Diabólico. ¿Qué es lo que nos da más miedo? Una cara que nos mira donde no debería haber nadie. Una presencia desconocida que respira cerca nuestro cuando estamos durmiendo. La voz de un emisor anónimo cuyo origen resulta imposible de precisar. La forma más primitiva del miedo se construye con el malestar generado a partir de la perversión súbita de un orden que consideramos natural. Miramos la foto que nos sacaron y en el lugar del paisaje familiar, violentándolo, aparece la figura difusa de un ser que nadie fue capaz de advertir en la escena original. La noche del demonio empieza con una secuencia de planos que recorren una casa en penumbras. En cada uno de ellos se agita algún trazo de anormalidad: en la habitación del niño que duerme en medio de una paz perfecta, un rostro observa pegado a la ventana. Al fondo del pasillo en cuyas paredes se ven las fotos de los integrantes de la familia, junto al reloj señorial, se mueve una forma vagamente humana. El director James Wan, responsable del inicio de la mecánica y redituable saga de El juego del miedo, había probado ya la fórmula de un hogar burgués interrumpido abruptamente en el flujo de su cotidianeidad con Sentencia de muerte. En aquella ocasión el odio estaba servido casi como un requisito indispensable del guión: un chico moría a manos de una patota y el padre se hundía en una furia homicida. Mediante breves escenas que subrayaban el bucólico ambiente hogareño previo a la tragedia –el joven destacaba en los deportes y se sugería la posible obtención de una beca de estudios–, además de la ostensible afinidad entre padre e hijo quedaba establecido de antemano un grado de horror que, como si se tratara de un reflejo condicionado, solo podía ser redimido por la sangre. Una curiosidad de La noche del demonio es que la vida del matrimonio protagonista no parece demasiado idílica. La película hace una rápida descripción de un sinfín de contratiempos domésticos (la pareja tiene tres chicos que van de los diez u once años para abajo) en la que lo primero que se advierte es que mientras el tipo, después de roncar la noche entera, se va volando a su trabajo, la mujer se queda lidiando con todas las tareas de la casa y en el tiempo que le queda recién puede ocuparse de su propio trabajo, aparentemente relacionado, por unos libros que se ven en la biblioteca, con el uso terapéutico de la música. Más tarde se la ve sentada al piano, tratando de componer una canción. La posición de relegamiento personal que ocupa dentro de la órbita de la casa queda más clara enseguida, en otra escena en la que el marido confiesa no prestarle mucha atención a sus canciones y ella no atina más que a reírse con resignación. Cuando uno de los hijos entra en un inexplicable coma repentino, el hombre sigue con su rutina diaria fuera de la casa y la mujer se dedica por entero a su cuidado. La película deja pronto de lado todas esas cosas sobre la mujer, pero el que piense que en el comportamiento del marido hay una señal no estará tan errado. Lo que ocurre es que más tarde, en los momentos en que las inquietantes imágenes del principio se revelan como parte de un flashback, heridas fundacionales flotando en el laberinto de la mente de uno de los protagonistas, la película empieza velozmente a perder la fuerza que provenía de una amenaza que no tiene nombre, que acecha sin explicación ni motivo discernible alguno. El equipo conformado por la amable viejita y el simpático par de tontos que es convocado para liberar a la familia del mal constituye, en la trama, un anticipo de la vocación reparadora de La noche del demonio. Solo queda a partir de allí machacar con golpes de efecto, con un montaje abrupto reforzado por la música y con explicaciones que nos ilustran acerca del carácter malévolo de los espíritus que intentan apoderarse de la voluntad del niño dormido. Aclaremos: no es que se nos retaceen los demonios en la película de Wan, solo que estos quedan demasiado pronto relegados al papel que les asigna una manifiesta intención cientificista. Cada tanto, apenas alguna imagen afortunadamente misteriosa, de esas cinceladas en el vacío, casi como un significante puro, viene a horadar la pasión positivista americana mediante la que se nos dice que, después de todo, con los especialistas adecuados cualquier clase de horror puede ser extirpado de las tinieblas, convenientemente expuesto y neutralizado. Créanme que el último plano de la película no cambia nada.
La espía que me amó. Hay una cosa bastante simpática en este thriller político que Doug Liman dirige con más buena voluntad que destreza: las escenas domésticas que protagonizan sus dos personajes principales, el matrimonio compuesto por Naomi Watts y Sean Penn. En los primeros planos que la película nos entrega hay un nervio propio de las historias que transcurren en las altas esferas del poder. Uno no entiende mucho qué pasa pero sospecha que se está por jugar algo trascendente. Naomi pone esa increíble prestancia que no tiene nadie más que ella, esa distinción cultivada con años de trajín, no ya en el cine sino en la vida, esas arruguitas deliciosas, incluso ese asomo de papada (para mí no, pero eso es lo que dice mi amiga Casandra, munida de esa proverbial clarividencia que parecen tener algunas mujeres para detectar los defectos de sus congéneres), todo mientras un tipo la mira feo, sobrador, y temblamos un poco, a ver si descubre la verdadera identidad de la chica, que resulta ser la de una agente de la CIA. Después van los dos en un auto en medio de la noche. Algo amenaza con estallar por fin ahí pero no, el plano se corta en lo que parece ser el momento de mayor ebullición de la escena. El procedimiento se repite a lo largo de la película con una elegancia cuya gracia elíptica se complementa con el sentido de la oportunidad con el que sus responsables se dedican a humanizar a los personajes. Precisamente, los pantallazos de una topografía cotidiana llena de ripios prosaicos airean la película de un modo notable: de esos momentos de tensión que constituyen el día a día de su ganapán (la mujer viaja por medio mundo, participa en complicadísimas operaciones para Uncle Sam), Naomi, con esa capacidad de maniobra que tan bien le conocemos para adaptarse a distintos registros, pasa a tener que lidiar con las demandas de sus dos niños, a prepararles el desayuno, firmarles el boletín, cosas así. Después, en un punto álgido de la película, ella que es una mujer dura entrenada según los innombrables procedimientos con los que se curten los aspirantes a tan selecto club, se mete en el baño y se derrumba llorando frente al espejo. En serio, no es porque esté enamorado de ella, la rubia tiene algo cinematográfico notable, hay que creerle todo lo que haga, el gesto casi imperceptible, la textura de su voz, la verruga mínima sobre la comisura de los labios. En otra buena escena en la que están marido y mujer cara a cara, al que le toca quebrarse es a Sean Penn . Su personaje es un ex embajador de Clinton pero en realidad el actor hace un poco de sí mismo. Es decir, de ese americano que tiene internalizados los valores de los fundadores de la patria, que le pone los puntos a Bush cuando lo ve por televisión y le enmienda la plana a los amigos que se le vuelven un pelín republicanos en las sobremesas. Es que la trama de Poder que mata, finalmente podemos decirlo, se desarrolla en el 2002, mientras se prepara la comedia para que todo el mundo acepte como necesaria la invasión a Irak. ¿Importa mucho eso, después de todo? Más o menos, en verdad no tanto: como toda película de su especie, Poder que mata denuncia un estado de cosas, pero su acento está puesto en el costado humano de los denunciantes. Por cosas que son engorrosas de develar, a Naomi la echan de su trabajo y sobre el marido caen sospechas de antiamericanismo, que son las peores sospechas del mundo. El matrimonio se reduce entonces a unos despojos en los que, sin embargo, brilla el rescoldo de una vieja pasión. Cuando la película da un giro y empieza a preocuparse más por el personaje de Penn, el fetiche del heroísmo que se le retaceaba a la mujer puede cumplirse ahora como Dios manda. Vilipendiado y calumniado, ese buen padre de familia de ideas liberales se transforma inopinadamente en el eje de la acción: da furiosas conferencias en las universidades, aparece en programas periodísticos. Lo hace por la patria pero también se salva a sí mismo. Finalmente, hay una especie de ideal kantiano ahí. El hombre actúa como debería hacerlo un ciudadano cabal, si se imita su conducta el bien común está asegurado. Con el personaje de Naomi un poco afuera de este verdadero festival de civismo y buena conciencia la película ya no me interesa tanto. Me gustaba más verla a ella correr de un lado para el otro y aterrizando en su hogar a la mañana, justo para despachar con un beso a los chicos rumbo al colegio, para volver a salir después en pos de quién sabe qué riesgosas aventuras. La verdad es que en el cine siempre es mejor una chica en peligro que un santurrón con anteojos de ver de cerca.
Noticia de un secuestro. Hay un ligero desánimo que asalta la visión de Secuestro y muerte: casi todo el tiempo queremos ver más. Ya en sus dos películas de ficción política anteriores (Hay unos tipos abajo y El ausente) Rafael Filipelli no se privaba de enfrentar al espectador con un par de objetos extraños, convenientemente inaprensibles. Parte de la lucidez de su autor, acaso, haya sido también entonces la de no mostrar nunca todas las cartas, la de postular el cine como el ejercicio de la mirada en torno a un misterio. Con una caligrafía despojada y ajustada al extremo, siempre animada por una desusada elegancia (ver los hermosos y fluidos planos de la ciudad de noche en Música nocturna a modo de ejemplo) el director parece diseñar sus películas como si fueran parpadeos, serenas aproximaciones a un núcleo en permanente fuga. No diríamos que se trata de balbuceos –porque su tono característico es demasiado preciso y seguro como para que la expresión quepa–, pero sí que hay algo de un discurso que no se completa, que no pretende arrogarse el efecto de una conclusión cuya improcedencia proviene básicamente de su carácter tranquilizador. En Secuestro y muerte el director argentino parece abocado a tensar todavía más el distanciamiento poético que le imprime a sus películas, quizás como consecuencia de hallarse esta vez ante un tema cuya evidente notoriedad histórica lo carga irremediablemente de preconceptos. Secuestro y muerte, que se resume en su título de manera ejemplar, alude al secuestro y posterior asesinato de Aramburu, en lo que constituye la primera acción política con la que se da a conocer el grupo Montoneros. Pero no hay nombres propios en la película, y las referencias históricas sólo aspiran a establecerse como el fondo enlutado de su tema principal: se trata de una lucha, pero ¿entre quiénes? Las dos facciones en pugna no alcanzan a definirse sino en sus propias palabras. En el interrogatorio al que los jóvenes someten a su prisionero, sin embargo, el interrogado se defiende con argumentos propios de un revolucionario que en otras circunstancias podrían corresponder a sus captores. Estos a su vez, lucen como burócratas de sus propios sueños, empeñados en la extenuación de un estribillo que recién se hace explícito más tarde en la película, en un plano casi abstracto, de una extraña belleza, donde aparece pronunciado el nombre del Che Guevara: “Es la hora de los pueblos”, se dice. Filipelli caracteriza a todos sus personajes como seres un poco extraviados, sin demasiadas luces, mediante la imposición de un tono actoral neutro que elude con discreción el realismo convocado por la puesta en escena pero que logra integrarse armónicamente al conjunto. De un modo que puede resultar paradójico, la película se las arregla para exhibir un espeluznante aire de tragedia amparada precisamente en la frialdad de sus materiales. Filipelli opera por sustracción. Y el sentimiento trágico es algo que no puede asirse ni identificarse con claridad: sólo sus efectos son concretos. Lo que el director registra entonces es el trazo de los cuerpos anclados en el paisaje gris de los actos cotidianos que se despliegan en un tiempo de espera. Y también las palabras, que adquieren un contorno melancólicamente lúdico o se enzarzan en una gimnasia cuyo énfasis no consigue impugnar la sensación de una suerte echada de antemano. Los personajes se sientan a la mesa a comer, escuchan las noticias en la radio, miran por la ventana o especulan acerca de las repercusiones públicas del secuestro. De vez en cuando un resplandor brevísimo se insinúa en un cruce de miradas entre la chica y uno de los muchachos. Pero en Secuestro y muerte no hay erotismo porque no hay historia sino un tiempo que parece fuera del tiempo, misteriosamente liberado de las tensiones oceánicas de la época. De golpe uno tiene ganas de ver más: le gustaría poder apreciar algo de vida en la relación entre el secuestrado y sus antagonistas o poder discernir rasgos particulares en esos jóvenes viejos que hacen de la militancia una liturgia de la que parecen insospechadas víctimas. Quisiera que pusieran música, que bailaran, que se rieran. Filipelli reniega de toda concesión reparadora y entrega a cambio una película cuya implacabilidad está a la altura de su autor: acaso los cineastas más interesantes son los que nunca están dispuestos a dejarnos del todo conformes.
34 puñaladas. El proyecto que Wes Craven lleva a cabo con su saga de Scream parece tutelado por el halo de una convicción que puede sonar fúnebre: eso que llamamos “género” es una pasión que habría que declarar pretérita, algo que sólo se cultiva en el presente bajo el signo de la impostura. Si el género establece un horizonte cincelado en el juego oscilante entre la previsibilidad y el punto de fuga –cuya posibilidad, también presumible, se vuelve parte indispensable del mecanismo– Craven se dedica a describir con precisión la vanidad risible que subyace en un cine que insiste en el género como si se tratara todavía de una empresa posible. Por eso Scream 4 da la sensación de que gira en el vacío, de que, por no poder escapar completamente de la tara que señala, se encuentra por momentos metida de cabeza en un agujero con las patas moviéndose en el aire. En un movimiento insólito, el director dispone tres falsos comienzos con los que Scream 4 parece una máquina trabada, atragantada con el veneno de su propia conciencia. Los sustos en su película devienen en su mayoría en falsas alarmas, que se convierten a su vez en chistes. Craven, que tiene en su filmografía películas de culto pertenecientes al género slasher, quiere dar por terminado esa clase de cine proponiendo una maniobra cuyo barroquismo luce más vocacional que otra cosa: la enumeración no exhaustiva de antecedentes del género que se ofrece en Scream 4 va a parar al haber de citas cinéfilas con las que muchas películas actuales simulan las marcas de una inteligencia extra. Si en Craven la cinefilia pretende ser algo más, por ejemplo una señal con la que se advierte que el género no puede ser ya inocente, y que sin esa inocencia no tiene razón de ser, la cosa no aparece tan clara: debajo de todo su espesor metalingüístico, Scream 4 no se priva de proporcionar tres o cuatro escenas de asesinatos espectaculares que podrían pasar a integrar una probable antología del género. Apoyándose en su notable pericia técnica, el director es capaz de hacer surgir todo el horror posible que se desprende del aspecto físico de un cuerpo acuchillado, y es en esos momentos donde la película exhibe una especie de fe conmovedora en la solidaridad que se produce a partir de la identificación del espectador con el destino de las víctimas. Craven, al final, no es un cínico sino un cineasta cuya inteligencia parece llevarlo a un callejón sin salida aparente. De allí las fluctuaciones de una película que parece postular el abaratamiento por repetición de sus materiales, al mismo tiempo que se vuelca con el énfasis de un creyente apasionado a producir escenas de alto impacto como si se lo estuviera haciendo por primera vez. O como si una casi olvidada frescura original pudiera ser reeditada sin lamentar la ausencia de aura alguna. De pronto, en Scream 4 advertimos que su director podrá no creer en la supervivencia del género pero parece creer en el núcleo humano de sus personajes y de su suerte. En el medio del pánico, en una secuencia que se convierte en comedia por acumulación pero que no termina nunca de ceder completamente a la risa liberadora mediante el ajuste incesante del grado de violencia, las dos mujeres que se disputan secretamente al comisario (su propia esposa y su compañera policía) se echan miradas furibundas tras las que se prometen mutuamente, sin emitir palabra, una tregua hasta que el enemigo común sea derrotado (ese omnipresente asesino cuya máscara parece tallada a partir del horror existencial presente en El grito de Munch). En momentos como esos Craven nos convence de que puede filmar cualquier cosa que se proponga: su habilidad para la disposición de los planos es aguda y su manejo de los actores es notable. En esta ocasión ha diseñado una comedia trágica de la vida mientras da muestras de su disconformidad con los géneros apelando a uno de los más codificados y mecánicos que existen. Lo que nunca acaba de hacer es de manifestarse abiertamente en contra. No era estrictamente necesario, pero la película pierde algo del aire desafiante que prometía casi como en un susurro. Todo no se puede.
Descangayadas. La peor película del mundo tiene nombre. Ahora lo podemos decir. En algún punto, lo que hace Diego Rafecas es ilustrarnos por el lado del absurdo, llevando su prédica a un extremo tal que la conclusión se deriva ostensiblemente de la mera observación. Se cae como una fruta podrida del árbol, digamos: amigos, por acá no es, no hagan esto, ni en sus casas ni en ninguna otra parte. Es la clase de lección que se aprende duramente, a puro golpe de televisión de la mala. Después de todo, nada demasiado novedoso: estupidez, más desprecio, más estupidez. Y así. El copioso argumento de Cruzadas es en realidad amébico, pero el carácter narrativamente veleidoso de la película, con sus constantes idas y vueltas en el tiempo, intenta disimularlo con una suerte que también es magra: muere un magnate de los medios (esos que ahora se llama multimedios, o medios concentrados), interpretado por Enrique Pinti, y quedan sus dos hijas para disputarse la herencia. Una de las dos, en la piel de Nacha Guevara, no ha sido reconocida como tal y es una reina de la bailanta. Moria Casán hace en cambio de la hija legal del finado, sobre la que en principio recae el usufructo del holding de marras. A partir de esa escena básica, la película dispone una serie de situaciones simétricas: Moria tiene un hijo cuadripléjico del que se avergüenza y al que mantiene oculto; Nacha, por su parte, tiene una hija que aspira a ser como ella y despojarla de su reinado. Las torpes intrigas descriptas se adelantan de algún modo en el título. Pero en el fondo, Cruzadas se dice en femenino porque la apuesta de Rafecas está en su dos actrices protagonistas, ya que de la decisión de casting, también, se desprende la idea de hacer jugar a las mujeres con el preconcepto que el público tiene de ellas: la “fina” hace de bailantera; la “grasa”, de empresaria. Ese tipo de ingenio que repta a través de la producción y del guión, tiene su continuación en los bestiales retruécanos de los diálogos, en donde parece resumirse un compendio sin igual de imbecilidad, maldad y cinismo. En una escena se le achaca al personaje de Pinti haber liquidado gente para levantar su imperio. El tipo responde diciendo, palabras más o menos, que eso es verdad, pero que en los años ochenta vio todo más claro y cambió de manera de ser. La película lo presenta como un viejito piola que fuma marihuana y se preocupa por el destino de sus empleados. Cuando va furtivamente a mirar a su nieta (Chachi Telesco) en un ensayo, el baile se interrumpe y la chica la emprende violentamente a golpes con una corista. El plano hace un corte a la cara de Pinti que observa la escena con la misma expresión de ternura, o algo parecido, que tenía antes de que se iniciara la pelea: no sabemos si con Rafecas estamos ante un verdadero maestro de la ambigüedad o de un caso notable de ineptitud suprema, algo que no se veía desde las películas de explotación más crasa protagonizadas por Olmedo y Porcel como Los colimbas se divierten. Otro de los planos de Cruzadas se encarga de humillar a Claudia Albertario mostrándola de atrás cuando camina con la gracia de un mandril mientras se acomoda la bombacha. Después, con un chicle en la boca, el personaje balbucea preguntándole al hombre que está a su lado con quién hablaba por teléfono. “Con Darío Vittori”, responde el otro con un tono de desprecio infinito. Además de puta, el guión obliga a la chica a ser tarada. Y como es ambas cosas, hay que maltratarla por partida doble. Es que en la sucesión de escenas grotescas de la película, mal actuadas y peor filmadas, de una fealdad que resultaría casi conmovedora si no fuera tan ofensiva, el director despliega los retazos de una convicción que no por visitada resulta menos sorprendente: no existe el cine, sólo la televisión. En realidad, parece decir la película, ni siquiera existe el mundo si no está moldeado y reticulado por la televisión, por su memoria y su moral. Un chiste que se dice por lo menos tres veces en Cruzadas, con variaciones mínimas, es el que alude directamente a un olvidable sketch de Tinelli de hace más de una década: me tomo una garompa y todo me chupa un huevo. La primera vez que se enuncia, algún espectador se ríe solitario, sorprendido acaso por el recuerdo de su primera juventud: un rayo que en la oscuridad de la sala lo toca como si el tiempo no hubiera seguido su curso desde entonces, o como si mediante el énfasis de la supervivencia se vieran legitimadas las pasiones vergonzantes del pasado. El de Cruzadas es un humor vintage.
Escenas frente al mar. A los productos de Neil Jordan los distinguió siempre una moderada destreza fotográfica y un despliegue insincero de golpes de timón cuyo fin es disimular el absoluto vacío que los afecta. Como saben todos, aquella película suya que produjo tanto revuelo inútil, El juego de las lágrimas, venía con sorpresa, pero parte del efecto podía sospecharse sin mucha perspicacia más o menos con una hora de antelación. Se trataba una película gélida e inocua, que ocultaba su intrascendencia bajo un ropaje de noir político que al final se diluía en pos del módico escándalo que terminaba constituyéndose en su verdadera razón de ser. En su otro indudable hit, Entrevista con el vampiro, el director apelaba sin convicción a una dramaturgia inspirada en el gótico sureño, pero su historia de vampirismo exhibía una sensualidad impostada que languidecía entre lugares comunes y planos pasteurizados de sus divos protagonistas. Dividido entre su Irlanda natal y los Estados Unidos, el hombre resulta más un profesional de la industria del cine que un creador de ninguna clase. Decir “Una de Neil Jordan” es no decir absolutamente nada, y su filmografía marcha dando barquinazos como en una tómbola a ver si alguna película le sale con más o menos suerte que otra. En Amor sin límites las cosas no mejoran demasiado. La película gira alrededor de una criatura marina de índole mítica que los lugareños denominan selkie. El folklore irlandés, como el de cualquier parte, se encarga aquí de ejercer una apelación sentimental con la que lo típico encuentra su justificación universal y lo banal se hace pasar por irreemplazable. De paso, se lo declara patrimonio exclusivo de la clase obrera y así se la puede hacer sufrir como loca para redimirla, falsamente, otorgándole el dudoso beneficio de lo maravilloso. La vibración genuinamente material que engalana unos pocos planos de Amor sin límites se ve rápidamente impugnada por la ternura esencialista propia de la fábula que en realidad le da vida. Los personajes andan cabizbajos y tristes, sojuzgados por el guión y sometidos a una teleología que la película se impone a fin de resaltar el carácter excelso de un amor que se escribe con mayúsculas. La selkie tiene la fisonomía de una mujer hermosa que se confunde con la paisajística de la zona costera donde se desarrolla la película. Que después de todo la criatura no sea lo que parecía sino otra cosa describe el sistema imperante en parte del cine industrial actual, que entrega sin el menor convencimiento varias cosas a la vez con el mismo envoltorio. El misterio raquítico que campea a lo largo de la película y la torpeza de su resolución son una necesidad en el programa conservador de Amor sin límites, que renuncia a toda ambigüedad cinematográfica mientras se consagra a la cursilería propia de una moraleja para adultos.
Informe sobre ciegos. Una chica de enormes, tremendos ojos azules de ciega se pone alrededor del cuello una soga que cuelga de una viga de su casa para terminar con su vida por propia voluntad. Suena una canción pop en inglés y ella le habla a alguien, que solidariamente no vemos, diciéndole que no aguanta más, que por favor pare. En otra parte, su hermana gemela llamada Julia tiene un colapso. “Es mi hermana”, dice cuando los que están a su alrededor se le acercan alarmados y le preguntan qué es lo que tiene. Poco después la policía investiga el lugar donde ocurrió la desgracia, los forenses se llevan el cuerpo de la hermana de Julia y se llega a la conclusión de que se trata de un suicidio liso y llano. Todos están de acuerdo con la versión oficial menos Julia. Claro, si nadie se opusiera no habría caso. Ni película. Los ojos de Julia resulta ser un thriller que se ve como un suspiro mientras el espectador acompaña la carrera contra el tiempo de la pobre Julia, que padece la misma enfermedad degenerativa de su hermana muerta y está perdiendo progresivamente la visión. Para colmo de males, cada crisis nerviosa le produce una ceguera momentánea a modo de preámbulo de la oscuridad total que la espera de un momento a otro. La actriz Belén Rueda interpreta a las dos hermanas, rueda por la película con los ojos espantados de Julia y el escote siempre a punto mientras pasa las de Caín: sufre como una condenada. El director catalán Guillem Morales provee pequeños golpes de efecto de la vieja escuela para sobresaltar e incomodar al espectador –fragmentos de música que estallan, movimientos bruscos de cámara así como angulaciones rutinariamente poco convencionales– al igual que giros de guión constantes que aseguren que la máquina de contar que es la película simule proseguir su marcha impelida por el mero peso de los acontecimientos. El marido de Julia parece sospechoso, pero también el vecino libidinoso de la que pasó a mejor vida, su médico, el comisario, el enfermero de la clínica para ojos, la hija del vecino, el empleado de la playa de estacionamiento, y siguen las firmas. En el fondo la pobre Julia está sola en el mundo con su pena y lo que aparenta cerrarse sobre ella es la negrura sin nombre de un extrañamiento que crece despiadadamente a su alrededor. Allí parece jugarse parte del núcleo de nobleza que anima la película. Casi no hay sangre acá, el pulso del horror se mantiene sobre las precipitadas ruinas de una vida que no se resigna a convertirse en sombra espectral de sí misma. Mientras se acumulan los cadáveres en manos de un asesino siempre escurridizo y ubicuo, Los ojos de Julia parece exhibir las mañas venerables de un giallo hablado en español y se revela como un moderado e inofensivo entretenimiento en tiempos de un cine de género globalizado.
Paisaje después de la batalla. Invasión del mundo – Batalla: Los Angeles es, en principio, el espectáculo terrible y fascinante de un mundo que se cae, que se derrumba sobre sus propios cimientos. Desde hace unos años, conforme los efectos especiales alcanzan un nivel superlativo de verosimilitud, la ciencia ficción en su variante “invasión del planeta Tierra por parte de fuerzas extraterrestres” cuenta con esa capacidad para impactar la retina con la visión de cómo lo que luce familiar se ve dado vuelta, arrasado, convertido en la ruina ardiente de lo que supo ser. Haciendo honor al mandato de ese linaje reciente, la película muestra sobre todo los efectos devastadores de la llegada de los invasores interplanetarios –primero en televisión, que es el modo en el que se establece el principio aceptado de realidad–, como si nuestro pobre hábitat no estuviera ya suficientemente vapuleado. Se organiza entonces la resistencia. En una serie de planos enloquecidos, en los que se reproduce el estado de desquicio con el que las fuerzas armadas se justifican a sí mismas, se puede apreciar el ambiente donde se desenvuelven los marines, con su carga ritualizada de tensión contenida, de músculos en busca de una razón de ser, de miedo listo para convertirse en odio ante la primera señal de alarma. En el medio de ellos se destaca el sargento Nantz, que tiene una mancha en su conciencia por una actuación desafortunada en el pasado, y que se ve obligado a hacerse cargo de un batallón destinado al epicentro de los hechos, situado en algún lugar de la ciudad que prescribe el título de la película. Al introducir el elemento humano en el remolino casi abstracto de las imágenes precedentes, lleno de caras y cuerpos anónimos, no se llama a filas a la alegría sino al dolor. Con exactamente dos planos de la bandera de los Estados Unidos que parece ondear contra un cielo convulsionado se despacha la cuestión nacional para, en seguida, instalar al espectador en el clima de terror reinante que resulta ser la módica clave de disfrute de la película. En este ejército nadie goza, se sufren la persecución y el exterminio. La película vuelve vívidas las pesadillas de un país invadido en donde todo lo conocido trastoca su aspecto y se vuelve el rostro ominoso del abismo al que nos precipitamos cuando dejamos de reconocer lo que está a nuestro alrededor. Una notable secuencia, en la que se derriba en el aire a un extraterrestre que termina cayendo dentro de la pileta de una casa deshabitada, culmina con un marine aterrorizado apuntando con su rifle el agua burbujeante, como si de ella fuera a emerger en cualquier momento la criatura monstruosa de una película fantástica de los años cincuenta. En otra, el sargento se lanza a una perorata bastante cursi en la que se intenta reforzar con palabras el humanismo dudoso que la película pretende arrogarse, al menos como telón de fondo. La escena es larga y particularmente torpe en su carácter de injerto catequizador dentro de un conjunto en el que prima el sentimiento básico de extrañamiento y horror, ya que de lo que se trataba hasta el momento era de seguir a ese grupo humano inmerso en el desconcierto y el espanto que le tocaban, de mostrar el curso errático de sus aventuras en las que ninguna alusión externa venía a horadar la fuerza centrípeta de esa pasión llamada supervivencia. La película no pierde el equilibrio pero el olor a moralina se siente como una estafa. Invasión del mundo – Batalla: Los Angeles se revela pronto como un destilado de géneros populares que no se excluyen mutuamente sino que se asumen como parte de una historia moldeada por el pulso de una ideología común. Hacia el final, el coraje individual y el trabajo en equipo parecen establecer una ética a partir de la que el campo devastado después de la batalla puede observarse con el pecho lleno de la dulce satisfacción del deber cumplido. Al sargento Nantz se le habrá muerto un soldado en el pasado pero ahora ha salvado a varios. La acusación a Invasión del mundo – Batalla: Los Angeles del cargo de ser una “película de reclutamiento” resulta tan apresurada como improcedente. Más bien, de lo que se trata es de machacar con una lección. La contrapartida del esfuerzo y la superación personal es, si no la prosperidad material, la tranquilidad del espíritu.
Comediantes. Una comedia, aunque no tenga muchas luces, se puede llevar a cabo si cuenta con actores competentes. En esta comedia romántica de Ivan Reitman, que no tiene romance y casi no tiene comicidad, Ashton Kutcher cumple bien, con una dignidad que parece venirle como resabio de un cine pretérito, en su papel de tarambana inveterado, siempre un poco a la intemperie del afecto y la atención. Una de las curiosidades más enojosas de Amigos con derechos es la poca sustancia de los personajes, pero el actor consigue providencialmente zafarse de la maldición porque, a esta altura, sus personajes son casi siempre arquetipos construidos con músculos y un atolondramiento elaborado con notable tozudez película a película. Si lo pensamos un minuto, vemos que ya en That ‘70s Show el tipo era un pedazo de humanidad primitiva, alumbrada con una sonrisa de primate, a la que se podía acudir de tanto en tanto para darse con ella un buen revolcón como hacía el personaje de Mila Kunis. Cuando quisieron que se calzara un traje de Cary Grant le faltó la sofisticación necesaria hasta para lustrarle los zapatos al ilustre expatriado, el acid eater inglés. En la película de Reitman también está Greta Gerwig, que resulta ser la princesa del balbuceo, de la palabra deslizada levemente a destiempo, la soberana de las miraditas dirigidas a un infinito que en realidad es acá nomás, que no es otra cosa que estos rincones de locura común en los que amanecemos a diario. Lástima que le toca un secundario con pocas escenas. Pero una comedia romántica sin gracia es un cataclismo. Y la gracia es también fluidez, elegancia, claridad, distinción. Tenemos dos actores del lado de los buenos pero con eso no alcanza. La cruda verdad es que a Kutcher le falta una partenaire digna. Por más grandote que sea, no se debe pretender que el tipo lleve todo sobre sus espaldas. Y ya se sabe que con Natalie Portman, la estrella de marras que lo secunda y cuyo nombre nos guardábamos de pronunciar todo lo que podíamos, no se puede contar para nada. Cuando era chica llevaba amiguitas a su casa para que la vieran jugar con las barbies a ella sola, minga se las iba a prestar. Portman siempre está ocupada en sus pequeños unipersonales, esos actos de vandalismo privados en los que el conjunto termina saboteado desde sus mismísimas entrañas. Su belleza impávida, esculpida a golpes parejos de ingravidez y estreñimiento, la convierten en una negada total para la clase de comedia que se intenta sin suerte en Amigos con derechos. Sin química –esa palabra maldita– que cohesione a los actores ni ideas narrativas que sirvan para disimular su falta, una comedia no es más que una cosa inerte que sólo usurpa esa categoría por prepotencia de nomenclatura. Además, Amigos con derechos exhibe un par de torsiones respecto de sus hermanas mayores, comedias de pleno derecho (ella es la que no quiere compromisos, en cambio él trata de formalizar a toda costa; hay personajes que parecen tener una orientación sexual y terminan teniendo otra, por ejemplo), que se encargan de darle el toque de falsa contemporaneidad que el cine de Hollywood pide a gritos, atento siempre a la corrección y a los buenos modales, pero que achatan todavía más el horizonte de la película y le restan lucidez y arrogancia. Porque una comedia romántica debería ser una cosa de otro planeta en estos días; debería, tal vez, mirar a la cara del espectador desde un tiempo que es sólo el del cine en lugar de arrastrarse servilmente buscando conectar con la audiencia de manera automática. Amigos con derechos no hace nada de eso sino que se adapta, entra en la madurez, como su pariente La familia: Reitman consigue una comedia romántica madura en la que ningún elemento parece importar como no sea la lagrimita que corre por la mejilla del personaje de Kevin Kline, que llega justo a tiempo para advertirnos acerca de lo conveniente que es en la vida tomar las decisiones correctas.
El hombre que cayó a la Tierra. Algo que proviene del espacio exterior, se abalanza sobre el mundo y se interna en el bosque, lanzado a toda velocidad como un animal salvaje, marca el comienzo espectacular de la película. Los sobrevivientes de un planeta invadido vienen a parar a la Tierra. Sus perseguidores también. En un ambiente de cuento de extraterrestres, la pequeña película de Caruso envuelve una historia de teenagers cuyo humilde encanto se deriva en parte de albergar clichés como si fueran los últimos vestigios del mundo conocido. La premisa de Soy el número cuatro podría ser: si nos invaden qué nos queda sino resguardarnos en estas cosas humanas conocidas, por ejemplo el paso traumático por la preparatoria, reglamentariamente odiosa para los chicos sensibles, con sus matones de esquina; o la tímida desesperación que anida en las entrañas de un pueblo chico. El director construye todo ese mundo familiar para venir a interrumpirlo con la aparición de sus fuerzas galácticas en pugna. El número cuatro del título es un chico a punto de ser cazado por sus enemigos, alguien que va hacia la adultez mientras descubre, como cualquier superhéroe al uso (pongamos Peter Parker), que tiene poderes descomunales para defenderse y que debe aprender a administrar como es debido. La diferencia es que este chico sabe desde el primer momento que su vida no puede ser como las de los demás, por lo que padece la soledad de su doble personalidad aumentada por el condimento de un desarraigo esencial. Cuando va a la casa de una compañerita y conoce lo que es una familia siente la punzada de una rara añoranza, originada en la ausencia de lo que nunca se tuvo. La película describe un vacío por oposición y con eso le alcanza para dotar a su protagonista de un aura de justa nobleza. Una pelea con un monstruo comedor de pavos que tiene lugar dentro de un aula que queda literalmente destrozada, así como la presencia siempre amenazante de un oficial de policía, parecen sindicar la prescindencia de las instituciones en lo que respecta al estupor de los adolescentes protagonistas, ya sea el de los que buscan un hogar o el de los que quieren alzar vuelo y dejar el suyo. En sus paisajes diurnos, de pleno sol, o en las escenas de noche, en calles desiertas de un barrio que duerme satisfecho de su llaneza y rectitud, la película no se priva de ofrecernos ráfagas de una melancolía irrenunciable. Buscar un hogar o irse de él. La chica se queda sacando fotos hermosas, con su familia, que es adorable pero medio plomo, aislada del resto de sus compañeros de colegio; el chico, en cambio, porque es un perseguido y no le está permitido establecerse, debe partir junto a sus nuevos amigos, conjurados en una guerra secreta a espaldas del mundo, al menos mientras dure aquello que los amenaza (que aparenta ser eterno). Soy el número cuatro parece establecer todo su moderado andamiaje dramático bajo el signo de un sentimiento de desamparo universal. Sumando lugares comunes, a veces dignos de una telenovela, y el gusto indisimulado por un cine fantástico de diseño sencillo, levemente nostálgico, la película se las arregla para emitir un modesto esplendor a contrapelo del cine industrial actual.