El superhéroe sensible Dentro de la uniformidad del universo Marvel, ‘Ant-Man’ se destaca por la originalidad de las escenas de acción y por la emoción. Con el estreno de Ant-Man: El hombre hormiga ya son doce las películas pertenecientes al Marvel Cinematic Universe y creo que recién ahora estoy empezando a saber qué decir sobre ellas. Ya se ha dicho acá: son todas bastante parecidas entre sí. Aunque los sommeliers de Marvel puedan decir que tal película es “malísima” y tal otra es “genial”, aunque encuentren diferencias que los legos no llegamos a discernir, Marvel Studios y su factótum Kevin Feige trabajan claramente con una idea de unidad. Esto no quiere decir que no haya diferencias. Guardianes de la galaxia sorprendió con un humor desatado (y bastante adulto) y un soundtrack pop irresistible, mientras Capitán América –sobre todo la segunda, El soldado del invierno– se ponía el traje de thriller de espías, pero las dos –y todas las demás– siguen teniendo una estructura parecida. Ver en Guardianes de la galaxia un cambio radical es distraerse con el árbol –las canciones de David Bowie y James Brown– y perder de vista el bosque: las insulsas y megalómanas peleas entre superhéroes de diferentes colores. Quizás Ant-Man, la última película de la que se dio en llamar “segunda fase” de películas del MCU –que empezó hace dos años con el estreno de Iron Man 3–, sea la que verdaderamente se destaque por lo diferente. En primer lugar por las características del superhéroe. A diferencia de los X-Men, los Avengers no tienen poderes muy originales y es posible que, al menos en parte, ahí radique la similitud en todas las escenas de acción. Esto se ve claro en las dos Avengers: las secuencias cúlmines son un trámite de explosiones y disfraces que colisionan sin demasiada inventiva. Pero Ant-Man es un superhéroe con poderes distintos y esto se aprovecha bien. El poder de Ant-Man es, como se pueden imaginar, la posibilidad de reducir su tamaño al de una hormiga. En realidad él no tiene ese poder, sino que está en su traje. El verdadero poder de Scott Lang (Paul Rudd) es el de ser un buen ladrón: sabe cómo penetrar sistemas de seguridad aparentemente inviolables. Por eso pasó tres años en la cárcel –aunque su delito tenía, en última instancia, buenas intenciones– y por eso no puede ver a su hija (Abby Ryder Fortson, la nueva nena cute oficial, a quien se puede ver en las series Transparent, The Whispers y Togetherness). Lang es contactado por el Dr. Hank Pym (un Michael Douglas trabajando a reglamento) para que se ponga el traje de Ant-Man y, uniendo su capacidad furtiva a la posibilidad de reducir su tamaño, penetre en su compañía y destruya el prototipo de Yellowjacket, un traje similar que está en poder del villano Darren Cross (Corey Stoll, el Peter Russo de House of Cards). Todo esto será con la ayuda de la hija de Pym, Hope van Dyne (Evangeline Lilly, más conocida como Kate de Lost), que lo entrenará en el arte de la lucha y será, previsiblemente, su interés romántico. Ant-Man tarda en arrancar porque se demora en un prólogo demasiado extenso en el que se presenta a Lang y a su familia, pero esa demora garpa al final: es la película de Marvel que más emoción tiene –emoción humana, no asgardiana– y eso es gracias a que se toma el trabajo de que los personajes sean tridimensionales. Hay, eso sí, algo de “sábana corta”. Pareciera que Ant-Man se gasta toda su energía en la originalidad de las escenas de acción –originalidad ausente en casi todas las otras películas de Marvel– y no le da la nafta para que funcione el humor. Se nota un intento de protagonista a la Robert Downey Jr. y está Michael Peña como comic relief, pero el resultado en ese sentido es bastante flojo, muy lejos del de Guardianes de la galaxia. Acá se lamenta la baja de Edgar Wright –responsable de las extraordinarias Muertos de risa y Arma fatal–, que iba a ser el director y se bajó por diferencias creativas con Feige. Está claro que la intención es ir a lo seguro y tender a la uniformidad. Es una pena pero tiene sentido: un paso en falso tiraría abajo toda la cuidadosa ingeniería de estrenos y productos planeados hasta 2019. Pero habría que ver si esta falta de riesgo no se les vuelve en contra en algún momento.
Volver a las fuentes La quinta película de ‘Terminator’ intenta volver a la magia de las primeras sin comprender del todo en qué consistía esa magia. Hay que decir primero que Terminator nunca fue sobre viajes en el tiempo. En la primera película de la serie, estrenada en 1984, se usaba el viaje en el tiempo como un plot device para ubicar a un cyborg futurista en el presente: ciencia ficción en el universo de Buscando desesperadamente a Susan, un robot asesino indestructible enviado al presente para asesinar a un personaje de John Hughes. Pero no había ni en esa película ni en las dos siguientes que completaron la primera trilogía ningún juego temporal, ni planteos complejos sobre el tiempo a la manera de Volver al futuro, Doce monos, Looper: Asesinos del futuro o Interestelar, por poner sólo algunos ejemplos de películas que lidian con paradojas temporales, presentes alternativos y la relatividad del tiempo. Las Terminator eran películas sencillas y efectivas y, a su modo, parecidas entre sí. Pero al final de Terminator 3: La rebelión de las máquinas, la historia llegaba al Día del Juicio Final, al tan temido momento en que Skynet toma control de todo el armamento mundial y decide acabar con la Humanidad. ¿Cómo continuar con la franquicia? Después de una olvidable Terminator – La salvación, pensada como el comienzo de una nueva trilogía que no fue y que ya era directamente una película de guerra futurista, llega Terminator Génesis que de alguna manera intenta volver a las fuentes. El problema es que es imposible volver a las fuentes cuando se desconoce de qué fuentes se trata. La historia sigue avanzando y ya estamos en 2029, el mítico año en el que Skynet manda al Terminator al pasado para asesinar a Sarah Connor y la Resistencia hace lo mismo con Kyle Reese. Ese primer acto, para los que crecimos con Terminator en nuestro imaginario, es fascinante. Sabemos que Reese siempre estuvo enamorado de aquella mujer misteriosa, madre de su líder, sólo por relatos y por esa célebre fotografía tomada por un chico mexicano en una estación de servicio cercana a la frontera cuando ella estaba embarazada de John Connor. Ese primer acto, entonces, nos pone en imágenes aquellas escenas que apenas imaginábamos cuando teníamos diez años. Después, cuando el Terminator y Reese aparecen en Los Angeles en 1984, la película repite los mismos planos que la primera de James Cameron. No se me ocurre un posible mejor primer acto que este. Pero, ¿cómo seguir? Obviamente, ese 1984 no es el mismo que el de la película original de Cameron y ahí empiezan a jugar los presentes alternativos y toda esa cosa compleja de los viajes en el tiempo. Pronto la fascinación se transforma en tedio y descubrimos que la complejidad está desprovista de inteligencia. La simpleza y la levedad se extrañan aún más cuando el laberinto no se sostiene. Pasados alternativos, una máquina del tiempo en 1984, dos Terminators coexistiendo con un T-1000, Arnold Schwarzenegger en tres edades, un John Connor malo, un Kyle Reese adulto hablándole a un Kyle Reese chico, todas volteretas que están colgadas de un pincel. Schwarzenegger vuelve a jugar con su edad: Sarah Connor le dice “Pops” (abuelo) y repite varias veces “estoy viejo pero no obsoleto”. Arnold dejó la gobernación de California hace cuatro años y volvió a los sets hace siete películas. Ya en Los indestructibles y muy particularmente en la excelente El último desafío hacía referencia a su edad. El chiste ya quedó tan viejo como el propio Arnold. Todos estos defectos no se atenúan por unas escenas de acción que se destaquen particularmente. El director Alan Taylor tiene mucha experiencia en televisión (dirigió capítulos de las series más importantes de HBO, desde Los Sopranos hasta Game of Thrones) y debutó en las grandes ligas del cine con Thor: Un mundo oscuro -después de algunas experiencias indies-, pero acá no le llega ni a los talones a un Jonathan Mostow que en Terminator 3 se había lucido con una extraordinaria escena con una grúa mecánica -que nunca olvidé-. Pero sería injusto culpar a Taylor. El problema es que los responsables de Terminator Génesis nunca entendieron de qué se trata.
La canción es la misma La cuarta película de Ezequiel Acuña es un capítulo más dentro de su novela de jóvenes melancólicos, música indie y universo analógico. No son muchos los directores argentinos que tienen la coherencia y la fidelidad a sus obsesiones que tiene Ezequiel Acuña. Para bien o para mal -yo creo que para bien- todas su películas son la misma película y aunque cada una esté afinada en una nota distinta, las cuatro forman un acorde agradable, amigable. Películas generacionales en las que la música funciona como un recurso de identificación temporal además de para crear climas, películas melancólicas y jocosas -generalmente más melancólicas que jocosas, a excepción quizás de Excursiones- en las que los personajes sienten nostalgia por un pasado adolescente, por relaciones que ya no son, que viven un presente borroso que parece existir sólo como epílogo de un pasado intenso en donde la vida era vida y puro presente. La característica distintiva de La vida de alguien es que es la más musical de las cuatro. En todas hay banditas adolescentes, todas tienen un soundtrack indie exquisito, pero esta podría catalogarse, sin exagerar, como un “musical”. Un musical sin bailes, o sin bailes tradicionales -hay unas escenitas en ralenti de los protagonistas jugando a la pelota que por momentos parece que bailaran-, pero con muchos momentos dedicados exclusivamente a la música: los personajes cantan canciones enteras en más de una oportunidad. La historia es tan característica de Acuña que si la hubiera leído en un cuento o visto en alguna otra película o simplemente me la hubiera contado alguien en forma de anécdota, me habría sido inevitable exclamar: eso parece una película de Ezequiel Acuña. Guille (Santiago Pedrero) tiene unos treinta y pico y un pasado de músico que nunca despegó. Una compañía discográfica decide editar el disco que grabó con su banda de rock diez años antes, poco antes de separarse. Ese es el disparador para intentar reunir a sus ex compañeros. También hay por allí, por supuesto, una chica: Ailín Salas, una especie de Manic Pixie Dream Girl que parece mucho más avasallante y resuelta que el tímido Guille y que cantará con él algunas canciones en las que son, sin dudas, de las escenas más hermosas que dio el cine argentino en mucho tiempo. El personaje de Salas se llama Luciana, como todas las mujeres de las películas de Acuña: Antonella Costa en Nadar solo, Manuela Martelli en Como un avión estrellado y Martina Juncadella en Excursiones. Están también, como en sus otras películas, Matías Castelli, Ignacio Rogers y Nicolás Mateo. Con sólo cuatro películas, Acuña construyó un mundo y un ensamble de personajes que ya son parte importante del cine argentino de este siglo y que tendrían una relevancia pop a la altura de Summer o de Juno si nuestro cine tuviera algún tipo de relevancia. Pero las películas, igual que las canciones, quedan. Aunque Acuña haya filmado la suya en anacrónico 35mm como una especie de militancia o toma de posición nostálgica y el celuloide se vaya deteriorando como se deterioran nuestros cuerpos y nuestras relaciones, La vida de alguien estará ahí para siempre. “¿Cómo te parece que van a sonar esas canciones?”, le preguntan a Guille en un momento. “No sé, no las volví a escuchar”, contesta él. “Me refiero más al paso del tiempo que al audio”. Porque los momentos se desintegran en los soportes analógicos pero lo importante, parece decir Acuña, es que no envejezcan en nuestra memoria.
Estoy muy a favor de los géneros y de las fórmulas. Cuando una película cumple rigurosamente las estructuras preestablecidas y aún así es capaz de darnos alguna magia, sorprendernos aunque sepamos qué va a pasar, emocionarnos con el beso final que sabíamos que iba a llegar, siento una felicidad extrema. Y las comedias románticas son los mejores exponentes de esto. Marc Lawrence es un especialista y en este caso la historia tiene el extra de que su protagonista es un escritor de guiones, lo que le da a todo un tono meta que siempre es bienvenido. Y están Hugh Grant y Marisa Tomei, y en los papeles secundarios están J.K. Simmons, Allison Janney y Chis Elliott. ¿Qué puede salir mal? Bueno, todo puede salir mal. Escribiendo de amor cuenta la historia de Keith Michaels (Grant), un guionista que tuvo un éxito en su carrera (ganó un Oscar) pero después sólo cosechó fracasos y ahora ya no consigue trabajo y está por quedarse sin plata. Su agente le consigue un trabajo como profesor de guión en una universidad de medio pelo y hacia ahí va este hombre cínico, resentido, misógino y misántropo. Ya habrán adivinado la fórmula: no será Keith quien les enseñe a sus alumnos, sino sus alumnos quienes le enseñarán a Keith cosas sobre la vida, lo suavizarán y lo harán recuperar los lazos con su hijo, a quien ya no ve. Y en el camino, se enamorará de una de sus alumnas, una madre soltera (Tomei) optimista. Pero esto en realidad no es lo que ocurre. Probablemente esa haya sido la idea de Lawrence (que también escribió el guión), pero ni Grant nos logra transmitir su misantropía (a la manera de un Jack Nicholson en Mejor imposible, extraordinaria comedia romántica también protagonizada por un escritor), ni vemos con nitidez el motivo de su conversión, ni Marisa Tomei nos enamora ni, en rigor, enamora a Grant (nunca hay un beso, ¡nunca se dan un beso!), ni los personajes secundarios tienen un interés mayor que el que tienen en la teoría, como ideas platónicas. J.K. Simmons es un tipo que siempre despotrica contra su familia de mujeres pero en el fondo es un tierno que las ama, pero esto no está contado sino que está dicho en una escena, está explicado. No hay en Escribiendo de amor nada más que la simpatía de Hugh Grant y algunos one liners divertidos, pero se nota que está haciendo lo suyo de taquito. Distinto es el caso de Marisa Tomei, que directamente está trabajando a reglamento. Para colmo, en uno de los momentos en que la película se mete con el negocio del cine, el personaje de Grant se lamenta que le ofrecieron escribir el guión de Piraña 3D. Sepa, señor Marc Lawrence, que Piraña 3D es mejor que cualquier película suya.
Muchos de nosotros conocimos a Gillian Flynn a partir de su tercera novela, Perdida, más precisamente de su adaptación cinematográfica. La novela era un thriller que manejaba los puntos de vista con mucha astucia y usaba como materia prima la guerra de los sexos y las relaciones de pareja para contar una historia con muchas vueltas de tuerca que por momentos caminaba en la cornisa del verosímil y no pocos tildaron de misógina. La adaptación de David Fincher fue extraordinaria. Con un exquisito manejo del montaje, Fincher logró sortear los ripios de la historia y logró un verosímil que en la novela estaba colgado de un pincel. Probablemente ayudó que la propia Flynn haya sido la adaptadora, pero a esta altura hay que sacarse el sombrero por Fincher también. Lugares oscuros es la adaptación de la novela anterior de Gillian Flynn, pero no la dirige Fincher ni la adapta Flynn y esto se nota. No leí la novela, pero viendo la película uno imagina que tiene las mismas virtudes y los mismos defectos que Perdida, que sí leí: idas y vueltas en el tiempo, flashbacks inciertos, mujeres un poco chifladas (no me gusta erigirme en policía anti misoginia, pero digamos que es un poco llamativo lo de Gillian Flynn) y resoluciones que privilegian la sorpresa a la verosimilitud. Y lo del director y adaptador Gilles Paquet-Brenner es tan flojo que las virtudes pronto se diluyen en la trama vueltera y los defectos no están atenuados sino acentuados. La historia: Libby Day (Charlize Theron) es la sobreviviente de la llamada Masacre de Kansas, un hecho policial en el que fueron asesinadas su madre y sus dos hermanas cuando ella tenía sólo siete años. Después de eso, Libby se transformó en una celebridad nacional, publicó un libro y recibió donaciones que le permitieron vivir sin trabajar. Pero ahora la opinión pública ya se olvidó de ella, le quedan menos de 500 dólares en la cuenta bancaria y como nunca trabajó ni estudió, está en problemas. Pronto la contacta Lyle (Nicholas Hoult), un freak que forma parte de un grupo de fanáticos de los casos policiales. Le ofrece dinero para ir a dar una charla al grupo, pero lo que en realidad quiere es que lo ayude a descubrir al verdadero responsable de la Masacre de Kansas. Porque si bien para la justicia el culpable de los asesinatos fue el hermano de Libby, y permanece en prisión desde entonces gracias al testimonio de la propia Libby que dijo que lo vio dispararle a su madre y hermanas, él está convencido de que es inocente. El punto de partida es interesante y original: un viejo crimen y un supuesto inocente preso ya se han visto, pero la idea del grupo de fanáticos morbosos de los casos policiales y el personaje de la sobreviviente que no por convicción sino por dinero va a investigar lo que pasó tienen su atractivo. Pero esto pronto se diluye y ya no importa mucho Lyle: la película se convencionaliza y se transforma en Libby investigando el caso. Igual que en Perdida, la película transcurre en el presente -la investigación de Libby, que se reduce a sus entrevistas con distintos actores del conflicto- y el pasado, los días previos a la masacre. Ambas líneas van confluyendo hacia un final que sí, es sorprendente pero no, no es verosímil. Probablemente la novela Lugares oscuros sea inferior a Perdida, no la leí pero me da esa impresión. Lo que es seguro es que buena, regular o mala, Paquet-Brenner hizo con ella una película que no funciona.
El cine de animación tiene una ventaja fundamental respecto del de carne y hueso: las posibilidades son ilimitadas. Es cierto que con el auge del CGI la brecha se redujo, pero la animación sigue teniendo una libertad que el resto del cine no tiene. Y Pixar viene siendo el estudio que mejor aprovechó esa libertad con historias y guiones perfectos. Como un buen futbolista: la habilidad al servicio de la inteligencia; Pixar sabe dónde poner la pelota y tiene la habilidad para ponerla exactamente donde quiere. Intensa-Mente, sin embargo, es un partido en el que el habilidoso está distraído, confundido. Corre mucho y gambetea pero no está entendiendo el juego. La premisa ha sido comparada con el clásico de ciencia ficción de los ‘60 Fantastic Voyage -o su par ochentoso que los treinteañeros recordamos con cariño: Viaje insólito, de Joe Dante- pero no es exactamente igual: adentro de la cabeza de Riley, una nena de once años, viven las cinco emociones que gobiernan sus estados de ánimo y que deberán lidiar con los problemas de la niña cuando se muda y cambia de escuela y, en resumen, cuando crece. La diferencia es que estos personajes adentro de la cabeza de la niña no son intrusos como en Viaje insólito sino los huéspedes que tenemos todos, más a la manera del último segmento de Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo, de Woody Allen. Alegría, Tristeza, Miedo, Repulsión e Ira son las cinco emociones, encarnadas por personajes previsibles: la Tristeza es una señora azul con lentes que habla lento, la Ira es un petiso rojo siempre en llamas, el Miedo es un flacucho tembloroso, y así. Estas cinco emociones trabajan en una especie de centro de control adentro de la cabeza de Riley, que va produciendo recuerdos (representados por unas pelotas de colores: azules si son recuerdos tristes, amarillos si son recuerdos alegres, etc). También hay unas islas que reflejan distintos aspectos de la personalidad de Riley: familia, honestidad, etc. Todo este sistema que reúne lo peor de la solemnidad y del disparate es presentado en el prólogo con una voz en off morosa que se parece bastante a una declamación de las reglas de un juego de mesa. "Estas son las emociones que controlan a Riley, estas son las islas, esto funciona así y asá.” Comparar esto con el minimalismo de WALL-E, por ejemplo, es demoledor. Parece una película hecha por otra gente. (En realidad, lo es. Si bien ambas son de Pixar, sólo comparten a Pete Docter como inventor de la historia, aunque ni siquiera como guionista.) La trama de Riley es sencilla: se muda y cambia de escuela, con todas las angustias que esto conlleva para una nena de once años. Pero la película es lo que ocurre dentro de su cabeza, que se parece más a una tonta película slapstick que a algo que pueda tener que ver con emociones reales. La Tristeza se tropieza sobre un Recuerdo, entonces Riley se pone triste. El concepto no sólo es rebuscado, también le quita emoción real a la historia. Una nena siente miedo cuando se tiene que presentar ante sus nuevos compañeros de escuela. Escena sencilla y sensible. Pero en el universo de Intensa-mente la escena alterna con otras dentro de su cabeza, en las que el Miedo toma el mando y la Alegría se lo intenta arrebatar como si fueran Abbott y Costello o Los Tres Chiflados. Intensa-Mente termina poniendo un empeño importante en anestesiar las emociones.
Poner el cuerpo La patota abre y cierra con dos escenas largas de diálogo entre Paulina (Dolores Fonzi) y su padre (Oscar Martínez), en las que discuten asuntos políticos pero no en el plano abstracto sino en el concreto de lo personal: cómo la política influye en ellos y hasta en sus cuerpos. Como sucedía en El estudiante, Santiago Mitre logra escribir diálogos que ilustran conceptos políticos complejos –en este caso con la ayuda de Mariano Llinás– y dirigir a sus actores para que los interpreten con una verosimilitud sorprendente. En la primera escena, filmada con un plano secuencia, sabemos que Paulina es una promisoria abogada, hija de un juez de la provincia de Buenos Aires que de joven perteneció a agrupaciones de izquierda y ahora abandonó aquellas utopías y es un pragmático que intenta “cambiar las cosas” desde su lugar, sin heroísmo. Pero Paulina es joven e idealista y le comunica que quiere abandonar su doctorado y su carrera y poner el cuerpo: quiere irse a dar clases de política a una escuela rural del interior. La película nos sumerge de entrada en el conflicto ideológico y nos interpela. No recuerdo otra película que ponga en marcha el intelecto del espectador con tanta intensidad y tan pronto como La patota, pero no para interpretar lo que pasa –que es cristalino– sino para analizar, discutir, pensar los temas que aborda. Tanto Paulina como su padre tienen un punto. De acuerdo a la ideología de cada uno, el espectador coincidirá más con uno o con otro, pero irá de la mano del texto recorriendo los barrios del pensamiento, ponderando los argumentos de los dos. Después de este prólogo extraordinario empieza la película, los hechos de la película. Paulina, efectivamente, se va a dar clases a la escuela rural y una noche, volviendo de la casa de una amiga en moto, es violada por una patota. Y el conflicto central es qué hace ella con eso que le pasa, con eso que le hicieron, y qué hacen su padre y su novio (Esteban Lamothe). Es difícil profundizar el análisis sin caer en el terreno del espoiler, pero creo que puedo decir que Paulina no quiere denunciar a sus atacantes porque, fiel a sus ideas progresistas, considera que ellos son tan víctimas como ella; su padre y su novio, en cambio, no comparten ni comprenden esta actitud. El espectador no quedará indiferente y no hubo pocos que salieron del cine irritados, pero el texto está planteado con tanta inteligencia que alienta polémicas que por otra parte son muy actuales: el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo aún cuando esa decisión a un hombre –a un padre, a un novio– le parezca monstruosa, hasta qué punto la violencia de género es un tema individual y hasta qué punto es social, y muchos más. Evidentemente Mitre tiene esa antena que le transmite lo que decir, como cantaba Charly García, porque de la misma manera que El estudiante fue filmada en la Universidad de Buenos Aires en los días de la muerte de Néstor Kirchner y logró capturar todo ese ambiente, La patota se estrena en un momento en el que los temas de género y en particular la violencia contra la mujer están en la agenda pública como nunca. Tanto El estudiante como La patota estimulan el debate pero sin dejar de jugársela. El final de El estudiante –Roque diciendo que no, como los héroes que dicen “no” cuando todos dicen “sí"– es jugado y el de La patota –ese diálogo último y las imágenes durante los títulos finales– también. La patota es una remake de una película dirigida por Daniel Tinayre y escrita por el español Eduardo Borrás, en la que Paulina (interpretada por Mirtha Legrand) no enseña política sino filosofía y la ideología que la mueve tampoco es política sino religiosa. Se pueden decir mil cosas acerca de La patota de Santiago Mitre: yo me quedo con la idea de que el progresismo de Paulina-Fonzi se parece mucho a la religión.
El que no confía en el cine es Colin Trevorrow, director de la cuarta entrega de la franquicia Jurassic Park. Lo dice casi textualmente uno de sus personajes. Ahora en la isla Nublar funciona un parque de dinosaurios (aquel que soñó hace 22 años John Hammond) y los experimentos genéticos se intensificaron. “A la gente ya no la impresionan los dinosaurios”, dice Claire (Bryce Dallas Howard), la jefa de operaciones del parque. “Ahora quieren monstruos más grandes y más espectaculares.” Por eso crearon al Indominus Rex a partir de una mezcla de distintas clases de dinosaurios. El Indominus Rex se escapa y desatará el caos en la isla. Pero no es cierto que a la gente ya no le impresionen los dinosaurios, como tampoco es cierto que hayan sido los dinosaurios lo que le impresionó a la gente que vio Jurassic Park cuando se estrenó en 1993. Sí es cierto que esa película inspiradísima de Steven Spielberg desató la dinomanía -como la Batman de Tim Burton había desatado la batimanía cuatro años antes-, pero esas son cosas que no tienen nada que ver con el cine. De hecho, una de las mejores escenas de Jurassic Park no tiene dinosaurios: es aquella en la que un auto sin conductor persigue al Dr. Alan Grant y a Tim árbol abajo. Una idea genial, dos personajes que nos importan y un montaje preciso. Me chupan un huevo los dinosaurios. Hay otro momento de Jurassic Park que es interesante en otro sentido. Lex se refiere a un dinosaurio como un “monstruo” y el Dr. Alan Grant la corrige: “no son monstruos, son animales”. Porque Jurassic Park no era una película “de monstruos”. Jurassic World, en cambio, sí. Es una película de monstruos que incluso en gran parte de las escenas de acción pelean entre ellos y no contra un humano. Quizás lo peor de Jurassic World sea la oportunidad perdida. Es cierto que Trevorrow no es Spielberg, pero Joe Johnston tampoco y había hecho una muy digna Jurassic Park III gracias al magnetismo de Sam Neill -o quizás simplemente amamos al Dr. Alan Grant- y a unas escenas de dinosaurio-ataca-humano muy entretenidas y ocurrentes. Y Jurassic World tenía algo a su favor: la idea de una isla repleta de gente podía engendrar grandes momentos. Pero la película tiene una primera mitad con personajes muy poco interesantes (Claire es el personaje que odia a los niños pero nada que ver con el Dr. Alan Grant; ¿mencioné que amo al Dr. Alan Grant?) y una segunda que, salvo un par de momentos, no es más que un show-off de CGI. Viendo al monstruo acuático -de lo mejorcito- recordé Piraña (Alexandre Aja, 2011), una película de monstruos, con CGI, que es todo lo que esta película debería haber sido y no fue: un bloodfest autoparódico y salvaje. Si no vas a ser Spielberg, tenés que ser Piraña. Jurassic World no es ninguna de las dos cosas.
En la sinopsis de El otro lado del éxito resuena la trama de aquella otra película del director Olivier Assayas que fue, en muchos casos, nuestra puerta de entrada a su filmografía: Irma Vep, extraordinaria, con la hongkonesa Maggie Cheung haciendo de sí misma. Pero en esta historia de una actriz veterana que ensaya un papel complicado en un pueblito de Suiza con la ayuda de su asistente hay menos de Irma Vep que de, por ejemplo, Persona, de Ingmar Bergman, y aunque El otro lado del éxito es más luminosa que el dramón oscuro del sueco, en última instancia también habla de las mujeres, lo femenino y el paso del tiempo. Maria Enders (Juliette Binoche) acaba de aceptar un papel en la misma obra que veinte años atrás la lanzó al estrellato, aunque obviamente en otro rol. La obra cuenta la relación tortuosa entre una mujer madura y una joven ingenua de la que se enamora. Hace veinte años ella era la joven ingenua; hoy es la mujer madura. La actriz que hace veinte años hizo de mujer madura se suicidó poco después. Dicen que su método de actuación anticuado contrastaba con el de la fresca y moderna Maria. Con todas las dudas y las inseguridades, sin terminar de aceptar del todo que ahora es ella la que sucumbe ante la juventud inasible de su objeto de deseo, ensaya el papel con la ayuda de su asistente Valentine (una mágica y misteriosa Kristen Stewart). Las dos interpretan los diálogos de la obra y conversan también acerca de los personajes y de la vida. Casi toda la película -lo mejor de la película- es la relación entre ellas dos. La puesta en escena de Assayas nos lleva a confundir por momentos cuándo están dialogando ellas y cuándo están interpretando los diálogos de la obra pero no hay ambigüedad: es claro el juego de espejos, las similitudes, las diferencias entre la vida y la obra, la tensión sexual. Es tan potente el dúo Binoche-Stewart que opaca un poco a la tercera pata de la historia: la actriz que interpretará el papel que hizo Maria Enders de joven, la que volverá loca a su personaje con su juventud impetuosa. Se trata de una hermosa actriz norteamericana, una estrella de Hollywood con una vida turbulenta, víctima y protagonista de la prensa amarilla, que actúa en blockbusters de superhéroes pero tiene interés en el teatro. Su nombre es Jo-Ann Ellis y la interpreta Chloë Grace Moretz, en una decisión audaz de casting, que entra en escena con un delicioso conjunto de clips que mira Maria en YouTube pero hacia el final se desinfla. La película es Binoche-Stewart. Assayas es tan honesto y confía tanto en lo que quiere contar, que hasta se da el gusto de poner en boca de Valentine una defensa al cine de superhéroes, al cine que supuestamente es el opuesto al que está haciendo. “Su personaje es estúpido”, dice Maria después de ver la película que protagonizó Jo-Ann. Y Valentine, con una remera de Batman, le contesta: “¿Porque transcurre en una nave espacial? Si fuera en una granja o en una fábrica, te encantaría.” A diferencia de ese mexicano de cuyo nombre no quiero acordarme, Assayas tiene la inteligencia de plantear preguntas en lugar de propinar respuestas sin temor a que su discurso parezca endeble porque confía en él, confía en nosotros y confía en el cine.
Los videoclubes de los ‘80 y los extintos cassettes VHS son sinónimo para mí de películas de terror. Ví también en ese soporte las Indiana Jones, las Terminator y las Volver al futuro, pero cuando tenía 9, 10, 11 años y los sábados a la mañana iba con mis viejos al videoclub Estilo de Mendoza y Ávalos, me dirigía a la sección de terror y me quedaba un rato largo ensuciándome los dedos con las cajitas de cartón repletas de zombies, vampiros, asesinos seriales y -voy a confesarlo- chicas con poca ropa. Fui fan del terror y creo que es lo que más extraño de mi infancia. Con el tiempo, el género fue cayendo en la autoconsciencia y la parodia a la vez que yo fui cayendo en la cinefilia. La combinación de ambas cosas nos fue distanciando. Hoy el terror sigue dando dividendos, las distribuidoras locales estrenan pequeñas peliculitas del montón que sin actores conocidos ni directores de renombre pueden vender bastantes entradas entre los adolescentes comepochoclos. Pero más allá de algún que otro ejemplo ilustre, se nota que a Hollywood le cuesta cada vez más asustarnos. El caso de Jessabelle es uno de tantos. Su director, Kevin Greutert, viene de la serie de películas de torture porn El juego del miedo pero acá intenta dar un paso adelante y en un punto lo logra. Jessabelle busca más la construcción de una atmósfera, los sobresaltos diseñados con prolijidad e inteligencia, y una historia bastante más elaborada que aquella elemental de las de El juego del miedo. Algo de gótico sureño -la película transcurre en Louisiana-, espíritus, tarot, una protagonista indefensa en una silla de ruedas y el encierro en una casa tenebrosa. No es un mal comienzo. Jessie (la desconocida australiana Sarah Snook, que se calza al hombro la película y lo hace muy bien) vuelve a la casa de su infancia postrada en una silla de ruedas después de un accidente en el que murió su novio. Ahí ocupa la habitación de su madre muerta. A escondidas de su padre (David Andrews, el suegro de John Connor en Terminator 3: La rebelión de las máquinas, una gran película), encuentra unos VHS con imágenes de su madre muerta y empezará a ser acechada por una presencia desconocida. La cosa funciona si uno no busca demasiada originalidad. Todo es bastante básico pero correcto. Los trabajos de Snook y del DF Michael Fimognari -especialista en el género y responsable de las imágenes de Oculus, una película mejor que esta- logran transmitir no pocos escalofríos y sobresaltos. La idea de la mujer joven y vulnerable, confinada a una silla de ruedas, en una casa de la que no puede salir, si no es el colmo de la creatividad al menos resulta una premisa con potencial para las escenas de miedo. Y hay bastantes. Pero después la trama decide ponerse más vueltera, empiezan a revelarse secretos y entra en escena novio de la adolescencia de Jessie, Preston (Mark Webber, el cantante de la banda de Scott Pilgrim). Ahí la película se pierde en unas vueltas de tuerca innecesarias -en el mejor de los casos- e inverosímiles -en el peor-, mientras abandona o se olvida de la atmósfera gótica. Jessabelle es una película de terror más de las tantas que se estrenan en Argentina: baratas y relativamente efectivas en la taquilla. Está para bajar. No es una tan mala opción para un sábado a la noche en casa.