Puritanismo post-Crepúsculo Estudiantina superflua y pretendidamente banal mixturada con el sci-fi más clase B que Disney pueda imaginar, todo salpimentado por escenas de acción sin demasiado brillo, Soy el número cuatro (I Am Number Four, 2011) es la primer muestra del enorme daño que la saga Crepúsculo le ha hecho (y lamentablemente seguirá haciendo) al cine para jóvenes. Hermana menor de la serie Smallville, en la que el director D.J Caruso dirigiera un par de capítulos, Soy el número cuatro se centra en John, un “adolescente extraterrestre”– adolescente extraterrestre- que debe camuflarse entre estudiantes todo lo comunes y corrientes que el target ABC1 al que Disney apunta sus cañones pueden ser. Ya se han muerto tres de sus compañeros y él será el cuarto. Pero llegan las mariposas al estómago y todo intento de supervivencia quedará supeditado a la hermosa Sarah (Dianna Agron). Si la premisa de un ¿hombre? con superpoderes perseguido en la tierra remite a la serie de Warner, la última película del director de Control Total (Eagle Eye, 2007) exterioriza como pocas la velocidad supersónica con que se esparcen los paradigmas y tendencias cinematográficas en la industria norteamericana actual. Es que a más de un año del lanzamiento de Crepúsculo (Twilight, 2008), allá por noviembre de 2009, la prédica puritana, el modelo físico adolescente inflamado a anabólicos, la neutralización de la pulsión sexual y la gravedad impostada a machacazos pergeñada por la pluma de la mormona Stephenie Meyer se expande como mancha de petróleo en el Golfo de México. Ya desde la elección del casting y el avance a trancazos de Soy el número cuatro se ve el aura republicana de la saga vampírica, con el perdón correspondiente a los vampiros y sus fanáticos. El veinteañero Alex Pettyfer compite en inexpresividad con ese fenómeno del marketing llamado Robert Pattinson. Ambos son de la escuela del rostro pétreo, siempre con rictus de constipado, quejoso por los dolores de una vida que los excede y no logran comprender. Aquí y allá, son mundillos donde drama se confunde con pesadumbre. Pero no es todo: adolescente y con torneado físico inhumano –lógico, es extraterrestre-, John encuentra en la belleza angelical de Sarah un motivo más que suficiente para su primer enamoramiento. Y sí, cualquier hombre haría lo propio si ella tuviera el rostro ahora mundialmente conocido de Dianna Agron, en un papel a años luz de los matices y vericuetos de la porrista embarazada de Glee. Lejos de celebrarlo, Caruso impone la misma condena moral a la pulsión y el deseo sexual que hacía Mayer con la insufribles diatribas morales del libido Pattinson. Quizá por eso haya una discordancia entre lo que se cuenta y la forma de hacerlo, con una gravedad inusitada, como si cada acto nimio de la vida cotidiana estuviera cargado con la certidumbre de lo irrepetible. Aquí está todo rebajado la idealización adolescente: él es perfecto, ella también, se conocen, se corresponden, pero no pueden. Épica romántica para púberes. ¿Que el trailer promete tiros? Sí, un poco hay. Malas, digitales e irrelevantes (¡igual que Crepúsculo!), las escenas con perseguidores de tres metros que acosan a nuestro héroe poco hacen para salvar a Soy el número cuatro del panfleto conservador. Película imposible, donde ni siquiera el nerd parece nerd.
Hay un diablo en mi cuerpo Enésima revisión de ese clásico más clásico del cine de terror que es El exorcista (The Exorcist, 1973), El Rito (The rite, 2011) se presenta como una propuesta que suple la falta de originalidad con un desarrollo interesante y atrapante. Pero se empantana en su propia tibieza conformándose con la mediocridad de un par de saltos y sustos. Supuestamente basada en hechos reales (¿alguien se encargará de comprobar la veracidad de las situaciones englobadas bajo esa leyenda?), la película del sueco Mikael Håfström narra la historia de Michael Kovak (un plástico y felizmente ignoto Colin O'Donoghue), seminarista y ex empleado de la casa fúnebre regenteada por su padre. Con su fe presa del descreimiento, lo envían a Roma para que tome clases de exorcismo. Para que se curta, digamos. Ahí conoce al poco ortodoxo Padre Lucas (Anthony Hopkins, quien aseguró que era su mejor película desde El silencio de los inocentes) y descubrirá que sus dudas eran infundadas: el Diablo existe. Si hay algo que amerita la visión de El Rito es su tercio inicial. La primera escena es el preparativo de un cuerpo para su velorio. El recorrido pausado, casi admirado de Hafstrom por el principio del fin de una fisonomía humana; el procedimiento automático pero meticuloso con que Kovak lo maquilla, lo viste, lo armoniza; la presencia fantasmagórica de un Ruthger Hauer corroído por el tiempo invitándolo a cenar, todo construye una atmósfera ominosa, plena de claroscuros visuales, donde la multiplicidad de temas promete un relato atrapante. Porque después de allí, quizá como contraposición al patriarcado absoluto de su casa o como búsqueda de respuestas espirituales al hecho infinitas veces certificado de la expiración del cuerpo, Michael parte rumbo al seminario. El Rito se pone mejor: el futuro cura piensa no ser tal porque descree, porque la religión no le dio las respuestas que buscada. Si hasta mira con apetencia sexual a una compañerita. ¿La película más iconoclasta del año? No, porque aparece el Padre Lucas y exorciza a El Rito dejándola inocua como una seda. El tour de force religioso de Michael por los suburbios de la estilizada Florencia es el mismo al que Hafstrom somete a un espectador que lentamente empezaba a contagiarse del descreimiento generalizado. El Lucas de Hopkins, como el Lionel Lougue de Geoffrey Rush en la sosa El Discurso del Rey (The King's Speech, 2010), está construido a brocha gorda, por el puro utilitarismo narrativo de generar una situación aún mayor. En este caso es, se dijo, inspirarle espiritualidad al descreído. El desenlace es a puro grito y efecto especial. Poco queda de aquella lasciva mirada de Michael a su compañerita, de la fascinación (de él y de la cámara) por el cuerpo y su contorno. El Rito prometía mucho más.
Cara de piedra De cómo reaccionar ante dos soldados encargados de anunciar la muerte en combate de un familiar. Sin disparar un solo tiro en todo su metraje, El mensajero golpea duro y consigue covertirse en una de las películas más descarnadas sobre la Guerra en Irak. Niña mimada de los festivales desde el Oso de Plata al mejor guión en la última Berlinale, nominada a dos Oscars y ganadora de ocho premios durante la temporada 2009/10, El mensajeroes otro exponente de esa inmolación comercial que son las películas sobre el actual conflicto bélico en Irak. Revisionismo crítico en tiempo real, la primera ola se inició algunos años atrás con la excelente y olvidada La Conspiración(In the valley of Elah) y con el desquicio de Redacted, mientras Kathryn Bigelow abrió la segunda camada con su Vivir al límite, seguida bien de cerca por Paul Greengrass con la aquí directo a DVD Ciudad de las tormentas y un poco más atrás por El mensajero. Tanto aquellas dos como estas tres tienen en común una narración centrada no tanto en el núcleo del conflicto armado como en sus márgenes -la locura, la desilusión, la miseria humana maximizada-, y funcionan también como anverso y reverso del sentido colateral de la guerra: el soldado de Matt Damon chocándose de frente contra la pantomima diplomática con forma de armas inexistentes, Tommy Lee Jones y su Hank cayendo a cuenta del patriotismo impostado que pregonan los gobernantes, la alineación de Jeremy Renner ante la inminencia de la muerte o la deshumanización absoluta de la cuadrilla de Brian De Palma son apenas eslabones de una larga cadena de irregularidades y negligencias, cuyo punto final está en las miles de muertes que aumentan a pasos agigantados desde marzo de 2003. Es justamente esa etapa la que aborda la ópera prima coescrita y dirigida por Oren Moverman. Veterano de combate del ejército israelíy uno de los guionistas de la biografía de Bob Dylan I’m not there, Moverman cuenta la historia del Sargento Will Montgomery (Ben Foster), flamante incorporación a la unidad de mensajeros de las Fuerzas Armadas norteamericanas, cuya tarea es tanto o más dolorosa que la lucha armada. O quizás peor, porque si en aquella priman los tiros, la adrenalina, la latencia de la muerte corporizada en los susurros de las balas; aquí la acción se limita al anuncio de la pérdida de un hijo o un marido a los padres y esposas: puro sedimento para el alma, un largo encadenado de sin sabores que deben pasar por dentro ante la imposibilidad reglamentaria de un abrazo de consuelo. El Capitán Tony Stone, superior inmediato y compañero de viajes del novato, tiene aceitado el mecanismo y procede no con desdén ni desidia, pero sí con la pulcritud monocorde del oficio, como un parlante autómata que soporta estoico los escupitajos e insultos. “Estacionamos el auto lejos para evitarles la tortura de ver a dos oficiales bajando”, le explica al discípulo un enorme Woody Harrelson. Resulta curioso verlo así, quieto, calmo, acorsetado en su propia fajina, a la vez tan lejos del histrionismo y desmesura gestual del Charlie Frost de 2012 y el Tallahassee de Tierra de Zombies pero tan cerca en su grado de locura. Porque Tony Stone es un león domado por la burocracia, tiene la locura apaciguada, como si el tiempo incrementará la aparente despersonalización de su trabajo. Es en esa faceta donde El mensajero adquiere peso propio. Donde imperaba la tentación de explicaciones y justificaciones, Moverman articula un tour de force emocional cuyo destino es tan concreto como dificultoso su arribo. El consuelo mutuo con una reciente viuda (Samantha Morton), la frialdad de las disculpas de quienes los reciben a escupitajos, la catarsis y la lenta pero simbiótica relación que se establece entre ambos serán apenas paliativos para una herida incurable.
Salt reloaded Menos de seis meses después del estreno de Agente Salt (Salt, 2010), Angelina Jolie sigue en el rol de femme fatale perseguida por el servicio secreto de turno en El turista (The Tourist, 2010) , esta vez enloqueciendo hasta la médula al pobre visitante norteamericano que interpreta Johnny Depp. Lejos del desastre de proporciones épicas que la prensa internacional vaticinaba, el debut en Hollywood del alemán Florian Henckel von Donnersmarck (La vida de los otros, 2006) es una sobria comedia que, como nunca antes, reconoce la belleza enorme de Jolie. El pobre de Frank (Depp) intenta reparar el corazón roto después de su reciente viudez recorriendo las principales urbes europeas. En el tren de París a Venecia conoce a Elise (Jolie), con quien inicia un juego de seducción que culminará en un elegante hotel italiano. Pero ella tiene otras intenciones. Perseguida por el servicio secreto norteamericano, Elise tratará de hacerles perder la pista mientras busca su verdadero objetivo. Difícilmente sea fruto de la casualidad los estrenos de Agente Salt y El turista separados por menos de seis meses. Los papeles casi calcados de Angelina Jolie, sibilina, parca, de magnetismo físico inconmensurable, son producto de que la industria norteamericana comienza a darle el lugar que mejor le sientan a sus curvas mortales. La diferencia entre ésta y su virtual predecesora –además de las connotaciones políticas y el apego por la acción desenfrenada- radica en la validación cinematográfica de la tendencia. Como pocas veces en la filmografía de la hija de Jon Voight, El turista está atravesada por la magnificación de su figura mediante la obnubilación de los personajes que conforman el cuadro: todos se dan vuelta para verla, todos abren sus bocas incrédulos ante su paso. Esa aceptación de la figura femenina ubican a esta historia de persecuciones entrecruzadas (Elise está de novia con un banquero corrupto al que busca la policía y la mafia; Frank tiene la desgracia de parecerse) en un lugar mucho más lúdico y feliz que la supuestamente lúcida y feliz Duplicidad (Duplicity, 2009). Lo que allí era todo cálculo y premeditación para rumbear la trama hacia el cancherismo grácil, aquí es burbujas y leve, como si von Donnersmarck supiera que el espectador sabe que posiblemente nada salga demasiado mal, que todo se puede doblar pero jamás romperse.
Expreso a la adrenalina Hace poco más de un año, Tony Scott trajo Rescate en metro 123 (The Taking of Pelham 1 2 3, 2009), remake de un clásico de los setenta que narraba las peripecias de un operador de subte devenido en héroe cuando secuestran a la formación del título. Ahora llega el turno de Imparable (Unstoppable, 2010), suerte de versión mejorada de aquella otra: aquí no hay matices ni psicologuismos sino el enfrentamiento puro entre el hombre y la máquina. El resultado es una de las mejores películas de acción de los últimos años. La trama gira en derredor de un tren fuera de control cargado con productos químicos y combustible que se dirige directo a una ciudad plena de habitantes. En esa misma vía una locomotora comandada por un ingeniero (quinta colaboración del director con Denzel Washington) y un flamante conductor (Chris Pine) procurarán perseguirlo (sí, perseguirlo. ¡En la vía!) para detener la inminente catástrofe. No es una novedad que los cineastas siempre se fascinaron por la magnificencia visual y sonora del tren, algo que ya se vislumbra desde los cortos bautismales de la historia del cine. La escena inicial de Imparable es, además de una ubicación espacial para el espectador, un retorno a las fuentes primitivas del cine. En tiempo de efectos digitales y 3D, Scott hace un acto de militancia tomando a las locomotoras desde un contrapicado que bien puede ser un retorno a aquella fascinación iniciática por la tecnología más táctil y aprensible. Imparable es más homenaje al cine ochentoso que Los Indestructibles (The Expendables, 2010), en cada uno de sus planos hay más amor y sabiduría que la tibieza timorata de Robert Rodríguez y su Machete (2010). Si hay algo innegable en Imparable es la plena autoconciencia de su condición: no pasan más de un par de escenas para que la mole férrica esté rodando sin control por las rieles norteamericanos. Hay allí una depuración del habitual estilo Scott. Si en Rescate en el Metro 123 dotaba a sus criaturas de un gramaje supuestamente humano y “psicológico”, pero a todas luces artificioso (recordar las explicaciones del personaje de John Travolta), aquí hay dos esbozos sobre la vida de los protagonistas. Y hechos de una forma tan crasa que hablan de un cineasta dispuesto a transitar los lugares comunes a la mayor velocidad posible, como si fuera la consecuencia colateral del cine de acción, para luego sí dar paso a lo verdaderamente importante. Scott continua con la línea de aquellos trabajadores clase media en cuyas manos radica la salvación no del mundo, pero sí la capacidad para evitar un desastre de enormes proporciones: son los hombres cotidianos sometidos a situaciones que no son tales. Pero lejos de un panegírico a la vilipendiada clase trabajadora norteamericana –la más damnificada desde la explosión de la burbuja inmobiliaria en 2008-, Imparable los tiene allí por la pura circunstancialidad de los hechos que se narran. Película dinámica de principio a fin, larga voltereta de montaña rusa de poco más de hora y media de duración, Scott edificó la que quizá sea la película con menos connotaciones políticas de su carrera. Es curioso ver cómo los supuestos antihéroes, aquellos que reposan en la comodidad de las oficinas, son menos maliciosos que zopencos, y los buenos lo son –como se dijo- por que el destino los puso allí. Poco importa la lógica o no de las situaciones planteadas. Imparable es una relato de acción atrapante e intenso como pocos, guiado por la sabia mano del viejo Tony Scott, cada día mejor que su hermano.
Un algodón para los oídos, por favor Es casi ya una rutina: cada verano, y como un fenómeno ajeno a los vientos cinematográficos que soplen en el país del norte, se estrena un musical. El año pasado fue el bochorno de Nine (2009), que ganó con honores el título a mejor película del año. Pero sorpresas da el cine, y cuando nada hacia suponer que el hombre fuera capaz de pergeñar algo peor, llega Noches de encanto (Burlesque, 2010). El film, abominable, es una burda mezcla de la clásica historia de asensos frente a la adversidad con la ñoñería más lastimosa de Casi Ángeles. El film del felizmente ignoto Steven Antin narra las peripecias de Ali (interpretada por, ¡ay!, Christina Aguilera), una chica de Iowa que sueña, para variar, con convertirse en una exitosa cantante en las siempre generosas tierras de Los Ángeles. Así da con el Burlesque Lounge, un teatro a cuyo escenario suben a diario un puñado de bailarinas siempre listas para el espectáculo revisteril que regentea la magnificiente Tess (Cher). Ali consigue trabajo como moza, pero está dispuesta a más: sabe bailar y cantar. Es improcedente para un sitio especializado en el cine y el mundo audiovisual ejecutar un análisis pormenorizado de los dotes artísticos que la industria le atribuye a Christina Aguilera. Ni hablar de un ensayo sobre la musicalidad o no de una voz, acto casi irrespetuoso para los analistas del rubro. Pero sí es válido un enfoque desde la honestidad del desconocimiento. Hecha la aclaración, Aguilera parece algo confundida. Da la sensación que cantar y gritar son sinónimos en su diccionario: siempre a todo volumen, confunde la emoción de un tono acercado, la precisión vocal para dar en el blanco emocional con el griterío histérico ante un ídolo invisible. No pasan dos escenas para que la cantante grazne junto al quejido de una vieja fonola, acto que invita a la suposición de que Noches de encanto será un largo artefacto concebido únicamente para el lucimiento de la protagonista. Pero felizmente no es así. Entre su llegada al Burlesque y el anhelado asenso de la bandeja redonda a las tablas pasan poco más de 40 minutos del sonido casi armónico de la no-voz de Aguilera. Porque podría ser peor, con ella cantando frente al espejo o imaginándose alumbrada por un reflector. Pero no, Antin lo evita y mete el único acierto en el metraje todo. Ya con los odios empachados y suplicando piedad, llega el momento de abocarse a la faceta puramente cinematográfica, intentona tanto o más insalubre que lo anterior. Hay una escena que ilustra a la perfección la desprolijidad y el desdén de Noches de encanto. Suerte de madama musical, el personaje de Cher ilustra a la poco curtida Ali sobre las bienaventuranzas de la revista mientras toma un pincel cargado de brillo para labios. Una fino trazo, el casi imperceptible brillar de la boca, elipsis y.... ¡labios totalmente pintados de rojos!. Noches de encanto es una barrabasada de lugares comunes y clises mal usados, recorridos sin la sabiduría necesaria para ennoblecer la historia. Película olvidable para los ojos, más no así para los oídos.
Publicada en la edición impresa de la revista.
La balada de Jack y Greg Y finalmente ocurrió: Los fockers se hicieron franquicia. Tercera parte de la ¿saga? iniciada en el 2000, Los pequeños Fockers (Little Fockers, 2010) es una comedia sin un eje claro que naufraga entre la corrección y la medianía. Si hasta Ben Stiller está atado... La historia transcurre ocho años después de que Greg Focker (Ben Stiller) y Pam (Teri Polo) dieran el sí. Con mellizos y una inminente mudanza a cuestas, Jack (Robert de Niro) sigue alerta ante los movimientos de su yerno, a quien tiene entre ojos por un posible affair con la bonita empresaria farmacéutica Andi García (Jessica Alba). Todo estallará cuando el clan se reúna nuevamente para celebrar el primer lustro de los pequeños Fockers. Tanto La familia de mi novia (Meet the Parents, 2000) como La familia de mi esposo (Meet the Fockers, 2004) se apoyaban principalmente en la dicotómica relación entre una pareja de personajes. Así como en la primera era el duelo constante entre el veterano exagente de la CIA y el buenudo del futuro marido de la hija, en la segunda era la irrupción de los padres de éste, cuya relación oscilaba constantemente entre una conexión metafísica y el amor como acto primigenio (la exteriorización constante del deseo sexual es una característica sine qua nonde la Nueva Comedia Americana). Por eso era fundamental tándems actorales que hicieran gala de aquello a la vez tan inaprensible pero visible y notorio que es la química en pantalla. Robert de Niro redescubriéndose como comediante y un Ben Stiller elevando hasta el paroxismo la extraordinaria capacidad de sus criaturas para estar en el lugar inoportuno al momento menos indicado hacían de La familia de mi novia una comedia clásica y previsible, pero a la vez fresca y redondita. Aún se recuerda la profunda incomodidad de ambos personajes en cada plano. Algo más desparejo fue el resultado de La familia de mi esposo. La historia original reescrita a la inversa (el encuentro de ambas parejas progenitoras) y situaciones demasiado artificiales dejaron atrás la incomodidad seminal, pero la película respiraba con la incorporación del flamante pareja Dustin Hoffman - Barbra Streisand como padres de Greg y la feliz idea de acentuar la escatología en varias escenas rumbeándolas al sello Farrelly (inevitable recordar a Jim Carrey amamatándose en Irene, yo y mi otro yo cuando de Niro hace lo propio con su nieto). Y así llegamos hasta esta tercera parte con el neoyorquino Paul Weitz reemplazando a Jay Roach –ahora productor- en el sillón de director. Ya ese cambio era indicio del posible nuevo rumbo de la saga. Bien lejos de la catalogación de mal director, Weitz es un cineasta ajeno no a la construcción de comedias (American Dreamz es una gran comedia) sino al cosmos de la Nueva Comedia Americana. Quizá allí esté el origen del intento de corrección y moraleja final chirriante felizmente ausente de las anteriores películas, ubicando a Los pequeños Fockers más cerca del tono reflexivo de la mucho mejor Un gran Chico (About a boy, 2002) que de la festividad y la mencionada escatología de sus entregas previas. Pero falla también la clave dualística. Aquí no “enfrentamientos” que procedan a los recapitulados un par de párrafos más arriba. Jack y Greg siguen peleando, sí, pero con el amesetamiento propio del paso del tiempo en conjunto, sin el efecto “sorpresa” de las dos películas anteriores. Los pequeños Fockers es como la vida misma: da la sensación que con el aumento del conocimiento las peleas yerno-suegro son más por hábito que por razones atadas a la coyuntura emocional. Por eso Jack enarbola teorías conspirativas a raíz del acto tan cotidiano de una bolsa de medicamentos en la valija de un enfermero, por eso la propuesta de continuar el legado familiar a su yerno es menos una novedad que otro eslabón más en una larga cadena de tumultos. Y allá también Owen Wilson pululando como banquero espiritista. Gracioso en su primera, segunda y hasta tercera intervención, el loop y falta de dimensionamiento lo deslucen. Es el fiel reflejo de una saga que, lamentablemente, asentó cabeza en la monotonía de la rutina.
Mundo virtual, emoción nula Suerte de remake arropada como secuela, Tron: El legado (Tron: Legacy, 2010) retoma la temática y la forma del clásico de culto de Disney de 1982, Tron. Pero no lo hace de la mejor forma: la seriedad impostada y la solemnidad con que trata una premisa básica (un conflicto padre–hijo) y un metraje que se estira como chicle en zapatilla hacen de la ópera prima de Joseph Kosinski una película fallida. Y con ganas. El punto cero de la historia es 1989, cuando Kevin Flynn (un Jeff Bridges noventoso, obra y gracia de la tecnología digital) le cuenta a su hijo (Garrett Hedlund) los enormes avances tecnológicos que ha hecho con su Encom Company: encontró La grilla y está seguro que revolucionará el mundo. Una noche se va para no volver, dejando al pequeño Sam a cargo de sus abuelos. Casi 20 años después, mientras el ya adulto primogénito investiga una señal supuestamente enviada desde el bíper de Kevin a su socio, encuentra el portal de ingreso a una realidad virtual. Y da con la verdad: su padre no está muerto, está atrapado. Da la sensación que los ejecutivos de Disney debían montar un dispositivo cinematográfico con el único fin de contener los chiches visuales del metamundo virtual. Por momentos Tron: Legado es eso: un serie de viñetas-escenas de acción discordantes entre sí, encastradas una tras otra por mero capricho del director. Y lo peor es la absoluta dispensabilidad entre una y su inmediata seguidora. Bien vale la siguiente prueba: imagine la trama sin las peleas en el esa burbuja vidriada, o el duelo en moto que transcurre en esa arena pública recortada a su cuarta parte, y el producto será el mismo. Con menos estímulos visuales, sí, pero el mismo. Este argumento es rebatible aduciendo que ésa bien puede ser una característica casi germinal de las películas de acción: la acción por la acción misma. Pero si, por citar un ejemplo, en Misión imposible II (Mission: Impossible II, 2000) la persecución en dos ruedas genera una ansiedad casi nociva esperando más y más incoherencia e inverosímil, aquí es un loop repetitivo de muertes y evaporaciones: mucho 0 y 1, mucha CGI, pero de emoción y adrenalina, bien gracias. Si las escenas de acción son caprichosas, el mínimo hilo que las interconecta carga el lastre de creerse trascendental y epifánico. Como en la trilogía Matrix, Tron: El legado se vuelve seria y pavota en sus pretensiones de filosofar, evangelizar y ensayar una opinión del mundo con herramientas demasiado pobres no sólo desde lo visual, también desde lo ideológico: el cine ha evolucionado demasiado en 120 años como para insistir con la inclusión de soliloquios escupe-verdades-absolutas que, encimas, resultan pacatos. Bajo la fanfarria audiovisual de Tron: Legado está el minúsculo conflicto de padre e hijo. Minúsculo no por el conflicto en sí sino por el tratamiento superfluo y casi banal que le toca en suerte (o en desgracia). Kosinski no puede o simplemente no quiere darse cuenta de eso, y deja que las escenas se estiren hasta el hartazgo. Y en medio de toda esa perorata e ingeniería digital está el enorme Jeff Bridges y su cara de oso cansado, su barba cana y tupida como signo inequívoco de sabiduría y experiencia. El parece ser el único que por momentos no se toma demasiado en serio el asunto y que sabe que está en medio de un cosmos absolutamente inverosímil. Es un mundo que felizmente sólo existe en una realidad virtual.
Primera ficción del documentalista Víctor Cruz, El perseguidor narra la historia de un matrimonio (Marita Ballesteros y Alejo Mango) acechado por un personaje cuya presencia corpórea no se manifiesta hasta bien avanzado el metraje, pero que se presiente desde el comienzo mismo. El ¿ladrón? ¿detective? ¿voyeur? ¿todo junto? en cuestión los filma en secreto y descubre la cara oculta de una pareja en apariencia perfecta. El mismo Cruz reconoció en varias entrevistas gráficas la enorme influencia de Haneke, algo que se manifiesta desde un punto de partida de indudables reminiscencias a Cache. Pero si allá todo era implosivo, hacía adentro, aquí el crecimiento exponencial de la tensión, la utilización de una cámara subjetiva, los encuadres perfectos que muestran personajes siempre a punto de explotar ubican a El perseguidor –parte de la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata ’09- más cerca del díptico El asaltante-La Sangre brota (sobre todo de la primera) que de la película francesa. La referencia no es casual: Pablo Frendrik, director del binomio, es el productor del film. Más allá de eso, El perseguidor es un atrapante thriller, intenso en su escaso metraje, narrado con solidez y justeza, que ubica a Víctor Cruz como un director a tener en cuenta.