Las desventuras de ser madre ‘Mi amiga del parque’ es un drama con espíritu de comedia sobre una mujer que padece los primeros meses de maternidad. Hay dos tipos de relaciones que puede tener un artista con el humor. Están los humoristas profesionales que trabajan de construir gags, de crear escenas graciosas o ideas que mediante algún procedimiento particular produzcan humor. Y después están los artistas atravesados por el humor, que no siempre -o quizás nunca- se proponen “hacer reír” pero cuya obra tiene un espíritu humorístico, como un regusto. Arriesgo que los primeros pueden ser, muchas veces, los famosos “payasos tristes”, esos humoristas que en la vida real son insoportables cascarrabias. Los otros, en cambio, necesariamente viven con ese dejo en su espíritu. Para los primeros, el humor es un trabajo; para los otros, una manera de ver el mundo y una forma de vida. Ana Katz pertenece a este último grupo. Hay algo equívoco en el tagline de Mi amiga del parque: “una comedia preocupante”. De la misma manera que Los Marziano era equívoca al hacer pasar por comedia familiar costumbrista una película que en realidad era más perturbadora y de ritmo indie que otra cosa, Mi amiga del parque no es, prácticamente, una comedia, aunque sí bastante preocupante. El humor está en algunos diálogos, más en la forma de entonarlos que en el texto, pero sobre todo en la visión general, en la manera que elige Katz para contar el drama de una mujer que atraviesa los primeros meses como madre con un pequeño hijo sola, sin la ayuda de su marido ni de ningún familiar. Liz (Julieta Zylberberg) es una escritora -aunque nunca la vemos escribir- que tiene un hijo bebé. Su marido Gustavo (Daniel Hendler) está de viaje filmando un documental y se comunica con él cada tanto por Skype. Su madre murió el año anterior, mientras ella estaba embarazada, y de su padre sólo escuchamos los mensajes que le deja en el contestador automático con fragmentos de poemas de Nicanor Parra, tocayo del bebé. Liz está sola y padece la maternidad. Ni siquiera tiene leche y eso le da culpa. El mundo de Liz es la plaza a la que lleva al bebé y las otras madres y padres con los que se encuentra. Ahí entra en escena Rosa (la propia Katz), una enigmática madre con la que congenia al principio porque le dice que ella también perdió a su madre hace un año y tampoco tiene leche, y después porque comparten cigarrillos y cervezas, como dándose un recreo de ser madre. Después aparecerá Renata (Maricel Álvarez), la hermana de Rosa, que agitará esa relación e irá develando algunos aspectos ocultos de la personalidad y la vida de su hermana. Mi amiga del parque es una película sobre la maternidad honesta al punto del sincericidio, con una antidemagogia militante, melancólica pero optimista, aguda y precisa en sus observaciones, que si bien tiene un ritmo pausado, de escenas largas y silencios, logra ir construyendo una tensión que se mantiene y que conduce a un estallido. Algunos acusaron a Los Marziano de no tener tercer acto: Mi amiga del parque sí lo tiene. Hablar de Julieta Zylberberg es redundante: de las mejores actrices de su generación. Pero hay que señalar a la propia Ana Katz: tiene una manera única de decir los textos y creo que es, sin exagerar, la actriz más graciosa del país. Me gustaría verla actuando en más cosas, no sólo en sus películas. Creo que su sensibilidad entre aguda y burlona, siempre cómica, merece desplegarse en más oportunidades y en contextos más diversos.
Un porteño en el Vaticano La película del Papa Francisco es una hagiografía deshonesta, torpe y delirante de Jorge Bergoglio. Era inevitable: llegó la película del Papa. No es la primera. Este año se estreno el documental de Miguel Rodríguez Arias Francisco de Buenos Aires y seguramente hay unos cuantos dando vuelta por el mundo. Pero esta es la primera película de ficción que además tiene un nivel de producción importante. La dirige Beda Docampo Feijóo, que a fines de los ‘80 tuvo un par de aciertos que brillaron en el panorama gris del cine argentino de aquel momento y luego en los '90 emigró a España. Tengo el reflejo de abordar la película desde su temática porque es lo más sencillo y lo primero que salta a la vista. La metamorfosis que sufrió en el imaginario colectivo Jorge Bergoglio cuando se transformó en Papa Francisco fue asombrosa para una persona tan ajena a la religión (en particular a la católica) como yo. Por supuesto que el Gobierno Nacional fue responsable de transformar a Bergoglio de un retrógrado cómplice de la dictadura en un progresista luchador por los derechos humanos, pero percibo que este movimiento no se dio sólo en las altas esferas gubernamentales. Olvidemos por un rato que Francisco. El padre Jorge es una biopic del Papa Francisco, y olvidemos todo el contexto político de Jorge Bergoglio, el Gobierno y demás. Pensemos a la película simplemente como una película que cuenta una historia. Abstrayéndonos, entonces, del contexto, podemos decir que la película es inusualmente mala. Casi no es una película sino una sucesión de escenas que no conforman un todo orgánico y vital. Está la escena de juventud en la que Jorge descubre su vocación, después viene la escena en que está en el seminario y conoce a una chica, después cuando tiene una reunión con un militar en donde se ve que intentó salvar a unos jesuitas de la dictadura, después viene la escena de la vieja paqueta que quiere que echen a los bolivianos del país y él le discute, etc. Una después de otra como para ir cumpliendo a desgano con la información que se quiere transmitir: Bergoglio es bueno, Bergoglio es valiente, Bergoglio está en contra de la xenofobia (ponele una señora xenófoba en el aeropuerto), Bergoglio es humilde (ponelo en una escena tomando mate). Y como la película tiene un cast de figuras, se da la gracia de que cada escena tiene una: están Laura Novoa y Leonor Manso como la madre y la abuela, que pronto desaparecen y dan paso a Jorge Marrale, “El amigo”. Pronto Marrale desaparece por el costado del escenario y llega el numerito de Leticia Brédice. Alejandro Awada, Carola Reyna, Gabo Correa, Pablo Brichta y un puñado de actores españoles se suceden, uno tras otro, interpretando distintos papeles que iluminan distintos aspectos de la personalidad de Bergoglio. Una personalidad totalmente chata, sin ambigüedades ni claroscuros. Y acá llegamos al contexto. Si la película por sí misma es mala, contextualizada es peor. Que Bergoglio no tenga ambigüedades y sea un santo, perfecto e invencible, poseedor de todas las virtudes existentes y por existir, no sólo hiere de muerte las posibilidades dramáticas de la película, sino que además resulta risible cuando pensamos en el personaje de la vida real. Además, el guión esquiva todas las oportunidades que tiene para aludir al Gobierno argentino. El periodista que lo acusa de ser cómplice de la dictadura no es, como ocurrió en la realidad con Horacio Verbitsky, parte de un Gobierno que lo tenía como enemigo, sino un lobo solitario, loco y paranoico, anticlerical hasta la parodia. Los “intereses” que constantemente se dice que afecta Bergoglio con su prédica nunca son individualizados, son siempre “grandes intereses”, abstracciones que cada uno puede rellenar con el villano que prefiera (empresarios, militares, obispos de derecha o una vieja de Recoleta que putea a los bolivianos). Para cualquiera que tenga cierta sensibilidad cinematográfica, la película es torpe. Para un argentino que vivió la metamorfosis de Bergoglio en Francisco, es directamente delirante.
Más prestigio que sustos ‘Te sigue’ juega con ciertos tópicos del cine de terror y logra algunos buenos momentos que se diluyen por su intención de trascendencia. A esta altura del partido, reivindicar los géneros es una perogrullada. Decir cosas como “el terror no es un género menor” no tiene sentido porque nadie que sepa un poquito de cine lo duda. El domingo se murió Wes Craven y las muestras de respeto fueron unánimes: si alguno manifestó condescendencia, fue ese quien quedó en offside. Sin embargo, en el prestigio desmedido de una película como Te sigue se esconde el desprecio que, evidentemente, más gente que la que yo creía todavía siente por el género del terror. Contextualicemos: es una película que debutó en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes del año pasado, pasó por el BAFICI de este año, demoró su estreno mientras crecía el buzz vía downloads ilegales y tiene un 83% en Metacritic y la frase “una de las películas americanas de terror más notables en años” estampada en el afiche con la firma del excelente (y extinto) sitio The Dissolve. Pero Te sigue, más allá de algunos sustos y climas muy logrados, no es más que una película de terror con pretensiones de algo más que, en el camino, termina dando bastante menos que otras. El argumento es una vuelta de tuerca sobre varios tópicos del terror: los zombies, el slasher y los virus contagiosos. La ejecución es prolija, por momentos efectiva, pero por más momentos pomposa y solemne. Las referencias a Dostoievsky y Stanley Donen: incomprensibles. Lo mejor es la premisa. Un ente malvado que se corporiza en distintas personas símil zombies (pero que no son cadáveres caminando, aunque comparten con los zombies la lentitud de movimientos y su invencibilidad) persigue a su víctima. Sólo ella los puede ver. Se acercan en medio de una multitud o en la soledad de su cuarto. Y la única manera que tiene la víctima de librarse de esta persecución perpetua es “contagiar” a otro mediante relaciones sexuales. Es sabido que hay pocas cosas más terroríficas que un zombie y el director David Robert Mitchell sabe sacar provecho de la vueltita de tuerca sobre el tema: como los perseguidores no son cadáveres, puede jugar más con las apariencias. Pero además, el monstruo no siempre aparece como tal y la amenaza muchas veces surge a lo lejos, desde el fondo del plano. El resultado muchas veces es interesante. Pero Mitchell no parece conformarse con hacer “una película de zombies”, por más que ya desde la premisa se despegue de lo más clásico del género. Él necesita darle una pátina arty. Entonces prescinde de la música convencional y elige el silencio, los sonidos lyncheanos o la música disonante de Disasterpeace. Y en la primera cita de dos jóvenes, los lleva a ver una función de Charada, de Stanley Donen. Y un personaje lee El idiota de Dostoievsky, ¡y lo recita! Y termina su película con un toque de excesiva sutileza. Pero no hay que culpar a Mitchell, que es un tipo que sin dudas sabe filmar y tiene ideas claras, aunque equivocadas. El problema es que el mundo del cine parece haberlo premiado por sus errores. Entró a Cannes y recibió buenas críticas no a pesar de esos errores sino precisamente gracias a ellos. Voy a ejercer la tolerancia: finalmente, todo es cuestión de gustos. Por mi parte, preferiría vivir en un mundo en el que Scream 4 tuviera más posibilidades que Te sigue de proyectarse en Cannes. Me conformo con la ilusión de que en algún Universo paralelo es así.
Estúpida, sensual Guerra Fría Guy Ritchie nos conquista a pesar de sus defectos en esta versión de la serie de los ‘60 'El agente de C.I.P.O.L.’. El agente de C.I.P.O.L. es una película sexy, pero no porque haya sexo ni cuerpos desnudos sino porque es atractiva, magnética, exhuberante. No funciona todo el tiempo, y llega un momento en que la trama se embrolla demasiado y la narración no acompaña con la claridad suficiente, pero ya no importa: nos abandonamos a ese ambiente italiano de los '60, a ese soundtrack extraordinario y a la picardía de Guy Ritchie para contar las escenas en formas totalmente originales. No ví la serie original de los '60 en la que está basada, pero seguramente habrá conservado el aire de Guerra Fría y esa atractiva relación de sociedad y competencia entre los agentes Napoleon Solo (Henry Cavill) e Ilya Kuryakin (Armie Hammer) -nombre que inspiró a la banda de Dante Spinetta y Emanuel Horvilleur-. Acá se les suma la alemana Gaby Teller (Alicia Vikander, una especie de Audrey Hepburn que coge) para formar un trío de espías a caballo de la Cortina de Hierro, en busca de unos nazis y una bomba. Este está siendo un año muy pródigo en grandes películas de acción, con la séptima entrega de Rápidos y furiosos, Mad Max y Misión Imposible: Nación secreta. El agente de C.I.P.O.L. puede entrar en ese grupo aunque es la más imperfecta de todas: no mantiene el interés durante las casi dos horas y está a mitad de camino entre el clasicismo de Misión Imposible y la originalidad de Mad Max. Pero los momentos altos, son muy altos. Hay algo tarantinesco en Guy Ritchie, en su idea de sacrificar la lógica y el sentido en favor del impacto visual y la coreografía interna de las escenas y las secuencias. Y en eso juega un papel fundamental la música. Sin los hallazgos de Tarantino -la melodía egipcia reversionada por el surf rocker Dick Dale no tiene parangón-, el soundtrack de El agente de C.I.P.O.L. es de los más estimulantes que escuché en los últimos tiempos. Además del tema original de la serie, de Jerry Goldsmith, hay una excelente selección de temas italianos -suenan Rita Pavone y Luigi Tenco, entre otros- ensamblados a la acción con un buen gusto formidable. Pero en lo que se destaca El agente de C.I.P.O.L. respecto de sus compañeras de grupo de grandes películas de acción del año es en la pata romántica. Seguramente es gracias a la sensualidad contenida en ese pequeño cuerpo de 1,66 y vestiditos sesentosos de colores pastel que porta la sueca Alicia Vikander combinada con la torpeza de chongo ruso de Armie Hammer, pero la relación entre los dos agentes “orientales” es irresistible y el beso que se demora con picardía es promesa de lujuria sin que asome siquiera un centímetro de ropa interior. Pero además de la dupla Vikander-Hammer está la heredada de la serie original: Hammer-Cavill. Esa es la gracia que adivino tenía la serie de los '60 y acá se replica, aunque la película no esté centrada ahí. Un espía norteamericano y otro ruso, con sus distintas idiosincracias, trabajando juntos pero a la vez rivalizando, viendo constantemente quién la tiene más grande en una competencia que, finalmente, no es sólo de virilidad sino de ideología y de sistema de valores. Ritchie y su coguionista Lionel Wigram -no sabremos hasta dónde metieron la cuchara acá los ejecutivos de la Warner- tomaron la decisión de que en muchas oportunidades el ruso supere al norteamericano, sobre todo cuando pela gadgets pero también cuando pelea. Ritchie tiene una ventaja y la aprovecha: cuenta su historia décadas después de que Occidente ganó la Guerra Fría y se permite jugar con esa distancia. Occidente ya tiene a la chica y Ritchie, como buen seductor que se levantó a Madonna, sabe que suma puntos si se hace el loser. Y su película es eso: un hombre o una mujer que nos conquista gracias a sus defectos.
Matar a un niño ‘El payaso del mal’ no es una gran película pero es el debut de un director al que habrá que prestarle atención. En el afiche de El payaso del mal sobresale el nombre de Eli Roth, uno de los productores y estrella del cine de terror estadounidense. Pero al que hay que observar con atención es a Jon Watts, el director, que como todavía no es muy conocido no tuvo la suerte de ver estimulado su ego de la misma manera. Sólo es cuestión de tiempo: El payaso del mal es su primera película pero ya estrenó la segunda (Cop Car, con Kevin Bacon) y fue contratado por Marvel para dirigir el año que viene un nuevo reboot de Spider Man dentro del Marvel Cinematic Universe. Digo que a Jon Watts hay que observarlo con atención porque a pesar de que El payaso del mal no es un gran película, deja entrever un director inteligente que tiene muy claros los resortes del género (el terror, en este caso). El problema es que aunque la historia empieza con una idea fuerte y precisa y la progresión dramática de la primera media hora sea prolija y apasionante, a partir de un momento toma un rumbo que le quita interés y la arroja a un bache, del que emerge en los últimos veinte minutos para un final correcto pero sin sorpresas. La película empieza enseguida, sin prólogos innecesarios, y esa es su primera virtud. Kent (excelente Andy Powers) tiene que conseguir un payaso de urgencia para el cumpleaños de su hijo y encuentra un traje guardado en un viejo cofre. Se lo pone y, después de la fiesta, no se lo puede sacar. El tópico del payaso terrorífico se suma al del protagonista atrapado en una situación inexplicable al que nadie le cree. El resultado es una primera media hora apasionante que surfea entre el humor negro y el gore con una picardía perfecta. Pero la transformación de Kent en un payaso maligno ocurre demasiado rápido y el foco de la película pasa a su mujer, Meg (una no tan convincente Laura Allen). Ahí es donde El payaso del mal empieza a perder potencia: la historia se extravía en explicaciones mitológicas acerca del origen de la maldición y el terror juguetón cede ante el suspenso y el thriller; Kent sale de la cancha y entra Meg; ambos cambios son para peor. En ese sentido, los extensos 100 minutos de película no ayudan. (Tengo la teoría no muy fundamentada de que las películas de terror deberían durar menos de 90 minutos.) Más allá de estos problemas, hay algo en El payaso del mal que resulta irresistible: la crueldad para con niños y animales. Es célebre el arrepentimiento de Alfred Hitchcock por haber matado a un niño en Sabotaje y Truffaut, en ese mismo diálogo publicado en El cine según Hitchcock, dijo que es “un abuso de poder”. Pero la historia de Watts y Christopher D. Ford está cimentada sobre la acechanza del payaso asesino de niños y la muerte del primero traspasa un límite: Hitchcock lo traspasó y se arrepintió, Watts y Ford lo hacen a conciencia. La dupla vuelve a torturar niños en Cop Car, una película bastante superior que se estrenó este año en la sección Park City at Midnight del Festival de Sundance, sobre un policía corrupto y violento que persigue a dos chicos que robaron su auto. Algunos podrían escandalizarse por la decisión de Marvel de darle Spider Man a este torturador de niños, pero creo que Kevin Feige y compañía han dado en la tecla. Jon Watts no es un sádico: es muy vivo y sabe que, mientras vemos películas de terror, todos somos niños de 10 años.
Hamlet en San Isidro ‘El clan’, la potente película de Pablo Trapero sobre el Clan Puccio, permanece en la memoria mucho después de los títulos finales. Es curiosa la filmografía de Pablo Trapero. A partir de Leonera, pero fundamentalmente a partir de Carancho –sus tres o cuatro últimas películas, de ocho en total– abandonó del todo el cine pequeño, de hallazgo de personajes, con sus actores fetiche –no profesionales como Luis “El Rulo” Margani, su propia abuela Graciana Chironi o el folklorista Tomás Lipán– y se abocó de lleno al cine industrial, de género, protagonizado por estrellas (Darín, Francella, un forzado Rodrigo Santoro) y que si bien pasa por festivales tiene la mira puesta principalmente en la taquilla. Y lo curioso es que Trapero, viniendo del cine independiente, logra en sus últimas películas una potencia narrativa que envidiaría el más profesional de los directores industriales. El clan es un paso más en esa dirección, quizás el paso más fuerte y decisivo. En primer lugar, porque es la primera de sus películas que se basa en un caso policial real a la manera de las películas testimoniales de los '80, con las que, en sus peores momentos, guarda no pocas similitudes. Y también por la elección de los protagonistas: Guillermo Francella y Peter Lanzani. Francella continúa en su veta de “actor serio” –que cualquiera con cierta sensibilidad podía percibir que habitaba en él–, que inauguró en El secreto de sus ojos, pero acá da un paso más y encarna al villano. Un Arquímedes Puccio tranquilo y letal, cínico y educado, que sólo en un par de momentos explota con violencia. Esos son los momentos en los que Francella flaquea. La revelación, en cambio, es Peter Lanzani. Confieso que no lo conocía en su faceta de actor (nunca ví Casi ángeles) y sólo una vez lo entrevisté y ví su show como miembro de la banda TeenAngels. Era un enigma y me sorprendió: su Alejandro Puccio es un ser atormentado sobre el que pesa una pena constante que se puede percibir aún cuando se chamuya a una mujer, se divierte con amigos o juega al rugby. La historia y el cast se unen a una dirección que se luce con varios planos secuencia –ninguno tan espectacular como aquel inolvidable de Elefante blanco– y un soundtrack fuerte y un poco invasivo (con canciones de The Kinks, Serú Girán y Virus) para redondear una película que aún con sus altibajos permanece en la memoria por muchas horas. Trapero elige centrarse en la mirada de Alejandro Puccio, el hijo mayor del clan, para indagar el que quizás sea el misterio más profundo de esta historia: cómo el patriarca Arquímedes pudo envolver a toda su familia en esa trama de secuestros y asesinatos. El eje es ése y la película gana en concisión e intensidad al hacer alusión apenas oblicuamente a otras cuestiones: la investigación policial, la participación del resto de la banda y de la familia, la vida social sanisidrense (quizás eso se extraña un poco). El resultado es bastante polémico porque la mirada termina siendo, hasta cierto punto, bastante benevolente con Alejandro. En la realidad no se sabe si Alejandro estuvo presente durante el asesinato de la primera víctima, Ricardo Manoukian. En el libro de Rodolfo Palacios, El clan Puccio, Guillermo Manoukian, hermano de Ricardo, dice que él cree que lo mataron entre Alejandro, Arquímedes y Guillermo Fernández Laborda, otro de los cómplices (interpretado por Luis Armesto), porque el cadáver tenía tres tiros y porque el que más lo necesitaba muerto era Alejandro. En la película, Trapero decide no dejar ese misterio y absuelve a Alejandro de esa muerte otorgándole incluso el beneficio de ignorarla y de enterarse de ella por comentarios en el club. Pero no importa la realidad. Este movimiento deliberado dota a la película de un tono de tragedia shakespereana en la que Alejandro no es un villano sino una especie de príncipe Hamlet que se vuelve loco luego de dos o tres palabras de su padre, que en este caso no es un fantasma sino un monstruo de carne y hueso. Y al ser una tragedia, ese final tan potente –lo mejor de la película– es a la vez sorpresivo y perfectamente lógico. El clan tiene algunos problemas. El tono intimista está invadido por referencias a la realidad política. Es cierto que la historia tiene muchos puntos de contacto con los estertores de la dictadura y los primeros años de la democracia, en los que la llamada “mano de obra desocupada” hacía estragos, pero acá es donde Trapero no da el tono y la película parece, como dije antes, una testimonial de los años '80 al estilo Juan Carlos Desanzo. Pasaba lo mismo en las escenas de la curia de Elefante blanco. Trapero no es Santiago Mitre –aunque Mitre coguionó tres de sus películas– y cuando los actores hablan de “temas importantes” o debaten “la realidad social”, quedan más parecidos a los del Viejo Cine Argentino que a los más naturales y creíbles de El estudiante o La patota. Aún con sus defectos, El clan va de menor a mayor y deja un regusto perdurable en el cuerpo y en la cabeza. Es posible que tenga que ver con la potencia de la historia, que obviamente precede a la película. Pero hay que ser justos: Trapero tiene el talento como para que esa potencia no se pierda en la pantalla.
Debo confesar no sin cierto pudor que no había visto Ritmo perfecto (o Notas perfectas, como se la conoce en Netflix; Pitch Perfect, bah) hasta estos días que ví Más notas perfectas, la segunda parte, que se estrenó hoy. Sabía de su existencia, por supuesto, y era de esas películas que no había visto todavía pero que sabía que me iban a gustar porque a esta altura si algo conozco de mí, son mis gustos. Como suele pasar en estos casos, la expectativa me jugó en contra. Podría decirse que después de Glee, Ritmo perfecto es una película redundante. Pero el problema no es tanto ese sino los números musicales. A los números musicales de Ritmo perfecto les falta potencia y alegría. Culpo a Jason Moore, su director, que usa demasiados cortes y primeros planos que rompen el baile, y también inserts supuestamente graciosos que rompen la canción. Ritmo perfecto es un musical que parece no animarse a serlo del todo. Es comprensible, sin embargo, el estatus de culto que alcanzó Ritmo perfecto. Una película que llegó sin mucho ruido, atípica, con personajes originales (la Fat Amy de Rebel Wilson es sin dudas uno de los personajes de la década) y referencias pop. ¿Y qué podemos esperar de una secuela? Más notas perfectas ya no viene en silencio y carga con la mochila del cariño que se le tiene a su predecesora. Ya está disponible para bajar y por eso en las redes sociales ya se percibe una opinión general: no es tan buena como la primera. Es lógico: la película es muy parecida y carece del factor sorpresa que tuvo la original. Lo cierto es que, habiendo visto las dos seguidas, me parece evidente que Más notas perfectas es una versión mejorada de la otra. La directora es Elizabeth Banks, que interpreta a Gail -la presentadora- en ambas películas y también produjo la primera (muchos la conocerán además como Effie Trinket en Los juegos del hambre). Los números musicales, que son el corazón y el motor de la película, son notoriamente mejores y más ambiciosos y esto, creo, se lo debemos a ella. La única novedad de la película, además del cambio de dirección, es la introducción del personaje de Hailee Steinfeld y su madre, Katey Sagal. Steinfeld es una chica que después de su explosión rutilante en la extraordinaria Temple de acero no terminó de encontrar su destino en Hollywood. Tiene una belleza tan poco común que opaca un poco su talento, participó de la trunca franquicia young adult El juego de Ender, que fracasó -no por su culpa, claro-, y acá intenta con la comedia pero no termina de estar a gusto y dar el tono. Hay que decirlo: los gags de Más notas perfectas -y de su predecesora también- son bastante flojos. Me gustan mucho los musicales y si bien no seguí con atención Glee, cada vez que veía algún capítulo suelto me gustaba. Pero Más notas perfectas parece descansar en la idea, en el pitch perfecto (para jugar con la doble acepción de “pitch” como “nota musical” y “venta de proyecto”), y no la rellena con buenos chistes, buena música ni buenos personajes.
El fracaso de las fórmulas ¿Otra película de superhéroes? Sí. ¿Otra película de superhéroes de Marvel? Sí. Pero esta no forma parte el Marvel Cinematic Universe y se nota. El MCU, con todos su defectos, tiene en el superproductor Kevin Feige un guardián inteligente que si bien atenúa algunas virtudes y apaga los posibles destellos de originalidad y brillantez de sus diferentes directores, tiene la capacidad de lograr en sus películas un mínimo de calidad y, sobre todo, un tono claro y relativamente uniforme. Es lo bueno y lo malo que tiene. Pero Los cuatro fantásticos es catastrófica. No sé nada acerca de los cómics y mi único contacto con el cuarteto de superhéroes fue a través de los dibujitos animados de Hannah-Barbera cuando era chico y por lo tanto no entiendo -ni me importa, la verdad- por qué el cine no ha podido adaptar con éxito esta historia, pero lo cierto es que este reboot de Josh Trank -responsable de la interesante Poder sin límites- pifia en todo: tono, historia, acción y actores. Si es culpa de él, del guión, de los actores o de la compañía productora que estuvo hasta último momento toqueteando el libro, imposible saberlo. Los problemas de la película ya eran legendarios antes de su estreno y cierta prensa del espectáculo se regodeaba en los chismes de producción y había decretado que la película era mala desde antes de verla. Hay que decir que, en este caso, tienen razón. El problema principal de Los cuatro fantásticos es que se toma una hora de película para el prólogo: cómo el científico Reed Richards y sus compañeros Johnny y Sue Storm y Ben Grimm llegan a sufrir un accidente que los expone a la radiación y les da poderes. El modelo pareciera ser -quizás involuntariamente- el de Batman inicia, pero mientras en la película de Nolan la historia del asesinato de los padres y el entrenamiento por parte de Ra’s al Ghul es fascinante y hasta cierto punto mucho más interesante que lo que viene después, en Los cuatro fantásticos uno siente todo el tiempo que está mirando el prólogo de algo, una narración que es como un trámite que se demoró demasiado. Pero hay algo peor: Batman inicia dura 140 minutos y Los cuatro fantásticos apenas 100. Es decir: al final de ese prólogo largo y aburrido, la película ya se está terminando. El último acto, al que uno llega hastiado pero con la esperanza de ver un poco de sangre y sudor, parece el de una película clase B. Todo es chiquito y sin pasión. Suelo criticar los finales de las películas del Marvel Cinematic Universe porque sacrifican la originalidad en aras de una grandilocuencia que no sirve para nada. Destruyen Nueva York sin inventiva. (Salvo Ant-Man.) Los cuatro fantásticos no tiene, desde ya, inventiva, pero tampoco tiene grandilocuencia. Cuando termina la película, con una especie de cliffhanger que da pie a una continuación, da la sensación de que nunca empezó, de que lo que acabamos de ver debería haber sido el “previously on” de la película verdadera o de que, editado a quince minutos, el prólogo de otra cosa.
Difícil pero no imposible La quinta entrega de la franquicia de ‘Misión Imposible’ logra llevar de las narices al espectador como el mejor cine clásico de Hollywood. En una época superpoblada por franquicias, por universos compartidos y por películas que son remakes, reboots, partes de un engranaje mayor que excede el mundo del cine, la serie de Misión Imposible parece vintage. En primer lugar, no tiene una “mitología”. Más allá de que algunos personajes se repitan, cualquier película se puede ver sin haber visto las anteriores, un poco a la manera de las viejas series de TV -no es casual que esté basada en una de los años '60 y '70- que enganchábamos desordenadamente en nuestra tele de tubo; pero, sobre todo, apela al lenguaje cinematográfico como única arma para conquistar a sus espectadores. A nadie le importa el traje de Ethan Hunt ni el modelo de auto que maneja, ni siquiera suele ser tan importante el cast, ni si vuelve algún personaje de algún episodio anterior, ni quién interpreta al villano, ni su peinado, ni su maquillaje. Se hicieron cinco películas en veinte años y están ahí, no silenciosas pero con el marketing justo para cualquier lanzamiento grande, sin un buzz exagerado entre una y otra. Pero cada nueva entrega es mejor que la anterior. Probablemente el gran responsable sea Tom Cruise, una de las pocas estrellas totales de Hollywood, un tipo que no sólo corta entradas sino que produce películas, que protagoniza sus propias escenas de riesgo, y que es capaz de elegir con inteligencia a sus directores. Así como la serie de Misión Imposible es vintage, Cruise es una estrella al estilo del cine clásico de Hollywood, de la época pre-autores en las que los espectadores iban a ver “la última película de Errol Flynn” y su director Michael Curtiz era apenas un empleado. Pero estamos bien entrados en el siglo XXI y los “empleados” que elige Cruise son tipos que aprendieron de aquellos autores del cine clásico que reivindicaban los géneros: principalmente Alfred Hitchcock. En ese sentido, es notorio que quien dirigió la primera entrega de la serie en 1996 haya sido Brian De Palma, al que se suele señalar como el mejor alumno del maestro del suspenso. Y aquella Misión Imposible tenía esas escenas hitchcockianas que funcionaban aisladas del resto del relato: no importa si la viste una sola vez en el cine hace veinte años, seguramente te acordás de la escena de la gota de sudor. Esta quinta entrega de Misión Imposible, Nación secreta, está dirigida por Christopher McQuarrie, que escribió junto a Bryan Singer la extraordinaria Los sospechosos de siempre y ya en esta década escribió los vehículos de Cruise Al filo del mañana y Jack Reacher -esta última también la dirigió-. McQuarrie es un director inteligente y sólido que sigue al pie de la letra las enseñanzas de Hitchcock: Nación secreta está repleta de escenas que utilizan dos o tres elementos para generar tensión y suspenso. Hay una secuencia inolvidable en una ópera -con una cita bastante explícita a El hombre que sabía demasiado-, una persecución en moto, una secuencia bajo el agua y una escena con una bomba que recuerda, también, aquel ejemplo hitchcockiano de la bomba debajo de la mesa. En Nación secreta vuelven Jeremy Renner, Simon Pegg y Ving Rhames y se suma Alec Baldwin como el contacto político del grupo, pero resultan una sorpresa la chica y el villano. Rebecca Ferguson es lo más parecido a “chica Bond” de todas las Misión Imposible, pero no sólo es sexy -hay una escena en la que emerge de una piscina en bikini- sino que salva al nuestro héroe en más de una oportunidad; y Sean Harris es, quizás, el mejor villano de toda la serie. No es casual que ni Ferguson ni Harris sean demasiado conocidos: Nación secreta, a pesar de ser el quinto capítulo de una franquicia, inaugura terreno, crea, inventa. Y en ese plan, no echa mano a nombres probados como en su momento fueron Jon Voight y Philip Seymour Hoffman, sino que hace laburar a su director de casting como hace laburar a cada uno de los encargados de los diferentes rubros. El resultado es una película que funciona a la perfección: tiene la tensión justa cuando la tiene que tener, una trama que no se pierde en vueltas de tuerca innecesarias (pero que las tiene) y algunos golpes de humor con el tono y en el lugar ideales para aliviar las tensiones. McQuarrie y Cruise logran algo difícil pero no imposible: llevar al espectador de las narices a través de 130 minutos y manipular sus emociones con las herramientas del cine.
La venganza de los nerds ‘Pixeles’ apela a la nostalgia por los '80 con una historia sencilla, personajes atractivos y un humor que por momentos da en el clavo. Cuando voy a escribir sobre una película trato de no leer otras críticas antes, más que para no influenciarme, para no sentir la desazón de saber que nada de lo que se me había ocurrido decir era original y que todos estamos diciendo más o menos lo mismo. Pero en época de redes sociales es muy difícil mantener la virginidad, y ayer ví pasar un tuit de The Hollywood Reporter y entré a leer la crítica de Pixeles. El crítico Todd McCarthy le daba con un caño. Me sorprendió, porque si bien no me había parecido una película que fuera a cambiar la historia del cine, fue ganando mi simpatía con el correr de los minutos y salí de la sala con una sonrisa. Ya estaba jugado, entonces decidí entrar en Metacritic. Un 27 más rojo que la muerte y sólo un tal Mike Scott que se gana el pan escribiendo en un diario de Nueva Orleans le puso un 6. El resto, de 5 para abajo. No lo pude evitar, también por esto no leo críticas antes de sentarme a escribir: la película me empezó a gustar más. Es fácil ver por qué a cierta crítica (y seguramente a cierto público) no le gusta Pixeles y es por el mismo motivo por el cual sí le gusta, por ejemplo, Intensa-Mente (que tiene 94 en Metacritic, un 9 del propio McCarthy y ¡un 10! de Mike Scott). Pixeles es una película tonta y pocas cosas teme más alguna gente (más si trabaja de crítico de cine) que pasar por tonta. Intensa-Mente es una película INTELIGENTE. “Intensa-Mente no es sólo una película, es una disertación doctoral sobre la psicología humana”, escribió Mike Scott mientras desayunaba unas French toasts mirando el río Mississippi. Pixeles, en cambio, es sólo una película y yo no necesito pasar por inteligente. Por eso me gustó. Pixeles apela a la nostalgia por los años '80 pero sin simbolismos rebuscados, ni easter eggs. No tiene la mitología delirante de Tomorrowland ni el ánimo meta que tendrá Ready Player One, el próximo proyecto de Steven Spielberg. Tiene una premisa sencilla, personajes queribles y ninguna vuelta de tuerca. Brenner (Adam Sandler), Cooper (Kevin James) y Ludlow (Josh Gad) son tres amigos que a principios de los '80 eran expertos jugadores de videojuegos. Ahora, Brenner es un fracasado que trabaja como técnico instalador de electrónica, Ludlow es un paranoico que vive todavía con su abuela e investiga teorías conspirativas, y Cooper es el presidente de los Estados Unidos. Después de un ataque a una base norteamericana, Cooper descubre con la ayuda de sus amigos que los enemigos no son Irán ni Google sino una raza extraterrestre que los ataca en forma de viejos videojuegos de los '80. Así es como los tres se calzarán mamelucos gamer y, con unas armas de luz, desempolvarán sus viejos y hasta ese momento obsoletos conocimientos para derrotar a los alienígenas jugando al Centipede, al Galaga, al Frogger y al Pac-Man. Pixeles tiene todo lo que la receta indica: Sandler quiere conquistar a la chica (Michelle Monaghan, que también patea algunos culos alienígenas), el villano se reivindica (Peter Dinklage), el mundo se salva y los militares son ridiculizados por tres gorditos nerds. Quizás no termine de ser todo lo graciosa que podría haber sido, pero mete un par de plenos y pocas películas pueden jactarse de eso. Es curiosa la tirria que le tienen algunos a Adam Sandler, un tipo que con su estilo deadpan podría ser un Bill Murray pero que decidió no entrar en el Panteón de los actores cool de la mano de Wes Anderson y Sofia Coppola (su película "seria” fue Embriagado de amor, desorientadora). A algunos les cuesta verlo como un buen actor de comedia porque no tiene el sello de goma de ningún nombre propio que lo avale. Y suele participar de proyectos como este: sencillos y un poco tontos. Pero yo me cuidaría de los que lo odian: suelen esforzarse demasiado en ejercer la inteligencia.