La expresión “personas desaparecidas” remite a una tragedia del pasado, a una época oscura que dejamos atrás en Argentina hace más de 40 años. Ruido se encarga de mostrar con crudeza una realidad que pocos quieren ver: la gente desaparece hoy en México, en Democracia. Este es el “presente” de miles de personas que buscan a sus familiares. Ruido cuenta la historia de Julia, una artista plástica interpretada por Julieta Egurrola, que busca a su hija Ger, una psicóloga de 25 años desaparecida hace 9 meses. Luego de esperar en vano respuestas por parte de la Justicia -de la que se expone aquí su inoperancia y su desidia- Julia logra salir de la quietud y el silencio de su departamento para comenzar un camino tan peligroso como incierto, un angustiante recorrido a ciegas que la lleve a encontrar a su hija, o al menos alguna pista o respuesta. Y en este camino que se parece a un sucio laberinto lleno de trampas, secretos y caminos que no conducen a ningún lado, Julia se va topando con lo más oscuro y lo más luminoso. La corrupción estatal, las puntas apenas visibles de redes de trata y de mafias amparadas y protegidas por la policía, el silencio y el miedo a cada paso. También va encontrando solidaridad, contención y ayuda de personas que están pasando por lo mismo, o que sencillamente quieren ayudar y cambiar algo; como Abril, la joven periodista que la acompaña en parte de su búsqueda. Uno de los aspectos más angustiantes de la película es cómo logra transmitirnos el desconcierto de Julia al no tener ni siquiera una pista de lo que está pasando ni en dónde buscar. No saber quién la secuestró ni porqué, y no tener respuestas de ningún tipo. Puede ser la policía, pueden ser los narcos, puede ser una red de trata. Los desaparecidos pueden ser hombres o mujeres. La historia de Julia y Ger es una entre miles (los datos oficiales arrojan más de 90.000 desaparecidos desde el inicio de la llamada Guerra contra el narcotráfico iniciada en 2006) y se vuelve aquí también un símbolo. El dolor en su rostro ajado y demacrado no es nunca de resignación: se transforma en lucha que va encontrando a su paso el horror, algo de humanidad y, quizás, un poco de esperanza. El valor de Ruido es testimonial. No hay lugar para sutilezas, ni para el virtuosismo narrativo y quizás ni siquiera lo pretenda. Se trata de una denuncia urgente y directa, llena de bronca, impotencia y dolor. Dentro de la ficción, el relato le da voz en registro documental a víctimas reales que cuentan su lucha, a grupos de autoayuda y a organizaciones de personas que siguen buscando. Vemos mujeres vistiendo remeras con las fotos de sus desaparecidos -el paralelo con las Madres de Plaza de Mayo es inevitable- que van rastrillando campos y lugares buscando respuestas, pistas o cuerpos. A quienes no vivimos en México seguramente nos faltan partes, elementos, información para comprender mejor una realidad tan compleja. En ese sentido, Ruido hace su aporte, dando testimonio, y echando luz sobre la oscuridad, sobre el mal que se niega a mostrar la cara, haciendo ruido donde hay silencio.
Bruno (Luciano Cáceres) supo ser un reconocido artista plástico con una familia feliz que conformaba con su esposa (Clara Kovacic) y su hija (Amelia Cáceres Currá). Pero sobrevino la tragedia y con ella el descenso a la locura. El protagonista terminó internado en una clínica neuropsiquiátrica, dejó de pintar y se convirtió en un alma en pena. Cuando finalmente le dan el alta, opta por la soledad más absoluta y pasa a ocuparse del desarmadero de autos del título del que es dueño su amigo Roberto (Pablo Pinto). Mientras pasa las noches en una diminuta casa rodante, debe lidiar con una familia de ladrones liderada por un marginal interpretado por Diego Cremonesi que suele irrumpir en el predio, pero sobre todo con su precaria salud mental. Crisis que se ahondará cada vez más cuando deje de tomar su medicación e inicie todo tipo de alucionaciones y viajes mentales que lo lleven al más allá, al mundo de los muertos. El prolífico director de Palermo Hollywood, Dora, la jugadora, Caño dorado", Buen día, día, Corralón, Natacha y La sabiduría apela a su habitual hiperestilización visual (en este caso con mucha steadycam y abuso de drones con encuadres cenitales) para narrar una historia de terror piscológico en el que se destacan, además de la fotografía, la esforzada actuación de Cáceres y la locación principal (el desarmadero). Sin embargo, más allá de algunas tomas muy vistosas y ciertos climas sugerentes, la película se pierde entre recursos remanidos, lugares comunes, subrayados y clichés (narrativos, visuales, dramáticos y hasta sonoros) propios del cine de género más convencional.
El segundo largometraje de David O. Russell, estrenado en 1996, se llamó Flirting with Disaster. Y ese “coqueteando con el desastre” es lo que hace 26 años después el celebrado guionista, productor y director neoyorquino. Caótica, ambiciosa, pretenciosa y decididamente fallida, Ámsterdam es una muestra más de los riesgos y las ínfulas de un cineasta al que le gusta filmar sin red. Y este salto al vacío lo hace junto a algunos intérpretes que suelen acompañarlo (desde Christian Bale hasta Robert De Niro) y otras figuras que completan un auténtico dream-team actoral: Margot Robbie, John David Washington, Anya Taylor-Joy, Zoe Saldaña, Rami Malek, Alessandro Nivola, Andrea Riseborough, Chris Rock, Matthias Schoenaerts, Michael Shannon, Mike Myers, Timothy Olyphant y la mismísima Taylor Swift. Sí, suficientes para completar un equipo titular y hasta un banco de suplentes pletórico de estrellas. “Gran parte de esto realmente sucedió”, asegura el cartel que precede a los agobiantes, extenuantes y por momentos irritantes 134 minutos del film. Es cierto que en esta maraña de romances, enfrentamientos, desgracias, asesinatos y persecuciones asoman hechos “inspirados” en la realidad (sobre todo la confabulación política que se reconstruye sobre el final con grupos fascistas tratando de hacerse con el poder), pero esta denuncia de la manipulación, la polarización y el totalitarismo (allí están las huellas concretas de Mussolini y Hitler para que no queden dudas) nunca encuentra su esencia, su corazón emotivo ni su rumbo. Parte comedia negra, parte drama romántico, parte film noir, parte fábula política, Ámsterdam pretende ser muchas cosas (o todas) a la vez y no termina por desarrollar ni explotar ninguna de sus múltiples y en principio auspiciosas aristas. Russell juega al cinismo misantrópico de los Coen, al espíritu satírico de Adam McKay y a la fábula estilizada de Wes Anderson y termina perdiendo en todos los terrenos. La película no divierte, no fascina, no conmueve. En el mejor de los casos se puede admirar el despliegue visual (la portentosa fotografía es del mexicano Emmanuel Lubezki) y los recursos de producción, pero a esta altura de la historia de Hollywood se trata de un consuelo bastante menor. Pasan muchas (demasiadas) cosas en esta historia ambientada en 1918 y 1933, y -pecado mortal- ninguna interesa demasiado. Hay algo así como un “triángulo” a-la-Jules y Jim entre Burt Berendsen (Christian Bale), un doctor que ha perdido un ojo en la Primera Guerra Mundial (y suele perder el de vidrio a cada rato), su mejor amigo y también exsoldado Harold Woodman (John David Washington) y Valerie Voze (Margot Robbie en plan morocha), una enfermera que salva la vida de Burt pero luego se enamora de Harold. Los tres bailan felices charleston en Amsterdam para 15 años más tarde reencontrarse en la mucho más sórdida Nueva York y en circunstancias bastante menos alegres. Y si ninguno de esos tres personajes protagónicos alcanza un mínimo de intensidad dramática, profundidad psicológica, carisma, encanto ni empatía al resto del multitudinario elenco le queda una participación casi testimonial en su lugar de víctimas o victimarios, de hombres rudos o mujeres fatales, de espías o mafiosos, de detectives o empresarios, de militares o políticos. Demasiado talento desaprovechado. Demasiado capricho acumulado.
Cine experimental y político. Historia con rasgos autobiográficos y alcance social. Diario íntimo, patchwork visual y rompecabezas narrativo. Ensayo programático, apuesta caleidoscópica y elementos combativos. Todo eso confluye, convive y se mixtura, en general con resultados fascinantes, en esta arriesgada y desafiante película de Tatiana Mazú González. La joven guionista, directora y fotógrafa pasó mucho tiempo de su infancia y adolescencia en la localidad santacruceña que da nombre al film y donde aún vive buena parte de su familia. Ciudad de hombres, la dinámica del lugar gira en torno de la mina de carbón a la que las mujeres -por una mezcla de supersticiones derivadas del machismo imperante- no pueden ingresar. Película sobre la resiliencia, el empoderamiento y la sororidad de unas mujeres que ya han sufrido demasiados ninguneos, prejuicios y abusos, Río Turbio está concebida en su aspecto visual a partir de imágenes de archivo y actuales de la inhóspita y gélida zona, fotos, dibujos, planos y textos de los chats con los intercambios entre la directora y su tía (quien sostiene un programa de radio dedicado al activismo feminista), mientras que su dispositivo sonoro -tan o más importante que el primero- está compuesto por fragmentos radiales, testimonios de mujeres del lugar y muchas otras capas, que incluyen registros de las represiones de las fuerzas de seguridad contra cualquier tipo de protesta para reivindicar mejoras en las condiciones laborales. Aunque ambas vertientes (la fotografía de la propia Mazú González y el diseño de sonido de Julián Galay) van muchas veces por caminos distintos es precisamente su interrelación la que va enriqueciendo a esta enigmática, evocativa y por momentos lírica película dominada por los silencios, el dolor, la incomodidad y muchas heridas aún no cicatrizadas del pasado de una comunidad donde esas pocas mujeres que habían sido relegadas a un papel secundario, de soporte a los hombres, hoy intentan cambiar los valores, torcer el rumbo y reiventarse lejos de los estereotipos y la pasividad tranquilizadora.
Más allá de que cada semana nos enfrentamos a múltiples películas de terror que parecen hechas con piloto automático (incluida la que en este momento es la más vista en Argentina como La huérfana: el origen), lo cierto es que este año nos viene regalando también buenos exponentes como la reciente Bárbaro o ahora Sonríe. Es difícil (diría que imposible a esta altura de la historia del cine) que un film de terror no caiga en ciertos clichés, lugares comunes y fórmulas porque de alguna manera hasta el espectador ya está medio formateado y condicionado para (y por lo tanto exige) determinados golpes de efecto, trucos y resoluciones impactantes. En ese sentido, Sonríe tiene un poco de todo eso, pero también una construcción psicológica, narrativa y visual (con notables climas) que la distinguen entre la marea de producciones recientes. En su primer largometraje como guionista y director, Finn narra la historia de Rose Cotter (Sosie Bacon), una terapeuta que trabaja a destajo de una clínica neuropsiquiátrica atendiendo de urgencia casos en su mayoría muy graves. En una de esas situaciones extremas, es testigo de cómo una joven se suicida delante suyo mientras, claro, sonríe. La experiencia es, por supuesto, por demás traumática y, sumado al estrés y el cansancio acumulado por la falta de sueño y la exigencia e intensidad emocional del trabajo, Rose empieza a sentir los efectos. Le dan entonces una semana de licencia paga, pero en su hogar las cosas no mejoran. Algo ocurre en su cuerpo y en su mente ¿Alguna fuerza sobrenatural y maligna la está afectando? Su bienintencionado novio afroamericano (Jessie T. Usher), una experimentada psiquiatra (Robin Weigert) y un detective con el que alguna vez tuvo un romance (Kyle Gallner) intentarán ayudarla, pero el crescendo de pesadillas, alucinaciones y presencias malignas complicarán a cada minuto las cosas. Es cierto que todo lo que Finn y la actriz Bacon construyen con paciencia, profundidad e inteligencia durante más de la mitad de la película -que por momentos remite a films como Te sigue, El legado del diablo/Hereditary, The Ring, Insidious y Oculus- deriva en el tramo final en una serie de resoluciones algo ampulosas y remanidas (también le pasaba a la mencionada Bárbaro), pero esta claustrofóbica historia de una terapeuta dominada por los traumas (que de alguna manera se transmiten de generación en generación) no deja de ser una muy buena carta de presentación para este guionista y director debutante.
Muy libremente inspirada en hechos reales, esta historia ambientada en 1823 en el El Reino de Dahomey (hoy parte de la República de Benín) tiene todos los elementos (por momentos lugares comunes) del cine dominado por la corrección política. Sin embargo, para aquellos que puedan ver en esta película protagonizada y producida por Viola Davis unos cuantos rasgos de oportunismo, hay que decir que en el terreno del entretenimiento masivo, del espectáculo propio del cine de acción, La mujer rey (imaginen una cruza entre Pantera Negra y Pocahontas) funciona razonablemente bien. Y en varios pasajes hasta podría decirse que muy bien. Davis es la general Nanisca (Viola Davis), lideresa de las Agojie, un ejército de Amazonas eximias en el arte del combate. Más allá de un traumático pasado que iremos apreciando y desentrañando a partir de algunos breves flashbacks, ella se dedica a formar nuevos cuadros para luego a enfrentar a hombres feos, sucios y malos en el campo de batalla. Para complicar más las cosas, debe sortear unas cuantas intrigas palaciegas para mantener el apoyo del rey Ghezo (John Boyega) y evitar las constantes manipulaciones de algunas de sus esposas. Si Davis es la voz de la experiencia, su contracara, su opuesto complementario será Nawi (la ascendente Thuso Mbedu), una joven que evita un casamiento arreglado con un hombre golpeador (sí, el 99% de los personajes masculinos son de temer) y es admitida en el sector del palacio al que solo pueden acceder las mujeres que renuncian a casarse y ser madres para convertirse en expertas luchadoras. La muchacha, que no sabe ni siquiera manipular una simple soga, a los pocos minutos se convertirá en una extraordinaria combatiente, pero -admitámoslo- estamos en medio de las convenciones hollywoodenses. Más allá de esas simplificaciones y de otros subrayados, Gina Prince-Bythewood (la misma de La vieja guardia, con Charlize Theron y Kiki Layne) se muestra muy dúctil a la hora de concebir verdaderas coreografías para coloridas ceremonias tradicionales, implacables entrenamientos y batallas épicas contra los sádicos reinos enemigos y los esclavistas europeos. En este sentido, sí, la abrumadora presencia femenina delante y detrás de cámara (desde la directora de fotografía hasta la editora son mujeres) permite romper unos cuantos techos de cristal con un profesionalismo que nada tiene que envidiarle al establishment masculino. La guionista Dana Stevens (la idea original es también de la actriz Maria Bello) no dejó tópico políticamente correcto sin abordar y en ese terreno se advierte una tendencia a tildar cada aspecto del empoderamiento, revanchismo frente a los abusos masculinos y exaltación del heroismo femenino. Si la película dilapida algo de profundidad por ciertos estereotipos, los compensa con creces a partir de una solidez narrativa y un despliegue visual incuestionables. Así, con muchos más hallazgos que carencias, La mujer rey termina siendo una bienvenida rareza en una industria audiovisual que claramente está buscando modernizar sus miradas y sus historias.
En 2011 Santiago Mitre estrenó El estudiante, que había rodado casi sin presupuesto a lo largo de muchos fines de semana en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Una década más tarde, el director filmó Argentina, 1985 con el apoyo de un gigante del streaming (Amazon Prime Video) y de varios influyentes productores (desde Victoria Alonso, ejecutiva top en Marvel, hasta Axel Kuschevatzky, pasando por Ricardo y Chino Darín). La única similitud es que ambas se hicieron sin subsidios del INCAA (en el primer caso, porque el proyecto no entraba dentro del esquema industrial; en el segundo, porque se financió con las espaldas de Amazon y el streamer optó por no pedir dineros públicos), pero lo real es que cualquiera de los planos callejeros de Argentina, 1985 (con su minucioso trabajo de ambientación de época y su imponente despliegue de efectos visuales) o los derechos de de las canciones (Salir de la melancolía, de Serú Girán; Lunes por la madrugada e Himno de mi corazón, de Los Abuelos de la Nada; o Inconsciente colectivo, de Charly García) deben haber costado lo mismo o más que toda aquella tan artesanal ópera prima. El “arco” de Mitre desde sus modestos inicios (en 2005 participó, por ejemplo, en el film colectivo El amor, primera parte) hasta esta ambiciosa reconstrucción del Juicio a las Juntas puede compararse al de Julio César Strassera (interpretado por Ricardo Darín), un gris funcionario judicial que ingresó en 1976 como Secretario de Juzgado y, ya como fiscal, no tuvo durante el Proceso de Reorganización Nacional una actuación precisamente destacada ni valiente (algo que el film esboza en un par de escenas). Sin embargo, cuando muchos creían que no iba a estar a la altura del desafío, en 1985 lideró la acusación a las tres juntas militares en el que es considerado el primer caso de este tipo en el mundo a cargo de un tribunal civil. Más allá de las connotaciones, idiosincracia y referencias locales, Argentina, 1985 remite a un clasicismo propio de la mejor tradición hollywoodense. En la figura de Strassera, pero también en la de su asistente Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) y los muchachos y muchachas (estudiantes, flamantes egresados o inicipientes funcionarios judiciales) que fueron reclutados de apuro para llevar a cabo en tiempo récord la investigación de los casos a utilizarse en el juicio (serían solo 709 de los 30.000), se apuesta a la figura del underdog, esos individuos o equipos con mínimas posibilidades de salir airosos y mucho menos campeones en lo suyo. En este caso, el triunfo consistiría en conseguir una pena para los genocidas en tiempos en que el gobierno de Raúl Alfonsín era sometido a todo tipo de presiones y amenazas de golpes de Estado. En varios sentidos, Argentina, 1985 puede verse también como una cruza entre las dos únicas películas nacionales que ganaron el premio Oscar: La historia oficial, de Luis Puenzo; y El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. Las consecuencias de la última dictadura, la dinámica interna tribunalicia y las implicancias íntimas y emocionales de situaciones de fuerte trascendencia social y política se mixturan con naturalidad a partir de un aceitado guion coescrito por Mitre y Mariano Llinás, que logra imprimirle además una necesaria veta humorística para descomprimir la tensión, oscuridad y la inevitable solemnidad de la faceta judicial. Los guionistas encuentran sobre todo en el universo familiar (pero también en un comic relief como el guardaespaldas Ormigga) el contrapeso ideal a las cuestiones políticas (a Alfonsín se lo escucha fuera de campo, pero no se lo ve, aunque figuras de la época como Antonio Tróccoli son duramente cuestionadas), judiciales (la reconstrucción de los alegatos es bastante minuciosa) o de seguridad (los grupos de tarea deambulando impunes en plena primavera democrática). Los aportes de Alejandra Flechner como Silvia, la esposa de Strassera; de Gina Mastronicola como la hija adolescente Verónica y sobre todo de Santiago Armas Estevarena (toda una revelación), como el hijo menor Javier, permiten dotar al relato de una dimensión más humana, capaz de generar una mayor empatía e identificación. Darín y Lanzani se lucen con interpretaciones contenidas, sin regodeos, ostentaciones ni imitaciones, porque los hechos hablan por sí solos y ellos no tienen que sobreactuar en plan súper héroes (aunque la dimensión heroica esté siempre en el sustrato). Y en papeles secundarios sostienen cada una de las escenas en las que participan el mítico Norman Brisky (notable como el Ruso, personaje puramente ficcional que funciona algo así como el mentor de Strassera), Carlos Portaluppi (León Arslanian, presidente del tribunal) o Laura Paredes (quien ofrece un desgarrador testimonio en pleno juicio), por nombrar solo algunas de las figuras destacadas que aparecen en el amplio elenco. Tras la muy audaz, deforme e incómoda Pequeña flor (una película de espíritu jazzero sujeta a la inspiración e improvisación), Mitre regala un film diametralmente opuesto (una perfecta sinfonía muy precisa y articulada). Del más desbordante cine de autor a otra en la que despliega como nunca el oficio de narrador con el thriller psicológico (paranoico), el drama familiar y las películas de juicio como marcos, Mitre logra que las casi dos horas y media de Argentina, 1985 fluyan con elegancia, sin estridencias y con una complicidad conseguida con recursos nobles. Algunos podrán decir que, yendo a lo seguro en materia de géneros clásicos y con los dólares de Amazon detrás, los desafíos de Mitre se allanaron respecto de cierta impronta más autoral y una factura más artesanal. Sin embargo, analizando la historia reciente del cine nacional, en la que sobran proyectos arriesgados a los que les cuesta conectar con el público, Argentina, 1985 surge como una auténtica rareza: una película hecha con plena concencia de sus objetivos, concebida con enorme profesionalismo, con ambiciones de llegada popular y sin por eso arriar jamás las banderas de la calidad: 140 minutos que se disfrutan como los cuentos bien narrados. Con sorpresas, miedo, risas y, finalmente, genuina emoción.
En 2009 se estrenó en las salas de todo el mundo La huérfana, película dirigida por Jaume Collet-Serra con Vera Farmiga, Peter Sarsgaard y la malvada niña intrerpretada por Isabelle Fuhrman que se convirtió en un sorprendente éxito de crítica y público. Sin embargo, pasaron 13 años hasta la llegada de esta precuela en la que -del elenco original- solo reaparece Fuhrman (hoy de ¡25! años en la vida real). Lejos de los hallazgos del bizarro y al mismo tiempo elegante film original, La huérfana: El origen es una película tan impecable en su factura como convencional en su propuesta. El punto de partida es inverosímil (aunque sabemos que ese no es un problema dentro del género de terror) con un prólogo ambientado en Estonia en 2007. Allí nos reencontramos con la protagonista, Leena, internada en un neuropsiquiátrico y convertida en “la paciente más peligrosa” del lugar. Lo cierto es que tras ese look de niña inocente con dos colitas atadas se esconde en verdad una mujer de 33 años (hay una justificación médica con un desorden hormonal para ese descalce etario) con evidentes rasgos psicopáticos y facilidad para el slasher a-la-Freddy Krueger. Lo concreto es que a los 20 minutos tendremos a la niña-adulta Leena haciéndose pasar por Esther, la hija desaparecida del matrimonio de ricachones Albright compuestos por mamá Tricia (Julia Stiles) y papá Allen (Rossif Sutherland). Tricia y Esther regresan en un avión privado y se instalan en la mansión familiar en el pueblo de Darien, en Connecticut, junto a Gunnar (Matthew Finlan), el hijo mayor de la pareja. Tras la emoción inicial por el inesperado reencuentro (los Albright no sabían nada de Esther desde hacía cuatro años) y la fascinación que genera las dotes de la “pequeña” como artista plástica y pianista, comenzarán las sospechas, los enfrentamientos y las vueltas de tuerca que no adelantaremos. William Brent Bell, veterano director de cine de terror, maneja todo dentro de una medianía que no irrita pero tampoco impacta. Hay muchas escenas nocturnas, y fiestas, y paisajes nevados, y fuego, y -claro- sangre. La iconografía está, los golpes de efecto también, pero lo cierto es que pasamos del notable y original film de 2009 a la discreta y previsible segunda entrega en este 2022 ¿Seguirán “reviviendo” a la franquicia?
Tras su première mundial en la reciente Mostra de Venecia y en medio de acusaciones y chismes que hicieron las delicias de la prensa sensacionalistas respecto de un rodaje caótico con múltiples peleas dentro del equipo, llega a los cines de todo el mundo el ambicioso nuevo film de la directora de La noche de los nerds, una fábula ambientada en una urbanización aparentemente idílica en plenos años '50. El resultado artístico, lamentablemente, quedó muy lejos del de aquella promisoria ópera prima de 2019. Todo lo que en La noche de las nerds (Booksmart), ópera prima de Olivia Wilde, era simpatía, desparpajo y fluidez se vuelve ampuloso, recargado y forzado en No te preocupes cariño, una producción mucho más pretenciosa (y fallida) que -justamente por los múltiples logros de aquel debut de 2019- resulta una profunda decepción. No te preocupes cariño fue el hazmerreír de las redes sociales y los portales por motivos extracinematográficos (con epicentro en la polémica pública entre Wilde y Shia LaBeouf y los papelones de la presentación en Venecia con los distintos integrantes peleados entre sí), pero a nivel artístico -más allá de sus evidentes problemas- está lejos de ser el papelón que muchos colegas destruyeron con sorna en el mejor de los casos y desprecios en el peor. Ambientada en una urbanización construida en medio del desierto californiano en plenos años '50, No te preocupes cariño nos muestra en primera instancia una comunidad idílica y, en ese contexto, nos encontramos con el prototipo (estereotipo) de la pareja feliz (“parecen en una luna de miel perpetua”, les dicen) entre Jack y Alice Chambers (Harry Styles y Florence Pugh), él ingeniero, ella ama de casa. El proyecto urbanístico en cuestión se llama Victoria y pronto comenzaremos advertir que en medio de esa aparente perfección, de las rutinas y las seguridades, de instalaciones impecables y risas y cócteles, no todo lo que reluce es oro. Los secretos y mentiras, las manipulaciones y el control, la hipocresía y la doble moral, las perversiones y las trampas irán convirtiendo la experiencia en algo bastante alucinatorio, paranoico y perturbador. Con recursos, elementos y climas que remiten a Amor a colores (Pleasantville), de Gary Ross; Las mujeres perfectas (The Stepford Wives), de Frank Oz; Matrix, de las hermanas Wachowski; ¡Huye! (Get Out), de Jordan Peele; y The Truman Show, de Peter Weir (y podríamos seguir citando decenas de películas y hasta series como Westworld o Mad Men), con referencias owellianas, imágenes lyncheanas y coreografías a-la-Busby Berkeley (“gracia en la simetría”, se nos insiste), No te preocupes cariño resulta una película demasiado recargada, pomposa y por momentos subrayada. Ni siquiera un elenco pletórico de figuras como Florence Pugh (lejos de la excelencia de sus mejores trabajos), Harry Styles (muy poco sutil), Chris Pine (como el líder new age de la organización), la propia Olivia Wilde y Gemma Chan alcanza a maquillar los evidentes problemas de una película que deslumbra en lo visual (la fotografía de Matthew Libatique y el diseño de producción de Katie Byron son prodigiosos), pero en términos dramáticos naufraga entre la frialdad, artificialidad y obviedad de su propuesta.
El londinense Oli Parker escribió las dos entregas de El exótico Hotel Marigold y dirigió la secuela de Mamma Mia! Esos antecedentes sirven para exponer sus intereses y las búsquedas (bastante similares) de este nuevo trabajo como guionista y realizador. El suyo es un cine básico, elemental, atado a las fórmulas, fácilmente digerible, no exento de simpatía y con muchos elementos propios del crowd-pleaser. En este caso, la idea es un regreso al universo de la comedia romántica y, más precisamente, a ese imperio del diálogo mordaz y el ritmo frenético de la screwball-comedy. Un poquito de Pecadora equivocada, de George Cukor; otro tanto de Ayuno de amor, de Howard Hawks; y el resto pasa por reciclar estructuras clásicas como la guerra de los sexos y el esquema del re-matrimonio. George Clooney (que vendría a ser aquí una suerte del heredero de Cary Grant) y Julia Roberts (la indiscutida reina del género en los '90) se reencuentran (ya habían trabajado juntos en La gran estafa, La nueva gran estafa, El maestro del dinero y muy brevemente en Confesiones de una mente peligrosa) cuando sus carreras no atraviesan precisamente sus mejores momentos. El, con 61 años; y ella, con 54, aceptaron jugar el juego del regreso tanto fuera de como en pantalla. Y lo hacen con el profesionalismo, la ductilidad, el encanto y el aplomo de las auténticas estrellas. Si Pasaje al Paraíso no levanta vuelo, no trasciende un techo demasiado bajo, es porque el guion y la dirección de Parker son demasiado básicos, superficiales y subrayados. No es que los cultores o cultoras de la comedia romántica estén esperando a esta altura grandes sorpresas o revelaciones, pero los principales engranajes del film chirrían de tanto desgaste. La excusa argumental es la siguiente: Lily (Kaitlyn Dever) termina la carrera de Derecho en Chicago y para celebrar su graduación viaja con su mejor amiga Wren (Billie Lourd) a Bali (en verdad el film se rodó en Australia). Allí, en medio del Paraíso al que alude el título, ella se enamora de Gede (Maxime Bouttier) y decide quedarse a vivir en el lugar. Cuando Lily les informa que pretende casarse, sus padres David (Clooney) y Georgia (Roberts) viajarán hasta allí con el objetivo de impedirlo. ¿Por qué? Porque no quieren que su hija repita el mismo error que ellos cometieron 25 años atrás. En efecto, David y Georgia se casaron, tuvieron a Lily, pero luego se divorciaron en los peores términos. Hoy son enemigos íntimos. Y, a pesar de que se odian, deberán unir fuerzas para que su hija abandone la idea del matrimonio. No contaremos nada más (se podrán imaginar el resto), salvo que para complicar aún más las cosas Georgia está en pareja con el francés Paul (Lucas Bravo), un piloto de avión tan carilindo con tontuelo. Pasaje al Paraíso es una película leve, intrascendente, agradable, demagógica y por momentos disfrutable. Ese disfrute dependerá en esencia de la mayor empatía o rechazo que cada espectador tenga respecto de la comedia romántica más tradicional. En ese sentido, hay que ir sin demasiadas exigencias al encuentro de esta película y dejarse llevar por caminos previsibles, es cierto, pero acompañados por el carisma de dos estrellas de las que hoy no abundan, dignas de la mejor tradición del Hollywood clásico.