Prometió que cuando estrene su décima película se jubilará como director de cine. Le quedan dos (según su conteo, porque en realidad van nueve, incluyendo a Death Proof, que él deja afuera) y por ahora Quentin Tarantino viene logrando lo que sólo unos pocos realizadores pueden sostener después de casi 25 años en el primer plano: sostener una carrera impecable con films a la altura de las expectativas. El caso que nos ocupa es el de su octavo largometraje oficial y segundo western consecutivo, Los 8 más odiados (The Hateful 8), donde -dato al margen- en un coqueteo con los trastornos obsesivos compulsivos, decidió alinear numeraciones. En el que es su film más extenso hasta el momento (187 minutos), Tarantino decide no sólo repetir género sino que además pone todas las fichas a la ruleta rusa que significa encerrar a sus personajes durante más de dos horas en una pequeña cabaña rodeada de una nevada monumental. Pero antes, en una intro donde la claustrofobia también es protagonista, la historia se dispara sobre una carreta. Flashback textual. Corte. Funde a blanco. Música. Los acordes de Ennio Morricone (que volvió a grabar una banda sonora para el género tras 40 años sin hacerlo) dan inicio al relato en títulos de crédito que plantan en pantalla -en majestuosos 70 mm- un escenario cubierto de nieve y con la presencia profética de una cruz que señala hacia dónde se dirigirá el derrotero de los personajes.
Hace un par de años, en la lejana galaxia de Hollywood, se anunció que la saga más influyente del cine fantástico continuaría con la historia que comenzó en 1977. La idea era tentadora pero al mismo tiempo arriesgada. ¿Cómo podrìa relatarse la lucha del bien contra el mal luego de tanto tiempo sin otra novedad que las polèmicas precuelas que encarò George Lucas a comienzos de este siglo y con Disney habiendo comprado Lucasfilm? Hoy, luego de largos meses de trabajo y una campaña de retorno como pocas veces se ha visto, podemos decir que Star Wars quedó en buenas manos, a tal punto que quizá estemos ante la mejor película de las siete realizadas hasta hoy. J.J. Abrams se hizo cargo de la mejor tradición del cine de aventuras, esa que George Lucas sublimó con la primera entrega de la saga en 1977 y le dejó luego a Irvin Kershner, que dirigió la impecable El imperio contraataca. Y Abrams, responsable de las remakes superadoras de Star Trek, hizo con el universo de Luke Skywalker y R2-D2 lo que mejor sabe: perfeccionar y sacar lustre. El renacer de la fuerza tiene todo lo que puede querer ver alguien que disfruta del cine fantástico y de Star Wars en particular: dos horas de aventura bien contada, personajes icónicos como Han Solo (impecable Harrison Ford), Leia (Carrie Fisher, casi irreconocible), Luke (Mark Hamill), Chewbacca y los amados C-3PO y R2-D2. Como bonus, un nuevo elenco que le aporta ya no desde el estrellato como en la trilogía de 2001-2005 sino desde la solidez y la empatía por los nuevos héroes: Finn (John Boyega), Rey (Daisy Ridley) y Poe (Oscar Isaac).
El comic viene pisando fuerte hace años en la cultura popular argentina y, hasta el momento, el cine no había recogido el guante o al menos no como podría haberlo hecho. El último festival de cine de Mar del Plata, en ese sentido, contó entre otras varias gemas con esta, la apuesta definitiva del cine nacional por una estética y una tradición de viñetas, colores y personajes que sólo el comic le dio al arte internacional y popular. Kryptonita, nuevo opus del realizador Nicanor Loreti, nos planta en el conurbano bonaerense a Batman, Superman, Flash, la Mujer Maravilla, el Güasón, Linterna Verde. O como aparecen bautizados en el film: El Federico (Pablo Rago), Nafta Súper (Juan Palomino), Ráfaga (Diego Cremonesi), Ladi Di (Lautaro Delgado), Corona (Diego Capusotto) y Faisán (Nicolás Vázquez). La historia, basada en la novela homónima de culto de Leonardo Oyola, planta a los personajes en un hospital de la provincia de Buenos Aires, hasta donde el Superman vernáculo llega acompañado por sus compañeros tras una refriega. Allí se centra la trama y hasta allí se apersonan, entre otros, el monumental Joker de Capusotto, un policía oscuro que mezcla a los güasones que supieron componer Jack Nicholson y Heath Ledger con un toque de cocaína mal cortada y vino en tetra. Otros puntos altos en términos actorales son los de Lautaro Delgado, que hace magia con su Wonder Woman travesti, casi una filial local del Actor´s Studio, una composición que si los premios al cine no son todo lo conservadores que se supone, deberían el año que viene hacerle justicia de alguna forma.
Hubo que esperar pero llegó. Tuvieron que pasar varias décadas tras su muerte y 30 ediciones del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, para que llegara finalmente una película que estuviera a la altura de la densidad de la leyenda de Eva Perón. Es más: hubo que llegar hasta el último festival de cine realizado bajo el gobierno de Cristina Fernández. Pero llegó. Eva no duerme, tercer largometraje del director Pablo Agüero, es ya no una biografía del gran personaje argentino del siglo XX, sino un relato sobre el derrotero de su cuerpo sin vida. El film toma como punto de partida la llegada del cuerpo de Evita a nuestro pais, desde donde el relato salta hasta su muerte y otros tópicos centrales de la historia argentina ocurridos a partir de allí, como el bombardeo a Plaza de Mayo en el marco del golpe de la revolución fusiladora; el trabajo de embalsamamiento; el robo del cadáver a manos de los militares y el secuestro y ajusticiamiento del dictador Pedro Eugenio Aramburu por parte de Montoneros. Con un elenco que tiene su mejor brillo en Daniel Fanego y el francés Denis Lavant, Agüero logra una puesta en la que el cuidado de los detalles (desde el casting hasta la obsesiva edición de sonido y la selección de imágenes de archivo) juegan a favor de una producción que toma partido, que se permite no jugar a la neutralidad pero sin caer en el panfleto.
Acaba de editarse el último trabajo hasta la fecha del nuevo enfant terrible del cine, de quien podría decirse que es dueño de una filmografía que sigue marcando la cancha posmoderna del cine del siglo XXI. El canadiense Xavier Dolan, de 26 años, ya lleva cinco largometrajes como director y va por el sexto en filmación, sobre la ola de una obra recorrida por un hilo conceptual: el de la familia como purgatorio, cuando no como infierno en la tierra. Mommy habla de madres e hijos, pero con una vuelta de tuerca en relación a su gran ópera prima Yo maté a mi madre. Aquí, el hijo-víctima de aquella da vuelta los papeles y parece encarnar la venganza del párvulo ante el desmadre, el grito de guerra anárquico y terminal. Y lo hace fuerte, rompiendo vidrios, esquemas y lazos, hasta el punto de poner en evidencia aquello de que con amar no alcanza, o que, al fin de cuentas, lo que hay que hacer es saber amar. La madre que compone la actriz fetiche de Dolan, la enorme Anne Dorval, es la contracara de la que jugó en Yo maté... Es fácil entrar en calor con su sexualidad explícita, quererla por su bruta inocencia, odiarla, despreciarla y tenerle profunda pena por el desmanejo de todo lo que la rodea. Y todo eso, a lo largo de dos horas en las que su hijo la sacude hasta la exasperación.
"Amour", un film sin anestesia sobre la vejez y la muerte Michael Haneke, el director de "La cinta blanca" vuelve con una historia dura y dolorosa. El film tiene varias candidaturas a los premios Oscar, entre ellas Mejor Película y Mejor Actriz. Una obra superior de un realizador imprescindible. Sabemos que Michael Haneke es un realizador que en cada una de sus producciones buscó y sigue buscando alejarse de la medianís narrativa y la simpleza conceptual, desde su cuasi iniciática Benny`s Video hasta sus opus más destacados, como la escabrosa, inquietante y demoledora Funny Games o esa obra maestra del dolor y la procesión interna titulada La pianiste, con el protagónico de Isabel Huppert. Aquí, también con una participación de Huppert, en Amour, título con varias nominaciones al Oscar (entre ellas Mejor Película y Mejor Dirección) Haneke cuenta una historia llana y cotidiana: la llegada impiadosa de la vejez más cruel a una pareja de ancianos, y en la que ella, Anne, recibe la peor parte, la de la enfermedad y lo inexorable del dolor terminal. El atropello que sufre el cuerpo y la cabeza de Anna (Emmanuelle Riva) acompaña la narración, que va desde una mañana en que la mujer sufre una laguna de unos segundos, momento que inicia un derrotero de fatalidad inexorable, para ella y para su marido (enorme Jean Louis Trintignant). El director de la aclamada La cinta blanca (que perdiera su Oscar frente a El secreto de sus ojos allá por 2010) viene en este caso a presentar un film que elige no dejar de decir ni mostrar aquello que la vejez conlleva en el más de los casos: una descomposición física y mental irreversible, en algunos casos lenta y agónica, en otros veloz y salvaje. Haneke, haciendo gala de todo aquello que demostró durante años, escupe verdades clínicas con ojo cinematográfico, clava el bisturí en el dolor ajeno y lo vuelve carne de celuloide en dos horas que son una clase de cómo contar una historia trágica sin temerle al golpe bajo pero con una honestidad intelectual y narrativa envidiables. Las performances de Trintignant y Riva son antológicas, un decálogo del buen actor, del artesano de la expresión. Detrás de cámara, junto al texto, con la mira clavada en la certeza del relato, se lo reconoce al padre de la criatura, un artista de peso que sigue haciendo guerrilla desde la carne viva y el cine en estado puro.
Steven Spielberg cuenta una epopeya americana El realizador estadounidense retrató en este film multinominado al Oscar los últimos meses de vida del legendario presidente de su país. Una película solemne pero directa en su discurso, que llega en un contexto político como el que viven los Estados Unidos. Steven Spielberg ha transitado a través de su cine la historia de los Estados Unidos en contadas ocasiones. Una de ellas fue con Amistad, un película menor. La otra fue cuando filmó ese buen trabajo sobre la cuestión negra, El color púrpura, que a mediados de la década del ´80 le valió tantas nominaciones al premio Oscar como frustraciones, en una noche que no le deparó ni una sola de las once estatuillas a las que aspiraba. Pues bien, este año, según parece, la Academia ajusticiará la obra del Spielberg historiador, gracias al film del más célebre de los presidentes estadounidenses. Daniel Day Lewis, en una actuación soberbia Lincoln cuenta la historia de los últimos cuatro meses en la vida de uno de los mandatarios más icónicos del gran país del norte,. en lo que se ubica como un relato con dosis de thriller en torno a la guerra civil y la lucha personal de don Abraham por terminar con la esclavitud en todo el territorio. La impotencia por no poder concretar lo que dictaminó sin mayores posibilidades fácticas de llevarlo a cabo es la gran línea que atraviesa al film, al argumento de una biopic que no busca ir más allá de lo puntual, lo cual hace que el relato gane en dinamismo, más allá de tratarse de una narración por momentos cargada en densidad discursiva y a la que le falta mucha de la pericia que Spielberg demostró a lo largo de cuarenta años de trayectoria. Podría decirse que el director de Tiburón e Indiana Jones se puso demasiado solemne, que volvió a optar (como en Amistad) por el diálogo y la descripción obvia por sobre la imagen, que necesitó poner a lo textual oral como mandamás de una historia que se escribió con sangre pero también con textos constitucionales, juristas, legisladores. La espada, la pluma y la palabra. Lincoln, más allá del trabajo de un realizador serio, formal y cortés, es más que ninguna otra cosa una nueva oportunidad para encontrarnos con una formidable interpretación de Daniel Day Lewis, quizá el gran actor que han parido los Estados Unidos en los últimos treinta años. Otra labor soberbia, con la caracterización del que elige actuar en lugar de imitar. No está ni de lejos entre los trabajos más destacados del padre de E.T. pero sí tiene los ingredientes clave para ubicarse como un film necesario en un contexto político confuso como el que atraviesa el país más poderoso del mundo, con una población dividida entre quienes adhieren a la Casa Blanca y quienes la miran como si se tratara de un nuevo eje del comunismo internacional. Lincoln, siendo un largometraje correcto promedio en su factura y herramientas cinematográficas, no deja de ser una buena oportunidad de poner blanco sobre negro en cuanto a cuestiones históricas que no parecen del todo resueltas. Ahí es donde vale.
Tarantino más clásico que nunca Con Leonardo Di Caprio y el gran Christoph Waltz, el director de "Pulp Fiction" y "Bastardos sin gloria" volvió con todo pero a caballo, en un homenaje clásico al género del western, pero fiel al estilo que marcó a fuego al nuevo cine de Hollywood. Quentin Tarantino lo hizo de nuevo: una película con estiletazos posmodernos, basada en originales hechos por otros y a la vez transformados en obra personal, en estilo del no estilo. El director de Pulp Fiction estrena su película más clásica, con la estructura que ya le vimos en Bastardos sin gloria pero con una madurez narrativa distinta aunque tan elocuente como siempre. Foxx y DiCaprio en una escena del film Foxx y DiCaprio en una escena del film La trama gira en torno a un esclavo, Django (Jamie Foxx) que es comprado por un cazador de recompensas alemán (Christoph Waltz) para que lo lleve hasta el botín que tiene entre ceja y ceja: la captura de un par de asesinos. Según su promesa, una vez que de con ellos liberará a Django, aunque la relación que entablan ambos dispara mucho más que ese mero trámite. Django también tiene un objetivo, liberar a Boomhilda (Kerry Washington), su esposa, a quien perdió en el mercado de esclavos años atrás. El hombre que en la década del 90 pateó el tablero del mainstream a fuerza de bordear los extremos y poner en primer plano lo que suele quedar fuera de cámara, volvió a la pantalla grande con su producción de tono más clásico. No sólo porque Django Unchained es un enorme homenaje al western (quizá el género paradigmático de Hollywood, junto a la comedia musical) sino también porque se trata de una obra formalmente compuesta con ese tono, el de los clásicos sin edad. Visualmente, Tarantino continúa la línea que ha transitado siempre, vertiginosa en las secuencias de acción, con la violencia exacta y precisa que el guión ordena. El guión, amo y señor de la carrera de un realizador que ametralla de certezas al público, que sopapea a los desprevenidos con acción animal y sangre de diseño (Mr. Quentin trabaja con el mismo equipo que le "fabrica" la sangre artificial desde su primer film). La primera media hora de Django... es cine clásico en estado puro, un western que podría estar protagonizado por Clint Eastwood o el mismísimo John Wayne en sendas versiones filo progresistas. El resto, más de eso y más del Tarantino style, incluso con algunos pasajes que remiten a Perros de la calle, en la forma en que la cámara esquiva lo explícito, el gore, y elije el fuera de campo. Efecto retro en todos los sentidos, en medio de una época en la que el cine opta una y otra vez por la cámara quirúrgica, con las tripas al viento y lo explícito como norma. En ese marco, es fundamental lo de Christph Waltz, que enamoró a la cinefilia universal en el film anterior de Tarantino, Bastardos sin gloria, y que acá reafirma que es uno de los grandes nombres de la actuación estadounidense. Por su parte, Jamie Foxx hace lo suyo y Leonardo Di Caprio no se queda atrás, como un villano más que bien logrado. Una vez más, Tarantino ratifica que está al frente del cine que dio vuelta la hoja de la historia de Hollywood. A pura muerte, a todo gramo.
Lo nuevo de Disney viene pixelado El villano bueno de un antiguo videojuego protagoniza esta historia de aventura y mucho humor con toques retro. La animación está de fiesta. La factoría Disney abre el año de estrenos en los cines de Argentina con una aventura que se ubica con comodidad entre lo mejor de su producción reciente. Ralph el demoledor es cine de animación de alta gama, montado sobre el amor por lo retro y con el clic puesto con notable certeza en el gusto promedio del público. El Ralph del título es el personaje de un videojuego ya antiguo, pixelado, con una estructura y estética similar a la del Donkey Kong y similares, de esos que causaban furor en la década del 80 y que hoy son objeto de adoración por parte de coleccionistas y cultores de todo aquello que remita al concepto de que todo tiempo pasado fue mejor. De ese contexto, lo retro, lo que ya pasó, es que se escapa Ralph en busca de algo de reconocimiento, cansado de ser el villano del videogame. Arrastrado por su travesía, el atropellado antihéroe que protagoniza la historia termina condecorado en un videojuego de guerra y luego parte de una aventura pop para teenagers. Así es que "el demoledor" se transforma en pocos minutos en el accidentado copiloto de una niñita de carácter insufrible casi a cargo de una situación que aumenta en delirio a medida que avanza el relato. Esta nueva producción de la Disney recobra parte de lo más refrescante de lo que fueron sus grandes éxitos junto a Pixar, además de plantarse con un nivel de animación superior en todos los ítems, lo cual, si bien no es noticia en el mundo de la industria de los "dibujos animados", vale remarcarlo porque el resultado visual es de alto impacto. El relato es ágil, con numerosos guiños para los jóvenes y sobre todo para los adultos que se acerquen a las salas. El amor por lo retro está presente de principio a fin, incluso con el detalle de que algunos de los personajes se mueven pixelados en pantalla, con la dureza propia de las animaciones de décadas atrás. Ralph el demoledor es un gran comienzo de año para el cine de animación, para las propuestas de la Disney y para la cinefilia en general. Una de esas opciones que deleitan a padres, hijos, sobrinos y todo aquel que se le anime a la propuesta.
Peter Jackson volvió a recrear el universo Tolkien Menuda tarea la de Peter Jackson, estar a la altura de su propia obra maestra, esa trilogía definitiva sobre El señor de los anillos, a su vez el texto paradigmático de J.R.R. Tolkien. En ese marco, fue casi un gesto heroico el haber encarado la filmación de El Hobbit después de que Guillermo del Toro le tirara encima el fardo tras haber tropezado con una producción en la que en ningún momento logró cuajar. Así es que una década más tarde de haberse introducido en el universo de los elfos, los enanos y los orcos, Jackson continúa con El Hobbit por el camino de la aventura mítica. En este caso, el foco no está puesto en Frodo sino puntualmente en las aventuras vividas por un joven Bilbo Baggins (Martin Freeman), mucho antes de ser el anciano que conocimos en la trilogía original. La travesía del personaje en cuestión consiste en haber sido arrastrado a la riesgosa aventura de reclamar el Reino de los Enanos de Erebor, conquistado tiempo atrás por el mortífero dragón Smaug. El derrotero de nuestro antihéroe es acompañado nada menos que por el mago Gandalf (Ian MacKellen) y un grupo de aventurados enanos liderados por el guerrero Thorin. Lo nuevo de Tolkien según Jackson, que llega con el atractivo de una versión digital de altísima definición, a 48 cuadros por segundo (lo habitual son 24) tiene como priincipal punta de lanza el trabajo visual, impactante, que incluso logra superar a lo ya conocido. Quizá los fanáticos más acérrimos del autor de las máximas épicas de la literatura fantástica se revelen contra la forma en que el realizador unió a esta historia con la contada en torno al anillo. El haber carecido de los derechos de la novela "El Silmarillón" le entorpeció un poco la tarea, pero para el público masivo el link entre ambos relatos es coherente y logra una fluidez merecida para un texto que podría haber resultado farragoso. Son dos horas y media de cine en estado puro, aventura imponente y gallardía narrativa. De la misma manera, el trabajo de diseño de producción (construcción de los mundos que vemos en pantalla) a cargo de Dan Hennah, el mismo de las otras tres películas, es superior a todo lo que hayamos visto hasta el momento, una (re)creación obsesiva que se complementa de forma magistral con un batallón de efectos visuales que alcanzan la perfección en todo momento. Un párrafo aparte merece, otra vez, Gollum, verdadero prodigio de la técnica visual. El ser animado que representa en la cosmogonía de Tolkien una de las caras más perversas del mal tiene aquí un regreso a la pantalla a la altura del peso que tiene en la historia, además del atractivo que genera en los espectadores y, más que nada, del peso que tiene a la hora del corte de entradas en las boleterías. La dupla de literatura y cine más productiva en términos de arte y taquilla, está de vuelta. Tokien-Jackson, Jackson-Tolkien, volvieron a unir fuerzas y el resultado es óptimo. A disfrutar.