La aventura comienza... de nuevo Nueve años después del último episodio de El Señor de los Anillos, Peter Jackson regresa a la Tierra Media con el primero de los también tres episodios que tendrá su versión de El Hobbit. Si bien el libro fue escrito por J.R.R. Tolkien antes que El Señor… y sólo comparte con él -originalmente, al menos- algunos personajes, en términos hollywoodenses actuales podría considerárselo una precuela. Y es de esa manera en la que Jackson se conduce en este universo: pintándolo de similares colores a los que ya conocemos. La continuidad, entonces, está asegurada: mismos actores, mismo estilo, mismo “tono”, similar organización narrativa y visual, parecidos personajes. Uno ve El Hobbit y -al menos en la versión 2D y en 35mm que se proyectó a la prensa aquí- al segundo sabe que está adentro del mismo universo que el de El Señor de los Anillos, lo cual tiene sus pros y sus contras. A favor tiene, obviamente, saber que millones de espectadores aman ese universo y desean volver a él para ver nuevas/viejas aventuras de algunos de sus queridos personajes. En contra está el hecho de que para muchos otros (fans o no de la trilogía) el asunto puede volverse algo reiterativo, “menos de lo mismo”, un retorno que no es otra cosa que “ir a lo seguro”. Un viaje inesperado, título de la primera de las películas, juega en el límite entre esos bordes. Narra las continuas aventuras de un grupo de pequeños antihéroes (un hobbit y una docena de enanos, además del mago Gandalf) recorriendo tierras de monstruos, orcos, trolls y otras criaturas viejas y nuevas, para llegar a otra montaña lejana y aparentemente de imposible acceso, controlada por un ser peligroso (en este caso, el gigantesco dragón Smaug) al que nadie se atreve a desafiar. Si hay que buscarle una diferencia a El Hobbit respecto a El Señor… es su tono algo más infantil y humorístico, algo que está en el texto y que se acrecienta en el film con la presencia de los enanos, personajes que parecen salidos de cuentos de hadas. Al principio de la película, tras la notable introducción en la que el viejo Bilbo (Ian Holm) cuenta cómo Smaug se quedó con la Montaña Solitaria echando a su “pueblo originario” (enanos que, en realidad, son más grandes que los hobbits), y luego del encuentro entre Bilbo (Martin Freeman) y Gandalf (el a la vez más joven y más viejo Ian McKellen), el film parece entrar en una plomiza laguna en la que, a lo largo de más de 40 minutos, los viajeros de esta saga se unen para comer, cantar y destrozar la cabaña del tranquilo Bilbo. Es que si hay un viaje, una transformación que contar en esta película, es la de este pequeño hobbit que no quiere saber nada con modificar sus rutinas (comer, fumar pipa, leer y así) para sumarse a una peligrosa aventura con una serie de ruidosos desconocidos. Pero lo hará, convencido a medias de que puede ayudar en la tarea por un Gandalf que siempre parece saber cómo terminan todas las historias, alguien que está en la película para arreglar las cosas que se salen de cauce. El Hobbit tomará ritmo narrativo cuando la banda salga en su aventura y empiece una larga serie de cada vez más complicadas y extensas batallas con las susodichas criaturas, en las que Jackson vuelve a exhibir su arsenal de piruetas visuales, así como su dominio y control de la narración. Pese a su espectacularidad visual, Jackson se va volviendo cada vez más clásico en su forma de narrar: cada escena tiene su tiempo y su desarrollo, y muy pocas cosas en la película se sienten apuradas. Esto también puede jugarle en contra: si hay un problema en El Hobbit es que Jackson aquí no resume el libro a sus bloques narrativos fuertes y/o esenciales como lo hacía en El Señor…, sino que lo expande, usa todo lo que escribió Tolkien y más también, perdiendo uno de los puntos fuertes de aquellos films: su concisión, la sensación de que todo lo que veíamos era esencial a la trama. Igualmente, si tomamos en cuenta la trilogía anterior, hay que pensar que la primera película sólo es un aperitivo para el plato fuerte que viene después. Uno desea que aquí suceda lo mismo. El Hobbit es un espectáculo visual innegable en el que las mejores escenas quedan en manos de caras conocidas (un encuentro en Rivendell de viejos personajes deja en claro que le costará a esta serie imponer nuevos rostros) y de algunas criaturas (no personajes) que no existían en la saga anterior. Con el correr de los minutos la trama se va volviendo más oscura y siniestra -la aparición de Gollum y el anillo se dan ahí-, pero también hay una permanente sensación de déjà vu que recorre toda la película: cada nuevo combate, cada nueva situación, parecen extensiones no del todo necesarias de una película muy parecida que ya vimos antes. No es culpa de Jackson, claro, que los espectadores no se sorprendan tanto ahora como lo hicieron cuando se estrenó La Comunidad del Anillo. El visualizó este mundo a partir de los textos de Tolkien y quiso volver a llevar a los espectadores ahí. En ese sentido, sale mucho mejor parado que George Lucas en la primera precuela de Star Wars (¿Remember Jar Jar Binks?), pero no hay demasiada innovación tampoco. Pasarle la dirección a Guillermo Del Toro -como se hizo en un primer momento- podría haberle dado al film un ángulo y una mirada diferente. No necesariamente mejor, pero era algo que podía generar una intriga extra en el espectador. Aquí ya sabemos dónde y cómo nos van a conducir en el viaje. Y esa seguridad es lo mejor, pero también lo peor, que tiene esta primera película de la trilogía. PD. La versión 3D y en 48 cuadros por segundo, que tantas controversias y comentarios viene causando por el mundo, no había llegado a la Argentina en el momento de la proyección de prensa, pero sí se estrenará en ese formato en unas 20 salas. Habrá que volver a ver el film así para ser del todo justos con la visión de Peter Jackson.
Tierra sublevada Los directores de Contr@site (y colaboradores en otras películas como Tierra de Avellaneda y La nación mapuche) cuentan en este documental el viaje de Daniele a El Impenetrable en el Chaco paraguayo, donde él y su hermano heredaron de su padre una enorme parcela de tierra. Su intención es donarla, devolverla a los pueblos originarios, convertirla tal vez en una reserva ecológica. Pero una vez allí descubre que no es tan sencillo: que sus tierras están encerradas dentro de un gigantesco latifundio y no puede siquiera acercarse, que puede haber otras personas con títulos de propiedad sobre su misma tierra, y que resolver ese entramado legal es una tarea complicadísima que involucrará al mismísimo presidente Fernando Lugo, que poco tiempo después sería removido de su cargo por una situación con muchas similitudes a ésta (el film no hace referencia a ese tema, directamente). Más allá de ciertos excesivos enredos legalistas que se vuelven algo confusos de seguir, El Impenetrable presenta su caso de una manera informativa y subjetiva, sin sobrecargar las tintas. La voz en off de Incalcaterra, que protagoniza la película como dueño/observador, va en ese sentido: es menos un furioso Michael Moore que un curioso y sorprendido hombre que descubre (al parecer, casi sin quererlo) una oscura historia política que se extiende por décadas.
Volver a empezar Al no haber visto La ventana ni El gato desaparece, retomar el cine de Carlos Sorín con Días de pesca es, para mí, como no haber abandonado nunca la línea que arrancó con Historias mínimas (2002, su regreso al cine después de 13 años) y siguió con El perro (2004) y El camino de San Diego (2006). Es que Días de pesca, la película que tuvo su premiere mundial en el Festival de Toronto y se presentó luego en la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián, se suma en forma y espíritu a ese tipo de cine que caracterizó el retorno de Sorín tras la problemática y genial Eterna sonrisa de New Jersey: historias pequeñas, road movies casi sin actores profesionales, la Patagonia como escenario (de todas ellas menos El camino de San Diego y personajes que parecen perdidos en la vida. En algún punto, el protagonista que encarna Alejandro Awada aquí podría ser un pariente cercano del que hacía Javier Lombardo en Historias mínimas. Awada es Marco, un hombre que viaja a Puerto Deseado con el objetivo de reencontrarse con su hija, Ana, que vive allí desde hace tiempo y hace mucho que no ve, y a la vez aprovechar la temporada de pesca de tiburones para probar suerte. A lo largo del viaje se cruzará con una serie de personas -un entrenador y su pupila, una boxeadora que va a Puerto Deseado a combatir con una pugilista boliviana; un grupo de turistas colombianos- además de entablar una relación un poco más cercana con el hombre que lo llevará a la riesgosa pesca en cuestión. Finalmente, su objetivo es volver a ver a su hija con quien, aparentemente, han tenido una difícil relación en el pasado y dejaron no sólo de verse, sino que ni siquiera conoce muy bien su paradero. Sin haber visto las anteriores dos películas, da la impresión de que Sorín quiso regresar a un territorio que le gusta y en el que se siente cómodo. Lo cierto es que El camino de San Diego parecía marcar un límite, una suerte de repetición y exageración de ese universo “soriniano”. Lo mejor que tiene esta película -pequeña, amable, tierna por momentos- es que escapa a ese “engolosinamiento” para volver a la idea más mínima de la “historia mínima”, esa construcción narrativa sostenida por un eje, pero construida con permanentes pasos al costado y corrimientos laterales. Awada es, por lo general, el rostro extrañamente sonriente (hay una mezcla de sorpresa, curiosidad y condescendencia en esa sonrisa que, se sabe de entrada, oculta un pasado alcohólico, más bien oscuro) que escucha historias y descubre personajes, de los cuales el entrenador de boxeo y su pupila son los más interesantes (el personaje “entrenador” es ya un clásico en la filmografía de Sorín). En esa relación y en la que establece con otro especialista (el cazatiburones) está lo mejor de la película que intenta contagiarnos la fascinación que Sorín parece desarrollar por este tipo de personajes curiosos con los que uno podría toparse en un viaje. A mí, al menos, me resulta algo más convencional y predecible el “arco narrativo” de la relación con su hija y su yerno. Si bien el film lo maneja de manera sutil y discreta (con pocos elementos nos damos cuenta de que hay un pasado bastante denso ahí), las idas y vueltas de esa parte de la trama no logran transformarse en el eje central que, uno imagina, quiso convertirlo Sorín. Al contrario, dan más ganas de seguir conociendo a los otros secundarios, o volver a ver qué pasó con la muy particular pelea de box patagónico-boliviana. Una escena, para mí, revela lo mejor del cine de Sorín (me refiero a lo que hace dentro de este tipo de formato alla Historias mínimas) y es el diálogo que mantiene con el cazatiburones, donde el hombre le explica las diferencias entre la pesca común a la que él está acostumbrado y ésta. Son escenas casi documentales, sin ningún tipo de ironía, en las que un personaje despliega su personal credo ante los espectadores. Es lo más parecido a un momento Moby Dick que tiene la película: la gran aventura de la caza de la ballena en un escenario despojado en el que todo parece tener un tono menor. Tal vez sea las más mínimas de las “historias mínimas” de Sorín las que más me llegan o me interesan. Los momentos de dramaturgia más estructurada y la necesidad de invadir musicalmente la narración con un score que, otra vez, vuelve a ser excesivamente “grande” para lo que se cuenta y muestra (violines al por mayor) son los que me hacen tomar distancia y no implicarme en lo que sucede. Es ahí donde la manipulación se nota, se hace evidente. Entiendo que son elecciones que, seguramente, acercarán más al público que una narración completamente despojada y anecdótica, pero son también los que le hacen perder al film esa grandeza contemplativa, observacional, que podría tener. Donde se notan los hilos que atan, abrochan, conducen el relato más con pulso de guionista que con mirada de director.
Ciudadano Packer Los créditos iniciales de Cosmópolis se desarrollan sobre un fondo que parece imitar a un cuadro de Jackson Pollock siendo pintado en el momento. Los créditos de cierre, en tanto, hacen algo parecido con obras que podrían ser de Mark Rothko, un nombre que se menciona como parte (temáticamente) importante de esta adaptación al cine de la novela de Don DeLillo que dirigió David Cronenberg. En algunas entrevistas, el realizador de La mosca y Una historia violenta dijo que, con esas elecciones, quería “enmarcar” el intento del protagonista -un financista multimillonario de 28 años- de viajar desde el caos (Pollock) a la calma (Rothko). Pero en un sentido algo más formalista, uno podría decir que esos cuadros en movimiento son el marco adecuado a las elecciones estilísticas del film y que Cosmópolis podría pensarse como una forma de expresionismo abstracto cinematográfico. Si bien la película es, por decirlo de alguna manera, figurativa (hay una historia, una trama, personajes, conflictos, caras y cuerpos), se torna más fascinante de ver si uno la piensa como abstracción en movimiento: personas, textos y situaciones que más que representar a un mundo real (del que se habla, pero casi no se ve) parecen ser puro concepto, suerte de maniquíes de un universo que funciona -como la Bolsa de Comercio de la que depende la fortuna de Packer- en términos puramente abstractos. Cosmópolis cuenta un viaje en auto a una peluquería y eso es todo. Formalmente opuesta a películas como Ladrones de bicicletas, la aventura -sin embargo- le permite al protagonista acercarse a un mundo que, al menos en su cabeza (o en sus recuerdos: la “peluquería” es el Rosebud de esta historia) fue alguna vez el real. Los encuentros están allí -el film es, en un sentido, un relato de citas y conversaciones en una oficina en movimiento-, pero no sólo para revelarnos que bajo la apariencia segura de una limusina blanca (tendrán que esperar al estreno de Holy Motors, de Leos Carax, para notar la cantidad de cosas en común que tienen ambas películas, entre ellas la “limo”) en la que un millonario recorre Manhattan hay un caos urbano y un universo de neurosis varias, sino para dejarnos la impresión de que ese mundo es, definitivamente, irrecuperable. Packer viaja en su limo blanca por una Manhattan con el tránsito cortado por la visita del presidente (“¿Qué presidente?”, le pregunta a su guardaespaldas: los países han dejado de ser una idea válida en su vocabulario) y por una serie de manifestaciones callejeras. Packer sabe -o supone- que lo buscan para asesinarlo, y moverlo por la ciudad es un riesgo que nadie quiere correr. Pero Packer necesita su corte de pelo, necesita su “retorno a las raíces”. A lo largo del viaje se producirá el conflicto que da vida, si se quiere, a la trama de la película: el yuan (la moneda china) está subiendo descontroladamente, pero Packer (un Robert Pattinson perfecto para el rol, en un tono casi “bressoniano” de actuación, casi sin inflexiones) juega sus fichas en que va a caer. Como no lo hace, el hombre pierde millones y millones cada minuto que pasa. Pero no parece importarle: al contrario, lo despabila. Siempre dentro del auto, recibirá la visita de sus analistas de mercado, de un médico, de una amante, saldrá del coche a visitar a su igualmente distante esposa, afuera será atacado por algún manifestante y volverá a luego al coche para seguir un recorrido que no parece avanzar demasiado. El auto es, aquí, como una cápsula espacial, y da la impresión de moverse con esa grandilocuente lentitud que tienen los objetos que circulan fuera de los imperativos físicos del mundo. Es que allí está Packer y allí se desarrolla su historia. Números abstractos, sexo seco, conversaciones mecánicas, actuaciones robóticas. Todos sus encuentros tienen una lógica absurda, como de pesadilla, y por la forma en la que no siempre se conectan bien entre sí, da la impresión de que todo podría estar ocurriendo en la mente de este hombre que empieza a sentirse liberado mientras su imperio de infografías se resquebraja. El Ciudadano Packer, en algún momento, deberá lidiar con “el afuera” y, si bien allí la película entrará en una zona algo más convencional (la realidad es convencional y mucho menos interesante, parece decir Cronenberg, y la actuación “del método” de Paul Giamatti en esa parte del film grafica el choque de manera impecable), nunca dejará de fascinarnos con su poder de observación y con su meticulosa y clínica puesta en escena. Su uso del digital -es la primera vez que Cronenberg filma así- es tan brutalmente hiperrealista que termina siendo casi inmaterial, como estar viendo uno de esos largometrajes animados al estilo de los de Robert Zemeckis, con sus personajes de miradas inexpresivas y sus escenarios pintados digitalmente. Cosmópolis es un film en el que Cronenberg decide llevar un paso más allá ciertas obsesiones temáticas y formales suyas de siempre. Muchos extrañarán el realizador algo más “intenso” de otras películas, pero el creador de Videodrome y Crash, extraños placeres (películas con las que Cosmópolis podría armar una trilogía sobre la destrucción del ego y del cuerpo como estados de gracia a ser alcanzados) parece haber ingresado a una etapa aún más cerebral y autorreflexiva de su cine. En Un método peligroso, esa operación estilística le quedaba demasiado pegada al cine “de qualité” que tomaba como matriz y -en mi opinión- no lograba desmarcarse del todo como para hacerla propia. Aquí no hay más “matrix” que su concepción pesadillesca del mundo, un lugar en el que cabezas parlantes y cuerpos inertes rebotan entre sí, verbal y físicamente, hasta explotar en mil diagramas de barras y vectores infinitos.
50 años no es nada... Hacer un episodio de la saga de James Bond debería ser una materia obligatoria en la industria de cine. Digamos: un realizador se hace famoso, tiene un estilo al que podríamos llamar propio y se le pone como test filmar una aventura de 007. El trabajo implicaría, obviamente, aplicar su propia sensibilidad a un formato con mucho de prestablecido, poder aportar su universo a un mundo ya creado y reconocido por varias generaciones. Es que la saga de Bond se ha caracterizado por dos cosas que hoy han pasado de moda: el director desconocido y la película descontextualizada. Desde que surgió la saga, pocos capítulos de 007 fueron dirigidos por realizadores famosos, con lo cual siempre se priorizó al Bond de turno (Connery, Moore, Dalton, Brosnan, etc.) que a quien estaba detrás de cámaras. Y lo mismo sucedía con la trama de cada nueva película: nunca se las consideraba como “secuelas”, parte de una gran historia o una enorme mitología, sino, más bien, como “stand alone films”: películas que se sostienen solas, aventuras con principio y fin, y sin conexión con casi nada que viniera antes o después. Pero en estos tiempos de series y sagas “mitológicas” (sólo basta observar todos los grandes tanques de taquilla de la última década y pico), en las que es importante contar orígenes y evoluciones de personajes a lo largo de varias películas, y en medio de un generación de realizadores que no teme poner su firma detrás de productos “industriales” como puede ser una película de 007, ese criterio ya no parece funcionar. Cada nuevo Bond tiene que conectar con el anterior, tiene que contar el origen, revisarlo, tiene que crearle marcas, como arrugas o llagas, a un personaje que siempre fue intercambiable y, finalmente, fugaz. Si bien uno no pensaría en Sam Mendes a la hora de hacer una película de la saga Bond (me da curiosidad saber que harían con el personaje Christopher Nolan, Bryan Singer, Quentin Tarantino, Brian De Palma, Danny Boyle, y hasta David Cronenberg antes que el director de Belleza americana) hay que reconocer que la apuesta de los productores fue audaz. Y que salió muy bien. 007: Operación Skyfall es una gran película de James Bond. Inteligente y humana, clásica y moderna a la vez, con escenas de acción narradas y estructuradas a la perfección, con un villano memorable (una elección y caracterización riesgosa la de Javier Bardem, pero que funciona) y una trama que se sostiene por sí misma y que apunta a sumar a la mitología Bond, a conectar una película con otra, y a dejar de pretender que las películas existen en un tiempo y un espacio desconectado. De sí mismas con el mundo real y de unas con otras entre sí. La trama del film tiene algo de las Batman de Christopher Nolan, pero Mendes logra -para sorpresa- ser más liviano y menos grave que su compatriota y hoy más celebrado realizador. No sobredimensiona la importancia de la trama y la pone al servicio de los personajes y de escenas de acción fuertes y bastante realistas, que logran ser creíbles y poderosas y -a la vez- estar enmarcadas en la tradición algo absurda a la que fue virando la saga 007, en especial la primera y la última. En ese sentido, Daniel Craig vuelve a ser el Bond duro y físico de las películas anteriores, pero aquí Mendes le da un espacio un poco mayor para el humor y la ironía autoconscientes de la tradición “bondiana”. Craig clava a la saga en el mundo real, pero Skyfall logra llevarla un poco más lejos de manera sutil, nunca obvia. El suyo es un Bond moderno y realista, pero también “old school”, una idea madre de toda la película (en la puesta en escena, en los gadgets, en las ideas que circulan a lo largo de la narración), sostenida desde el principio hasta su explosivo final. La trama es simple: Bond es dado por muerto al caer al mar tras perseguir a un villano que tenía un disco duro con nombres de agentes secretos a ser revelados, pero luego reaparece -en pésimo estado físico y mental- cuando el servicio secreto británico (el MI6) es bombardeado por un malvado con acceso a los secretos del poder. M (Judi Dench, más protagónica que nunca) lo acepta de regreso y, aún en inferioridad de condiciones, lo envía a China a buscar la pista del culpable. Bond lo encuentra y lo trae a Londres. Y es ahí donde empiezan los problemas en serio… Esa misma mezcla entre realismo y absurdo maneja Bardem en el rol del villano de turno. Puede gesticular y exagerar como personaje de una película de Bond de los ’70 (o una mezcla entre el Guasón y Hannibal Lecter), pero -también como ellos- deja entrever su sensibilidad y la verdad emocional de su personaje con sólo algunos gestos y su ya natural intensidad. El suyo es un personaje a lo Nicolas Cage, pero allí donde “El Rey del peinado absurdo” hubiese llevado la situación al extremo (no parece mala idea Cage, pero no para una película “cuidada y prolija” de Mendes), Bardem es capaz de manejarse con sabiduría en la línea exacta entre el “camp” y la credibilidad. Es, para resumirlo en una idea, un personaje de película de Almodóvar metido en un film de Bond: pasado de rosca pero, en un sentido profundo, verdadero. Se discutirá si lo mejor de Skyfall son las escenas de acción y hasta qué punto son responsabilidad de Sam Mendes o del director de segunda unidad del film (Mendes no es famoso por filmar acción, digamos). Pero más allá de los debates en los que entrarán los obsesionados por la “teoría del autor”, no hay duda que los 150 minutos de la película se siguen con gran interés y que Mendes logra -milagro de milagros- poder ser relevante y cinéfilo a la vez. Skyfall es una película que lo guiña el ojo al espectador que conoce la historia de la saga y que quiere saber más, pero lo hace sutilmente, permitiendo que el recién llegado se meta de lleno en una trama de espías tan vieja como esas con lapiceras que explotaban y autos que eyectaban a sus conductores por los aires, pero contada como si fuera la primera vez.
Sinfonía para adolescentes Las películas de Wes Anderson se han vuelto un universo cerrado en sí mismo. Estructuradas cada vez más como casas de muñecas o cuentos troquelados, se han alejado tanto en lo formal de cualquier tipo de realismo que ya ni siquiera tiene sentido usar la realidad como referencia estética. Son estructuras autosuficientes, con una lógica interna propia y una serie de gestos formales claramente distinguibles. En ellas, nada parece estar librado al azar o a la suerte. Cada centímetro de la puesta en escena está pensado, medido y calculado como si se tratara de una composición musical para orquesta. No es casual, en ese contexto, que Moonrise Kingdom: Un reino bajo la Luna empiece con una pieza musical de Benjamin Britten titulada The Young Person's Guide to Orchestra que, interpretada por Leonard Bernstein y la Filarmónica de Nueva York, consiste en ir armando y explicando, parte a parte, el sonido de una orquesta completa. El cine de Wes Anderson puede ser comparado con este acercamiento: son películas "compuestas" con precisión a partir de una serie de elementos que, sumados entre sí, generan un sonido complejo y completo. Es cierto que todas las películas se construyen de manera similar, sólo que en el caso de Anderson esta construcción tiene marcas que son muy precisas y evidentes. No parece haber lugar para la improvisación. Son películas como partituras, en las que se ha estipulado y controlado hasta el más mínimo detalle. Ese "sistema" no siempre genera los mismos resultados. Y allí es donde entran a jugar los intangibles que hacen que el cine, finalmente, no sea jamás una ciencia exacta. Uno podría decir que -dentro del cine de Anderson- hay guiones mejores que otros, elencos mejores que otros, universos más interesantes que otros, y no se equivocará. Pero tengo la impresión de que no está allí el secreto de Moonrise Kingdom, la película más exitosa de la carrera del director de Los excéntricos Tenenbaum, sino en esa zona casi incontrolable para cualquier director que es la respiración, el aire, la emoción que puede aparecer o no en un film. La estructura de Moonrise Kingdom probablemente sea igual de firme que la de La vida acuática, pero si aquella película parecía un diorama de museo, rígido y formal, esta parece viva, latente. Anderson recupera en esta historia de amor y aventuras entre dos chicos de 12 años, Sam y Suzy, el aliento vital y emocional que caracterizaron a películas como Tres son multitud y Los excéntricos Tenenbaum. Acaso tenga que ver con la edad de los protagonistas, a quienes uno puede suponer más directamente conectados a este universo exagerado y de ensueño. Hay algo infantil en el cine de Wes Anderson y uno tiene la sensación de que cuando los protagonistas son niños o adolescentes la "sinfonía" se completa más naturalmente. De hecho, hasta se podría decir que el estilo conecta más con los recuerdos embellecidos que un adulto tiene de sus doce años que con la sensación que se tiene en el momento. Moonrise Kingdom transcurre en 1965 y eso le da a la película un aura algo nostálgica, que conecta a los espectadores con la idea de la infancia como recuerdo (no hace falta haber tenido 12 años en ese momento, la infancia siempre fue... antes) y con las sensaciones del primer amor, por más platónico que pudiera ser. Aquí son dos chicos "conflictivos" los que se conectan, primero a través de cartas, y luego en los hechos. Suzy tiene algo del personaje de Gwyneth Paltrow en Los excéntricos Tenenbaum: es la solitaria hija (tiene tres hermanos varones, más chicos) de un matrimonio de apáticos y ensimismados abogados (Frances McDormand y Bill Murray) con los que mantiene una fría y distante relación, a lo que hay que sumarle unos raptos de inusitada violencia que la chica tiene. Sam es un chico huérfano que está pasando un verano como boy scout en la isla donde vive Suzy. Odiado por sus compañeros e igualmente solitario, Sam se topa con Suzy en una obra infantil, queda flechado y esa conexión se extenderá a una serie de cartas enviadas de una punta a otra de la isla. De allí a planear un encuentro y fuga hay un sólo paso. El film se centra en ese intento de fuga y en la búsqueda que de ellos hacen los padres de Suzy, los boy scouts (comandados por Edward Norton) y el también solitario y tristón policía de la isla, que encarna Bruce Willis, mientras una fuerte tormenta se avecina. Es en la relación entre los dos chicos donde Moonrise Kingdom encuentra ese aire vital, esa "respiración" a la que hacía referencia antes. La extrañeza de conocerse, de descubrirse, del primer beso y de enamorarse entre estos dos chicos que aún no saben bien qué es lo que les sucede no sólo es el atractivo principal del film sino su corazón, el lugar donde uno entra emocionalmente en este juego de sombras chinescas. Los actores adultos quedan por detrás, aportando si se quiere algún toque de humor -en el caso de Tilda Swinton que encarna al personaje/función "Social Services"- y, en el de Willis, el link emocional que une a grandes y chicos (dato curioso, observen las situaciones con niños que los personajes de Willis aquí y en Looper tienen que atravesar). El resto de los habituales elementos que componen el universo "andersoniano" están todos en el acostumbrado nivel de excelencia (música, arte, vestuario, fotografía, etc.), pero por ahí no pasa la cuestión principal. Aún la más desabrida y árida película suya es inmaculada en todos esos rubros... Entre todas las metáforas posibles que se suelen usar para describir el cine de Anderson -además de la evidente que, en este caso, tiene que ver con lo orquestal-, aquí se me hizo muy obvia una idea de puesta en escena teatral, como si toda la película fuera una de esas obras escolares ambiciosas que hacía el protagonista de Tres son multitud. Por más cuidado, esmero y atención al detalle que se ponga en la preparación de una obra escolar, siempre habrá a la hora de hacerla un chico que dude, una chica que tenga miedo, uno que se equivoque u otro que no quiera salir a escena. Ese es el nervio y esa es la vibración que dan vida a esta extraordinaria película. Ese es el nervio y esa es la vibración que hacen tan encantadora como inmanejable una historia de amor como la que acá se cuenta.
Celebración de la palabra y el gesto Tratando de alejarse, radicalmente, y en diversos sentidos, de las convenciones de las adaptaciones literarias al cine, Daniel Rosenfeld -director de las notables Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos y La quimera de los héroes- apuesta en Cornelia frente al espejo, su primer largometraje en nueve años y el primero que puede considerarse estrictamente como ficción, a presentar el cuento de Silvina Ocampo en el que se basa la película como una serie de tensas y opresivas conversaciones, escenas que nunca intentan negar su origen literario en busca de una “ilustración” del texto, sino que -un poco a la manera del cine de Manoel de Oliveira- deja claro y presente ese origen, respetando cada coma del libro original. No es casual que para contar esta historia -acerca de una mujer (Eugenia Capizzano) que llega a una casona con intenciones de suicidarse, pero a la que distintos encuentros en el lugar parecen impedirle cumplir con su cometido-, haya preferido elegir escenarios enrarecidos. Es que, acaso, ese cometido ya lo cumplió y lo que vemos sean figuras espectrales de esta “nueva vida”. Leonardo Sbaraglia, Rafael Spregelburd y Eugenia Alonso encarnan a esas extrañas figuras que desvían el camino de Cornelia quien, como el título “lewiscarolliano” del cuento -y del film- deja en claro, puede no estar hablando con quien cree estarlo. Esa atmosfera casi surrealista se ve reforzada por la música del compositor chileno Jorge Arriagada, gran colaborador de Raúl Ruiz, otro cineasta con el que este film dialoga. La cámara de Matías Mesa y la muy ajustada performance de los actores son elementos que se suman a un largometraje que, encima, les presenta la doble dificultad -por decisión del director y su coguionista, Capizzano- de decir los textos de Ocampo tal cual están en la página, sin cambiar nada. Pese a ser una película opresiva, por momentos, y no del todo sencilla de asimilar, Cornelia frente al espejo muestra un enorme riesgo formal y una búsqueda inusual para la lógica y los parámetros habituales del cine argentino. Un cruce entre el cine, la literatura y algo que se parece al teatro que no se ubica, fácilmente, en ningún casillero predeterminado.
Los vagabundos de Calamuchita El chiste podría comenzar así: “¿Cuál es el colmo de un hipocondríaco?”. La respuesta, claro, dependerá del hipocondríaco en cuestión, pero que te pique una araña venenosa en el medio de la nada y que después te tenga que picar otra más, idéntica, para salvarte la vida, puede ranquear entre las más votadas. Ese “colmo” (de la hipocondría, la ansiedad, la fobia, la paranoia y varios etcéteras) es lo que dispara la acción, el movimiento y la aventura a la que se somete, reticente, el protagonista de La araña vampiro. Es que Jerónimo ha viajado con su padre a pasar lo que parece ser un fin de semana en una cabaña en una bastante desolada zona de las sierras cordobesas. Queda evidente, de entrada, que tienen una relación un poco seca, cortada, y que el objetivo de esa escapada es, por un lado, mejorarla. Y, por el otro, es un intento -o intervención- del padre por ayudar a un hijo que toma bastantes pastillas y parece tener severos trastornos de ansiedad. Cuando una araña enorme y amenazante entra a su cuarto, Jerónimo desespera, pero logra matarla y termina durmiendo en el auto, lo más parecido a un espacio seguro que hay en el lugar. Al despertar nota que la araña en cuestión logró picarlo y allí empieza la pesadilla. Cuando uno dice pesadilla puede imaginarlo literalmente, porque luego de una visita a una médica de la zona que le dice que no es nada grave y le receta corticoides, la película entra en una zona entre onírica y terrorífica. Jerónimo no se queda conforme con la explicación, una misteriosa chica del lugar (Ailín Salas) le recomienda visitar a una especie de curandero, y el hombre le da el más cruento de los diagnósticos: la araña que lo picó es mortal y sólo puede curarse si lo pica otra igual. “Te estás muriendo, pibe”, le espeta. Jerónimo se une allí a Ruiz (Jorge Sesán), suerte de baqueano, alcohólico, que le sirve de guía durante este extraño camino a una posible curación. Allí la película del director de Los paranoicos pasa a centrarse en la relación entre estos dos problemáticos aventureros, no del todo aptos para la epopeya que implica subir a una montaña a buscar otra araña igual. Jerónimo, por ser un fóbico chico de ciudad, y Ruiz, porque se queda sin su “combustible”. Así, uno podría definir La araña vampiro, de ahí en adelante, como las complicadas desventuras de un borracho sin alcohol y un hipocondríaco sin Rivotril. Medina se arriesga a meterse en un terreno sin mapas, literal y cinematográficamente hablando. Así como los protagonistas se pierden sin saber bien donde están yendo, La araña vampiro se juega a hacer como película un recorrido similar. Y se agradece. No hay fórmulas que permitan imaginar adonde la historia va a ir a parar y mucho menos cuando contamos con dos guías poco confiables. No es un film de aventuras ni uno de terror propiamente dichos, si bien esos elementos están en el relato. Es un film de personajes, un periplo de (auto)descubrimiento que usa como metáfora y disparador narrativo a la araña en cuestión, pero que en el centro no es tan diferente como parece serlo a Los paranoicos: es también una historia de alguien que debe enfrentarse a sus miedos e inseguridades, y tratar de vencerlos. Lo original del largometraje -lo que lo saca de la clásica historia de “autoayuda”- es que al ganar algo se pierde también algo, se deja de ver las cosas de una manera para empezar a verlas de otra. En ese sentido, reviendo la película en su nueva versión (dura unos 5 minutos menos de los que tenía en el BAFICI y tiene una banda sonora mucho más presente, además de una breve escena nueva), queda muy claro el eje puesto en la relación entre Jerónimo y Ruiz, en cómo la extrañeza y las diferencias iniciales (uno es todo intento de control, el otro todo caos) van dando paso al descubrimiento de que comparten más cosas de lo que imaginan: el miedo a enfrentar la realidad y, sobre todo, a ese extraño universo que son los otros. Los murmullos alucinados de Ruíz (que habla entre dientes del Apocalipsis) y la casi mística subida al Monte de los dos peregrinos ponen a la película en un territorio casi bíblico: el de la trascendencia, la Revelación. Al combinar la frase de apertura del film (una cita a Kerouac, poeta que experimentó con el budismo) y la dedicatoria que Medina hace al final al propio Buda, La araña vampiro invita a ser leída desde esa perspectiva. No hace falta ponerse a leer los haikus del autor de En el camino para notarlo. La película es eso: una aventura hacia el descubrimiento interior.
Amigos son los amigos ¿Vieron Diner, una película de Barry Levinson de principios de los años ’80? Si no lo hicieron, búsquenla y véanla. Es la historia de cinco amigos que se juntan a partir de la boda de uno de ellos. Cada uno tiene su particular obsesión y universo, pero ninguno puede entender nunca el misterio más grande de todos: las mujeres. Diner -con los entonces jovencísimos Mickey Rourke y Kevin Bacon, entre otros- estableció una suerte de amplia y generosa fórmula que sigue existiendo hasta hoy. Digamos, más bien, que esa fórmula hoy está en su apogeo con tantas comedias “brománticas” (de “amor entre amigos”) y la persistente y ya un poco agotadora figura del hombre que se rehúsa a crecer. Tomando esa referencia modélica y sumando una más obvia como Alta fidelidad, Gabriel Nesci dirigió Días de vinilo, una comedia sobre cuatro amigos fanáticos de la música que se enfrentan con sus propios miedos y obsesiones cuando uno de ellos toma la decisión de casarse. Hay algo que la separa de las anteriores películas y es acaso lo único preocupante de esta bastante divertida y por momentos muy ingeniosa comedia: los personajes (los actores también) han superado los 40 años y siguen actuando como si el tiempo no hubiera pasado, cuando las papadas, barrigas y ojeras de varios de ellos los deberían ubicar más cerca del divorcio que del casamiento… Pero en tiempos de adolescencias eternas y economías precarizadas, a nadie se lo puede juzgar por seguir dando vueltas con los mismos discos, las mismas obsesiones y los mismos miedos a los 40 que a los… 20. O sí, no sé. Sólo sé que a mí me hace un poco de ruido. En La edad de oro, la excelente obra teatral de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob con la que esta película tiene varios puntos en común, los treintañeros protagonistas tratan de encontrar la manera de reunir las obsesiones adolescentes con lo que se llama “madurez”. Aquí hay algo similar, y ese fetichismo con los vinilos amados es la representación cabal de una juventud que no quiere ser dejada y una madurez que se teme alcanzar (pregunta al margen: ¿por qué la obsesión con la música debería representa una idea de “juventud”? ¿No es una idea que atrasa décadas?). Con un formato más de promisorio piloto de sitcom que de película propiamente dicha, Días de vinilo narra las desventuras de cuatro amigos que se enfrentan al anunciado casamiento de uno de ellos, Facundo (Rafael Spregelburd), con su novia de hace diez años, Karina (Maricel Alvárez) y, a partir de allí, a sus propias crisis individuales. Damián (Gastón Pauls) es un guionista y cineasta que hizo una comedia exitosa años atrás que le costó su relación con la algo pretenciosa crítica de arte que interpreta Carolina Peleritti (en el papel más desagradable y cruel de la película, la “tilinga/snob” sin matiz alguno), y hoy anda deprimido por la vida, tratando de conseguir elenco para su nuevo guión, un drama que repasa esa conflictiva relación. En el camino conoce a Vera (Inés Efron), una vendedora que lo ayudará de maneras impensadas, y a la vez deberá lidiar con el divismo de Leonardo Sbaraglia (interpretando una versión ficcional de sí mismo), que se roba la película con sus fabulosas, autoparódicas y delirantes apariciones. Luciano (Fernán Mirás) es un conductor radial, hipocondríaco y woodyallenesco que se enamora perdida y obsesivamente de todas las mujeres. Ahora la situación es más inmanejable que de costumbre ya que está en pareja con Lila, una muy sexy cantante pop (Emilia Attias) que está más interesada en su guitarrista que en él. Y, considerando lo pesado y posesivo que Luciano puede ser, sus razones tiene. En tanto, Marcelo (Ignacio Toselli) es un fanático de John Lennon que sigue hace años manteniendo una banda tributo a los Beatles (The Hitles, que muchos pronuncian The Hitlers) que no avanza a ningún lado. Gana dinero alquilando su casa a extranjeros hasta que llega Yenny, una simpática turista colombiana, que lo lleva a analizar -por razones que conviene no adelantar- dar un giro a su vida. Y Facundo, el novio, tampoco las tiene todas a favor. Su mujer es una neurótica de temer y él, que trabaja en una muy particular funeraria pero es pianista y compositor por vocación, empieza a sentir que tiene ojos para otras chicas, aunque no siempre las más convenientes. Las historias de los amigos y de sus -en muchos casos irritantes- mujeres (salvo excepciones, las chicas son bastante maltratadas en la historia) conforman el corazón de un film que se apoya en un guión bastante sólido en los diálogos. Los textos parecen, por momentos, armados a la manera de monólogos de stand up y los retruques verbales suelen ser muy ingeniosos y graciosos, con salidas ocurrentes aunque evidentemente ensayadas para la ocasión (cuesta creer que muchos personajes estén pensando lo que dicen). Más allá de pequeños desajustes de tono y actuación, esa comedia verbal (más televisiva que cinematográfica en su puesta en escena, casi remedando al aceitado ping pong de una sitcom) es lo mejor de Días de vinilo. A la hora de crear situaciones, a la película le cuesta un poco más sostenerse: una subtrama con Damián y Vera buscando un guión a través de papeles sueltos en todo Buenos Aires, y el problema en exceso banal que atora a Marcelo en su relación con Yenny son chistes algo viejos y reiterativos. De todos ellos, sólo uno (el problema “físico” que tiene Luciano tras escuchar una canción) funciona a la perfección, gracias al gran timing para llevarlo delante de Mirás. Días de vinilo es una comedia disfrutable y por momentos muy graciosa. No poder decidirse del todo entre apostar por cierto realismo “indie” y un humor más simplón le quita algunos puntos, muchos de los cuales también tienen que ver con el uso de una banda sonora (carísima, uno imagina) que apuesta casi siempre por “una que sepamos todos”. Esa apropiación de la “comedia bromántica americana” muestra a Nesci -el creador de Todos contra Juan- como un alumno más que aplicado en la materia, alguien que vio las películas y las series que debía ver, y que -uno supone- vivió algunos desengaños amorosos que lo llevaron a armar este film. Ahora, también, la copia desaforada de un modelo sin demasiadas alteraciones deja algunas dudas en el camino. ¿A ninguno de los amigos jamás se les dio por escuchar rock nacional? Tan “ochentosos” que son todos ellos, ¿nunca un Soda Stereo, un Charly García, un Fito Páez? No es una exigencia, claro, es una elección deliberada, una apuesta acaso a que la película pueda incursionar otros mercados sin problemas de adaptación. Y podría hacerlo, ya que es un producto que funciona, bastante bien, en ese “lenguaje universal” que puede tener una serie como Friends.
El niño es padre del hombre Al margen de ser una serie televisiva de culto -y un grupo de hip hop igual de fugaz y aún menos conocido-, la expresión “arrested development” tiene una traducción más o menos definida: viene a ser algo así como “desarrollo detenido”. Históricamente, es un término de la medicina y se refiere a cuando un niño deja de desarrollarse físicamente. En la terminología psicológica se utiliza más concretamente para una detención o retraso en el desarrollo mental. El término se fue popularizando y hoy, en el léxico normal estadounidense, se lo usa para hablar de aquellas personas que parecen haberse quedado -mentalmente- en el pasado, que no quieren dejar nunca la adolescencia. Ese tipo de personaje -el treintañero que sigue actuando como si tuviera 18- es el prototipo de la comedia hollywoodense de los últimos años: el hombre que se rehúsa a crecer, a formalizar con una pareja, a conseguir un “trabajo serio” y que prefiere seguir apegado a sus referencias -íconos, amigos, héroes, programas de TV, costumbres, bebidas y drogas- de la adolescencia. Los vemos en las películas y circulan alrededor nuestro. Tan sólo tienen que mirar alrededor suyo y buscar a alguno con una remera de Volver al futuro o con la melodía de Star Wars sonando en el celular. Bueno, ése. Y sus amigos… Ese “hombre/niño” tiene otras particularidades, muchas de las cuales salen a la luz en Ted, la muy divertida comedia dirigida por el creador de Padre de familia / Family Guy, Seth MacFarlane, y protagonizada por Mark Wahlberg y por Ted, un oso de peluche que vive y habla como cualquiera de nosotros (sólo que con un cerrado acento de Boston) y que es su “hermano del alma”. Según narran en esa especie de negro cuentito de Navidad que abre la película, John Bennet era, en 1985, un niño solitario, ignorado por todos los chicos de su barrio. Cuando sus padres le regalan un gigante oso de peluche para Navidad, lo único que John quiere es que el oso cobre vida y sea su amigo. A la mañana siguiente, su deseo se cumple: Ted vive, habla y camina. La película salta de allí a algo que se parece a la actualidad, y lo hace con un detalle narrativo inteligentísimo: Ted no es mantenido en secreto por la familia de John, sino que se transforma en una celebridad que sale en los diarios y en TV (un muy gracioso clip lo muestra en el talk show de Johnny Carson) hasta que, con el tiempo, la novedad pasa y todo Boston se acostumbra a que entre ellos hay un oso que habla. Y ya casi nadie le presta demasiada atención… No es otra cosa que una algo decadente estrella infantil en el olvido. Pero en el presente Ted ya no es ese osito dulce y tierno de los ‘80, sino un tipo que no hace más que mirar la tele, comer, beber, consumir drogas, putear de todas las formas posibles y mantenerse siempre cerca su amigo John, igualmente “detenido” en esa adolescencia permanente, con un horrible trabajo que no le importa mucho. Pero John está de novio con Lori (Mila Kunis, nada menos) y, después de cuatro años de relación, la chica ya quiere que empezar a formalizar, por lo que -si bien ella tiene una buena relación con Ted- le pide a John que empiece a dejarlo de frecuentar tanto. Forzado por la situación, Ted se muda, consigue un trabajo en un supermercado y será ése el eje de la narración: ¿Deberá John abandonar al osito para “crecer” y casarse con Lori? ¿Deberá ser fiel a su “amigo de por vida” y dejar a la chica que intenta separarlos? ¿O habrá alguna manera de hacer congeniar las dos cosas? El chiste de Ted -lo han dicho muchos- es uno solo: un oso que habla, bebe, se droga y se enfiesta cual jefe de la barra brava de Chacarita. Pero lo cierto es que MacFarlane (que le da la voz al oso) ha logrado armar alrededor de ese “concepto” una película no sólo muy graciosa y políticamente incorrecta por donde se la mire, sino, finalmente, una serie de personajes tiernos y queribles con los que el espectador se sentirá -es raro decirlo tratándose de un oso de juguete- bastante identificado. Su estructura en extremo convencional (a la que se suma un padre e hijo fans de Ted que intentan secuestrarlo) es parte de ese juego paródico: Ted es una comedia romántica clásica, pero también es pariente del ciclo de comedias irreverentes de la factoría Apatow, plagada de personajes (los Seth Rogen y Jonah Hill de años atrás) que responden al mismo modelo “slacker” que John y Ted. Y a eso le suma un tercer subgénero: la comedia animada. Es que, en el fondo, por su estructura y humor, Ted podría ser un film de animación (de hecho el proyecto se inició de esa manera) y por momentos la sombra de Toy Story (junto a la idea de crecer y deshacerse de los juguetes, el niño malo que los maltrata y la persecución posterior) ronda la película. Todos esos elementos -y el humor físico, inesperado, que la película tiene- podrían convertirla en un verdadero clásico de la comedia (hace mucho tiempo que no me reía tanto en un cine). Pero hay algo que, en mi opinión, le impide transformarse en eso: el uso de un humor “referencial” permanente. Como todos los treintañeros que añoran el pasado, las charlas de Ted y John están plagadas de referencias a la cultura pop, especialmente a sus zonas más bajas de los años ’80 (su héroe y un personaje clave en la trama no es otro que el Flash Gordon de la película de 1980 y el actor que lo interpreta, Sam Jones), citas que a esta altura podrían ser consideradas casi clásicas. Pero MacFarlane no frena ahí y sus chistes abarcan situaciones, celebridades, actores y películas de los últimos años, con lo cual la broma se queda en un facilismo que algunos podrían llamar televisivo (en Saturday Night Live o cualquier talk show funcionarían bien, pero una película debería apostar a hacer chistes con asuntos algo más duraderos que Justin Bieber, las películas Jack & Jill o Diario de una pasión, Taylor Lautner o Susan Boyle), y ya me imagino en una edición 25° aniversario alguno cambiando las referencias para usar unas nuevas. Esas dudas, claro, se apreciarán luego de un tiempo, o aún después de ver la película, ya que lo que Ted logra es montar al espectador en una cadena de risas imparable que no da tiempo para ponerse a analizar la estructura de ese humor. Lo que sí queda muy claro viéndola es que, más allá de la broma tipo one-liner que tiene casi todo el tiempo (dos escenas de violencia física muy graciosas apuestan por otro lado), el film no sería lo que es si la pareja y el oso en cuestión no lograran transformarse en personajes adorables. Con sus trucos y trampas para no perder a su amigo, Ted termina siendo igual a los juguetes de Toy Story, un muñeco que hará lo imposible por evitar que su dueño/amigo crezca y deje de lado al niño que todavía sigue siendo. A lo que MacFarlane apuesta es a que John sea esa persona adulta que logra llegar a algo con Lori, pero que ni él -ni ella, ni los espectadores- pierdan del todo esa capacidad de ser idiotas cuando quieran o puedan.