Hace unos seis años se estrenó en la Argentina Sector 9, una película de ciencia ficción que en ese momento me pareció bastante buena pero que ahora, a la distancia (no la volví a ver), creo que es extraordinaria. Y lo digo porque su director, Neill Blomkamp, después estrenó Elysium y ahora Chappie, dos películas que parecen una imitación berreta de su ópera prima y que la elevan un poco más y la hacen brillar por comparación. Chappie está ambientada en una Johanesburgo del futuro -igual que Sector 9, y ciudad donde nació Blomkamp- en la que para combatir el crimen cada vez más violento, el Gobierno compra un escuadrón de robots. El constructor de los robots es Deon Wilson (Dev Patel, el chico de Slumdog Millionaire), que está desarrollando un sistema de inteligencia artificial en uno de sus robots, Chappie. Pero un grupo de delincuentes se roba a Chappie y lo programa para el mal. Hay algo de RoboCop, hay algo del villano Ultrón y, si nos ponemos literarios, hay algo de Frankenstein. Pero Blomkamp elige no profundizar (o es incapaz de hacerlo) en los tópicos existencialistas que suelen aparecer en todas las historias de este tipo -tipo Inteligencia artificial, de Steven Spielberg, película que aprovecho ahora para calificar con un 10- y se despacha con una película más bien liviana que triunfa cuando se abandona a la técnica de la performance capture y fracasa en casi todo lo demás. La performance capture es la técnica de animación en la que una computadora capta los movimientos de un actor para hacer más realista la animación. No exagero si digo que el Chappie de Sharlto Copley (amigo de Blomkamp y protagonista de Sector 9) está a la altura del Gollum y del Caesar de Andy Serkis. Y ahí se acaban las virtudes. La trama de Chappie se bifurca en demasiadas subtramas que se van alternando: por un lado está la historia del robot Chappie como una especie de adolescente que va descubriendo cómo es sentir como un humano; por el otro sus secuestradores (¿o padres?), interpretados por Ninja y Yolandi Visser (del dúo de hip-hop sudafricano Die Antwoord) en una decisión de casting al menos discutible, que rivalizan con otra pandilla; también está el científico rival, Vincent Moore (Hugh Jackman), que quiere reemplazar a los robots de Wilson por los suyos. No se puede negar que Blomkamp tiene talento para crear esos mundos distópicos de aliens, robots y sociedades decadentes que resuenan en nuestro presente, pero ni con Elysium ni con Chappie logró una película tan sorprendente y redonda como Sector 9. Hace unos meses confirmó que va a dirigir la quinta entrega de la serie Alien: esa sí es una película que quiero ver.
La violencia está en nosotros Una pareja de treinteañeros en crisis, dólares y un arma. Lucía y Marcelo son una pareja de treinta y pico que está a punto de subir un nivel en su relación a pesar de que no atraviesa su mejor momento: están por comprar un departamento. En la primera escena, plano cenital sobre la cama, Marcelo duerme y Lucía ya no, mira el techo (o al espectador) con una expresión preocupada. Así empieza El incendio, con claridad conceptual, sencillez y concisión. El conflicto empieza (o quizás deba decir que se agudiza, porque en realidad empezó antes) cuando el encargado de la inmobiliaria pospone la transacción para el día siguiente y ellos tienen que volver a su casa con la plata que acaban de sacar del banco. La película transcurre durante todo ese día, en esa especie de segunda oportunidad que le dio el destino a Lucía para pensarlo dos veces. El tema es la violencia en la pareja, el amor enfermo y la obsesión. Si esta película fuera un drama indie norteamericano y estuviera protagonizada por, digamos, Ryan Gosling y Michelle Williams, seguramente provocaría un pequeño escándalo en estos días en los que la violencia de género está en la agenda nacional. Lamentablemente casi todo el cine argentino pasa desapercibido y es muy probable que El incendio no sea la excepción. Es que la película es muy clara en su tema pero compleja y profunda en el tratamiento. El guión de Agustina Liendo (actriz y directora de teatro) no es demagogo y aunque algunas situaciones -sobre todo al comienzo- parecen metidas con fórceps para que le quede claro al espectador cuál es el tema, a medida que la historia avanza vemos que este no es un “alegato” barato tipo película para televisión. Me explico: Marcelo es un violento, no sólo con su novia, pero esa violencia es un problema para él, la siente como una enfermedad. Y Lucía también es violenta (aunque por ser mujer, su violencia es más inofensiva) y si bien la preocupación que le vimos en la primera escena es resultado en gran medida de este clima de violencia, por momentos parece disfrutarlo. It takes two to tango, dicen, aunque este dicho en el contexto de la violencia de género se parezca peligrosamente a una justificación. Lo menos interesante quizás sea la premisa: esos dólares que al principio parecen estar ahí como objeto generador de tensión (hay también un revólver cuya presencia no se termina de explotar). Más allá de una excelente escena en la calle, la película mejora cuando se olvida de esos dólares y se centra en la cosa doméstica. Es como si Liendo hubiera querido generar una tensión artificial y después se hubiera dado cuenta de que no hacían falta esos fajos de billetes, que esos personajes y su relación era lo suficientemente potente como para movilizarnos. El incendio, dirigida Juan Schnitman, es la tercera película salida de la cantera que fue la extraordinaria El amor (primera parte) después de El estudiante de Santiago Mitre y Los salvajes de Alejandro Fadel (el 18 de junio se estrena la segunda película de Mitre, La patota, que acaba de ganar dos premios importantes en el Festival de Cannes; y también está 1922, de Martín Máuregui, que se encuentra recién en busca de financiamiento internacional), y quizás sea la que más se parece a aquella comedia romántica aunque su tono es opuesto: El incendio es seca, pesimista y atrevida. Schnitman no siempre acierta, sobre todo con sus actores, que aunque son excelentes por momentos no están todo lo naturales que deberían, pero redondea una película que va de menor a mayor y que tiene un par de escenas que no sólo son muy buenas en sí mismas sino que además tienen la virtud de engendrar discusión y polémica.
Otra película que no fue es Tomorrowland, una fábula spielbergiana con chicos soñadores, utopías futuristas y fantasía. En el adjetivo spielbergiano está su punto flaco: al guión le falta sensibilidad y le sobra moraleja para acercarse a las bondades del maestro Spielberg y a la dirección de Brad Bird (especialista en películas de animación como Los increíbles o Ratatouille y autor de la peor Misión imposible: Protocolo fantasma) le falta firmeza y le sobran acrobacias. La película está co-escrita por Damon Lindelof, uno de los showrunners de Lost, y parece heredar de esa serie lo retorcido de la trama. Pero mientras en Lost ese era el encanto –para mí era un encanto pero entiendo que irritaba particularmente a los detractores-, la historia de Tomorrowland pedía clasicismo y sensibilidad. Algo que sí tuvo, por ejemplo, Súper 8, otra película spielbergiana dirigida por otro ex Lost: J. J. Abrams. Es difícil contar el argumento de Tomorrowland sin que parezca más estúpido de lo que es y sin revelar partes de la trama. Es que uno de los mayores defectos de la película es que va dosificando la información por cuentagotas y el espectador recién entiende lo que ocurre pasada la mitad, como si Bird no confiara en mantener nuestro interés mediante armas genuinas (o como si los ejecutivos de Disney no confiaran en Bird; hacen bien, por algo llegaron a cortar el bacalao en Disney). Baste decir que hay una especie de sociedad utópica que debe ser salvada de la destrucción por niños soñadores y optimistas y que un grupo de personas irá a reclutar a una joven (Casey, interpretada por Britt Robertson) soñadora y optimista. Suena más tonto de lo que es. Hay algunos jirones de ideas –la inocencia perdida, el amor en la infancia, las relaciones entre padres e hijos– que vuelan por ahí sin que el guión sea capaz de atraparlas y desarrollarlas, mientras se pierde en una trama que exagera los misterios y que cuando los devela es aún peor. Y tampoco funciona abandonarse a las imágenes: algunos momentos de acción están bien diagramados (son originales, diferentes) pero no tan bien llevados a cabo. Es imposible no ver en Brad Bird a un manipulador de imágenes animadas que no sabe manejarse con cuerpos reales que, a diferencia de los dibujos animados, se manejan con las reglas de la gravedad. Pero más allá de todo esto, está Raffey Cassidy. Esta inglesita de doce años que apenas tuvo unos pequeños papeles en Sombras tenebrosas de Tim Burton, en Blancanieves y el cazador y en alguna que otra serie, interpreta a Athena, la niña que no envejece y es enviada a reclutar a Casey. Lejos lo mejor de la película, dueña de una picardía y una mirada expresiva, que hasta tiene unas escenas de pelea a lo Chloë Grace Moretz en Kick-Ass (aunque Bird no es Matthew Vaughn, claro), Raffey Cassidy será una estrella. Aunque esta película no le hace justicia, el tiempo está de su lado.
Los primeros dos tercios de Mientras somos jóvenes están colgados de un pincel y hacia el final, cuando la película puede sobreponerse a sus problemas o desbarrancar para siempre, sucede algo peor: se transforma en otra cosa, se enreda en conflictos insulsos y ajenos a su esencia y ni siquiera muere con las botas puestas. Curiosamente la hecatombe final me hizo revalorizar por contraste aquellos dos primeros actos: no estaban tan mal, después de todo. La película empieza como un retrato generacional de una pareja de cuarenta y pico que se da cuenta de que ya no es joven. Josh (Ben Stiller) es un documentalista que vive de los restos del prestigio que le dio una película que filmó hace mucho y que está hace ocho años (¿o son doce, ya?) trabajando en su segunda película, imposible, caótica y aburrida. Su mujer es Cornelia (Naomi Watts), que intenta convencerse de que no quiere tener hijos porque tuvo un par de intentos fracasados. El conflicto empieza cuando conocen a una pareja de jóvenes de veintipico: Jamie (Adam Driver, insoportable) es alumno y admirador de Josh, y Darby (Amanda Seyfried) es su mujer (porque están casados con papeles y todo), una hermosa y despreocupada rubia, personaje insulso e inexistente. La pareja de cuarentones aburridos y frustrados (que hacen un esfuerzo consciente por no reconocerse ni frustrados ni aburridos) empieza a tener una relación de fascinación con la pareja de veinteañeros juguetones. En esos dos primeros tercios, la película es una comedia que brilla sobre todo gracias a unas situaciones que el autor y director Noah Baumbach exprime al máximo con la ayuda de Stiller y Watts, dos actores extraordinarios, pero además con la inteligencia de esquivar el humor generacional, esos chistes que funcionan a base de identificación. Ví la película en una función para “civiles” (no en una privada con periodistas) y se reían tanto los más jóvenes como los más viejos. Eso es lo mejor de la película, pero también es lo más efímero. Desde el principio la fibra dramática amenaza con imponerse y lo hace con torpeza. Baumbach quiere “decir cosas” y se nota demasiado. Ya en el primer diálogo entre Josh y Cornelia, cuando hablan sobre tener o no tener un hijo: son un matrimonio de muchos años y el diálogo arranca con un “che, no tengamos un hijo”. Baumbach nos quiere contar a los ponchazos el conflicto dramático que subyace la comedia, como si entre cada escena graciosa o situación divertida (todas muy logradas) nos tirara por la cabeza una línea de diálogo “seria” y nos dijera “ojo que esto no es una comedia tonta, acá hay drama”. Esto ocurre, como dije antes, en los dos primeros actos, y uno se divierte y se fastidia, aunque probablemente se divierte más de lo que se fastidia (o eso creo ahora). Pero después, cuando Baumbach cumple con la amenaza y desata el drama, lo hace de una manera no torpe sino totalmente absurda. Baumbach decide explotar la frustración de Josh (porque la película, imperceptiblemente, se va deslizando del drama de la pareja al drama exclusivo de Josh, y es una pena) por el lado de su trabajo como documentalista y su rivalidad laboral con Jamie. Por supuesto que estos conflictos en realidad están reflejando otros conflictos más profundos (los que importan), pero la trama se enreda con misterios y revelaciones que no le importan a nadie. Mientras somos jóvenes termina siendo tan confusa como el documental que nunca termina Josh pero, a diferencia de aquel, deja entrever la película que podía haber sido y no fue.
Empate Inglaterra-Brasil Una película dirigida por el inglés Stephen Daldry y producida por el brasileño Fernando Meirelles resulta en una mezcla peculiar y atractiva. “Desechos y esperanza” es el subtítulo inútil que le pusieron acá a la mucho más concreta Trash (Basura), la quinta película del inglés Stephen Daldry. El director de Billy Elliot y la más reciente Tan fuerte y tan cerca continúa con lo que mejor sabe: contar historias protagonizadas por chicos, con sensibilidad y humor, sin caer casi en ningún momento en la demagogia. Pero Trash tiene una novedad que la transforma, si no en mejor que las otras, en una película más singular, una especie de experimento no en cuanto al lenguaje cinematográfico (nada más lejos: la película es amable con el público, tal vez demasiado) sino en cuanto a la mezcla de países y al modo de producción. La película transcurre en Río de Janeiro y está hablada casi por completo en portugués, está protagonizada por tres chicos brasileños debutantes (Rickson Tevez, Eduardo Luis y Gabriel Weinstein, los tres extraordinarios) y casi todo el equipo técnico es de Brasil: desde el DF Adrian Goldman pasando por todo el departamento de arte, hasta un hombre clave de la cinematografía brasileña, el productor Fernando Meirelles (para los distraídos: es el director de Ciudad de Dios). Pero hay dos personas clave que acompañan a Daldry y no son brasileños: se trata del montajista norteamericano Elliot Graham y del extraordinario guionista inglés Richard Curtis (¿les suena Realmente amor?). Paso lista a esta mezcla de nacionalidades porque la peculiaridad de la película pasa por ahí. En el ambiente de las favelas y los basurales de Río se puede ver al productor Meirelles, en esos personajes desangelados y humillados, pero la historia de Richard Curtis no tiene nada que ver: es una especie de thriller de espionaje, una película de aventuras y acción con un clásico MacGuffin (una billetera al principio) y personajes bien clásicos del cine policial. Y la mano de Daldry que le da a los chicos una levedad bienvenida y un optimismo que por el tono general resulta mucho más justificado que el de Ciudad de Dios o el de la horrorosa Slumdog Millionaire (con la que tiene algunas similitudes superficiales, que Dios me perdone). Y el montaje de Graham evita los truquitos de Ciudad de Dios y sin ser sencillo ni pasar del todo desapercibido, está en función de la historia y es hasta hitchcockiano. El resultado de este cóctel es asombroso, una película que parece codirigida por Pablo Trapero y Damián Szifrón. Raphael (Tevez), Gardo (Luis) y Rato (Weinstein) son tres chicos que viven en una favela y trabajan en un basural. Ahí encuentran una billetera con un poco de dinero, un documento y una llave. Unos policías corruptos están buscando esa billetera y saben que fue a parar a ese basural. Los primeros minutos de película son extraordinarios: dosificación de la información, montaje paralelo, persecuciones y un gran laburo de ambientación que si bien por momentos puede parecer demasiado “perfecto”, termina funcionando porque pronto nos damos cuenta de que esto es un policial más parecido a Hollywood que a una película inglesa o brasileña y así el artificio es bienvenido. La presencia de los únicos dos personajes de habla inglesa le aportan a la película un matiz disparatado y casi clase B: Rooney Mara y Martin Sheen. Ella es una maestra que les enseña inglés a los chicos y él es un cura borracho que empieza cínico y se va ablandando con el correr de la historia. Los dos hablan gran parte de la película en portugués. Trash es una película curiosa, prolija y frenética, entretenida y tal vez un poco tonta, pero cuya ligereza disculpa los defectos que uno le pueda achacar.
La fórmula de la felicidad "Choele" es una película sencilla y agradable sobre un chico, su padre y su novia. Hace cinco años se estrenó en el MALBA una ópera prima pequeña que obtuvo un también pequeño pero intenso éxito en el circuito indie del cine argentino, incluyendo dos premios en el Festival de Mar del Plata de 2008 y un entusiasmo apacible pero firme en la crítica. Se llamaba La Tigra, Chaco, la dirigieron dos treinteañeros (Federico Godfrid y Juan Sasiaín) y era una comedia romántica aparentemente sencilla ambientada en un pueblo (el del título, claro) con un trabajo de dirección de actores muy poco frecuente y una sensibilidad a la que el cine argentino no está tan acostumbrado. Ahora llega la segunda película de uno de esos dos directores (Sasiaín), que también pasó por el Festival de Mar del Plata (en 2013, aunque “apenas” se llevó un premio no oficial) y que también tiene el nombre de un pueblo como título: se trata de Choele, que transcurre bastante más al sur que la otra, en Choele Choel, Río Negro. También está Guadalupe Docampo, que de alguna manera surgió en el cine argentino a partir de La Tigra, Chaco, y también es una película pequeña y placentera, bien actuada y construida a partir de escenas con dos actores interactuando con una naturalidad muy lograda. Pero en este caso no se trata de una comedia romántica clásica al estilo “chico conoce chica”, sino que es más bien una película de coming of age, de pérdida de la inocencia, de esas típicas películas que transcurren un verano, protagonizadas por un preadolescente, con un erotismo contenido, con silencios y sobreentendidos. El protagonista es Coco (Lautaro Murray, un chico que logra la combinación exacta de timidez y travesura), que viaja a Choele Choel a pasar unos días con su padre. Su padre es Leonardo Sbaraglia, un actor que ya tiene una seguidilla de trabajos brillantes en cine (Sin retorno, El campo y Aire libre son tres laburos de una sutileza y amplitud de matices deslumbrantes) y que acá directamente la rompe: su Daniel es un padre compinche y un poco irresponsable, amoroso e inmaduro. La relación entre padre e hijo es lo mejor de la película. Pero hay mujeres, por supuesto. Por un lado, la madre ausente de Coco (y ex mujer de Daniel), que nunca aparece. Por el otro, Kimey (que interpreta Docampo sin las exigencias de su chaqueña en La Tigra, Chaco), la novia más joven de Daniel, que ejerce en Coco una fascinación que no llega a ser del todo sexual pero se acerca bastante. Choele es una película agradable, tal vez demasiado agradable y prolija. Está claro que Sasiaín encontró una fórmula con La Tigra, Chaco con la que se siente cómodo y en Choele de alguna manera la perfeccionó. Se podría recriminar esto a Sasiaín, pero sería injusto. Ver Choele en el contexto de un festival de cine (como la ví yo hace casi dos años en Mar del Plata) deja sabor a poco, es cierto; uno ahí busca propuestas un poco más originales y audaces. Pero para ser una película argentina independiente que se estrena en unas dieciséis salas de CABA y el GBA, está muy bien y puede incluso llegar a un público más amplio al que llegó La Tigra, Chaco, que se había estrenado sólo en el MALBA, aunque tampoco alberguemos demasiadas esperanzas en ese sentido. Pero también hay que decir que Choele, aún con sus enormes virtudes, no hace más que revalorizar una película como El acto en cuestión -que permanece en cartel esta semana en el Village Recoleta, el BAMA Cine Arte y el Artemultiplex, además del Cine del Centro de Rosario- por su desmesura, su originalidad, su desprolijidad y su riesgo aún teniendo más de veinte años. La película de Alejandro Agresti nos recuerda que no está mal ser exigente y pedirle todavía más a un cine argentino que ya no padece anemia y puede defenderse solo.
Comedias sobre vampiros, a esta altura, hay miles. Desde La danza de los vampiros hasta Hotel Transilvania, pasando por Que no se entere mamá o Buffy la cazavampiros, el género ha dado todo y más. O eso parecía hasta ahora con el estreno de Casa vampiro, una película que no se parece a ninguna de sus colegas y, en honor a la verdad, a ninguna otra película en general. Casa vampiro es neocelandesa, está ambientada en una Wellington previsiblemente nocturna, y está dirigida y protagonizada por Taika Waititi y Jemaine Clement, dos de los responsables de la serie de culto Flight of the Conchords y de una algo menos conocida pero igual de imprescindible Eagle vs. Shark, comedia romántica incómoda. Vladislav, Viago y Deacon son tres vampiros que comparten una casa junto con Petyr, el más anciano de los cuatro, de 8 mil años y rasgos monstruosos parecidos a los del Nosferatu de Max Schreck. Un equipo de filmación se mete a producir un documental sobre ellos -porque Casa vampiro es un falso documental, aunque pronto olvidamos el recurso- y así nos introducimos en su vida y cotidianidad. Cada uno con una personalidad diferente -sobresale Deacon, el más “joven”- y listos a recibir a otros personajes -el recién convertido Nick y el humano Stu-, los tres vampiros lavan los platos, van a bailar y discuten la mejor manera de morder a una víctima sin ensuciar el sillón. Quizás el que haya visto algunos trabajos anteriores de estos amigotes neocelandeses nos quedemos con ganas de más: algún numerito musical, alguna carcajada extra, pero Casa vampiro es singularísima en su propuesta y en su tono: irónico pero no cínico, tierno pero filoso, siempre observador y con las referencias en la punta de la lengua. Como Los Soprano y las películas de mafia, Casa vampiro bebe de la sangre del manantial interminable de películas de vampiros y escupe un artefacto pop y único.
Hay muchas maneras de evaluar o juzgar una película, desde las más espontáneas hasta las más reflexivas, pero al final yo creo que la única que no falla es la del tamiz del tiempo: ¿qué películas o qué escenas permanecen en nuestra memoria? Después podemos, fríamente, analizar por qué, inventar una explicación, pero algo tienen. Y El acto en cuestión pertenece sin dudas a esas películas que no se te borran más. La película de Alejandro Agresti se estrena hoy pero se filmó en 1993 y se vio por primera vez en Buenos Aires en una retrospectiva en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín en el año 1996. Ahí la ví yo. Tenía 18 años, acababa de terminar el secundario y el cine argentino estaba muerto. Y en el medio de biopics baratas de Eva Perón, comedias románticas con Aleandro y Alterio y un Subiela cada vez más gagá, las películas de Agresti fueron un cachetazo de cine: originales, divertidas, con sentido del humor, bien actuadas, técnicamente virtuosas, juguetonas, excesivas. El acto en cuestión era la más extrema de todas ellas. Nunca la había vuelto a ver, pero el recuerdo de aquella tarde de invierno de 1996 permanece hasta ahora: esa pensión/maqueta y Mirtha Busnelli colgando de una grúa vestida de novia, en un blanco y negro súper expresionista, y aquel Carlos Roffe desconocido y con una presencia y una forma de decir el texto con tanto aplomo y naturalidad me deslumbraron. Un año y medio después se estrenó Pizza, birra, faso y el cine argentino empezó a resurgir pero nada de lo que vino luego tuvo -ni siquiera hoy- la creatividad desaforada de El acto en cuestión. Quizás sólo Historias extraordinarias se haya aventurado con esas historias bigger than life inexistentes en nuestra cinematografía, pero El acto en cuestión no sólo narra esas historias -también hay un narrador con personalidad e histrionismo: Lorenzo Quinteros en este caso- sino que también las emparda con unos planos y movimientos de cámara maximalistas. Bueno, pero ¿qué es El acto en cuestión? Se trata de una película con tema, director y protagonistas argentinos, filmada en Europa y con produción y equipo técnico casi completamente holandeses. Cuenta la historia de Miguel Quiroga, un buscavidas que vive con su novia Azucena en una pensión y se la pasa leyendo los libros que roba. Uno de esos libros se llama El acto en cuestión y enseña un truco para hacer desaparecer objetos. Quiroga lleva el truco a un circo, consigue un representante y se hace millonario. Deja a su novia y da la vuelta al mundo haciendo desaparecer primero objetos y después personas, pero con una creciente paranoia: ¿y si alguien descubre que sacó el truco de un libro? La historia tiene los condimentos clásicos de las fábulas -y una alegoría bastante directa a los desaparecidos aunque la película está ambientada en los años cuarenta- y está contada como tal: un narrador que duda -y ahí está Borges a pesar de robalibros arltiano-, un intento de moraleja y una banda sonora que transmite cierta épica, enrarecida por temas como “Miss Lilly Higgins Sings Shimmy in Mississippi’s Spring”, de Les Luthiers, y una versión de “La montaña”, de Luis Alberto Spinetta, a la manera de chanson francesa, pero cantada en castellano por la francoparlante Nathalie Alonso Casale. Volví a ver El acto en cuestión este martes en el Gaumont, casi veinte años después, y comprobé que las escenas que recordaba eran tal cual como las recordaba -inmejorables por la memoria- pero que también había muchos otros momentos que estaban ahí, en algún lado, semiolvidados pero no del todo idos: inflexiones de la voz portentosa de Roffe, las cadenas y el acento de Alonso Casale, la afirmación “Perón te hace ministro”. Se pueden escribir mil notas sobre El acto en cuestión, hay mil formas de elogiarla, pero al final lo mejor que puedo decir de ella es que la ví una vez sola hace veinte años y no me la olvidé nunca más.
La era de la alegría La segunda entrega de ‘Avengers’ es un festival de liviandad y por eso nos gusta. Hay algunas cosas que me molestan de las películas de Marvel: la histeria que las rodea y que por momentos parece contaminar todo como si en el mundo del cine, o incluso de Hollywood, todo tuviera que ver con esas películas y nada más; la estructura calcada de cada una de ellas, que más allá de las particularidades de cada superhéroe o de cada supervillano siempre terminan con un tercer acto de pelea coreográfica y megalómana en donde se rompen autos y ciudades pero que casi nunca transmite tensión; y, finalmente, un problema que es más bien mío y que está relacionado también con las series de televisión que tienen una estructura parecida como Los Expedientes X o Fringe y es esa mezcla de unitario con historia que va continuando de un capítulo a otro, como si hubiera acontecimientos de primera, aquellos que te dan una pista de la historia “macro” y que suelen ir soltándose con cuentagotas, y acontecimientos de segunda, los que están contenidos dentro de la historia de ese capítulo. Porque lo que llamo “las películas de Marvel” son once películas -incluyendo Avengers: Era de Ultrón- que comparten un mundo que se ha dado en llamar Marvel Cinematic Universe y en el que se pueden incluir también -hasta ahora- tres series de TV, algunos cortos y obviamente todos los comics en los que se inspiraron. Resulta un poco cansador para alguien que no está familiarizado previamente con cada personaje y que no fue siguiendo los teasers, los trailers, lo paneles en las Comic Con, los anuncios y los tuits de cada uno de los protagonistas -actores, guionistas, directores, productores- disfrutar al máximo de todo esto, o al menos como parece que lo disfrutan los fans. Yo suelo ser de los que prefieren entrar vírgenes al cine y creo que no es esa la manera ideal para disfrutar estas películas en su plenitud. De todas formas, todas estas películas tienen un piso de calidad y algunas son muy buenas. El superproductor Kevin Feige es una especie de genio que logró encontrar un tono zumbón que realmente es muy divertido -nacido a partir de Iron Man, un poco el superhéroe insignia de esta banda- y que es el opuesto al de, por ejemplo, la tragedia de la trilogía de Batman de Christopher Nolan (que pertenece al archirrival de Marvel, DC). Avengers: Era de Ultrón está entre las mejores y quizás sea la mejor. La anterior, Guardianes de la galaxia, había sido la más disparatada y la que con ese soundtrack de canciones pop parecía transcurrir en un mundo ligeramente más parecido al nuestro. Pero tenía el problema eterno de un último acto en el que prácticamente no importaba nada más que la pirotecnia y las acrobacias y que, al menos a mí, no me mueve un pelo. (Para entender cómo la megalomanía no necesariamente va de la mano de la intensidad dramática, ver el último acto de Argo.) Pero acá la franquicia vuelve al carril usual después del paréntesis ultrafestivo de Guardianes de la galaxia y vuelve también a Joss Whedon, el director que había dirigido la primera entrega y que quizás sea quién mejor entienda lo que pretende Feige: liviandad, humor, personajes queribles y satisfacer a unos fans que conocen muy bien. La película empieza casi donde terminó la anterior. En la escena post créditos de Capitán América y el Soldado de Invierno -porque todas las películas de Marvel tienen una escena post créditos que suele funcionar como el tan odiado (y un poco amado también) “to be continued” de las series que veíamos de chicos y que nos informaba que no íbamos a saber cómo nuestro héroe lograría vencer al villano sino hasta el otro día después del colegio- aparece el Barón Strucker (Thomas Kretschmann) a cargo de Hydra, una organización terrorista que parecía estar desactivada, con el cetro de Loki y dos nuevos superhéroes a quienes está entrenando: Quicksilver (Aaron Taylor-Johnson) y Scarlet Witch (Elizabeth Olsen, la hermana talentosa de Ashley y Mary-Kate). Al comienzo de Avengers: Era de Ultrón, nuestros seis superhéroes están atacando la base de Hydra para recuperar el cetro. Después de una divertida secuencia de acción, quizás disfrutable porque nos agarra despiertos y con fe, con esperanza y con deporte, empieza la película con una fiesta en la Torre de los Vengadores y varios diálogos socarrones y toda la mística de los oneliners que se dedican mutuamente. Ahí Tony Stark (Robert Downey, Jr.) crea a Ultrón usando tecnología de inteligencia artificial robada de Hydra y Ultrón pronto se les vuelve en contra: su objetivo es lograr la paz mundial y él considera, quizás no tan equivocadamente, que para eso es necesario acabar con la raza humana. Ultrón es el villano de esta Avengers, de esta onceava película del Marvel Cinematic Universe, el villano “de segunda” -porque está contenido dentro de este “capítulo” de la serie- a diferencia de Loki o del todavía apenas insinuado Thanos. Aún así, es de los mejores villanos la franquicia, con la voz de James Spader que porta una ironía deliciosa. Pero Ultrón es un villano que no asusta y dura poco: quizás sea una búsqueda en la línea de la liviandad que maneja Whedon, pero lo cierto es que la película, a través de Ultrón, elige el camino del humor antes que el de la tensión dramática. Esto, en mi opinión, es muy positivo. En primer lugar porque nos libramos del maldito tercer acto interminable y también porque este es el costado de la franquicia que al menos yo más disfruto. La próxima película será Ant-Man, se va a estrenar en julio, y el protagónico de Paul Rudd hace adivinar que la cosa va a seguir por esta senda feliz. Whedon además de privilegiar el humor por sobre la acción -pero hay acción, no se asusten- decide profundizar en los personajes: sobre todo en Hawkeye (Jeremy Renner) y su familia y en la relación entre Bruce Banner (Mark Ruffalo) y Natasha Romanoff (Scarlett Johansson). La sensualidad que le pone Johanson a su superheroína cuando intenta calmar a Hulk para que vuelva a ser Banner es fuera de lo común y esa primera escena demuestra que a Whedon no le incomoda el corset de Marvel y es capaz de jugar dentro de sus reglas con mucha libertad.
Los ojos del artista Sin la imaginería de las anteriores, ‘Big Eyes’ es una de las películas más personales de Tim Burton en mucho tiempo. La segunda mitad de la filmografía de Tim Burton (la correspondiente a este siglo XXI) carece de la brillantez y la coherencia que tiene la primera mitad. Burton alternó algunas bastante buenas (Sweeney Todd: El barbero demoníaco de la calle Fleet, Frankenweenie) con otras realmente inmirables (El planeta de los simios, Alicia en el país de las maravillas), pero seamos honestos, ni las mejores les pisan los talones a obras maestras como Beetlejuice, El joven manos de tijeras o Ed Wood. Big Eyes: Retratos de una mentira sin dudas pertence al grupo de las “bastante buenas” con el plus de una Amy Adams extraordinaria y un tema personal que la emparenta con la que quizás sea su mejor película: Ed Wood. Me refiero al kitsch en el arte, la naturaleza del artista, el deseo de trascender y el ego. Además de que, claro, comparte guionistas: Scott Alexander y Larry Karaszewski, que dicho sea de paso están escribiendo American Crime Story, una miniserie sobre el caso de OJ Simpson que será uno de los estrenos fuertes de la televisión el año que viene. Big Eyes también está basada en un caso real. Margaret Keane pintaba a fines de los años cincuenta unos cuadros con un estilo muy particular: chicos abandonados con grandes ojos tristes. Separada de su marido en una época en la que eso no era muy común, y con una hija, conoció a Walter Keane y se casó enseguida. Walter era un charlatán, un seductor que pronto logró que los cuadros de Margaret se vendieran bien gracias a algunas jugarretas con la prensa y su habilidad de relacionista público. Pero engatusó a su mujer para que dijeran que los cuadros los había pintado él. Así el matrimonio se hizo millonario: ella pintaba a escondidas los cuadros -a escondidas, incluso, de su hija- y él desplegaba sus dotes de vendedor y satisfacía su ego. La película abre con una cita de Andy Warhol: “Creo que lo que hizo Keane es espectacular. Tiene que ser bueno. Si fuera malo, no le gustaría a tanta gente.” Ese es uno de los temas de la película: el arte bastardo despreciado por los críticos y galeristas (Terence Stamp y Jason Schwartzman, respectivamente) pero que la gente ama. Walter pronto se da cuenta de que tienen más posibilidades de vender muchas reproducciones baratas en los supermercados que cuadros originales en las galerías de arte, innovando de alguna manera en el mercado de ese momento. Por un lado, la historia personal, en la que Amy Adams la rompe de verdad como una mujer sumisa pero no tonta, dócil como eran dóciles muchas mujeres en aquellos tiempos pero con el gen de la rebeldía latente. Y Christoph Waltz, un poco sacado, es el personaje más interesante: un farsante, un encantador de serpientes, un impostor que alcanza el pico de locura en la escena del juicio final. En esa escena, Burton pone de manifiesto su intención de esquivar el realismo y la solemnidad (alejándose de la sensiblería de El gran pez, por ejemplo) para zambullirse de lleno en el absurdo y la comedia, un absurdo que, por otra parte, complejiza al personaje de Waltz y lo transforma de un tipo violento y detestable, en un señor ridículo que merece algo de compasión. Una especie de movimiento inverso al que hizo Burton con Ed Wood. Pero por otro lado está la historia del arte, con un puente entre la cita inicial de Warhol y los personajes del crítico y el galerista. Este, quizás, es el costado que apenas se insinúa y que me hubiera gustado ver desarrollado. Sabemos que Burton también dibuja y que es fanático de la obra de Keane, sabemos que su propio arte es en cierta forma plebeyo -aunque ya estamos en el siglo XXI, nadie o casi nadie piensa como Jason Schwartzman en la película- y sabemos que hay en Keane una ruptura sobre todo en la distribución de su material (ruptura que le debe, hay que decirlo, a Walter, y quizás por eso hacia el final se termina perdonando a un personaje tan monstruoso). Sin dudas Tim Burton ya no está en su mejor forma y por momentos corre el peligro de caer en el papelón, pero Big Eyes es una de sus películas más personales en mucho tiempo y aunque no tiene la imaginería de Frankenweenie o Sombras tenebrosas -aunque algo hay- es una muestra de que Burton sigue vivo y creando.