La mujer que fuma Se pueden esperar varias cosas de una cineasta alemana consagrada. Es dable esperar, por ejemplo, el monólogo acerca de un duelo que no se termina de realizar, de la necesidad imperiosa del duelo, siempre como parte ineludible de una especie de restauración, de una actitud del tipo “somos nosotros. Nos reconocemos”, en la que la historia de la Alemania del siglo veinte guarda siempre, como un secreto que las buenas familias se cuidan con celo de evitar que salga a la luz, las cenizas tibias del trauma que se esparcen y tiñen las formas que adquieren las relaciones de poder en su país de allí en adelante. Es decir, más o menos una lección de catequesis bajo la forma de cierta retórica de la disculpa en primera persona y de la expiación. Tampoco tendría por qué extrañarnos si Von Trotta (de ella se trata) se dedicara hacer la clasificación de las taras de la reunificación alemana, con sus coletazos impenitentes de decepción, de rabia, de una angustia lista para ser filmada, inventariada, puesta a punto como poética del desencanto. Si hay una materia que no se saltó el cine alemán de los años setentas hasta nuestros días es precisamente el del “problema alemán” en cualquiera de sus manifestaciones. De modo que Von Trotta podría hallarse perfectamente cómoda en cualquiera de esas áreas ya conocidas, mostrando el peso en los hombros de los ciudadanos alemanes, su andar agobiado, no por que tengan vocación de mártires sino porque heredan forzosamente, para lucir en la imagen, todo la carga de un mandato cinematográfico que viene añadido como parte del kit: el del cineasta alemán como sujeto políticamente acomplejado. De todo eso la directora hace poco y nada. Hannah Arendt no es tampoco una biografía de la filósofa judía alemana sino un relato del episodio en el cual la mujer escribe, a principios de la década del sesenta, una serie de artículos por encargo para la revista New Yorker acerca del enjuiciamiento de Eichmann. Hannah viaja a Jerusalén, asiste al juicio en directo en una sala rodeada de periodistas frente a un aparato de televisión y descubre con azoramiento, en sus propias palabras, que Eichmann “no es nadie”. No es un convencido adherente al Partido, no es un creyente del Tercer Reich, no es un seguidor particularmente insistente de Hitler. Casi ni siquiera es un patriota. Es nadie: es solo un técnico, un burócrata, una insignificancia en la cadena de mandos, un hombre pequeño perdido en un laberinto. De allí en adelante, entonces, el escándalo: hay un “caso Arendt” del mismo modo que hubo un “caso Eichmann”, uno derivado del otro, como una mala comedia de equívocos, en la que la filósofa fue defendida públicamente con fervor por la figura más sobresaliente de su círculo, la escritora Mary McCarthy. Aunque el peligro estaba latente, Von Trotta se cuida bastante bien de hacer un relevo de citas, o de acudir a un dispensario de ideas precocidas con el propósito de subrayar aquello que ya está más y mejor explicado en el libro de Arendt Eichmann en Jerusalém; es decir, no viene con el propósito de ilustrar una zona archisabida de la filosofía política. La directora no deja en cierto modo de ser didáctica –esa palabra maldita– , porque la legibilidad espartana de la película la habilita a ello (y hace bien). Pero su asunto en todo momento parece ser otro: una de las cosas impresionantes que ocurren con Hannah Arendt es que nada nos prepara para ser testigos de los pequeños gestos de intimidad que Von Trotta hace jugar en los intersticios de las escenas de su película. Como esa en la que después de una charla de sobremesa en su departamento neoyorkino, en la que justamente se discute la captura de Eichmann y los preparativos que anuncian los diarios de su juicio en Jerusalém, Hannah recibe una palmada llena de cariño en el culo por parte de su marido, un alemán que parece un oso de Baviera, inclinado a la buena comida y al bueno vino. Es gracias a momentos semejantes que Von Trotta encuentra el núcleo de un lirismo secreto, casi imperceptible, cuya fuerza se derrama hacia el resto de la película y parece temblar en cada plano. La directora inventa el tono de la espera. Y ese tono, lógicamente, discurre en el ámbito de la cotidianeidad. Las repercusiones de sus artículos entre sus amigos de Israel, de los editores de la revista, de los lectores, de sus colegas universitarios: hay toda una zona de Hannah Arendt que propone una forma de suspenso mínimo pero implacable, fraguado en esos instantes de inquietud que surge naturalmente del tiempo de la espera. Von Trotta maniobra con mucha solvencia en la progresión ínfima del relato, la lucidez del retrato de intimidad y los puntos cruciales (los higlights, escasos, por suerte), un poco obligados por el marco histórico. Cuando se entusiasma y les da preponderancia a estos últimos, como en el discurso en el que Hannah defiende su teoría frente a catedráticos y alumnos –escena que no deja de conmover, eso sí– , la película se acerca a los momentos de verdad absoluta mediada sentimentalmente, tan propios de Hollywood, y pierde un poco de consistencia, porque la fórmula “instrucción cívica más emoción” siempre consiguió amalgamarse mejor y adquirió una mayor fluidez y sentido orgánico en manos de los norteamericanos que de los europeos. Cuando Von Trotta pone el pie en el freno, en cambio, gana mucho en términos de extrañeza y allí nos damos cuenta, de pronto, de que no sabemos del todo qué estamos viendo. Para los ansiosos, Hannah Arendt ofrece muy pocas respuestas, o no las da todas juntas y entonces ya es tarde para contentarlos. Cuando la película falla como pieza de discusión extravagante y se dedica a exponer sin miramientos, pero también sin pretensión alguna de exhaustividad, a una filósofa de entre casa, una mujer que fuma como una chimenea mientras mira el río desde su ventanita en Manhattan, que duerme la siesta cuando debería estar escribiendo, que acumula excusas y diseña cómicas estratagemas para distraer a sus empleadores y justificar la tardanza en la entrega de las notas prometidas; cuando ocurre todo eso, en fin, podemos estar seguros de que Von Trotta desechó el papel de divulgadora para hacer el retrato de aquello que solo parece alcanzar una dimensión genuina a través de un repertorio de gestos. La directora podría haber hecho una película pedagógica, pesada, incluso monumental. En lugar de eso entrega una reseña de formas de mirar, de formas de andar, de hablar casi siempre en susurros: ahora, la mujer que se arrojó a un abismo arriesgándolo todo, pertrechada únicamente con las dosis indispensables de vanidad y el calor fungible de sus propias convicciones, sigue siendo un misterio pero recuperó, acaso para siempre (gracias a Von Trotta y a la increíble Barbara Sukowa: los huesos duros de su cara), el aspecto humano.
La fatalidad del mal En Wakolda todos van hacia alguna parte menos la niña protagonista, que no tiene un futuro seguro porque una disfunción hormonal le impide crecer. La niña tiene la sonrisa triste de los sabios –la clarividencia que quema a quien la posee, esa atribución que moldea el espíritu, como un secreto íntimo o una fatalidad vergonzante– y también tiene la palabra. El misterio verdadero de la película de Lucía Puenzo no reside en la identidad del médico alemán, que se acerca a la familia de la chica y se instala en la hostería que los padres se proponen levantar en la ciudad de Bariloche, sino en la voz en off de la niña que reflexiona, con una melancolía y una resignación adultas. La directora muestra la suspicacia de sus compañeritos de escuela, la predilección que despierta en el médico y también la aprehensión muda de los padres que abriga como un halo a la pequeña freak, como si estuvieran protegiendo un secreto o el mapa de un tesoro oculto. Lo que no sabemos es qué pasa con la promesa de fragilidad desnuda que habita en esa voz, la infancia que se le arrebata a la lucidez (ya que ambas cosas, en el cine, siempre tienen una coexistencia difícil). Cuando ella dice, palabras más o menos: “Basta que me prohíban algo para que inmediatamente trate de hacerlo”, Puenzo señala allí un camino que enseguida clausura, siempre con la misma falta de gracia con la que muestra su juego para luego esconder las cartas en el mismo impulso. La aparición de la agente secreta israelí, que saca fotos de los antiguos docentes simpatizantes del nazismo que comprometen el historial del colegio, y que luego la cámara toma hablando por teléfono y mirando a los costados, como en una vieja película de espías, para dictaminar que el médico es nada menos que Mengele, hace derivar con desconfianza la narración hacia alguna forma de género que funciona como un ornamento, al lado de la decoración y el vestuario. Puenzo se juega todo al desempeño de los actores (excelente), al sorprendente academicismo de la puesta en escena sumado al gusto rancio de su historia de espionaje internacional. Wakolda hace bastante poco con su tema –o con sus temas, porque cuenta con varios y no parece tenerle mucha fe a ninguno–, como no sea ir declinando un tono tétrico de su idea del mal, cuya parábola empieza con una preadolescente observada en silencio por un señor extranjero y concluye más tarde de forma apresurada, en el fárrago un poco bufonesco de los nazis huyendo en un hidroavión que sale del lago y corta el cielo en una imagen deportivamente bella. Los fantasmas del mal de la película, esas figuras perdidas de la historia que resisten, no terminan de obtener un peso y una densidad cabales. Cada plano aprisiona un cuerpo, una cara, un dibujo –ese pasatiempo del médico por establecer un registro minucioso de cada objeto de su obsesión–, incluso un temblor – el del padre, que no entiende bien qué pasa, pero tiene claro que su hija es especial e intuye oscuramente que el padecimiento llama a un padecimiento mayor–, todo sin acertar nunca a relacionar ese malestar con la historia argentina o el orden social imperante. En alguna parte está el mal, pero, ¿en qué parte? Puenzo no lo dice. Está demasiado ocupada porque su película luzca sobria, contenida. Wakolda tiene una fotografía fría, muy pictórica, hermosa a su manera, como si quisiera representar el aspecto ciertamente sublime del mundo cuando el horror no se manifiesta pero sí lo hace la presunción de su existencia. Un modo de hacer las paces con el cine, para que siga acariciando los ojos del espectador y queden todos contentos. Más que a El niño pez (su película inmediatamente anterior) –que era irregular, tosca y bastante cursi, pero estaba más viva– Wakolda se parece a XXY en que se la podría definir como una historia de monstruos “de calidad”. Es decir, otra extravagancia poco sutil de la directora para agregar a la lista.
Para nadie Esta temporada nos tocan los gallegos. Solo para dos es algo así como un anacronismo viviente, una criatura que se vuelve exótica por los peores motivos imaginables, el principal de los cuales es su inenarrable torpeza y falta de timing, ese don no tan misterioso sin el cual una comedia no es una comedia. El caso es que parece ser la hora de los españoles en el cine industrial internacional, y en esta oportunidad tenemos a dos argentinos en medio de un elenco mayormente español dirigido por un español. El título de la película corresponde al nombre que recibe un resort en la consabida Isla Margarita, donde van a parar las parejas deseosas de pasar una vacaciones más o menos románticas de la manera más convencional posible. El hotel de marras está regenteado por un matrimonio en crisis: en la primera escena la chica (Martina Gusmán) quiere volverse a Buenos Aires, pero se ve obligada a quedarse para salvar las apariencias mostrándose junto su marido frente al contingente de pasajeros, ya que no queda bien que los dueños contradigan con sus desavenencias el lema del lugar, una especie de invocación acerca del amor de pareja eterno. El otro argentino de la película (Nicolás Cabré) es abandonado por su mujer en el aeropuerto, por lo que llega solo como un perro para complicar las cosas. En su afán de reforzar el carácter asimétrico que representa el personaje en el esquema planteado por la película, hay una serie de planos que muestran a las parejas paseando de la mano y a Cabré que cierra la fila solo; otra con las parejas tiradas al sol y a Cabré solo; otra en la que las parejas juegan a la paleta y se lo ve a Cabré solo haciendo rebotar la pelotita atada a la paleta. Aunque parezca increíble, la película muestra estas escenas una detrás de la otra. El sistema de Solo para dos es el de la repetición, la acumulación y la redundancia, sin que nada de ello produzca el menor efecto cómico. En realidad es difícil encontrarse en estos días con un espectáculo tan poco generoso, ensamblado con tanto desinterés, no digamos ya por el cine (ese planeta ajeno e inalcanzable) sino por algo que se parezca, aunque fuera de modo elemental, a la comicidad. La película carece de otros argumentos que no sean la morisqueta a destiempo, el prejuicio y el lugar común. En ese contexto más bien melancólico, la única que de verdad parece un ser humano es Martina Gusmán. La actriz pertenece a una especie diferente dentro de la película, jugando cada escena como si fuera una lucha cuerpo a cuerpo con las limitaciones que la letra del guión le impone, una suerte de perfomance privada en la que el plano se invisibiliza para que, con todas las dificultades del caso, aparezca algo de un orden distinto. Salvo el de Gusmán, en Solo para dos todos los personajes parecen tarados, todos están mortalmente incapacitados para ejercer alguna forma de magnanimidad, de lucidez o de felicidad; las mujeres se enamoran siempre de los hombres equivocados, los hombres practican el deporte alegre de la promiscuidad, pero tampoco pueden alcanzar la felicidad, porque viven bajo el peso de sus propios deslices fuera del mandato del matrimonio. El fantasma que atraviesa esta comedia sin gracia es el de la culpa.
El séptimo círculo Séptimo es una calamidad del cine pero probablemente no del negocio del cine. La coproducción entre España y la Argentina pone a uno de estos directores españoles nuevos, llenos de entusiasmo y ganas de dar el salto a Hollywood (que no es de color dorado sino verde). Uno ve quién actúa en la película y enseguida se imagina, por lo menos, el disfrute modesto proporcionado por la cara de perro viejo de Darín, su cansancio eterno –aunque no es el caso, hasta cuando hace de canchero el actor argentino parece necesitar urgente una temporada de vacaciones–, y por la presencia de la buenaza de Belén Rueda, capaz de hacer encajar todo el sufrimiento del mundo en el hueco mágico de sus tetas tuneadas. No vamos a entrar en detalles que serían un auténtico engorro, pero así como el argumento pretende que se monte un operativo monumental para obtener un resultado al que se podría arribar por medios menos aparatosos, Séptimo parece diseñada para lograr la mínima satisfacción en el terreno del cine con el máximo esfuerzo en la producción. Con buena voluntad, la película puede sostener una tensión no del todo desdeñable durante algunos minutos mediante la incógnita acerca de la identidad de los secuestradores de los hijos de la pareja, en el transcurso de los cuales Darín corre, transpira como un cerdo, se desgañita discutiendo al teléfono con sus empleadores, se muere de miedo y desespera, porque el tiempo lo corre y no perdona: todo un arsenal manierista de la vieja escuela que el actor sabe desplegar con gracia y suficiencia. Pero el efecto acumulativo de las flaquezas del guión y la rutina de manual de la puesta en escena –las vistas aéreas para establecer apresuradamente un look urbano, los planos y contraplanos, la música más bien fea, menos tolerable cuanto más invasiva se vuelve– hacen descender con rapidez la calidad de la experiencia que representa la película, siempre a pesar del esfuerzo de sus simpáticos intérpretes. En realidad Séptimo no es otra cosa que un thriller sin corazón, que no puede evitar hacer agua aun dentro de los límites de su propio juego. Incluso, cada tanto, en medio de la torpeza y la falta de imaginación generales que son su marca de fábrica, uno puede llegar a fantasear a propósito de cómo podría haber sido tal o cual escena con un par de toques, un arreglito ahí, el agregado de un detalle más o menos salvador allá. En ese sentido no se puede negar que Séptimo es generosa en la exhibición de sus falencias, un muestrario formidable de equívocos desperdigados sobre esa superficie pantanosa que constituye la industria de un cine global, sin mayor aspiración que la de cerrar un negocio efectivo con la menor contraprestación posible: Séptimo es uno de los escalones menos honrosos en la idea del cine como un episodio de la especulación financiera.
La chica de las artesanías La película de María Florencia Álvarez es una especie de prodigio en miniatura, que circuló con discreción durante el último Bafici y que ahora viene por fin a iluminar secretamente la cartelera. Pero, ¿quién es la extranjera del título? Lo único que sabemos con certeza de esa chica es que llegó a la Capital Federal desde alguna ciudad de provincia, con un encargo de su madre para entregar una mercadería (al parecer una artesanía o algo así). Sin que se sepa por qué, ni exactamente cuál es la naturaleza de su experiencia, la protagonista se siente cautivada de un modo en apariencia irresistible por alguna clase de misterio que emana de la comunidad árabe establecida en un barrio porteño, a la que accede cuando intenta cumplir con su cometido. La directora nunca ofrece pistas acerca de los mecanismos de esa atracción, y prefiere en cambio concentrarse en los desplazamientos de Martina Juncadella por los planos, en lo que representa una verdadera proeza de equilibrio y fluidez entre la película y su actriz. En Habi, la extranjera la trama importa muchísimo menos que el recorrido de su protagonista de escena en escena, del mismo modo que la película decide desprenderse, con una altivez vibrante, digna del espíritu de modernidad indudable que la anima, de la menor coartada psicológica: Habi, la extranjera enseguida se desentiende con una elegancia ejemplar de la interioridad del personaje, siempre para esgrimir el gesto contundente y eléctrico de mostrarlo en acto, resguardando su misterio y haciéndolo irradiar con auténtica maestría hacia cada rincón de la película. La presencia de Habi no se construye a partir de lo que desea, de lo que intuye o de lo que teme, sino de lo que hace. En realidad sabemos muy poco de esa chica, apenas lo que su cuerpo y su cara recortan sobre el plano, pero es tal la convicción con la que la cámara se concentra sobre ella que esas cosas de las cuales no sabemos nada parecen superfluas. La directora enhebra delicadamente su película sobre el derrotero muchas veces incomprensible de la protagonista, siempre tenue y ligera como una sombra, y establece de paso un credo acerca de la singularidad de lo que aparece delante de cámara. Al cine, podría decir, solo le importa de verdad lo raro, lo incomprensible, lo irrepetible, lo que no se puede describir cabalmente con palabras. El resto es otra cosa. Literatura en imágenes, o quizá algo menos decoroso todavía.
Sangre que no has de beber El Drácula de Dario Argento pertenece a esa clase de desastres temerarios y en cierto modo exquisitos que marcan la trayectoria del director italiano de por lo menos las últimas dos décadas. Drácula 3D es cualquier cosa menos una película necesaria, que se encuentra con un público expectante y que ingresa al mercado del cine con todas las condiciones dadas para una recepción más o menos incruenta. Hace rato que Argento dio el salto que separa el refinamiento desquiciado de los cuentos de terror fantástico de algunas de sus películas de los años ochenta hacia su condición actual de cultor de un arte bruto, en el que la libertad y la falta total de remilgos son capaces de devolverle al cine algo de su capacidad para el asombro, la risa y la emoción, muchas veces a riesgo de hundirse en el ridículo absoluto. Cuando se decía que el director podía oscilar entre la genialidad y la estupidez de un plano a otro, seguramente se pasaba por alto la candidez insuperable que atravesó siempre sus películas, esos objetos disparatados orientados con vehemencia a la producción de un temblor primitivo y gozoso, menos preocupados por establecer un manual de estilo o un rasgo de autor que por rebuscar en los pliegues del cine de género alguna forma no del todo legitimada de emancipación, ejercida contra toda esperanza y probabilidad. Drácula 3D es uno de los ejercicios más austeros de Argento, una versión de Drácula construida con elementos mínimos y un grado de ligereza e irresponsabilidad que resulta por lo menos desconcertante. El director italiano pone a hacer de Lucy a su hija, la gran Asia, y ese dato previo basta para hacernos ilusionar con que el festín está servido: desde que Asia se convirtió en directora uno está obligado buscar rasgos de su cine en las películas del padre (nunca al revés), a ver qué se encuentra, siempre con el deseo secreto de que se opere el milagro y de que alguna película del viejo Argento se ilumine con la gracia y la sofisticación de la hija. Esta vez tampoco resulta; sin embargo Drácula 3D puede por lo menos jactarse de ser uno de esos artefactos venidos prácticamente de otro mundo, en el que se advierte con toda claridad que el director se volvió más desmañado que nunca y que a esta altura no le importa más nada. Argento ya no se empeña en montar simulacros de fineza de ningún tipo; el vuelo operístico con el que estaban concebidas muchas de sus escenas sangrientas, que es casi lo único por lo cual se lo ha celebrado largamente, los planos ampulosos y la sensibilidad consciente del artificio le dejan lugar ahora a la lucidez desnuda del drama, una historia descorazonadora de poder y sed de eternidad insatisfecha contada con una frialdad mecánica que contribuye en parte al costado risible de todo el asunto. ¿Argento es o se hace? Con él nunca se puede estar seguro, pero su película nos recuerda, acaso por la vía del absurdo, el sinsentido esencial de un cine predigerido y reticulado, hecho con toda la seriedad y las ventajas de la industria. Parece mentira, pero las películas de este italiano loco todavía luchan por inventar su público.
Una comedia laboral Aprendices fuera de línea (espantoso título en castellano, huelga decirlo) es una publicidad desvergonzada de Google y también una comedia más que disfrutable. Los protagonistas, a cargo de esa dupla formidable conformada por Vince Vaughn y Owen Wilson (esta no es una película de director sino de actores), son dos cuarentones que lo que en realidad perdieron no es la línea sin el tren: de un día para el otro se quedan sin trabajo y no tienen más remedio que empezar de nuevo. No se sabe a ciencia cierta en qué momento los dinosaurios advirtieron que algo no andaba del todo bien. Capaz que escucharon un silbido fuera de lo común que cruzaba el aire; o miraron al cielo y tuvieron un presentimiento digamos que funesto. Los personajes que encarnan Vaughn y Wilson sobreviven al golpe y se ven empujados a empezar de nuevo, por lo que no se les ocurre otra cosa que ir a probar suerte a Google, ese lugar que, según se nos hace saber en la película, es algo así como una versión laica de la Tierra Prometida. Allí se encuentran con un instructor tiránico y una parva de freaks, a los que prácticamente doblan en edad, con los que deben entrar en una competencia alocada para obtener el puesto. El optimismo esperable de la película no llega nunca a ser insultante, más que nada porque el programa de la casa Google que tan astutamente le da marco opera todo el tiempo en un segundo o tercer plano, mientras lo que está bien a la vista es el orgullo conmovedor de los protagonistas para salir a flote, exhibiendo sus mañas y sus trucos de perros viejos como las armas más efectivas para horadar ese mundo en apariencia impenetrable y vencer con la satisfacción secreta de hacerlo en los propios términos. Por supuesto el costado más propagandístico de la película es que el protocolo de la empresa al parecer acepta, e incluso celebra, las disgresiones, las pequeñas informalidades y los desvíos que la transforman en una posibilidad de empleo tan plausible y prometedor para todo el que tenga una cuota alta de empuje, de imaginación y de eso que en el lenguaje empresarial se llama capacidad de trabajo. Pero esta fantasía capitalista no es privativa de Aprendices fuera de línea, sino que es un factor común en la ideología de la superación de tantas películas americanas de toda la vida en las que se recompensan con especial atención el esfuerzo y la habilidad individuales. Esta vez se aprovecha el trasfondo apetecible de Google menos para señalar una entrada triunfal a la prosperidad que para presentar una historia eterna de lucha por la supervivencia y de orgullo personal. ¿Adónde van las criaturas prehistóricas cuando el mundo en el que vivían hasta ayer se desintegra? Probablemente, como muestra la película, se van a sacudir las patas, a mover los hocicos buscando una oportunidad; a reclamar, en suma, que un territorio desconocido también pueda convertirse en un lugar más o menos amigable. La película elude en todo momento el sentimentalismo, y prefiere inclinarse en cambio por el efecto desesperadamente cómico que resulta de ver a esos dos curtirse para no desaparecer. Aprendices fuera de línea es un espectáculo feliz de gracia y de amor propio, una ceremonia hecha de gags para aquellos que no están tan locos como para resignarse al hundimiento definitivo sin dar antes todos los zarpazos que puedan.
Viajar, viajar Las mejores películas no se pueden explicar. Pero una película inexplicable no es necesariamente buena. Voyage, voyage pertenece al grupo de las cosas inexplicables a secas. La trama refiere que dos hermanos franceses llegan a la Argentina para asistir al casamiento de un primo que va a celebrarse en la provincia de Mendoza. Uno de los hermanos es letrista de canciones (una perversión francesa), paciente psiquiátrico y enamoradizo full time. Del otro no se sabe cuál es su ocupación; solo que aterriza en Ezeiza vomitando, ya que tiene una resaca infernal, y está triste porque su mujer lo dejó. Como tienen unos días libres antes de la boda, los hermanos deciden salir a reventar las noches de Buenos Aires. Salen a bailar, intentan levantar unas chicas en un boliche y terminan en compañía de unas prostitutas que se demoran misteriosamente en acceder a tener comercio carnal con ellos, por lo que no les queda más remedio que salir corriendo sin pagar la tarifa reglamentaria. Voyage, voyage tiene una comicidad anémica, en realidad toda la película es un intento de hacer comedia que insistentemente fracasa, y acaso la convicción secreta de que una película es poco más que un par de actores más o menos simpáticos sueltos por ahí haciendo monerías. Modesta y todo como es, la fórmula podría funcionar, pero el director tiene una falta de timing notable para resolver cualquier situación que debería llevar a la risa y en cambio concluye como una mueca congelada ante su propia inoperancia. Y ya se sabe que tratar de hace reír sin conseguirlo es la mayor calamidad que puede sufrir una comedia. La película ensaya entonces los pasos de una road movie desfalleciente, donde no hay un programa de conocimiento personal, ni mucho menos indagación alguna del mundo, sino una profusión elemental de paisajes y un inventario de gracejos mínimos, piruetas decorativas de clown y algún que otro arrebato presuntamente reflexivo acerca de la importancia de la familia de sangre en el orden social. Voyage, voyage no tiene un gramo de astucia pero tampoco tiene nobleza. Sus personajes se pierden en los planos, más que nada porque la película se desentiende de ellos, como si el director considerara que definitivamente no les da la talla para habitar un espacio que no sea el del desconcierto o el ridículo. El final con Benjamin Biolay en su carácter de estrella invitada, metiéndose nervioso unas líneas de merca y maldiciendo su matrimonio por adelantado, es una nimiedad curiosa que no alcanza a torcer el destino de la película. Para Voyage, voyage el cine no constituye el territorio de la aventura sino el de la constatación resignada de la propia banalidad.
Agentes del recontraespionaje Red 2 es una comedia ligera ambientada en el mundo del espionaje internacional. Pero además es una concatenación formidable de escenas de acción física, montadas casi como si se tratara de cuadros autónomos, y también una muestra de la capacidad del cine industrial para sumergirnos en el magma de una dimensión paralela en la que nos convertimos en rehenes felices frente al espectáculo de nuestra propia credulidad como espectadores. También es una película de actores: Bruce Willis y John Malkovich, que hacen de dos espías retirados, inventan una especie de susurro para comunicarse que resulta irónico y conmovedor al mismo tiempo. Los dos actores juegan a hacer un poco de sí mismos, satisfechos y aterrados en su madurez de estrellas consagradas, dispuestos a entregarse a una película cuya frialdad desmañada en el argumento se equilibra sutilmente con la vitalidad que se desprende de cada desplazamiento y cada gesto que realizan, breves arrebatos que en el contexto que la película propone parecen ofrecerse como actos de resistencia frente al paso del tiempo. El personaje de Malkovich está solo y abraza la causa del viejo espía que ya no es confiable para nadie y desconfía de todos y de todo; es conciente que debe estar siempre alerta porque nunca se puede saber con certeza de dónde va a venir la bala. El de Willis, en cambio, tiene una mujer y la esperanza de una vida tranquila, lo más pacífica y pedestre que se pueda, alejada de cualquier ajetreo de esos capaces de conmover al mundo y que convirtieron a su camarada en un excéntrico, una especie de bestia paranoica que vive de respirar sus propias obsesiones. Parte de la comicidad de la película reside en el hecho de que el loco tiene razón y Willis debe rendirse ante la evidencia: Red 2 se construye sobre la posibilidad de un cataclismo generado por la continuidad de una guerra fría que reemplazó a los bloques históricos en pugna por una guerra subterránea protagonizada por agentes, espías y contraespías de toda laya y nacionalidad. La trama envuelve a los personajes como una fatalidad y la acción se desplaza de una capital del mundo a otra. Willis acepta enseguida su condición de pieza imprescindible en el juego y arrastra a su mujer con él, ya que no se la puede sacar de encima. Red 2 muestra un desdén aristocrático por la verosimilitud y parece en realidad querer apostarlo todo a la gracia con la que los intérpretes se mueven dentro del plano, como si hicieran equilibrio en una prueba peligrosa de circo, en la que no se puede pensar y mucho menos poner en cuestión la propia capacidad para cruzar de una punta a la otra de la soga. La autoridad real de los actores –los mencionados Willis y Malkovich, pero también la eternamente joven Mary-Louise Parker y en especial Helen Mirren (la dama de hielo con un corazón blando)– contrasta todo el tiempo con la experiencia de aventura volátil, mecánicamente inexpresiva y escurridiza de la película, esa cualidad tan frecuente en el cine de acción del Hollywood actual. Por lo menos Red 2 tiene caras que parecen humanas aunque la lógica de los personajes sea de cartón.
That’s entertainment El cine mainstream americano nos acostumbró últimamente a no esperar nada del cine, por lo que una cosa como El llanero solitario puede permitirse hacernos pasar dos horas y media frente a la pantalla sin el mínimo sobresalto y sin que puedan pesar reclamos de ninguna especie sobre una práctica semejante. Como suele ocurrir con productos de índole parecida, la película entrega varias cosas en un mismo envase con un grado módico de compromiso, sin molestarse siquiera en ejercer el simulacro de alguna pertenencia a lo que llamamos cine, esa experiencia cada vez más esquiva cuya nomenclatura se invoca en casos como estos solamente por inercia. El llanero solitario tiene las destrezas justas que se presuponen en un entretenimiento de muchos millones de dólares. No da un gramo por el que no se haya pagado; su superficie lujosa involucra actores de prestigio y un despliegue técnico que disfraza su carácter rutinario en la palidez descorazonadora del conjunto. Decir que Johnny Depp parece recién escapado del set de Piratas del Caribe es menos una broma obligada que la constatación de un mecanismo cada vez más frecuente en el cine global, que por momentos hace prácticamente indistinguibles unas películas de otras. El llanero solitario es un compendio cabal de gracias narrativas, pericias industriales, fuegos de artificio digitalizados, volteretas de guión, todo con sensibilidad de bajo vuelo y en muestras homeopáticas: en definitiva, notas más bien impúdicas sobre un cierto estado del cine de Hollywood. La película no solo pide un espectador pasivo sino que ella misma también lo es, forzada a repetir una colección de taras para las que no se tiene un diagnóstico, básicamente porque esta clase de películas no puede nunca mirarse a sí misma –es decir, es incapaz de reflexionar– sin antes abdicar de su condición de cine zombie, que echa a andar con una carencia de autonomía de origen, apretado por el peso de la maquinaria burocrática de la que es hijo. El llanero solitario, se puede decir, se encarga de entretener, está llamado a eso. Pero es entretenimiento sin delicadeza ni generosidad. La película es ligera, un poco tonta, y tiene demasiada confianza en que el espectador va al cine para dejarse zamarrear alegremente por los mercaderes de turno. El llanero solitario ni siquiera se hace demasiado larga: sus emociones modestas de circo malo nos recuerdan, acaso sin proponérselo, que las horas vuelan.