"Eternals": lánguidos, tristones y melancos La película dirigida por Chloé Zhao, la realizadora de "Nomadland", propone una larga cadena de traiciones y engaños dignos de un culebrón mexicano y oralizados con una seriedad sepulcral. El Universo Cinematográfico Marvel continúa avanzando rumbo a la conquista de la taquilla planetaria. Por el encadenamiento narrativo de su sistema de fases, Eternals es la tercera película de la fase 4, iniciada con Black Widow y Shang-Chi y la leyenda de los Diez Anillos. Pero la vuelta de página luego de la muerte de varios Avengers en Endgame empieza oficialmente con esta historia sobre un grupo de superhéroes provenientes del planeta Olimpia que llegaron a la Tierra miles de años atrás. Ese aire iniciático se nota, principalmente, en un relato centrado no tanto en la acción como en la presentación de los personajes, con sus motivaciones, historias personales (hay varios romances y traumitas que atraviesan siglos) y vínculos en primer plano. Gran problemón insorteable para Eternals: ninguno de ellos les llega a los talones en términos de carisma a Iron Man, Thor o Black Widow. Ninguno tiene su interés, menos su magnetismo. Aquí son tristones y melancos, tipos y tipas que de tan preocupados por todo emanan languidez y una falta de vitalidad llamativa para los parámetros superheroicos. Ni Batman vs Superman, hermanados al saber que sus madres compartían nombre, llegó a tanto. El segundo problema es que todo eso empapa una película que dura más de dos horas y media, pero podría durar, siendo generosos, cuarenta minutos menos. Si con la elección de Chloé Zhao como directora -que pega el salto de los dramas indies naturalistas y más bien parcos, con la oscarizada Nomadland como muestra de su estilo, a una superproducción enorme- se buscaba darle una impronta terrenal a lo que hasta entonces era épico y frenético, la apuesta no parece haber salido bien. El despliegue visual de Eternals, desde ya, es apabullante, aunque gratuito, con fondos digitales incluso en aquellas escenas que podrían haberse resuelto de manera analógica, utilizando las viejas y queridas locaciones. Pero hay aquí una ambición que hace que se hable –mucho, demasiado– del universo, la galaxia, Dios, la humanidad, el Bien y el Mal, con mayúsculas. La vieja troupe podía ser cualquier cosa, pero evitaba caer en el existencialismo new age de quienes, para colmo, han vivido engañados. No conviene adelantar de qué va el engaño en estas épocas de tiranía del spoiler. Lo cierto que es que los Eternals llegaron en una nave espacial, mandatados para la voz de su líder, el dios Arishem, para evitar que los Desviantes tomaran el control de la humanidad. Sin embargo, esos bichos, cruzas de Alien con el monstruo de The Host, de Bong Joon-ho, reaparecieron una y otra vez a lo largo de la historia, siempre para enfrentarse con un grupo que representa un amplio abanico racial. Hay afroamericanos (Brian Tyree Henry, cuyo Phastos también es gay, cuestión de tildar dos ítems de la corrección política con un mismo movimiento), asiáticos (Gemma Chan, Ma Dong-seok), indios (Kumail Nanjiani) y latinos (Salma Hayek). Y una directora de origen chino. Marvel arma elencos y equipos técnicos pensando menos en el norte artístico del proyecto de turno que en poder ufanarse de acumular distintas tonalidades de pigmentación. La troupe anduvo por Babilonia hace 2500 años y por Tenochtitlán hace 800. En la actualidad –que, según se dice, es cinco años luego de Endgame- la cosa parece muy tranquila y cada uno anda en la suya, hasta que uno de esos reptiles aparece de la nada para manducarse la cabeza de un hombre. Un inicio violentísimo que preludia una de las pocas escenas de acción urbana de toda la película. Lo que descubren es que los bichos, a diferencia de antes, tienen la capacidad para regenerarse. Es de esperar que ocurra lo habitual: que los Eternals se junten, se peleen un rato entre ellos, se unan ante un mal mayor, tiren algún chiste, ganen y su ruta. Pero no. Eternals propone una larga cadena de traiciones y engaños dignos de culebrón mexicano y oralizados con una seriedad sepulcral. Por ahí también está Angelina Jolie paseándose como sonámbula, metiendo algún que otro bocadillo out of context, mientras abraza un registro que mezcla desinterés y cuelgue. Como la película.
Las cosas nunca fueron fáciles para Asia. Enfermera de un hospital, tiene 35 años y una relación complicada con esa hija adolescente a la que ha criado sola, con dosis iguales de esfuerzo y sacrificio, de voluntad y valentía. Esa chica se llama Vika y está en una etapa plena de descubrimiento, con largas jornadas entre amigos no exentas de atracción hacia uno de los chicos. Es en ese momento que avanza una enfermedad muscular degenerativa que, más temprano que tarde, afectará sus pulmones. Una película sobre una madre joven con una hija aquejada por una enfermedad terminal enciende las luces de alerta ante el potencial riesgo de sentimentalismo y golpes bajos, de esos que solo buscan la lágrima fácil, que suele implicar las historias de este tipo. Pero la realizadora israelí Ruthy Pribar logra con su ópera prima un respetuoso, sobrio y genuinamente emotivo acercamiento a la relación de estas dos mujeres ante la certeza de la muerte. Pribar describe las rutinas de esas mujeres a través de sus acciones cotidianas. Rutinas que irán confluyendo a medida que la enfermedad avance y Vika (Shira Haas, protagonista de la miniserie de Netflix Poco ortodoxa / Unorthodox) sienta cómo su cuerpo deja de responderle, obligando a Asia (Alena Yiv) a dejar de lado el poco tiempo dedicado a sí misma. En este logrado drama doméstico, cuyas acciones están mayormente circunscriptas al hospital y la casa, salen a la luz cosas no dichas y los miedos ante la muerte enfrentados con entereza por las mujeres. El espectador, entonces, como observador privilegiado de una situación tan dolorosa como inevitable.
"Lo inevitable", con Juana Viale: el fin del mundo está cerca Lo inevitable es una película sobre gente chiflada a la que, sin embargo, le falta locura, desquiciarse junto a esos personajes que creen a pies juntillas que el Final (así, con mayúsculas) está cerca. Cruza del ideario de El cuento de la criada, con los hombres supuestamente mandatados por Dios –o algo así– para timonear los destinos de las mujeres, y del sectarismo místico-alucinatorio de Midsommar, de Ari Aster, las primeras acciones de la película del realizador Fercks Castellani adscriben rápidamente al modelo narrativo del terror religioso al mostrar la llegada de una familia a un caserón abandonado en medio de la nada luego de que el auto en el que viajaban choca en plena noche. Allí no hay nadie, una tranquilidad inicial para quienes parecen estar huyendo de algo. O de alguien. Desde ya que no es una familia muy normal: mamá Juana (Juana Viale) viste un atuendo íntegramente negro, con un sombrero muy similar al de Elisabeth Moss en la adaptación del libro de Margaret Atwood; su hermano Marcos (el siempre intenso Luciano Cáceres) repite versículos de la Biblia como verdades absolutas, y la hija de ella, Laura (Daryna Butryk), no termina de entender del todo lo que está pasando. La casa está en penumbras, solo iluminada por velas y lámparas a kerosene que tiñen las imágenes de una tonalidad anaranjada. En ese sentido, Lo inevitable –que parece transcurrir en la década de 1930– es técnicamente irreprochable en sus escenas de interiores, que son amplia mayoría: hay en los movimientos de cámara cierta elegancia, una fotografía que aprovecha los contrastes entre las luces y las sombras para imprimir un aura de misterio y acechanza. Un acecho que permanece, al menos al principio, en estricto fuera de campo y del que solo llegan noticias a través de una radio que emite comunicados oficiales alternando sobre la llegada del Apocalipsis, con frases como “El momento ha llegado”. Las dudas sobre cómo proceder son el núcleo central de la discusión entre Juana y su hermano, quien tiene por costumbre latiguearse la espalda para purgar las culpas. Algunos flashbacks revelarán luego un pasado luminoso, de prendas blancas y cielo celeste, reforzando así la similitud con Midsommar. Los problemas empiezan en la segunda mitad del metraje. Aquello sugerido queda en eso, en el esbozo de una trama que nunca llega a desarrollarse. A cambio, aparece en la puerta un personaje tanto o más desquiciado que los integrantes de una familia que, de allí en más, seguirá cada uno su rumbo. Marcos continuará con su trip mental enfrentándose con el recién llegado (Javier Godino) en el bosque que rodea el caserón, al tiempo que Juana caminará por la casa y entre los árboles como si estuviera desnorteada, sin rumbo, igual que la película. Lo inevitable, entonces, termina siendo una hija putativa de cierto cine de terror psicológico contemporáneo de ínfulas autorales, en la línea del mencionado Aster, Robert Eggers (La bruja, El faro) o David Robert Mitchell (Te sigue). En esa línea se entiende una última imagen que apuesta a resignificar buena parte de lo visto y tiene en su ADN la huella de M. Night Shyamalan.
La historia de Yo nena, yo princesa es conocida. Todo empezó a fines de la primera década de 2000, cuando el hijo de un matrimonio, de apenas dos años, le dijo a su madre la frase del título, puntapié para una lucha –intrafamiliar, burocrática– para que ese chico, en 2013, pasara a llamarse oficialmente Luana, convirtiéndose en la primera menor trans en el mundo en tener un documento oficial acorde a su identidad de género. Basada en el libro homónimo escrito por Gabriela Mansilla -madre de Luana, que hoy tiene 14 años-, la película de Federico Palazzo recrea aquella historia centrándose en los mil y un obstáculos que debió sortear el grupo familiar, desde los abuelos hasta los padres (Eleonora Wexler y Juan Palomino), pasando por la propia Luana (interpretada por la niña trans Isabella G.C.). Habrá, entonces, encontronazos matrimoniales, psicólogas que proponen “métodos correctivos”, colegios que no acompañan su transición de género y algún que otro funcionario público dispuesto a trabar las cosas. Yo nena, yo princesa está pensada como una película de divulgación, de registro de un suceso histórico. Apoyado en actuaciones intensas, pero nunca desbordadas, y con una línea claramente demarcada que divide a los “buenos” de los “malos”, el relato encuentra en la fluidez narrativa su principal mérito. El problema es que, sobre el final, el guion asume estar escrito desde un presente muy distinto en términos de reconocimientos y derechos identitarios, y pone en boca de los personajes términos y conceptos estrictamente contemporáneos, sentando de manera obvia –y varias veces– una posición a favor de la diversidad y la inclusión.
"CODA: señales del corazón", el cine, ese terreno donde los sueños pueden cumplirse El film es una apuesta por la inocencia y la superación, además de representar un mundo vaciado de cinismo e ironía. Lo que a priori suena cursi es resuelto con fluidez y eficacia, utilizando elementos del romance juvenil, pasos de comedia y algún apunte social. Es muy probable que CODA: Señales del corazón sea el primer caso en la era del streaming de lo que en la jerga cinematográfica tradicional –aquella que pivotea alrededor del estreno en salas– se llama “sleeper”, es decir, películas por las que nadie da dos mangos que, sin embargo, terminan convirtiéndose en fenómenos comerciales. El segundo trabajo de la directora y guionista Siân Heder fue la gran revelación del Festival de Sundance al llevarse el Gran Premio del Jurado y los reconocimientos Mejor Dirección, Mejor Elenco y el del voto del público, desatando una puja entre las principales plataformas que terminó de inclinarse a favor de Apple TV. Mejor dicho, de los 25 millones de dólares que pagó por los derechos de esta comedia dramática sin actores conocidos ni un gran despliegue de producción detrás, pero que tiene una indudable capacidad para conectar con el público. Por cuestiones de la distribución internacional actual, CODA se estrena en salas en varios países del mundo, entre ellos la Argentina. Como ocurre con la serie Ted Lasso, hay en CODA una apuesta por la inocencia y la bondad generalizada, por moldear un mundo vaciado de cinismo e ironía donde los problemas se resuelven sin demasiadas complejidades, que sintoniza a la perfección con su tiempo. Cuesta pensar una película de este tipo escindida de su contexto: si todo alrededor parece desmoronarse como un castillo de naipes mal armado, Heder propone un relato optimista y entrador, de digestión fácil y hecho a pura fórmula. Lo cual, en este caso, no tiene nada de malo. Al contrario: cuando prodigan las películas armadas en base a algoritmos, CODA tiene las dosis justas de cada uno de componentes elegidos por su directora. Hay algo de romance juvenil, algún que otro apunte social sobre la precarización laboral en las alas más artesanales del mundo del trabajo, ciertos pasos de comedia incluidos con precisión para airear el relato y, claro, una fuerte creencia en el cine como un terreno donde los sueños pueden cumplirse. Y eso que lo que sueña Ruby (la británica Emilia Jones, un hallazgo notable) no es nada fácil de materializar. La chica es hija de un matrimonio de sordos, lo que en inglés se llama Child of Deaf Adults –de allí el acrónimo que sirve de título, CODA–, que se dedica a la pesca en aguas abiertas. Un emprendimiento íntegramente familiar, que contempla a papá Frank (Troy Kotsur), mamá Jackie (Marlee Matlin) y también a Ruby y su hermano, también sordo, Leo (Daniel Durant). Difícil articular una vida escolar, de adolescente promedio, cuando hay que trabajar y hacer las veces de intérprete para negociar un precio cada vez más a la baja. Más aún si llega al pupitre desprendiendo olor a pescado, lo que depara burlas por parte de sus compañerxs. Por si fuera poco, el interés de Ruby no son las redes ni los barcos, sino cantar. Un problemón tratándose de un entorno familiar silente donde la comunicación es con gestos y señas. Y encima la chica no puede más de timidez. Pero si dejara vencer por estos obstáculos, no habría película. Es entonces que entra en escena la inscripción para el grupo de coro escolar y, con ello, el profesor Bernardo Villalobos (el mexicano Eugenio Derbez). Remake de la mucho más edulcorada La familia Bélier (2014), del francés Éric Lartigau, CODA presentará, de allí en más, una hoja de ruta conocida: la lucha de Ruby contra sí misma para empujar los límites de su personalidad, la de ella contra una familia que no quiere saber nada con que la nena quiera dejar el negocio para ir a una escuela de música, la aparición de un interés romántico en su compañero de dueto y, obviamente, el rol de profe como inspirador y apoyo. ¿Que suena cursi? Lo es, y a toda honra. Heder tenía todos los números para derrapar en su cruza de comedia y sordera, pero lo soluciona mixturando las distintas subtramas con fluidez y atendiendo principalmente a los deseos, motivaciones e inquietudes de sus personajes, a quienes vuelve mucho más que portadores de valores y dueños de líneas de diálogo.
Cuesta pensar en Chernóbil: la película sin vincularla con la miniserie de HBO que un par de años atrás, sin que nadie lo esperara, se convirtió en un éxito de audiencia y colocó en primer plano lo ocurrido en la que es considerada la peor tragedia del planeta generada por el ser humano. Es, entonces, una película-respuesta que desplaza el foco de atención de los hechos y el brutal manejo de las autoridades soviéticas para concentrarse en las vivencias de un bombero (ficticio) que ofició como “liquidador”; es decir, como uno de esos hombres que entraron a la planta mientras ardía para evitar una masacre nuclear aún peor. Con su relato coral integrando múltiples historias (varias de ellas contadas en la notable crónica Voces de Chernóbil, de la bielorrusa Svetlana Aleksiévich), la serie abordaba lo ocurrido durante y después del 26 de abril de 1986, cuando uno de los reactores explotó mientras se realizaba un ensayo. Aquí, en cambio, hay un único protagonista, Alexey, que hasta el día anterior a los hechos había trabajado como bombero en la planta. Pero Alexey, como todo héroe cinematográfico, no puede ir contra su sentido del deber, y decide sumergirse en las profundidades de los pasillos inundados de agua cada vez más caliente para abrir una válvula que permita el ingreso de agua fría. Caso contrario, aseguran los expertos, el piso podría derretirse y el magma tóxico llegar hasta parte inferior de la planta, provocando una segunda explosión con consecuencias aún peores. La película de Danila Kozlovskiy no es muy sutil a la hora de ubicar a Alexey en el pedestal de lo heroico, dotándolo de una bondad que ni siquiera la repentina notificación de que hace diez años tuvo un hijo con Olga, su novia de entonces, puede alterar. Con esa novia peluquera se reencuentra en la primera escena, deparando una larga introducción que cae en el romanticismo más trillado. Justo cuando las cosas empezaban a encarrilarse con Olga, sucede el incendio. De allí en más, Chernóbil concentra su acción en la bonhomía de Alexey, que, aunque ya no trabaje allí, se suma al primer grupo que baja a las tinieblas radiactivas, eje narrativo de la segunda –y mejor– parte del film. Kozlovskiy se siente mucho más cómodo punteando las cuerdas del thriller claustrofóbico que del melodrama, logrando transmitir una sensación de opresión y desesperanza ante las dificultades de Alexey –que, a falta de una, baja dos veces- y sus compañeros para cumplir su objetivo, en lo que es el preludio de un desenlace que subraya el carácter por demás evidente de homenaje a esos liquidadores que aquí, a diferencia de lo que ocurrió en la realidad, tienen una recompensa.
David Gordon Green vive una de las etapas más desafiantes de su carrera. Al estreno de Halloween Kills –segunda parte de una trilogía a su cargo que arrancó con Halloween en 2018 y terminará en 2022 con Halloween Ends–, se sumó la reciente confirmación de que se pondrá al frente de las tres películas (hasta ahora se sabía que dirigiría la primera) del regreso de El exorcista, el clásico más clásico del cine de terror. Aunque haya dicho que se tratará de una secuela, resulta imposible saber qué hará Gordon Green con una trilogía que tendrá los ojos escrutadores más atentos que nunca. Ojalá no repita la fórmula de Halloween, que vuelve a aplicar las mismas situaciones de siempre a un relato que, como nueve de cada diez segundas partes de una trilogía, es poco más que una transición hacia la parte final. La película recupera escenas de films anteriores de la franquicia para afirmarse en una tradición, haciéndose cargo de un linaje que ya supera las cuatro décadas. Todo arranca en los momentos posteriores a la entrega anterior, justo durante la celebración de fines de octubre en el pueblo de Haddonfield, cuando el hombre de la máscara vuelve a la luz (o a la oscuridad, porque casi toda la película transcurre durante una noche) para achuchar a quien se le ponga adelante. Su obsesión sigue siendo Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), quien en la película de 2018 intentaba, cuando no, matarlo, en este caso incendiando la casa con él adentro. Pero Michael Myers tiene más vidas que todos los gatos del mundo juntos y sobrevive, mientras que ella termina con su hija y su nieta rumbo al hospital. Puertas afuera, toda la comunidad intenta dar con el paradero del asesino, que -sin embargo- parece, además de inmortal, imposible de atrapar. Es así que va por las calles apilando cadáveres sin distinción de edad ni de género. La película, entonces, sostiene su módico interés en la posibilidad de que alguien pueda detenerlo –algo difícil, dado que, si ocurre, no habría trilogía– y en un body count que supera con holgura la docena. Un poco más (o menos) de lo mismo.
"Lazos de familia", de Ken Loach: la “uberización” de la economía La película más reciente del director inglés desnuda que aquello que se viste de "emprendimiento" no es más que una nueva forma de precarización laboral. Dos veces ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes gracias a El viento que acaricia el prado (2006) y Yo, Daniel Blake (2016), el realizador británico Ken Loach ha construido una filmografía que, a lo largo de más de medio siglo –su ópera prima, Poor Cow, data de 1967– puso el foco casi siempre en los usos y costumbres de los sectores más populares de la sociedad isleña. Sus protagonistas suelen ser hombres y mujeres laburantes, de esos que llegan con lo justo a fin de mes, si es que llegan. Personajes de sueños truncos cuyo principal problema es el trabajo (o la falta de él) y que aspiran a parar la olla con honestidad e hidalguía, dos adjetivos aplicables a la manera con que Loach suele mostrarlos, siempre y cuando no se imponga la voluntad de denuncia y terminen siendo meras piezas al servicio de la indignación ajena. Tal es el caso de Lazos de familia, su último trabajo y parte de la sección principal de la edición 2019 del festival francés, que a estas alturas de su carrera es como el patio trasero de su casa. Escrita por su habitual colaborador Paul Laverty, Lazos de familia es la película de Loach sobre la “uberización” de la economía: desnuda que aquello que se viste de "emprendimiento" no es más que una nueva forma de precarización laboral. Una precarización que aquí asoma como un destino manifiesto, como el inexorable punto final para el buenazo de Ricky y su familia. El hombre promedia los cuarenta e hizo trabajos de todo tipo y color, como cuenta en la entrevista laboral de la primera escena. Su objetivo es ingresar a una empresa de entregas puerta a puerta bajo la promesa de buenos ingresos. Claro que para eso necesita una camioneta que no tiene o alquilársela a la empresa y, por lo tanto, reducir considerablemente su tajada del botín. La decisión, consensuada con su esposa, es vender el auto para comprar un vehículo utilitario. Un problemón para ella, que trabaja como enfermera a domicilio y desde ahora deberá cumplir con su cargada agenda en el transporte público. El problema para Ricky (el desconocido Kris Hitchen) es que, oh sorpresa, como trabajador le corresponde cargar con todos los gastos. ¿Le roban el cargamento? El seguro cubre la mercadería, pero no el dispositivo de GPS: 500 libras menos de ingresos. ¿Tiene que pedirse un día por un asunto familiar de urgencia? Cien libras de multa ¿Quiere hacer los repartos con su hija? No puede porque los clientes se quejan ¿Se rompe la camioneta? A pagar el arreglo con sus (nulos) ingresos. Más endeudado que antes de empezar a trabajar, Ricky debe enfrentar, además, la rebeldía de su hijo adolescente y la fragilidad de la hija de once años que no hace más que absorber las discusiones entre sus padres y el aire fatalista que los envuelve. Pero Ricky es un hombre de madera dura, un toro que avanza hacia adelante con nobleza y un genuino deseo de progreso tanto para él como para sus hijos. A Loach, sin embargo, poco parece importarle, y le depara una acumulación infinita de sinsabores: es como si ensañara con él simplemente para corroborar su hipótesis de que el mundo laboral contemporáneo es, para un amplísimo sector de la población, una batalla diaria por la supervivencia. Chocolate por la noticia.
"Los santos de la mafia", los Soprano antes del diván Con el creador David Chase y un director avezado en la serie, los orígenes de la familia muestran la misma diversidad de matices, al punto de hacer escasas las dos horas de metraje. ¿Cuándo empezó la era dorada de las series? ¿En qué momento asumieron el trono del consumo audiovisual del siglo XXI? Si con Lost el formato demostró ser muy gauchito para el consumo compulsivo, imponiendo con ella la idea de “maratonear” años antes de que se acuñara el concepto, Los Soprano marcó un hito apostando menos al impacto y a los ganchos narrativos que prometían resolverse en el capítulo siguiente (lo que en inglés se llama cliffhanger) que a la progresiva construcción de un universo complejo y poblado por personajes con matices, además de un desarrollo narrativo profundo y sin apremios –toda una subversión del frenetismo asociado a la pantalla chica– de las situaciones que enfrentaba el clan del mafioso Tony Soprano. Algo similar ocurre con Los santos de la mafia, la precuela filmada 22 años después del inicio de la serie creada por David Chase, quien aquí oficia como coguionista y productor. Como en la serie, hay hombres y mujeres corridos de lo arquetípico, criaturas atravesadas por una particular visión del progreso, las dinámicas sociales y los vínculos familiares, cuyos conflictos se esconden bajo una coraza impenetrable. Lo que no hay es tiempo: dos horas quedan cortísimas para una película que, antes que complementar lo previo, persigue el objetivo de abrir nuevos horizontes, como si se tratara de un extenso prólogo de una serie por venir. Una muy distinta a la que fue. Es cierto que hay guiños, referencias y relaciones directas entre Los Soprano y Los santos de la mafia. Tan cierto como que la película de Alan Taylor (director de nueve episodios de la serie, además de tanques del tamaño de Terminator Génesis y Thor: Un mundo oscuro) es autónoma y presenta un ideario mucho más cercano al universo de gánsteres ítalo-americanos de Martin Scorsese o El padrino, con las relaciones de poder de la famiglia como ejes centrales de conflicto, que al de la serie que sirve como origen. Incluso Tony –que en su etapa adolescente es interpretado por Michael Gandolfini, hijo del actor fallecido en 2013– ni siquiera es protagonista. Es, más bien, un testigo silencioso de los tejes y manejes del clan, además del dueño del punto de vista que adopta el relato. Desde allí observa cómo su tío Dickie (Alessandro Nivola) construye las bases de un imperio. Bases no exentas de sangre, en tanto las cosas se resuelven a los tiros o las trompadas. Casi todo, en realidad, se resuelve así en la zona de Nueva Jersey donde transcurre la acción. Que corran los últimos años de la agitada década de 1960 y primeros de la de 1970 sirve, además, para colar varios apuntes vinculados con revueltas sociales, la guerra de Vietnam y la segregación de los afroamericanos, una subtrama que aporta poco y nada y que parece estar allí para, como nueve de cada diez películas de Hollywood actuales, congraciarse con la agenda contemporánea. Todo arranca con el regreso desde Italia del patriarca Aldo Moltisanti (Ray Liotta) junto a su flamante esposa, que no habla una palabra de inglés y tiene unas ganas bárbaras de “hacerse la América”. En casa lo espera uno de sus hijos, Dickie, que no tarda demasiado en ocupar el liderazgo, mientras funciona como referencia masculina para su sobrino Tony, quien lo ve como modelo debido a la zoncera absoluta de su padre y la pasividad de su madre. A medida que Dickie se adentre en las tinieblas de los negociados oscuros, Tony registra en segundo plano un arco dramático que va de la admiración y la candidez adolescente a la pérdida de la inocencia y la certeza del núcleo tóxico que anida al interior de su familia. Son, pues, aquellos traumas que el Tony adulto intentaba resolver en las inolvidables sesiones con su terapeuta, las mismas que lo ablandaban al punto de conmoverse con patitos bebés nadando en su pileta.
El director de La plegaria del vidente, Resurrección y Luciferina continúa indagando en el terreno del terror psicológico con esta historia centrada en Ulises (Pepe Soriano), un hombre que orilla los cien años y vive junto a su mujer (Marilú Marini) en edificio antiguo donde se desatarán una serie de eventos que lo llevarán a confundir realidad con alucinaciones, el presente con su propio pasado. En la primera escena, Ulises está desorientado en el hall central de su edificio, hasta que el portero (Lautaro Delgado) lo ayuda a llegar a su departamento. Un síntoma evidente que la falta de memoria integra la nómina de los achaques de su vejez. Pero esa misma noche, el pedido de auxilio de una vecina, la misma que inmediatamente después sufre un accidente mortal, enciende la mecha de una seguidilla de hechos donde nada es lo que parece. Nocturna - La noche del hombre grande propone una especie de mezcla entre la oscarizada El padre y el cine de M. Night Shyamalan. De la primera toma la percepción alterada del protagonista y dueño del punto de vista, empujando al espectador a un terreno tan ambiguo e impredecible como la mente de Ulises. Del segundo, una seguidilla de revelaciones y vueltas de tuerca acumuladas durante los largos cien minutos de metraje. El relato funciona como un rompecabezas pesadillesco donde las escenas se repiten, aunque con pequeñas alteraciones que llevan a Ulises a la confusión total. Una confusión generalizada, en tanto la propia película se vuelve caótica por sus peripecias narrativas y su grado de ambición.