Un poquito de Julio Verne y otro tanto de H.G. Wells, un despliegue visual que remite por momentos a la imaginería de los libros infantiles de Dr. Seuss pero también con algo de Avatar, las desventuras de tres generaciones de una familia de exploradores en busca de ese mundo extraño al que alude el título y alegorías bastante evidentes respecto del cuidado del medio ambiente y la diversidad sexual. Así, entre referencias algo obvias y mensajes políticamente correctos transcurre -con la ya acostumbrada excelencia en la animación, las mejores intenciones y ciertos lugares comunes de un guion no siempre inspirado- esta película realizada por Don Hall (Grandes héroes, Moana: Un mar de aventuras, Raya y el último dragón) y su colaborador Qui Nguyen (el autor de la historia que aquí además debuta como codirector) Todo comienza con una expedición que no termina nada bien por las diferencia entre el intrépido patriarca Jaeger Clade (la voz de Dennis Quaid) y su mucho más precavido hijo Searcher (Jake Gyllenhaal). Transcurren 25 años y nos reencontramos con Searcher ahora casado con Meridian (Gabrielle Union) y como padre de un adolescente de 16 años llamado Ethan (Jaboukie Young-White). La familia interracial vive en armonía en una granja de Avalonia que tiene una fuente de energía limpia y renovable que proviene de una planta llamada Pando, descubierta en aquel viaje inicial. Pero, claro, los recursos no duran para siempre y una inconveniente plaga obligará a los Clade a salir en busca de ese mundo extraño, que no es otra cosa que un exuberante ecosistema dominado por coloridos paisajes, exóticas criaturas y, claro, unos cuantos peligros. La película tiene un interesante planteo inicial, pero luego el guion se torna un poco caótico y la narración no hace más que acelerar para ofrecer una acumulación de estímulos visuales y golpes de efecto. Los personajes no alcanzan la gracia ni la empatía de films previos de Disney (y de sus primos de Pixar), pero compensa cierta sensación de deriva con una animación prodigiosa que tiene algo de espíritu de comic y de aquellas viejas revistas pulp. Epica familiar en la que habrá espacio para la reconciliación luego de profundas grietas generacionales, Un mundo extraño es un relato de aventuras con moralejas ecologistas y un adolescente gay, Ethan, que finalmente se encontrará con su objeto del deseo, Diazo (Jonathan Melo). Sin embargo, no habrá beso como en Lightyear, sino apenas un abrazo. Disney se arriesga un poco más que antes, pero tampoco demasiado. Algo parecido a lo que ocurre con la película en general.
Tras su paso por diferentes festivales como los de Londres y Mar del Plata, y antes de su llegada global a la plataforma de Netflix (9 de diciembre), esta maravilla animada cortesía del prolífico y apasionado cineasta mexicano tendrá dos semanas en 24 salas argentinas que aceptaron estrenar el film en medio de las disputas entre exhibidores y streamers por las "ventanas" de exclusividad. Más allá de las controversias comerciales, se trata de un film que merece verse en la pantalla más grandes posible. Muchos directores / guionistas / productores de prestigio suelen llegar a Netflix, seducidos por la generosidad de su billetera y las facilidades de producción, con proyectos hechos “de taquito”, “con piloto automático”, lejos de la calidad artística de sus obras precedentes. Guillermo del Toro parece ser una de las bienvenidas excepciones a la regla: tras su estimulante Gabinete de curiosidades, ahora es el turno de un film que soñó durante casi dos décadas y que solo ahora, gracias a la N roja, logró financiar. La proyección marplatense comenzó con varios niños pequeños en la sala cargados de dulces y pochoclos. Las madres, que no sabían que se proyectaría la versión subtitulada (las voces originales son esenciales), ni tampoco que muchas de las imágenes eran bastante tenebrosas y truculantes, optaron por abandonar la sala junto a los pequeños a los pocos minutos de comenzada. Para el resto, cinéfilos jóvenes y no tan jóvenes, fue una experiencia fascinante, saludada durante los créditos finales con una ovación. Del Toro sabe que es, además de un autor extraordinario, una “marca” y es por eso que, con algo de petulancia y hasta arrogancia, le agrega últimamente su apellido a casi todos los títulos. No se trata entonces del “Pinocho de Carlo Collodi”, sino del Pinocho de Guillermo del Toro. Algunos verán en esta decisión la apropiación indebida de un clásico, pero es lo que todo gran artista hace a la hora de transponer una obra: apropiarse de la misma, hacerla suya, darle su impronta, amoldarla a sus propias obsesiones (incluso algunas que vienen desde la infancia). Lo concreto es que Del Toro está superando todas las dudas, todos los desafíos, todos los escepticismos (si algo no me interesaba antes de entrar al inmenso Ambassador 1 era ver ¡otra vez! una versión de Pinocho y menos después del reciente desatino de Robert Zemeckis para Disney+) y con esta película -codirigida con Mark Gustafson (colaborador en Meet the Raisins! y El fantástico señor Zorro)- se suma a la rica historia reciente de los grandes cultores de la animación stop-motion (léase las factorías Aardman de Peter Lord, Nick Park y David Sproxton, Laika, Carton Saloon o los trabajos de Tim Burton y Henry Selick). Narrada en off por el Sebastian J. Grillo / Cricket de Ewan McGregor, Pinocho de Guillermo Del Toro arranca la historia con la muerte de Carlo, el encantador y adorado hijo de Geppetto y cómo, en medio de un ataque de angustia y dolor, el brillante ebanista (la voz de David Bradley) construye el Pinocho de madera (Gregory Mann) que luego termina convirtiéndose en una suerte de hijo sustituto. La versión de Del Toro, como el personaje principal, adquiere vida propia y se transforma en un delicioso delirio visual, con su propia dinámica, sus momentos perversos y hasta su dimensión política (allí aparece el mismísimo dictador Benito Mussolini en una escena satírica y truculenta a la vez). La única objeción (mínima) son un par de momentos musicales que parecen haber sido concebidos con objetivos "oscarizables". Si la animación cuadro por cuadro es un deleite, una auténtica proeza técnica y artística (por momentos, en los pasajes más fantásticos, parece dialogar con la estética Ghibli del gran Hayao Miyazaki), no resulta menor el aporte de los notables intérpretes convocados para aportar sus voces: al mencionado Ewan McGregor, se les suman en personajes muchas veces secundarios Christoph Waltz, Tilda Swinton, Cate Blanchett, John Turturro, Ron Perlman y Tim Blake Nelson. Un auténtico dream team actoral para una película que propone una experiencia única que merece ser disfrutada en la pantalla más grande posible.
Una de las tantas víctimas de este jueves infame para la distribución y exhibición de cine argentino es El cadáver insepulto, una gratísima sorpresa de género que pendula con seguridad entre el thriller psicológico, la exploración de los códigos de la “masculinidad” y los tópicos del cine de terror, pero de cuyo estreno, lamentablemente, se enterarán poquísimos (también compite por estos días en el Festival Buenos Aires Rojo Sangre). La película de Alejandro Cohen Arazi presenta a Maximiliano, un psiquiatra que sufre extrañas visiones de un pasado traumático que intentó dejar atrás mudándose a la ciudad. La muerte de su padre adoptivo –Maxi se crió en un orfanato-, con quien se hablaba poco y nada, lo obliga a volver a su lugar de origen y reencontrarse con sus hermanos, la puesta en marcha de un perverso ritual con el cadáver y una dinámica social deforme, surrealista y por momentos aterradora digna de David Lynch. No es descabellado pensar en Maxi como un Agente Cooper llegando a un lugar desconocido y donde lo real convive con la fantasía y nada es lo que parece. “La vida no es fácil. La muerte, tampoco”, se dice cuando promedia el metraje. El cadáver insepulto es de esas películas que sortean la falta de recursos con ideas de puesta en escena, varias secuencias de altísimo impacto (la faena en el matadero), un tono seco y despojado que pone en primer plano una violencia simbólica y figurativa constante y una cadencia narrativa reposada que va corriendo el velo de una familia atravesada por los traumas, la perversión y el espiritismo. El cadáver insepulto, queda claro, merecía un estreno mejor.
Hay no poca audacia en Matías Szulanski a la hora de construir una comedia incómoda, deforme, con una protagonista al borde de lo irritante. Seguramente habrá un sector de la audiencia que pueda empatizar con y disfrutar de las desventuras de su antiheroína, pero a mi la experiencia se me hizo por momentos exasperante. Juana (Julieta Raponi), una joven rubia con corte carré, vive con su patético novio Damián (Franco Sintoff), un mentiroso compulsivo que le dice que tienen que devolver el departamento y que regresará a la casa de su familia. Así, ella tiene que pedir de urgencia refugio en lo de su amiga Laura (Jenni Merla), mientras suma ingresos como “actriz” de comerciales, transitando los más absurdos castings, aunque su pasión parece ser escribir cuentos que ni siquiera su mejor amigo Esteban (el propio Matías Szulanski) elogia. A Juana todo lo que le puede ir mal le termina saliendo aún peor. Su risa nerviosa, sus modos muchas veces torpes y brutales o su egocentrismo, la convierten en un personaje border, alguien que parece estar todo el tiempo de buen humor, pero esconde una profunda angustia con no poco de negación. Aunque todos los elementos de su vida parecen conspirar en su contra, aunque sufre una frustración tras otra, ella sigue, persiste, se trastabilla y se vuelve a levantar (la caída de un toro mecánico con la que se tuerce un tobillo pero luego sale indemne del hospital parece una metáfora de su existencia). Szulanski se regodea quizás en exceso con el artificio y las miserias de su protagonista, que va de un novio chanta hasta lo desagradable a un fallido affaire con un conductor de Über (Fabián Arenillas), pasando por un encuentro -también penoso- con el autor de su libro favorito (Horacio Marassi). La película, rodada en locaciones como el bar San Bernardo de Villa Crespo o la Sala Lepoldo Lugones), fluye siempre a gran velocidad (hasta los muchas veces largos diálogos que le toca en suerte a Raponi son recitados con enorme rapidez, como quien desentraña un trabalenguas). Y así hasta el final: mientras suena Pronga entrega, clásico de Virus, ella no puede más que acelerar: correr, escapar para (sobre)vivir.
La gastronomía estuvo durante mucho tiempo asociado a lo sensual, lo placentero y lo pintoresco. Y, si en el planteo inicial de El menú hay algo de eso (un grupo de ricachones paga fortunas para viajar hasta una isla para disfrutar de una experiencia concebida por un legendario chef), lo cierto es que la película va mutando conforme pasan los minutos hacia algo mucho más satírico, incómodo y finalmente terrorífico hasta niveles sádicos que pueden perturbar a más de uno/a. El punto de vista es el de Margot (Anya Taylor-Joy), una muchacha que acompaña en el viaje a un joven y entusiasta gourmet llamado Tyler (Nicholas Hoult). Junto a ellos embarcan tres representantes de la industria tecnológica, Bryce (Rob Yang), Soren (Arturo Castro) y Dave (Mark St. Cyr), una pareja de millonarios, Anne y Richard (Judith Light y Reed Birney), la reconocida crítica gastronómica Lillian Bloom (Janet McTeer) y su servil editor, Ted (Paul Adelstein) y una estrella de cine (John Leguizamo) junto a su asistenta Felicity (Aimee Carrero). Ya en el destino (un auténtico paraíso natural), los 11 comensales son recibidos por una rigurosa coordinadora Elsa (Hong Chau) y poco después por el chef Slowik (Ralph Fiennes), que se convertirá en la gran figura, maestro de ceremonias e impiadoso manipulador de la velada. No conviene adelantar demasiado, pero si advertimos que no esta una historia complaciente y demagógica, y que luego deriva hacia la sátira y el horror se podrán imaginar hacia dónde deriva (degenera) la cosa. Hay en el trasfondo de este guion coescrito por Seth Reiss y Will Tracy (este último con experiencia en ese tratado sobre el cinismo, la hipocresía y los excesos del poder como la serie Succession) y dirigido por Mark Mylod (responsable de múltiples episodios de Game of Thrones, Entourage, Shameless y también de Succession) una ácida, despiadada crítica al esnobismo, el consumismo y el turismo de lujo, aunque también se percibe cierto regodeo en las peores miserias del ser humano que afloran sobre todo frente a circunstancias extremas. Más allá de esa exaltación del patetismo y del mencionado sadismo, El menú funciona como una tragicomedia negra (negrísima) con momentos que van -a veces sin preámbulos- de un absurdo desopilante a explosiones decididamente aterradoras.
Larga y pretenciosa ya desde el título, la nueva película de Alejandro González Iñárritu puede significar un arduo desafío incluso para aquellos que lo consideran un poeta, un iluminado, un artista trascendente. Para quienes encuentran incómodas ciertas zonas de su cine (como es mi caso), las dos horas y media de BARDO: Falsa crónica de unas cuantas verdades resultan en muchos de sus pasajes una experiencia entre tortuosa e irritante. SU RELACIÓN CON LA FILMOGRAFÍA PREVIA. Las películas de Iñárritu siempre fueron de muy extensa duración, con ambiciones nunca modestas y situaciones muchas veces extremas y provocadoras. Sin embargo, nunca había alcanzado un nivel semejante de autoindulgencia y obviedad como en BARDO, una acumulación de escenas de alto impacto, diálogos presuntuosos, bajadas de línea y “denuncias” (la idea parece ser la de sacar todos los trapitos al sol). En BARDO Iñárritu juega a ser el Fellini de 8½ (aunque más bien parece el Subiela de El lado oscuro del corazón) con una película que empieza con un personaje volando en la inmensidad del desierto, sigue con un bebé que al nacer no quiere vivir en ese afuera y es reintroducido en el vientre de su madre (sí, así como leen), una inundación en trenes y departamentos, la información de que Amazon quiere comprar el estado mexicano de Baja California y la reconstrucción de un hecho histórico en el que las tropas estadounidense masacran a un regimiento mexicano integrado por adolescentes. Y eso ocurre apenas en los primeros minutos, así que imaginen todo lo que viene después... SU RELACIÓN CON MÉXICO Y ESTADOS UNIDOS. Si hay algo para reconocerle a Iñárritu es que BARDO probablemente enoje a todo el mundo. La película es un acto de humillación hacia estadounidenses y mexicanos por igual, hacia cada uno de los personajes y en cada una de las escenas. Maltratos que -según me han contado fuentes inobjetables- tambén se reprodujeron con el equipo méxicano durante parte del rodaje. El desprecio es moneda constante en la película: cuando una empleada doméstica quiere ingresar a un lugar “exclusivo”, cuando el protagonista ingresa (regresa) a los Estados Unidos y recibe un trato desdeñoso por parte de un agente (latino, claro ) que trabaja para el servicio de control migratorio. Y así podría seguir la enumeración. LA RELACIÓN CON SU VIDA, LOS MEDIOS Y EL ARTE. No es difícil advertir las similitudes entre el Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho, el “Darín mexicano”, haciendo gala de un profesionalismo y dignidad encomiables para sobrellevar los despropósitos que le hace decir y hacer el director) y el propio Iñárritu. Si bien Silverio es un periodista y documentalista que desde hace dos décadas está radicado en Los Angeles y regresa a su México natal para recibir un prestigioso premio, está claro que en muchos sentidos funciona como alter-ego, vehículo para que el cineasta juegue a la autobiografía y se despache a diestra y siniestra contra políticos (el encuentro con el embajador estadounidense), la hipocresía global (no se priva de filmar a los inmigrantes ilegales que intentan cruzar la frontera hacia los Estados Unidos), medios de comunicación (la escena de la fallida entrevista en vivo) y el lugar vanidoso del artista, el éxito, la adulación y las traiciones. Todo revestido de pompa, pero que en verdad son frases que suenan como aforismos propios de una filosofía barata. SU RELACIÓN CON ARGENTINA. Iñárritu volvió a trabajar junto a Nicolás Giacobone luego de la experiencia conjunta en Biutiful y Birdman. Y eligió a Griselda Siciliani para interpretar a Lucía, la pareja del protagonista. Lamentablemente (y no es culpa de la actriz) no solo la hace hablar con un acento mexicano que suena forzado sino que el personaje se ve sometido a situaciones muy poco cuidadas. Es que los intérpretes de Iñárritu son meras marionetas, engranajes de una gran maquinaria que solo tiene sentido en la cabeza del autor y, en este caso, la arbitrariedad y el artificio imposibilitan cualquier tipo de empatía o conexión emocional con los personajes. Eso sí, tanto Lucía como Silverio tienen “vuelo propio”, pero en el sentido más literal de la expresión. SU RELACIÓN CON NETFLIX. Es interesante comparar BARDO con Roma, el regreso a México de otro autor mexicano consagrado en Hollywood y también de la mano de la N roja. Mientras Alfonso Cuarón filmó en blanco y negro una historia personal y -salvo alguna escena puntual- con austeridad y sensibilidad, lo de Iñárritu es propio de un director presumido, con ínfulas y mucho dinero para concretar sus caprichos y dejar en claro tanto sus berrinches como sus miedos (a la vejez, por ejemplo). LO RESCATABLE. Hay algunos momentos de cierta bienvenida intimidad en la relación entre Silverio y sus hijos adolescentes Camila (Ximena Lamadrid) y Lorenzo (Íker Sánchez Solano) y otros -cuando se desprende de su lugar de profeta, filósofo y artista rencoroso y misántropo- en los que aparecen planos o incluso escenas en los que Iñárritu demuestra que tiene un virtuosismo prodigioso y una dimensión como cineasta poco habituales. En ese sentido -más allá de cierto abuso del gran angular y otros lentes deformantes- el trabajo junto al gran Darius Khondji en 65mm alcanza ciertos picos artísticos que se disfrutan mucho en pantalla grande (pude ver la película en un cine), pero en definitiva son solo breves irrupciones, atisbos, excepciones dentro de una película dominada por la grandilocuencia, el subrayado, la autoflagelación, el resentimiento, el sadismo y la venganza.
El director de Tan de repente (2002), Mientras tanto (2006), La mirada invisible (2010), Refugiado (2014) y Una especie de familia (2017) estrena en los cines de Argentina su nueva película luego de haber pasado por la sección Special Presentations del Festival de Toronto y la Competencia Oficial de San Sebastián (donde su hija, Renata Lerman, ganó el premio a Mejor Intérprete Secundaria) con la historia de un intelectual de clase media cuya existencia cambia por completo cuando ingresa como maestro suplente en un colegio de un barrio popular del conurbano. En este especial incluimos la reseña del film y una larga charla con este realizador porteño de 46 años. Lucio Garmendia (Juan Minujín) forma parte del mundillo académico e intelectual porteño, uno de esos referentes que están siempre atentos al nuevo concurso en Letras de la UBA o a la más prestigiosa actividad cultural. De hecho, en la primera escena lo vemos participar de una presentación literaria, donde termina charlando con Martín Kohan (recuérdese que el escritor fue coguionista de La mirada invisible)... En medio de una coyuntura laboral y afectiva que no parece ser la mejor ni la más estimulante, ya que se ha separado de Mariela (una desaprovechada Bárbara Lennie) y mantiene una relación bastante tensa con su hija Sol (Renata Lerman, hija del director en la vida real, toda una revelación), porque ella se resiste a hacer el ingreso al exigente colegio al que su padre aspira que entre, tomará una decisión que le modificará sus hábitos, su rutina, su seguridad y hasta sus prioridades: tras perder una cátedra en la UBA, acepta ingresar como maestro suplente de Literatura en un secundario ubicado en las cercanías de la Isla Maciel (si el trabajo en los exteriores de esa zona marginada es notable, el uso de los interiores de un colegio porteño demasiado coqueto le quita algo de verosimilitud). Lo cierto es que Lucio, el típico progre culpógeno y bienintencionado aunque también bastante testarudo, irá en principio con su propuesta (leerles un poema de Juan Gelman, por ejemplo), pero se encontrará con una realidad bien distinta a la del micromundo porteño: violencia, drogas, cansancio, déficit de atención. Así, deberá reorientar sus objetivos y sus planteos: escuchar y observar más que hablar. Aunque Lucio es el protagonista absoluto y dueño del punto de vista del relato, lo veremos interactuar con su padre Roberto, “El Chileno” (Alfredo Castro, figura omnipresente en el cine argentino), quien pese a sus crecientes problemas de salud y enfrentamientos con narcos y punteros de la zona, se empeña en sostener un comedor para 100 personas. Sin embargo, si de coprotagonista se trata, en verdad hay que buscarlo en Dilan (un convincente Lucas Arrua), un pibe que pese a ciertas reticencias inicales se convierte en el alumno favorito de Lucio. Pero, claro, Dilan está inmerso en la problemática del lugar y su vida está amenazada por los matones de la Isla. A Lucio no le quedará otra que involucrarse (arriesgarse) de una manera que jamás había previsto ni mucho menos experimentado. En papeles secundarios aparecen Clara (María Merlino), una profesora de Biología con más experiencia en el mismo colegio que le enseña algunos trucos (y con quien tendrá algún encuentro íntimo) y Amalia (Rita Cortese), la rectora que no parece tener demasiados escrúpulos ni paciencia a la hora de manejar la densidad cotidiana del establecimiento. La película, que de manera inevitable genera comparaciones con Entre los muros y El atelier, ambas del francés Laurent Cantet, va del drama familiar (es muy buena la dinámica entre Lucio y Sol y la relación maestro-alumno) al thriller con una puesta prolija (quizás demasiado). Es que por evitar maniqueísmos, voluntarismos, demagogias, paternalismos y excesos culpógenos, Lerman parece pisar sobre terreno demasiado seguro, cuidando cada paso que da, y eso conspira por momentos con la posibilidad de una mayor empatía e identificación. De todas maneras, el guion coescrito por Lerman junto a María Meira y Luciana De Mello, así como ciertos hallazgos por parte del director (sobre todo en la parte final) permiten exponer las tensiones y sobre todo las contradicciones éticas propias de este viaje interior y exterior que tendrá un fuerte impacto emocional y cambiará por siempre sus perspectivas y, en definitiva, los caminos de su vida.
Decepcionante incursión de La Roca en el universo de los superhéroes de DC. Algún día se iba a dar. Dwayne “The Rock” Johnson debutó como superhéroe y, en este caso, como antihéroe dentro de la factoría Warner/DC. El problema es que lo hizo con una película que carece de ingenio y simpatía, precisamente las características que lo elevaron a la categoría de estrella y lo convirtieron en la figura mejor paga de Hollywood. También sorprende que el realizador de semejante despropósito que acumula varios de los peores males del cine contemporáneo haya sido el catalán Jaume Collet-Serra, un sólido artesano que ha dirigido títulos como La casa de cera, La huérfana, Desconocido, Non-Stop: Sin escalas, Una noche para sobrevivir, Miedo profundo, El pasajero y otro film protagonizado por La Roca como Jungle Cruise. O sea, de buenos exponentes clase B a un par de ampulosos y huecos blockbusters recientes. El prólogo está ambientado en el 2600 a.C. en la ciudad de Kahndaq, donde un tirano toma el poder en un próspero reino que remite al egipcio. De allí provendrán un MacGuffin muy marveliano (una corona hecha con un poderoso material denominado Eternium) y la figura de Teth Adam (así lo llaman a Black Adam durante buena parte de la película), quienes reaparecerán en la actualidad en una ciudad dominada por mercenarios y marcada por la violencia. Hasta allí viajarán también varios integrantes de la Sociedad de la Justicia de América (SJA), algo así como los primos desfavorecidos de los Avengers: Hombre Halcón / Carter Hall (Aldis Hodge), Átomo / Al Rothstein (Noah Centineo) y Doctor Fate / Kent Nelson (un desaprovechado Pierce Brosnan que parece actuar todo el tiempo con el piloto automático puesto) y Cyclone / Maxine Hunkel (Quintessa Swindell), quienes deberán enfrentar primero y convencer después a Black Adam de tomar los caminos del bien. Están la jefa Amanda Waller (efímero e intrascendente aporte de Viola Davis) y un pibe llamado Amon (Bodhi Sabongui) con el que parece abrirse una línea del estilo El último gran héroe, rápidamente descartada. Hay referencias al universo de Shazam, algunos elementos que remiten a La Momia, a Indiana Jones, a Tomb Raider, obvios guiños al western (¡Hola Sergio Leone!) y muchos lugares comunes y clichés propios del subgénero de superhéroes, pero todo es de una probreza, elementalidad y superficialidad pasmosas. Lo de La Roca, en ese sentido, se parece más al Aquaman de Jason Momoa que a sus entrañables, delirantes y/o fascinantes personajes de muchos de sus films previos. La trama jamás sorprende, engancha ni genera un mínimo de suspenso ni tensión, por lo que la película funciona como una anodina acumulación de diálogos de tono épico (muchas veces al borde del ridículo) y escenas de acción a puro diseño, mecánicas, construidas con un despliegue de CGI que de tan “espectaculares”, pirotécnicas y recargadas terminan abrumando (irritando). Un pasteurizado, dócil Collet-Serra (en la comparación Zack Snyder parece un genio del séptimo arte) confunde adrenalina con exceso, vértigo con caos y, así, el film nunca deja espacio para la emoción, el humor ni una mínima descripción psicológica de los personajes. Es un “vamos a los bifes” y a otra cosa: set-pieces y una música omnipresente y agobiante. Pasa tan poco interesante en las algo más de dos horas de Black Adam que los espectadores seguramente terminarán comentando el “encuentro cumbre” del DCEU que se produce en la escena post-créditos. El problema, claro, es todo lo que está antes.
El prolífico director de Cara de queso, Mi primera boda, Sin hijos, Permitidos, Mamá se fue de viaje y El robo del siglo volvió a trabajar con Leonardo Sbaraglia pocos meses después de la experiencia conjunta en Hoy se arregla el mundo para una eficaz comedia popular inspirada en el caso real del gerente de marketing de la empresa Noblex que creó una audaz campaña poco antes del Mundial de Rusia 2018. Alvaro Torres (Leonardo Sbaraglia) trabaja desde hace 30 años como gerente de marketing de la empresa Noblex. La seguridad (léase rutina) laboral le hace repetir viejos esquemas de promoción que su jefe Omar (Luis Luque) y su nueva “rival”, la gerenta general Federica (Carla Peterson), rápidamente descubren y desdeñan. Las “ideas” son las mismas que se utilizaron (o se descartaron) para mundiales anteriores. Es que estamos en agosto de 2017, a pocos meses de la cita en Rusia, y algo hay que inventar para impulsar la venta de televisores, que se acumulan en el stock porque la marca está de capa caída. Un presente tan decadente como el del propio Alvaro, que con su bigotazo y su ropa involuntariamente vintage parece vivir en los años '70 y '80, se ha divorciado de su esposa Florencia (Cecilia Dopazo) y tiene una muy fría y distante relación con su hijo adolescente Gonzalo (Valentín Wein). Pero las cosas cambiarán para este hombrecito gris, demasiado estructurado, pragmático, conservador y cuidadoso cuando tenga una suerte de revelación. La epifanía lo lleva a proponer y luego implementar una audaz campaña según la cual si Argentina no clasificaba para el Mundial de Rusia la empresa devolvería a cada uno de sus clientes el valor de los televisores comprados. A todo o nada y -luego se verá por qué- sin red. La película va construyendo las múltiples desventuras afectivas, laborales, deportivas (a la Selección de Sampaoli no le va precisamente bien) y hasta de salud del atribulado Alvaro, al que de golpe se le viene cual alud la tan mentada “crisis de la mediana edad”. Y la verdad es que durante buena parte de los 104 minutos todas esas andanzas se siguen con interés, a partir de una narración sin fisuras y una muy precisa interpretación de Sbaraglia, cada vez más afiatado en el terreno de la comedia. Los problemas del film comienzan cuando cede a tentaciones demagógicas, a la exageración, a resoluciones altisonantes y de un sentimentalismo subrayado. Desde un Tano Pasman que aparece demasiadas veces haciendo lo único que lo hizo famoso (putear) hasta una antagonista (villana manipuladora) bastante estereotipada en el personaje de Peterson, pasando por un reencuentro padre-hijo trabajado con efectismo y trazo grueso. De todas formas, El gerente no deja de ser una entretenida comedia popular “inspirada en hechos reales”, de esas que recuperan a personajes en principio poco trascendentes y los elevan a la categoría de héroes inesperados. Winograd, ese prolífico artesano de la industria audiovisual, hace en muchos casos maravillas con el material que esta vez tiene entre manos, generando uno de esos films que se siguen con una permanente sonrisa y alguna ocasional carcajada (es muy buena la dinámica de Alvaro con su equipo creativo que completan la Sabrina de Marina Bellati, el Camilo de Ignacio Saralegui y la Vicky de Agustina “Papryka” Suásquita), mientras de fondo suenan de forma más que atinada clásicos del rock nacional como Sobredosis de TV, de Soda Stereo. No se trata de un mérito menor dentro de ese panorama en general bastante solemne y pesimista que domina al cine argentino contemporáneo.
En 2017 se estrenó Beomjoidosi / The Outlaws / Fuera de la ley, película de Yoon-Seong Kang que se convirtió en un inmenso éxito de crítica y público. Igual suerte (léase apoyo casi unánime del público y de la prensa especializada) obtuvo esta secuela ambientada cuatro años más tarde y ahora dirigida por Lee Sang-yong (trabajó como asistente en el film original). ¿Cómo sigue la cosa? Sí, el mismo realizador ya está filmando The Roundup: No Way Out, tercera entrega de la saga, con el gordo Ma Dong-seok (más conocido como Don Lee y visto entre muchos otros trabajos en Invasión zombie / Train to Busan y como el Gilgamesh de The Eternals) como protagonista. Lo primero que hay que decir es que Fuerza bruta es entretenida y está muy bien filmada. ¿Por qué entonces no tiene una calificación más alta? Justamente porque el cine coreano ha elevado tanto la vara que un buen (o por momentos muy buen) exponente de género (aquí un mix entre thriller y comedia) ya no fascina tanto como sí hubiera ocurrido hace algunos años. De todas formas, ver esta película en pantalla gigante justifica con creces la inversión. Don Lee, émulo de Bud Spencer (perdón por el viejazo), es el detective Ma Seok-do de la policía de Seúl que debe acompañar al capitán Jeon Il-man (Gwi-hwa Choi) hasta Ciudad Ho Chi Minh (ex Saigón) en 2008 para extraditar a uno de los tantos gángsters coreanos que se han radicado en la urbe vietnamita para escapar de las autoridades de su país y estafar a turistas y emprendedores. Lo que allí se inicia (un típico juego de gato y ratón) proseguirá en la capital coreana con más secuestros, millonarios rescates y muchas escenas de acción. Hay tantas coreográficas peleas con cuchilos, hachas y machetes que en la comparación Oldboy, cinco días para vengarse, de Park Chan-wook, parece una película infantil, aunque por momentos -cuando los chorros de sangre y vísceras amenazan con convertir al film en un espectáculo 100% gore- se apela al fuera de campo. En el éxito de Fuerza bruta mucho influye la capacidad de Don Lee para el humor físico (por momentos el slapstick es casi propio de un dibujo animado) y en la brutalidad de Son Sukku como Kang Hae-sang, el hiperviolento y despiadado antagonista. El mecanismo del film es impecable (un engranaje de relojería diría un viejo cronista) y uno no puede dejar de admirar la maestría que en todos los rubros (persecuciones automovilísticas incluidas) ostentan los artistas coreanos. Pero, así como advertíamos al inicio, se percibe también en Fuerza bruta algo de fórmula, de ir a lo seguro y, en ese sentido, la cinematografía de ese origen tiene en la actualidad producciones con mayor riesgo y capacidad de sorpresa.