El peso de las aspiraciones Si la primera película de la saga no podía construir un anclaje temático coherente a lo largo de todo el relato, tres años después la secuela exhibe algo similar. Y en su ambición de abarcar demasiado, termina apretando poco. En ocasión del estreno de Kick-Ass, Horacio Bernades se preguntaba en estas mismas páginas qué era lo que la película quería contar y cómo, para diagnosticarle después una suerte de neurosis narrativa que le impedía construir un anclaje temático coherente a lo largo de todo el relato. Poco más de tres años después, la secuela obliga a problematizar los mismos aspectos para obtener una respuesta similar. Lo que permite suponer que el sello identitario de una marca con destino de franquicia es justamente ése, la ausencia de un estilo propio y definible. Basado en una nueva entrega del comic de los británicos Mark Millar y John Romita Jr. y estrenado aquí por la distribuidora de la cadena Village (más información en el Suple NO de hoy), el film de Jeff Wadlow es, entre otras cosas, un coming of age acerca de una adolescente conflictuada, una high school comedy centrada en el inédito enfrentamiento entre perdedores y populares, y una sátira acerca del mundillo de los superhéroes con una ultraviolencia pop coreografiada marca Tarantino. Todo esto entreverado en una historia de ínfulas políticas y metafóricas protagonizada por hombres y mujeres comunes y corrientes amigos de la aplicación social y generalizada de la Ley del Talión. La película comienza un tiempo después del desenlace de la primera, con la pequeña Mindy/Hit-Girl (Chloë Moretz) a cargo de un compañero de su padre muerto. De aquel policía marginado de la fuerza y decidido a formar una liga de justicieros anónimos después de que asesinaran a su esposa, interpretado por un Nicolas Cage en estado de gracia, queda apenas una foto con cara de empleado del mes de McDonald’s en el cuarto de entrenamiento de la nena. Cuarto al que llega un Dave dispuesto a volver a convertirse en el personaje del título. Por esas casualidades de guión, esto coincide con el regreso a los primeros planos de Chris D’Amico (Christopher Mintz-Plasse), ex Red Mist ahora rebautizado The Motherfucker, para vengar la muerte de su padre. ¿A quién culpa? A Kick-Ass, of course. A partir de la irrupción mediática de su némesis, este último se integrará a un grupete de freaks encabezados por Colonel Stars and Stripes (Jim Carrey, que desde la reciente El increíble Burt Wonderstone entendió que la gestualidad debe estar en función de la composición y no al revés) y dispuestos a repartir piñas y patadas a quienes crean que lo merezcan. Mientras tanto, la nena está autoexiliada en su rutina y buscando su primer beso. ¿Suena a demasiado? Lo es. Porque Kick-Ass 2 es, además de neurótica, autopresumidammente compleja, canchera y orgullosa del carácter de culto de su predecesora. Demasiado como para no caer por el propio peso de sus aspiraciones.
Ni Dios los salva... La conjunción de dos actores con carreras en caída libre desde hace varios años como Robert De Niro (hay que hacer mucha memoria para recordar su último buen trabajo antes de El lado luminoso de la vida) y John Travolta podía dar como resultado dos cosas. La primera, un renacimiento absoluto, un borrón y cuenta nueva que abriera las puertas a la esperanza de una nueva etapa. La segunda, otro golpe para hundirlos aún más en una mediocridad que, con cada nueva película, parece más cuestionadora del pasado glorioso de ambos. Tiempo de caza es un digno exponente de la segunda tendencia. Dirigido por Mark Steven Johnson (Daredevil, Ghost rider) y financiado por fondos… ¡belgas!, el film comienza en plena guerra de los Balcanes, con un grupo de soldados ejecutando a sangre fría a sus enemigos serbios. Lástima que después de los disparos olvidaron chequear que ellos efectivamente estuvieran muertos. Ya en la actualidad, el único sobreviviente (un Travolta con tonada más cercana a Borat que a un europeo del este) viaja a los Estados Unidos dispuesto a calmar su sed de revancha pagándole con la misma moneda al autor de la masacre, quien ahora vive en medio de un bosque mientras divide su tiempo entre lecturas al calor del hogar y la gastronomía. El tipo, como si fuera poco, tiene en su haber un divorcio no superado (la mujer se fue con el padrino de la boda) y una relación distante con su hijo. El visitante se hace pasar por ocasional turista y establece un vínculo primeramente cordial con su futura víctima. Hasta este momento, el film se presenta como un duelo lingüístico entre dos personajes. Y lo hace medianamente bien, dándoles tiempo para que se explayen, conformando así la psicología de ambos. El problema comenzará después, cuando ambos vayan a cazar al bosque y no precisamente alces. Tiempo de caza pegará, entonces, un fuerte volantazo para centrarse en una persecución mutua, un juego de gato y ratón en el cada no más de cinco minutos se intercambian los roles, muchas veces a través de arbitrariedades inexplicables dentro de la lógica del relato. Cuando ya nada perecía peor, el film regala unos últimos veinte minutos plagado de símbolos religiosos machacados hasta el hartazgo. Esto incluye no sólo referencias constantes a la iglesia y al poder de Dios, sino también un punto culminante dentro una capilla y una serie de planos -el del final, que aquí no se adelantará, es inolvidable- que, lejos de llevar a la redención, muestran que a De Niro y Travolta ni siquiera Dios puede salvarlos de un nuevo fracaso.
Nada es lo que parece Manuel (Patricio Ramos) está solo en su casa inmerso en el mundo de chat. Allí conoce a Julio (Mario Verón), con quien -más allá de sus reparos iniciales- combina un encuentro. Encuentro que sale de maravillas, con ambos atraídos mutuamente y teniendo sexo. Con el correr de la noche, cada uno deja aflorar sus secretos e intimidades. Así nos enteramos de que Manuel viene de una conflictiva relación con un hombre varios años mayor (Carlos Echevarría, el profesor de gimnasia atribulado de Ausente, de Marco Berger), y de que Julio es un ser solitario y angustiado. O al menos eso aparenta. Solo, de Marcelo Briem Stamm, se presenta como un thriller psicológico con bastante de lo primero pero poco de lo segundo ¿Por qué? Porque, si bien sus mecanismos narrativos demarcan la construcción de un rompecabezas, hay un aire generalizado de simplismo en la definición de ambos personajes que deja en primer plano las intenciones del film. Así, la dupla se mueve por los carriles previsibles del escamoteo de sus verdaderos propósitos hasta llegar a unos últimos veinte minutos en los que se desata una serie de vueltas de tuercas que pondrán todo en su lugar, evidenciando que las apariencias, al menos por esta vez, volvieron a engañar.
Más proselitismo que cine La guerra del fracking deja el resabio amargo de saber que un estreno alejado de estos tiempos electorales -Pino Solanas es candidato a senador por la Ciudad de Buenos Aires- hubiera generado un film mucho más depurado y centrado en el objeto de estudio planteado por el título. Esto dicho porque el realizador de Memoria del saqueo comienza su film mucho menos como un documental de denuncia que como un manifiesto abiertamente político en contra de la actual gestión gubernamental, planteando de yapa que la solución a todos los problemas es su partido, Proyecto Sur. Después, como si hubiera recordado que antes que político fue cineasta, Solanas se interna en el conflicto extractivista tan en boga en la agenda mediática de estos días. Pino Solanas no se anda con vueltas. Sus últimas películas, con excepción de la notable La próxima estación, exhiben una preocupación mayoritaria por el aspecto contenidista antes que formal. Se entiende, entonces, la ya clásica separación en capítulos, con leyendas en letras blancas funcionando como separadores. Pero esto no es algo necesariamente negativo. Por el contrario, hay una cuestión de urgencia en sus relatos, todos ellos centrados en descastados y/o marginados del sistema, que los vuelve atrapantes y cinematográficamente potentes, aun con sus excesos declamatorios. Y en ese sentido, La guerra del fracking no es la excepción. El film comienza con una breve reseña histórica (bah, de los '90 en adelante) del conflicto petrolero/gasífero hasta la actualidad (venta de YPF, reestatización, Chevron, Vaca Muerta, etcétera) para luego viajar al sur y abocarse a los más débiles y desprotegidos del sistema: descendientes de mapuches, pequeños fruticultores y campesinos. A partir de aquí, la película oscila entre la cesión de un vía libre para que hablen y construyan un panorama completo de su perspectiva de la coyuntura y la endogamia política y cinematográfica de un realizador que nunca parece del todo convencido en que el protagonista no es él ni sus copartidarios –son contados los funcionarios y políticos no pertenecientes a Proyecto Sur- sino la problemática planteada y sus víctimas. La guerra del fracking levanta vuelo cuando adopta la primera opción, poniéndose al servicio de las particulares geográficas y políticas generadas por la irrupción de esos emprendimientos. Ver sino la perfecta contraposición establecida entre las plantaciones de manzanas y el tembladeral tecnológico de un pozo petrolero ubicado a un alambre de distancia o la brutalidad policial en la represión de las protestas, dos postales que valen más que mil discursos proselitistas hechos película. A estas alturas de su carrera, Pino debería saberlo.
Jugar al (y con) el cine La idea de Caito mutó decenas de veces, pasando de una ficción pura que retomara alguna de las líneas del cortometraje homónimo que ganó el concurso Georges Méliès en 2004 y puede verse en YouTube, hasta este curioso dispositivo que es hoy, una suerte de ficción denunciada dentro de la misma película que hace de la calidez una norma. Estrenado en el BAFICI 2012, el film comienza con Guillermo Pfening llegando a Marcos Juárez, su pueblo natal en Córdoba, para mostrar cómo es el día a día de su hermano catorce meses menor, quien padece una distrofia que debilita sus músculos y no le permite moverse con suficiencia. Esto es, la rutina familiar, las sesiones de kinesiología, la visita a amigos y conocidos, y los paseos rutinarios en cuatriciclo por las calles principales. Pero en plena construcción del personaje, justo después de que la película amenazara con articularse como un documental con el protagonista contando a cámara las particularidades de su extraña musculatura, Guillermo se entera de sus deseos de ser padre. A partir de ahí, y con una variable de potenciales golpes bajos como la de la enfermedad ya eliminada, la película pega un volantazo rumbo a una suerte de ficcionalización biográfica de Caito, protagonizada por él, sus amigos y un grupo de colegas de su hermano (Romina Ricci, Bárbara Lombardo, Lucas Ferraro) en los roles de sus familiares. Dicho esto, podría pensarse a la ópera prima del protagonista de Nacido y criado, dirigida por el aquí productor Pablo Trapero, como un mero ejercicio de cine dentro del cine. Pero la mixtura entre esa ficción tan amateur como cálida y sincera con escenas de la preproducción y el backstage retoma la ontología cinematográfica inmortalizada en Súper 8: antes que presupuestos, negocios y efectos especiales, el cine es (debe ser) un acto esencialmente lúdico y mancomunado, cuyo requerimiento primordial es la sumatoria de voluntades para llegar a una meta en común, en este caso la articulación de imágenes con forma de película. Allí estarán, entonces, el tercer hermano dispuesto a dar una mano desde la participación actoral, y los amigos y vecinos al servicio de la aventura del filmar. Aventura que Pfening muestra con el placer lúdico (no es casual que hable de “jugar a hacer ficción”), haciendo discurrir una historia mínima que, sin embargo, se expande hasta mucho más allá de la pantalla.
Entre la frivolidad y la apatía general Un asado dominguero es el ámbito en el que se mueven los seis protagonistas de esta ópera prima, que muestra hábitos y costumbres de la burguesía acomodada de las grandes ciudades. Un registro interesante que por momentos abusa de la exhibición de lo patético. Hace un par de días y en estas mismas páginas, Luciano Quilici se refirió a la génesis de Los quiero a todos, obra teatral de su autoría que él mismo adaptó a la pantalla grande, definiéndola como un retrato de aquellos treintañeros pertenecientes a “la burguesía acomodada de Buenos Aires o de las ciudades grandes” centrada en “cómo vive esa gente que tiene todo lo que el sistema te dice que hay que tener para ser feliz”, pero a los que las cosas no les cierran. En esa línea, los seis protagonistas de su ópera prima, todos aunados en un asado dominguero al aire libre, oscilan entre la frivolidad –no es casual que en esa entrevista se hablara de los resabios de ’90–, el cuestionamiento existencialista de sus actos y una apatía generalizada, configurando así una patada a la entrepierna de ese segmento social y etario. Patada que Quilici tiene la delicadeza de no subrayar, evitando cualquier atisbo acusatorio hacia sus criaturas. Y eso que los flashbacks que describen los días del sexteto previos a la comilona muestran que si había algo que sobraba en el film era materia prima para “reírse de” en lugar de “reírse con”. Pero ojo que esto no implica que el cineasta las defienda y mucho menos las entienda, sino que elige ubicarse en un punto medio, limitándose a presentar un mundo y dejarlo desenvolverse sin intervención, construyendo un artefacto que bebe principalmente del cinismo y el patetismo de Todd Solondz, aunque sin su crueldad y el humor deadpan del cine indie de los primeros noventa. Allí están, entonces, el ex nene bien (Santiago Gobernori) que jamás trabajó y ahora intenta iniciar una relación con su mucama digna del mejor Cronenberg, vaya uno a saber si por amor, obsesión o mero capricho clasista. El espíritu del canadiense también sobrevuela en el vínculo que otro de ellos, en este caso un actor neurótico (Ramiro Agüero), establece con una hermosa morocha que conoce en una parada de colectivo y a la que no duda en disfrazarla de quinceañera para hacerla bailar. Una de las chicas (Leticia Mazur), aparentemente docente, tampoco la pasa del todo bien curtiéndose a quien se le aparezca delante, incluido algún alumno sub-20. “¿Por qué nadie se enamora de mí?”, se lamenta ante otro amigote (Diego Jalfen) justo antes de proponerle... bueno, ya se sabe. Que éste se vista con la ropa del papá muerto y ande a los abrazos con mamá exterioriza que su psiquis tampoco está del todo equilibrada. El sexteto se completa con un matrimonio aquejado por la inercia y el desamor. “Me haría una paja mirándote y me iría a dormir”, le dice él (extraordinario Alan Sabbagh) a ella (Valeria Lois) en la habitación. La destrucción latente del vínculo y la preponderancia que la pareja le da a su imagen puertas afuera sintomatiza el carácter implosivo y abroquelado de todos los personajes. Quilici define con precisión absoluta esas características, adosándole progresivamente más y más líneas al contorno emocional de cada uno de ellos. Pero esa virtud es también el principal problema de un film que por momentos parece asfixiarse por un recorte empecinado en no ir más allá de la exhibición de lo patético, impidiendo así que el resultado final tenga un volumen aún más complejo y fundamentalmente más humano.
Manhattan siempre estuvo cerca Martín Piroyansky llamó la atención del público y de la crítica con su corto No me ama, de amplía circulación online y por diversos festivales. Ahora, consolida sus cualidades para la narración, la creación de climas y la exploración de los sentimientos en su debut en el largometraje, Abril en Nueva York. El film cuenta la historia de una joven pareja argentina recientemente instalada en la Gran Manzana. El problema es que mientras Valeria (Carla Quevedo, rostro lozano de próxima mundialización) trabaja largas noches como recepcionista en un bar, Pablo (Abril Sosa) vaguea con sus amigos y no parece demasiado interesado en conseguir un empleo. A partir de esa anécdota, el protagonista de La araña vampiro construye un film que oscila entre el mumblecore (las charlas casuales, la cámara siempre cercana pero jamás entrometida) y el género romántico. Si bien puede achacársele a Piroyansky algunos atisbos cercanos a la estética publicitaria y cambios de comportamiento bruscos y no del todo construidos en sus personajes, Abril en Nueva York es la más que bienvenida irrupción de un joven cineasta (26 años) con una visión del mundo propia y atenta a los pormenores de lo cotidiano. Y que, por si fuera poco, maneja con solvencia la narración y el género.
Grotesco argentino de otros tiempos Surgida durante la espera de un llamado para empezar los trámites de una adopción que finalmente nunca llegaría, la premisa basal de Roberto Maiocco era escribir un guión para mostrar esa suerte de poder curativo que los hijos generan en los padres, independientemente de la existencia de un vínculo sanguíneo: un mensaje noble cuya necesidad de divulgación masiva está, al menos en estas líneas, fuera de discusión. Discusión que sí debe darse sobre el canal elegido, ya que la evidencia de la intencionalidad, la estructuración televisiva y un ideario social carente de refinamientos permiten presuponer que el marco natural de exhibición de Romper el huevo era algún ciclo televisivo de tintes sociales. Pero el estreno es en pantalla grande, lo que convierte al film en la enésima muestra que las buenas intenciones no suelen llevarse del todo bien con el cine. Si hay algo para reconocerle a Maiocco es su capacidad de generar desconcierto con un tono por momentos indefinible. Suerte de híbrido entre un grotesco apaciguado del cine argentino de los ’80 y la búsqueda fallida de un humor absurdo, ambos atravesados por una concepción de clase media sacada de Los Roldán o Buenos vecinos, Romper el huevo tiene a un protagonista (Hugo Varela, a quien se lo extraña cantando “Corbata rojo punzó”) quedado estéticamente en la primavera alfonsinista –no por nada se dedica a un oficio prácticamente en extinción como es el de relojero– cuyo laconismo deja entrever una angustia existencial. Razones no le faltan: justo antes de enviudar, le prometió a su mujer que adoptaría un hijo. Adopción que, doce años después, aún no se concretó. Para colmo recibe un estudio médico por correo (¿?) anunciándole un cáncer fulminante. ¿La solución a la sumatoria de semejantes pesares? El suicidio. Imposibilitado de hacerlo por un arbitrio del guión digno del realismo mágico, finalmente recibe al hijo anhelado (Conrado Valenzuela), al cual dejan en el bar amigo, como si se tratara de una compra en Mercado Libre. Lo que sigue es la comprobación de la hipótesis planteada por Maiocco, patentizada en la parábola emocional del personaje central: de la soledad, sorpresa y cordialidad inicial al desprecio (“Vengo para devolverlo”, dice en algún momento en una oficina pública), y de allí a un incipiente cariño paternal y la posibilidad de una familia. Pero lo peor del asunto no es el mensaje unívoco, sino la pereza generalizada en su construcción formal, con una puesta en escena descuidada, un montaje a reglamento (con fundidos a negro y todo) y una cámara que jamás se atreve a ir más allá del plano conjunto, dando la sensación de que Romper el huevo está concebida con la desidia propia de una preocupación mayoritaria por el qué decir antes que por el cómo.
Aventuras para preadolescentes Caídos del mapa es una película plena de buenas intenciones. La más notoria es el deliberado intento de insuflarle un realismo naif al ideario ABC1 de la adolescencia marca Cris Morena y a la visión lóbrega y penitente impuesta por el cine de terror hollywoodense a lo largo de la última década y pico, esa que pregona que nada bueno puede ocurrir durante la etapa de ebullición hormonal. En ese sentido, el film se presenta como una oferta luminosa, festiva, ultrapop (banda sonora de Miranda! incluida) e inmensamente lúdica. Esto último dicho en el mejor sentido de la palabra, con los creadores mirando de frente a sus criaturas y no desde la suficiencia otorgada por la experiencia, rasgo que ya estaba presente en el primero de los diez libros –el once está en camino– de la saga escrita y adaptada para la pantalla grande por María Inés Falconi. El resultado es, entonces, una película fluida y veloz, técnica y narrativamente bien construida, aunque algo perezosa en su lenguaje visual, que tiene muy en claro el target sub-15 al que le habla. Pero entonces... ¿por qué calificarla con un seis y no más? Una película fluida y veloz, aunque algo perezosa. El primer problema es la tipificación de sus cinco protagonistas –todos ellos integrantes de una comisión de séptimo grado– como síntoma de un automatismo generalizado. Allí están, entonces, el geek inventor con anteojos gruesos, el facherito locuaz y atorrante, la tímida sobreprotegida, la rubia bonita que anhela ser mucho más que eso y la gordita chupamedias y malcriada, hija además del presidente de la cooperativa. Los primeros cuatro –todos con interés amorosos recíprocos que, claro está, no confesarán hasta bien entrada la película– se ratean al sótano durante una clase de geografía (otro brochazo para la docente interpretada por Karina K), la quinta se entera y los extorsiona, obligándolos a soportarla durante el resto de la aventura. Aventura que los realizadores Nicolás Silbert y Leandro Mark aciertan retratándola como tal, mediante una estilización de la espacialidad de la locación que emparda la puesta en escena con la visión sorprendida de los protagonistas. Hasta aquí todo bien, pero Caídos del mapa empieza a desinflarse justo cuando debía poner segunda marcha para darle carnadura y humanidad a sus criaturas. Es cierto que una de las claves del éxito de los textos, según ha dicho la escritora en varias entrevistas, radica en su capacidad para la construcción de una rápida empatía entre los habitantes de la página impresa y los lectores generada justamente por la aplicación de esos estereotipos. Pero trasladar ese mecanismo al cine implica recorrer el camino más fácil antes que uno potencialmente más interesante. Y el asunto daba para más: ver sino la complejidad del quinteto que asoma subrepticiamente cuando el grupete inicial decide “enjuiciar” a la infiltrada... Y cómo ese camino dura apenas esa escena. Así, Caídos del mapa elige apoltronarse en la comodidad de lo ya probado en lugar de expandir un poco más los límites de la materia basal. A favor debe decirse que todo apunta al inicio de una saga, lo que abre la posibilidad a un mejor desarrollo para las próximas entregas. El crédito, entonces, permanece abierto.
Cuando la forma se impone a la búsqueda Los nueve cortos cosecha 2013 tienen, como ya es costumbre, un acabado técnico digno de manos expertas. Pero es novedosa, en cambio, la preocupación general por la construcción de una historia antes que por la experimentación. Nunca la tuvieron fácil los cortos de Historias breves, todos ellos filmados por estudiantes de distintas escuelas de cine de la Argentina, ya que deben prestarse no sólo a la inevitable comparación interna, sino también a otra generada por el peso de la historia. Basta recordar que la primera antología, estrenada en 1995, albergó trabajos de varios de los máximos referentes de lo que años después sería el Nuevo Cine Argentino (Martel, Caetano, Burman y siguen las firmas). Pero sería un error buscar, tanto en esta octava entrega como en las anteriores, la llama de un flamante movimiento o la certeza de un talento de próxima explosión. Lo que debe hacerse es utilizarlos como barómetros de la coyuntura, síntomas del presente antes que preludios de un futuro siempre incierto. Y en esa línea, el panorama no es del todo alentador. Producidos por iniciativa del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa), los nueve cortos cosecha 2013 tienen, como ya es costumbre, un acabado técnico digno de manos expertas. Sí es novedosa la preocupación general por la construcción de una historia antes que por la experimentación de la forma. Pero para esto es necesario un pulso narrativo lo suficientemente entrenado como para delinear una estructura clásica en un puñado de minutos. En ese sentido, el problema central de la mayoría de los trabajos de HB8 es que parecen surgidos de largos reducidos por obligación antes que de ideas concebidas para desarrollarse en un cuarto de hora. De allí que uno se limite a ser un ejercicio de género caracterizado por el trazo grueso y el chiche (Liebre 105, de Sebastián y Federico Rotstein), otro a copiar un modelo eminentemente hollywoodense (la feel-good-movie Vida nueva, de Lucas Santa Ana), alguno a reducir al cine al rol de generador de conciencia (El olvido, de Fermín Rivera). También hay uno que se queda rengo planteando una buena premisa no del todo bien llevada a cabo (Cuestión de té, de Maximiliano Torres) e incluso un par salidos de la matriz de un episodio de Tiempo final (El desafío, de Andrés Arduin; El ramal, de Mena Duarte). Hay una crisis latente en la familia de El conductor, de Maximiliano Torres. La articulación de la forma con la vocación narrativa se amalgama en tres trabajos. Apertura de la antología, De cómo Hipólito Vázquez encontró magia donde no buscaba es una comedia acerca de un cazador de talentos (Javier Lombardo) que llega hasta un inhóspito paraje norteño atraído por el rumor de un crack. Dirigido por Matías Rubio y narrado por Víctor Hugo Morales, el film acierta creando dos protagonistas cuyas vidas parecen regidas por los mandatos de la pelota, construyendo así una especie cinematográfica llamativamente poco frecuente en el país de Messi y Maradona como es una comedia futbolera. Si el resultado no es del todo –si se permite la humorada– redondo, es por un desenlace demasiado moralizante y cierta desconfianza en el poder de las imágenes manifestado en un abuso en la musicalización. Los últimos dos hacen del par opresión-represión una norma. Tanto que logran transmitir la tensión de un estallido inminente. Superficies, de Martín Aliaga, es el tensísimo recorrido por la cotidianeidad de un alumno víctima del bullying siempre al borde de una crisis. Crisis también latente en la familia central de El conductor, de Maximiliano Torres. Por lejos el mejor cortometraje de la selección, el film aplica un procedimiento similar al de Dominga Sotomayor en De jueves a domingo. Esto es, apropiarse de un auto para redefinirlo como el espacio de confluencia de dos realidades disímiles. La de los chicos, que juegan como si nada en el fondo, y la de sus padres, un matrimonio que marcha inexorablemente a la ruptura. Hasta que el choque de un pájaro contra el parabrisas rompe el equilibrio familiar, balanceándolo a una realidad resquebrajada. El de-senlace, partes iguales de justeza y pesimismo, deja sobrevolando la triste sensación de lo inmodificable.