Gol de mujer Hoy partido a las tres es una película con una energía desbordante sobre los escarceos amorosos entre las chicas de un torneo de fútbol femenino. Casi toda la película transcurre en un solo día en un pueblo de Corrientes durante los preparativos y el desarrollo de un torneo de fútbol femenino organizado por un candidato a intendente. La cámara de Clarisa Navas se mueve entre los personajes con curiosidad y una energía desbordante que nos hace olvidar por momentos que todo se sucede en un solo lugar: un potrero embarrado en un pueblo perdido del litoral. Las protagonistas son todas las jugadoras, que discuten, toman tereré, hacen jueguitos, se hacen bromas y también intentan levantarse a otras de las jugadoras que vienen de otros pueblos. Casi todas (¿o todas?) son lesbianas, y uno percibe que están ahí también porque tienen eso en común, además de sus ganas de jugar al fútbol. (De hecho, algunas parece que no tienen tantas ganas.) Hay unos pocos hombres en la película. Está el entrenador, un personaje simpático al que ninguna le lleva mucho el apunte; el presentador, un pelado ridículo y chupamedias del candidato; el propio candidato, también bastante ridículo; el novio de una de las chicas, la única que parece hétero aunque no lo es tanto; y hacia el final, un grupo de acosadores que le da a la película la única veta amarga. Su introducción es muy inteligente: Navas había construído un mundo amable para las chicas porque era endogámico, pero decide hacia el final echar una gota de realidad, apenas una gota, que tiñe todo de gris como si se echara una gota de pintura negra en un tarro de pintura blanca. Hoy partido a las tres tiene humor y ternura, algunos personajes encantadores, y la voluntad de contar una historia que es menos sobre homosexualidad en sí que sobre personajes que resulta que son homosexuales. El conflicto no pasa por ahí, aunque la presencia de los hombres que les gritan hacia el final es una toma de posición fuerte de Navas: no quiere contar los conflictos, pero considera deshonesto ignorar su existencia.
Un cuento chino En El futuro perfecto, la alemana residente en Argentina Nele Wohlatz cuenta la historia de una inmigrante china y su relación con el lenguaje. Una de las formas de definir la identidad es a través del lenguaje. Somos seres sociales porque compartimos un lenguaje, una forma de hablar. Con esta idea como norte, la alemana que vive en la Argentina Nele Wohlatz cuenta la historia de Xiaobin (Xiaobin Zhang), una inmigrante china, y su improbable relación con Vijay (Saroj Kumar Malik), un indio que también llegó al país hace poco y no domina el castellano. El futuro perfecto es una película de ficción, aunque los elementos que la componen forman parte de la realidad más prosaica: Wohlatz conoció a Xiaobin en un curso de castellano y si bien la puesta es artificial, recrea la vida de su protagonista con cierta fidelidad. Al comienzo, una mujer fuera de campo le hace preguntas de su vida a Xiaobin, que las contesta en un castellano muy deficiente. Ese es el punto de partida del relato, que luego alterna escenas cotidianas de la joven intentando sobrevivir en los diferentes trabajos o relacionándose con distintas personas, y escenas del curso de castellano. Es bastante interesante el resultado porque si bien la historia tiene cierta melancolía (los padres de Xiaobin no quieren que ella se integre a la comunidad porteña, la echan de algunos trabajos, la relación con Vijay no es la que espera), el tono es de un humor seco y tierno a la vez, despojado de toda clase de melodrama. Creo que ayuda a eso el hecho de que toda la película esté hablada en un castellano extraño, en esa media lengua que usan Xiaobin y Vijay para comunicarse entre sí y con el resto. Como esos diálogos de Martín Rejtman que parecen mal actuados pero que, por el contrario, están pensados con un tempo y una entonación precisos. El relato avanza y lo que parecía una historia cotidiana adquiere cierto vuelo narrativo, cuando la relación entre Xiaobin y Vijay da un vuelco inesperado. Lo que sucede al final termina de plasmar una extrañeza que estaba desde el comienzo, como adormecida, y seguramente dividirá aguas. Por un lado, puede parecer un artificio para extender el metraje a un poco más de una hora. Pero por el otro, transforma a la película en un objeto diferente, un poco más ambicioso, y sin dudas fascinante.
El torre oscuro La adaptación cinematográfica de La torre oscura, de Stephen King, pierde toda la épica y la transforma en una película confusa y delirante. El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él” quizás sea el equivalente pop de “Durante mucho tiempo me acosté temprano”. Esa oración, que es además el primer párrafo del primer tomo de La torre oscura, la escribió Stephen King en 1970, cuatro años antes de la publicación de Carrie, su novela debut, 12 antes de la publicación de ese primer tomo, y 34 antes de la aparición del último. King tenía apenas 22 años, quería escribir una obra épica de la ambición de El señor de los anillos y acababa de quedar embelesado por los paisajes polvorientos y la figura de Clint Eastwood en El bueno, el malo y el feo, de Sergio Leone. Con Tolkien, Leone, Eastwood y también con algunas imágenes del poema “Childe Roland to the Dark Tower Came”, de Robert Browning, King construyó una obra que atravesó todas sus otras obras, toda su vida. Ese primer volumen empieza con un capítulo largo que ocupa alrededor de un tercio del libro, tan árido como el paisaje que describe, en el que el ambiente de western es invadido por la melodía de “Hey Jude”. King introduce lo extraño muy lentamente y a medida que avanzan los libros la historia se va abriendo a distintos mundos y espacios temporales, siempre con el norte puesto en la misión del pistolero que persigue al hombre de negro, como años antes Frodo buscaba destruir el Anillo. La adaptación de esta serie de libros al cine o a la televisión era obligada pero compleja. Exigía la misma ambición que tuvo King al imaginarla y escribirla, o quizás más. Hay que pensar en las seis películas de El señor de los anillos que duran más de 17 horas en total, o en la serie de Game of Thrones, que con sus 8 temporadas va a durar casi 75 horas. Pero no se trata acá de un tema de longitud, solamente (aunque King siempre dijo que su primer objetivo fue escribir la historia más larga de la literatura), sino también de complejidad. Tanto Game of Thrones como El señor de los anillos transcurren en mundos de fantasía sin relación con el nuestro y las historias son lineales, más allá de algunos flashbacks convenientes. La torre oscura transcurre en varios mundos, uno de ellos es el nuestro, y hay un juego temporal importante. La longitud es central para introducirnos en los vericuetos de la trama y hacerla verosímil. De ahí ese primer capítulo largo y árido, de cierto correlato estructural con la “Overtura” de En busca del tiempo perdido, que nos pone en el ánimo indicado. Toda esta cháchara (que espero convenza a alguno de entrar al mundo fascinante de La torre oscura) es para decir que la película del danés Nikolaj Arcel es la peor posible. No es culpa de Arcel, aunque la elección es rarísima puesto que su única cucarda es La reina infiel, nominada al Oscar a la Mejor Película Extranjera en 2013. Visualmente la película es prolija e imaginativa y logra mantener el ritmo. El problema es que todo parece una ensalada de tópicos de Stephen King, como si fuera una parodia de Stranger Things, que a su vez era un homenaje demasiado explícito a su mundo (y aún así, duraba casi 6 horas). Jake (Tom Taylor) es un chico que sueña con un pistolero (Idris Elba) que persigue a un hombre de negro (Matthew McConaughey), que busca destruir la Torre y, con ella, al mundo. Sus padres creen que el chico tiene problemas psiquiátricos y lo van a internar, pero el chico se escapa y pasa al otro mundo, el Mid-World, en donde se encuentra con el pistolero. A la vez, en ese mundo vemos una especie de grupo de seres que trabajan bajo las órdenes del hombre de negro y que controlan diferentes portales a distintos mundos. La película nos tira todo este delirio por la cabeza y no queda nada del western, de lo extraño o de lo ambicioso. Y además, incluye referencias innecesarias al mundo de Stephen King: el auto de Christine, un cartel de Pennywise, la referencia a que Jake tiene “the shine” (el mismo resplandor que Danny Torrance), y quizás alguna otra que se me escapó. Como película dirigida al fanático de King, seguramente resulte un fiasco; y aquel que no esté un poco familiarizado con su obra, probablemente quede totalmente afuera. Según dicen, se viene una serie de televisión y, quizás, una segunda película. Este paso en falso no parece augurar buenas cosas. Solo queda esperar al 21 de septiembre para ver It, de Andy Muschietti, que pinta ser algo muchísimo mejor.
Mitad de tabla La nueva película de Adrián Suar es floja pero gracias a su histrionismo y el talento de los actores que lo acompañan, logra arrancar algunas carcajadas. Quiero empezar esta reseña de El fútbol o yo diciendo dos cosas: Adrián Suar es uno de los mejores actores de comedia de la Argentina, y sus películas, desde Un novio para mi mujer (2008) a esta parte, son intentos más que dignos de un cine popular. Cualquiera que la repruebe diciendo que Suar hace siempre lo mismo o que es una fórmula o que es conservadora, está errando el vizcachazo. Pedro (Suar) es un adicto al fútbol. Es capaz de ir a dos canchas en un mismo día y ve por televisión todos los partidos de todos los torneos y las ligas de otros países, lee todas las noticias sobre fútbol en internet, mira los partidos de reserva, juega al fútbol con sus amigos y charla sobre fútbol con los compañeros de la oficina. Está casado con Vero (Julieta Díaz) y tiene dos hijas adolescentes. La familia lo soporta como puede, aunque no queda muy claro por qué. Hasta la gota que rebalsa el vaso: echan a Pedro de su trabajo por mirar fútbol. Entonces Vero le da un ultimátum: el fútbol o ella. Aunque en clave de comedia, El fútbol o yo cuenta el drama de un adicto, con la vueltita de tuerca de que todo se trata de una adicción no al alcohol ni a las drogas, sino al fútbol. Esto permite una levedad imprescindible para el género. El histrionismo de Suar (acá muy afrancellado en su porteñismo caricaturesco), la solidez de Julieta Díaz y el talento de dos secundarios como Alfredo Casero y Miriam Odorico, logran arrancar algunas carcajadas en los mejores momentos a pesar de que el guión no sea muy inspirado. Es un buen ejemplo la escena cumbre de Odorico: el planteo es súper sencillo, pero entre ella y Suar le sacan jugo a las piedras. El costado romántico de la película no se sostiene porque el bendito tercer acto de la historia se cae a pedazos. Pasaba exactamente lo mismo en las dos películas anteriores de Suar: Me casé con un boludo (Juan Taratuto, 2016) y Dos más dos (Diego Kaplan, 2012). Cuando la historia tiene que cerrar es donde se notan las fallas y ningún actor carismático es capaz arreglar eso. También se puede criticar que algunos personajes son chatos (las dos hijas, por ejemplo, están de adorno) o que la película no termina de bucear en la adicción de Pedro, que parece como si se curara de un día para el otro, solo porque así lo desea. Pero la verdad es que ante otras comedias industriales argentinas como por ejemplo Solo se vive una vez o Cantantes en guerra, para nombrar dos de este año, El fútbol o yo al menos logra arrancarnos algunas carcajadas.
Llegando los monos La tercera parte de la nueva trilogía de El planeta de los simios es la más ambiciosa y profunda, pero también la más solemne. Después de la fallida remake de Tim Burton (2001), la 20th Century Fox barajó y dio de nuevo con El planeta de los simios: ®Evolución (2011) que tenía una premisa completamente distinta a la original: se olvidaron del twist final, del concepto del planeta alejado e imaginaron un virus creado por el hombre que, experimentado en los primates, los vuelve súper inteligentes y, por lo tanto, rebeldes y revolucionarios. La idea era excelente: no atarse a eso que fue extraordinario pero irrepetible de El planeta de los simios de 1968 (hasta hay una escena de Mad Men en la que Don Draper lleva a su hijo a verla, y queda conmocionado) y meterse de lleno en el concepto de una raza siendo oprimida por otra, un poco como Conquest of the Planet of the Apes (1972), la cuarta película de la pentalogía original. En la segunda de esta nueva trilogía, El planeta de los simios: Confrontación (2014), el trabajo de performance capture para interpretar a los simios (animación que captura los movimientos humanos de un actor y, por lo tanto, resulta en personajes muy realistas y con gestos sutiles y complejos) llegó a un nivel de detalle que parecía imposible. Con ese avance tecnológico, el director Matt Reeves (responsable de Cloverfield y la remake de Criatura de la noche) pudo contar una historia compleja en la que humanos y simios deben coexistir en ambiente de violencia inminente, hasta que los extremistas de cada bando desatan una guerra. Como suele suceder en estas historias, las referencias a la realidad son evidentes. Ahora llega la tercera, El planeta de los simios: La guerra, que sin dudas es la más ambiciosa de todas y le pone un punto final (o quizás un punto seguido, porque puede que haya una cuarta película) a la trilogía. En ella, un coronel loco (Woody Harrelson, a imagen y semejanza del Kurtz de Marlon Brando) asesina a la familia de Caesar (Andy Serkis), el simio líder, que va en busca de venganza. Con cierta estructura de western por algún duelo de arma de fuego, por los caballos y por la venganza, La guerra es la que más bucea en la psicología de Caesar. Con apenas tres personajes humanos importantes (además del Coronel está Preacher, interpretado por Gabriel Chavarria, y la nena Nova, Amiah Miller), la película está contada desde el punto de vista de los simios. La traición, la sed de venganza, el sentido de justicia, la rebeldía, todos son temas que atraviesan sobre todo a Caesar, un líder quizás demasiado puro y poco contradictorio para una película que se pretende tan profunda y ambiciosa. Persigue al Coronel, pero a la vez siente remordimiento. Y si bien los efectos especiales son extraordinarios, por momentos parece un poco risible ver a un mono con conflictos tan shakespeareanos. Si bien estamos hablando claramente de una película que está por sobre la media, es imposible no percibir cierta solemnidad y búsqueda demasiado evidente de mirarse en sus pares más prestigiosas. Las referencias al western y la presencia de una nena medio salvaje recuerdan a Logan. Aunque ambas películas de filmaron casi al mismo tiempo, da la sensación de que hay algo en el aire, un nuevo yeite de Hollywood.
Una batalla ganada Dunkerque tiene todos los vicios de Christopher Nolan pero es tan potente que se sobrepone a ellos y termina siendo su mejor obra y la más clásica. Cuando salí de ver Dunkerque tuiteé lo siguiente: “Dunkerque es una batalla entre el Nolan talentoso y el Nolan pelotudo. Victoria pírrica del talentoso”. Los 140 caracteres privilegian el ingenio a la razón, y además uno escribe en caliente. Quizás pueda llegar a ser un nuevo género de crítica, no creo que sea ni mejor ni peor que un texto más largo y reflexivo, es simplemente otra cosa. No estoy seguro de que haya dos Christopher Nolan, sí de que hay algunas características de su cine que me gustan y otras que no. En realidad es más complejo que eso: su ambición y solemnidad son a la vez sus virtudes y sus defectos. En suma: Jekyll y Hyde son la misma persona. A priori, Dunkerque parece una película atípica dentro de la filmografía de Nolan. No hay elementos fantásticos, está inspirada en un caso real y dura menos de dos horas. Pero a medida que avanza, empiezan a aflorar todos sus vicios. Como el material es tan distinto al de siempre, sus yeites parecen fuera de lugar; pero, a la vez, no terminan de arruinar una película potente. Pero hablemos en concreto. Casi al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el ejército alemán invade Francia a través de las Ardenas y se dirige al norte, al Canal de la Mancha, peligrosamente cerca del Reino Unido. Se detiene en la ciudad portuaria de Dunkerque, donde acorrala a casi 400 mil hombres. Atrincherados en la playa, atacados contínuamente por la Luftwaffe, ese ejército de ingleses, franceses, holandeses, polacos y belgas espera ser rescatado. ¿Pero es posible evacuar a tanta gente bajo fuego alemán? La película cuenta tres historias que se desarrollan en forma alternada, cada una con su título: “El muelle”, “El aire” y “El mar”. “El muelle” es la historia de los soldados Tommy (Fionn Whitehead), Gibson (Aneurin Barnard) y Alex (Harry Styles, sí, el de One Direction, en un muy buen trabajo) y sus peripecias para escapar; y también la del comandante Bolton (Kenneth Branagh) y el coronel Winnant (James D'Arcy), los militares de mayor rango, que esperan estoicos la llegada de ayuda y son la conexión con el costado político de la historia. “El mar” es el cuento del Sr. Dawson (Mark Rylance), uno de los civiles que parte con su pequeño barco pesquero de las costas de Inglaterra para cruzar el Canal de la Mancha y tratar de salvar la mayor cantidad de soldados posible. Lo acompañan su hijo Peter (Tom Glynn-Carney) y su ayudante adolescente George (Barry Keoghan). En el camino, rescatan a un sobreviviente de un naufragio (Cillian Murphy) que no quiere volver a Dunkerque a ayudar a nadie. “El aire” cuenta la historia de los pilotos Farrier (Tom Hardy) y Collins (Jack Lowden) que sobrevuelan el Canal de la Mancha y se entreveran en una batalla aérea con la Luftwaffe para brindar apoyo a las tropas en la tierra. Nolan sabe narrar y construir personajes con imágenes, casi sin diálogo. Las escenas son imponentes, enormes y en muchos casos quedan impregnadas en la retina durante días (pienso en la espuma del mar, en los miles de soldados tirándose al suelo, en los aviones zigzagueando entre las nubes). Y los temas de toda película bélica subyacen: el heroísmo y la cobardía, el patriotismo, el caos, el miedo, el azar de la muerte y de la vida. Pero Mr. Hyde acecha. Por un lado, la música invasiva de su colaborador habitual Hans Zimmer, que busca dotar a la película de una épica que ya está en las imágenes. Y por el otro, esa manía inútil de Nolan por retorcer la narración y complejizarla. Es difícil extenderme en esto sin espoilear, pero digamos que los tiempos en los que se desarrollan las historias no son los que uno imagina en un principio. La película entonces se transforma en un rompecabezas más parecido a los de El origen e Interestelar. El problema acá es típico de la crítica. ¿Hay que juzgar una película por lo que nos hubiera gustado que fuera o por lo que realmente es? Dunkerque no se propone ser Rescatando al soldado Ryan, aunque sea inevitable mirarla a la luz de la película de Spielberg (porque Rescatando… es insoslayable si hablamos de cine bélico en los últimos años y porque Dunkerque le hace partido). Pero no busca el clasicismo narrativo, más bien lo esquiva con demasiado empeño. En mi opinión, es una lástima. Pero a pesar de eso, y como decía en mi tuit (que no estaba tan errado, después de todo), la batalla está ganada.
Lo público y lo privado La nueva película de Cristi Puiu narra casi en tiempo real una reunión familiar evitando el costumbrismo con una puesta en escena precisa y delicada. La primera toma de Sieranevada es un largo plano secuencia de seis minutos en el que vemos, en resumen, a una pareja dejando a su hija al cuidado de una señora mayor. La escena es larga pero no por un afán contemplativo: pasan muchas cosas, aunque pequeñas. El hombre deja el auto mal estacionado y entra con su mujer unas bolsas a la casa. Después aparece un camión de correo y empieza a tocar bocina. La pareja sale de la casa. El hombre se sube al auto para moverlo, la mujer saca otras bolsas. Se da cuenta de que se olvidó algo, persigue brevemente al auto que ya arrancó. El auto frena. Ella agarra lo que faltaba, vuelve para la casa y se encuentra con la nena, que salió sola. Ella la reta y vuelven juntas a la puerta a esperar a que vuelva el hombre, que está dando la vuelta a la manzana. Durante la espera, sale de la casa la señora mayor con un cochecito. Discute con la mujer. Cuando vuelve el hombre con el auto, sale, tiene una breve discusión con la mujer. Luego se suben al auto, la nena se queda con la señora mayor, y el auto arranca en dirección opuesta. Todo esto lo vemos desde la vereda de enfrente, en donde está ubicada la cámara, que apenas se mueve en paneos leves a izquierda o a derecha para seguir la situación y elegir dónde poner el foco. No hay música, solo el sonido ambiente de una calle bastante ruidosa. Los diálogos se oyen muy de fondo, y acá nos juega en contra nuestra ignorancia total del rumano y los subtítulos que de alguna manera subrayan innecesariamente los fragmentos más audibles. Como sucede con las grandes películas, o al menos con aquellas cuyos directores tiene una propuesta estética concreta, en esa primera escena están las claves de lo que veremos después: una historia cotidiana y familiar narrada sin pirotecnia visual pero con una puesta que logra escapar sutilmente al costumbrismo. Lo que sí se incorpora después de esa escena -y de la secuencia de títulos- son dos cosas: por un lado, los diálogos en primer plano, que serán en definitiva el motor de la historia; por el otro, los elementos de la vida pública, indisolubles de la privada. Así, una ceremonia para despedir al padre que acaba de morir resulta el escenario de pequeñas batallas personales relacionadas con la biografía familiar, pero también discusiones políticas acerca del comunismo, el 11-S y hasta el atentado a la revista Charlie Hebdo. El director Cristi Puiu es uno de los responsables del llamado Nuevo Cine Rumano luego de su irrupción en Cannes en 2005 con La noche del señor Lazarescu, junto con Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días), Radu Muntean (Aquel martes después de Navidad) y Corneliu Porumboiu (Bucarest 12:08). Pero a la película que más me hizo acordar Sieranevada es a otra más lateral: Ilegitim, de Adrian Sitaru, que participó del BAFICI el año pasado. En definitiva, la vida íntima de una familia atravesada por la historia política de Rumania.
En busca de la belleza Una pasión silenciosa es mucho más que una biopic sobre Emily Dickinson y un culebrón decimonónico: es una película sobre la poesía y sobre la muerte. Hay una frase célebre que dice que “escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura”, una boutade ingeniosa atribuída a Frank Zappa y a Elvis Costello pero cuyo origen verdadero se desconoce. Se usa para condenar el trabajo de la crítica y, como toda frase ingeniosa, parece contener una verdad. Pensé en ella mientras veía Una pasión silenciosa, la primera película de Terence Davies en estrenarse comercialmente en la Argentina. No porque escribir sobre ella fuera particularmente como bailar sobre arquitectura (no más que escribir sobre Misión Imposible: Nación secreta o Mad Max: Furia en el camino), sino porque hacer una película sobre poesía en un punto es tan “bailar sobre arquitectura” como escribir sobre ella. La película de Davies muestra que aquella célebre frase es una pavada y que las letras, las imágenes, los sonidos, la música, el mármol, son todos medios con los que traficar ideas. Con una puesta en escena impecable y unos diálogos exquisitos, la película cuenta la historia de la poeta americana Emily Dickinson pero en el fondo habla de la vida, de la muerte y de la poesía. Dickinson está interpretada por Cynthia Nixon, la cínica Miranda Hobbes de Sex and the City. Quizás haya un guiño ahí, aunque Nixon se gana el papel por mérito propio, porque Una pasión silenciosa también habla sobre las distintas formas de ser mujer. La primera escena es elocuente y extraordinaria. Un grupo de jóvenes mujeres termina el primer año de seminario. Están paradas, sus manos entrelazadas por delante, serias y reconcentradas. Emily (ahí interpretada por la joven Emma Bell) está en el centro y el plano es simétrico. La directora les hace una pregunta “de suma importancia que afecta a su bienestar espiritual”. ¿Quieren entregarse a Dios y ser salvadas? La directora, estricta, les dice que las que quieran ser cristianas y salvadas, se muevan a la derecha. Y el resto, las que tenga todavía la esperanza de ser salvadas, a la izquierda. La joven Emily queda sola en el centro. Ella no sabe qué quiere y así se lo hace saber a la directora. En esta primera escena está la clave de la personalidad de Emily: es inteligente y no es hipócrita, por lo tanto es diferente y está sola. Su refugio será la poesía, y a medida que avanza la historia y vemos su relación con su familia, con algunos pretendientes, sus ideas respecto de las mujeres y de los hombres, escuchamos versos alusivos de su poesía. Porque en el caso de Dickinson, su poesía no puede desligarse de su vida íntima. Quizás esto sea común a todos los poetas, pero el caso de Dickinson es parecido al de Borges: vidas consagradas a la literatura. Una pasión silenciosa es una rara avis en los estrenos comerciales. Una película árida pero con un humor extraordinario. En ese sentido recuerda un poco a la excelente Amor y amistad, de Whit Stillman, pero la película de Davies va mucho más allá del culebrón decimonónico. Funciona como un vehículo que nos transporta, no a otra época, sino a otro plano sensorial. El de las ideas y la poesía. Pero lo hace con imágenes. Una verdadera proeza.
Poner en un recipiente algunas cosas de Voley, de Martín Piroyansky, otro poco de El amor (primera parte), algo más de cualquier comedia indie americana, agitar bien, y tenemos Finding Sofia: coproducción entre Argentina y los Estados Unidos dirigida por el argentino Nico Casavecchia y protagonizada por el norteamericano Sam Huntington (Jimmy Olsen en Superman vuelve) y los argentinos Andrea Carballo, Rafael Spregelburd y Sofía Brihet. Alex (Huntington) es un norteamericano que quiere pegarla en internet, metió algún que otro viral famoso y está a punto de conseguir su primer contrato con una marca. Hace tiempo se chatea con Sofía (Carballo), una chica argentina con la que sextean y se mandan nudes (curiosamente la película carece de todo ese léxico de red social, y de hecho los dos se comunican por sms) y una noche, borracho, compra un pasaje para ir a la Argentina. Cuando la chica se entera, le dice que está loco, que no lo puede ver. Luego de algunos engaños, logra llegar a su casa: resulta que ella vive en el Tigre junto a su novio Víctor (Spregelburd), un pintor cascarrabia, presuntuoso y peronista, y Flor (Brihet), una joven inocente y simpática, asistente de él. Las seducciones cruzadas y la diferencia cultural serán el motor de esta comedia de situaciones que cuando funciona es muy simpática pero que por momentos parece medio forzada y que no sabe bien para dónde quiere ir. Lo mejor de todo es el duelo de masculinidades entre Alex y Víctor, entre esa especie de joven Woody Allen -aunque más atractivo- y el típico macho argentino. Cuando los cuatro personajes interactúan, algo bueno pasa: están creados con mucha precisión e interpretados con solvencia. No funciona de la misma manera la línea romántica, a punto tal de que lo que más queremos es que Sofía se saque de encima al insoportable de Víctor; lo que suceda con Alex es secundario. Como pasa con esas películas que tienen unas pocas escenas que nos hicieron sonreir cómplices, dan ganas de perdonarle a Finding Sofia sus falencias, aunque también son esas mismas falencias las que nos causan la amargura de saber que nos perdimos una película que pudo haber sido notable.
Me matan si no trabajo Yo, Daniel Blake es tan torpe que en su intento por criticar el capitalismo, termina insinuando que el que no trabaja es porque no quiere. Cuando se estrenó en la Argentina Tierra y libertad, la primera película de Ken Loach que ví, yo tenía 18 años, Menem acababa de ser reelecto y esa historia potente sobre un desempleado inglés que viaja a España a luchar contra los fascistas en la Guerra Civil me conmocionó, como a muchos. Hace mucho que no la reveo, pero es probable que tenga dos virtudes fundamentales: un manejo extraordinario de los diálogos y la discusiones políticas que parecen menos guionadas que improvisadas sobre una base teórica fuerte; y también una visión para nada maniquea, que hace que esta historia de lucha tenga las proporciones justas de heroísmo y desencanto. Pasaron veinte años, yo ya no tengo 18 y Ken Loach vuelve catorce películas después con Yo, Daniel Blake, otra historia de “lucha” que, esta vez sí, recibió la Palma de Oro en Cannes (en 1995 Underground, de Emir Kusturica, se la había arrebatado con cierta justicia). Pero mientras hoy mis ideas están más cercanas a las del desencanto de Tierra y libertad, Ken Loach parece haber retrocedido y estar haciendo películas para un chico de 18 años. La película empieza con la pantalla negra y un diálogo. Daniel Blake (Dave Johns) es entrevistado por una “trabajadora de la salud” que tiene que autorizar o rechazar su pensión por invalidez (tema, por otra parte, muy actual en la Argentina). La mujer le pregunta cosas concretas: ¿puede caminar más de 50 metros sin ser asistido por otra persona? ¿Puede levantar sus brazos como para poner algo en su bolsillo superior? ¿Puede levantar sus brazos por arriba de su cabeza como si fuera a ponerse un sombrero? Daniel Blake se impacienta, le dice que su problema es del corazón, que tuvo un ataque cardíaco y el médico le dice que no puede trabajar, que sino se muere. La mujer, quizás demasiado fiel a las reglas burocráticas, le pide que simplemente conteste las preguntas. ¿Puede apretar un botón como los de un teléfono? ¿Tiene alguna dificultad significativa para comunicar un mensaje simple a desconocidos? ¿Alguna vez sufrió una pérdida de control que le provocó una evacuación extensa de los intestinos? A Daniel Blake, como imaginarán, le niegan la pensión por invalidez (saca 12 puntos de 15), entonces empieza un peregrinar kafkiano por distintas oficinas estatales, en las que intenta, por un lado, conseguir un seguro de desempleo, y por el otro, apelar la decisión de la junta médica. Uno imagina que la intención de Ken Loach es criticar a la burocracia estatal y al capitalismo por dejar en estado de indefensión a un tipo que trabajó toda su vida y que ahora no puede hacerlo por una enfermedad. Pero la verdad es que, visto desde estas latitudes, todo parece muy light. En primer lugar, puede aplicar a un seguro de desempleo. Su “problema” es que tiene que hacerlo por internet, y él no sabe manejar computadoras. No importa, va a un locutorio y todo el mundo lo ayuda. ¿No tiene currículum? El Estado le ofrece un curso gratis para diseñar uno. Claro, Loach pinta al profesor de ese curso como un cínico que les enseña a pisotearse y a competir. En su deseo de culpar al “sistema”, es tan torpe que los villanos son los burócratas, los pobres tipos que atienden las oficinas y que, para un ojo un poquito más perspicaz, serían tan víctimas como los ciudadanos indefensos. En Yo, Daniel Blake todos son buenos: los desconocidos que lo ayudan a tipear su currículum, el guardia de seguridad del almacén que le perdona a la chica que haya intentado robar unas toallitas femeninas, el vecino joven con pinta de delincuente juvenil (negro, por supuesto) que después resulta que apenas vende zapatillas hurtadas a las empresas malvadas. El Universo es perfecto, si no fuera por la burocracia estatal incapaz de resolver los problemas del protagonista con la eficiencia suficiente. Hasta consigue trabajo entregando un currículum horrible escrito a mano, aunque lo tiene que rechazar por su salud; y cuando pierde su seguro de desempleo, le ofrecen la posibilidad de recibir comida gratis. La sensación que deja Yo, Daniel Blake es que el capitalismo inglés es una especie de paraíso repleto de oportunidades aún en el medio de la crisis, que todos los ciudadanos son solidarios y buena gente, y que el que se muere de hambre es porque quiere, porque no tiene la mínima paciencia para aprender a usar un mouse y llenar un formulario online. Por eso el final es tan inmoral: no quiero espoilear, pero resulta un final artificial y canalla, que pretende decir lo que la película no venía diciendo hasta ese momento, lo que Ken Loach fue incapaz de decir. Quizás porque él mismo ya no cree en eso, pero tiene que cumplir su papel en el firmamento del cine social.