el que toda historia sobre zombies parece bienvenida entre una temporada y otra de The Walking Dead. No por nada el estreno ocurrió precisamente en ese marco. No hay nada, nada, ni siquiera una mordida acertada en este trabajo que, para que la herida duela todavía más, tiene guión firmado por el propio King. Y para colmo la factura técnica está más cerca de un telefilm mediocre de los 80s que de una producción que pudiera hacerle justicia a los nombres que la integran.
Suena mucha música de la buena en este film que cuenta el viaje de María Luz Carballo de Villa Devoto a Chicago. Y nada más que para tocar y cantar blues. Suena su música, la que aprendió a tocar desde chica y que la llevó a subirse a escenarios en los que nunca una mujer había empuñado una guitarra. Una mujer sudamericana, además. Sudaca inmigrante, de Devoto y con una Fender a cuestas, en lugares donde patriarcas de los dos acordes le sacaban lustre a las Gibson. Pero la pequeña molotov que explota en medio del relato dirigido y editado a pulso por Nacho Garassino (El túnel de los huesos, Contrasangre) es un testimonio que destaca, como al pasar, que su debut sexual fue a los 14 años con Norberto “Pappo” Napolitano, que entonces tenía 41. La situación de claro abuso sexual que sufrió la blusera queda en el aire y flota sobre cada una de las frases que dice luego, más allá de que sus anécdotas sobre el fundador de Riff suenen risueñas. Incluso las que lo sindican como un enfermo de celos que trompeaba a cualquiera que osara mirar a su pequeña presa. “Se peleaba por culpa tuya”, le dice en un pasaje uno de los cómplices del rockstar en aquellos años de merca, alcohol, violencia explícita y abuso de menores tapado bajo el toldo de la impunidad del músico nacional y popular. Carballo (sobrina de Celeste, ausente en el film), ya en Argentina otra vez tras dos décadas de vida en el país del Misisipi, cuenta también que una de las razones de su partida al norte fue la presencia omnipresente de su abusador (en carácter de novio permitido por su familia) que insistía con retomar la relación pese a que ella como adolescente había dejado en claro que no quería continuarla. No es un tema que aparezca desarrollado y hasta es entendible en el marco de un trabajo que pone el acento en el derrotero blusero de María Luz. De tratarse de un film con mayor difusión dispararía un debate mediático que el rock argentino se debe más allá de las causas penales y diarrea verbal de personajes menores como Gustavo Cordera o Cristian Aldana. Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir, cantaba el Polaco Goyeneche, nuestro gran blusero local. Y María Luz, en uno de los momentos de mayor lucidez de su relato, dice que el blues no es para cualquiera, que para alguien con una vida cómoda es complejo tocar como debe tocarse. “Toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado”, continuaba el Polaco y Carballo lo reafirma recordando que mientras vivía en Chicago quedó embarazada y su pareja de entonces la encerró sin dejarla salir de su casa para que criara a su hija. “No me importa si pierdo la vida o no, quiero tocar blues”, resume la artista como epílogo de las décadas vividas y la sombra de Pappo aparece como iniciador de un camino que, sin abuso de por medio, quizá hubiera brillado de otra manera.
Dijo alguna vez Federico Fellini que el negocio del cine es macabro, mezcla de partido de fútbol y de burdel. Si hay algo que cumple Suicide Squad es esta máxima del realizador italiano, que no vivió para comprobar hasta dónde Hollywood viene militando el concepto al pie de la letra. ¿Se propone algo más SS que venderle pochoclo a millones de personas deseosas de que las cacheteen con colores y gritos? No. Y no es algo que esté mal por definición. Pero entonces pongamos blanco sobre negro en medio de la bola de luces y sonido estridente que parece tener el film de David Ayer como única base y meta final. El relato que reunió a los villanos con onda del comic es una pequeña desgracia del celuloide por autoindulgencia y abandono formal. A saber: # El film baja hasta el subsuelo de la exigencia cinéfila el listón a la hora de retratar el universo del comic y, sobre todo, el de los superhéroes/supervillanos. No hay sustancia en nada de lo que se dice ni de lo que pasa, se trata apenas de un licuado de escenas recortadas sin contexto ni gracia. Ni siquiera la entrada en escena del Batman de Ben Affleck o Flash le aportan algo que vaya más allá del guiño fácil. # El Joker de Jared Leto. En un principio se promocionó la película con la cara del actor personificando un Guasón punk que, en términos netos, aparece en pantalla unos 7 u 8 minutos. Tiempo en el que no aporta un ápice al universo del personaje; apenas unos grititos, un par de miradas de psycho irredento y un toque de exceso de colegio secundario. Nada. # Margot Robbie encarna bien su compendio de lujuria descarriada y sensualidad entre inocente y perversa. Quizá sea el personaje mejor logrado, pero a poco de comenzar se nota demasiado que es lo único que tenía a mano el director para darle atractivo a las dos horas de cinta. Entre decenas de personajes que podrían haberse desarrollado, eligió sobreimprimir las curvas de la ninfa, remarcarle las tetas y ajustarle el minishort. Ítems bienvenidos, pero ¿no tenías más ideas, David? # El guión se monta sobre un comic que tiene una pequeña legión de fans pero que nunca fue tomado demasiado en serio y que hasta el momento en que se anunció la película estaba destinado a la marginalidad del ala menos interesante del pabellón maníaco de la historieta. Es poco y la pantalla grande lo favorece sólo en el tamaño XL de Imax o la fantasía tontona del 3D # Los personajes centrales (Joker, Deadshot, Harley Quinn) no van más allá de las muecas que aportan los que pusieron el cuerpo. Will Smith (Deadshot) logra ponerle algo de carisma a su despiadado asesino, pero lo lavado del guión hace que se desdibuje rápido, casi tanto como el malogrado payaso de Leto. # “En un mundo de hombres voladores y metahumanos estos son los únicos que pueden proteger al país” o “Estamos en la Tercera Guerra”, dice una símil Secretaria de Estado de Washington como para justificar cualquier guerra santa que la Casa Blanca pueda llegar a plantearse. La política de Estado del Pentágono por sobre todas las cosas, una vez más, presente. # La ideología del film es el sueño húmedo de Donald Trump, la exaltación de los Estados Unidos como policía del mundo siempre lista para arremeter contra quien sea. O peor: la renovada implantación de la doctrina de la seguridad nacional a través de Hollywood. Una película que en los años 50 hubiera sido el orgasmo de la Guerra Fría. # Jared Leto dijo que se inspiró en David Bowie para componer su personaje. Con el Duke muerto es fácil decir cualquier cosa, querido Jared. Bonus Track: Hay que reconocerle a SS que la ¿involuntaria? imitación de René de Calle 13 que resulta ser Diablo (a cargo de Jay Hernandez), está lograda.
La primera era de oro del cine de terror en Hollywood (de la mano de la Universal) tenía como una de sus características el filmar sus películas (la Dracula con Bela Lugosi, por ejemplo) con réplicas exactas hechas en simultáneo pero con actores latinos. Las copias eran insólitas por la falta de interés, al margen de un exceso de actuaciones horribles. De aquello podemos linkear de forma directa con la nueva versión de Cabin Fever únicamente por lo último. Porque el film de terror original acertaba en planteo y resolución, lejos de los clásicos pero cerca del buen cine de género, en torno a un grupo de jóvenes que pasan unos días en una casa en lo profundo del bosque y son sorprendidos por una infección que los elimina de a poco. La misma trama es la que cuenta esta remake de lógica inexplicable, primo del Dracula mexicano que intentó emular al de Tod Browning y que hoy se ve más irrisorio que terrorífico. Y es que este replay nos muestra a otros tantos bobalicones símil Martes 13, Halloween, Masacre en Texas y demás títulos de referencia, pero montados sobre una estructura de guión que no olvida ninguno de los clisés que hace 40 años construyeron un estilo pero hoy lucen apolillados y faltos de toda gracia visual y narrativa. Está la joven que se desangra luego de que casi es penetrada por su chico (pecadores, tengan su escarmiento); el hombre misterioso que sale de la nada; el niño misterioso con máscara en una estación de servicio perdida; el loco que grita; la rubia tonta; el rubio tonto; el galán egoísta. Todo eso y más, pero peor que en la original (que metía un gol olímpico gracias a sus buenas armas en la progresión dramática). Hay, sin embargo, un momento logrado, breve, mínimo, en el que un perro contagiado por el mal que asecha en la zona se enfrenta cara a cara con su inminente víctima. Pero no alcanza para combatir la desazón que provocan los 90 minutos sin ideas de lo más innecesario que dio la industria de las remakes en los últimos años. Párrafo aparte para Eli Roth, que se embarcó en este despropósito, hecho apenas justificable si la razón oculta era darle relieve a lo que filmó hace doce años.
Se dio a conocer en la reciente edición del Bafici y su noche estelar contó con la presencia de casi todos los artistas que aparecen en pantalla. Estaban con sus muñecos al lado, o sobre las rodillas y el impacto visual aún se mantiene en quienes estuvimos en aquella función. ¿Dónde estás, negro? es un pequeño milagro del cine documental argentino por su rebeldía temática, al animarse con un tema de los márgenes, que bordea lo bizarro en cada palabra que se dice y, sobre todo, en cada anécdota sobre sus protagonistas: los legendarios Chasman y Chirolita. La vida y obra del gran artista argentino de la ventriloquía y su paradigmático muñeco (¿creación, alter ego, hijo?) ocupa la mitad de este documental que sorprende a fans, neófitos y sorprendidos. En esta primera parte del largometraje circulan anécdotas a cargo de Silvio Soldán, Santiago Bal y otros personajes de la noche porteña de la segunda mitad del siglo XX, cuando Mr. Chasman llegó la cúspide de la fama gracias al teatro de revistas y la televisión nacional y popular del canal 9 de Alejandro Romay. Donde-estas-negro-Karim-Araujo La noche en que Chasman lloró por la ausencia de Chirolita, el lugar secreto en el que descansa el muñeco tras la muerte de su creador y otros tips de este particular universo son parte del elenco estelar de la historia que se cuenta. La otra parte del film se dedica a retratar el ominoso universo de la gente que pone toda su libido en una marioneta de madera y a la cual le introduce su mano por detrás para hacerla funcionar. De un ex comisario fanático de los muppets a un periodista de rock que recaló en el mundo ventrílocuo y nunca más pudo salir, pasando por un artista que le jura su amor a la muñeca que creó a imagen y semejanza de su mujer ideal. El prolijo y bien logrado film de Alejandro Maly refresca el género del documental y pone un poco de luz sobre un oficio, por lo menos, misterioso. Y eso es parte de lo que más se disfruta. Venga de donde venga la voz.
La llegada a los cines del reboot de Ghostbusters hizo que volviera a explotar el debate sobre la necesidad o no de las remakes en la industria. En ese marco, los resultados de taquilla para el renacer de la franquicia iniciada en los años 80 no fueron malos, pero las críticas de los puristas se hicieron sentir incluso más que los de la prensa especializada. Los cazafantasmas fue un clásico instantáneo allá por 1984, cuando Bill Murray, Dan Aykroyd y Harold Ramis, tres comediantes de la generación más incorrecta del Saturday Night Live, irrumpieron calzados en overoles a cazar espectros en pantalla grande. Y con ellos Sigourney Weaver, que venía de enfrentar aliens. Nada menos. Hoy, 32 años después de aquel hito del mainstream, Ivan Reitman, que dirigió las dos películas de la saga original, vuelve como productor de este despropósito en el que lo único no criticable es cambiar hombres por mujeres. 1. Ghostbusters es mala, entre otros motivos, porque carece de ideas renovadoras. Quizá idea de marketing de repensar lo mismo pero con chicas sea el único sostén de su modorra creativa, de su cobarde vuelta de tuerca. Más de 30 años tuvieron, estimados. 2. Apela al juego de iconografías como lo hizo J.J. Abrams en The Force Awakens, con la salvedad de que la continuación de Star Wars supo salir de la mera cita, del guiño mecánico. En el Episodio VII, una vez que aparece en pantalla Han Solo, la atención se concentra en la trama, que tiene el peso necesario como para cargar la mochila del mito. Y este no es el caso. 3. Los cameos. Bill Murray se ve aburrido del primero al último segundo que pasa en escena. Algo similar ocurre con las aparicione minimalistas de Aykroyd, Ernie Hudson y Annie Potts. Lo de Sigourney Weaver sobre el final levanta, pero tarde. 4. Hay tomas completas copiadas del film original. Desde el torso fantasma que ya no está en una biblioteca pero sí en otros lares, hasta los planos de la cima de un edificio (¿también frente al Central Park?), que parecen replicados como en un deja vu sobrepasado de postproducción. 5. ¿Hacía falta esa versión con peluca rubia y labios pintados del legendario y verde Slimer? 6. Racismo sutil. En el film de 1984 tres blancos dominaban el grupo y jugaban un rol paternalista sobre el cuarto integrante, afroamericano, desempleado y sin conocimientos científicos. Tres décadas más tarde, pese a haberse superado la era en que las mujeres negras debían darle el asiento en los micros a las blancas, repetir el esquema suena más al sueño húmedo de Donald Trump que a remake aggiornada. 7. Más allá de los desaciertos, el anuncio del reboot con elenco central femenino generó una semilla de ilusión en grupos feministas que calcularon una revancha de género frente al machismo made in Hollywood. Pero no, apenas una pátina y un toque de make up. Si bien es cierto que no se apeló a un cuarteto de rubias sexies, la mirada femenina es como mucho de reojo y su momento cúlmine es una de las powerpuff (Kate McKinnon) disparándole a la entrepierna de una bestia fantasmal. Uf. 8. McKinnon es simpática como la intensa del grupo, pero después de 15 o 20 minutos de ademanes se pone al lado de Jar Jar Binks en el top 5 de infumables del cine del último cuarto de siglo. 9. No lograron convencer de un regreso a la marca nada menos que a Rick Moranis, el elegido por el maligno Zull para acompañar al personaje de Sigourney Weaver en el original de 1984. 10. Personajes de cartón. Si se eliminara el personaje de Chris Hemsworth la trama sería la misma, el relato se vería igual, la historia seguiría intacta. No se animaron a darle una vuelta de rosca o integrarlo a la trama como a Weaver en el ´84. 11. A diferencia de lo que sucede incluso con la innecesaria reboot Amazing Spider-Man (que pese a sus contras presenta varios tildes positivos),´visualizar la Ghostbusters original antes o después de pasar por esta versión dirigida por Paul Feig, resulta mortífero. Porque, se sabe, cualquier comparación es odiosa, y en este caso aún más.
El realizador presenta El buen amigo gigante, film de animación basado en un bestseller tan ideológicamente conservador como lo que se ve en pantalla. No alcanza con un par de buenas secuencias de aventura rollercoaster ni tampoco con un trabajo de animación perfecto hasta el hueso de las posibilidades técnicas. No alcanza porque se trata de lo nuevo de uno de los mejores. Y no alcanza porque este opus de Steven Spielberg, basado en el best seller de Roald Dahl (autor de Charlie y la fábrica de chocolate), es un catálogo de las bondades visuales del cine animado como también un compendio de tips ideológicos apolillados. Sophie (Ruby Barnhill) es una niña que vive en un orfanato, tiene perfil de pequeña intensa, pretenciosa y engrupida que si no te mata los nervios a los diez minutos de film, puede que sobrevivas incluso a la proyección completa del desfalco cinematográfico del tío Steven. En ese oscuro hospicio londinense, una noche Sophie se cruza con el bueno del gigante con voz de Mark Rylance (Puente de espías) que, por miedo a ser invadido por la civilización occidental, rapta a la menor y se la lleva a su bosque de hombres que pueden tocar las nubes con sus dedos. El problema del gigante es que en el lugar donde vive es el más bajito de todos y está rodeado por un grupo de seres enormes que le practican furibundo bullying a diario. La historia de compasión, paternalismo imperial y lugares comunes asfixiados de cursilería y retoque visual tiene en esa introducción un relato que, casi dos horas después, deriva en la entrada a puro impulso monárquico de los militares de la reina. No es menor el detalle de que The BFG (The Big Friend Giant) se estrene el mismo año en que Gran Bretaña aprueba su salida de la Unión Europea a galope de una población exacerbada en sus instintos xenófobos. El costado político, en tanto, es el más denso de un combo aún mayor que incluye también modorra narrativa y niveles de falsa inocencia que sólo pueden llegar a aceptar los más chicos de la familia.¿Tráfico ideológico o extorsión conceptual? El camino va al mismo lugar: la pequeñez en el contexto de una obra fílmica mayor. Atención: spoiler No es intención de este escriba lanzar spoilers para bloquear el visionado del film, que bien podría encabezar cualquier lista de lo más flojo del director de Indiana Jones. Pero es inevitable referirse a las hormonas colonialistas de Spielberg, al placer que en pantalla despunta con una secuencia en la que la reina buena accede al pedido de la niña que, en pleno palacio real, le pide que ayude a su amigo gigante y le envíe sus helicópteros con poder de fuego. El gigante inglés, con sede en Londres pero oficinas tácitas en Los Angeles, traza de esta manera un paralelo en celuloide, ratifica el Brexit a fuerza de prepotencia y le demuestra a los otros gigantes del grupo (¿tiros por elevación a Alemania y Francia?) quién la tiene más grande. Y así, en un largometraje que en los Estados Unidos fue recibido con frialdad más por algunos desaciertos de marketing que por su discurso, el tipo que nos conmovió con E.T., nos sacudió con Jaws y plantó bandera de director serio con Munich, ofrece su peor trabajo, el escalón más lejano de quien podríamos señalar como uno de los grandes realizadores vivos del cine de Hollywood.
Se estrenó S.C. Recortes de prensa, documental que pone el foco en lo que fue hacer periodismo durante la última dictadura militar argentina. Mientras todavía resuenan los golpes y destrozos que una patota ejecutó contra los trabajadores y la redacción del diario Tiempo Argentino llega, con estreno limitado a la sala del Centro Cultural de la Cooperación, este trabajo que a 40 años del último golpe cívico-militar acompaña la resignificación constante que supone dedicarse al oficio de periodista. “Hubo más de cien periodistas perseguidos, presos, torturados, desaparecidos y en el exilio”, afirma Oscar “Chino” Martínez Semborain, exiliado durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional y uno de los mentores de la revista clandestina Sin censura, que brilló en aquellos años con información y cojones. La Argentina de fines de los 70s y principios de los 80s era la arena ensangrentada de un circo romano con voceros oficiales como Samuel “Chiche” Gelblung y sus calcomanías de “Los argentinos somos derechos y humanos” regaladas en revista Gente. También José Corzo Gómez, el vocero oficial por excelencia de la época, el tipo que obedecía a la línea ideológica de la Casa Rosada y lo hacía con el placer del pusilánime voluntario. El film cuenta no sólo la realización de un medio clandestino que llegaba a la Argentina y el resto del mundo en sobres de correo común y con gente que estaba en el exilio. Los 69 minutos de cinta de S.C. Recortes de prensa son un testimonio vigente de lo que fue hacer periodismo con la bota militar en la nuca, cuando no con el tiro en la sien. La palabra del mencionado Zemborain junto a la de Miriam Lewin (torturada en la ESMA), el historiador Osvaldo Bayer y otros periodistas, componen un trazo fino que no sólo subraya una acción editorial rebelde, sino que además lanza nueva data sobre cómo se movían los represores. “Escribíamos editoriales dictados por el Tigre Acosta. Nos llamaba la atención que lo que se escribía en un campo de concentración era emitido sin modificación y leído por periodistas prestigiosos. Era escalofriante”, dice Lewin, que le pone más nombres propios al asunto: “Todos los medios de Editorial Atlántida eran fervientes defensores de la dictadura“, dice y puntualiza: “Lo que vivíamos adentro de la ESMA lo vivían afuera compañeros que estaban trabajando en algún medio de comunicación bajo el mando de algún militar o de algún cuadro de la derecha muy cercano a los militares, como podía suceder en La Nación, Clarín, La Prensa, La Razón“. Al grano y con un material de archivo certero (imágenes de movilizaciones en Europa contra el régimen de Videla, fotos de Hebe en esos años, vídeos de Cortázar en París), el documental hace escuela de selección de testimonios y material periodístico. Un buen ejemplo de cine político documental es el de los trabajos pulidos sin sobredeclaraciones o conceptos reiterados. En este punto, el film de Oriana Castro y Nicolás Martínez Zemborain es una celebración del periodismo que pone el cuerpo, pero además un ensayo sobre cómo hablar de la prensa haciendo buen uso del oficio.
El encuentro de Guayaquil retrata la cumbre San Martín-Bolívar en plena faena independentista latinoamericana pero sin hacerle honor a los próceres. Hay un logro en este pequeño opus del cine local y es la escena que retrata la noche previa a una batalla. Allí vemos a Simón Bolívar recorriendo algunas carpas y saludando a los soldados. Entre ellos se encuentra un mulato que le cuenta una anécdota al militar bolivariano, en una performance actoral que aporta algo de frescura a la vehemencia general del film. El resto de lo que se ve en El encuentro de Guayaquil es un duelo de malas interpretaciones (salvo los casos de Arturo Bonin, Juan Palomino y algunas intervenciones de Anderson Ballesteros), lideradas por un Pablo Echarri que zigzaguea entre la declamación con ínfulas de libro de historia y la conversación de fila de supermercado. Eso cuando su José de San Martín no se debate entre gritar mientras golpea la mesa o susurrar como en Resistiré durante sus charlas con el prócer venezolano que compone Ballesteros. La película de Nicolás Capelli (que cuenta en su haber la indescriptible Matar a Videla) toma como base el libro de Pacho O´Donnell (quien introduce al film) pero no honra siquiera una parte del vuelo del texto original y apenas se queda con los datos, planteados en pantalla con un guión desordenado, que juega a la fragmentación sin hacer pie en certeza narrativa alguna. Sin llegar al acartonamiento de El santo de la espada (aquella obra de Leopoldo Torre Nilson en la que Alfredo Alcón compuso a un San Martín de revista Anteojito), el film no logra dar en el blanco del planteo formal pero sobre todo se queda corto en términos de realización, con escenas en las que la falta de presupuesto se resuelve a través de planos sin ideas: la verbalización narrativa puesta en juego a la hora de contar una batalla está más cerca de Ed Wood que de Alexander Sokurov. El encuentro en Guayaquil que se nos presenta fue fundamental para la liberación de Perú pero también marcó un vértice en lo que a hermandad latinoamericana refiere. Y además, claro, fue nada menos que uno de los hechos centrales de la obra independentista de San Martín, poco antes de volver a Europa, donde moriría. El planteo de Capelli fue a las claras alejarse todo lo posible de lo hecho hasta ahora en cine sobre la historia argentina, que muy lejos está hasta el momento de ofrecer un título a la altura de los nombres y sucesos que se suelen contar. Este tampoco es el caso. Otra vez será. O no.
El realizador manchego resiste en su trinchera con un drama sin tregua. El hijo más célebre del destape español necesitaba volver a contar una historia potente luego del paso en falso de Los amantes pasajeros. Así es que, por tercera vez en su carrera (luego de Carne trémula y La piel que habito), Pedro Almodóvar apeló para su nuevo opus a textos que no son de su autoría y se animó a tomar tres cuentos de Alice Munro: Destino, Pronto y Silencio, todos del libro Escapada. Julieta nos presenta a la atribulada protagonista del título a punto de abandonar Madrid junto a su pareja. Sin embargo, el reencuentro con una amiga de la infancia de su hija (homenaje a Bowie incluido) le abre una grieta que creía haber cerrado: la desaparición voluntaria de su primogénita, ocurrida años atrás. Lo que llevó a Julieta a ese lugar en su historia personal es lo que cuenta el film a través de un relato que va de menor a mayor y que pone en pantalla las buenas armas de su narrador. Durante los primeros minutos, la trama deambula por pasillos que sin destino aparente, como si Almodóvar hubiera elegido cierta confusión teñida de a ratos por colores brillantes, contrastantes con las sombras de su personaje central. Pero, luego de una larga introducción, el guión se mete de lleno en la tragedia ascendente de una Julieta que vemos en su juventud en la piel de Adriana Ugarte y en la madurez hecha carne por Emma Suárez. No hay desahogo para la ninfa parida por Munro/Alomodóvar y lo que en las primeras escenas puede sentirse como una mera acumulación de malos momentos, con el correr de los minutos adquiere forma de pequeña épica personal, ilustrada en esas tortas de cumpleaños que una madre en estado de desolación cocina en cada fecha clave para celebrar sin invitados ni cumpleañera. Las flojas interpretaciones del tándem masculino Grandinetti-Grao no llegan a ecualizar de forma negativa al grupo de actrices que elevan el promedio general de la producción. En este rubro, medalla y beso para el logrado rol de Suárez y, sobre todo, para la siempre justa Rossy De Palma. El derrotero de la anti-heroína es el lugar que mejor le queda a las mujeres de Almodóvar y Julieta lo conjuga con la entereza de un narrador todavía fértil. Porque don Pedro es el juguetón errático de Los amantes pasajeros o Kika pero también el realizador sin fisuras de Todo sobre mi madre o la hoy icónica Mujeres al borde de un ataque de nervios. En ese marco, este nuevo trabajo es un regreso al contador de historias que sabe donde pegar con elegancia y marca de autor.