Basta ver el vestuario (y el arte en general) de La batalla de los sexos para percibir sus virtudes y sus defectos. La película transcurre en 1973 y todos los personajes están vestidos como si estuvieran disfrazados de personajes de los ‘70. La excesiva prolijidad del vestuario termina por generar lo contrario de lo que busca: más que transportarnos a los '70, nos hace admirar el trabajo de los vestuaristas de 2017. Ese es el problema, pero también la fortaleza, de La batalla de los sexos. La película cuenta la historia real del partido de exhibición entre Billie Jean King (Emma Stone) y Bobby Riggs (Steve Carell). Ella tenía 29 años y era la número 2 del mundo; él tenía 55, y 35 años antes había sido el número 1. Pero ella era mujer, y el tenis femenino en aquel momento estaba relegado, al punto tal que ese partido, que atrajo infinidad de curiosos y morbosos, fue de alguna manera un punto de inflexión en el tenis femenino. La película de Jonathan Dayton y Valerie Faris (marido y mujer, directores de Pequeña Miss Sunshine y Ruby, la chica de mis sueños) pinta con un par de pinceladas muy precisas los personajes de Billie Jean King y Bobby Riggs. Ella es una chica decidida a no dejarse avasallar por los capos de la Asociación de Tenis, que además empieza a descubrir que le gustan las mujeres; él es un ex tenista que vive del dinero de su mujer y es adicto al juego. Los dos son encantadores, aunque obviamente cuando llega el partido la película se las arregla para que hinchemos por Billie Jean. Como en toda buena película deportiva, los últimos minutos son emocionantes y más de uno gritará un punto de Billie Jean. Pero La batalla de los sexos va más allá en los minutos posteriores al partido. El montaje paralelo de ambos en el vestuario es extraordinario: independientemente del resultado, ella sigue derrotada porque no puede vivir su sexualidad en plenitud. Claro que, volviendo a la idea del comienzo, todo el relato parece demasiado perfecto y blindado, armado exclusivamente para ser admirado, desprovisto de claroscuros y complejidades. El efecto es parecido al del vestuario: admiramos el resultado porque es perfecto, pero tenemos la sensación de que no tiene mucho que ver con la realidad. Y ese no sería un problema si no fuera que estamos ante un hecho real y ante una película que a todas luces busca difundir la hazaña de Billie Jean King. De todas formas, no es tan grave: la película es entretenida, y siempre tendremos Wikipedia.
El infierno son los otros The Square tiene algunas escenas que funcionan muy bien por sí solas, pero el todo no termina de parecerse a una película. En la segunda mitad de The Square hay una escena extensa que resulta muy efectiva por sí misma y que podría ser un cortometraje. Es una cena de gala en un museo repleta de artistas y viejos adinerados. El curador, que es el protagonista de la película, presenta una performance que consiste en un hombre en cuero que entra en la sala simulando ser un gorila. El tipo (el gorila) pasa entre las mesas haciendo sonidos de gorila, ante la risas algo nerviosas de los presentes, actitud que probablemente se suela repetir en los ámbitos del arte ante esta clase de performances. Pero el artista que hace de gorila no se sale de su personaje, y empieza a agredir a los invitados. Primero toca a algunos, ante la incomodidad general; pero después llega a arrastrar a una mujer de los pelos para intentar violarla. Es en ese momento recién que varios de los invitados se abalanzan sobre él para detenerlo. La escena es extraordinaria y clave (es la que ilustra el afiche de la película). El artista-gorila es está interpretado por Terry Notary, el actor que hizo de King Kong en la última película sobre el monstruo, y lo que hace acá es impresionante. Pero también está el director Ruben Östlund, que construye una escena en la que la tensión va creciendo, incómoda e inolvidable. El problema está en que esa escena está en una película. Una película que tiene varias escenas un poco arbitrarias como esa, que pueden funcionar por sí mismas. Y cuando las vemos en conjunto, no nos queda otra que preguntarnos: ¿qué nos quiere decir Östlund? Probablemente en esa escena del gorila haya por un lado una reflexión sobre el arte, quizás a la manera de ciertas películas de Cohn y Duprat (el humor de The Square se parece un poco). Y también, un poco debajo de la superficie, haya cierta reflexión (o crítica) a la indolencia de la gente con su prójimo, que después de todo es, aparentemente, el tema de la película. El argumento se podría resumir así: a Christian (Claes Bang), un curador de un museo, le roban el celular y la billetera; mediante el GPS logra individualizar el edificio en el que está el ladrón, aunque obviamente no el departamento; un amigo le sugiere dejar una carta amenazante en cada departamento ordenándole al ladrón que le devuelva sus cosas; así lo hace, pero cae en la volteada un chico inocente, al que sus padres castigan porque creen que es el ladrón. Este es el arco narrativo, pero la película está compuesta por escenas más o menos sueltas como la del gorila, y todas van en el sentido de la tesis central de la película: ¿podemos confiar en el prójimo? ¿Somos confiables nosotros mismos? Quizás en definitiva el problema de The Square sea que la “idea” está por delante de la historia. En eso se diferencia de los guiones de las películas de Cohn y Duprat, que suelen ser redondos, maquinitas narrativas. Acá hay digresiones, buenas escenas desperdigadas por ahí (y otras no tanto) que no dan como resultado una película muy coherente. Por eso por momentos levanta cierto vuelo (como en la escena del gorila, o en la subtrama protagonizada por Elisabeth Moss) y por otros cae en un pozo, y nosotros con ella, un poco hastiados y confundidos. Porque es cierto, la escena del espectador con Tourette es graciosa; y es cierto también que quizás ilustre las contradicciones de la solidaridad; pero es un poco agotador tener que estar buscando constantemente el significado oculto detrás de cada escena. El cine es otra cosa.
Las palabras y las cosas Paterson, la última película de Jim Jarmusch, narra la semana de un colectivero aficionado a la poesía, o de un poeta que trabaja de colectivero. Qué es la poesía? ¿Qué hace a un poeta? Las dos son muy buenas preguntas, difíciles de contestar, pero también pueden sonar un poco pomposas. Si yo digo que Paterson, la película más reciente de Jim Jarmusch, tiene en su centro a esas preguntas, seguramente esté dando una imagen un poco equivocada de la película. Porque Paterson celebra la sencillez (aunque es cierto que no se puede calificar como “sencilla”) y la poesía que nos trae es la de lo cotidiano, lo “bajo”, lo aparentemente común que gracias a la alquimia de las palabras se eleva unos metros por sobre el suelo. El protagonista es un colectivero que se llama Paterson (Adam Driver), que vive en la ciudad de Nueva Jersey también llamada Paterson, una ciudad a la que le cantó a mediados del siglo pasado el poeta William Carlos Williams. Paterson vive con su mujer Laura (la iraní Golshifteh Farahani, protagonista de About Elly) y un perro. Lee a Melville. Todas las mañanas se levanta y va a trabajar. Antes de empezar el turno, sentado al volante del colectivo, escribe unos poemas en un cuadernito ante la mirada algo burlona de su compañero de trabajo. Es que en realidad Paterson no es un colectivero, es un poeta. La manera en la que Jarmusch nos introduce a la poesía de Paterson (y acá cuando digo “Paterson” me refiero al personaje, a la ciudad y a la película, porque los tres se llaman igual) no es inocente. Paterson-personaje sale de su casa y va a trabajar. En el camino, recita en off “Tenemos muchos fósforos en casa/ siempre los tenemos a mano”. Cuando llega al trabajo y se sienta al volante del colectivo, escribe los versos en un cuadernito, debajo del título “Poema de amor”. Hasta ahí, hay una extrañeza, quizás la sensación de que este colectivero es un tipo raro con ínfulas de poeta, pero que una cajita de fósforos no tiene nada que ver con lo que uno entiende por poesía. El inspector lo interrumpe y Paterson tiene que ponerse a trabajar. Al mediodía, sentado a la vera de un río con su almuerzo, continúa su poema: “Fósforos que encenderán, tal vez, el cigarrillo de la mujer que amas,/ por primera vez”. Mira la cascada, después la tarjeta con la imagen de Dante Alighieri al lado de una foto de su mujer. Parece que Paterson es un poeta, después de todo. Paterson-película transcurre durante una semana en la vida de su protagonista y lo que Jarmusch nos parece querer contar es cómo lo rutinario puede transformarse en poesía si es visto con ojos de poeta. Lo hace Paterson-personaje y también lo hace él, por supuesto, con su Paterson-película. Un barman, o los pasajeros del colectivo, un perro, o cualquier objeto, bien mirado, es poético. Y esa mirada (la de Jarmusch) nos entrega unos pasajes al borde de lo onírico: casualidades, símbolos y simetrías que percibe tanto el protagonista como nosotros. Ya la palabra “Paterson”, con su multiplicidad de significados (protagonista, ciudad, película) conlleva en sí misma la simetría padre-hijo. La película no se agota acá, por supuesto, pero no es conveniente profundizar demasiado en sus otras aristas. Jarmusch nos regala su película más redonda desde Ghost Dog (con la que comparte la poesía y cierto tono trascendental-oriental) y es conveniente entrarle con la inocencia de un observador curioso, pero con la agudeza de quien está dispuesto a tranformar lo que ve en poesía.
El mejor país del mundo Barry Seal cuenta la historia real un piloto que trabajó para el Cartel de Medellín y la CIA, y lo hace con un ritmo y un humor que la vuelven irresistible. Doug Liman es de esos directores de cine a los que se suele calificar, quizás algo peyorativamente, como “artesanos”, para diferenciarlos de los que supuestamente serían “verdaderos artistas”. Digamos que en una era dominada por la concepción del director como autor (bueno, hace más de 60 años), tipos como Liman estarían un escalón por debajo de otros más personales como por ejemplo Joss Whedon, Shane Black, Edgard Wright, Matthew Vaughn o incluso su amigo Jon Favreau, por nombrar casos de directores que se manejan dentro del mainstream y los géneros populares. Creo que para hacerle justicia a Doug Liman no hace falta decir que es lo que no es. Efectivamente, es un artesano, en el sentido de que está siempre al servicio de la narración y se vale de su enorme talento para que a los espectadores nos atraviesen las vicisitudes de sus personajes y las tramas. Da la sensación de que en sus manos, un tipo leyendo la guía telefónica podría transmitirnos tensión, euforia, humor y emoción. Usé la palabra “artesano” y si bien no tengo muy claro cuál es su origen (me refiero a su origen como sustantivo que designa cierta clase de directores de cine), la primera vez que la escuché fue en referencia a los directores de segunda línea del Hollywood clásico: Michael Curtiz, Victor Fleming o Fred Zinnemann, por nombrar tres cuyos nombres pueden no resonar como los de Howard Hawks, John Ford u Orson Welles, pero que nos dieron películas como Casablanca, Lo que el viento se llevó y A la hora señalada, nada menos. Y Tom Cruise es justamente una estrella de esa época, de cuando el público iba a ver “una de Bogart” o “una de Gary Cooper”. Más allá de sus virtudes como actor, que las tiene y de sobra, Cruise tiene una influencia enorme en las películas que protagoniza (cuando no es directamente el productor, como en las franquicias de Misión Imposible y Jack Reacher). Es, prácticamente, un sello de calidad. Sin contar el claro paso en falso de La momia, Tom Cruise no hizo una mala película desde, quizás, Vanilla Sky, hace 16 años. El encuentro entre Liman y Cruise, entonces, no pudo haber sido más auspicioso para el cine mainstream. La primera película del dúo, Al filo del mañana, es una adaptación de un manga japonés que mezcla acción, ciencia ficción y cine bélico. Con ese material difícil sobre un soldado que lucha contra unos extraterrestres y tiene que vivir el mismo día una y otra vez al estilo Día de la marmota, Liman y Cruise logran el milagro de hacer una película ingeniosa, divertida y, sobre todo, verosímil. Por eso esperaba con mucha ansiedad la segunda película del dúo. Barry Seal, solo en América va por un lado completamente distinto al de Al filo del mañana: cuenta una historia real. El protagonista es Barry Seal (Cruise), un piloto de una aerolínea que se las rebusca contrabandeando cigarros cubanos. En uno de sus viajes es abordado por Schafer (Domnhall Gleeson), un agente de la CIA, que le propone renunciar a Trans World Airlines y trabajar para ellos volando avionetas sobre países de Centroamérica para fotografiar las actividades de los grupos revolucionarios marxistas bancados por la Unión Soviética. La propuesta económica es en un principio atractiva, y Seal acepta. En uno de sus viajes, el naciente Cartel de Medellín le propone aprovechar los vuelos para entrar cocaína a los Estados Unidos. La paga, obviamente, es mucho mayor a la de la CIA. Seal no duda demasiado: es un chanta, un busca, acepta cualquier negocio que le propongan. Así, empieza a trabajar para Pablo Escobar (Mauricio Mejía) y sus socios, además de para la CIA. La trama va a complicarse todavía más y Liman avanza con un ritmo que no decae jamás. Con un soundtrack juguetón (está la irresistible versión de Walter Murphy de la 5ta Sinfonía de Beethoven, la de Fiebre de sábado por la noche), imágenes que se congelan para subrayar expresiones y líneas de diálogo, archivo televisivo de acontecimientos reales que influyen en la trama (Reagan es casi un personaje más) e infinidad de recursos cinematográficos, Barry Seal nos agarra y no nos suelta nunca más. Pero lo mejor es que Liman y Cruise (y el guionista y productor ejecutivo Gary Spinelli) tienen perfectamente clara la historia general que están contando, más allá de aprovecharse de los vericuetos circunstanciales de una trama muy colorida. Barry Seal, el personaje, es un oportunista un poco irresponsable que por su ambición y poca consciencia del peligro se encuentra en el medio de los dos bandos de la Guerra Fría: la CIA, la DEA, la Casa Blanca, los sandinistas, los contras, el general Noriega, Pablo Escobar, todos quieren algo de él, y él les dice que sí a todos. Es “el tipo que cumple”, como le dice alguno. Y aunque la película nunca se aparte del eje de “ascenso y caída” (por momentos recuerda a El lobo de Wall Street), el contexto político es importantísimo y está pintado con una acidez (algunos dirán cinismo) irresistible. Seal es un irresponsable, pero solo quiere guita. Los manejos de la CIA son tan desprolijos como los de él y los de sus némesis sudamericanas. La palabra es esa: desprolijos. La CIA, encarnada por Schafer, es más torpe que otra cosa, y el gobierno de los Estados Unidos va de la lucha contra los comunistas a la lucha contra las drogas como dando manotazos al aire. Seguramente varios historiadores hayan encontrado motivos más concretos para este giro, pero la pintura general que hace Barry Seal seguramente está más cercana a la realidad: a veces por hilar fino, nos perdemos el elefante en el bazar. El título original es American Made (“Hecho en América”) y en varias oportunidades el protagonista dice que “América es el mejor país del mundo” (y dice “América”, obviamente, no “Estados Unidos”, para espanto de los latinoamericanistas). Y aunque lo que vemos en el fondo no es realmente muy elogioso, no solo con el gobierno sino tampoco con los ciudadanos que apenas ven plata hacen la vista gorda ante cualquier posible delito, en ese título percibo cierto cariño. América fue Reagan, fue “Just Say No”, fue armar a los Contras por izquierda, pero también es la mirada que tienen sobre eso, también son Tom Cruise y Doug Liman y esta maravillosa película.
Aflojando la correa Thor - Ragnarok es distinta de todas las otras películas de Marvel: una comedia que no da respiro, en la que hasta los villanos se divierten. Thor – Ragnarok es la decimoséptima película del universo Marvel y la tercera protagonizada por Thor pero me parece que estos datos son totalmente inútiles y hasta engañosos, porque es una película que tiene muy poco que ver con todas las anteriores, que vale por sí misma y tiene vida propia. Y no me refiero solo a cuestiones argumentales del tipo “no hace falta ver las anteriores para entender lo que pasa” sino a cosas más profundas: el relato de Thor – Ragnarok pone el acento de la comedia y todos los hechos y personajes giran en torno a esa premisa. No voy a entrar en detalles acerca de la trama porque no es lo importante. Basta mencionar que Thor (Chris Hemsworth) se tiene que enfrentar a Hela (Cate Blanchett), su hermana mayor, que quiere usurpar el trono de Asgard, y lo hará con la ayuda de su otro hermano Loki (Tom Hiddleston), su compañero Hulk (Mark Ruffalo) y otros personajes nuevos. Con esta propuesta bastante básica, el director neocelandés Taika Waititi se despacha con una comedia que no da respiro, con una catarata de gags y escenas cuyo único fin es hacer reír, más a la manera de su película anterior Casa Vampiro que a otras de la factoría Marvel. Todos los personajes, incluso -y sobre todo- los villanos, son paródicos: desde la villana de Cate Blanchett, que en cada gesto sutil demuestra que está jugando, pasando por el Grandmaster de Jeff Goldblum, el monstruo Korg, con la voz del propio Waititi, y hasta Ruffalo y Hemsworth, que hasta tienen un largo diálogo que parece sacado de una rutina de Abbott y Costello. Dije que Thor – Ragnarok no tiene nada que ver con las otras películas de Marvel, pero esto no es del todo así. Claramente su reflejo es Guardianes de la galaxia, que ya había constituído un salto cualitativo en sí misma. Hasta tiene una canción de Led Zeppelin en el soundtrack. Pero si bien ambas películas tienen cosas en común -más cosas en común que, digamos, las que tiene esta con las dos Thor anteriores-, creo que Ragnarok va un poco más allá. Repite de Guardianes… el acento en la comedia, pero no teme bajarle la intensidad a la aventura. Guardianes… era extraordinaria cuando buscaba el humor, pero en determinado momento decía “momento, soy una película de superhéroes” y se transformaba en una más. Ragnarok, cuando tiene que contar las inevitables peleas superheroicas, se las arregla para no perder de vista que esto es una comedia. El ejemplo perfecto es la entrée de Hulk en la pelea final: David Banner se tira de la nave, esperamos que caiga transformado en Hulk y eso de comienzo al duelo final, pero no, cae al suelo sin transformarse y se pega un golpe. Waititi sacrifica la épica en favor de la comedia. No puedo dejar de mencionar que la película anterior de Marvel también fue diferente. Spider-Man: De regreso a casa es una película de colegio, más parecida a las de John Hughes que a las de Capitán América o Iron-Man. Da la sensación de que Marvel se está animando a innovar. En febrero se viene la próxima película: Pantera negra va a ser la primera protagonizada por un superhéroe negro, a quien ya vimos en Capitán América: Civil War. Veremos si el director y guionista Ryan Coogler (el de Creed: Corazón de campeón) hace propia a la historia, como ya hicieron Jon Watts con Spider-Man y Waititi con Thor. Al menos parece que Marvel está aflojando la correa.
Nos tapó el agua Geo-Tormenta es cine catástrofe sin una catástrofe, un capítulo largo de 24 sin todo lo bueno de la serie, y al final un torpe alegato anti-Trump. Geo-Tormenta es una película de género catástrofe en la que no hay ninguna catástrofe; en cambio, parece más bien un capítulo largo de la serie 24 pero que pone torpemente el acento en las vueltitas de la trama y no en la acción; también es, por momentos, una película de ciencia ficción en el espacio que podría transcurrir igual en Arizona o Budapest; y, hacia el final, hasta se adivina cierta intención berreta de alegato anti-Trump, con una voz en off inexplicable que habla de la unión de las naciones del mundo para luchar contra el cambio climático. Esto es real. Estamos en el futuro cercano (año 2019) y la tierra se ha visto azotada por diversas catástrofes naturales: terremotos, huracanes, temperaturas extremas. Un conjunto de 18 países se unió para construir un sistema de control del clima, al que llaman Dutch Boy, que consiste en varios satélites controlados por una gran estación espacial. El arquitecto de esto es Jake Lawson (Gerard Butler), que al comienzo de la película es expulsado del proyecto por su rebeldía y reemplazado por su propio hermano Max (un muy flojo Jim Sturgess). Tres años después del despido de Jake, el clima de la tierra empieza a volverse loco. Aparentemente, Dutch Boy empezó a funcionar mal. El presidente de los Estados Unidos Andrew Palma (Andy Garcia) y su Jefe de Gabinete Leonard Dekkom (Ed Harris) llaman a Max y le piden que convoque a su hermano, la única persona capaz de arreglar el problema. Luego de un leve duelo verbal entre hermanos, Jake accede a viajar a la estación espacial para ver cuál es el problema. La película transcurre entonces en la tierra, en donde Max deberá investigar quién está metiendo mano en el sistema junto a su novia Sarah (Abbie Cornish), una agente del Servicio Secreto, y en la estación espacial, con Jake y la ayuda de la comandante Ute Fassbinder (Alexandra Maria Lara), que harán lo mismo. Y además vemos, sí, algunas escenas de cine catástrofe, cada tanto, separadas del relato y sin ninguno de sus protagonistas corriendo peligro. Los problemas de Geo-Tormenta son muchos. Por un lado, la gracia de 24 estaba en que siempre había una tensión, no importaba demasiado si Jack Bauer tenía que conseguir un pendrive, un código de la boca de un villano, o un nombre oculto en las paredes de una cueva; la zanahoria (o el McGuffin, como lo nombró famosamente Hitchcock) era la excusa para hacer avanzar la trama con persecusiones, tiroteos y duelos verbales, siempre con la amenaza del tiempo que se acaba y la tragedia inminente, que podía ser una bomba atómica que mate a millones o apenas el asesinato de una sola persona. Pero en Geo-Tormenta, el acento está puesto en el McGuffin. Pretende que nos importen los vericuetos imposibles de la trama, si hay un virus, en dónde está alojado, cómo se hace para desactivarlo. Y hay muy pocos momentos de acción, en los que esos datos cumplan la función de generar cierta tensión. Incluso desperdiciaron a la hija de Jake (Talitha Eliana Bateman), que en ningún momento se ve amenazada y apenas está para que sufra por la suerte de su padre. Hay un momento muy breve que pareciera ilustrar lo que debería haber sido Geo-Tormenta, quizás lo que en algún momento sus productores quisieron que fuera: una ola gigante cubre un desierto en Dubai. Es como una película alternativa: mientras los protagonistas discuten dentro de una muy floja película de espionaje, vemos a algunos extras en la que sí es una película de cine catástrofe. Hay un caso muy gracioso: un chico que pierde a su perro en el medio del desastre. Deben ser no más de tres escenas, pero es evidente que la intención es que nos preocupe la suerte de ese perro y de ese chico, a pesar de que apenas es un extra. Porque la película que decidieron contar es la otra. No es casual que lo mejor de la película sean los personajes de Andy García y Ed Harris y la película levante apenas vuelo cuando la trama se dirige a ellos. Pero no alcanza. Y mucho menos alcanza cuando vemos que García es un presidente demócrata y entendemos que tema del clima quizás tenga que ver con una bajada de línea política. Y que confirmemos al final esta idea con esa ridícula voz en off. Películas como esta hacen brillar aún más a otras de su género, como por ejemplo Día de la independencia. Cuando alguien diga que la película de Roland Emmerich es mala o que es un panfleto americano, bastará con contestar: “¿entonces qué queda para películas como Geo-Tormenta?”.
Cuando salí de ver La llegada, tuiteé un poco en broma “que vuelvan los viejos y queridos aliens que solo querían exterminar a la humanidad”. Es que la anteúltima película de Denis Villeneuve era bastante solemne. Aún así me había gustado: hay cierta costumbre entre los críticos (al menos los argentinos) de celebrar la liviandad y desdeñar la solemnidad. Quizás sea como una reacción a cierta vieja escuela que ensalzaba el cine de Bergman y Antonioni. Pero la solemnidad es una propuesta válida como cualquier otra, y en Blade Runner 2049 Villeneuve sigue por la misma senda. Claro que en este caso se apoya en un peso pesado de la ciencia ficción como la Blade Runner de Ridley Scott, quizás el arquetipo de película distópica, que con el tiempo ganó un prestigio a mi juicio un poco exagerado. La gran virtud de la Blade Runner original, virtud que le pertenece toda a Scott, es el clima neo-noir tan novedoso para la época. En cuanto al argumento, pareciera que se le escurre de las manos: la idea de la humanidad de los Replicantes, y por lo tanto de algo más profundo y existencial como qué es y dónde está el alma, pasa un poco por el costado. Por eso florecieron las fan theories acerca de si Deckard (Harrison Ford) es humano o Replicante. Como si los fans quisieran exprimir al límite el poco jugo que la película da al respecto. Pero 35 años después, Ridley Scott (acá productor) y Hampton Fancher (acá guionista, también lo fue de la original junto a David Webb Peoples, que adaptaron la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) entienden perfectamente de qué se trata la película que hicieron, y me animo a decir que en un punto son conscientes de lo que le faltaba. O quizás solo sea natural que una secuela, con su necesaria ampliación de la mitología, tienda a bucear más profundamente en los temas que en la original solo se insinuaban. En Blade Runner 2049, el héroe es directamente un Replicante. En el año 2049 (30 años después de los hechos de la película original), la Corporación Wallace desarrolló un nuevo modelo de Replicante, más obediente que el anterior. K (Ryan Gosling) es uno de ellos, que trabaja como Blade Runner: es decir, es un Replicante que busca y liquida modelos viejos de Replicantes. Alguien que mata a los de su propia especie. En una misión, encuentra unos huesos enterrados. Los análisis dicen que le pertenecen a una Replicante mujer que murió dando a luz. ¿Los Replicantes pueden concebir? K, bajo las ordenes de su jefa, la Teniente Joshi (Robin Wright), tendrá que buscar a ese hijo o hija y, muy especialmente, al padre. La empresa está atravesada por los propios dilemas existenciales de K, que al fin y al cabo son el alma de la película: ¿qué soy?, ¿puedo amar?, ¿soy libre? Es difícil imaginar cómo puede encararse esta historia sin la solemnidad pertinente, y Villeneuve al mando resulta la elección perfecta. En primer lugar, porque su trabajo junto al del extraordinario director de fotografía Roger Deakins (que ya había colaborado con él en Sicario y La sospecha) es deslumbrante. Sin atarse al neo-noir de la original, Villeneuve y Deakins construyen un futuro asombroso repleto de hologramas y escenarios arquitectónicamente imposibles. Pero además, porque logra llevar adelante la compleja historia imaginada por Fancher manteniendo el interés por casi tres horas. Y aunque en el último tercio aparece Harrison Ford y de alguna manera aliviana la solemnidad general, el resultado total es agotador en el buen sentido: después del último plano, cuando la pantalla funde a negro, en la sala se escuchó una exhalación, como si todos hubiéramos estado conteniendo la respiración.
Corta la bocha Renuncio a toda pretensión de originalidad: Zama es de las mejores películas de una directora que está muy por encima de sus contemporáneos. Sin dudas Zama es una de las películas argentinas más esperadas de los últimos años. Lucrecia Martel probablemente sea la directora más consistente y singular de la camada surgida a fines de los ‘90 en el Nuevo Cine Argentino y hacía tiempo que no filmaba, después del fallido proyecto de adaptar El eternauta. Pero además, Zama es la adaptación de una novela extraordinaria y de culto, difícil de llevar al cine (tanto por la historia que cuent como por cómo la cuenta), empresa en la que ya habían fracasado otros. Esta misma película tuvo problemas: el montaje se retrasó porque Lucrecia Martel terminó agotada luego del rodaje. Con este panorama, y con el agregado de que la película terminó estrenándose fuera de competencia en el Festival de Venecia (es decir: el festival no la seleccionó para competir), ya sabemos que estamos ante una película distinta, difícil, de esos objetos que ya vienen complicados de entrada, demasiado prestigiosos desde el vamos. Los críticos la vimos hace unas semanas, y en ese lapso hubo distintas opiniones. Pasó algo que siempre pasa: después de una primera oleada de entusiasmo y admiración, llegó la segunda de escepticismo y de “noesgrancosismo”. Ahora le toca al público, y eso es un enigma. Yo quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad. Zama es de las mejores películas de una directora que está muy por encima de sus contemporáneos (hombres y mujeres, de todas las latitudes). Capta la esencia de la historia de la novela de Di Benedetto y la traduce al lenguaje cinematográfico en una trasposición que debería ser estudiada en todas las escuelas de cine. El barroquismo lingüístico de Di Benedetto (con sus frases vuelteras, y sus largos incisos) se transforma acá en barroquismo audiovisual: planos compuestos por varias capas a distintas profundidades (siempre pasan cosas en el fondo), y un sonido que ya es marca registrada de Martel desde La ciénaga, con diálogos que se oyen en un segundo plano y que contribuyen a construir un entramado sonoro muy trabajado. Zama cuenta la historia de un funcionario criollo del Virreinato del Río de la Plata que espera, infructuosamente, una orden de la Corona para volver a su hogar con su mujer y sus hijos. La novela está dedicada “a las víctimas de la espera”, y Juan José Saer la ha catalogado como “anti novela histórica”, porque de alguna manera es la demostración de la imposibilidad de recuperar un tiempo pasado. Y el crítico de Variety Guy Lodge, a la pelícua, la catalogó como una “distopía colonial”. Como se ve, ambos “textos” (novela y película) consiguen lo mismo. Don Diego de Zama (perfecto Daniel Giménez Cacho) es un pusilánime, un humillado, un tipo al que hoy llamaríamos “perdedor”. Pero sobre todo, es un pasivo que en sus pocos arranques de furia es torpe y violento. Y ese asentamiento a la vera del río está construído más para comunicar extrañeza que para simular realismo: colores fuertes, animales extraños, aborígenes maquillados. Podría decirse que esta reconstrucción que no es reconstrucción triunfa ahí donde Jauja fracasó. Claro que no era fácil. En la segunda parte de la película, Zama se lanza en la búsqueda de un villano y la cosa se vuelve cada vez más pesadillesca. El relato toma envión y se estrella contra un final desgarrador. En cuanto a expectativas, es probable que al público le pase lo contrario que le pasó con la otra gran película argentina del año, La cordillera. La película de Santiago Mitre parecía (o simulaba) ser una cosa, y terminaba siendo otra. El giro era interesante, pero desorientó a muchos. Zama, en cambio, es fiel a sí misma hasta la desesperación, pero probablemente esté lejos de la sensibilidad del espectador medio. Sería una pena que no se animaran, porque la recompensa al final es grande.
El pasado nunca muere La esperada adaptación de It sacrifica la épica de la novela pero logra contar una historia redonda que asusta de verdad. Es probable que It sea la obra maestra de Stephen King y su libro más conocido aún por los que no lo leyeron. El terror que producen los payasos nos fue inducido por King en esa extraordinaria novela, al punto tal que el año pasado tuvo que salir en Twitter a decir “ey, muchachos, es hora de aflojar con la histeria por los payasos… la mayoría son buenos, alegran a los chicos, hacen reír a la gente”. Ahora con la llegada de esta esperadísima adaptación al cine (la primera, porque la anterior fue una miniserie para televisión) la Asociación Mundial de Payasos se quejó de que algunos de sus miembros están perdiendo el trabajo. Esto que puede parecer un chiste o una anécdota que no tiene mucho que ver con la valoración de la película de Andy Muschietti, lo que demuestra es la importancia extraordinaria de la novela dentro del género del terror de las últimas décadas. No voy a descubrir acá el talento de Stephen King, pero quiero dejar en claro que ese talento encontró su pico en It y que a 30 años de su publicación sigue marcando a fuego la memoria colectiva. It cuenta la historia de siete chicos que se enfrentan a un ser maligno que se alimenta de sus propios miedos, un ser que vive en las alcantarillas de Derry, el pueblito ficticio del estado de Maine donde transcurre la historia. Estos chicos son bullyeados en el colegio y tampoco son muy bien tratados por el mundo de los adultos, pero encuentran en la amistad y la unión entre ellos, la fuerza para sobreponerse a esos miedos (miedo al monstruo pero también miedo a cosas más prosaicas de la vida, como un padre abusador o una madre sobreprotectora). Pero a la vez que King nos cuenta la historia de estos chicos en el verano de 1959, también nos cuenta, alternadamente, la de estos chicos ya crecidos, adultos en 1986, que tienen que reencontrarse porque el terror volvió a Derry y solo ellos lo pueden enfrentar. La novela tiene dos virtudes. Por un lado, el terror es ubicuo y total. Acá no hay zombies, vampiros, hombres lobo o asesinos seriales; no basta con huir físicamente de una casa embrujada o de un vecindario oscuro. El “monstruo” es el terror que todos tenemos dentro, nuestros miedos más profundos. Por el otro, cuenta una historia muy sólida, un coming of age clásico pero que va más allá, porque alterna esa historia de un grupo de chicos a fines de los ‘50 con otra, en el presente (el presente en que fue publicada la novela, años ‘80), en el que esos mismos chicos ya son adultos y tienen que enfrentarse a los fantasmas de aquel verano. En un punto, It parece inspirada en aquella frase extraordinaria (y rotundamente cierta) de William Faulkner: “El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado” (en inglés suena mejor: “The past is never dead, it’s not even past”). Lo primero que salta a la vista de esta adaptación es la decisión de contar solo la historia de los chicos y dejar la de ellos como adultos para una segunda película que funcione como complemento de esta. Para un fanático de King y de esta novela en particular como yo, está decisión era sacrilega. Era despojar a It de la épica que la hizo grande. La gracia de la historia es poder ver qué fue de esos chicos al mismo tiempo que los vemos enfrentar a los bullies y a Pennywise. Y también percibir que el enemigo no es solo un payaso perverso sino un “ser” que existe a lo largo de años, décadas y siglos. De hecho, la novela comienza diciendo: “El terror, que no terminaría por otros veintiocho años (si acaso terminó alguna vez)…” Pero es recomendable deshacerse del traje de fanboy y reconocer que los guionistas Chase Palmer, Cary Fukunaga y Gary Dauberman tomaron la decisión correcta. El resultado, es cierto, pierde épica y fuerza, pero funciona muy bien por sí mismo: It, la película, es una especie de Cuenta conmigo de terror que no se ahorra escenas cruentas, que juega al fleje con la sexualidad adolescente y que redondea una historia sencilla (a diferencia de la novela) que balancea con precisión claridad y oscuridad. El mérito es casi todo de Andy Muschietti, que consigue crear unas imágenes potentes e ingeniosas para asustar al espectador: yo diría que son “sobresaltos con contenido”. Es un clásico en las películas de terror las escenas de sobresalto (muchas veces el causante es un gato, nada más). Acá los sobresaltos provienen de imágenes construidas con una precisión milimétrica: voces de chicos desaparecidos que se escuchan a lo lejos, un globo flotando, un payaso que sale de un ataúd. Antes de ver la película, leí varios comentarios de Twitter que destacaban que era “mucho más que una película de terror”. Es una afirmación equívoca. It no es nada más (ni nada menos) que una película de teror. Asusta. Pero tiene algo que muchas películas de terror no tienen: gente que pensó un rato largo en la mejor manera de asustarnos. El primero de esa lista fue Stephen King. Pero los que vinieron después hicieron su trabajo de la mejor manera posible.
La fragilidad del macho En su primera película, ganadora del Premio del Público en Venecia, Natalia Garagiola muestra una relación padre-hijo con mirada sensible y original. En un principio puede parecer extraño que esta película tan “masculina”, o al menos con un protagonista varón atravesado por conflictos propios de su sexo, esté escrita y dirigida por una mujer, y para colmo por una mujer joven y debutante. No sé si a ella le gustará o no (si estará de acuerdo no con) la observación, pero me parece que la primera secuencia da cuenta de esta cuestión de género. Un grupo de chicos se preparan para un partido de rugby y la cámara se mueve frenéticamente buscando sus rostros y captando esas expresiones adolescentes masculinas en las que abundan los “boludo”. El partido empieza, pero la cámara de golpe se va al campo de al lado, en el que un grupo de chicas juegan al hockey. A lo lejos se oye un disturbio y la música nos indica que está pasando algo malo. El partido de hockey se detiene y las chicas miran al otro campo. La entrenadora sale corriendo y, a pesar de que les dice a las jugadoras que se queden ahí, ellas corren también. El partido de rugby se interrumpió porque dos chicos se están peleando y el resto, en lugar de separarlos, los arenga. Las chicas observan, como observa la directora, ese ritual machote y animal. Uno de esos chicos será luego el protagonista de la historia, Nahuel (Lautaro Bettoni), cuya madre acaba de morir y que canaliza su angustia mediante raptos de violencia. Nahuel vive con su padrastro (Boy Olmi), pero deberá viajar al sur para reencontrarse con su padre biológico (Germán Palacios), un guía de caza hosco y huraño a quien no ve hace diez años. Su padre y su padrastro son dos modelos de masculinidad (uno urbano y profesional, el otro rústico y salvaje) y la historia de Temporada de caza es finalmente un coming of age de un chico que, camino a convertirse en un hombre, tiene que ver en qué tipo de hombre se quiere convertir. Si pensamos en las películas de coming of age con protagonistas masculinos, en general este conflicto no parece plantearse. El acento está puesto en el despertar sexual (acá también hay una historia en ese sentido, por supuesto), pero la masculinidad no suele estar puesta en discusión, a menos que sea para contar una historia gay (pienso en la extraordinaria Krámpack). Es ahí donde entra Natalia Garagiola con su mirada femenina, y se despacha con una película sensible sobre dos tipos rudos, que encuentra la fragilidad del macho con una cámara movediza y potente, y un Lautaro Bettoni (también debutante) alejado del prototipo del actor indie pero que igual logra transmitir una delicadeza pocas veces vista.