Actuar con el corazón Marcos Martínez ha dicho en varias entrevistas que siempre le interesó la lengua de señas. Fue así que comenzó la investigación que lo llevó hasta el grupo de teatro Extranjero, integrado por actores y actrices sordas, en plena preparación de una obra llamada Sordo. Pero el interés de Martínez está menos puesto en su condición física que en el proceso creativo. Así, da toda la sensación que los protagonistas no son sordos que actúan, sino al revés, lo que excluye de raíz la potencialidad bienpensante del relato: el fin del grupo es artístico antes que terapéutico. Tal como ocurría con Escuela de sordos, el film muestra gran parte de las discusiones grupales con subtítulos, amplificando el objeto de estudio hasta ubicarlo en algo mucho más macro como es la comunicación. Pero si Ada Frontini dejaba de lado el quehacer cotidiano de la docente por fuera del ámbito estrictamente laboral, Martínez incluye también facetas personales de los distintos integrantes, como sus hobbies o relaciones familiares. Esto último conlleva el principal problema: el uso de ciertos elementos de ficción (peleas grupales, distanciamientos, algunas escenas de interiores), algo que por momentos esfuma parte de la potencia comunicacional del film.
Elogio de la autosuperación Amable, conciliadora y celebratoria del espíritu de la unión y la familia, la de Lartigau es una de esas películas con la cual es imposible enojarse. Tres de los cuatro personajes son sordos, y la trama acompaña los intentos por enfrentar las adversidades y las limitaciones. Hace exactamente una semana, el periodista Horacio Bernades catalogaba al estreno de Apuestas perversas como “el gesto más subversivo que haya producido el campo de la distribución y exhibición cinematográfica en la Argentina en toda la temporada”. Esto porque el film de E. L. Katz era un auténtico Grinch audiovisual dispuesto a destruir los buenos sentimientos asociados a la Navidad mediante la puesta en primer plano de la ambición y el desapego emocional humanos, encarnados en un dúo dispuesto a todo con tal de ganarse unos cuantos dólares. Siguiendo los paralelismos festivos, La familia Bélier sería lo más parecido a ese tío simpaticón listo para salvar las papas disfrazándose de Papá Noel cuando las agujas del reloj marcan las vísperas de la medianoche del 24/12. Amable hasta lo buenuda, conciliadora y celebratoria del espíritu de la unión y la familia, la de Eric Lartigau es una de esas películas con la cual es imposible enojarse. Lo que no implica, claro, que sea buena, aunque debe reconocerse que, a la vista de los elementos dispuestos sobre la mesa, el menú podría haber sido mucho más difícil de digerir.La familia del título está compuesta por mamá, papá, hijo e hija. Los tres primeros son sordos; Paula, no. Esa condición la convierte en una pieza fundamental del andamiaje del clan operando como intérprete y negociadora del comercio familiar. Comercio que no anda del todo bien, ya que el pequeño pueblo francés está sumido en una crisis económica producto de los negociados del intendente, según se escucha al pasar en un noticiero. Ante esto, papá decide ir por el cargo. “¿Quién va a votar a un sordo?”, le dicen por ahí, abriendo una potencial línea argumental que nunca se profundizará. Porque el film no es un drama social ni un ensayo político sobre la convivencia cotidiana con la discapacidad, sino una feel good movie clásica, sin contrafiguras y centrada en la autosuperación de las adversidades y las limitaciones del entorno. Así, Lartigau apunta el timón a los cambios generados en Paula (Louane Emera, semifinalista de la versión gala del reality La voz) cuando un profesor de música con ínfulas de grandeza (Eric Elmosnino, protagonista de Gainsbourg y encargado aquí de los momentos de humor más logrados) elogie sus melodías y ella descubra que lo suyo no es el ordeñe y la venta de quesos, sino el canto.“Lo único que falta es que sea intolerante a la lactosa”, gesticula la madre ante la noticia. La frase es síntoma de un film que mantiene firme su decisión de evadir los golpes bajos y la lágrima fácil. Más aún, por momentos parece no tomarse demasiado en serio la potencia emocional del material entre manos. El problema es que sobre la última media hora sí lo hace, atendiendo únicamente a la vertiente más familiar, poniéndose cada escena más obvia hasta llegar a un desenlace al ritmo de “Je Vole”, de Michel Sardou, que no hace más que subrayar la intencionalidad de la propuesta. Así, La familia Bélier terminará oscilando entre una comedia sobre la disfuncionalidad que sólo por momento es, y el efectismo digno del perecido Hallmark Channel. 5-LA FAMILIA BELIER La famille Bélier/Francia, 2014Dirección: Eric LartigauGuión: Victoria Bedos y Thomas BidegainDuración: 100 minutosIntérpretes: Karin Viard, François Damiens, Eric Elmosnino y Louane Emera.
Exaltación de la incorrección política Craig (Pat Healy) no la está pasando económicamente bien y todo indica que no la pasará mejor, ya que a su de por sí ajustado presupuesto y al tendal de deudas se le suma el haber sido despedido de su trabajo. Justo esa misma noche se cruza con un par de viejos compañeros en un bar, uno de los cuales (David Koechner) es un millonario dispuesto a todo por un poco de diversión. Incluso a someter a sus amigos a un particular juego de apuestas cuyo grado de humillación irá en un crescendo constante, tensando así los límites de la moral personal. La retorcida ópera prima de E.L. Katz validará aquello que decía el personaje de Ricardo Darín en Nueve Reinas (“No faltan prostitutas, sino financistas”) involucrando al trío en una espiral de locura y desesperación que llegará incluso a la antropofagia; todo, claro, por dinero. Película reconcentrada en tiempo (una noche) y espacio (una casa), Apuestas perversas es un ejercicio de estilo que, si bien remite a la pantalla chica (las reminiscencias de los unitarios en tiempo real es inevitable), goza de un grado de incorrección y excesos que la convierten en una rareza en la cartelera argentina.
En medio de la catástrofe, todos hablan de Dios No pasan más de diez, quince minutos desde el inicio de los créditos que ya es evidente hacia dónde irá El apocalipsis. Todo comienza con un periodista especializado en catástrofes naturales paseándose por el aeropuerto neoyorquino mientras recibe saludos y demás muestras de cholulaje, cuando una viajera lo increpa con una interpretación mística según la cual todo, pero todo es producto de la ira de Dios. Una rubia, muy bonita ella, salta desde el fondo del tumulto interpelándola con una pregunta inédita en la historia de los agnósticos: por qué pasan cosas malas si Dios existe. Después se sienta sola en una mesa y el periodista, ni lento ni perezoso, decide chamuyársela hablándole de religión. Así se entera de que ella es bastante cocorita porque mamá es ultrarrecontracreyente y papá... bueno, papá es un piloto de avión muy parecido a un actor en algún momento prestigioso llamado Nicolas Cage que recorre el mundo bajándose azafatas y al que ella piensa sorprender en el día de su cumpleaños. Lo sorprende, sí, pero apenas minutos antes de embarcarse rumbo a Londres para una suplencia asignada a último momento, tiempo suficiente para intercambiar algunos conceptos sobre, claro, Dios.El enésimo eslabón en la cadena de proyectos impresentables que el sobrino trash de Francis Ford Coppola viene enhebrando con prodigiosa coherencia desde hace más de diez años continúa con él subiéndose al avión, el periodista integrando esa jungla de excentricidades que es la clase business (un obeso, un árabe, dos viejos, algún negro y hasta un enano gruñón digno de sketch de Jackass) y la hija visitando a mamá para hablar ¡de Dios! Ese es el panorama cuando repentinamente desaparecen millones de personas de la faz de la Tierra, desatando así la tan temida –y para muchos esperable– situación del título y, con ella, una vertiente del cine de catástrofes áreas noventosas (Turbulencia, Avión presidencial) encarnada en la emergencia del pájaro metálico y la viabilidad de un aterrizaje forzoso. Emergencia ante la cual todos estarán menos dispuestos a salvaguardar su integridad física que a cuestionarse mutuamente la fe y a qué dios rezarle. Diez mil metros abajo, ni siquiera una recorrida por todos los hospitales de la ciudad le impedirá a la protagonista un momento de distensión para intercambiar conceptos con un párroco.La adaptación de la novela de Tim Lahaye y Jerry Jenkins apuesta por la apropiación de la simbología cristiana, convirtiéndose en otro exponente del cine de explotaition religioso. Pero a diferencia de Exodo: Dioses y reyes y Noé, que retorcían el relato hasta convertirlo en uno de aventuras clásico, aquí también se masifican –y magnifican– las intenciones doctrinarias para exhibirlas sin el más mínimo cuidado de las formas. La cereza del postre llega con la última escena, con la exposición definitiva del mensaje y la potencial apertura para una secuela. Que Dios nos libre y nos guarde. 4-EL APOCALIPSIS Left Behind/Estados Unidos, 2014Dirección: Vic Armstrong.Guión: Paul Lalonde y John Patus, sobre la novela de Jerry B. Jenkins y Tim LaHaye.Duración: 110 minutos.Intérpretes: Nicolas Cage, Rayford Steele, Chad Michael Murray, Lea Thompson, Nicky Whelan y Cassi Thomson.
Viejos son los trapos, dice el ex Bond Suerte de cruza entre una trama de John le Carré y un personaje a la manera del protagonista de Duro de matar, el thriller de un veterano de mil batallas como es el director de Sin salida reivindica al cine de espías de la vieja escuela. El anteúltimo jueves de 2014 marca el arribo a la cartelera comercial de un par de películas tan disímiles en sus contenidos como hermanadas en sus formas de confección. Porque La entrega y El aprendiz son dos ejercicios narrativos old school cuyo lanzamiento conjunto marca una situación paradojal: el principal y más visible mérito, el factor que hila sus costuras, es la aplicación de fórmulas ya vistas como factor novedoso. Así, la primera es un policial deliberadamente setentoso mucho más preocupado por el factor humano de sus personajes que en el contexto que los apremia, mientras que la segunda encarna lo más parecido a un potencial encuentro creativo entre dos figuras clásicas como John le Carré y su tocayo McClane. ¿Qué saldría de la adaptación de un libro del primero con el personaje de la saga Duro de matar como protagonista? Posiblemente algo bastante parecido a esto: un thriller de espionaje ambientado en varios países –en este caso de Europa del Este–, con situaciones del pasado metiendo las narices en el presente, secretos silenciados, agentes secretos rosqueando con el poder de turno, complicidades tácitas, buenos y malos que al final no lo son y abundantes dosis de acción física, tiros y muertos.Lo anterior suena a mezcolanza indigerible digna de almuerzo navideño. Y lo sería si no estuviera servida por un veterano de mil batallas como Roger Donaldson, quien, alertado de la pesadez del menú, cayó a la mesa munido de unos cuantos frascos de Hepatalgina. Es cierto que el australiano es uno de esos realizadores invisibilizados detrás de proyectos irregulares y absolutamente impersonales (de Cocktail a Especies, de Trece días a Sueños de gloria, de Sin salida a El gran golpe, entre otros) en los que puede atribuírsele un rol casi técnico, pero en la mayoría de ellos mantiene inalterable su concepción del cine como un arte eminentemente narrativo, disponiendo todos los elementos con el objetivo máximo de contar una historia. Que esa materia prima resulte trillada, es otra cuestión.El aprendiz arranca como nueve de los últimos diez films de Liam Neeson. Esto es, con un agente gubernamental fracasando rotundamente en un operativo al que algunos años después le hacen una oferta lo suficientemente tentadora para sacarlo de su ostracismo. En el caso de Devaroux (Pierce Brosnan, luciendo una estampa de galantería jamesbondiana incluso contra su voluntad), sacar de Rusia a una agente. Pero no a cualquiera, sino a la madre de su hija. El operativo, claro está, sale mal, obligándolo a volver al ruedo para encontrarse con el conglomerado habitual de personajes estereotipados –como el jefe entongado con el poder o la chica inocente con data comprometedora a la que se debe proteger (Olga Kurylenko)– y enfrentarse con un ex discípulo (Luke Bracey) al que dará vuelta como una media. Esta situación deja entrever que el carácter revalidador del film va mucho más allá de su forma, convirtiéndose incluso en una declaración de principios: lo viejo, además de novedoso, aún conserva su eficacia. 6 - EL APRENDIZ - The November Man/EE.UU., 2014 Dirección: Roger Donaldson.Guión: Michael Finch y Karl Gajdusek, sobre el libro There Are No Spies, de Bill Granger.
El Infierno no está encantador Dos cuestiones explican lo inexplicable, es decir, el estreno de Regreso del Infierno. El primero es estrictamente coyuntural: el fin de año es una época históricamente de poco público en los cines, permitiéndole a las distribuidoras lanzar con buenas salidas aquellos films que en otros momentos no encontrarían semejantes posibilidades. El segundo es mucho más general, y está relacionado con la recurrencia con la que Hollywood exprime hasta la última gota de sus productos más allá de la pertinencia narrativa, algo que, en el género del terror, es aún mucho más viable dado el bajo costo de este tipo de producciones. El pacto (2012) había clausurado todas las posibilidades de una secuela, pero los guionistas fuerzan al máximo los mecanismos escriturales (aunque en realidad tampoco tanto: el recurso del fantasmita es bastante trillado) para retorcer cualquier atisbo de lógica y, sí, finalmente tener una nueva película aquí rebautizada Regreso del Infierno. La cuestión comienza con June (Camilla Luddington), una limpiadora de escenas de crímenes (¿?) acechada por el fantasma del asesino en serie de la entrega previa, al tiempo que un agente del FBI empieza a sospechar del asunto. Filmada con una desidia absoluta digna de la explotación del género post VHS de principios de los ’80 y actuada por un elenco completamente fuera de registro, Regreso del Infierno jamás logra un clima decente que avale la construcción de un mínimo suspenso, convirtiéndose entonces en una película de terror que genera cualquier cosa menos aquello que debería provocar.
Soñando con el Oscar La cosa pudo haber sido más o menos así: había una vez un director australiano llamado Jonathan Teplitzky que todas las noches soñaba en su cama anhelando la gran velada en la que se llevaría un Oscar. Tantas ganas tenía de irse del Kodak Theatre con las manos cargadas que decidió idear una película que siguiera el ABC del canon de la Academia. Así, lo primero que hizo fue buscar una historia real, cuestión de adosarle el siempre magnético based on a true story a los créditos iniciales. Pero no cualquier historia, sino una que izara las banderas de la tolerancia y el perdón, dos valores que en Hollywood cotizan más que la soja en el mercado de Chicago. “Para eso nada mejor que una enmarcada en una guerra”, pensó el oceánico. Y si se habla de guerra, que fuera la madre de todas ellas, es decir, la Segunda Guerra Mundial, con sus escenarios transcontinentales, el maniqueísmo de cajón y las mil y un gestas heroicas documentadas y dignas de recreación cinematográfica.Un día, leyendo y leyendo para dar con algún dato que pudiera convertirse en oro oscarizable, Teplitzky encontró la novela autobiográfica de un tal Eric Lomax. “Eureka”, gritó. Allí estaba todo: el escocés había combatido en el frente asiático hasta que fue capturado por los miembros de la Kempeitai (la policía militar del Ejército Imperial, entidad ideal para encarnar al diablo en la Tierra), quienes lo llevaron a un campo de concentración en Tailandia donde no sólo lo torturaron de lo lindo, sino que usaron su fuerza y la del resto de los prisioneros para la faraónica construcción de un tren que uniera Tailandia con Birmania. “En este hecho se basa El puente sobre el río Kwai; no puede fallar”, se relamió. Por si fuera poco, la trama se desarrolla en dos temporalidades (los ’40 y los ’80), habilitando el lucimiento del vestuario y los rubros técnicos, y el desenlace es de una corrección política insoslayable, un canto de cisne a la conciliación y a la superación del pasado beligerante. Inmediatamente después llamó a un actor reconocido y oscarizado como Colin Firth para el rol principal, seguramente sin saber que el británico brilla mucho más en comedias como la injustamente inédita Gambit o Magia a la luz de la luna que en este tipo de proyectos con ínfulas de trascendencia. ¿Y la partenaire femenina, la sufrida mujer que acompañará a su hombre durante el espinoso derrotero de recordar, aquella que estará siempre dispuesta a consolarlo durante sus pesadillas nocturnas? Otra actriz premiada y, para colmo de bienes, australiana: Nicole Kidman. Cuando llegaron al set, el asunto estaba ya cocinado. Simplemente había que encuadrar de forma tal que cada imagen transmitiera solemnidad y pompa. Y, ya en la posproducción, adosarle mucha, mucha música, cuestión de que para los espectadores fuera imposible ignorar la importancia del asunto. Las cosas salieron de maravillas y el resultado, pensaba el director, era redondo. Pero llegaron las nominaciones del año pasado y nada, ni siquiera alguna para los Globos de Oro entregados por la siempre generosa Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood. Apenas algunas menciones entre los críticos australianos. Teplitzky, al cierre de esta edición, seguía soñando.
Otra vez sopa: más teatro filmado Una troupe de hijos, todos interpretados por actores de primera línea, atraviesa las realidades más disímiles cuando la sorpresiva muerte del padre fuerza el regreso temporario a la casa natal, dando pie a una comedia dramática cuyo arco narrativo va desde el pase de facturas, la salida a la luz de las diferencias interpersonales y la irresolución crónica de los vínculos familiares hasta un desenlace esperanzador atravesado por la certeza de las segundas oportunidades. La definición bien podría caberle a Agosto, pero pertenece a Hasta que la muerte los juntó. Son, al fin y al cabo, dos películas cortadas con la misma tijera. Tal como ocurría con la adaptación de la reconocida obra de Tracy Letts –que aquí fue dirigida por Claudio Tolcachir, con Norma Aleandro y Mercedes Morán en los personajes centrales–, el film del irregular Shawn Levy (Una noche en el museo, Gigantes de acero) es una muestra de convencionalismos encadenados uno tras otro, en este caso sin el condimento del humor negro ni la más mínima preocupación por la sensación de lo ya visto, generada por la presentación de un plato mil veces servido. Y es, también, una película apegada a un guión de hierro, apenas sostenida por el plantel actoral. Teatro filmado, que le dicen.Una familia muy normal.Escrita por Jonathan Tropper y basada en su libro homónimo, Hasta que la muerte los juntó comienza con el fallecimiento del patriarca del clan Altman –¿homenaje a ese icono de las historias corales modernas que es el director de Ciudad de ángeles?–, hecho que obliga a la reunión de la madre (Jane Fonda, en plan locuacidad insoportable digna de los roles crepusculares de Diane Keaton) y sus cuatro hijos. La situación de los vástagos no es para alegrarse demasiado: Phillip (Adam Driver, de Girls) es un vividor sin vocación definida; Paul (Corey Stoll, el Peter Russo de House of Cards) está tan preocupado por la continuidad del negocio paterno como por el tratamiento de fertilidad de su mujer; Wendy (Tina Fey) vive con las secuelas de un amor truncado; y Judd (Jason Bateman) tiene demasiado fresca la cornada de su mujer con su jefe.“Es difícil ver gente de tu pasado cuando tu presente es un auténtico cataclismo”, dirá este último después de encontrarse con Penny (la australiana Rose Byrne), la chica local que nunca emigró y que, al igual que el personaje de Vera Farmiga en la reciente El juez, encarna la existencia sin sobresaltos que Judd hubiera tenido de quedarse en el pueblo. Pero el film jamás aborda esa potencialidad, sino que prefiere limitarse a la inofensiva esgrima dialéctica y en el somero retrato de los conflictos de cada uno de los protagonistas. Protagonistas para los que la despreocupación es representada por ese sobrino pequeño que se pasea inocente con su flamante pelela. La caca, entonces, como metáfora de la felicidad. Y de la película misma.
Zombies en La Habana El exitoso estreno comercial de 7 cajas mostró que hay no sólo un cine latinoamericano dispuesto a conjugar con astucia los géneros clásicos con elementos propios de la tipología social y cultural local, sino también que existe un público argentino dispuesto a verlo en pantalla grande. Así se explica, entonces, el lanzamiento de esta coproducción cubano-española, ganadora del Goya a Mejor Película Hispanoamericana y vista en el Festival de Mar del Plata hace tres años. Si el film paraguayo se apropiaba de los códigos narrativos del thriller para enmarcarlos en el populoso Mercado 4 de Asunción, el de Alejandro Brugués hace lo propio con una historia de zombies en la ciudad de La Habana. Todo esto mediante el seguimiento de un buscavidas (el Juan del título) y sus amigos, quienes ante la inminente invasión encuentran una hendija para el lucro ofreciendo un servicio de cacería cuyo lema es “matamos a tus seres queridos”. Con reminiscencias del espíritu clase B de los primeros trabajos de Farsa y varios de los exponentes recientes del llamado CIFA (Cine Independiente Fantástico Argentino), Brugués construye un film menos abocado a la generación de sustos o a las explicaciones científicas del fenómeno que a la comedia negra, ubicándose más cerca de los films de la dupla Edgar Wright y Simon Pegg que, digamos, de los de George Romero o la serie The Walking Dead. A diferencia de 7 cajas, da la sensación de que en algunos momentos Brugués está demasiado preocupado por (re)marcar los orígenes del film mediante referencias gratuitas pero constantes al socialismo, a Miami y a Fidel Castro, entre otros elementos. Hecha la salvedad, Juan de los muertos termina siendo una comedia negrísima sumamente eficaz, divertida y hecha con conocimiento del género, méritos que no muchas películas pueden adjudicarse.
Honestidad brutal La neurótica forma de estrenar películas nacionales hace que Años de calle llegue a la cartelera comercial poco más de un mes después que Boyhood. Son, al fin y al cabo, dos películas con enormes puntos de contacto no tanto en su núcleo temático, pero sí en un subtexto común cuyos ejes son el tiempo en carne viva y los usos que cada quien le da –o puede darle– a su paso irrefrenable. Claro que el film de Richard Linklater es muchísimo más luminoso: donde allí era maduración, contención y descubrimiento encarrillado, aquí es olvido, ignorancia y supervivencia. Años de calle comienza en 1999, cuando Alejandra Grinschpun dictaba un taller de fotografía en un hogar de día para chicos en situación de calle. Fue allí que cuatro de ellos llamaron su atención. Se trataba de Gachi, Ismael, Andrés y Rubén, todos de entre 10 y 17 años y con asentamiento permanente entre vagones y andenes de la estación de Once. A partir de esa anécdota, el film mostrará los sucesivos reencuentros del equipo técnico con cada uno de ellos a lo largo de más de una década, dejando entrever, por un lado, el fortalecimiento del vínculo entre ambos lados de la cámara, así como sus vidas fueron reconstituyéndose o, en la mayoría de los casos, acentuándose en la marginalidad. Años de calle es un documental abiertamente político cuyos dardos trascienden la mera coyuntura. Basta recordar los cambios que hubo en la Argentina en los últimos quince años –allí están los carteles de Menem ’99 para ilustrarlo– para darse cuenta que la problemática del film es endémica. En ese sentido, Grinschpun deja que sean los mismos protagonistas los encargados de exponer las falencias de su situación. Profundamente sincera y honesta con ellos, cruda sin ser miserabilista, y con la innegociable decisión de tomar a los chicos menos como objetos cinematográficos que como seres humanos, Años de calle terminará convirtiéndose en una crónica desgarradora sobre aquellos para los que no existe “Década ganada” o “perdida”, sino una condena crónica al olvido.