X (disponible en Amazon Prime Video) presentaba a un grupo de jóvenes que, en pleno furor de Garganta profunda, a mediados de la década de 1970, alquilaba el galpón de un campo en Texas para filmar una película porno. El dueño del terreno era un lugareño en pareja con una mujer que tenía encerrada. Los motivos de ese encierro quedaban más que claros cuando se desataba una carnicería. Poco después de su estreno, el realizador anunció que estaba en camino una precuela centrada en la juventud de aquella mujer, interpretada nuevamente por la aquí coguionista Mia Goth. Una etapa de su vida donde la opresión familiar –especialmente materna, en tanto papá está postrado en una silla de ruedas– y la búsqueda de cumplir su sueño de ser actriz confluyen en la locura absoluta. Si la referencia ineludible del director Ti West en X era el slasher, aquí es visible la influencia de los melodramas. De allí, entonces, una fotografía saturada y de colores chillones que remite al technicolor, así como también una protagonista femenina con una vida aburrida y monótona que espera que su marido vuelva de la guerra (la acción transcurre durante la Primera Guerra Mundial). Lo único que la entretiene, aquello que funciona como escape, son las películas que mira en el cine de un pueblo cercano. West le suma a esas características una psicopatía propia del género de la sangre y las vísceras, las mismas que Pearl (Goth) observa con regocijo cuando alimenta al cocodrilo que tiene como mascota, uno de los animales que operan como única audiencia de sus canciones. A esa ocasional platea se suma el proyectorista del cine, quien se acerca en modo galán y, cuando quiera huir, será demasiado tarde. Pearl se apoya en el pulso de West para narrar sin apremios una historia envolvente e igual de incómoda que su personaje central. Lo de esa jovencita es partes iguales de desequilibrio e inocencia, una falta absoluta de moral sobre sus actos. El resultado es una película muy parecida a ella: puro desprejuicio extremista.
Hasta Avengers Endgame, las películas de Marvel tenían una impronta, un sello. No importa su valoración; sí que lentamente ellas fueron adquiriendo una relación que iba mucho más allá del encastre narrativo. Dirigida nuevamente por Peyton Reed, la tercera aventura solista de Scott Lang después de Ant-Man: El Hombre Hormiga y Ant-Man and the Wasp marca un amplio retroceso en ese aspecto, mezclando el futurismo de Tron (de la primera, no de su remake) con un diseño visual estilo Avatar pero más kitsch y una trama centrada en una comunidad dominada por un tirano (Jonathan Banks) que por momentos remite a los enfrentamientos intergalácticos de la etapa contemporánea de Star Wars. Todo eso, desde ya, sin un ápice de humor, con esos diálogos sobreescritos que nadie parece muy interesado en decir sin que se note que está actuando. En ese sentido, el de Ant-Man and The Wasp: Quantumania debe ser el único caso en que pueden juntarse Bill Murray y Paul Rudd sin que salga algo gracioso, articulado, hecho con un mínimo de ganas. La película encuentra a Lang convertido en un héroe comunal, autor de una autobiografía centrada en las aventuras con Thor, Hulk y compañía, y viviendo con su pareja Hope (Evangeline Lilly) y su hija Cassie (Kathryn Newton). Hasta que, durante una reunión familiar con Janet (Michelle Pfeiffer) y Hank (Michael Douglas), terminan por error todos atrapados en el Reino Cuántico, un mundo “ubicado debajo del nuestro y sin tiempo ni espacio”, como dice alguien por ahí. Un mundo con criaturas únicas y un ecosistema propio (como Avatar), pero volcado a lo excesivo: hay, entre otras cosas, unos aliens con algo parecido a un secador de pelo en la cabeza, un ex compañero de Scott con cabeza gigante y patitas chicas estilo Minion, caracoles tamaño humano y algunas criaturas gelatinosas tipo Flubber. Si James Cameron obliga a expandir los límites de lo inmersivo y sensorial, aquí la profundidad de campo está creada sobre un par de fondos dignos de un banco de fotos. No conviene adelantar demasiado sobre las varias subtramas que presenta Ant-Man and The Wasp: Quantumania. Sí puede decirse que llama la atención el poco esmero para hilarlas con coherencia, así como también la presencia de un tono por momentos sepulcral que confunde lo enrevesado con lo complejo, lo metafísico con el delirio y espíritu de aventura con montaje frenético. Dos escenas post créditos aseguran la continuidad. Que nos sea leve.
Una biopic sobre una cantante cuya carrera tuvo un ascenso igual de veloz que su caída. La descripción podría corresponder a cualquiera de las producciones realizadas en los últimos años que indagan en el contraste entre una vida pública exitosa y una privada que se cae a pedazos, todo matizado por una buena cantidad de hits. Y así ocurre con Quiero bailar con alguien: La historia de Whitney Houston, que recorre la vida y obra de la artista fallecida en 2012 de manera automática, abrazando todos y cada uno de los lugares comunes del género. Las buenas biopics son aquellas que “se parecen” a sus protagonistas. Como Rocketman, por ejemplo, que replicaba el estilo y la estética de Elton John para un viaje por momentos pop, por otros alucinado. La película de Kasi Lemmons, en cambio, se limita a recorrer la vida de Houston desde sus experiencias bautismales como cantante en la iglesia a la que asistía con su familia hasta su desenlace fatal. En el medio están, como es de esperar, los momentos más trascedentes de su carrera (su primer contrato, el crescendo de su fama, los shows multitudinarios, los premios, la invitación a cantar el himno en el Superbowl, su rol estelar en El guardaespaldas) y de su vida personal (la relación tensa con su padre, el amor trunco con su mejor amiga, la búsqueda de una familia “normal”, el abuso de drogas). Que el guionista sea Anthony McCarten, el mismo de Bohemian Rhapsody: La historia de Freddie Mercury, explica la falta de pasión con que se narra el derrotero de Houston, así como también su apego a la “historia oficial” (se suma que una de las productoras es Pat Houston, cuñada y manager de Whitney) y una mecánica narrativa que durante casi dos horas y media pendula entre las bambalinas y la recreación de shows que la actriz Naomi Ackie interpreta a pura mímesis. Pero el que se lleva los aplausos es Stanley Tucci como el productor y empresario musical Clive Davis. Si el elenco tiende a gesticular y exhibir las emociones a flor de piel, lo de Tucci es, como siempre, sobriamente extraordinario. Ver sino la escena donde, con tan solo un movimiento de hombros y una sonrisa leve, asume su identidad sexual ante una protagonista que para ese momento ya había derramado litros de lágrimas.
"Llaman a la puerta": ¿sabes quién viene a cenar? Al director de "Sexto sentido" últimamente le interesa menos la coherencia narrativa que indagar en sus dudas existenciales sobre la humanidad y su relación con el entorno. Y de eso no sale nada bueno. La cosa es más o menos así: una nena de origen asiático está juntando saltamontes en un bosque, hasta que la interrumpe un gigantón con intenciones en principio desconocidas, pero difícilmente positivas para la menor. Él, amable y atento, le habla sobre generalidades, y poco a poco va revelando la idea de un sacrificio que debe hacer su familia, haciendo que corra desesperada a la cabaña que alquilaron sus padres adoptivos para unos días de vacaciones. Mientras intenta explicar lo ocurrido, el hombre, secundado por tres personas, toca la puerta y comienza un ida y vuelta acerca del motivo de su visita: efectivamente, está ahí porque asegura que el Apocalipsis es inminente, que la única manera de evitar el Fin –así, con mayúsculas, porque todo en esta película es con mayúsculas– es que alguno de ellos tres (los padres o la nena) decidan sacrificarse en pos de redimir a la humanidad entera. De allí en más, poco más de una hora de negociaciones, muertes y un misticismo digno de un convento. Suena lógico que la reacción de los padres ante una teoría con olor a delirio de un grupo de empachados con foros conspiranoides sea el descreimiento, la negación absoluta, el intento de demoler la teoría como deben demolerse: con datos. Lo que no parece lógico es que cuando uno de ellos, Eric (Jonathan Groff, el joven agente del FBI de la muy recomendable serie policial Mindhunters, de David Fincher), empiece a creer que quizás el profe de gimnasia Leonard (Dave Bautista), la cocinera Ardiane (Abby Quinn), la enfermera Sabrina (Nikki Amuka-Bird) y el empleado de una compañía de gas Redmond (Rupert Grint) tengan un poquito de razón, no se le ocurra preguntar lo que preguntaría el 99,99 por ciento de los humanos ante una situación así: por qué esa cabaña, qué tienen ellos para volverlos potenciales objetos de sacrificio. Tampoco se le ocurre a su marido Andrew (Ben Aldridge), demasiado enfrascado en negar y negar y negar. La hipótesis de esta crítica es que a M. Night Shymalan le interesa menos la coherencia narrativa que indagar en sus dudas existenciales sobre la humanidad y su relación con el entorno. Difícilmente una película salga bien cuando su director se pone por encima de ella. La idea de utilizar el cine como vehículo de sus preocupaciones eco-friendly no es una nueva en una filmografía que ha orbitado varias veces alrededor de ellas, con El fin de los tiempos (2008) y Después de la Tierra (2013) como ejemplos máximos. Pero si en esos casos las preocupaciones eran fruto de lecturas surgidas de desenlaces imposibles, aquí se patentizan desde el minuto uno. Mejor dicho, desde el minuto 20, porque el primer acto es, por lejos, lo mejor de Llaman a la puerta: económico en su puesta en escena, con frases susurrantes que generan inquietud y una tensión que preludia el huracán y logra hacer de espacios campestres elementos dramáticos. Allí entraña el nudo más fuerte del director de Sexto sentido, El protegido y Los huéspedes, quizá la razón por la que todavía cuesta dejar de ver cada nueva película suya, esperando que sean buenas, aunque hace mucho tiempo que no lo sean. El indio tiene un estilo propio y definido, un indudable talento para crear atmósferas viscosas e incómodas y mil ideas visuales (varias notables), pero todas caen víctimas de guiones de hierro, llenos de metáforas bobas y con ínfulas de mesianismo. Mismo mesianismo que hace que lluevan lenguas de fuego, caigan estrellas ardiendo como antorchas e irrumpa una plaga que, en este mundo pos covid, ya no son langostas, sino virus desconocidos.
Todo arranca con una publicidad sobre los nidos del título, unos bunkers confortables que prometen hacer de los aislamientos una experiencia similar a unas vacaciones. Esos aislamientos se deben a la aparición de un poderoso virus del que no se dan muchos detalles, pero que convierte a los humanos en algo parecido a zombies. En uno de esos nidos, próximo a ser demolido, despierta una chica de 18 años (la italiana Blu Yoshimi). Obviamente no sabe dónde está ni cómo llegó hasta allí, dos cuestiones que le explica la voz de un voluntario (Luciano Cáceres) ubicado en otra habitación a través de un dispositivo de audio. Su objetivo, afirma, es cumplir una serie de procedimientos y darle medicación para intentar detener el avance del virus. Sin contacto con el exterior, la involuntaria pareja debe esperar, como bien lo sabemos todos desde los confinamientos, que el tiempo pase. Filmada en esa única locación con dejos futuristas, esta coproducción ítalo-argentina dirigida por Mattia Temponi registra la interacción de esos personajes a lo largo de varios días en los que irán acercándose emocionalmente, develando así sus capas más frágiles. Una subtrama superficial que no escapa del lugar de un hombre que intenta mutar un dolor por servicio. Sí es más interesante cuando el fuera de campo se convierte en un elemento acechante y cargado de amenazas que llegan a través de esporádicas conexiones a Internet. Allí la película abraza el cine apocalíptico más desesperanzado, una sensación que el trabajo siempre eléctrico y excesivo de Luciano Cáceres no hace más que acrecentar, empujando la película hacia el terreno de la locura psicopática.
"M3gan", el viejo truco de la muñeca asesina La consistente atracción del cine de terror produce obras renovadoras, revisiones interesantes. Y también películas como M3gan, un Frankenstein sin filosofía. El cine de terror, con sus mil variantes, es uno de los pocos géneros que encuentra un lugar en la cartelera comercial por fuera de la hegemonía súper heroica y animada. El presupuesto relativamente bajo para su realización, la presencia de un público fiel y la capacidad de reinvención de las películas con gritos y sustos son algunas variables que explican un fenómeno del que M3GAN quiere ser parte. La nueva producción de la factoría Blumhouse –que suma al creador de la saga El juego del miedo y El conjuro, James Wan, como uno de sus coproductores y autores de la historia original– tiene con qué convertirse en un éxito, al menos en términos comerciales. Hace un buen tiempo que Blumhouse comenzó una campaña de difusión centrada en redes sociales, especialmente Tik Tok. De allí, entonces, su alejamiento consciente del cine para adultos eliminando casi todo atisbo de violencia explícita. Consciencia es un término clave en M3gan, en tanto se presenta como una actualización juvenil de la clásica historia de las máquinas rebelándose contra sus creadores. Actualización significa, en el Hollywood contemporáneo, refritar ideas y, en lugar de ocultarlo, explicitarlo a través de situaciones con “guiños” y referencias a ellas, condimentadas por algunas pizcas humorísticas. Así lo hace M3GAN al entrelazar –y gritar que lo hace– dos tradiciones bien demarcadas a lo largo de su poco más de hora y media de metraje. Como es una película sobre juguetes devenidos en seres autónomos, sedientos de sangre y ávidos de caos, empieza con un aviso publicitario sobre un peluche “inteligente” muy parecido a un gremlin, aunque sin su espíritu anárquico. Uno de esos bichitos lleva Cady (Violet McGraw) cuando el auto donde viaja con sus padres rumbo a unas muy prometidas jornadas de ski se estrella contra una barredora de nieve. Única sobreviviente del accidente, la nena termina a cargo de su tía Gemma (Allison Williams), a quien prácticamente desconoce. Ella, casualmente, viene desarrollando un proyecto con inteligencia artificial, pero el jefe no quiere saber nada. Quizás reformular un poco esa idea adaptándola a la necesidad de compañía y alegría de la pobre huerfanita pueda servir para que él recapacite. Y así “nace” M3gan, una androide mezcla entre Tiffany, la novia de Chucky en la película homónima, y una suerte de Barbie con dos toneladas de bótox en la cara y músculos de esteroides, que incluye un dispositivo que le permite aumentar su inteligencia a medida que va conociendo a la chica. Todo marcha bien, hasta que aprende mucho más de lo esperado. La máquina creada por el humano volviéndosele en contra por “tomar conciencia” y ser demasiado inteligente: una tradición que va, si se quiere, desde Frankenstein hasta Blade Runner. Pero aquí no hay disquisiciones filosóficas o reflexiones sobre la condición humana, solo una malvadita de un metro con ganas de matar a todos. El resto es la ruta habitual de una película con ambiciones de franquicia.
Es el padre de las “joditas telefónicas”, un nombre –o un apellido- que engloba toda una época de la comedia televisiva argentina. El Dr. Tangalanga adquirió fama mediante un número con una dinámica infalible: llamar por teléfono a una empresa y/o persona para lo que inicialmente es una consulta “seria” y luego, a fuerza de una enorme capacidad de improvisación, llevar la charla hacia el terreno de la insolencia y la escatología. Es curioso que en épocas de sensibilidad extrema con el humor llegue una comedia que haga de la puteada una de sus principales armas cómicas. Pero así lo hace El método Tangalanga, de Mateo Bendesky, una suerte de cruza entre homenaje y aproximación mitológica a los orígenes del personaje de inconfundible barba, bigotes falsos y anteojos creado por quien en la “vida real” se llamó Julio Victorio De Rissio. El protagonista acá no se llama Julio, sino Jorge. Se trata de un tímido empleado de una empresa de jabones al que le cuesta horrores hablar en público. Y ni hablar de acercarse a una mujer, tarea que delega en su locuaz amigo y compañero de trabajo Sixto (Alan Sabbagh). Con él internado, Jorge (Martín Piroyansky) debe vender unos productos en una reunión que sale pésimamente, para desazón de su jefe (Luis Machín, de enorme timing cómico). Derrotado y enojado con sí mismo tras esa situación, termina de casualidad en el evento de un mentalista español interpretado por Silvio Soldán (sí, el de Feliz domingo para la juventud), quien a través de una suerte de hipnosis logra que, al escuchar el tintineo de una copa o el tono de un teléfono, Jorge libere su lado B, un Mr. Hyde hecho de extroversión, caradurez y encanto. Y así inicia un camino de verborragia telefónica y personal perfecto para vengarse de quienes se portaron mal con él, alegrar a su amigo Sixto llevándole grabaciones de las conversaciones y, desde ya, conquistar a Clara (Julieta Zylberberg), la recepcionista del hospital y amante de uno de los directores del nosocomio (Rafael Ferro). Apoyada en la gestualidad de Piroyansky, notables personajes secundarios y un guion que, se dijo, celebra el arte de la puteada, El método Tangalanga se presenta como una comedia romántica clásica, aunque con la modernidad suficiente para deconstruir el género pensándolo como mucho más que “hacer reír” a alguien. A fin de cuentas, para Jorge el humor es un ariete para embestir contra aquellas situaciones para él dificultosas. El resultado es una biopic particular, que prioriza no tanto la recreación histórica como el espíritu zumbón y chabacano que atravesó la carrera de Tangalanga. Una comedia que recorre su propio camino con respeto, mucho humor y un corazón enorme.
"Agente Fortune", un correcto ejercicio de género demodé El director británico propone una narración fluida y eficaz, aplicada a una historia sobre la disputa entre agentes encubiertos, algunos aliados involuntarios y mafiosos por un botín que, hasta bien avanzado el metraje, no se sabe exactamente en qué consiste. Agente Fortune: el gran engaño tenía pautada su fecha de estreno para el primer trimestre del año pasado, hasta que, como diría Mauricio Macri, pasaron cosas. Dos, para ser precisos. La primera, industrial, fue una reestructuración en los estudios STX a raíz de la pandemia que obligó a sus ejecutivos a reordenar el esquema de lanzamientos de sus siguientes producciones. La segunda, geopolítica, se vincula con la invasión de Rusia a Ucrania iniciada en febrero: imposible que una película con un grupo de ucranianos como villanos pudiera ver la luz en ese contexto, aun cuando la villanía para esta película no vaya más allá del estereotipo construido durante décadas por el cine angloparlante de tipos con cara de malos y acentos marcadísimos. Nada en la quinta colaboración entre el realizador Guy Ritchie y su actor fetiche Jason Statham, en realidad, escapa de los lugares comunes de las comedias de acción, una de las especialidades del responsable de Juegos, trampas y dos armas humeantes, Snatch: cerdos y diamantes o RocknRolla. Pero debe reconocérsele a Ritchie un crecimiento a la hora de filmar. Lejos del look lustrosamente kitsch, el aire canchero, los tarantinismos regurgitados y el montaje frenético que solía imprimirle a sus películas, aquí –al igual que en su trabajo anterior, la inesperadamente sobria Justicia implacable– el británico apuesta por el funcionalismo formal, casi despersonalizado, al servicio de una narración fluida y eficaz aplicada a una historia sobre la disputa de un grupo de agentes encubiertos, algunos aliados involuntarios y mafiosos por un botín que, hasta bien avanzado el metraje, no se sabe exactamente en qué consiste. Agente Fortune: el gran engaño no aspira a permanecer en la cabeza mucho más tiempo que el que dura la proyección. Y esa falta de pretensiones, esa conciencia de ser un remedo algo más trash de la sofisticación de Misión Imposible, la convierten en un correcto ejercicio de género demodé. La intriga alrededor del contenido de aquel maletín es secundaria, puesto que lo importante aquí es poner en movimiento a Orson Fortune (Statham), un espía free lance que es contratado por una agencia junto a Sarah (Aubrey Plaza), JJ Davies (Bugzy Malone) y una estrella del cine llamada Danny Francesco (Josh Hartnett). ¿El objetivo? Desbaratar una confabulación internacional –el equipo acumula más millas aquí que James Bond en toda su carrera-– encabezada por un tal Greg Simmonds, interpretado por un Hugh Grant que, pasada su época de galancete, anda divirtiéndose de lo lindo interpretando villanos imposibles. Por si fuera poco, hay otra agencia interesada en el caso, obligando a Fortune y compañía a batallar en dos frentes simultáneos. Frentes que el grupo irá sorteando con partes iguales de fuerza, ingenio y un aire de suficiencia que para la película funciona de la misma manera que las burbujas de una gaseosa que, servida helada en un vaso de vidrio durante un verano caliente, se toma con facilidad y alegría.
Fue uno de esos fenómenos no detectado por el radar de los principales medios estadounidenses dedicados al show business: Terrifier costó 35.000 dólares, la mayoría recaudados a través del sitio web de crowdfunding Indiegogo, y con el tiempo se convirtió en un boom imparable allí donde se diera. Pero el punto cero de esta película –cuya secuela llega a las salas argentinas a través de la flamante distribuidora Terrorífico– data de 2008, cuando el director y guionista Damien Leone concibió el cortometraje The 9th Circle. Allí aparecía un personaje que no decía palabra, solo gesticulaba pero maltrataba y destripaba a sus víctimas con un goce perturbador, enfermizo, que volvería a entrar en acción en el corto Terrifier (2011) y en la antología All Hallows' Eve (2013). El payaso se llama Art y es la estrella alrededor de la que gira este universo hecho de sangre y vísceras. Vestido y pintado de blanco y negro, su violencia no es fruto de algún trauma infantil, sino de la idea de ejercer el Mal como fuente de placer. Pocas cosas más atractivas que un villano sin motivación psicológica. Más aún si ese villano es capaz de atemorizar con su sola presencia. Así ocurre, sobre todo, en la primera entrega, que comienza con el testimonio en un noticiero de la única sobreviviente de la llamada “Masacre del Condado Miles” ocurrida un año atrás, cuando el bueno de Art (David Howard Thornton aquí, Mike Giannelli en los cortos) se cargó a no menos de diez personas durante la noche de Halloween y dejó a la chica con el rostro deforme al punto de volverlo irreconocible. Aquella noche tuvo lugar una de las carnicerías más brutales que haya dado el cine en mucho tiempo, una faena no apta para ojos sensibles que tiñe la pantalla de rojo e incluye desde mutilaciones hasta golpes y cortes con cualquier objeto contundente, pasando por varios atracones de carne humana por parte de un Art que no tiene límites a la hora de imaginar torturas y formas de asesinar a sus víctimas. Las protagonistas de Terrifier son dos jovencitas que, volviendo de una fiesta, coinciden en un bar con Art. Desde ya, piensan que se trata de algún loquito disfrazado dispuesto a sostener su personaje hasta las últimas consecuencias. El dueño lo echa y las chicas se van, pero él vuelve dispuesto a despachurrarlo, en lo que es el puntapié para un raid que lo llevará hasta el taller mecánico que funciona en el garaje de una casa donde ellas esperan que las venga a buscar una hermana. No hay que ser un genio para imaginar quién llega primero y con qué objetivo. Dueña de una estética que recuerda a las películas del género de los primeros años ’90, aquéllas que llegaban mayormente a través de ediciones en VHS, Terrifier hace de la concisión y el efectismo estilizado sus pilares fundamentales. Lo primero se debe a que el relato va directo al grano; esto es, a la crueldad alocada de Art: ya se dijo que no hay justificación para su monstruosidad. Lo segundo, a que el director y guionista Damien Leone no concibe la idea del fuera de campo y muestra en primer plano cómo los cuerpos de desarman como si fueran de papel. ¿Tienen sentido esas escenas? Tratándose de una slasher movie, claro que sí. Sobre todo si están construidas bajo parámetros dignos de otra época: las consecuencias de la violencia de Terrifier están creadas con maquillaje, sin efectos digitales, con tripas y cerebros artificiales. Es una experiencia analógica y demodé de una truculencia por momentos insoportable. Ver si no la lentitud con que parte al medio a una de chicas, como si director y protagonista gozaran viendo la sierra atravesando el cuerpo desde la entrepierna hasta la punta de la cabeza. La segunda película llegó 6 años después, que podrían haber sido cuatro de no haber ocurrido la pandemia. Desde su estreno comercial en los Estados Unidos, el último octubre, se habla de espectadores que huyen despavoridos de las salas, desmayos, descompensaciones y vómitos ante un espectáculo dantesco que Leone eleva hasta niveles imposibles. Cuesta saber si todo lo anterior es cierto, pero no hay dudas que cayó como anillo al dedo para el marketing: lleva recaudados 12 millones de dólares solo en taquilla, 50 veces más que los 250.000 que costó. Con una duración un tanto extensa de 138 minutos (más de 50 minutos más que la anterior), Terrifier 2: el payaso siniestro comienza en el mismo momento que la primera. Otra vez la sobreviviente hablando en el primer aniversario y afirmando que el payaso está muerto. Una escena que Art mira en un televisor que rompe apenas termina. Es hora, entonces, de una nueva cacería. Leone es plenamente consciente del éxito previo y quiere redoblar la apuesta. Pero no todos los aspectos funcionan, como la inclusión del espíritu de una “payasa” que oficia como asistente, el intento de dotar de un gramaje psicológico a las principales víctimas -la familia integrada por mamá Barbara (Sarah Voigt) y sus hijos Jonathan (Elliott Fullam) y Sienna (Lauren LaVera)- o ciertos toques sobrenaturales que esfuman la impronta terrenal de su predecesora. El desarrollo narrativo no es muy distinto a la anterior, aunque por momentos se cuela un humor macabro hasta ahora ausente. Una a una irán cayendo las víctimas, algunas de una manera que recuerda a las de aquellas películas de porno tortura que fueron furor a principios del milenio, como El juego del miedo o Hostel. En especial, aquella que generó los supuestos vómitos y demás: Art agarra una chica, le arranca el cuero cabelludo con una pequeña tijera, le rompe varios huesos y la apuñala hasta el agotamiento. Más allá de sus desniveles, ambas Terrifier se presentan como renovaciones de un subgénero –las slasher movies– que suele pecar de solemne tomándose demasiado en serio todo lo que muestra. Poco importan aquí si sobreviven o no los protagonistas. El núcleo está en imaginar las maneras más sádicas de torturar y asesinar. Michael Myers, Jason Voorhees y Freddy Krueger son personajes de Disney al lado de Art The Clown.
“Es la película más grave que he escrito, pero quizás también la más ardiente", cuenta la directora y coguionista Carine Tardieu en las notas de prensa de Los jóvenes amantes. La afirmación no es del todo cierta: su cuarto largometraje tiene un aire grave y mortuorio atravesándolo de punta a punta; pero “ardiente” no parece un adjetivo que cuaje con una historia que se propone narrar sin pasión una historia que orbita justamente alrededor de ella. Los protagonistas son un médico casado llamado Pierre (Melvil Poupaud) y una arquitecta retirada de nombre Shauna (Fanny Ardant). Se conocieron 15 años atrás sin llamarse demasiado la atención, pero cuando se reencuentran es distinto, sobre todo para él, aunque por la frialdad imperante no se entiende muy bien cuál es la chispa que enciende la llama del deseo por esa mujer. Debe reconocerse, sin embargo, que esa ausencia de indicios es propia de alguien que, como Pierre, permanece inmutable ante todo y ante todos. Lo que sigue es el derrotero emocional de una relación no exenta de problemas. El principal, al menos para ella, es la edad (tiene 71 contra 45 de él). Pero la película no elige su punto de vista como guía narrativa sino el de Pierre, por lo que el asunto no termina de profundizarse. Después seguirán el deseo de Shauna de separarse de él, los intentos de ella para que él continúe su vida con alguien más joven y, la cereza del postre, un hecho que no conviene adelantar y que pondrá a los tortolitos contra las cuerdas. El resultado es un film monocorde y distante, casi susurrante, que prioriza una desangelada prolijidad formal por sobre los sentimientos arremolinados de sus personajes.