La magia oculta Con un trabajo sorprendente de Gary Oldman, el inglés Joe Wright cuenta las horas decisivas del verano de 1940 en el que Churchill toma las riendas del Reino Unido. Hasta los que ignoramos con dedicación los detalles de la Historia sabemos que Winston Churchill fue quizás EL personaje fundamental de la Segunda Guerra Mundial (bueno, quizás después del propio Hitler), el responsable de suceder al pusilánime Neville Chamberlain y llevar al Reino Unido a la guerra, negándose a negociar con el Tercer Reich en un momento en que esta decisión era realmente peligrosa y podía llevar al país a la destrucción. El inglés Joe Wright toma los hechos fundamentales del verano de 1940, en el que Churchill toma el mando del país y le da un giro de 180 grados a la política exterior, y junto con el guión de Anthony McCarten (La teoría del todo) logra una película redonda y eléctrica, cuyos defectos –que los tiene– pasan más bien por el didactismo, la falta de ambigüedad y los límites propios del género. Aunque no habría que echarle la culpa al género testimonial: pienso en Jackie, de Pablo Larraín, que también cuenta la historia real de un personaje histórico fuerte (Jackie Kennedy) tomando un breve lapso de tiempo (los momentos posteriores al asesinato de John F. Kennedy) y consigue una película potente y singular. Como diría Miguel Ángel Russo: son decisiones. Y al igual que la Jackie Kennedy de Natalie Portman, el Churchill de Gary Oldman (fortísimo candidato al Oscar) por momentos parece demasiado caricaturesco. Sus defensores dirán que se trata de un mimetismo colosal: así eran, y el genio de los actores (y, en el caso de Oldman, de los maquilladores) está en capacidad de imitar. Pero es cierto que al principio todo parece de cartón, y no es hasta promediando la película que uno es capaz de ver ahí a un personaje en toda su profundidad y no a “alguien haciendo de”. La virtud es en parte de Joe Wright, un tipo que está lejos de ser un artista consumado o un autor, pero que maneja las clavijas de su oficio con un profesionalismo poco común. Especializado en adaptar novelas prestigiosas (en particular se destacan sus versiones de Orgullo y prejuicio y Ana Karenina), tiene la capacidad de construir una narración ágil con elementos que en otras manos podrían producir un objeto vetusto y corroído. Las horas más oscuras transcurre en palacios, oficinas, entre discursos y el sonido de las máquinas de escribir, y aún así logra transmitir emoción y tensión. Temáticamente, es prima hermana de Dunkerque, otra de las nominadas al Oscar, que transcurre en el mismo verano pero en el frente de batalla. Mientras que la película de Christopher Nolan –aun con sus virtudes– comete el error de complicar la narración como si lo que estuviera contando no bastara para conmocionar al espectador, Las horas más oscuras hace lo contrario: cuenta una historia pareciera necesitar de alguna vuelta de tuerca narrativa, de alguna magia estética, pero la cuenta con una sobriedad que sorprende. Evidentemente, la magia está, solo que no a la vista.
Clásico y moderno Clint Eastwood, 87 años, se despacha con una película singular sobre tres amigos que desbaratan un atentado, interpretada por los verdaderos protagonistas. Ayer ví 15:17 Tren a París y Todo el dinero del mundo, una después de la otra. Podemos decir que las dos son primas hermanas: están basadas en hechos reales, transcurren en Europa (en las dos vemos el Coliseo de Roma) y están dirigidas por veteranos octogenarios (Clint Eastwood tiene 87 años; Ridley Scott, 80). Y si bien la película de Scott no está mal, el contraste es notorio y la comparación subraya una de las virtudes principales de la de Eastwood: su precisión y brevedad. Pasó también con Sully: Hazaña en el Hudson, su película anterior. Es como si cuanto más viejo se pusiera, menos bullshit estuviera dispuesto a aguantar. Va a los bifes. Otro viejo que iba a los bifes, que tenía la capacidad de ir al hueso de la cuestión en dos líneas, dijo famosamente que cualquier destino consta de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. El viejo al que me refiero yo es Borges, y él hablaba del sargento Cruz; el momento, aquel en que cambia de bando al grito de “Cruz no consiente que se cometa el delito de matar así a un valiente”. 15:17 Tren a París es sobre uno de esos momentos. Tres amigos norteamericanos, dos de ellos miembros del ejército, están de vacaciones en Europa. Como cualquier joven, duermen en hostels, hacen city tours, se emborrachan, tratan de levantarse chicas. Pero en el tren de Amsterdam a París, se encuentran con su destino. Un terrorista marroquí fuertemente armado intenta perpetrar un atentado. Le dispara en el cuello a un pasajero. Luego de un breve momento de caos y pánico, entre los tres logran reducir al terrorista, salvarle la vida al hombre herido y convertirse en héroes. Eso es todo, esa es la historia. El caso real puede parecer muy cinematográfico, pero lo cierto es que el conflicto dura unos pocos minutos. No hay toma de rehenes, no hay tiroteos y todo empieza y termina entre la frontera con Bélgica y la ciudad francesa de Arras, a unos 60 kilómetros. Es un momento, pero es crucial en la vida de Spencer Stone, Alex Skarlatos y Anthony Sadler, estos pibes de 22 y 23 años. Es el momento en el que saben para siempre quiénes son, el que estuvieron esperando desde que eran chicos y jugaban a la guerra en el patio de sus casas. Eastwood toma dos decisiones estéticas muy audaces y sorprendentes en un tipo de 87 años que se caracteriza por hacer cine clásico. Por un lado, interrumpe el breve ataque terrorista con flashbacks en los que narra la vida de nuestros héroes hasta ese momento. Esto es un recurso usual, pero lo extraño acá es la brevedad del tiempo presente. 15:17 Tren a París no está contada en dos tiempos, como por ejemplo la reciénte Apuesta maestra. Casi toda la película, en realidad, transcurre en el pasado y contando esa historia de unos chicos un poco chambones, sin demasiadas luces ni talento, pero valientes y simpáticos, va tomando impulso hasta llegar al punto culminante, al instante que, igual que el del sargento Cruz, dura unos pocos segundos. Unos segundos, eso sí, que están resueltos con un nervio y una destreza en los que sí, podemos ver al veterano de 87 años y mil películas. La otra decisión audaz es la más polémica: Stone, Skarlatos y Sadler están interpretados por ellos mismos. Sí, como si Clint Eastwood hubiera dirigido una película iraní o una de Lisandro Alonso. Me gustaría saber cómo llegó a tomar esta decisión delirante para Hollywood. Lo que si sé, es que el efecto que logra es singular: son personas, no personajes. Forzosamente tienen un estilo de actuación “poco intenso” que va con la idea de que son tipos comunes, sin ningún rasgo distintivo más que el deseo (que supongo tenemos casi todos) de lograr algo especial. Y la película cuenta eso y nada más. Si uno googlea el caso, verá que hubo algunas cuestiones más, como una polémica acerca de si los empleados de la compañía ferroviaria se encerraron en el primer vagón, o si la policía francesa actuó correctamente cuando el tren se detuvo en la ciudad de Arras. Pero Clint Eastwood deja todo eso afuera, va al hueso y se despacha con una película extraña, clásica y moderna, que cuenta la historia de tres chicos comunes que, llegado el momento, pudieron convertirse en héroes.
El largo y caluroso verano La nueva película de Kathryn Bigelow, fracaso de taquilla e ignorada en los Oscar, es un extraordinario relato sobre las revueltas de 1967 en Detroit. Ya desde hace unos años, la temporada de premios es el ámbito en el que las minorías aprovechan para protestar por la subrepresentación y las injusticias que sufren en la industria de Hollywood. Quizás todo se haya intensificado a partir de la campaña #OscarsSoWhite de 2015, pero es un tema que viene de lejos, desde cuando la actriz Hattie McDaniel, hija de esclavos, se convirtió en la primera afroamericana en recibir un Oscar (por interpretar a Mammy en Lo que el viento se llevó) y el productor David O. Selznick tuvo que pedir un permiso especial para que pudiera entrar al Hotel Ambassador, donde se realizó la ceremonia de 1940, lugar en el que no admitían negros. Este año, además, todo sucede en el medio del escándalo de denuncias por acoso sexual contra distintos actores, productores y técnicos de Hollywood, y del movimiento Me Too, que seguramente será el eje de la ceremonia de los Oscar que se llevará a cabo el 4 de marzo en el Dolby Theatre. Las películas y las personas nominadas parecen haber seguido entonces los designios del clima de época (Diego Lerer ya escribió al respecto la semana pasada). Cuatro actores negros de veinte (dos hombres y dos mujeres), un director negro, una directora mujer, uno mexicano, y podemos seguir con el relevo de minorías. Las películas a observar, en este sentido, son ¡Huye!, de Jordan Peele, y Lady Bird, de Greta Gerwig. Peele es el quinto afroamericano nominado a Mejor Director y Gerwig, la quinta mujer. Parece injusto señalar todo esto, porque ambas películas merecen estar ahí por derecho propio (confieso que no ví todavía Lady Bird, pero el consenso crítico general parece indicar eso). Pero suele pasar que cuando todos caminan como pisando huevos, se les pasa por el costado lo importante. Hoy estrena Detroit: Zona de conflicto, una película dirigida por una mujer (Kathryn Bigelow, la única que alguna vez ganó un Oscar como directora, en 2009 por la excelente Vivir al límite) que cuenta una historia real de racismo y brutalidad policial: el asesinato de tres jóvenes negros en el motel Algiers durante la revuelta de 1967 en Detroit. La película fue un fracaso estrepitoso que ni siquiera recuperó los gastos, y acá la distribuidora Digicine demoró el estreno (iba a ser en noviembre) esperando alguna nominación al Oscar: no sucedió. Y sin embargo, Detroit es una película extraordinaria que recuerda un poco por la tensión que la recorre a Vivir al límite, una de las mejores de Bigelow (la Academia no siempre se equivoca), pero es mucho más compleja. A su manera, las revueltas de aquel “largo y caluroso verano de 1967” eran una bomba a punto de explotar, como las que tenían que desarmar los soldados americanos en Irak; el problema es que acá los encargados de desarmarla eran parte del problema. El lenguaje clásico del cine indica que una película debe comenzar con un plano panorámico que nos ponga en contexto: si la historia transcurre en Nueva York, empieza con un plano panorámico de algún paisaje reconocible de la ciudad. Después el plano se cierra al lugar más preciso en el que va a transcurrir la historia (un edificio, por ejemplo, pensemos en los primeros segundos de El bebé de Rosemary). Y finalmente, entran en plano los personajes protagonistas. Bigelow hace una cosa muy parecida pero no solo en términos espaciales sino de conflicto. La primera media hora de película es una especie de plano general de la revuelta. No es un plano general literal (por supuesto, hay todo tipo de planos) sino metafórico. Una revuelta es una suma de pequeños enfrentamientos: en esta esquina dos policías golpean a un joven, 30 metros más allá un pibe rompe un auto, a la vuelta unos chicos corren para protegerse detrás de un tacho de basura, y más. Y la revuelta es todo eso, que es más que la suma de las partes: una especie de organismo vivo, caótico, que amenaza con escalar hasta donde uno no imagina. Eso logra captar Bigelow, con un laburo de montaje y puesta en escena complejísimo, en esa primera media hora. Después el plano se cierra en el motel Algiers y, si se quiere, Detroit se transforma en una película un poco más convencional. Claro que el clima en el que nos situó la primera parte se mantiene y de alguna forma potencia la tensión de adentro. Ahí, desde una habitación en la que hay varios jovenes negros y dos chicas blancas divirtiéndose, uno de ellos dispara por la ventana con una pistola de cebitas para asustar a unos policías. Obviamente, es la chispa que causa la reacción en cadena. Entran los policías al hotel, le disparan a uno de los jóvenes, le plantan un cuchillo y lo dejan desangrarse. A eso siguen unas horas de tensión racial irresoluble, en las que un policía negro (John Boyega) será de alguna manera el fusible, el personaje que pivotea entre ambos mundos: si bien Detroit claramente denuncia la brutalidad policial, sobre todo encarnada en el personaje de Philip Krauss (Will Poulter), un villano completo, no tiene miedo de mostrar la violencia de los alborotadores con sus molotovs. Y eso es porque Bigelow y su habitual guionista y productor Mark Boal tienen convicciones fuertes: saben que ningún delito justifica la brutalidad policial, entonces no necesitan esmerilar a las víctimas. El resultado es una película sofisticada y potente pero que, quizás por ese mismo motivo, no prendió en la sensibilidad actual del público ni de la Academia. Da la sensación de que esta búsqueda demasiado premeditada por la diversidad termina resultando conservadora y produce películas en las que los negros cuentan sus historias y las mujeres las suyas, confinados a películas-gueto, sin atreverse a correr ningún riesgo. En ¡Huye! los negros son víctimas indefensas. En Detroit también son víctimas, pero Bigelow-Boal les dan un rol mucho más activo y combatiente. En ¡Huye! la chica blanca es solo una carnada que arrastra el joven negro a una trampa; en Detroit, las chicas blancas enfurecen a los policías blancos cuando las ven coqueteando con los músicos negros. Que esta última sea la historia que eligió contar una chica blanca es algo que debería haber merecido mayor atención en este estado de cosas.
Las cartas sobre la mesa Aaron Sorkin debuta en la dirección con una historia de ascenso y caída en el mundo del poker clandestino que es una síntesis de sus virtudes y defectos. En una de las escenas finales de Apuesta maestra, la protagonista Molly Bloom (Jessica Chastain) dialoga con su padre Larry (Kevin Costner) en un banco del Central Park, de noche. Se reencuentran después de muchos años de estar alejados. Ella está esperando que su abogado Charlie Jaffey (Idris Elba) logre un buen arreglo con el fiscal que la acusa de haber montado el juego de poker clandestino más grande de los Estados Unidos y de tener contactos con la mafia rusa; él es un psicólogo que la sobreexigió cuando era adolescente (a ella y a sus dos hermanos) y ahora quiere recomponer la relación y ayudarla. La escena es larguísima, dura casi ocho minutos, y es un duelo verbal entre dos personas muy inteligentes, que se chicanean pero en el fondo se quieren. En un momento, Larry le dice a su hija: “Vamos a hacer tres años de terapia en tres minutos, voy a hacer lo que todos los pacientes siempre les piden a los terapeutas que hagan: te voy a dar todas las respuestas”. A esa línea de diálogo, ante la que cualquiera que haya hecho un poco de terapia seguramente sonreirá amargamente, le sigue un ida y vuelta que por un lado es delicioso en sí (realmente lo seguimos como si viéramos un partido de tenis) pero por el otro, si lo miramos en el contexto de la historia, es demasiado explicativo. Larry (es decir, el director y guionista Aaron Sorkin, que es quien escribe ese diálogo) nos está dando todas las respuestas. Y si bien es cierto que eso es lo que queremos como pacientes, no necesariamente es lo que queremos como espectadores. Sorkin sabe de diálogos ácidos, agudos e ingeniosos, y la escena captura nuestro interés a pesar de su extensión ridícula. Pero al final, claro, hace una de más, y Larry dice: “Es gracioso cuánto más rápido podés ir cuando no cobrás por hora”. Este comentario es típico de las virtudes y defectos de Sorkin: es demasiado inteligente, le contagia eso a sus personajes, y la tentación de demostrarlo a cada momento va en detrimento de la verosimilitud y también de la emoción. Pero, de vuelta, el resultado no deja de ser casi siempre muy interesante. Parece mentira, pero Apuesta maestra es el debut de Aaron Sorkin en la dirección de cine. El tipo ya es un veterano de 56 años, creador de la memorable e influyente serie The West Wing (1999-2006), de la más reciente The Newsroom (2012-2014), y guionista de grandes películas como Red social (2010, por la que ganó un Oscar), El juego de la fortuna (2011), Cuestión de honor (1992) y Steve Jobs (2015), entre otras. La historia que eligió no podría ser más apropiada. Basada en el libro de memorias de Molly Bloom (nada que ver con el personaje de Joyce, aunque es un nombre demasiado pesado como para soslayarlo; después de todo, gran parte de la película transcurre con la voz en off de Molly, un poco a la manera del famoso soliloquio), cuenta la historia de una chica tan inteligente como ambiciosa que después de un accidente de ski que la aleja de la competición profesional, se va a vivir sola a Los Angeles y medio de casualidad entra en el mundo de los juegos clandestinos de poker. Es la clásica historia de ascenso y caída como El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) o la más reciente Barry Seal: Solo en América (Doug Liman, 2017), o incluso Buenos muchachos (Scorsese, 1990), pero está contada en dos tiempos, alternadamente. Por un lado, el ascenso, es una película frenética con un relato en off bien sorkiniano en el que Molly Bloom se luce con sus comentarios sarcásticos y, si miramos el vaso medio vacío, un poco sobreescritos. Cuando Molly se pelea con Player X (Michael Cera), un actor muy famoso que participa de su juego y que atrae a muchos otros jugadores por su fama, dice “I couldn’t loose to that green-screened little shit”. Posible traducción: “No podía perder contra esa mierdita de pantalla verde”, haciendo alusión con esa palabrita doble (green-screened), gracias a la magia del inglés, a la técnica audiovisual del croma, en la que se filma a un actor con una tela o pared verde atrás y después en la posproducción se agregan los escenarios. Una manera extraordinaria y muy concisa de basurear al personaje. Por el otro lado, alternadamente, Sorkin narra la relación entre Molly y su abogado cuando, años después de la caída, se prepara para defenderla en el juicio. Esa otra película es igual de frenética y veloz, aunque no por el montaje o el relato en off, sino por los diálogos filosos entre ellos, de un ida y vuelta desaforado, que, otra vez, muchas veces están sobreescritos y son demasiado vivarachos. Apuesta maestra de todas maneras es una película entretenida y apasionante, con una Jessica Chastain memorable (la suya es una de las ausencias importantes en las nominaciones al Oscar) que a pesar de que muchas veces tiene que sortear esos diálogos tan difíciles, logra darle a su Molly Bloom esa mezcla perfecta de mujer fuerte y bella, que a la vez se aprovecha de su belleza pero que también es víctima de ella en ese mundo de hombres poderosos que han tomado demasiado whisky. Claramente Sorkin-director es menos potente que Sorkin-guionista, y a pesar del ritmo que logra imprimirle a la película, está lejos de esas grandes secuencias de droga y paranoia de, por ejemplo, la ya mencionada Buenos muchachos. Molly Bloom hace muchas referencias a la droga que consumía hacia el final, pero esto no pasa del plano del discurso. Apuesta maestra es entretenida, sí, pero pudo haber sido mucho mejor. Probablemente Molly y su padre, tan exigentes consigo mismos y con los demás, no la aprobarían del todo.
El tono de 120 pulsaciones por minuto es de alegría en el medio de la tragedia y Tres anuncios por un crimen, a pesar de ser una película muy distinta, carga con esa misma aparente contradicción. Mildred (Frances McDormand) es una madre cuya hija adolescente fue violada y asesinada. La policía del pueblo de Ebbing, en el estado de Missouri, no dio con el culpable, más por incapacidad que por otra cosa. La señora, obstinada, alquila tres carteles al costado de la ruta de entrada al pueblo y pone: “VIOLADA MIENTRAS MORÍA”, “¿Y TODAVÍA NO HAY NADIE PRESO?”, “¿CÓMO PUEDE SER, COMISARIO WILLOUGHBY?”. El comisario Willoughby (Woody Harrelson), para más datos, está muriendo de cáncer. ¿Cómo puede esta historia tener humor? El director y guionista Martin McDonagh se las arregla para observar ese ecosistema pueblerino con una mirada ácida, con una misantropía que nunca termina en el cinismo. Tal vez en ese equilibrio esté lo fascinante de esta película tan curiosa, porque si es por lo demás, no nos va a dar lo que esperamos: hay un crimen y hay policías, pero esto no es un policial y no hay una investigación. El problema es que McDonagh por momentos pierde el equilibrio. Hay dos escenas en las que hace una de más, como el delantero que por gambetear al arquero la tira afuera. Hacia la mitad de la película pasa algo sorpresivo y trágico. Después, corte al personaje del policía racista Dixon (Sam Rockwell, de lo mejor de la película) escuchando “Chiquitita” de ABBA con unos auriculares y muy compenetrado. Está claro que hay una intención demasiado manifiesta por suavizar el golpe de la escena anterior, pero el resultado es tonto y artificial. A la inversa, en el único flashback de la película, cuando vemos la última charla entre Mildred y su hija Angela (Kathryn Newton), hay un esfuerzo por subrayar artificialmente una tragedia que no hacía falta subrayar, apelando a una discusión entre ellas que además resulta bastante inverosímil (no por la discusión en sí, sino por lo que se dicen). Tres anuncios por un crimen da volantazos entre la tragedia y la comedia sin demasiado control y a veces termina en la banquina. A veces los finales pueden resignificar toda una película. Este es realmente desconcertante (de esos finales que mucha gente va a odiar) y redondea una película extraña e imperfecta que probablemente hable menos sobre la justicia que sobre el enojo que provoca la injusticia.
Es probable que para muchos de mi generación el primer contacto con el HIV (en aquel momento le decíamos SIDA, sin más) haya sido la muerte de Freddy Mercury en noviembre de 1991 y el famoso concierto homenaje y “de concientización sobre el SIDA” que se hizo unos meses después en abril de 1992. Lo ví por la tele porque me gustaba Guns N’ Roses, un poco Metallica también y hay que decir que “More Than Words” del one-hit wonder Extreme era una canción irresistible. Pero esas imágenes de Wembley quedaron asociadas para siempre al doble descubrimiento del sexo (yo tenía 14 años) y de que el sexo podía ser peligroso. Dos años después, ya entregado a la cinefilia, ví en el cine Y la banda siguió tocando, un docudrama hecho para televisión que por su tema “importante” se estrenó en salas y contaba la historia verídica del descubrimiento de la enfermedad por parte del epidemiólogo Don Francis (Matthew Modine) en una aldea de Zaire. Lo único que recuerdo de esa película -que probablemente no tuviera demasiado valor cinematográfico- era el montaje final con imágenes de distintas celebridades que habían muerto a causa del HIV con “The Last Song” de Elton John de fondo. Quizás a simple vista parezca fuera de lugar traer esa película para hablar de 120 pulsaciones por minuto, porque la película de Robin Campillo no solo ganó el Gran Premio del Jurado y el premio FIPRESCI en el último Festival de Cannes sino que además está rodeada por un aura cool que va desde el intensísimo trabajo del argentino Nahuel Pérez Biscayart hasta la música electrónica de Arnaud Rebotini. Pero dentro de ese envoltorio (bueno, quizás sea algo más que un simple envoltorio) hay un película con un espíritu testimonial y didáctico muy similar al de aquel docudrama de los '90. Suena peyorativo pero es todo lo contrario. Campillo y su coguionista Philippe Mangeot cuentan sus experiencias cuando militaban en ACT UP a comienzos de los años '90 en París. ACT UP (AIDS Coalition to Unleash Power) era una organización dedicada a informar sobre el HIV y protestar contra el modo en que el Gobierno de François Mitterrand manejaba la crisis. Su lema era “silencio = muerte”. Es evidente que Campillo y Mangeot privilegiaron la información y la fidelidad a los hechos. Lograron así una película prácticamente educativa. Cada escena revela distintos aspectos políticos acerca de la situación de la epidemia en París a comienzos de los '90: la homofobia de las campañas gubernamentales, el escándalo de la sangre infectada del Centro Nacional de Transfusión de Sangre, la desesperación de los enfermos ante la reticencia de los laboratorios a informar sobre los avances, las internas entre las distintas organizaciones en cuanto a las estrategias a seguir (aprendemos sobre la rivalidad entre ACT UP, más confrontativa, y AIDES, más conciliadora), las relaciones entre los infectados y los no infectados, y unas cuántas cosas más. Dije que Campillo y Mangeot privilegiaron la información, pero no es del todo cierto porque no renunciaron por eso a hacer una película y valerse de todos los recursos cinematográficos para contar una historia potente y con un ritmo que el título (120 pulsaciones por minuto) describe a la perfección. La primera secuencia es un ejemplo perfecto. Un grupo de militantes irrumpe a la fuerza durante una presentación de la Asociación Francesa de Lucha contra el SIDA y mientras Sophie (Adèle Haenel), una de ellas, da un discurso de barricada, otro le arroja una bombucha con sangre falsa al director, armando un escándalo. Luego de eso, todos ellos debaten acerca de la acción: algunos la juzgan demasiado violenta, otros creen que es la forma perfecta para llamar la atención. Lo interesante, además del pulso de Campillo con la cámara y el extraordinario trabajo de los actores (sobre todo en las escenas de debate que recuerdan otras grandes películas como El estudiante, por ejemplo), es que ambas escenas están contadas con un montaje paralelo y a medida que los jóvenes se cuestionan acerca de la acción, la vamos viendo desarrollarse. Esta decisión de Campillo es lo que hace que la película sea mucho más que una obra meramente testimonial. También le da potencia a la película la historia de amor entre Sean (Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois), un joven que no está infectado pero milita en ACT UP. Sin que pase nunca al primer plano (porque no es jamás fuente de conflicto), es parte importante de la alegría que contagia la película. Porque el tono general de 120 pulsaciones por minuto, a pesar de que casi todos sus personajes están enfermos y sus cuerpos son bombas de tiempo (parece mentira hoy, pero en esa época el HIV era realmente mortal), es de alegría y vitalidad y parece seguir esa máxima de Jauretche que decía que “nada grande se puede hacer con la tristeza”.
Cuestión de tamaño La última película de Alexander Payne empieza bien a pesar de la premisa tan ajena al director, pero termina en un delirio ecologista difícil de soportar. La idea de un personaje que reduce su tamaño hasta transformarse en un pequeño ser de unos pocos centímetros de altura ha sido explorada varias veces por el cine. Las primeras dos películas que uno recuerda son de los ‘80: Querida, encogí a los niños, de Joe Johnston, y Viaje insólito, de Joe Dante. Esta última estuvo inspirada en el clásico de culto los '60 Viaje fantástico, de Richard Fleischer. Quizás la más compleja de todas (por sus connotaciones políticas) sea El increíble hombre menguante, de Jack Arnold, sobre la novela de Richard Matheson. Y en los últimos años tenemos la muy divertida Ant-Man: El Hombre Hormiga, de Peyton Reed, cuya secuela llegará a los cines este invierno. Y no quiero dejar de mencionar, también, aquellos capítulos de El Chapulín Colorado en los que tomaba su pastilla de chiquitolina. Todos estos ejemplos son bastante diversos, pero tienen una cosa en común (además, obviamente, de su tema): pertenecen al universo de la ciencia ficción y de la comedia. Algunas son más comedia, otras son más ciencia ficción, pero todas exploran a su manera las aventuras de un personaje que tiene que enfrentarse a un mundo de tamaño gigantesco. Porque la gracia, en general, no pasa por el personaje que se vuelve diminuto, sino por su relación con ese mundo que se vuelve inmenso y monstruoso. Por eso, en un principio, el argumento de Pequeña gran vida parece muy extraño para ser el de una película de Alexander Payne. (Una digresión: Pequeña gran vida es el horrendo título en castellano de Downsizing, cuya traducción literal sería “reducción”, aunque también se refiere a la “reducción de personal” o “achicamiento” de una empresa, y esta es una connotación que seguramente Payne quiere dar a propósito.) Si bien el director oriundo de Nebraska no es para nada ajeno a la comedia, su humor suele estar relacionado con situaciones de la vida cotidiana y es más bien melancólico. Pero la curiosa alquimia funciona muy bien durante los primeros 40 o 50 minutos de película. Paul Safranek (Matt Damon) es un típico personaje de Payne: un terapista ocupacional que vive en Omaha (ciudad donde nació Payne y donde transcurren casi todas sus películas), que ya pasó el umbral de la mitad de su vida y se está dando cuenta de que esa vida no ha sido (o no está siendo) todo lo que hubiera querido. Vive con su mujer Audrey (Kristen Wiig), no tienen hijos, y ganan lo mínimo indispensable para vivir al día sin muchos lujos. Pero en ese futuro inmediato (o presente alternativo), los científicos descubrieron la posibilidad de reducir a los seres vivos a un tamaño minúsculo. El objetivo era en un principio ecológico: con un planeta superpoblado y con recursos naturales arrasados, si toda la población se reduce en un 2000%, consumirán menos espacio, menos comida y también se producirán menos deshechos. Pero los que eligen “reducirse” suelen tener motivaciones más egoístas: un dólar en el mundo normal equivale a unos 50 en el mundo en miniatura, y los que llevan una vida apretada, si se miniaturizan podrán vivir como millonarios, en mansiones gigantes, con comida ilimitada, en barrios privados construidos para eso. Obviamente, el que se miniaturiza no podrá volver jamás a su tamaño normal: es una decisión irreversible. La presentación de este mundo le toma a Payne poco menos que la mitad de la película, y es lo mejor y gran ejemplo de lo que significa un autor: en un género totalmente ajeno, cuela con sencillez sus obsesiones. “Achicarse” significa reconocer definitivamente que tu vida fue un fracaso, resignarte a ese fracaso, como les sucede a Paul Giamatti y a Matthew Broderick al final de Entre copas y La elección, por ejemplo. Y el humor, en este caso, no proviene tanto de situaciones físicas como sucede en este tipo de películas, sino más bien de la humillación del proceso: la escena en la que las enfermeras levantan los cuerpos recién reducidos con espátulas es brillante, de un humor extraño y medio inclasificable. Nos reímos de eso como nos reímos de Matthew Broderick con el ojo hinchado por la avispa. Pero cuando Paul Safranek se “achica” y se va a vivir a Leisureland (“la tierra del ocio”), una comunidad para gente pequeña repleta de comodidades, empieza otra película. Deprimido por algo que no puedo contar para no espoilear un plot twist importante (inteligentemente escamoteado en el trailer), conoce a Ngoc Lan Tran (Hong Chau), una activista vietnamita que fue reducida contra su voluntad por el gobierno, y al playboy serbio Dusan Mirkovic (Christoph Waltz), que con ayuda de su familia fracciona y trafica alcohol del mundo normal al mundo de los pequeños. Así, entre el compromiso político y el hedonismo egoísta, Paul vivirá una aventura que lo llevará a Noruega, a encontrarse con el Dr. Jørgen Asbjørnsen (Rolf Lassgård), el inventor del procedimiento de reducción, hoy líder de una comunidad de rebeldes. Como pueden adivinar, acá sí la película se va para un lugar totalmente ajeno a Payne, como si él y su habitual colaborador en los guiones Jim Taylor estuvieran subidos a una Ferrari descontrolada y escribieran un cadáver exquisito. Dentro del delirio político-ecologista, hay algunos goles: la dupla de Christoph Waltz y Udo Kier, la extraordinaria Hong Chau (nominada al Globo de Oro y fuerte candidata al Oscar) y algunos momentos del final, en los que se deja ver el talento de la dupla Payne-Taylor para redondear una historia que venía muy desprolija. De todas formas, el resultado final de Pequeña gran vida es más bien una decepción. Y aunque a veces el delirio y el desorden pueden originar momentos mágicos, acá predomina el desconcierto y el hastío por una historia que avanza por caminos perdidos y no termina más.
Amores que matan Good Time: Viviendo al límite es un thriller sobre dos hermanos, uno de ellos discapacitado, que no termina de estar a la altura de su gran prólogo. Una de las virtudes de Good Time: Viviendo al límite es a la vez su mayor defecto. Son tan potentes los primeros 20 minutos (previos a la secuencia de títulos), y en particular la primera escena, que cuando la película empieza verdaderamente y vemos que va por otro lado, aunque mantiene el ritmo frenético del comienzo, en ningún momento nos terminamos de resignar a que la película sea otra. En esa primera escena está Nick Nikas (un sorprendente Benny Safdie, además codirector de la película junto a su hermano Josh), un joven que sufre una cierta discapacidad mental, dialogando con un psiquiatra (Peter Verby). El médico le hace preguntas para ver hasta dónde llega su discapacidad (“¿qué significa la expresión ‘más vale pájaro en mano que cien volando’?”, por ejemplo) y Nick responde con mucha dificultad. La cámara de los hermanos Safdie se cierra en el rostro y la mirada triste de Nick, que transmite la impotencia insoportable de saber que no está pudiendo entender del todo lo que le preguntan. Justo cuando vemos rodar una lágrima por su rostro inexpresivo, entra a la oficina con violencia Connie Nikas (Robert Pattinson en un papel consagratorio), su hermano, que se lo lleva del lugar ante las protestas del psiquiatra, que dice que esa no es manera de ayudarlo. Pero Connie adora a Nick, aunque su amor rotundo e incondicional sea en el fondo inconveniente para ambos. Ese parece ser el tema principal de las películas de los hermanos Safdie, ya sean thrillers como este o historias más indies familiares como la extraordinaria Go Get Some Rosemary, que se vio en el BAFICI hace siete años: la historia de un padre con dos hijos pequeños, un padre pésimo pero que los ama; una película tierna y dura a la vez, si eso fuera posible. Digo que Good Time es un thriller porque apenas Connie “rescata” a Nick de su terapeuta, lo lleva a robar un banco. Obviamente el robo va a salir muy mal, un poco por la pésima organización de Connie y otro poco por la torpeza de Nick, y después de unos minutos frenéticos y veloces musicalizados por el excelente Oneohtrix Point Never (el mismo de Adoro la fama, de Sofia Coppola), el hermano débil terminará preso. Recién ahí, a los 20 minutos de película, vienen los títulos. Después la película es otra, o quizás no: se mantiene el ritmo, la música, los personajes desangelados y algo torpes (brilla la adolescente negra interpretada por la debutante Taliah Lennice Webster), el tono de la imagen granulada y de neón al estilo Taxi Driver, pero desaparece Nick y, con él, esa relación de hermanos que había amagado con ser el centro de la película. Es cierto que en algún punto sigue siendo el centro, aunque fuera de campo: lo que sigue es el intento de Connie por sacar de la cárcel a su hermano, con tretas cada vez más torpes que lo van hundiendo en problemas cada vez mayores. El final de la película es circular, casi perfecto, y recupera la potencia del comienzo dando la ilusión de una película extraordinaria, honesta, contundente y consecuente. Pero al menos a mí me quedó el regusto amargo de que no terminó de estar a la altura de su prólogo.
Un secuestro En defensa propia es la nueva película de acción de Bruce Willis, sin pretensiones ni tampoco demasiados resultados positivos. El mejor momento de En defensa propia llega en una escena de la segunda mitad en la que el secuestrador bueno (Gethin Anthony, Renly Baratheon en Game of Thrones) le da un par de lecciones al niño que tiene secuestrado (el debutante Ty Shelton) sobre cómo lidiar con los bullies. No es que sea demasiado: la película es tan floja en su trama policial, en sus vueltas de tuerca de suspenso y en sus escenas de thriller, que ese momento intimista brilla y se destaca aún estando lejos de otros exponentes de ese subgénero como por ejemplo la extraordinaria Un mundo perfecto, de Clint Eastwood. Pero la comparación es un poco injusta, porque la película de Steven C. Miller no tiene más pretensiones que las de ser un pasatiempo clase B. Will Beamon (Hayden Christensen) es un financista que decide llevar a su pequeño hijo Danny (Shelton) a cazar al bosque en el que cazaba en su infancia para “endurecerlo” y que aprenda a defenderse de los bullies que lo acosan en el colegio. Pero en medio del bosque, los dos son testigos de un conflicto entre dos delincuentes que termina con uno de ellos muertos y el otro herido. Después de algunas vueltas morosas y no del todo verosímiles, el delincuente herido secuestra a Danny. Will entonces tiene que recuperar la llave de una caja fuerte que contiene un botín, para poder recuperar a su hijo; y el Jefe de Policía Marvin Howell (Bruce Willis), le complicará el plan. Esta es la tercera colaboración entre Miller y Willis, que venían de hacer Extraction (no estrenada en Argentina) y El gran golpe; una dupla que está lejos del atractivo de otras del estilo como Tom Cruise-Doug Liman o Liam Neeson-Jaume Collet-Serra, por nombrar dos contemporáneas que dieron grandes películas de acción que sin ser obras maestras ni pretender innovar demasiado en el lenguaje, funcionan con ingenio e ideas. No sucede nada de esto en En defensa propia, porque el flojísimo guión de Nick Gordon se pierde en una trama compleja y previsible a la vez, la peor combinación posible. Para que se den una idea, el secuestro de Danny llega recién a los 40 minutos de película, luego de una bastante buena persecución en el bosque. Todo lo anterior es una especie de prólogo tedioso y demasiado extenso, y lo que viene después, una resolución que todos los que vimos alguna película de secuestro en la que el secuestrador tiene buenas intenciones, sabemos por dónde va a ir. En el medio, esa persecución en el bosque, un trabajo a reglamento de Bruce Willis, un Hayden Christensen que nunca se recuperó de su horrible Anakin Skywalker (más allá de la interesante El fabulador, sobre el curioso caso de Stephen Glass) y un pueblo repleto de policías corruptos que debería provocar la incomodidad de hacernos sentir que todos los personajes están en peligro, un poco al estilo de La violencia está en nosotros, pero que es apenas un rejunte de habitantes ni siquiera demasiado excéntricos. Quizás el más grande personaje de Bruce Willis, y por el que muy probablemente sea recordado, sea el John McClane de Duro de matar. Pero más allá de esa franquicia (la última de la serie se estrenó en 2013 y quizás venga alguna más en el futuro), Willis brilla en otra clase de películas: Tiempos violentos, Sexto sentido, las dos Sin City, Doce monos y dos que vienen: la remake de El vengador anónimo dirigida por Eli Roth, y Glass, la secuela de El protegido, de M. Night Shyamalan. Con tremenda filmografía, resulta al menos curiosa su participación en películas como En defensa propia (u otra estrenada este año, Secuestro en Venice), todas mediocres, sin pretensiones ni demasiados resultados.
Solar es dos películas en una, las dos extraordinarias pero que se eclipsan la una a la otra. La secuencia introductoria es perfecta y pertenece a una de esas dos películas. Vemos imágenes de un hombre que se graba a sí mismo en un viaje, de forma amateur. No entendemos quién es ni qué está haciendo. Habla acerca de la cámara que le prestaron, con la que está grabando esas imágenes. Al final, con la imagen de una ciudad nocturna vista desde el avión (probablemente Buenos Aires), escuchamos un diálogo telefónico entre él mismo y un tal Manuel (que no es otro que Manuel Abramovich, el director de la película que estamos viendo). Manuel le dice que le gustaría filmarlo, que no alcanza con que él se filme. Que ya grabó escenas con su madre y su hermano, pero necesita grabar algunas con él. “No lo sé, dejame sentirlo, tengo que ver la parte operativa”, contesta el hombre. Y vamos al título. Una de las películas es esa: un documental sobre un tipo que no se deja dirigir por el director y que exige todo el tiempo ser él mismo quien dirija la película. Pero ese tipo, que se llama Flavio Cabobianco, es fascinante como sujeto de un documental. A los 10 años publicó el libro Vengo del sol, que fue un best seller, y con él recorrió todos los programas de la época: fue a Hola Susana, a Graciela y Andrés (el programa de Graciela Alfano y Andrés Percivale), a El show de Cristina, estuvo con Badía y con Silvina Chediek. Ahí, esa especie de niño superdotado y a la vez con un aura sobrenatural y medio new age, contaba que todos los seres humanos veníamos del Sol, que él era de los pocos que podían recordar su vida previa a su nacimiento. ¿Qué fue de la vida de ese niño hoy? ¿Qué rol jugaron en su vida, y en el libro, su madre y su hermano? Esa es la otra película. Hacia el final de Solar, Abramovich capta un diálogo extraordinario entre Marcos, el hermano de Flavio, y la madre de ambos. En ese diálogo se ponen al descubierto los conflictos familiares ocultos detrás de aquel libro famoso y de la gira mediática de los hermanos (Marcos acompañó a su hermano a los programas). Esa escena y una posterior en la que Flavio y el director suben una montaña y conversan, dejan entrever que fue la madre la que influyó en sus dos hijos para lograr un objetivo quizás económico, o tal vez apenas de reconocimiento mediático. Pero esa otra película queda insinuada, y esa insinuación despierta el interés del espectador, que no termina satisfecho. Al final, no terminamos sabiendo demasiado acerca de la familia Cabobianco, o no lo suficiente. Y ese diálogo en el que Flavio compara su libro con la película, en el que se interroga acerca de quién es el verdadero autor de uno y de la otra, genera una especie de cierre ilusorio: no es lo mismo la historia del libro que la de la película. En el primero, adivinamos una madre manipuladora, columna vertebral de una familia disfuncional; en la segunda, nos interrogamos acerca de quién es el autor de un documental. Son dos cosas igualmente interesante, pero completamente distintas.