"Rey Richard", jugar al tenis para ganar un Oscar Will Smith protagoniza una película que gira alrededor de las hermanas Venus y Serena Williams, claramente diseñada para encantar a todo público. “Juego al tenis para ganarme la vida, aunque odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y siempre lo he detestado”, cuenta Andre Agassi en Open, la notable autobiografía escrita junto al ganador del Pulitzer J. R. Moehringer. Los motivos de su odio son varios: el desgaste físico y mental de un deporte de altísima presión, la soledad absoluta de quien tiene todo y a la vez nada, las obligaciones comerciales de sus mil contratos y, por sobre todas las cosas, un padre que desde chico lo entrenó para ser campeón sin jamás preguntarle si era lo que él quería. La figura de ese padre sobrevuela de punta a punta un libro que alumbra el lado oscuro del negocio, a la vez que los conflictos internos entre el deseo y las imposiciones. Sobre paternidades y deportes de élite versa Rey Richard: Una familia ganadora. Un padre ubicado en el ojo mediático a mediados de los ’90 por sus particulares técnicas de enseñanza y su rol preponderante en el camino al estrellato de sus hijas. Porque, a falta de una, acá hay dos tenistas de indudable talento. Dos tenistas de apellido Williams que ganaron, entre las dos, casi 50 torneos Grand Slam. La película de Reinaldo Marcus Green, sin embargo, no hace foco en ellas sino en el Richard del título, quien tiene la vida planificada con precisión monárquica. Interpretado por un avejentado Will Smith con un grado de intensidad y exageración que muy probablemente atraiga la atención de los electores del Oscar, Richard Williams tuvo una infancia complicada, con la marginalidad barrial y un padre descarriado como principales características. Y la discriminación racial traducida en violencia física, un tópico de presencia inevitable en casi cualquier película con aspiraciones de estatuillas y que él se encargará de remarcar –a sus hijas y al público– unas cuantas veces a lo largo de las casi dos horas y media de metraje. Con esa experiencia a cuestas, junto a su esposa quieren que sea distinto para la mayor Venus y la menor Serena. Es así que este matrimonio de deportistas amateurs jugó al tenis con ellas desde muy chicas. Pero hubo poco y nada de juego en esos entrenamientos rigurosos y obstinados. Ellas parecen muy contentas con una vida que pendula entre la raqueta, las clases escolares y hasta las idas a misa. Quizás porque, a diferencia del papá de Agassi, Richard entiende que, antes que futuras campeonas, las chicas son justamente eso: pequeñas adolescentes con la vida por delante. Con un espíritu clásico que mezcla las postas de las fábulas de superación deportivas y de los coming of age, Rey Richard es de esas películas que por su fluidez narrativa y bondad generalizada resulta casi imposible que caiga mal a nadie. Los agentes interesados en representarlas no son villanos inescrupulosos, sino personajes nobles sorprendidos por la intransigencia paterna. Tampoco asoman los dientes de la picadora de carne del negocio en quienes se acercan con contratos por demás tentadores para una familia humilde. La particularidad, entonces, pasa por el hecho de que los obstáculos no provienen del entorno sino de los férreos límites establecidos por un padre que no quiere saber nada con contratos ni torneos junior. Pero lo hace de puro buen tipo, obviamente. Con las hermanas Williams entre las productoras ejecutivas, lo que explica ese manto de benevolencia, la película está pensada para y por el lucimiento del también productor Smith. El actor tiene toda un ala de su filmografía en la que interpreta personajes conflictuados con su pasado que buscan la redención, con Siete almas y Belleza inesperada como ejemplos, en la que Rey Richard cuadra a la perfección. Debe agradecerse que lo que allí era moralidad e ínfulas de autoayuda, aquí sea uno de esos cuentitos contados a la perfección donde todo sale como mandan los manuales de la temporada de premios de Hollywood.
"Canal 54", documental que se sorprende a sí mismo La película de Lucas Larriera va tras la pista de un radioaficionado que dijo haber captado una transmisión de la NASA sobre el alunizaje... y luego se desmintió misteriosamente. Lucas Larriera sabe muchísimo sobre la Luna. Incluso dice que es de lo único que sabe. Tiene motivos para hacerlo. En 2013 codirigió junto a Pepa Astelarra Alunizar, una investigación que metía las narices, con un tono que abrazaba lo periodístico y la farsa, en el misterio acerca de si la llegada del hombre a la Luna en 1969 fue una puesta en escena estadounidense en el marco de la carrera espacial con la Unión Soviética o si, efectivamente, los astronautas pisaron la superficie del satélite natural de la Tierra. Un tópico que vuelve a estar presente en Canal 54, en la que Larriera continúa tirando del carretel y (re)descubre una historia dentro la Historia. En este caso, la de Norberto Otero, un técnico electrónico que con su antena de radioaficionado montada en la terraza de su casa de Avellaneda habría captado una transmisión de la NASA distinta a la que se emitió vía satélite en todo el mundo y de la cual solo sobreviven algunas fotos publicadas en semanarios de la época. “Cuando una obsesión te persigue, no podés dejarla”, dice, palabras más, palabras menos, uno de los radioaficionados entrevistados por Larriera en su búsqueda por la verdad. Una verdad inexpugnable, en tanto es sabido que los archivos en general –y los audiovisuales en particular– no gozan de buena salud en la Argentina. Cuentan que Otero, un hombre callado y misterioso, de esos que iban del trabajo a casa y de casa al trabajo, llegó incluso al programa Sábados circulares con su material bajo el brazo. Dos veces, en realidad, dicen que fue: la primera para exhibirlo y la segunda para desmentirse. El resto son todos vacíos que Larriera, a la manera de un detective, reconstruirá con la voluntad irrenunciable de quien sabe que, quizás, su vida tenga más puntos en común con Otero de los que cree. Como un abuelo también radioaficionado, una subtrama familiar que refuerza el carácter personal del proyecto sin que esto implique caer en los tópicos del documental del “yo”. Hay documentales que buscan sorprender y otros que se sorprenden a sí mismos. Películas abiertas, libres, atadas a los caminos azarosos de una investigación cuyo final ni siquiera el realizador parece conocer. En esa última línea se escribe Canal 54 -título que refiere al canal en el que Otero captó la señal–, con un relato que queda boquiabierto junto al espectador ante las nuevas (y pocas) pistas del caso. Dos de ellas llaman particularmente la atención de Larriera. Una es la primera mención que escucha sobre ese personaje; la otra, la de un espectador de Alunizar que asegura haber trabajado en el canal que emitía Sábados circulares y recordar perfectamente lo ocurrido. Queda saber cuánto de todo eso es mito y cuánto real, en qué punto la fantasía se intersecta con lo material. Pero, ¿existió realmente Otero? Sí, y falleció hace unas cuantas décadas, como coinciden sus vecinos. ¿Era técnicamente posible que haya visto esa transmisión? Expertos en esa tecnología dicen que sí, que incluso en esa época bastaba con un equipo casero para hablar con alguien de, por ejemplo, la Antártida. Entonces, ¿por qué se desmintió? ¿Será cierto que fue contactado por la mismísima NASA para trabajar con ellos? ¿Y que anduvo varias veces por la Embajada de Estados Unidos? ¿Los medios le dieron lugar por el potencial verídico de lo que sostenía, o fue otra manera de insuflarle aire a un alunizaje que dominó la agenda de los diarios, revistas y canales durante largas semanas? Nutrida principalmente de testimonios de radioaficionados y amantes de lo espacial, a lo que se suman algunas recreaciones ficcionales para completar los agujeros audiovisuales, Canal 54 termina topándose con la pared de lo incomprobable. Un destino que importa poco, pues aquí, como en cualquier viaje, importa más el recorrido que el lugar adonde se llega.
El gran golpe del siglo El director "[Rec]" parece dispuesto a todo con tal de que rotulen a la suya como “una película que no da respiro”. Dispuesto a incluso a revolear por los aires cualquier atisbo de verosimilitud. Ni siquiera la digitalización de gran parte de las finanzas institucionales y personales, con los home banking y distintas aplicaciones favoreciendo la menor circulación de billetes en papel, pueden con las viejas y queridas “películas de golpes” (“heist movies”), es decir, relatos con centro narrativo en el robo a una institución con innumerables fajos de dólares en sus a priori infranqueables bóvedas de seguridad. En la del edificio central del Banco de España, lo que hay además son varias monedas de oro que supieron pertenecer al legendario Francis Drake y en las que inscribió las coordenadas geográficas del lugar donde escondió un tesoro que los especialistas catalogan como, de mínima, multimillonario. Monedas que naufragaron junto a la carabela del pirata y que un magnate inglés logró recuperar en 2009, luego de años de búsqueda y sin saber que apenas las tuviera aterrizaría en su embarcación una cuadrilla de la policía española para detenerlo y quedarse con su botín. Pero el inglés quiere revancha. Y está dispuesto a todo con tal de recuperarlo, incluso a idear uno de los planes más descabellados que haya imaginado una película de este tipo. Tanto es así que el golpe al Banco Río de Acassuso planeado por Luis Mario Vitette Sellanes y compañía parece una aventura de amateurs. Las películas de golpes suelen dividir su acción entre los preparativos y la ejecución. Dirigida por el catalán Jaume Balagueró (el mismo de la saga de terror [Rec]), Asalto a la Casa de la Moneda replica esa estructura, dedicando su primera parte a presentar a los distintos integrantes del equipo al que se suma el inglés Thom (Freddie Highmore), un joven ingeniero hijo de un poderoso petrolero que podría forrarse en plata con el oro negro pero que, sin embargo, prefiere pasarle factura a papá cambiando de rubro. Habrá, desde ya, una chica muy rápida de manos para el pungueo que funcionará como interés romántico del recién llegado, un ladrón rudo y veterano (Luis Tosar, presente en nueve de cada diez producciones españolas de ambiciones internacionales), algunos nerds informáticos y varios hombres que en principio no pinchan ni cortan... pero después sí. Todo en pos de burlar la bóveda más sofisticada del mundo, cuyo funcionamiento indescifrado durante 80 años le valió el mote de "ingeniería milagrosa". Ambientada durante las vísperas y la final del Mundial de 2010, donde la selección ibérica venció a Holanda y se consagró campeona por primera vez, Asalto… es un cabal exponente de esos thrillers ultra intensos que proliferan en el ala más industrial del cine español. Una intensidad hecha de revelaciones, de mil giros y contragiros que se traducen en la acumulación de obstáculos que los integrantes del equipo deberán sortear en un par de escenas, para apenas hacerlo cruzarse con otro problemón más grande que pone, otra vez, en peligro el golpe. Es como si Balagueró estuviera dispuesto a todo con tal de que rotulen a la suya como “una película que no da respiro”. Dispuesto a incluso a revolear por los aires cualquier atisbo de verosimilitud. La buena noticia es que el propio realizador parece consiente de la maniobra, y en ningún momento siquiera amaga a pisar el freno de esta locomotora descontrolada con estación final en una escena que deja las puertas abiertas para más robos, aunque difícilmente tan absurdos como éste.
Una comedia dramática extraña y melancólica La nueva película de la directora de "Una novia errante" hace de lo impredecible una manera de ver, pensar y ubicarse en el mundo. Un mundo tan absurdo y pandémico como el nuestro. Sobre el final de El perro que no calla, una enfermedad respiratoria invade este particular universo creado por la realizadora Ana Katz, obligando a sus protagonistas a moverse en cuclillas –el virus circula a una altura superior a 1,2 metros del piso– o de pie y cubiertos con cascos transparentes conectados a una mascarilla de oxígeno. Cascos caros, solo accesibles para quienes dispongan del dinero para comprarlo y con los que resulta difícil hablar y escucharse. Es tentador, casi inevitable, pensar ese giro argumental del guion coescrito por Katz y Gonzalo Delgado como consecuencia de una época que nos ha acostumbrado a escenas a priori inimaginables en el mundo moderno, con los barbijos, alcoholes y demás enseres como estrellas del último año y medio. Pero El perro que no calla fue escrita antes de marzo de 2020, por lo que esa hipótesis queda desterrada. Tampoco es que Katz tenga una bola mágica para anticipar el futuro ni que haya leído papers científicos sobre la posibilidad de una pandemia. La película, desde ya, no tiene como centro una crisis sanitaria ni nada por el estilo, sino una mucho más mundana, vinculada con los vericuetos insondables de la vida y las complejidades de abrazar certezas frente a ese escenario descocido llamado futuro. La enfermedad funciona –al igual que en Tóxico, otra película que en 2019 podía catalogarse como ciencia ficción y hoy ya no– como un catalizador de miedos e inquietudes que transcienden una coyuntura particular. Lo hace a través de su personaje central, Sebastián (Daniel Katz, hermano de la directora), a quien en la primera escena se lo ve recibiendo los reproches de un vecino por los llantos de su perra. A ese vecino se suma otro, luego otro, y más tarde uno más, conformando una improvisada reunión de consorcio signada por la incomodidad. Una incomodad que ha permeado toda la filmografía de Katz y que aquí aparece de manera subrepticia, entre los pliegues de un relato engañosamente simple en su estructura de viñetas que describen distintas etapas de la vida de Sebastián. Queda claro que el muchacho ama a esa perra a la que nunca se la escucha emitir sonido alguno. Tanto como para, ante la imposibilidad de solucionar su conflicto vecinal, llevarla con él a la oficina donde trabaja como diseñador gráfico. La jefa (Valeria Lois) lo cita en su despacho para hacerle entender que todo bien con los animales, pero no da para que la mascota ande paseándose por entre los escritorios. Sebastián tiene que elegir: el trabajo o la perra. Es de suponer con quién se queda. Filmada en blanco y negro, y con un par escenas descriptas a través de ilustraciones, El perro que no calla es una comedia dramática extraña y extrañada, permeada por la melancolía propia de quien, como Sebastián, no sabe muy bien hacia dónde encauzar su vida y siente que lo mejor está en otro lado. Si Katz hasta ahora había filmado crisis de diversa índole (por la maternidad en Mi amiga del parque, por la familia sanguínea en Los Marziano, por la pareja en Una novia errante) en hombres y mujeres que recubrían inseguridades con locuacidad extrema, aquí hay un treintañero silencioso arrancado de su zona de confort que, junto a su perrita, atravesará distintas desventuras, algunas bizarras y surrealistas, otras volcadas la ternura. Como cuidar una casa de campo, por ejemplo, e integrarse a una cooperativa horticultora luego de conocer a sus integrantes empujando su camioneta rota. O pegar onda en el casamiento de su madre con una chica que baila como un muñeco inflable de lavadero. O enfrentar ese extraño virus que hace desmayar a quien lo inhale. Con algunas secuencias del pasado intercaladas en un relato estructurado de manera mayormente cronológica, El perro que no calla hace de lo impredecible una manera de ver, pensar y ubicarse en el mundo. Un mundo tan absurdo y pandémico como el nuestro.
Demoledor e inquietante documental sobre las contradicciones entre progreso y sustentabilidad, en este caso a partir de los nocivos efectos en la salud de una acería en el sur de Italia, pero con alcances mucho más amplios. El enfrentamiento entre salud y empleo no es novedoso ni atribuible a una situación particular. Más allá del grado de desarrollo del país y el horizonte político del gobierno de turno, desde Chubut hasta Canadá, desde la Cordillera de los Andes hasta Europa, la problemática atraviesa todas las latitudes y divide aguas entre quienes ven en esos monumentales emprendimientos una oportunidad laboral de enorme relevancia y aquellos que anteponen las consecuencias a mediano y largo plazo. La pequeña ciudad del sur italiano del título es sede de ILVA, la acería más grande del Viejo Continente. Desde 1960 miles de lugareños pusieron el cuerpo a un negocio que con los años demostró no ser la salvación económica que muchos esperaban. Más bien lo contrario, dado que a las pérdidas monetarias se sumó una creciente mala fama internacional, con alertas desde toda Europa y un enorme porcentaje de enfermos de cáncer sobre el total de la población. Así lo de muestran, entre otras estadísticas, 600 casos de niños nacidos con malformaciones solo entre 2002 y 2008. Víctor Cruz (Boxing Club, ¡Qué vivas cien años!) viaja hasta Taranto para indagar en el día a día de un lugar donde el polvillo metálico que sale de las chimeneas, el mismo que tiñe calles, veredas y hasta lápidas, puede levantarse del suelo con un imán. Es una bomba ecológica pero también social, generada por la zozobra de los más de 10.000 empleados ante el futuro de su trabajo, que Cruz no quiere desactivar ni tampoco hacer explotar. Lo suyo es un trabajo de cronista, de intentar entender cómo se llega, qué se pone en juego en una situación de estas características. Taranto recurre a registros periodísticos y televisivos con numerosos testimonios sobre el tema, exhibiendo su voluntad mayormente informativa, contemplativa (los planos generales de las chimeneas dicen mucho más que mil palabras) y expositiva. Expositiva en el mejor sentido del término, ya que saca a la luz aquello que se desconoce, que usualmente se comunica de manera fragmentada, sin que esto implique tomar, al menos en una primera instancia, una posición definida. En épocas de verdades procesadas y de conclusiones veloces y carentes de perspectiva, Cruz no desprecia la ambigüedad sino que se hace cargo de ella reforzándola y poniéndola a su servicio. Son esas tensiones del afuera las mismas que atraviesa Taranto, un documental demoledor e inquietante más interesado en dejar flotando preguntas que entregar respuestas tranquilizadoras.
Fantasmas para todo público El mayor mérito del film de Jason Reitman es hacerse cargo del paso del tiempo, en un producto mejor logrado que la reciente versión femenina, pero que intenta la quimera de conformar a todos. Hay varias razones que validan la elección de El legado como subtítulo de Ghostbusters. La primera, y más evidente, es una relación entre padres e hijos presente dentro y fuera de la pantalla, en tanto el director Jason Reitman (La joven vida de Juno, Amor sin escalas) es hijo de Ivan, quien ocupó la silla plegable en las entregas de 1984 y 1989 y aquí funge como productor. Pero también porque, en su voluntad de actualizar la franquicia, dialoga con ese pasado haciéndose cargo del paso del tiempo, funcionando entre sus pliegues como clausura de una etapa de un estilo de comedia de enorme éxito en los años ’80. Los tiempos cambiaron y hoy ya no causa gracia lo que décadas atrás sí. Y esta Ghostbusters es, con su mezcla de coming of age, aventuras infanto-juveniles y un apabullante despliegue visual, hija directa de su tiempo. Sin vínculo narrativo con el fallido intento de reboot que fue la versión femenina Cazafantasmas (2016), la película arranca con la muerte del dueño de un caserón destruido de las afueras de un pueblo del estado de Oklahoma. No tenía buena fama ese hombre al que los lugareños llamaban “cultivatierra” por dedicarse durante años a arar, regar y cuidar una granja en el que jamás plantó ni una semilla. Su hija Callie (Carrie Coon) tenía una relación nula con ese padre ausente y obsesionado con la inminencia del fin del mundo, hasta que se entera que ha heredado esa casa de la que no querría saber nada, salvo porque está endeudada hasta la médula y no tiene un mango para el alquiler. Y hacia allá irá la mujer con su hija Phoebe (Mckenna Grace) y su hijo Trevor (Finn Wolfhard, de Stranger Things, serie de espíritu similar a esta película, lo que a su vez la vincula con Súper 8 y, por lo tanto, a una buena parte del cine sub-15 de los 80), para descubrir que su padre podía ser cualquier cosa, menos loco. Una vez instalada, la familia descubre que allí pasan cosas raras, como terremotos en un lugar alejado de zonas con actividad sísmica, o paranormales, de esas que la lógica no logra justificar. Por esas casualidades del guion coescrito por el realizador junto a Gil Kenan, uno de los profes del colegio, que hace cualquier cosa menos dar clases, es el sismólogo Gary Grooberson (Paul “El hombre vivo más sexy” Rudd, en un rol limitado al de comic relief e interés romántico de Callie), quien rápidamente se involucra con una hija menor lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que el abuelo, quizás, tenía un poco de razón en estar tan preocupado. Más aún después de descubrir el inolvidable Cadillac con la placa Ecto-1 juntando polvo el garaje. La búsqueda de satisfacer a distintos púbicos suele ser problemática para las películas de aspiraciones masivas de Hollywood, y Ghostbusters no es la excepción. Las distintas líneas narrativas, que corren por carriles separados y tienden a confluir a medida que avance el metraje, están pensadas bajo esa directriz. Que Trevor ande tras la huella de una compañerita de trabajo implica una subtrama romántica adolescente con la que Reitman intenta contentar al público joven, aquel que llegará atraído probamente por la mencionada filiación con Stranger Things. Al público veterano, el mismo que creció con la imagen de Bill Murray, Dan Aykroyd, Harold Ramis y compañía, apuntan las innumerables referencias, guiños y cameos cargadas de nostalgia. Dos escenas poscréditos dejan las puertas abiertas para continuar con una saga que, luego de esta clausura, deberá encontrar nuevos rumbos.
Sandra Gugliotta vuelve a la dirección cinematográfica luego de un parate de seis años con una película ubicada en las antípodas de la anterior, ese thriller psicológico tan correcto como impersonal que fue Arrebato. En Retiros (in)voluntarios ensaya una mezcla entre tópicos del subgénero “documentales del yo” y el fresco sociopolítico indagando en la faceta humana detrás de una particular ola de suicidios ocurrida en Francia a fines de la década pasada, situación similar a la vivida en la Argentina en la primera mitad de los ’90. ¿El factor común entre las víctimas? Antecedentes laborales en una empresa telefónica, hasta que una privatización las dejó sin trabajo. El disparador es la muerte de un hombre de 53 años bajo las ruedas de un tren en un pequeño pueblo del este de Francia y las dudas posteriores sobre si fue un accidente o un suicidio. La directora tira de la punta de ese ovillo y, hablando con los vecinos y desconocidos, descubre que hasta no hace mucho tiempo había sido empleado de France Telecom, empresa reconocida por, entre otras cosas, haber implementado un método de reducción laboral por el cual, en lugar de echar empleados, los humillaban y ninguneaban hasta que, quebrados psicológicamente, renunciaban. Toda esta situación es narrada durante la primera mitad del metraje. La segunda transcurre en otro espacio y lugar: la Argentina de principios de los ’90, donde aquella empresa, luego de su desembarco en medio de la ola privatizadora, se deshizo de miles de empleados (entre ellos el papá de Gugliotta) de la vieja ENTEL con métodos similares, generando suicidios y depresiones entre esas víctimas que en su mayoría no pudieron reinsertarse en el circuito laboral. Los despedidos o retirados fueron miles, pero a Gugliotta le interesa menos indagar en esos procesos políticos y económicos –las imágenes de archivo de Domingo Cavallo vanagloriándose en la privatizaciones dicen todo lo que hay decir sobre el tema– que en las huellas que dejaron en quienes los padecieron. Huellas psicológicas, físicas y hasta espirituales, en tanto el laboral es también un ámbito de pertenencia. Los testimonios de aquellos hombres despojados de sus trabajos, en muchos casos luego de décadas de servicio, son desgarradores, aunque la directora es cuidadosa con ellos y respetuosa con el espectador: apenas bastan algunas frases, algunos gestos, para dar cuenta del daño que produce pensar a los empleados como prestadores de servicios fácilmente desechables.
Ilse Fuskova es uno de los nombres más importantes de la historia del colectivo LGBTIQ+. Pero al principio fue distinto para esta mujer que hoy tiene 92 años y supo estar casada durante tres décadas con un hombre, hasta que terminó la relación para asumirse lesbiana. Lo que ocurrió desde entonces ocupa el centro de este documental, dirigido a cuatro manos por Liliana Furió y Lucas Santa Ana (Tango Queerido, El puto inolvidable, la historia de Carlos Jauregui), que llega a la cartelera luego de obtener una Mención Especial del Jurado en el Festival Asterisco. Desde que asumió su lesbianismo, Fuskova emprendió una larga lucha por el reconocimiento de esas mujeres que para muchos eran “enfermas”, como testimonian los archivos televisivos de sus visitas a varios programas, con Almorzando con Mirtha Legrand como el más representativo. Fue, además, cofundadora de los Cuadernos de existencia lesbiana, autora de varios textos e impulsora junto a Carlos Jáuregui de la Primera Marcha del Orgullo en Argentina. Nutrida principalmente de imágenes de archivo y testimonios de la protagonista, de quienes la conocieron y de referentes de los colectivos LGBTIQ+, Ilse Fuskova nunca esconde el carácter militante, de homenaje en vida, de su concepción. Es, sin embargo, una militancia entendida no como un levantamiento de banderas o consignas, sino como una manera de tratar de comprender lo ocurrido y, a partir de allí, dilucidar mejor las coordenadas del presente. Porque Santa Ana y Furió no solo se centran en la esfera íntima de Ilse, sino también el contexto político y social que permitió los avances de las últimas décadas. Un documental biográfico en el que, sin embargo, resuenan con fuerza los ecos de la historia argentina del último medio siglo.
Hay dos películas claramente demarcadas en Amor bandido. La ópera prima de Daniel Werner se presenta como un relato de iniciación erótico en el que un chico escapa con su profesora de arte del colegio secundario a una solitaria casa en Córdoba para vivir un romance tan tórrido como prohibido: Joan (Renato Quattordio) tiene 16 años y Luciana (Romina Richi), 35. Con las hormonas a flor de piel, el viaje asoma con momento de intimidad y altísimas dosis de sexo, escenas que Werner musicaliza con los inefables violines de fondo. Todo indica que Amor bandido será una película sobre el descubrimiento y la pasión irrefrenable, sobre una pérdida de inocencia voluntaria y anhelada por ese chico que no se lleva del todo bien con sus padres. Pero, sobre la mitad del film, la aparición de un supuesto hermano de Luciana (Rafael Ferro) hace que Amor bandido pegue un viraje hacia el thriller. No conviene adentrarse en las motivaciones detrás de su llegada, pues allí anida una de las sorpresas del film. Lo cierto es que Werner suma más capas de perversión y muchísima maldad, con torturas psicológicas y físicas hacia ese chico desorientado. El resultado es un film irregular pero impredecible, un curioso relato hecho de cursilería y sequedad, amor adolescente y crudeza.
"Alerta roja" confunde inventiva con capricho Alerta roja demuestra, una vez más, que reunir actores y actrices populares y carismáticos podrá ser condición necesaria, pero nunca suficiente, para una buena película. No alcanza con Dwayne “The Rock” Johnson, Ryan Reynolds y Gal Gadot para mantener a flote esta historia que mezcla, sin ninguna intención de ocultarlo, situaciones propias de las sagas La gran estafa con otras de Indiana Jones, todo salpimentando con una pátina cool propia de estos tiempos. ¿Que cómo confluyen una de ladrones de guante blanco y otra de aventuras arqueológicas? Gracias a que la película confunde inventiva con capricho, elevando los límites de la verosimilitud, de por sí usualmente elevados en este tipo de películas, hasta niveles imposibles. Alerta roja es una ensalada de ínfulas glamorosas e itinerantes, una comedia (leve) de acción (leve) que recorre gran parte del mundo (desde Bali a Roma, de Egipto a ¡Argentina!) con frenetismo, a velocidad supersónica. Una maniobra similar a la de un guion que pareció haberse escrito con la directiva de que cada escena entregue una nueva revelación, además de mostrar a alguno de sus intérpretes en ropa de etiqueta. La de Rawson Marshall Thurber (el mismo de dos grandes comedias como Pelotas en juego y ¿Quién *&$%! son los Miller?, en su tercera colaboración con Johnson luego de Un espía y medio y Rascacielos: rescate en las alturas) es la típica película que basa su funcionamiento en la acumulación. En este caso, de países visitados, de situaciones que bambolean al relato como un chico a un osito de peluche, de personajes que parecen buenos, pero después son malos, pero al final no. Clásicamente estructurada a la manera de una "buddy movie", Alerta roja tiene su piedra fundamental en la relación entre el agente del FBI John Hartley (Johnson) y el muy astuto ladrón Nolan Booth (Ryan Reynolds). Al principio, el primero, con la ayuda de una inspectora de Interpol (Rita Aryu), detiene al segundo justo cuando acaba de robar uno de los tres huevos de oro que provienen de la época de Cleopatra y Marco Antonio. El problema es que gran parte del golpe fue orquestado por una mujer misteriosa que hace llamar Alfil (Gadot) y cuyas intenciones cambian unas veinte veces durante las casi dos horas de metraje. La cuestión es que Hartley y Booth terminan presos y obligados a ayudarse mutuamente a escapar. Hay en sus interacciones un evidente esfuerzo por ver quién es más canchero, quién remata mejor los chistes (mayormente flojos), quién se luce más: gran parte de la película funciona, entonces, como una exprimidora dispuesta a sacarles hasta la última gota de simpatía. Y lo logra, a tal punto de volverlos insoportables. Habrá más engaños y más fiestas de gala tratando de dar con los otros huevos, y hasta un viaje a un refugio nazi donde supuestamente estaría uno de ellos. Un refugio ubicado en ese país recóndito donde piensa Hollywood que se escondieron todos los nazis de la Tierra luego de 1945. El país se llama, claro, Argentina: si para X-Men Villa Gesell era una zona montañosa con nieve, aquí hay unos bosques tropicales que hacen que el Amazonas parezca la reserva ecológica de la Ciudad de Buenos Aires. Alerta roja: la película donde todo es posible.